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«Ni importan los años que cuenten los escritores de que hablaré en este estudio. Haylos muy mozos; otros, ya en la plenitud de la vida. Es lo nuevo de su literatura lo que para mí constituye su juventud, y lo reciente de su fama, que en algunos apenas alborea lo que justifica su inclusión en el catálogo. [...] Por mi parte diría que los nuevos escritores no son inferiores a los antiguos ni en talento. Acaso tienen hasta percepción más fina de las relaciones y significación de cuanto les rodea. Creyérase, sin embargo, que un genio maléfico les veda expresar y desenvolver esta percepción por modo tan artístico y fuerte como debieran. Agitados por sobreexcitación nerviosa, o abatidos por una especie de indiferente cansancio... [...] [sus libros] son, en general, cortos de resuello; revelan fatiga, y proclaman a cada página lo inútil del esfuerzo y la vanidad de todo. Muéstrase esta generación imbuida de pesimismo, con ráfagas de misticismo católico a la moderna (sin fe ni prácticas), y propende a un neorromanticismo que transparenta las influencias mentales del Norte -Nietzsche, Schopenhauer, Maeterlinck- autores que aquí circulan traducidos» (Pardo Bazán, 1904, págs. 17-18).

 

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Por orden de mención: José Nogales, Francisco Acebal, Martínez Ruiz, Pío Baroja, Llanas Aguilaniedo, Valle-Inclán, Mauricio López Roberts, el Marqués de Villasinda, Felipe Trigo, W. E. Retana, Luis y Agustín Millares Cubas, Alfonso Danvila, Hoyos y Vinent, Muñoz Pavón, Melchor Almagro, Víctor Catalá, Blanca de los Ríos, Martínez Siena, Heraclio Pérez Placer, Julio Pellicer, Antonio Zozaya, Eduardo Zamacois, Luis López Allué, Gomila, Sánchez Ruiz y Rancés. Se excluyen, claro es escritores como Galdós, pese a su proyección en la literatura joven, y -más sorprendentemente- otros que, como Blasco Ibáñez, no participaban, al parecer, de la debilidad congénita de sus coetáneos. Implícitamente, pues, doña Emilia distinguía entre realistas, narradores-explicadores de la realidad, por una parte, y náufragos débiles a merced de las nuevas interrogantes finiseculares, por otra. Trataremos de comprobar al final de estas notas hasta qué punto también Blasco Ibáñez se vio en algún instante, desde luego posterior a 1904, afectado por el morbo pesimista, particularmente en su repudiada novela El dolor de vivir (1953), escrita en 1907.

 

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Cf. González Serrano (1902) ya atribuía a influencia de Schopenhauer el «menosprecio de toda base objetiva» de que hacían gala los jóvenes escritores modernistas. En aquella encrucijada de generaciones, González Serra no apostaba por el racionalismo progresista para sostener un criterio capaz de contener los desórdenes del espíritu finisecular: «No es posible provocar bruscamente la aceleración del movimiento de la vida, ya que no se vive de negaciones, sin el punto de apoyo de un nuevo ideal que se nutra de afirmaciones».

 

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Las primeras ediciones que conozco de Schopenhauer en castellano fueron, por orden cronológico: Parerga y paralipomena. Aforismos sobre la sabiduría de la vida; trad. de Antonio Zozaya, 2 t., Madrid, Biblioteca Económica Filosófica, 1889.- Estudios escogidos, Madrid, La España Moderna, [h. 1893].- El fundamento de la moral, Madrid, La España Moderna, 1896.- El Mundo como Voluntad y Representación; trad. de A. Zozaya y E. González Blanco, Madrid, La España Moderna, 1896-1902, 3 t.- Sobre la voluntad en la Naturaleza; trad. de M. de Unamuno. Madrid, Rodríguez Serra [1900] [Biblioteca de Filosofía y Sociología, 1].- Metafísica de lo Bello y estética; trad. de Luis Jiménez y García de Luna, Madrid, Rodríguez Serra [1901] [Biblioteca de Filosofía y Sociología, 10].- El amor, las mujeres y la muerte; trad. de A. López White. Valencia, Sempere [1902].- Apuntes para la Historia de la Filosofía; trad. de Luis Jiménez y García de Luna. Madrid, Viuda de Rodríguez Serra [1903] [Biblioteca de Filosofía y Sociología, 13].- Los dolores del mundo, Barcelona, Presa, 1904 [Los pequeños grandes libros, 9]. Las primeras traducciones de Nietzsche no comenzaron a aparecer en libro hasta 1900. (Cf. Sobejano, 1967, págs. 67 y ss.).

 

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Antonio Zozaya (1859-1943) comenzó a publicar hacia 1880 una «Biblioteca Económica Filosófica» que superaba el centenar de volúmenes en los años de la 2.ª República.

 

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Según Adalbert Hämel (1926, págs. 43-45) este pragmatismo, tan arraigado en el tradicional pesimismo del pensamiento español -que Schopenhauer conocía y admiraba-, establecería la diferencia con el pesimismo del filósofo alemán, encerrado en un círculo insuperable «alfa y omega de su credo». Gracián y otros pensadores españoles pesimistas «aspiran a vencer la voluntad de la vida», mientras que Schopenhauer tiene la facultad de destruir, pero no la de construir. Esta tradición española -añado yo- facilitaría, por ejemplo, la reorientación de la obra literaria de Martínez Ruiz a partir de su deuda intelectual con Schopenhauer, expresada en La Voluntad como redescubrimiento de «las recias potencialidades del yo», reducción de la realidad a las imágenes de la conciencia y dignificación moral de la vida contemplativa (véase Krause 1955, págs. 151, 222-223).

 

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«El deseo de asomarme al mundo filosófico me produjo, siendo estudiante, la lectura del libro de Patología, del doctor Letamendi; con este objeto compré, en una edición económica que dirigía Zozaya, los libros de Kant, Fichte y Schopenhauer. Leí primero La Ciencia del conocimiento de Fichte, y no entendí nada. Esto me produjo una verdadera indignación contra el autor y contra el traductor. ¿Sería la filosofía una mixtificación, como creen los artistas y los dependientes de comercio? El leer el libro Parerga y paralipomena, me reconcilió con la filosofía. Después compré, en francés, la Crítica de la razón pura, El mundo como voluntad y como representación, y algunas otras obras» (Baroja [1917] 1977, págs. 87-88).

 

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Al reconstruir, con fuerte componente autobiográfico, los años de formación de Luis Murguía en La sensualidad pervertida ([1920] 1948, p. 892), Baroja matiza el efecto de su primera lectura de Schopenhauer: «Todo lo que dice este hombre como reserva y suspicacia me pareció que lo sabía desde la infancia. [...] A mí, al menos, no me quitó las ilusiones; al revés, me dio la impresión de que el autor creía en muchas cosas fantásticas que yo había desechado ya en mi interior».

 

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Véase un ejemplo en clave irónica en «La vida de los átomos», cuya primera versión data de diciembre de 1893 [«Danza de átomos»] (Baroja [1900] 1948, VI, págs. 1041-1044; y 1972, págs. 64-67). La versión definitiva de este relato contiene una escéptica referencia a la Psicología celular de Ernesto Haeckel, para quien la sensación manifestaba la energía de la substancia que desde los átomos se elevaba hasta la actividad intelectual, de modo que la materia y el espíritu se fundían en una concepción monista. Este libro contribuyó a la formación científica de otros jóvenes escritores de la regencia, como Llanas Aguilaniedo (Broto Salanova, 1992, págs. 43 y 53).

 

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En «Nihil» (Baroja [1900], 1948, VI, págs. 1009-1012.