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Ver Roberta Johnson (1996, págs. 11-15), para una explicación de cómo Azorín se servía de la biblioteca familiar en Monóvar a lo largo de su vida. Según Inman Fox (1968, pág. 19), la primera mención que hace Azorín de Schopenhauer es en Soledades, de 1898. Por su parte, Anna Krause (1955, págs. 78-79) indica que el seudónimo Ahrimán que utilizó Martínez Ruiz en 1890 viene de El mundo como voluntad y representación.

 

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Los pasajes que marcó Martínez Ruiz en Sobre la voluntad en la naturaleza se encuentran en la pág. 147 donde se discute la fisiología vegetal; en la pág. 175, donde se estudia a aplicación del término «quiere» a fenómenos inanimados como «quiere llover» o «quiere salir el sol», y en la pág. 192, donde se discute el misterio o la presciencia del futuro.

 

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Para una visión más completa de este fenómeno, ver mi libro (Johnson 1993).

 

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Thomas Pavel (1983) discute la distinción que hace John Searle entre los actos ilocucionarios pretendidos y las aseveraciones propias del narrador (como la frase de Tolstoi: «Todas las familias felices son felices de la misma manera») que no pertenecen a la historia ficticia. Parece evidente que Martínez Bonati y Searle están pensando en la misma categoría general de frases.

 

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Ver Martínez Bonati (1981, pág. 30) para una discusión de la manera en que el discurso de los personajes contrasta con el del narrador.

 

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Livingstone encuentra esta estética ya en La voluntad: «La ponderación de la contemplación como una fuente positiva de creatividad, base de la anunciada estética del reposo, constituye una revisión de valores que da paso al principio de la supresión de la intriga de la novela. Esta relación es marcada en La voluntad, donde la trama, tratada con verdadero desdén, pues le falta una auténtica estructura, es el vehículo de expresión del problema de la relación entre inteligencia y voluntad, entre contemplación y acción». Pero yo creo que no se inicia de verdad la «estética del reposo» hasta las Confesiones de un pequeño filósofo; la estética de La voluntad es más bien conflictiva.

 

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En la pág. 112 escribe el citado investigador: «De aquí [de Schopenhauer] procede [...] la concepción [...] del arte como contemplación desinteresada que libera de la tiranía de la voluntad, ejerce un influjo calmante, propicia un conocimiento esencial de los resortes vitales, nos lleva a intuir arquetipos y, por fin, nos conduce a la resignación».

 

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Recordemos aquí algunas citas de Metafísica de lo bello y estética de Schopenhauer que señaló Azorín en su ejemplar: «Lo mismo sucede con las vasijas antiguas, cuya belleza resulta de que expresan de una manera tan sencilla lo que está determinado que sean y cumplan» (25). «Un placer musical mucho más puro que la ópera lo proporcionaba la misa cantada, cuyas palabras, generalmente ininteligibles, o los aleluya, gloria, eleison, amen, etc., repetidas hasta lo infinito, se convierten en un sencillo solfeo, en el que la música, conservando sólo el carácter eclesiástico general, se siente libre y no la perjudican en su propio terreno, como en el canto de la ópera» (38).

 

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A lo largo de esta segunda mitad de siglo, hemos podido asistir al espectáculo de una crítica literaria, de corte estructuralista o deconstruccionista, cuya cientificidad parecía consistir en la utilización de la literatura como materia o espacio del que entresacar las pruebas de su propia verificación; una crítica, en definitiva, más preocupada de sí misma, de su propia defensa en cuanto teoría, que de atender a la variedad y diversidad del fenómeno literario. La cientificidad de la crítica a la que en este trabajo nos referimos es de otra índole: sin molde teórico previo al que referir la literatura, se procede con un criterio hermenéutico definido por Ortega (1932, p. 398) como desde dentro, es decir, no se trabaja sobre un autor o un texto, sino por debajo de él, penetrando su superficie, intentando potenciar y explicitar la comprensión de la obra literaria desde criterios inherentes a la misma obra o al corpus al que ésta pertenece. Lo contrario es el proceder de una crítica que se afirma como la impostura del violador: penetra, sí, la superficie del texto, pero de éste sólo extrae un grito desgarrado de dolor. El ejercicio de la crítica literaria que aquí se defiende hosca el alma del texto, su concesión, su entrega, y consiste en potenciar la obra con el fin de mejorar su comprensión. No hay una vía general de acceso a los textos: cada texto, sin embargo, conlleva sus propias vías de acceso internas, desde dentro. Es tarea del crítico buscar estas vías por las que se llega al alma del texto, vías por las que el texto se nos entregará haciéndonos partícipes de su oculto secreto.

 

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«¡La circunstancia! ¡Circum-stancia! ¡Las cosas mudas que están en nuestro próximo derredor! [...] La reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre. [...] Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo» (Ortega 1914, pp. 319 y 322). «Estar en la circunstancia no puede significar un pasivo yacer en ella formando parle de ella. El hombre no forma parte de su circunstancia: al contrario, se encuentra siempre ante ella, fuera de ella, y vivir es precisamente tener que hacer algo para que la circunstancia no nos aniquile. Esta, pues, es constitutivamente problema, cuestión, dificultad; en suma, asunto a resolver» (Ortega 1933, p. 123). Estas citas orteguianas ponen en evidencia la necesaria relación e interdependencia del sujeto con su entorno circunstancial. El frecuente recurso a Ortega que se hará en este trabajo no es mero dato erudito o contrapunto casual, sino que radica en el convencimiento de que Ortega ofrece un marco teórico culturalmente adecuado para la comprensión de la época que estamos tratando -y ello más allá de los contenidos específicos expresados por el propio Ortega-. A esto hay que añadir, además, la principal importancia que revestía la obra de Azorín para Ortega, a la que consideraba, junto a la de Baroja, como un elemento esencial de la circunstancia española (Ortega 1914, p. 323). Azorín constituía, pues, para Ortega, una clave de acceso para la comprensión de la realidad nacional (no se olvide que un texto suyo sobre Azorín estaba dentro del programa de las meditaciones o salvaciones, es decir, que poseía, en la consideración de Ortega, el mismo rango que la más famosa de ellas, Meditaciones del Quijote). Esta es la razón por la que Ortega había de ocuparse tanto de Azorín: «Sobre la pequeña filosofía» (1903), «Fuera de la discreción» (1909), «Nuevo libro sobre Azorín» (1912), «Fiesta de Aranjuez en honor de Azorín» (1913), «Contestando a Azorín» (1915), «Azorín: primores de lo vulgar» (1917), «Diálogo sobre el arte nuevo» (1924).