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Esta observación requeriría una exposición más demorada y puntillosa. Valga ahora especificar tan sólo que aparece una nueva definición conceptual de «razón»: una razón instrumental circunscrita a los límites de la racionalidad científica, con el consiguiente abandono a la «irracionalidad», cuando no al olvido deliberado, de los grandes temas de la metafísica tradicional.

 

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El peso que el schopenhauerismo tuvo en la constitución de la estética finisecular española no será valorado del todo sin tener en consideración la incidencia previa que en Rodenbach, Verhaeren, Maeterlinck y otros simbolistas belgas, de extraordinario influjo en los simbolistas españoles, tuvo la filosofía de Schopenhauer, según estudia Christian Berg (en Henry, 1989, pp. 119-34).

 

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Claro que, con independencia de la oposición estrictamente filosófica entre su pensamiento y el hegeliano, no puede desatenderse la influencia que tuvieron sus avatares biográficos en las descalificaciones destempladas y frecuentes de que hizo objeto a Hegel, a los hegelianos, a la filosofía académica, a los profesores universitarios de filosofía y, en general, a los filósofos más aplaudidos de su tiempo, que se habrían conjurado -la conjura de los criados contra los señores- para silenciar su producción filosófica. Parte principal de tales avatares biográficos es el fracaso que vivió cuando en 1820, un año después de publicada su obra magna, El mundo como voluntad y representación, trabajó como profesor en la Universidad de Berlín sin conseguir que sus lecciones atrajeran a los alumnos, arracimados en torno a Hegel, recién incorporado a la misma, donde comenzaba a exponer su sistema con extraordinario éxito y a conformar la legión de hegelianos que no mucho más tarde habría de escindirse.

 

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Las referencias comparativas a Nietzsche y Schopenhauer son frecuentes entre los escritores de la generación finisecular. En el Juan de Mairena machadiano hay específicamente una reflexión («Nietzsche y Schopenhauer») en que, con la perspectiva que dan los años -ha quedado atrás la primera guerra mundial, y está a punto de iniciarse la segunda-, se valora el papel de uno y otro. Aunque A. Machado termina centrándose elogiosamente en Nietzsche, al que llama «maestro del aforismo y del epigrama» (y al que tanto debe su poesía sentenciosa y epigramática), comienza con las siguientes palabras: «Nietzsche no tuvo el talento ni la inventiva metafísica de Schopenhauer; ni la gracia, ni siquiera el buen humor, del gran pesimista. Su lectura es mucho menos divertida que la de Schopenhauer, aunque éste es todavía un filósofo sistemático y Nietzsche casi un poeta» (A. Machado, IV, p. 2109).

 

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Transcribo unos versos de «Schopenhauer», de Emilio Carrere: «Viejo Schopenhauer, doloroso asceta, / siniestro filósofo y amargo poeta: / ¿por qué me dijiste / que el amor es triste, que el bien es incierto? / ¿Por qué no callaste que el mundo es tan triste? / ...¡Aunque sea cierto! / Yo amé a las mujeres. ¡Oh carne fragante, / senos en flor, dulce misterio sensual! / ¡Yo amaba la gloria, divina y radiante, / envuelta en un áureo fulgor de ideal! / Yo amaba la vida; / pero tú dijiste que todo es dolor, / que el amor es carne sensual y podrida, / ¡y ya nunca tuve ni gloria ni amor! / Y ya por el mundo voy igual que un muerto. / Tu voz emponzoña todo lo que existe. / Dime, viejo horrible, aunque sea cierto: / ¿por qué no mentiste? / Agreste filósofo de las negaciones, / yo era soñador, y crédulo, y fuerte; / tú has roto el encanto de mis ilusiones / y me das la fría verdad de la muerte»; etcétera (en AA. VV., Las mil mejores poesías de la lengua castellana, Madrid, Ediciones Ibéricas, 1972, pp. 636-7). Y otros de «A Kempis», de Amado Nervo: «Ha muchos años que busco el yermo, / ha muchos años que vivo triste, / ha muchos años que estoy enfermo, / ¡y es por el libro que tú escribiste! // ¡Oh Kempis, antes de leerte, amaba / la luz, las vegas, el mar Oceano; / mas tú dijiste que todo acaba, / que todo muere, que todo es vano! // Antes, llevado de mis antojos, / besé los labios que al beso invitan, / las rubias trenzas, los grandes ojos, / ¡sin acordarme que se marchitan! // Mas como afirman doctores graves, / que tú, maestro, citas y nombras, / que el hombre pasa como las naves, / como las nubes, como las sombras..., // huyo de todo terreno lazo»; etcétera (Obras completas, II, Madrid, Aguilar, 1972,4.ª ed., 1.ª reimpr., p. 1322). El tono apostrófico es más increpante, como se ve, en el poema de Carrere que en el de Nervo; pero no deja de producir curiosidad la similitud esencial entre uno y otro.

 

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Los títulos originales de las obras citadas son, en ese mismo orden: Ueber den Willen in der Natur, Die beiden Grundprobleme der Ethik, Parerga und Paraliponema, Die Welt als Wille und Vorstellung. También se cita en el cuerpo del trabajo Der handschriftliche Nachlass (El legado manuscrito).

 

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En El árbol de la ciencia, se refiere Andrés Hurtado a la destrucción que lleva a cabo Schopenhauer de «esa gruesa rama del árbol de la vida que se llama libertad, responsabilidad, derecho» (Baroja, 1983, p. 133), que aún Kant había amorosamente dejado en pie; lo que da entrada a una plástica consideración sobre la voluntad: «y la vida aparece como una cosa oscura y ciega, potente y jugosa, sin justicia, sin bondad, sin fin; una corriente llevada por una fuerza X, que él llama voluntad» (p. 134).

 

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«Humana ante oculos foede cum uita iaceret / in terris, oppressa graui sub religione / quae caput a caeli regionibus ostendebat / horribili super aspectu mortalibus instans, / primum Graius homo mortalis tollere contra / est oculos ausus primusque obsistere contra; / quem neque fama deum nec fulmina nec minitanti / murmure compressit caelum, sed eo magis acrem / inritat animi uirtutem, effringere ut arta / naturae primus portarum claustra cupiret. / Ergo uiuida uis animi peruicit, et extra / processit longe flammantia moenia mundi / atque omne immensum peragrauit mente animoque, / unde refert nobis uictor quid possit oriri, / quid nequeat, finita potestas denique cuique / quanam sit ratione atque alte terminus haerens. / Quare religio pedibus subiecta uicissim / obteritur, nos exaequat uictoria caelo» (Lib. I, 62-79). En mi traducción: «Cuando el género humano se arrastraba / en la tierra, oprimido por el peso / de la superchería religiosa, / que amedrentaba con horrible mueca / desde el cielo a los hombres, hubo un griego / que alzó por vez primera su mirada / mortal a las alturas, declarando / guerra a la religión. Y no lograron / hacerlo desistir ni las leyendas / de los dioses, ni el rayo, ni el bramido / espantoso del cielo. Antes con esto / creció el valor de su ánimo arrojado / y su deseo de romper las sólidas / cerrajas de las puertas que protegen / los secretos de la Naturaleza. /Al fin venció su gran poder de espíritu, / y con la fuerza de su pensamiento / fue mucho más allá de las murallas / flamígeras del mundo, atravesando / el Todo inmenso en peregrinación. / Y, como vencedor, de allí regresa / con la sabiduría: si esto puede / o no puede nacer, qué leyes rigen / la potestad de cada cosa, y cuáles / son sus exactos límites. Por ello, / la religión, ahora sometida, / a nuestros pies se humilla; y a nosotros / la victoria nos alza hasta los cielos» (De la Naturaleza. Selección, Alicante, Aguaclara, 1992, pp. 17-8).

 

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Contra el entendimiento de la compasión como virtud de los débiles, tal como lo difundió el pensamiento nietzscheano, se alza Unamuno en uno de los sonetos incluidos en Poesías (1907). Me refiero concretamente al titulado «Piedad», que no es una perla lírica, pero ofrece una clave de interés para la interpretación de Unamuno y su sentimiento de la compasión: «Busca de tu alma la raíz divina, / lo que a tu hermano te une y asemeja / y del puro querer que te aconseja / aprende fiel la santa disciplina. // Oye a tu humanidad cual te adoctrina: / ‘Todos soy yo, en mi alma se refleja / todo placer y toda humana queja’, / y del falso vigor siempre abomina. // Los débiles forjaron la patraña / de que no obras de amor, sino de ira / todo progreso cual cimiento entraña, // mas en vano la mente con mentira / la luz del corazón cuida que empaña, / que al fuerte siempre la piedad le inspira» (Unamuno, I, p. 226).

 

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Unamuno, en el comentario que redacta a propósito del soneto XCVIII («La gana, la real gana, es cosa vana»), incluido en De Fuerteventura a París (1925), alude a la diferencia entre gana y voluntad, y en relación con ello escribe: «Sabido es que Schopenhauer, el pesimista, nos admiraba a los españoles, y nos admiraba en virtud de su pesimismo, porque hacemos radicar la pura voluntad, la voluntad ciega, la voluntad sin inteligencia, en los órganos genitales del macho, en la ‘masculinidad completamente caracterizada’, que dijo el Primo [de Rivera] en su Manifiesto. La gana va a dar a la nada, otro concepto muy castizo. ¿Porqué Amiel, en su Diario íntimo, pone la palabra nada en español? Y la nada produce el nadismo, que es el nihilismo español castizo, el quietismo de Miguel de Molinos, el aragonés» (Unamuno, II, pp. 345-6).