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«Cada día me va siendo más difícil concretar mis ideas y fijar mi pensamiento sobre un objeto determinado. Tenía idea del misticismo positivo o efectivo de los místicos clásicos como tales, el cual consiste en una confusión de la personalidad con la idea general; hay en él anulación del sujeto como tal sujeto, pero no para desvanecerse, sino para exaltarse; lo que no conocía, y ahora he conocido, es un estado psicológico nuevo para mí, una especie de misticismo negativo producido por la repulsión contra la realidad. No se trata del nirvana ni de ninguna cosa por el estilo, sino de algo más sencillo y que se explica más fácilmente. El punto de partida, como el misticismo religioso, es el desprecio del mundo sensible, el asco del espíritu por la materia; hablando en tono materialista, la incapacidad para asimilar se los elementos exteriores. En tal estado el espíritu se va y lo queda se convierte en objeto, porque lo que nos constituye en sujetos es la facultad de representarnos el mundo exterior. Cuando el pensamiento no puede fijarse en nada concreto, ni quiere obedecer las órdenes de la voluntad, es evidente que nos quedamos tan convertidos en cosa como si fuésemos un espejo o una planta. Pero en el misticismo positivo el espíritu conserva aún un centro fundamental de la relaciones psíquicas; queda una función en vigor, la contemplación o la intuición de lo infinito; y bien puede decirse que nada se pierde en el cambio, por que esta sola función abraza todas las ordinarias de la vida y ofrece de una vez lo que vanamente procuran las funciones particulares» (O. C., II, 823-824)

 

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Ya en España filosófica contemporánea leemos, al igual que en Unamuno, su oposición sistemática frente a la razón, y en este caso oponiéndola a la fe: «Cuando la inteligencia se halla relativamente desenvuelta y dispuesta para apropiarse de las ideas; cuando el espíritu, virgen de toda duda, acepta las creencias con la fijeza propia de la Fe, y las conserva como depósito sagrado para el porvenir, en este momento fugaz de la vida del entendimiento debe comenzar la penosa y prudentísima labor de grabar en él clara y profundamente los principios de una religión y una filosofía. Es absurdo pretender que estas enseñanzas se reserven para cuando la razón, llegada a su madurez, pueda aceptar o rechazar según su propio discernimiento, pues en el mundo vivimos por la Fe, sin la cual nuestra inteligencia no podrá dar sus primeros pasos ni aceptar ningún linaje de creencias. Aunque la razón pudiera perfeccionarse careciendo completamente de ella, ¿cómo prestaría jamás su asentimiento a ninguna idea en medio de las constantes controversias y de las eternas vacilaciones a que nos condena nuestra flaqueza intelectual, de las sombras que el escepticismo proyecta sobre todos los conocimientos humanos?» (O. C., II, 664).

 

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Otra carta significativa es la XXI, del 4 de enero de 1895, donde se vuelve a señalar el pesimismo de Ganivet y el engaño de la realidad fenoménica (O. C., II, 1028-1029).

 

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Vid. Los trabajos del infatigable creador Pío Cid (O. C., II, 506-507).

 

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«No hay para la mujer refugio más seguro que el amor Maternal» (O. C., II, 560).

 

116

«[...] porque para la mujer no hay otro medio de penetrar en las cosas que simbolizarlas en el hombre arado». «Hay algo más grande; pero para llegar a ello no hay más camino que el amor. El mejor amor es el espiritual, y si éste no basta, el amor corpóreo. Hay semillas que sólo germinan en hoyas muy abrigadas, y casi todos los hombres son semillas así» (O. C., II, 552).

 

117

Vid. O. C., II, p. 1026.

 

118

Vid. Philonenko (1989).

 

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La idea del destino está tratada en clave esotérica en el opúsculo Especulación trascendente sobre los visos de intencionalidad en el Destino del Individuo que formaba parte de los Parerga y Paralipómena [A. Schopenhauer, Los designios del destino (Madrid: Tecnos, 1994) Estudio preliminar, traducción y notas de Roberto Rodríguez Aramayo].

 

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Vid. también O. C., II, 70.