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Anales de Literatura Española Núm. 10, 1994

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ArribaAbajo El escritor según Tomás de Iriarte: su plan de una Academia de Ciencias y Buenas Letras

Joaquín Álvarez Barrientos



CSIC Madrid

Cuando Tomás de Iriarte redacta entre 1779 y 1780 el Plan de una Academia de Ciencias y Buenas Letras, existía en el ambiente cultural español la esperanza, ya un poco deprimida, de que las cosas podían cambiar, para mejorar. Tras el empuje que se dio a las Letras durante el reinado de Fernando VI, se pensó que con Carlos III llegarían las mejoras necesarias en todos los ámbitos de la política, además de una mejor situación para los miembros de la República Literaria española. A esta actitud ante el nuevo rey no era ajena su fama como activo agente cultural durante su período napolitano. Manuel Lanz de Casafonda, por ejemplo, lo presenta en sus Diálogos de Chindulza (1761) como el benefactor de las Letras y las Ciencias en aquel reino, y señala que lo mismo se espera de él en España: «Ha hecho [...] en Nápoles [...] florecer las Ciencias y las Bellas Artes; a su celo, protección y liberalidad se debe el estado que hoy tienen en este reino y en el de las dos Cicilias (sic) [no se olvide que el diálogo se supone entre dos italianos y en Italia]. Él ha sido el verdadero restaurador de las Letras, y espero que también lo ha de ser en España» (1972, pág. 38). Para la década de los ochenta esas esperanzas, si no están muertas, están decaídas, y peor será la situación a medida que el gobierno de Floridablanca avance en el tiempo, ya que su relación con los elementos progresistas se hará difícil y sospechosa, cerrándose al diálogo ante los hechos de la Revolución Francesa.

Antes que Iriarte, Luzán y Jorge Juan -y otros después- redactaron diversos proyectos que una Academia de Ciencias y Letras, a veces sólo de Ciencias, pero siempre en la idea de que el Estado debía ayudar a los literatos1,   —10→   agrupándolos en un centro que facilitara su trabajo y dotándoles de un sueldo que les permitiera vivir de su actividad literaria -en el más amplio sentido de la palabra-, sin necesidad de desviar su atención y sus capacidades a la busca del sustento, de lo que queda palmaria constancia en el Plan de Iriarte.

Sólo a finales de siglo parece abandonarse la idea de establecer un gran centro cultural (como una ciudad literaria dentro de la propia ciudad) que agrupara a los estudiosos de las más diversas materias, desde la astronomía a la física, pasando por la historia, la botánica, la medicina, etc. Esta idea, fruto de una mentalidad centralizadora, cedió paso a otra, más acorde con los tiempo, que imponía la especialización de los estudios, y así se formaron centros más pequeños dedicados a materias específicas. Es una labor de la que se alaba el Príncipe de la Paz en sus Memorias. En ese gran centro que aunaría a las mentes más claras del país se llevaría a cabo la investigación necesaria, tanto para culturizar a la población, como para poner a la nación al nivel científico europeo.

Aunque de formar una Academia de Ciencias se hablara durante el reinado de Felipe V, quien dio forma y reflexionó sobre la planta y distribución que debía tener ese gran centro de trabajo intelectual fue el padre Martín Sarmiento en sus Reflexiones literarias para una Biblioteca Real y para otras bibliotecas públicas, hechas [...] en el mes de Diciembre del año de 1743, dirigidas a Juan Iriarte, que trabajaba en la Biblioteca Real, y que no vieron la luz pública, aunque parece que se conocían manuscritas, hasta 1789, cuando las publicó Valladares de Sotomayor en su Semanario erudito2. Lo que para Sarmiento había de ser una Biblioteca Real, para los sucesivos «tracistas» de proyectos académicos debía ser una Academia que integrara artes y ciencias3. Este establecimiento -cuya ideal distribución espacial incluye en el proyecto- debía tener imprenta propia4, librería de venta directa al público, observatorio astronómico, además de asumir las academias de la Historia, de Medicina, de la Lengua y todas las demás. «De modo que todo el palacio literario, o este grande edificio de la Real Biblioteca, se pueda llamar con propiedad Real Palacio de Palas o de Minerva; o, para excusar mitologías, el Palacio de la Sabiduría» (pág. 117).

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Fue el propio fray Martín quien propuso a Juan de Iriarte la creación, en esa Biblioteca-Academia-Palacio, de una «Junta Real de Literatos y Jueces de la Literatura, de cuyas disposiciones dependiese el gobierno de toda la República Literaria de los dominos de España» (pp. 214-215), de modo semejante a como, años después, hará Tomas de Iriarte al plantear la formación de una mesa censoria5. Es posible, desde luego, que la idea flotara en el ambiente, como la de establecer una Academia de Traductores, pero tampoco es improbable que Juan de Iriarte se apropiara de ella, ya que Sarmiento no publicó ese escritorio. En cualquier caso, el proyecto del benedictino parece a menudo ser el núcleo del que después salieron los posteriores planes de academias.

Lo que para Sarmiento era una reflexión personal, en tiempos de los hermanos Iriarte es ya un proyecto político que arrastra su inviabilidad, habiendo figurado en los programas de Ensenada y Floridablanca6. En el del primero, de forma muy vaga7; en el del segundo, de manera explícita en su Instrucción reservada que, sin embargo, es de 1787, es decir, siete años posterior a la redacción del Plan de Iriarte8. Bernardo de Iriarte fue quien sugirió al Conde la conveniencia y necesidad de erigir dicho establecimiento, y podemos saber con relativa precisión cuándo se lo propuso. Floridablanca fue nombrado Ministro de Estado en Noviembre de 1776 -si bien no se presentó ante el rey hasta el 19 de Febrero de 1777, como deja constancia en su Memorial a Carlos III (1856, pág. 307)-, a los pocos días mantiene una conversación con Bernardo de Iriarte, que trabajaba en la Secretaría de Estado, de la que tenemos conocimiento por el escrito titulado Primera conversación que tuve con el conde de Floridablanca cuando vino al Ministerio de Estado desde Roma. Algunos datos y reflexiones posteriores9. La charla tuvo lugar «unos quince días después de haber tomado posesión [...] a cosa de las 9 de la noche en su despacho [...] en el Pardo».

El Ministro le pregunta su opinión sobre cuál debe ser la política y la dirección del Ministerio. Iriarte le contesta que es el momento de mejorar el país, comenzando por la educación de los jóvenes. El relato de Iriarte acentúa su resentimiento a medida que narra los hechos, que continúan de esta manera:

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Algunos años llevaba ya de Ministro (tres o cuatro) el Sr. Conde, cuando a duras penas le persuadí promoviese el establecimiento de una Academia de Ciencias, estimulándole con significarle que nunca había habido ministro de provecho que no las hubiese promovido; que la nación ignorante no hacía otra cosa que ignorancias y sería siempre vencida en la guerra e infeliz y miserable en la paz, etc.

Adoptó la idea. Quiso que mi hermano D. Tomás de Iriarte, a quien lisonjeó muchos años con vanas esperanzas, y cuyo ingenio, penetración y superior lógica le asustaban, formase el plan de la Academia, como en efecto lo hizo10. Leísele al conde, y le aprobó. Cuando salí yo de la Primera Secretaría de Estado en el año de 1780 para la plaza del Consejo de Indias, quise entregarle el expediente, pero me dijo le retuviese en mi poder y se le enviase en la próxima jornada de San Ildefondo. Hícelo así, acompañándole con una carta confidencial, de que conservo minuta11.

El proyecto durmió junto con los estatutos de semejantes academias europeas que sirvieron para la redacción del Plan12.


Más tarde, el 8 de Julio de 1787, en el punto 69 de la citada Instrucción reservada para el gobierno de la Junta de Estado, se establecía que era deseo del rey erigir una Academia de Ciencias, «con el fin de promover entre mis vasallos el estudio, aplicación y perfección de estos conocimientos [...], y encargo muy particularmente a la Junta coopere a estas ideas y las recuerde con frecuencia y oportunidad» (pág. 224b). Por esas fechas, Floridablanca había decidido construir un gran edificio que albergaría a los científicos que formarían la proyectada Academia. Este edificio, el actual Museo del Prado (Rumeu de Armas, 1980), atrajo en seguida las críticas, pues se veía como una obra inútil y gravosa. Bernardo de Iriarte lo cuenta así en su Primera conversación:

Algún tiempo después resolvió se edificase una casa en el Prado para la futura Academia. Pensó en el edificio; pero no en los sabios presentes ni futuros, porque los temía y no los amaba, especialmente a los primeros, pues siempre le hicieron sombra y le estorbaron durante su ministerio, y los humilló y abatió, exaltando a los necios e ignorantes.

La casa prosigue; ¡ojalá veamos desde luego protegidos dignamente a los que hayan de habitarla!


Estas objeciones de Iriarte, posteriores a los hechos, eran las que se hacían al proyecto contemporáneamente. Los enemigos del Conde que escribieron la Sátira tercera. Confesión del conde de Floridablanca, señalaban en el punto 3213:

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La más magnífica, y a proporción menos costosa, de estas obras, es la que se levanta en el Prado; pero también la más inútil [...] ¿Cómo se ha de hallar dignos académicos de las ciencias, cuando jamás he proporcionado un pedazo de pan a un hombre hábil, y tengo esclavizados hasta los entendimientos, sin haber dado entrada ni querido rozarme con personas de luces, por no descubrir la hilaza?


(p. 287b)                


Las críticas a Floridablanca inciden en su falta de ayuda a los intelectuales, en su mala gestión política y económica, y se alargan todavía durante el año 1789. En el Memorial renunciando al Ministerio, elevado a Carlos III el 10 de Octubre de 1788 y en el que presenta a Carlos IV el 6 de Noviembre de 1789 (que es el mismo con algún añadido), se defiende de las acusaciones de que es objeto, aunque más por extenso lo hace en las Observaciones sobre el papel intitulado Confesión del conde de Floridablanca, de 8 de Septiembre de 178914. Todas estas censuras, y el hecho de que finalmente el edificio se dedicara a museo y la academia no tuviera efecto, no impidieron que Alberto Lista, en su Elogio histórico del Serenísimo Sr. D. José Moñino, conde de Floridablanca, le dedicara unas expresivas palabras en el sentido contrario al de las críticas15.

En todas esas réplicas y contrarréplicas defensivas no se dice de qué manera se financiaba la construcción de «edificio tan suntuoso y magnífico». Tenemos que acudir para saberlo al Testamento político del conde de Floridablanca, como denomina Rumeu de Armas (1962) a los informes y memoriales que Moñino envió a Aranda durante el año 1792, tras ser expulsado del Ministerio el 28 de Febrero. En él comenta que se estaba levantando con los bienes y temporalidades de los ex-jesuitas16.

Ya se ve que la expectación era grande, no sólo como demuestran las críticas antes citadas, sino como se comprueba también por el hecho de que la prensa le dedicara cierto espacio en 1788, precisamente algunos meses antes de morir Carlos III:

La filosofía no es término ni carrera en España; es medio para las tres que dan de comer por los estudios: la medicina, la jurisprudencia y la teología [...] La tercera es sobre todas y tiene más alumnos; pero ni en todas tres se podrán contar otros tantos filósofos.

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La munificencia de nuestro gran Rey lo arreglará todo, y no tardará mucho. ¡Oh, tiempo, si al paso que alargaras la vida de nuestro augusto Soberano y su sabio Ministerio, apresuraras el establecimiento de la Academia de Ciencias, a que ya se han echado los cimientos!


(art. introductorio del Memorial literario, XIII, Enero 1788, pp. 11-12)17                


Bernardo de Iriarte siguió recordando sus conversaciones con el Ministro y nos cuenta que, «reinando ya Carlos IV, me repitió el conde de Floridablanca un día en su casa después de comer la misma pregunta... qué decía yo». Iriarte escribe esta contestación: «Que ha perdido Vm (le dije) un tiempo precioso. ¡Cuántas cosas pudo Vm hacer que no hizo durante el reinado de Carlos III! No sé si podrá hacerlo en el actual». Y entre otras cosas que añade, la siguiente referida al asunto de la Academia: «Pensó en establecer una Academia de Ciencias y, en vez de juntar los sabios, aunque hubiese sido en un desván, dispuso se edificase una casa en el Prado para ellos».

Entre tanto, fue pasando el tiempo y el proyecto, a pesar del interés que tantos habían mostrado por él, se olvidó hasta que en 1796 Bernardo de Iriarte lo presenta de nuevo a Godoy (véase la carta que se publica de Septiembre de 1796), tras haber fracasado el padre Villalpando en su intento de ofrecer un proyecto de Academia de Ciencias adecuado a las condiciones del momento. En el informe a Godoy del proyecto de Villalpando se hace alusión precisamente al fracaso del Plan de Academia en los tiempos de Floridablanca: «La inercia del anterior ministerio, que tantas cosas proyectaba y tan pocas ponía en ejecución, llevó hasta su fin arrastrando aquel pensamiento sin haberlo puesto siquiera en estado de concluirlo. En Abril del 91 decía el conde de Floridablanca que en aquella jornada había pensado arreglar la Academia, pero no por eso llegó el día de semejante arreglo. VE le ha dado un impulso nuevo, y es de creer que sea eficaz a producir de una vez tan deseado efecto»18. Como ya sabemos, esto no ocurrió, pero la figura del padre Villalpando se vuelve ahora más importante por el hecho de que él mismo desautorizó, al parecer, el Plan compuesto por Tomás de Iriarte. Es lo que se desprende de las siguientes palabras de su hermano, que, quizá pensando que si en tiempos de Floridablanca el padre Villalpando había desestimado el proyecto de su hermano, y Godoy rechazaba ahora el del propio padre capuchino, tal vez era el momento de volver a presentar el que había instigado en 1780. Dice así Iriarte, al final de su Primera conversación:

Después de la caída del Conde supe por un individuo de la Secretaría de Estado que aquel Ministro, no obstante haberme manifestado aprobaba el plan propuesto por mi hermano Tomás, le había pasado reservadamente a   —15→   informe del Reverendísimo Capuchino Padre Villalpando y que éste, reprobando dicho plan, propuso uno sumamente desatinado y muy conforme a sus principios barbones.


Y quizá le falla la memoria al mayor de los Iriarte, pues el proyecto lo presentó el capuchino a Godoy, Príncipe de la Paz, no a Floridablanca. Hasta aquí lo que podemos llamar participación de los Iriarte en la historia externa del proyecto de una Academia de Ciencias y Letras. Su episodio es justamente anterior al del padre Villalpando, y, al mismo tiempo, posterior, puesto que, como ya se ha dicho, Bernardo de Iriarte intentó colocar de nuevo el Plan de su hermano, visto el fracaso del capuchino. Pasemos ahora a comentar las ideas que propone Tomás de Iriarte en su escrito. El mayor de los hermanos, hombre político que desempeña un importante puesto en la Administración, ofrece al Ministro los servicios literarios de su hermano y este redacta unas consideraciones y unas reflexiones, además de unos apuntamientos y un Plan, en los que plantea problemas relativos a la consideración social del autor en el siglo XVIII y propone posibles soluciones -parciales- a algunos de esos problemas, principalmente al de conseguir que el escritor pueda vivir de su propio trabajo y, puesto que no sea así porque no hay suficiente número de lectores, que pueda vivir de su actividad literaria pagado por el Estado, al menos mientras se prepara y educa una generación de jóvenes, a los que se habrá despertado el gusto por la lectura y la compra de libros, que será capaz en el futuro, como sucedía en Francia al presente, de mejorar la situación -económica y social- de los literatos. Es en este sentido en el que el escrito de Iriarte tiene importancia, ya que lo que propone en cuanto a estatutos es muy poco y vago, además de encontrarse en los demás proyectos de Academia. Tomás de Iriarte defiende que la de escritor es una actividad seria y difícil -requiere dedicación exclusiva-, útil y necesaria al Estado, tan respetable como cualquier otra y que, por ello mismo, ha de ser considerada como profesión o carrera digna. Por un lado, Iriarte intenta mostrar la necesidad de dicha Academia señalando su existencia y utilidad en los países europeos a los que España quiere parecerse; por otro, las razones que presenta son de carácter interno: es necesario que el pueblo se dé cuenta de que el gobierno valora y atiende a los intelectuales, es necesario que aquellos que hacen por mejorar la situación cultural y científica de la nación no malvivan olvidados y despreciados, sino que obtengan las retribuciones adecuadas a su trabajo. Todo ello redundará en beneficio de la nación.

Por otra parte, si muestra interés en valorar la institución académica convirtiéndola en una profesión de la cual se pueda vivir, también lo hace del modo inverso, es decir, negando importancia a aquellas que llama «academias de conversación», entre las que cita la Histórico-Geográfica de Caballeros de Valladolid, que se venía reuniendo desde 1746.

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Iriarte tenía fuerte conciencia de la profesionalidad de la actividad literaria, así como de la existencia de un grupo, cuando no de una clase, que podía ampararse bajo la denominación de República Literaria, a cuyos miembros llamaba literatos. Deja constancia de ello en casi toda su obra poética, pues gran parte de sus composiciones están dedicadas, o aluden, a asuntos literarios, y también en Los literatos en Cuaresma, de 1773, que es o pretende ser una reflexión sobre el mundo de la Literatura y sobre los problemas a que se enfrenta el escritor. Los tertulianos disertan sobre la oposición al adelantamiento de las Letras; sobre «las obligaciones y dificultades del oficio de poeta» - reparemos en la palabra «oficio» referida a la actividad poética- y sobre las parcialidades de los críticos, entre otros temas. Desgraciadamente, de los tres citados, sólo dio lugar la Cuaresma a tratar del primero de los indicados, quedándose los demás en mera propuesta19. Ahora bien, como hará en sus «Consideraciones», también en Los literatos reflexiona sobre la necesidad de un cuerpo de censores, un «tribunal de críticos» (pág. 26) que sea culto e imparcial. Ese tribunal, al parecer de Iriarte, debía realizarse desde los periódicos, como se hacía en Europa, pero no deja de ser claro el objetivo del escritor canario, pues esa mesa censoria debía velar por instaurar un gusto concreto de literatura, y no otro. Donde sí muestra más libertad es al considerar que el literato debe tener facilidades para publicar:

Requiérese igualmente que todos contribuyan a facilitarle la publicación de sus obras por medio de la prensa; pues así como nunca puede quejarse el Gobierno Político de que en el mercado abunden los víveres, unos mejores que otros, con tal que ninguno de ellos sea del todo pernicioso a la salud corporal; así también ha de procurar el Gobierno Literario que a sus mercados, que son las bibliotecas, traiga cada autor a vender sus libros, como no sean enteramente nocivos a la salud del entendimiento.


(1805, pág. 26)                


Se perciben ecos de los apuntes que el padre Sarmiento presentó a Juan de Iriarte, en los que no se cansa de reiterar la obligación que tiene el Estado de facilitar al hombre de letras su tarea, tanto a la hora del estudio, como en el momento de llevar a la imprenta su obra, siempre y cuando no sea esta dañina ni inútil.

Iriarte insiste en su propuesta en que sólo mediante la retribución adecuada y la buena consideración del literato puede dignificarse su profesión. Comprende, como su hermano y como todos los que se refieren a este asunto, que «las estrecheces del Erario» son uno de los impedimentos más graves para conseguir una decorosa remuneración del erudito que trabaje en la Academia, que se entiende como lugar para la investigación y no como centro honorífico. Y, si «es menester que por ahora el Gobierno lo haga todo» en este sentido, es porque   —17→   nadie puede vivir de lo que le producen sus obras, «porque el público no paga los libros» ni los nobles «da[n] de comer a literato alguno», como sucedía en el pasado. La cosa no ha cambiado, o lo ha hecho poco, respecto a los tiempos en que escribía Sarmiento, que deja constancia de «ser escasísimo el número de compradores» de libros (1789, pág. 127).

Todo se reduce en la práctica a que no existe lo que el padre benedictino llamó «comercio literario», y a que los autores no tienen facilidades para imprimir sus obras ni para cobrar lo que les correspondería por «derechos de autor». Sarmiento insiste una y otra vez en que el beneficiado principal con la venta de libros debe ser el autor -no el impresor20-, y en que el primero es el que debe tener los privilegios de impresión, cosa que sucedía sobre el papel de las leyes pero no en la realidad. Algo semejante, aunque sin entrar en tanto detalle, presenta Tomas de Iriarte en sus reflexiones, quien remacha una y otra vez que la «profesión literaria» es ocupación digna, a pesar del desprestigio que sufren los literatos, «que no sólo llegan [...] a ninguna alta fortuna, pero ni aun hallan qué comer si no abandonan la literatura para ocuparse en empleos de oficinas». En cualquier caso, ninguno de los dos llega a exponer las cosas tan detalladamente como lo hizo Diderot en su Lettre historique et politique [...] sur le comerce de la librairie, de 1763.

Esta visión de los hechos se contrapone a la de otros escritores que, por esas mismas fechas, se ganaban la vida más o menos con los periódicos y los folletos, dando pie a que a las Letras se las llamara «letras de cambio». Y, si los escritores «cultos» veían con desprecio la proliferación de papelistas que, con escasa preparación cultural pero con ojo perspicaz, eran capaces de sobrevivir con los periódicos, aunque sin hacer «literatura», también era mal vista esa floración por los gobernantes, que contemplaban de qué manera los periódicos se volvían medios peligrosos de expresión ideológica: El censor, El observador, El correo de los ciegos, etc.

El proyecto de Iriarte forma parte de los intentos que a lo largo del XVIII se hicieron para incorporar a España al tren europeo. Como en otros casos, el miedo de los gobernantes, la falta de dinero (o su mala distribución), lo hicieron inviable. Tomás de Iriarte aprovechó la oportunidad que le brindaba su hermano, más que para proporcionar unos estatutos acabados, para presentar a Floridablanca unas consideraciones sobre la profesión literaria y sobre los medios para mejorar su estado. El conde los desestimó, y prefirió ayudar a algunos escritores por vía de limosna u otorgándoles pensiones sobre las rentas de Correos y otras dependencias ministeriales, «siguiendo las pisadas de antiguos ministros de Estado» (Rumeu, 1962, pág. 166). Godoy, aunque también ayudó   —18→   a los literatos cercanos a Moratín, Estala y Melo, fue más drástico, pues dio fin a la historia de la Academia de Ciencias el 6 de Septiembre de 1796 con estas palabras, que son contestación a la carta de Bernardo de Iriarte del 4 de Septiembre:

Póngase todo con el expediente, pero ciertamente que en mi tiempo no se verá concluido el establecimiento. Los abusos en él y los excesos de cada particular son consiguientes cuando se amplía la facultad de lucir el talento, la energía, elegancia, etc. Y esta Academia quitó el cetro a Luis XVI.


Todo parece dar la razón a Lanz de Casafonda, cuando, con amargura, pensaba que «tiene un cierto hado la literatura de España, que se pudiera hacer una historia de las desgracias de muchos proyectos utilísimos que se han propuesto para el restablecimiento de las Letras, que se han malogrado, y de otros que se han puesto en ejecución [...] y por falta de buena dirección no han producido el efecto que se deseaba» (1972, pág. 74).


Plan de una Academia de Ciencias y Bellas Artes, formado por D. Tomás de Iriarte21

[De B. de Iriarte al conde de Floridablanca]

Excmo Sr.

Mi jefe y señor. Me he abstenido de escribir directamente a VE dándole cuenta de mi persona por no molestarle. VE no puede haber dudado de mi gratitud y respeto, ni del amor que le profeso; y, si hoy escribo, lo hago sólo para remitirle, como me advirtió, el Plan trabajado por mi hermano Tomás, de acuerdo conmigo, y según las órdenes de VE para una Academia de Ciencias y Buenas Letras, y juntamente con él las Consideraciones separadas y Reflexiones sueltas que él mismo extendió y creo convendrá se tengan presentes para que no se proceda sin el pleno conocimiento que se requiere en la materia.

Acompañan las Constituciones que pude recoger de otras Academias, y que se reconocieron atentamente para la formación del Plan de la proyectada en Madrid, según conviene a nuestra actual situación.

Si mi hermano y yo podemos contribuir en algún modo al logro de las importantes ideas que VE se propone, las cuales deben suministrar a la nación la luz que necesita para empezar a salir de las densas tinieblas que la rodean constituyéndola en punto de Letras, Ciencias y Artes casi la última de todas las   —19→   de Europa, ya sabe VE cuán prontos nos hallará siempre a ello en lo que alcancemos, tanto más que estamos persuadidos de que es indispensable evitar cuidadosamente intervengan personas, o preocupadas, o poco instruidas, o guiadas del pernicioso espíritu de partido que, ya por un camino, ya por otro, domina en los ánimos, y frustrará los mejores pensamientos.

Bien comprendo que las estrecheces del Erario y la gravedad de negocios del día no permitirán a VE pensar en el establecimiento de la premeditada Academia, pero cumplo lo que VE me mandó remitiéndole todo el expediente en los primeros días de agosto.

A mí me va muy bien con mi Consejo. Deseo que VE goce de salud y logre felicidades que contribuyan a ella, las cuales, acelerando la paz22, dejen a VE tiempo y le faciliten los arbitrios de promover sólidamente el bien interior del reino, y ratifico a VE el perpetuo reonocimiento y la inviolable buena ley con que está siempre a disposición de VE

Bernardo Iriarte (rúbrica)
Madrid, a 8 de Agosto de 1780
Excmo. Sr. Conde de Floridablanca

[De B. de Iriarte al Príncipe de la Paz]

Excmo. Sr. y mi amado protector, tuve que venirme a Madrid sin poder tomar en el Sitio las últimas órdenes de VE porque la posta no podía esperar más. VE sabe que estoy siempre a ellas, y podrá comunicarme las que sean más de su agrado.

Como fui yo quien persuadí al conde de Floridablanca la necesidad de establecer una Academia de Ciencias y Bellas (sic) Letras; como mi hermano Tomás trabajó el Plan de ella con vista y examen de los estatutos de las varias academias de esta clase establecidas en Europa, los cuales hice traer de fuera del reino para el fin; como aquél me escribió sobre el particular varias cartas que yo leía al conde, en contestación a otras mías, y además extendió dos papeles de Reflexiones sobre la tal Academia y sus circunstancias; como el tener estos presentes podría acaso conducir a dar idea de los motivos y fundamentos que tuvo para proponer su Plan en los términos que lo hizo, y no en otros, considerando por una parte el estado de las cosas en España y, por otra, que las academias extranjeras de la misma clase se establecieron también en sus principios con respecto a la situación relativa, alterándose y perfeccionándose después según los progresos que se advertían y lo que dictaba la experiencia; y, en suma, como varias veces me había ocurrido durante el   —20→   Ministerio de VE podría convenir se tuviesen presentes los dos Apuntamientos, dispuse se sacasen copias de ellos con la mira de hacer algún uso conveniente, ya que la materia era de tal entidad, y cosa tan esencial fuese este establecimiento el que se requiere y no otro, o por su demasiada extensión a ramos y facultades inconducentes, o por limitarse a menos de lo necesario y urgente.

Me había propuesto entregar a VE ambos Apuntamientos por si juzgaba del caso mandar se agregasen al expediente para que se tuviese a la vista al tiempo de determinar la consistencia de la Academia, pero no habiéndoseme proporcionado oportunidad de ello, me ha parecido no omitir dirigirlas a VE por si en la actualidad condujeren al intento, bajo el concepto de que la nación pocos progresos creo haya hecho desde entonces, excepto alguna mayor persuasión que ha adquirido de la importancia del estudio de las Ciencias Naturales, algunas luces que se han ido difundiendo, y unos cuantos libros elementales que se han traducido y aun compuesto23.

Disimule VE le distraiga de sus más serias ocupaciones por la gran trascendencia de la proyectada Academia, persuadido yo firmemente de que no debe contemplarse menos esencial determinar los objetos de sus tareas que la acertada elección de los individuos que hayan de componerla, siendo, como son, raros los sujetos instruidos en las respectivas facultades, laboriosos, de sólidos y no equivocados principios, y libres de las preocupaciones, parcialidades y fines particulares, que tanto abundan, puesto que académicos de otra especie más daño que provecho harían.

Reitero a VE mi rendimiento, mi gratitud a sus honras y favores y la constante afectuosa estimación con que es y será siempre de VE, y queda a su órdenes

Excmo Sr. Bernardo Iriarte
Madrid, a 4 de Septiembre de 1796
Excmo. Sr. Príncipe de la Paz




Consideraciones que se han tenido presentes para la extensión del plan de la Academia de Ciencias y Buenas Letras

por Don Tomás de Iriarte24

Incluyo el bosquejo que he hecho de la Academia proyectada, en que acaso habrá algo bueno, y acaso bastante que mudar, porque éste es un primer pensamiento y estas cosas no salen bien sino pensando y escribiendo mucho, y alterando después todo lo que la experiencia vaya demostrando que no conviene.

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Expondré aquí algunas reflexiones en que me he fundado, valgan por lo que valieren.

Sé que en otros tiempos se habló en Madrid de establecer una Academia de Traductores25, y oí apuntar este pensamiento a mi tío D. Juan de Iriarte. El fin de este cuerpo era utilísimo y lo será siempre, porque todas las naciones, sin dejar de tener sus escritores originales, se han aprovechado de lo que han adelantado los de las naciones extranjeras; y según una máxima cierta, el que no imita, jamás será imitado. Aunque en España ha habido sabios en varias facultades, es preciso confesar que en las que se llaman Ciencias Naturales y Ciencias Exactas hemos sido descuidados, al paso que en las naciones extrañas han florecido los Pascales, Buffones, Linneos, Leibnitzes, Newtones, Galileis, etc., etc. En lo que mira a las Buenas Letras, hemos tenido ingenios, pero sin gusto delicado ni crítica; y también ha sido tal nuestro descuido que, entre doscientos poetas que contamos, ninguno ha hecho todavía un verdadero poema épico que dé honor a la nación. Para que se formen hombres de doctrina y gusto es menester adoptar lo bueno de los extranjeros, porque es difícil que, de repente, adelantemos lo que ellos, sin imitarlos; y para esto sería preciso traducir bien los mejores libros elementales. Ésta es nuestra mayor necesidad. No nos falta ingenio sino libros que le guíen, le enriquezcan, le rectifiquen, y le abran sendas que él por sí solo no puede descubrir sin ayuda del estudio. Esto está casi hecho entre los extranjeros: sólo resta trasladarlo a nuestro suelo, alterando, quitando y añadiendo con libertad lo que convenga; de suerte que unos traductores juiciosos y no serviles, lejos de corromper nuestra lengua y hacemos en todo medio extranjeros, evitarían la decadencia de nuestra literatura26.

Por otra parte, se ha hablado muchas veces de establecer aquí una Mesa censoria para la censura de libros27.

  —22→  

También se ha hablado de Academia de Ciencias, porque es una vergüenza que la tengan todas las capitales de los grandes Imperios, y aun muchas ciudades particulares, y sólo Madrid esté sin ella, siendo cabeza de tantos reinos.

Últimamente muchos han deseado el establecimiento de una Academia de Buenas Letras en Madrid, ya que ni la de Sevilla ni la de Barcelona han hecho progresos dignos de memoria28.

Pues ahora bien, fórmese un Cuerpo que sea a un mismo tiempo Academia de Ciencias, de Buenas Letras, de Traductores y Mesa censoria: todo lo cual es muy compatible. Una Academia con título de Ciencias y Buenas Letras lo abrazaría todo. Con la división de clases que se propone no se confundirían estos dos ramos; el de Traducción se agregaría naturalísimamente porque las tareas del Cuerpo en los primeros años serían principalmente buenas traducciones de libros magistrales y útiles. Lo de Mesa censoria se refundiría insensiblemente en la Academia, porque el Consejo de Castilla enviaría a ella la censura de casi todos los libros que se publicasen, y tampoco hallaría fuera de ella censores más caracterizados e inteligentes que los académicos; y véase aquí cómo, sin sonar otro título que el de Academia de Ciencias y Buenas Letras teníamos un Cuerpo comprehensivo de todo lo que nos hace falta. El título de Academia de Traductores que, como se ha dicho, se proyectó hace algunos años, sublevaría a ciertas gentes que, persuadidas de que los españoles lo sabemos todo, se escandalizarían de que se autorizase un Cuerpo destinado exclusivamente a infestarnos, como ellos dicen, con doctrina extranjera. El título de Mesa censoria tal vez retraería o intimidaría a algunos escritores, dando lugar a que se creyese que, en lugar de dar mayor libertad a la imprenta, se tiraba a coartar la que tiene. Pero, sin que aparezca ninguno de estos títulos, la Academia de Ciencias y Buenas Letras restablecería el buen orden en la Literatura y facilitaría la abundancia de buenos libros publicándolos ella misma29.

Esta es la idea general de semejante establecimiento. Veamos ahora por qué se unen en un mismo Cuerpo las Ciencias y las Buenas Letras. No podemos prescindir del buen gusto y de las humanidades, porque sin él y sin ellas las Ciencias se tratan de modo que todos huyen de estudiarlas, además de que la substancia sin el estilo a poco libros ha hecho generalmente famosos. Entre nosotros no sólo falta el profundo conocimiento de muchas ciencias sino también   —23→   el arte de escribir en estilo digno de ellas y de exornarlas con erudición, gusto, ingenio, elegancia, etc. Supongamos, por ejemplo, que uno de los individuos de la Academia en la clase de Ciencias traduce la Historia Natural de Buffon30. Desde luego, podría ser habilísimo en aquella ciencia, y faltarle el gusto y la elegancia. Pues, ayúdele en su trabajo un académico de la clase de Buenas Letras; y corresponderá su obra a la exactitud, amenidad y estilo correcto del original francés. Al contrario, supongamos que un académico de Buenas Letras escribe una oración, una disertación, un poema, y toca algún punto alusivo, v. g. a la astronomía o a la botánica. Podría muy bien incurrir en un error, pero el académico de Ciencias se le corregiría. De este modo se aseguraría el acierto.

En París hay una Academia de Inscripciones y Bellas Letras, y por esto allí no se comprenden estos ramos en la de Ciencias. Pero en Berlín hay una Sociedad Real, dividida en cuatro clases, y la cuarta de ellas es la de Buenas Letras. En Rouen hay una Academia que se intitula de Ciencias y Buenas Letras, y un Cuerpo que abrace ambos institutos es el que, en mi dictamen, nos conviene en el día.

En cuanto a asignar pensiones a los académicos facultativos, parece indispensable que se les estimule con premios. En París, aunque no todas las plazas de las academias son pensionadas, hay bastantes académicos que gozan pensiones, y el rey de Francia da a la Academia de las Ciencias 264.000 reales anuales, sin contar las pensiones particulares que tiene asignadas a varios académicos31. Allá basta esto, pero aquí es menester que por ahora el Gobierno lo haga todo, porque ningún Señor da de comer a literato alguno, y el público no paga los libros. Tenemos bastantes academias que se reducen a tertulias de pura conversación. Si sus individuos, en vez de ser unos meros aficionados que si trabajan algo es a ratos y sólo por un poquillo de honor, fuesen profesores que viviesen de las Letras, no tendrían excusa para no aplicarse. En el Plan general que va adjunto se apuntan algunas reflexiones sobre este punto que es muy esencial.

Se proponen veinticuatro plazas de Ciencias y doce de Buenas Letras, sin contar los dos presidentes y los dos secretarios. Las facultades, ciencias o profesiones que se señalan a cada plaza son las que parece deben entrar en el instituto del nuevo cuerpo. Omítese la Historia, porque hay en Madrid una Academia separada que no tiene otro objeto que éste, y omítese también la Política, porque esta ciencia se incluye en la Jurisprudencia, y hay razones para que no se forme de ella una facultad separada. En lo demás se ha procurado no olvidar ciencia alguna de las que pueden contribuir al lustre y utilidad de una nación culta.

  —24→  

Es muy de creer que no se hallen sujetos idóneos para ocupar las dos plazas que se destinan a cada facultad; pero, además de que debemos contentarnos con gente medianamente instruida, ya que no tenemos sabios de primer orden, puede también proveerse sólo una de las plazas y reservarse la otra hasta que se aparezca persona capaz de desempeñarla. Conviene que haya a lo menos dos profesores de cada ciencia, así para que supla uno en la ausencia o en la enfermedad de otro, como para evitar la parcialidad y acaso el despotismo que se introduciría naturalmente si uno solo fuese juez en su ramo32.

La clase que se propone de académicos adjuntos, parece de suma utilidad. En el primer establecimiento de la Academia de Ciencias de París, se nombraron académicos alumnos, o élèves (como ellos llaman). Después, en 1716, se quitaron los alumnos y se pusieron los adjuntos, que han probado muy bien.

Conviene que haya algunos Honorarios porque varios sujetos hábiles que no necesiten de la pensión de la Academia podrán trabajar en ella sólo por honor.

Igualmente conviene que haya correspondientes que suministren a la Academia, desde fuera de Madrid, las noticias que se les pidan; y últimamente es importante que haya la Junta de Gobierno, compuesta de individuos de la misma Academia, y de modo que ningún académico pueda quejarse de que no tiene parte en el gobierno del cuerpo, pues cuando se trate de algún punto tocante a su profesión, tendrá voto en la Junta cualquier académico de los facultativos pensionados de número.



  —25→  
Especies y reflexiones sueltas de D. Tomás de Iriarte que su hermano D. Bernardo leyó al Sr. Floridablanca sobre el establecimiento de una Academia de Ciencias y Buenas Letras

Apunto aquí algunas reflexiones que, aunque por ir escritas cálamo currente y según me van ocurriendo, podrán servir para dichas en conversación.

En la Academia de Madrid se excusa la clase de Artes, porque si éstas se entienden Artes liberales, ya las tenemos incluidas en la clase de las Ciencias, y si se entienden Artes mecánicas, no deben mezclarse en un mismo cuerpo con las otras, además de que en la Sociedad Matritense hay una clase que llaman de Oficios, que dicen se ocupa en este ramo, y no conviene injerirnos en los asuntos de aquella Sociedad, ni podemos abarcarlo todo. Si me pusiese a averiguar en qué otras ciudades hay academias que reúnen las Ciencias y las Bellas [sic] Letras, hallaría todavía algunas más, porque sé que las hay, y las he visto citadas en papeles públicos que ahora no tengo presentes.

Aunque nadie ignora el abatimiento en que está aquí la Profesión Literaria33, debo decir lo que sobre esto observo para sacar después algunas consecuencias sobre la necesidad del establecimiento de la Academia y sobre el único medio que hay de hacerla útil.

Aquí no se conoce ni estima el trabajo del que hace un libro, y se conoce aún menos la importancia de que haya hombres que escriban. No creo que lo difinió mal el que dijo34, hablando de este país:


En donde el numen, gusto y fantasía,
la erudición y el literato juicio,
solamente parecen
un divertido y frívolo ejercicio
de traviesos ingenios
que al impulso obedecen
de sus inclinaciones y sus genios;
y no móvil activo,
perenne manantial, causa primera
del buen gobierno, general cultivo,
dicha y honor de una nación entera.



Aquí creen que un autor «produce un libro como un árbol hojas»35; y como (exceptuando alguno que, aunque autor, medre por otras causas) ven que los   —26→   que escriben, no sólo no llegan por eso a ninguna alta fortuna, pero ni aun hallan qué comer si no abandonan la literatura para ocuparse en empleos de oficinas, etc., infieren mazorralmente que la tal literatura no es verdadera profesión, ni carrera, ni ocupación digan de que un hombre se mate por ella, si no una mera diversión, como tocar un instrumento, hacer juegos de manos, jugar bien a los naipes, etc.36. Ven al mismo tiempo que los empleos de descanso y utilidad se dan rara vez a hombres que hayan estudiado, y así ningún padre se esmera en que su hijo aprenda ni aun un poco de mal latín. De suerte que, a excepción de la Biblioteca Real, no hay carrera en que las humanidades den con qué mantenerse37. De aquí nace que todos molestan con empeños a los ministros para lograr acomodos de aquellos que sólo piden saber escribir y contar38.

Para desterrar esta preocupación es indispensable que la plebe (llamo plebe a todo el conjunto de los ignorantes) vea que el Ministerio piensa seriamente en los estudiosos, que les da medios de vivir; que hace caso de un libro bueno, al paso que desestima los malos y de mala crítica; que busca los literatos donde quiera que estén; que los honra con distinciones de obra y de palabra, y que da en esta parte un buen ejemplo a los Señores y a toda la nación. Para esto es menester dinero, y suponer que, así como el Erario se echa la carga   —27→   de un tribunal nuevo, o de una fábrica, o de otro establecimiento semejante de los que cada día están plantificando a costa suya, se echa también la carga de premiar a los que trabajan en todo lo que pertenece al entendimiento humano. Se asegura que Luis XIV gastaba anualmente en los años florecientes de su Imperio más de cinco millones de libras destinados a pensiones concedidas a cuerpos literarios, y a particulares que seguían las Letras; de suerte que llegó el caso de que el Parlamento le representase que era excesivo aquel gasto, a lo que replicó el Soberano que «aquello era poner su dinero a ganancia, y que le daría mil por uno, refundiéndose todo en la riqueza que ganaría su nación, además del crédito que adquiriría». En España, donde hay más obstáculos que vencer que los que había en Francia, ¿qué dinero no se necesitaría para hacer otro tanto? Pero contentémonos con que se destine alguna suma a tan loable y necesario fin, y con que los padres sepan que dando buenos estudios a sus hijos les dejan, si no un patrimonio pingüe, a lo menos un medio decente y seguro de no morirse de hambre. Mientras no haya esto, no espero cosa de provecho.

Es muy fácil establecer academias de conversación (como las he llamado en mi Plan). En cualquiera ciudad en que hay quince o veinte caballeretes desocupados que sepan un poco de latín y otro poco de francés se puede armar una academia de esta especie, v. g. como la Histórico-Geográfica de Caballeros de Valladolid39. Uno que gusta de que le llamen académico de número, de mérito, de honor, etc.; otro que desea lucir con cuatro párrafos de un discurso, bien o mal hilado, y por lo regular robado de algún libro francés; otro que gusta de verse impreso de letra de molde, como yo gustaba cuando sabía menos que ahora lo que es escribir; y otro, en fin, que cree que en diciendo «yo me soy académico de allá, o de acullá» adquiere el derecho de aprobar o reprobar decisivamente lo que se le antoja, y sojuzgar en las disputas a cualquiera que sin ser académico sabe más que él; todos estos, digo, se unen facilísimamente, porque así se distraen en algo, logran que se hable poco o mucho de ellos y, aunque en su vida tomen la pluma, mueren con la satisfacción de que han sido tan académicos como D’Alembert. Yo no sé si estas causas, unidas al deseo de ser hombres públicos, han influido en la abundancia de Sociedades Económicas, cuya erección se ha hecho moda en nuestros días40. Un solo cuerpo que, en lugar de exigir dinero, le diese, y que en vez de meterse a reimpresor de libros (como la Academia Española), compusiese y publicase los que nos hacen falta, corrigiéndolos mejor que ella su Gramática, sería verdadera Academia útil, de quien la nación podría esperar progresos importantes. Yo sería de parecer de que si llegase el caso de establecer la Academia proyectada, se prohibiese todo   —28→   lo que sea habladuría, cumplimientos, elogios, etc. En el día de la abertura [sic] se debería leer un discurso corto, y después ponerse a trabajar sin hablar más palabra; de modo que, a los ocho días, hubiese cuarenta plumas enarboladas y, antes de un año, empezasen a salir libros y más libros, traducidos u originales, continuando en trabajar de este modo, sin contestar a necios, ni a malsines hasta que la abundancia y bondad de las obras de la Academia impusiese silencio a unos y a otros. Entonces empezarían a oírse elogios, no impresos por ella misma, como se nota en otras academias, sino formados por la voz pública de hombres ya desengañados a fuerza de ver buenos efectos del bueno establecimiento.

Otras mil reflexiones me ocurren...; pero todas se reducirán a nada si no nos ponemos de acuerdo en lo principal, que es el fondo. Me hago cargo de que es mucho lo que se necesitaría para costear los gastos del nuevo Cuerpo, los cuales consistirían en cinco objetos: 1.º Pensiones; 2.º Fondo para impresión de obras; 3.º Fondo para alquiler de casa y gastos indispensables, así de dependientes como de escritorio, carbón, esteras, etc.; 4.º Fondo para librería, algunas máquinas e instrumentos y otros menesteres para el ejercicio de las Ciencias; y 5.º Fondo para proponer premios anuales a los que escribiesen sobre asuntos dados por la Academia. Conozco que todo esto no se podrá costear de golpe, y que sería mucho pedir, pero, aunque no se considere más que el punto de las pensiones, dadas a treinta y ocho individuos (porque los dos presidentes serían sin sueldo y sólo por honor a causa de elegirse sujetos de conveniencias) se hallará que levantará mucho la suma que para esto se necesita. También es de advertir que a muchos de los literatos empleados en la Academia no se podría dar pensión bastante para que se mantuviesen con decencia; pero para eso están los empleos que llaman bobos, y los beneficios simples, o para simples, que se deberían dar con preferencia a los académicos más hábiles. Más digo: que siempre que el Ministerio pudiese acomodar a algún literato en algún destino que, dándole que comer, le dejase sobrado tiempo para ocuparse en las tareas del Cuerpo, se dispondría que no cobrase la pensión y continuase en ser académico, de modo que a él le saliese la misma cuenta que si percibiese la recompensa por la Academia; a ésta se la seguía el beneficio de poder invertir aquella pensión en impresión de libro o en otros gastos útiles y necesarios, y al Ministerio sería fácil, sin gravar el Erario, premiar con semejantes empleos a hombres de provecho, en vez de darlos, como pudiera, a gente negada que sólo sirve de carga al Estado. Para esto convendría que todos los ministros pensasen debidamente41.



  —29→  
Apuntamientos sobre el proyecto de establecimiento de una Academia de Ciencias y Buenas Letras en Madrid42

1. La reunión de las Ciencias y las Buenas Letras en un Cuerpo que abrace unas y otras, semejante a las que hay en Berlín, Rouen, Toulouse, Besançon, Lyon, Bordeaux y otras ciudades, parece el único medio de fomentar en España las facultades que se fundan ya en el juicio, exactitud y solidez, ya en el ingenio, erudición y buen gusto, de suerte que se atienda a un mismo tiempo a lo útil, y a lo agradable.

2. Este pensamiento puesto en práctica no dejará excusa a la desaplicación, congregará los pocos hombres doctos que tenemos, facilitará la extensión de sus luces a los jóvenes que emprendan la profesión literaria, y les proporcionará una carrera decorosa que seguir con provecho suyo y de la nación, y adquiriendo gloria para sí, y para ella.

3. No debemos pretender que desde luego se forme un Cuerpo de sabios capaces de competir con los de las academias de Londres, París, Berlín, etc. Basta que, recogiendo de todas partes los hombres medianamente instruidos que nos quedan, se establezca un plantel que siempre se renueve y crezca, para evitar la decadencia a que caminan las Ciencias y Buenas Letras por falta de premio, y para que logren los venideros el fruto que en nuestros días no logramos por incuria de los que mandaban en los siglos anteriores.

4. Por consiguiente, debemos proponernos el fin de formar hombres, el cual no puede conseguirse de otro modo que premiando a los que hay para que otros se animen, y no se pierda enteramente la casta (digámoslo así) de los sabios.

5. Es indubitable que sólo dos móviles son capaces de impeler a los hombres a cosas grandes: el interés y la gloria. La gloria sola puede ser bastante estímulo para los que ya tienen conveniencias; mas, para los que carecen de lo necesario, lo primero es el interés; y, como cualquier ramo de literatura requiere que el hombre se aplique exclusivamente a él, sin distraerse a otros cuidados, resulta que todo literato que se vea precisado a buscar que comer con otra cosa que con las Letras, jamás llegará a aquel grado de inteligencia magistral que sólo se adquiere con el estudio incesante. Todos los que ganan su vida en destinos ajenos de la Literatura, y quieren dedicarse a ella, son y deben ser literatos a medias, y sus obras suelen salir   —30→   diminutas43, o poco exactas, como hechas a ratos perdidos, o por mero entretenimiento. Así vemos, por ejemplo, que la Gramática castellana publicada por la Academia de la Lengua es defectuosísima, porque la ordenó un hombre que empleaba las horas más útiles del día en la obligación de una oficina, y la revisaron en una lectura rápida e interrumpida otros hombres empleados en otras oficinas y destinos semejantes, y que no podían haber aprobado aquella obra, si la hubieran examinado y corregido con entera quietud y meditación en el retiro de su gabinete44. Con todo, es menester agradecer a estos académicos que hayan hecho aquel libro tal cual es, porque ninguno de ellos vive del oficio de literato45, y cumple con manifestar su celo, ya que no puede hacer un estudio profundo en los cortos ratos que roba a sus obligaciones. Al contrario, se nota que los grandes literatos lo han sido porque su único oficio era serlo, y ni Newton tuvo más ocupación que la Física y la Astronomía, ni Linneo más que la Botánica, ni Boileau más que la Poesía, ni Rameau más que la Música.

6. Sentados estos supuestos, la Academia de Ciencias y Buenas Letras de Madrid, no deberá ser un cuerpo (como muchos que hay en el reino) compuesto de individuos que contentándose con el vano título honorífico de académicos, le desempeñen o no cuando puedan o como quieran o como sepan, sino de verdaderos profesores, cuya primera obligación sea trabajar en la instrucción de su nación con la actividad correspondiente a la recompensa que se les asigne como a tales profesores, y no como a meros aficionados. Es preciso que el gobierno les dé de comer, durante algunos años; pues cuando ya se haya extendido la ilustración y el gusto a las Letras, cuando haya gran número de lectores, que ahora no tenemos, y cuando por consiguiente logren despacho los buenos libros que hoy pocos impresores se atreven a costear, porque se lee muy poco, y se estudia menos, el público mismo mantendrá a los literatos comprando sus obras, y los que por estar ya bien acomodados no necesiten el estímulo del interés pecuniario, podrán trabajar meramente por la gloria, supuesto que hallarán lectores   —31→   que se la den46. Las pensiones y honores que en tiempos de Luis XIV y de sus ministros Louvois y Colbert se concedieron a los literatos, animaron entonces a los escritores y obligaron a los padres a dar buena enseñanza a sus hijos. Después se ha disminuido mucho aquellos premios, pero como a la sazón está difundido el gusto y el amor a la lectura, la misma nación, más que el Ministerio, es quien alienta y recompensa a los sabios, ya que la Literatura es allí realmente una carrera útil como lo son en España las oficinas, y el comercio de libros ha atraído inmensos tesoros y crédito a aquella Monarquía.

7. La Academia de Ciencias y Buenas Letras, cuyo establecimiento formado según estas ideas proporcionará con el tiempo a los estudiosos honor y provecho, debería fundarse conforme al Plan siguiente, en que sólo se indica la disposición general de ella, sin descender a los estatutos particulares que habrán de arreglarse para su gobierno.

I

La Academia se dividirá en dos clases: una de Ciencias, que será la más numerosa, y otra de Buenas Letras, que no lo será tanto. Cada clase tendrá su Presidente y su Secretario; y celebrará sus juntas particulares ordinarias en sala separada, no debiéndose celebrar Junta General de las dos clases unidas sino de tiempo en tiempo, como v. g. una vez cada mes.

II

En la clase de Ciencias habrá los 26 individuos siguientes:

  • un Presidente,
  • un Secretario,

24 académicos, profesores de varias facultades, en esta conformidad:

  • 2 de Matemáticas en general,
  • 2 de Cosmografía, Astronomía y Geografía,
  • 2 de Mecánica,
  • 2 de Física,
  • 2 de Química e Historia Natural,
  • 2 de Botánica y Farmacia,
  • 2 de Fisiología, Anatomía y Medicina,
  • 2 de Filosofía racional y moral,
  • 2 de Teología e Historia eclesiástica,
  • 2 de Jurisprudencia y Cánones,
  • 2 de Fortificación y Táctica militar,
  • 2 de Música
  • 24
  —32→  

La clase de Buenas Letras tendrá los siguientes individuos:

  • un Presidente,
  • un Secretario,

12 académicos, con esta distribución:

  • 3 de Crítica e Historia literaria, principalmente de España,
  • 3 de Gramática general y particular, de Retórica y de buen estilo,
  • 2 de Lenguas sabias,
  • 2 de Poesía,
  • 2 de Antigüedades e Inscripciones.
  • 12

Suman los individuos de ambas clases 40, cuyo número se podrá acaso reducir, ya sea no destinando a alguna de las dichas facultades más que una sola plaza en lugar de dos o tres, o ya reuniendo en un mismo sujeto dos facultades que sean análogas, o en que pueda haber personas igualmente versadas.

III

El Protector de la Academia deberá ser siempre el Primer Secretario de Estado.

IV

Habrá algunos académicos honorarios que nunca podrán ser en número superior al de los pensionados, para evitar que se convierta este Cuerpo en sociedad numerosa de gentes que sólo quieran el título honorífico de académicos, sin trabajar como verdaderos profesores; y así v. g. en la clase de Ciencias podrá limitarse el número de los honorarios a quince o veinte, y en la de Buenas Letras, a ocho o diez.

V

Para impedir lo menos que sea dable las tareas de los académicos de número, que deben entregarse a sus respectivas facultades sin distracción ninguna, se compondrá una Junta de Gobierno que cuide de los asuntos económicos del cuerpo, reparta las comisiones, represente a S. M. y al protector de la Academia en nombre de toda ella, etc. Pudiera componerse esta Junta de los sujetos siguientes:

  • El Presidente de Ciencias,
  • El de Buenas Letras,
  • El Secretario de Ciencias,
  • El de Buenas Letras,
  • 2 individuos honorarios, uno de Ciencias, y otro de Buenas Letras,
  • Otros dos pensionados, uno de Ciencias, y otro de Buenas Letras.
  —33→  

Cuando en esta Junta se examine algún punto relativo a determinada facultad, se llamará a ella a uno de los académicos profesores de la tal facultad, de suerte que todos puedan tener entrada y voto en la Junta, siempre que se trate de asuntos que toquen a su respectivas profesiones, y cuando en la misma Junta se haya de ver alguna obra hecha por cualquier académico, se le citará para que asista y pueda dar razón de su obra, oír los reparos, aclarar las dudas que tenga la Junta, etc.

VI

Además de los pensionados y honorarios, habrá una clase de académicos adjuntos o asociados, los cuales, trabajando para el Cuerpo sin pensión alguna, harán mérito para obtenerla algún día, según su habilidad y adelantamiento, en las vacantes que ocurran; bien que no ha de ser condición precisa que todo el que entre a ser académico pensionista haya de haber sido antes adjunto o asociado. Estos adjuntos deberán ser, cuando más, otros tantos como los pensionados; y se procurará admitir en esta clase personas jóvenes que descubran buenas disposiciones y tengan ya suficientes principios, y adjudicarlos a las varias facultades, ya de Ciencias, ya de Buenas Letras, como por ejemplo, uno o dos a las Matemáticas, otros tantos a la Física, otros tantos a la Poesía, etc. De este modo se irán criando literatos que con la esperanza bastante fundada de suceder en la pensión y en la plaza a los académicos facultativos de número y con los ejemplares que advertirían de ser preferidos los hábiles y estudiosos, y postergados o nunca atendidos los inhábiles e indolentes, se aplicarían útilmente, formándose al lado de hombres expertos. Este parece el mejor medio de renovar siempre los literatos.

VII

Habría últimamente otra clase de académicos correspondientes, como los hay en casi todas las academias, de suerte que la de Ciencias y Buenas Letras vendrá a tener cuatro clases de individuos:

  • I. Pensionados.
  • II. Honorarios.
  • III. Adjuntos o Asociados.
  • IV. Correspondientes.

VIII

Los pensionados se deberán elegir proponiendo la Academia para cada plaza dos o tres sujetos en consulta hecha a S. M. por mano de su Protector Primer Secretario de Estado.

Los honorarios y los adjuntos se nombrarán precediendo votación de la Academia y beneplácito del Protector sin consultar al rey; y los correspondientes se elegirán por la Academia sola.

  —34→  

Cuando se hayan meditado, corregido y aprobado estos puntos generales, se podrá tratar de extender los estatutos del Cuerpo, y determinar cuáles han de ser sus tareas, suponiendo desde luego que la principal ocupación de la nueva Academia ha de ser por ahora traducir bien los mejores libros elementales de las Ciencias, y Artes liberales, sin cuyo principio nada podrá adelantarse en la Instrucción Pública, ni lograrse el fin de formar hombres hábiles, que es el principal objeto de la Academia.




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