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Queda al descubierto, de este modo, la falacia posmoderna del todo vale; este lema posmoderno tiene un correlato que lo completa adecuadamente en lo concerniente a la crítica literaria: todo vale aunque de nada sirva (Saldaña 1994 -1995).

 

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«Las influencias literarias son complejísimas: constituyen un problema que no se resolverá jamás: no confundamos la influencia con la imitación. La influencia fecunda es a modo de irradiación tema de una obra que nos place, sobre la obra que estamos escribiendo o vamos a escribir. La obra leída será de una índole y la nuestra será de otra [...] No importa: un efluvio magnético creará en torno de nuestra obra un cierto ambiente espiritual semejo al ambiente espiritual de la obra que hemos leído» (Azorín 1943b, cap. XXXII).

 

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«Las influencias pueden ser de dos clases: por adhesión y por hostilidad. Si de las primeras se habla mucho, no se para mientes nunca en las segundas. Nos puede agradar un escritor, nos puede entusiasmar, y ese escritor influirá en nosotros. Pero se puede dar el caso inverso: el de un escritor a quien detestamos, a quien menospreciamos, y que influye en nosotros de distinta manera. Influye por que nosotros, teniendo siempre ante la vista, en la memoria, sus defectos, su manera, su textura especial, tratamos de evitar esos vicios, y nos afirmamos cada vez más, cada vez con mayor ahínco, en nuestra estética» (Azorín 1941, cap. IX).

 

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«El acento, en este sentido, no se puso en lo que pasaba de un escritor a otro, sino en el hecho de que algo en efecto pasaba de uno a otro, creando así un vínculo directo, casi biológico, entre ambos» (Guillén 1971, p. 96).

 

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La interrelación autor-circunstancia literaria no adviene en base a esquemas mecánicos del tipo Estímulo-Respuesta; el autor, como es obvio, no es una caja de resonancia pasiva de la que salen precisas respuestas a precisas influencias, sino que interviene activamente en la elaboración de la obra, es el creador. Las influencias no son determinaciones; se valoran, se sopesan, se asimilan, se interiorizan, y sólo después de todo ello puede decirse de una acción (literaria, en nuestro caso) que surge a través de una o varias influencias. De este modo, la interrelación autor-circunstancia literaria podría explicarse desde el esquema orteguiano Ensimismamiento-Alteración, con lo que se salvaría la libertad de la acción creativa del autor (Ortega 1939, 299-304).

 

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«Es insuficiente afirmar que Virgilio influyó en Dante con independencia de otros factores, cuando tantos otros elementos sustentaron esa relación y lo fundamental fue el funcionamiento de un campo total: la autoridad y la continuidad de una tradición» (Guillén 1971, p. 104).

 

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La insistencia orteguiana en los valores de la vida no hace del raciovitalismo una forma más o menos tenue de vitalismo: esta insistencia hay que entenderla en la asunción plena de la situación filosófica real en la que Ortega se encontraba, es decir, un desequilibrio en desfavor de la vida. Insistir en la vida es pretender volver a colocar la vida al mismo nivel que la razón; Ortega no es un vitalista, aunque sí lo sea el héroe del que se sirve para sus propósitos (Don Juan). El fin último de Ortega es restaurar un equilibrio perdido, y para ello: «La razón pura tiene que ceder su imperio a la razón vital» (Ortega 1923, p. 178). Así pues, si como decía Azorín (1941, cap. IX) «las influencias pueden ser de dos clases: por adhesión y por hostilidad», la escisión vida/razón que proponían trágicamente las obras noventayochistas tuvo que funcionar como un auténtico revulsivo para el joven Ortega.

 

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Por lo que respecta a Azorín. Martínez Cachero (1960, p. 65) y Livingstone (1970, p. 148) se han referido a esta contraposición en términos de «antinomia inteligencia-vida» y de «dualismo vida inteligencia», respectivamente.

 

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La abulia, término acuñado por Ganivet en su Idearium español (1897), debe su aparición a la ausencia de ideas-guía o ideas-madre, a la falta de ese tipo de ideas directrices capaces de orientar la vida nacional o la existencia personal. El término, con variaciones más o menos importantes, resulta emblemático del espíritu noventayochista, aunque en el caso de Azorín y Baroja la huella schopenhaueriana sea más evidente y decisiva. A este propósito, sigue siendo útil para la comprensión de este importante punto el ya clásico artículo de Doris Arjona (1928). Para un estudio del concepto de tedio en Schopenhauer puede verse el artículo de Urdanibia (1990).

 

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Merece ser destacado el nombre del traductor de Parerga y paralipómena y de El mundo como voluntad y representación (Antonio Zozaya), así como el de Sobre la voluntad en la naturaleza (Miguel de Unamuno) y el de La cuádruple raíz del principio de razón suficiente (Eduardo Ovejero y Maury, 1911). Un cuadro más amplio sobre la recepción de Schopenhauer y Nietzsche en España puede encontrarse en Santiago (1990 y 1993), Muñoz-Alonso (19 93) y Sobejano (1967).