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ArribaAbajo El horizonte de la desdicha.

(El problema del mal y el ideal ascético en Azorín)


Francisco José Martín


Universidad de Siena

El terreno de las influencias literarias constituye uno de los aspectos más complejos y difíciles para ser afrontados con seriedad por la crítica. ¿Cómo se determinan las influencias? ¿Cuál es el patrón con el que se establece el grado y la relevancia de las mismas? ¿Qué es, en propiedad, una influencia? Azorín, ojo avizor en cuanto se refiere a la observación y reflexión sobre el fenómeno literario, previene a sus lectores ante el misterio impenetrable que entraña todo escritor: «El misterio del escritor no lo penetrará jamás nadie. El misterio de la obra literaria no será jamás por nadie enteramente esclarecido. Sin influencias no hay obras. Sin injertos no hay en el árbol fructuoso fecundidad» (Azorín 1942, cap. XXII). Y en otro lugar: «Entramos en el terreno misterioso, insondable, de las influencias; nunca nadie resolverá este problema literario» (Azorín 1946a, cap. LXXVII). La existencia de este fondo insobornable, de este misterio irreductible del texto, sin embargo, no es óbice para desistir del empeño científico de la crítica literaria169. Se trata, en primer   —176→   lugar, de establecer los límites de tal empresa: «¿Quién podrá conocer y explicar todas las influencias que obran sobre el escritor? Influye el escritor en el escritor; influyen las obras en las obras: influyen las cosas; influyen los mismos animales domésticos a quienes estimamos. ¿Es que la marmota que el padre Isla tenía en su celda no influía, con su reposo, con su sosiego, en el padre Isla? ¿Y es que agudizando un poco, temerariamente acaso, no podríamos ver en esas cartas familiares en que el padre Isla habla de su marmota una tranquila jovialidad, una alegría apacible, trascendida del curioso animal?» (Azorín 1942, cap. XXII). Lo que influye en el escritor es, pues, en estricta terminología orteguiana, su circunstancia170. Ahora bien, lo que Azorín pone en evidencia, al traer a colación la marmota del padre Isla, es, precisamente, la imposibilidad de determinar el arco completo de las influencias que actúan en un escritor. Azorín sabe que está exagerando, y usa la exageración como recurso literario para hacer más patente su concepto del misterio impenetrable del escritor. Lo que desvela la temeridad de Azorín es la dificultad para determinar los elementos relevantes de las influencias, lo que en éstas es efectivamente decisivo para la creación literaria. No basta, pues, con establecer relaciones o encontrar semejanzas entre distintos textos o entre diferentes autores para poder hablar con propiedad de influencias171. Las influencias tienen que ser relevantes, es decir, tienen que ser significativas, tienen que operar activamente en la conformación del texto o del universo del escritor. La influencia debemos aceptarla,   —177→   principalmente, como un estimulante para la creación» (Azorín 1941, cap. IX). Puestas así las cosas, el problema consiste en determinar los caracteres y las modalidades de ese estímulo. Influencia no es determinación, no es encerrar el acto creador de un artista dentro de unas pautas (temáticas y/o estilísticas) ya establecidas; es, más bien, todo lo contrario: es potenciar el acto creador del artista, la libertad del mismo a través de la ampliación y expansión de los límites de su universo. La influencia no es, pues, limitación; y tampoco es imitación172 de un orden (cosmovisión) o de un maestro, sino la ejecución del acto creador desde la claridad dejada por tal orden o por tal maestro: es crear desde una nueva luz ganada sobre las cosas. Las influencias literarias no se dan, se reciben, tienen un momento de pasividad y de latencia, después se acogen o se rechazan173.

El estudio de las influencias literarias ha reflejado durante mucho tiempo una consideración «genética» y «atomística» del problema (Guillén 1971, p. 96): era como si el establecimiento de una suerte de filiación o parentesco entre distintos textos o autores comportara ya una comprensión más aguda del fenómeno literario174; por otro lado, esto se hacía de manera aislada, es decir, estableciendo influencias puntuales que no tomaban en ninguna consideración ni el marco de la relación ni el sistema de relaciones al que pertenecían los elementos de la relación. Para obviar los problemas y las limitaciones que se derivaban de este estrecho marco comprehensivo del fenómeno de las influencias, la moderna crítica literaria ha acometido su estudio en base a la aplicación (traducción) de la noción de campo de las ciencias físicas a la literatura. Las influencias son tipos de relaciones entre obras o autores que no se dan aisladamente; el impulso creador no nace, por relevante que sea, del incitamiento de una sola influencia -en esto Azorín ha sido sumamente explícito-, sino que se deriva de la interrelación de la circunstancia literaria con el autor175. El estudio aislado de las influencias es, pues, insuficiente para manifestar la   —178→   pregnancia de las mismas. Estas, aunque puedan ser puntuales, se ocasionan en un contexto más amplio de interrelaciones que es necesario tener en cuenta para una mejor comprensión del fenómeno literario176. En la moderna crítica literaria, pues, el concepto de influencia pierde terreno en favor de las tradiciones y las convenciones: «Las convenciones y tradiciones despliegan amplias perspectivas -campos o sistemas- más fácilmente que las influencias; y nos muestran las configuraciones que la literatura presenta desde un punto de vista primordialmente sincrónico. Las influencias no organizan el caos de los hechos literarios particulares de una manera tan útil. Pero sí abren, mediante el examen intenso de contactos no mediatizados entre autor y autor o entre obra y obra, con mayor rigor de lo que podrían las convenciones o las tradiciones, las puertas del taller del escritor; y el proceso, interminablemente complejo, de la creación artística» (Guillén 1971, p. 106).

Si se trata de organizar el caos, de urbanizar la literatura, de abrir sendas y construir puentes para hacerla transitable y accesible, la noción de campo es sumamente proficua y atractiva. Conviene, sin embargo, que la crítica no olvide que la literatura no es lo mismo que el campo literario, que éste es un modelo con el que se pretende explicar la literatura. Y del mismo modo que el campo de fuerzas no agota el universo físico (piénsese, por ejemplo, en los agujeros negros, que son precisamente la negación del campo), el campo literario, con sus tradiciones, convenciones e influencias, no agota la riqueza y complejidad de la literatura. Conviene que no se olvide tampoco que la tarea del crítico no puede reducirse exclusivamente a la ordenación, roturación y parcelación de la literatura (análisis); que otra función noble de la crítica consiste en contribuir a una mejor comprensión de la obra o del autor en cuestión. Esta es la razón por la que en este trabajo se tenderá a hablar no de influencias o convenciones sino de horizonte. El horizonte, en cuanto concepto, no se refiere a ningún modelo que aplicar a la literatura; no es algo extraliterario como la noción de campo o convención, sino que surge de la literatura misma, de las mismas entrañas de la obra. Todo, cualquier cosa, por estar situado en el mundo, tiene un horizonte. En su tenue significación y sin eliminar la carga poética que conlleva, el horizonte quiere significar, a la vez, el alcance y lo que comprende una obra o un autor (considerado éste, ahora, como un corpus de escritos). En el horizonte de una obra se alzan también otros horizontes, confluyen tradiciones e influencias, y se establecen tantas relaciones sincrónicas y diacrónicas como el texto precisa. Ahora bien, es el propio texto el que guía, es la propia obra la que va   —179→   marcando las pautas de sus necesidades interpretativas. Esto es ir desde dentro, acometer el ejercicio crítico de una obra desde criterios internos a esa obra o al corpus al que pertenece; es la manifestación del pleno respeto de la obra, que nace del convencimiento de que la crítica no debe ser im-posición de nada, sino un simple poner algo que ya estaba en la obra, des-velar. El horizonte señala también la concreta perspectiva desde la que se levanta ese horizonte, un punto de vista esencial sobre el universo (Ortega 1923, p. 202). Es, pues, una mirada en perspectiva sobre las múltiples relaciones que envuelven una obra; y este desvelamiento de la perspectiva que es todo horizonte desvela, a su vez, la falacia y el error de toda crítica que considere esas múltiples relaciones utópicamente, es decir, sin punto de vista o perspectiva. El horizonte nos sitúa necesariamente dentro de la perspectiva propia de la obra; no es una perspectiva que viene de fuera a contemplar la obra en sus variadas interrelaciones. Desde dentro, pues; porque no todo vale. Y hay que evitar que el horizonte se anquilose en mundo (id.), es decir, que se cierre y se petrifique; el horizonte es un espacio comprendido entre límites imprecisos: la línea del horizonte es lo menos definido del horizonte, lo que deja a la crítica la tarea de acrecentar el horizonte mismo de la obra.


- I -

Una de las influencias más fecundas -a menudo olvidada- del raciovitalismo orteguiano fue, sin duda, la respuesta a la trágica escisión entre la razón y la vida que se abría en la obra de los jóvenes escritores del 98. Lo que Ortega iba a poner en marcha no era una síntesis de posturas extremas, vitalismo y racionalismo (Ortega 1924, pp. 270-280), sino una doctrina y un método que intentaba precisamente la superación del enfrentamiento de ambas posturas, ganar una perspectiva más amplia capaz de desvelar el error de la contraposición entre la razón y la vida. Se trataba de volver a juntar lo que nunca debió estar separado, de denunciar, por un lado, la flagrante impostura de aquellas ansias de pureza de la razón, y, a su vez, la traición de lo humano en la renuncia a vivir al margen de la razón. El tema de aquellos tiempos consistía, para Ortega, en devolver la razón a la vida, en el restablecimiento de un equilibrio perdido entre ambas: la razón debía de mancharse las manos en el tráfago cotidiano porque su ejercicio tenía que ser para la vida, tenía que estar al servicio de la vida177.

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En los jóvenes escritores del 98, sin embargo, la escisión vida/razón se proponía con fuerza y sin visos claros de solución -piénsese, por ejemplo, en Camino de perfección de Pío Baroja o en La voluntad de Azorín178, ambas de 1902: en ninguna de ellas la solución apuntada hacia el final de las novelas resulta ser, efectivamente, resolutiva de la oposición, sino, más bien, renunciataria a la misma. Fernando Osorio y Antonio Azorín abandonan la oposición que rige sus vidas, se entregan a un estado que reivindica el fracaso como única situación vital posible: la abulia y el tedio son, en este sentido, síntomas de la doble y correlativa enfermedad del sujeto y de la sociedad179. La escisión vida/razón tenía en estos escritores una doble fuente de procedencia de la que era fiel reflejo: por un lado, la vida nacional, la escisión entre la vida oficial y la vida real, y por otro, el carácter ideológico del ambiente, en consonancia con las corrientes finiseculares europeas. Ambas cosas, sin embargo, no estaban exentas de relación, sino que una llevaba naturalmente a la otra: «Fue una generación excesivamente libresca. No supo, ni pudo, vivir con cierta amplitud, porque era difícil en el ambiente mezquino en que se encontraba. [...] Inadaptada por instinto, se lanzó al intelectualismo, se atracó de teorías, de utopías, que fueron alejándose de la realidad inmediata» (Baroja 1945, Parte I, cap. I). Era el ambiente mezquino de aquella España de fin de siglo el que cerraba el paso a aquellos jóvenes llenos de afán y de ímpetu, y, en cierto modo, les obligaba a «refugiarse en la vida privada y en la literaria. [...] había el tipo de joven que compra libros y aprende en soledad y se hace una cultura de especialistas un tanto absurda, que luego no puede aprovechar» (id.). En efecto, el libro deviene un elemento esencial para la conciencia de aquella época -piénsese, por ejemplo, en la profusión de títulos que recorren las páginas azorinianas de principio a fin de la obra total.

Ahora bien, ¿qué libros leían aquellos jóvenes? ¿Cuáles eran los autores que más influencia ejercieron en la formación de su cosmovisión? Reproducir una de las tantas listas elaboradas al respecto por la crítica, improvisar una más, es una operación carente de interés; sobre todo, cuando en el seno de esa misma crítica se ha logrado con bastante aproximación el desvelamiento o la reconstrucción del ambiente intelectual de la época (Mainer 1983). Mayor interés tiene hoy, sin duda, intentar establecer algún tipo de relación entre dos de estas influencias que se han   —181→   considerado como más decisivas: Nietzsche y Schopenhauer. En propiedad, no puede decirse que se tratara de dos influencias separadas o separables: lo que advino, más bien, en el fin de siglo español (y europeo) fue una especie de nebulosa nietzscheano-shopenhaueriana, una suerte de tótum revolútum en el que no siempre era posible establecer las diferencias esenciales que separaban a ambos autores. La mayor fama de Nietzsche con respecto a Schopenhauer -en la que no son ajenos, desde luego, los acontecimientos de su vida convulsa, la locura de sus últimos años y los viles intentos de reapropiación política que desencadenó su hermana Elisabeth- no debe eclipsar a la crítica, que debe acercarse a este campo de la recepción con absoluta meticulosidad y exactitud.

Las primeras traducciones de Nietzsche al español se publicaron el mismo año de su muerte, en 1900: Así hablaba Zaratustra. El nacimiento de la tragedia y El crepúsculo de los ídolos; a las que se añadieron sucesivamente: Mas allá del bien y del mal (1901), La genealogía de la moral (1902), Humano, demasiado humano (1902) y Aurora (1902). Gonzalo Sobejano señala el año 1893 como la primera vez que se habla en España de Nietzsche con propiedad y conocimiento de causa, y señala también que este conocimiento anterior a su traducción al español venía mediatizado a través de las traducciones francesas de las obras de Nietzsche (Sobejano 1967, p. 37). En cambio, la primera traducción de Schopenhauer al español acontece con once años de anterioridad: Parerga y paralipómena (1889), Sobre la voluntad en la naturaleza (1889); a las que siguieron: El fundamento de la moral (1896) y el primer volumen de El mundo como voluntad y representación (1896) -obra que se completaría en 1902 con la aparición del tercer volumen180-. La penetración de Schopenhauer en España viene favorecida por dos acontecimientos: uno interno, el fracaso del krausismo (Shaw 1989, p. 29), y otro externo, el creciente interés que suscitó en toda Europa la última obra del filósofo, Parerga und Paralipomena (1851). El interés y el éxito que esta obra despertó en nuestro país no fue menor, como prueban las siete versiones diferentes de la misma que se publicaron entre 1889 y 1905 (Santiago 1990, p. 412).

Todo esto parece indicar que el clima de nietzscheanismo difuso en nuestras letras de fin de siglo no es más que un espejismo de la crítica que convendría matizar, una ilusión óptica provocada por la gigantesca figura de Friedrich Nietzsche, que olvida, sin embargo, que la fama y el éxito de éste tuvieron unos inicios y un desarrollo histórico concretos. La difusión de Nietzsche fue tal y tan rápida, tanto en España como en Europa, porque advino en un suelo fértil y propicio ya trabajado por las ideas de Schopenhauer. «Nietzsche viene a completar el mundo de Baroja,   —182→   cuya base fue Schopenhauer» (Baroja 1944, Parte IV, cap. IV). El mismo Pío Baroja -acaso el más prolijo y minucioso de todo aquel grupo de escritores en hablar de estas influencias-, recordando los avatares de un banquete organizado por Azorín y el editor Rodríguez Serra para conmemorar la publicación de Camino de perfección, anota: «Desde entonces se habló de los escritores de este tiempo como si fuéramos nietzscheanos. Pura fantasía. De Nietzsche no conocíamos más que el olor» (Baroja 1945, Parte IV, cap. V). Otro tanto afirma Azorín contrastando el sambenito de nietzscheanos que se colgó sobre aquellos jóvenes escritores181: «¿Qué idea tenían de Federico Nietzsche los escritores pertenecientes a cierto grupo? En Europa, en aquella fecha, se tenían noticias breves y vagas de este filósofo. Y, sin embargo, esos escritores, ayudándose de libros primerizos, libros en que se exponía la doctrina de tal pensador, crearon un Federico Nietzsche para su uso, y ese Nietzsche sirvió, indiscutiblemente, como pábulo en la labor de los aludidos literatos» (Azorín 1941, cap. IX). Estas referencias de Baroja y Azorín son importantes porque ponen al descubierto el real alcance del pretendido nietzscheanismo de la crisis finisecular española. Es, seguramente, más adecuado pretender el entendimiento de nuestro fin de siglo desde el movimiento general de las corrientes culturales europeas antes que como un proceso aislado y cerrado en sí mismo; cierto que la realidad nacional dotó a nuestra crisis finisecular de características propias, pero lo mismo ocurrió en los demás países y ello no ha comportado su exclusión de la general crisis finisecular europea. España tampoco fue diferente del resto de Europa en lo que se refiere a las zonas de influencia de la nebulosa aludida: el fuerte carácter antiacadémico tanto de Schopenhauer como de Nietzsche provocó, como reacción, la lenta y difícil penetración que tuvieron sus obras en los ambientes universitarios; la difusión y el éxito advino en los ambientes artísticos ligados a la bohemia, lo que marcó definitivamente la particular recepción que estas obras tuvieron en suelo europeo y su especial influencia en buena parte de los tratados teóricos de las primeras vanguardias artísticas. Lo que advino, pues, más que una concreta y precisa influencia de estos autores por separado, fue la conformación de una especie de nebulosa en la que las ideas y el espíritu de Schopenhauer y de Nietzsche se fueron sobreponiendo182. Esta nebulosa fue especialmente fecunda a la hora de establecer nuevas pautas artísticas: la vida que el nuevo arte contempla tiende a crecer en la dimensión interior del sujeto; las asperezas del medio, propias de la novela realista y naturalista, sin desaparecer, ceden su predominio al   —183→   análisis del yo. Además, la principal importancia que tiene la estética, tanto en Schopenhauer como en Nietzsche, potenciará una nueva relación (inquietud o desasosiego) entre el arte y la vida capaz de superar el estancamiento del marasmo realista: la estética no es el adorno u ornamento de la vida, sino el necesario ingrediente para el conocimiento de esa misma vida y para la superación del dolor y del mal del mundo.




- II -

La escisión entre la razón y la vida (o entre la vida y el arte) propia de los jóvenes noventayochistas183 encuentra en el mal y en el dolor del mundo la principal causa. El marco teórico y el acervo de ideas que, mueven a los jóvenes del 98 son la expresión coherente de su pertenencia a la cultura de la Krisis; se trata de una crisis radical que afecta a todas y a cada una de las facetas de la vida y de la cultura europeas, desde las ciencias a la política, pasando por el arte o la estética y por los aspectos más materiales del vivir cotidiano. El desgarro del individuo es, primariamente, íntimo, siendo los acontecimientos externos (el desastre de Cuba, por lo que hace al caso español) un motivo añadido a este desgarro, que funciona, a su vez, como válvula de escape de ese conflicto interior, de esa inquietud o desasosiego que sofoca al sujeto. El 98 es expresión de la Krisis y una respuesta que desde ella se delinea: el radicalismo de algunas de sus respuestas, su airada reacción a la esclerosis de la vida política y a la decadencia nacional no es el motivo desencadenante de los efectos artísticos o intelectuales que acompañan al 98, sino que funciona como motivo aglutinante, algo que sirve para reconocer como común la crisis íntima que envuelve al hombre -el desastre de Cuba, a nivel artístico, no es causa de nada, sino, acaso, el lugar del propio reconocimiento-. La ruptura con la estética realista tiene su raíz en este marco general de crisis, en el fracaso y agotamiento del realismo, en su no ser adecuada respuesta al nuevo universo que desde la Krisis se vislumbraba. Es el mal de siècle, el mal de vivre: el abismo que separa las ideas y el arte de la vida. En este orden de cosas, cuántos paralelismos no podrían trazarse entre el espíritu del 98 y la literatura europea de la Krisis: el abismo entre el arte y la vida, genialmente tratado por Thomas Mann, por ejemplo, o la imposibilidad de vivir en el rígido mundo de la moral burguesa, representado magistralmente por los personajes de Italo Svevo184. Nótese cómo el carácter enfermizo de los personajes de Azorín está en perfecta consonancia   —184→   con los personajes-enfermos de Svevo o de Mann; cómo la metáfora de la enfermedad representa artísticamente la vivencia íntima de la crisis, que es enfermedad del alma, aunque pueda tener derivaciones externas. Este tratamiento literario de la enfermedad responde a la idea Schopenhaueriana de que el mal anida en el corazón del hombre, de que el sufrimiento y el dolor no son algo histórico o inherente a las estructuras socioeconómicas del capitalismo industrial, y, por tanto, pasajeros, sino que pertenecen a la estructura fundamental de la vida humana, al fondo último e irreducible del vivir.

Para Schopenhauer, la solución kantiana a la constitutiva tendencia del hombre al mal (la exaltación de la voluntad buena, que constituye la victoria del bien sobre el mal, del carácter inteligible sobre los apetitos sensibles) es insatisfactoria; y lo es, porque el mal radical (das radikale Böse) resulta ineliminable del humano vivir. Vivir es ya padecer y sufrir; el mal no es algo negativo, como comúnmente ha sido representado por la filosofía, no es privación o ausencia, sino «el elemento positivo» (Schopenhauer 1851, vol. II, § 149). Rasgando los velos de Maya, Schopenhauer descubre la positividad del dolor y la negatividad del bienestar y de la felicidad: lo que se siente es el dolor; «el bien, es decir, toda felicidad y satisfacción, es la negatividad, la simple anulación del deseo y el final de una pena» (id.). Importante es rasgar los velos de Maya, salir de la prisión de lo fenoménico, comprehender que los fenómenos no agotan la realidad, sino que son la forma en que ésta se nos presenta a través del filtro categorial, que son el para nosotros de lo real y no su esencia, nada más que representación o idea (Vorstellung); descubrir, tras el velo de las representaciones, la esencia de la realidad: la ciega e incondicionada voluntad que gobierna al mundo.

Todo hombre desengañado de los sueños de su primera juventud, que tenga en cuenta su experiencia propia y la ajena, que esté avezado a la vida, que conozca la historia de los siglos pasados y la de su tiempo, así como las obras de los grandes poetas, a menos que un prejuicio muy arraigado no extravíe su pensamiento, llegará infaliblemente a la conclusión de que este mundo es el reino del azar y del error, que le gobiernan sin piedad, en las cosas pequeñas como en las grandes, y junto a los cuales la necedad y la maldad blanden también su férula. [...] Si a cada uno le pusieran delante de los ojos los dolores y los tormentos espantosos a que está expuesta constantemente su vida, se llenaría de terror. El optimista más endurecido, si se le hicieran visitar los hospitales, lazaretos y quirófanos, las cárceles, las cámaras de tormento y los ergástulos de los esclavos; si se le condujera a los campos de batalla y a los lugares donde se alza el patíbulo; si se le hiciera penetrar en los oscuros rincones donde va a esconderse la miseria, para huir de las miradas de la fría curiosidad; si, en fin, se le hiciera echar una ojeada a la torre de Ugolino, hambriento, es seguro que acabaría por comprender de qué naturaleza es el mejor de los mundos posibles.


(Schopenhauer 1819, § 59)                


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Esta descripción minuciosa y terrible de los lugares del dolor del mundo, por un lado, y el recurso a la sabiduría literaria que reclama Schopenhauer, por otro, ponen al descubierto la falsedad de la teodicea leibniziana, el abismo que separaba la filosofía de la vida. Schopenhauer parte de un horizonte teórico kantiano a través de la distinción fenómeno/noúmeno, a la que dará, después, su personal impronta; pero parte de un dato radical o hecho primario: el mal irreducible que encuentra su fundamento en la ciega voluntad de vivir. Ahora bien, todo el pensamiento de Schopenhauer, de manera explícita y patente, está «orientado a buscar un remedio eficaz contra el sufrimiento y la desolación de la vida» (Savater 1993, p. 94). Se trata, en el ejercicio filosófico Schopenhaueriano, de rasgar el velo de opacidad que posibilita la impiedad del optimismo (Schopenhauer 1819, § 59), de desenmascar la oculta verdad del mundo: el mundo es una gran mascarada, las cosas no aparecen en su ser ni son lo que representan (Schopenhauer 1851, vol. II, § 113). Y una vez desenmascarada la voluntad de vivir como origen de todo dolor y todo mal, de buscar una vía de salvación, un camino liberador que pueda conducir al hombre más allá de este sufrimiento congénito, una puerta que ponga fin a sus padecimientos y dolores.

¡Qué diferencia entre nuestro inicio y nuestro final! El inicio en el delirio del deseo y en el éxtasis de la voluptuosidad, el final en la destrucción de todos los órganos y en el hedor de los cadáveres. Así pues, la vía entre el principio y el final es, por lo que respecta al bienestar y al goce de la vida, una continua caída: la adolescencia beatamente soñadora, la juventud alegre y encantada, la fatigosa madurez, la débil, y a menudo miserable, vejez, el martirio de la última enfermedad y, en fin, la agonía: [...] El modo más justo de concebir la vida será el de ver en ella un desengaño, una desilusión.


(Schopenhauer 1851, vol. II, § 147)                


El desengaño señala la caída, el fracaso de la vida, la creciente desilusión en el sucederse de los días, de las estaciones, de los años; pero señala también, en cuanto des-engaño, la salida del engaño, una práctica cognoscitiva de des-enmascaramiento. Al des-engaño acompaña el desengaño, el fracaso, pues al final lo que ruge en el fondo oscuro de la vida es la ciega, incondicionada e incontrastable voluntad de vivir. «Leer el mundo al revés», perseguir el des-engaño, como aconsejaba Gracián, tan admirado por Schopenhauer, conduce al lamento calderoniano que se repite con insistencia desde las páginas del maestro de Danzig: «el delito peor del hombre es haber nacido»185 -pues el llanto que acompaña al nacimiento significa el inicio de un camino de dolor y sufrimiento, la vida-. Así pues, Schopenhauer, en su intento   —186→   de mostrar una vía capaz de eliminar el dolor y los pesares de la vida humana, señala dos posibilidades: la contemplación estética, que es provisional, y la negación de la voluntad de vivir que pone en práctica el ascetismo. En la primera de ellas, la aprehensión estética, la voluntad desaparece, y con ella los padecimientos que causa: es la contemplación del objeto puro desde el sujeto del conocimiento privado de voluntad, es decir, liberado de sí mismo, una inteligencia pura, sin intenciones ni fines, que contempla la voluntad objetivada (Schopenhauer 1851, vol. II, § 205). El goce estético consiste, pues, en la eliminación del sufrimiento, en la negación de la voluntad. Pero la contemplación estética precisa de la genialidad como requisito indispensable. Genio es quien se alza por encuna de la inercia del Principio de Razón Suficiente, quien transfigura artísticamente la vida y la transforma. Ahora bien, la contemplación estética, dándose como se da dentro de la vida, no puede ser más que una consolación transitoria, pues, en definitiva, no liberándonos de la vida no puede liberarnos de la voluntad, su acción no puede ser más que una suspensión provisional. El genio marca un límite de intensidad desde el que se anula la voluntad, pero de ese estado límite se vuelve a caer en la vida, es decir, se precipita de nuevo en los oscuros dominios de la voluntad.

La otra vía señalada por Schopenhauer es la del ascetismo o la santidad, y consiste en la negación de la voluntad de vivir, en llevar a cabo la «eutanasia de la voluntad». Es la vía hacia la Nada: sólo que «mientras seamos esa misma voluntad de vivir, aquella otra realidad [la Nada] no podrá ser comprendida y expresada por nosotros más que como cosa negativa [...] lo que queda después de la supresión total de la voluntad para aquellos a quienes la voluntad anima todavía no es más que la nada efectivamente. Pero, a la inversa, para aquellos en quienes la voluntad se ha suprimido y convertido, este mundo tan real, con todos sus soles y sus vías lácteas, es verdaderamente la Nada» (Schopenhauer 1819, § 71). La vía de la salvación es el título del Suplemento n.º 49 a El mundo como voluntad y representación; en este capítulo es donde Schopenhauer ha descrito y explicado mejor la consistencia de este camino de perfección186. «Al fin de la salvación y de la redención   —187→   tenemos que esperar más de nuestros sufrimientos que de nuestras acciones» (Schopenhauer 1844, supl. 49). Es decir, lo que Schopenhauer está indicando es una vía que pasa por la plena asunción del dolor como un proceso de purificación de la voluntad de vivir. Pero en esta redención a través del dolor, Schopenhauer distingue dos caminos, aunque éstos conduzcan a un mismo resultado, el de la negación de la voluntad de vivir. El primero es común y accesible a todos los hombres, y consiste en aprender del propio dolor, purificarse a través del sufrimiento producido por la propia vida; el segundo es «el estrecho sendero de los elegidos», y consiste en liberarse del mundo no ya desde el propio dolor, sino a través del conocimiento y la sucesiva apropiación de los dolores del mundo entero: es la vía de los ascetas y de los santos. Estos, «intencionalmente hacen su vida lo más pobre posible, dura y carente de goces, porque tienen claro su verdadero y último bien» (id.).




- III -

Un tan ávido lector como era el joven Martínez Ruiz, tan pendiente de las corrientes literarias y filosóficas que circulaban por Europa187 y de las novedades que éstas traían, no podía dejar pasar mucho tiempo desde la publicación en español de las obras de Schopenhauer hasta su efectiva lectura. Así fue, pues «su conocimiento de Schopenhauer se remonta a primeros de 1890» (Krause 1955, p. 79). La seducción que ejercía en toda Europa Parerga y paralipómena pronto se dejó sentir en España: «El deseo de asomarme al mundo filosófico me produjo, siendo estudiante, la lectura del libro Patología, del doctor Letamendi; con este objeto compré, en una edición económica que dirigía Zozaya, los libros de Kant, Fichte y Schopenhauer. Leí primero La ciencia del conocimiento, de Fichte, y no entendí nada. Esto me produjo una verdadera indignación contra el autor y contra el traductor. ¿Sería la filosofía una mistificación, como creen los artistas y los dependientes de comercio? El leer el libro Parerga y paralipómena me reconcilió con la filosofía» (Baroja 1917, cap. V). Las especiales características de esta obra (la tensión de su estilo entre la claridad y la abstracción conceptual, la elegancia de su prosa, alejada de la hosquedad y dificultad acostumbrada por los filósofos, el carácter   —188→   divulgativo y variado de los temas tratados, y la conexión de su temática con una vida real y efectiva, fácilmente reconocible por sus lectores) permitían el ingreso en el universo schopenhaueriano a un vasto público no necesariamente familiarizado con los tecnicismos del lenguaje filosófico. Además, el lector interesado disponía en español de algunos trabajos crítico-divulgativos o simplemente expositivos del pensamiento de Schopenhauer: el artículo del discípulo cubano de Kuno Fischer, José del Perojo, «Arturo Schopenhauer», publicado en la Revista Europea en 1875; el capítulo titulado «El pesimismo», del libro Cuestiones contemporáneas (1883) de Urbano González Serrano, discípulo y sucesor de Nicolás Salmerón; el estudio crítico de Antonio Zozaya, ferviente krausista y director de la Biblioteca Económica Filosófica, «El pesimismo sistemático», que acompaña a la traducción española de Parerga y paralipómena; las repetidas referencias de Clarín a Schopenhauer en sus críticas literarias, etc. Como evidencian estos títulos, en esta primera recepción de la obra de Schopenhauer en España lo que se destaca es su teoría pesimista (Santiago 1990, p. 411), su revitalización y actualización modernizadora de la tradición pesimista. Y en este pesimismo inscribe Azorín la primera órbita que había de trazar el grupo de los tres: «el pesimismo es la fuente de la energía y del trabajo perseverantes. [...] Si fuéramos optimistas, dejaríamos correr el mundo. Como todo está bien, no es preciso trabajar para mejorarlo. Lo mejor es enemigo de lo bueno, dice el refrán. Cuando se acusa a ese grupo de pesimismo -pesimismo infecundo-, se comete una deliberada o indeliberada superchería. El sentimiento pesimista que se tiene ante el presente se lo traslada a lo por venir, con la ligereza y habilidad que un prestímano hace su juego. Y no es eso: se considera tristemente lo actual y se tiene esperanza, firme esperanza en lo futuro» (Azorín 1941, cap. XVII).

La presencia de Schopenhauer en los primeros escritos del joven Martínez Ruiz es un capítulo bastante documentado por la crítica azoriniana (Krause 1955, cap. II). Desde las ya precisas citas y referencias a Schopenhauer que se encuentran en Soledades (1898), la presencia del maestro de Danzig no hará sino crecer y crecer, hasta llegar a convertirse en el substrato básico de la conformación ideológica sobre la que se levanta La voluntad188.

¿Para qué hacer nada? Yo creo que la vida es el mal, y que todo lo que hagamos para acrecentar la vida, es fomentar esta perdurable agonía sobre un átomo perdido en lo infinito... Lo humano, lo justo sería acabar el dolor acabando la especie. [...] Yo no sé si este ideal llegará a realizarse: exige desde luego un grado supremo de consciencia. Y el hombre no podrá llegar a él hasta que no disocie en absoluto y por modo definitivo las ideas de generación y de placer   —189→   sensual... Sólo entonces, esto que llamaba Schopenhauer la Voluntad cesará de ser, cesará por lo menos en su estado consciente, que es el hombre.


(Azorín 1902, Parte III, cap. V)                


Una lectura atenta de la cita que acabamos de reproducir (o de otras similares que se podrían aducir) debe hacernos reflexionar sobre el significado de esa presencia de Schopenhauer en Azorín. Lo que esta cita pone en evidencia es el carácter fundamental de la presencia schopenhaueriana, el ser ésta un ingrediente básico del universo azoriniano (al lado, claro está, de otros ingredientes fundamentales, como puede ser, sin duda, Montaigne); por esta razón, quizá sea más adecuado hablar de asimilación y no de presencia, porque lo que acontece con la reiterada lectura azoriniana de Schopenhauer es una profunda interiorización de su universo ideológico. La lectura que hace Azorín de Schopenhauer es amplia, crítica y formadora; a su través Azorín asimila elementos esenciales de la cosmovisión schopenhaueriana, que pasan así a formar parte y a integrar la cosmovisión azoriniana. Esto no convierte a Azorín, como es obvio, en un epígono de Schopenhauer; la asimilación indica a-propiación, es decir, un proceso (acaso vivido críticamente, como es el caso de Azorín) por el cual algo que no lo es deviene propio, se confunde con nosotros, con nuestro ser: ideas, gestos, acciones que, siendo de otros, son también nuestras, nos pertenecen de manera esencial.

La crisis del joven Martínez Ruiz es un capítulo de difícil investigación. Importa, para nuestro caso, la resolución de la misma, la transformación interior del sujeto (el famoso consejo de Clarín), su conversión en «Azorín». «M. Ruiz, cuando, perdida la fe en su anterior sistema de ideas, plantea la realidad del hombre en términos de trascendencia, desemboca directamente en el nihilismo, con el que aprende a convivir rápidamente. Nihilista me parece la raíz honda, ontológica, de las convicciones de Azorín. Pero a ella se superpone una actitud pragmática necesaria para la vida, lograda con una mezcla de estoicismo hispánico, resignada conformidad a lo Schopenhauer, escepticismo a lo Montaigne» (Pérez López 1993, p. 96). De la nebulosa nietzscheno-schopenhaueriana que indicamos anteriormente como representación del ambiente ideológico de nuestro final de siglo, Azorín, a través de la radical vivencia de su crisis personal, va a pasar a la construcción de su propia cosmovisión, a levantar un horizonte teórico que tiene como ingredientes fundamentales la asimilación respectiva de Schopenhauer y de Montaigne. De la nebulosa aludida se pueden rastrear sus huellas todavía en La voluntad; con posterioridad a esta obra, Azorín empezará a marcar un distanciamiento respecto a Nietzsche que se irá prolongando con los años, pero que no se traduce en la eliminación completa del poso nietzscheano que presenta su obra189 -de Nietzsche conservará,   —190→   por ejemplo, como aportación relevante para su horizonte personal, la visión del Eterno Retorno. Schopenhauer y Montaigne, al contrario, con el paso de los años, se irán afianzando en el horizonte azoriniano.

Metodológicamente, la forma más segura de valorar la asimilación de Schopenhauer que cumple Azorín es verificar su vigencia lejos del inicial momento de contacto; y ello como criterio de demarcación entre la asimilación y la presencia, que puede ser pasajera u ocasional. Por otro lado, la crítica ha señalado; suficientemente esta presencia de Schopenhauer en los primeros escritos de Azorín (Krause 1955, cap. II), cómo ésta pueda considerarse incluso decisiva en la evolución de la saga de Antonio Azorín. Por lo que respecta a la siguiente etapa de Azorín190, la del dolorido sentir, ya se ha puesto de relieve la vigencia del horizonte schopenhaueriano tanto a la altura de 1909, en España (Hombres y paisajes) (Lozano Marco 1996), como a la altura de 1922, en Don Juan (Martín 1996). Quedarían, pues, para cubrir el arco completo del corpus azoriniano, las dos últimas etapas, la superrealista y la crepuscular; precisamente, las que por su distancia de aquel momento inicial, mejor pueden darnos la medida de la asimilación azoriniana de Schopenhauer. Así pues, en lo que sigue, intentaremos dar cuenta del carácter de la eventual presencia schopenhaueriana en algunas de las obras más representativas de estas etapas191. Para ello nos vamos a centrar brevemente en las novelas Pueblo (1930), El escritor (1942), El enfermo (1943), Capricho (1943) y La isla sin aurora (1944).




- IV -

Pueblo es, sin duda, una novela comprometida, de denuncia; el subtítulo que la acompaña, Novela de los que trabajan y sufren, es bien elocuente al respecto. Ahora bien, este compromiso va más allá de la filiación partidista, gregaria, dentro de la concreta situación histórica que vivía Azorín; su denuncia va más allá de la delación de situaciones concretas de injusticia y sufrimiento, no es histórica o circunstancial, sino ontológica. El protagonista de esta novela es el dolor interminable, los padecimientos sin final, la pobreza que atesora pobreza, la vida como desgaste y deterioro progresivo, el fracaso que es toda vida, condenada, además, al afán (voluntad) de perpetuarse: el mal, en fin. Es el dolor del mundo el que desvela Azorín en esta novela, el dolor general que se concretiza en cada una de las vidas individuales, que amenaza detrás de cada acción o pensamiento; o es, también, el mundo visto como una cadena interminable de pesares y miserias, una cadena/condena   —191→   de la que Schopenhauerianamente Azorín busca la liberación. «La inmensidad del dolor; el dolor de las privaciones en la mujer y en el niño; el dolor ineluctable, de la muerte que los dos lloran. Y el dolor en nosotros al contemplar las dos figuras. [...] Contra el dolor, todos nuestros esfuerzos» (Azorín 1930, cap. LXII). La expresión de este dolor eterno, constitutivo del mundo y de la vida, encuentra en Azorín una solución magistral por su belleza y por su eficacia: el dolor eterno adviene dentro de la visión (nietzscheana) del eterno retorno192. Pueblo es, por tanto, el desvelamiento y la denuncia del mal que rige los destinos del mundo, un mal que es ontológico.

Pueblo no habla, pues, de clases sociales, sino que señala un movimiento de retorno, una huida de esos constructor de la inteligencia que han alejado al hombre de la vida, haciéndole perder contacto con su verdadera dimensión: «Volver a lo básico y primordial; volver al pueblo; sentir toda la emoción del pueblo; es decir, de lo primario» (id., cap. III). La escisión vida/razón, o inteligencia/voluntad, si agravada, conduce necesariamente al sueño apocalíptico del planeta con que concluye la novela: «Cuanto más aguda, más fina sea la inteligencia, más disociadora será; más sentirá el dolor de vivir: más experimentará la ineluctabilidad de la vida» (id., «Epílogo en un sueño» cap. II). La inteligencia se nutre del instinto, de la voluntad, del pueblo; pero en el nutrirse, la inteligencia va poco a poco destruyendo ese depósito de lo básico y primordial, de lo primario, por lo que cuando -continúa el sueño- todo sea ya inteligencia, siendo máximo el dolor, el planeta desaparecerá. Volver a lo básico, al pueblo, pues, quiere indicar una vía, si no de eliminación del dolor, al menos de mitigación de sus efectos; quiere significar el retorno a una anterioridad que cancela (o palia) la disociación inteligencia/voluntad193, y acaba por señalar un norte nihilista: «no ser, mejor que ser; no ser, mejor   —192→   que la sujeción perpetua» (id., cap. XIV). Pero este nihilismo marca sólo, trágicamente, un norte, dejando a la humanidad sumida entre las redes que incesantemente tejen el Dolor, la Inteligencia y la Voluntad: «No poder vencer la eterna ley; no poder sustraerse al propio destino; no poder sobreponerse a su instinto; no tener fuerzas bastantes para renunciar a lo que es más noble, más elevado: a la propia personalidad que se expande y multiplica en la creación» (id.).

El dolor no tiene fin. ¿Qué hacer entonces? ¿Cuál es el compromiso de esta denuncia azoriniana del dolor universal? ¿Qué hacer de «la angustia de no poder consolar a quien llora, de no poder remediar su dolor» (id., cap. XXXIX)? La respuesta de Azorín no se deja esperar: la piedad. «Piedad que es esplendente. Piedad que en el más horrible dolor, cuando no podemos pensar en nada, nos hace sonreír dulcemente. La sonrisa que vemos en los hombres lacerados por la iniquidad cuando nos acercamos cariñosamente a ellos y estrechamos su mano. [...] La conformidad con lo que nos rodea, con tal que la crueldad que se cernía sobre nosotros no nos apretase. Desdeñarlo todo; transigir con todo, con tal de vernos libres y dueños de nuestra libertad y de nuestra vida» (id., cap. XL).

De lo dicho hasta ahora, trasparece límpidamente que los cimientos conceptuales sobre los que se levanta Pueblo pertenecen a una cosmovisión fundamentalmente schopenhaueriana: el dolor como dato primario, la consistencia ontológica del mal, la escisión inteligencia/voluntad, la búsqueda afanosa de un camino de liberación o evitación del dolor, etc. En El escritor, como en el resto de las obras de la etapa crepuscular, además de repetirse esta configuración schopenhaueriana de algunos de sus elementos básicos, aparece delineado con claridad un ideal ascético que deja entrever una profunda afinidad espiritual entre Azorín y Schopenhauer en esta su última etapa de creación194. La escisión inteligencia/voluntad alimenta todas estas obras como fuente primaria del dolor universal: «¿De qué manera armonizar el pensamiento y la acción? La acción crea y la inteligencia disuelve» (Azorín 1942, cap. XXI); «Y todo en el Universo consistía en la inteligencia -o, si se quiere, la voluntad- y la no inteligencia» (Azorín 1944, cap. XXIII). El escritor narra, entre otras cosas, un proceso de escritura en ciernes, el proceso de germinación de un libro: «Lo que yo estoy haciendo es un libro sobre el ideal ascético. [...] para mí, ese ideal de austeridad y de contemplación es como el culmen del pensamiento humano. ¡Qué hermosa serenidad!» (Azorín 1942, cap. XIV). «Escribía yo ahora una novela; el protagonista, con una enérgica sacudida, una sacudida moral, despide de sí las adherencias que el mundo ha puesto en su persona: el afán de nombradía, la ambición de gloria, el apetito sensual, el gusto por la buena mesa, el regodeo en el sueño. Aun los goces del arte, desinteresados y puros, están ya lejos de este   —193→   hombre que aspira a lo eterno» (id., cap. XVI). Un proceso novelesco por el que transita también el presunto autor de la novela en ciernes, y que le hará exclamar, al final de una carta: «Eternidad, eternidad» (id., cap. XXXII). Con este ideal ascético, Azorín señala hacia una nueva (de siempre) forma de heroicidad, «la del santo heroísmo» (id., cap. XXXIV), en perfecta consonancia con el camino schpenhaueriano de santidad, aquella vía ascética de liberación del mundo apta sólo para los espíritus fuertes, el «estrecho sendero de los elegidos» (Schopenhauer 1844, supl. 49). Se trata de un desasimiento completo del mundo y de las cosas, un desasimiento sostenido sólo por esa moral heroica, de renuncia y dejación, que persigue esa blancura final con la que acaba la novela: la Nada liberadora195.

La admiración (teórica) por la vida ascética y la falta de resolución o convencimiento final para seguirla son los polos entre los que se crea la tensión que sostiene la vida de Víctor Albert, el personaje-enfermo de la novela El enfermo196. En Capricho, a su vez, se da rienda suelta a los personajes para que concreticen el anhelo hacia lo infinito: «Aspiración eterna y universal hacia la perfección del espíritu. Aspiración de la parte más selecta de la Humanidad en todos los tiempos y en todos los pueblos» (Azorín 1943b, cap. I). Este ideal ascético, sin embargo, no viene recorrido nunca hasta el final por ninguno de los personajes azorinianos; funciona, más bien, como un norte, como un polo de atracción, como un horizonte al que sus vidas tienden sin poder alcanzarlo. En Capricho se asiste a una tensión que nos da la justa medida, la exacta dimensión de este ideal ascético: una tensión entre la santa (Teresa de Ávila) y el filósofo (Nietzsche), una tensión entre el «desamigarse» propio de la santa y el «desamorarse» que el personaje (el crítico) quiere llevar a cabo. Desamorarse de Nietzsche en favor de la piedad de la santa: «la mujer abulense está henchida de amor, de piedad. Y este último vocablo representa otro de los motivos, motivo cimental, que desamiga al crítico del filósofo. De ningún modo, en absoluto, él no puede renunciar a un sentimiento que ha impregnado toda su obra: la piedad. Si renuncia a la piedad sería tanto como renunciar a sí mismo» (id., cap. XIV). Este distanciamiento de Nietzsche, ahora marcado certeramente, señala y evidencia, por contraste, la fuerza del elemento schopenhaueriano en el horizonte de Azorín197.

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La isla sin aurora vuelve a insistir en este norte piadoso de la renuncia y de la conformación con el destino. Y aparece la primera norma de vida, la limitación: «Limitación, señaladamente, de la voluntad» (Azorín 1944, cap. XXXII); «¡Limitarse para ser fuertes y para saber!» (id., cap. XXIV); «moderar el ímpetu», perseguir la armonía y la medida (id., cap. XXVI). Pero el ideal ascético es siempre un norte, algo hacia lo que se tiende, algo que está en tensión con algo otro. Y aquí aparece, aflora a la superficie, ese otro elemento conformador, decisivo, del horizonte de Azorín: el poso estoico y escéptico de Michel de Montaigne, que predica la serena aceptación de la condición humana, lejos tanto de la exaltación como del desaliento. El universo en que se mueven los personajes de estas novelas crepusculares de Azorín está dominado por la tensión entre estos dos polos de atracción: Schopenhauer y Montaigne. Desde la serena aceptación del destino que preconiza Montaigne, los personajes de Azorín alzan la mirada para contemplar el ideal ascético de Schopenhauer. Entre lo uno y lo otro, pues, sin confundirse con ninguno de ellos, pero necesitando de ellos, alimentándose de ellos. Como si la línea del horizonte azoriniano se configurara a través de las oscilaciones que describe un péndulo entre estos dos polos.




- V -

La voluptuosidad que aflora, en ocasiones, en algunos de estos personajes azorinianos debe ser entendida no sólo como un residuo de la aceptación resignada de la vida y de lo que ésta nos ofrece (Montaigne), sino que hay que verla también en el contexto del genio y de la liberación del dolor a través del arte (Schopenhauer). Pues la voluptuosidad azoriniana no es otra cosa que esa especial sensibilidad capaz de convertir la vida en arte, capaz de elevar la vida a la categoría del arte. Y ello porque los goces artísticos son «desinteresados y puros» (Azorín 1942, cap. XVI), es decir, están fuera de la cadena de urgencias y necesidades que gobiernan la vida. El arte, como ya vimos, era una forma, si bien transitoria, de liberación/suspensión de la voluntad (Schopenhauer 1851, vol. II, § 205). Ahora bien, convertir la propia vida en arte no es empresa fácil, y está destinada sólo a la capacidad de distanciamiento y suspensión de la voluntad propia del genio. Sin embargo, al genio, ese mostrum per excessum (id., § 304), no le está reservada felicidad alguna, pues el   —195→   carácter transitorio de la liberación artística le cierra el paso y se lo impide. La voluptuosidad, por otro lado, cuando no pertenece al genio, es decir, cuando no conlleva la fuerza transfiguradora del genio, señala siempre en la dirección del martirio del tedio198, y es siempre una voluptuosidad no exenta de melancolía. Esta es la razón por la cual, en la contraposición entre el ascetismo y la voluptuosidad con que se inicia Capricho, Azorín deja que se insinúe el tedio: «Desde hace años, al mismo tiempo que en la mente se propendía con creciente afán al ascetismo, concretábase, por contraste, en un cuadro y en una piedra preciosa la superfluidad mundana. El cuadro de Rubens desborda de vida material y en el diamante se condensa la riqueza del mundo. ¿Había en este deseo del contraste entre el espíritu y la materia un resto de voluptuosidad? ¿O se procuraba tal pugna para marcar más ahincadamente la despedida a todo lo terreno?» (Azorín 1943b, cap. I). A lo que sigue un breve apunte, como una pincelada sutil que va a planear significativamente por toda la novela, sobre las traducciones que Nieremberg y Fray Luis de Granada hicieron del tedium monacal de la Imitación de Cristo: hastío y fastidio, respectivamente199.

Azorín es bien consciente del camino que abre la obra artística hacia la liberación o sublimación del dolor: «Pluma en mano, pluma en las cuartillas, paliemos el dolor. ¿Dónde está nuestro Leteo? En el afán diario. O acaso, a través de la obra, hacemos ese dolor más delicado» (Azorín 1942, cap. I). Esto es, sin duda, unido a todo lo que llevamos dicho, un motivo importante que acerca indefectiblemente Azorín a la órbita schopenhaueriana; ahora bien, lo que da muestra de la profunda interiorización de Schopenhauer por parte de Azorín, de su íntima sintonía, de su horizonte marcadamente schopenhaueriano, va más allá de la coincidencia o similitud temática de muchos de sus pensamientos, y tiene que ver, precisamente, con esa búsqueda afanosa de coherencia o vinculación entre el pensamiento y el estilo, entre lo que se expresa y el cómo de la expresión. «El estilo es la fisonomía del espíritu», decía Schopenhauer (1851, vol. II, § 282); y Azorín, parafraseando a   —196→   Buffon, acaso queriendo silenciar con ello a quien más radicalmente hizo suyo este lema, Friedrich Wilhelm Nietzsche, dirá que le style est l’homme même (1946b, «Escribir»). «Muchos escritores intentan esconder su pobreza de pensamiento bajo la abundancia de palabras. [...] en las artes del lenguaje hay que evitar todo ornamento retórico no necesario, todas las amplificaciones superfluas y, en general, toda sobreabundancia en la expresión; hay que industriarse para alcanzar un estilo casto. Todo lo que no es indispensable resta eficacia. La ley de la simplicidad y de la ingenuidad, que va de acuerdo incluso con los contenidos más sublimes, vale para todas las bellas artes» (Schopenhauer 1851, vol. II, § 283). ¿Cómo no reconocer en esta cita de Schopenhauer la maestría de Azorín, el reclamo de su voluntad de estilo?

Aquella blancura final hacia la que apuntaba el ideal ascético de El escritor tiene una perfecta correspondencia estilística: el ideal ascético en Azorín se hace acompañar de un estilo que es, también, ascético (casto, diría Schopenhauer). Y ello porque «el estilo es la fuerza vital» (Azorín 1942, cap. XI), lo que sostiene a la vida; «El fervor es indispensable para que el estilo, el estilo en su primitiva significación, vaya marcando con su aguda punta, sin detenerse, en la tablita encerada» (Azorín 1943a, cap. IX). Cuán apropiado resulta Azorín al recordar aquí, a propósito del estilo, la derivación etimológica del estilete; y así, el estilo de este Azorín crepuscular se delinea como el del artista/artesano a través del trabajo con el punzón: persiguiendo la exactitud reducida al mínimo de sus elementos, buscando el equilibrio entre la abstracción y la concreción (id., cap. XI), entre la perspectiva y la distancia (id., cap. XII), en una tensión que acaba desembocando, como en el ideal ascético, en los criterios de dosificación, distanciación y eliminación (id.). «Escribamos sencillamente. [...] Escribamos con llaneza. Huyamos de la duplicación innecesaria. Reportémonos en el encarecimiento. Sofrenémonos en las ponderaciones» (Azorín 1942, cap. III). Y todo ello para dar cuenta, para corresponder a «este afán de precisión, de claridad y de pureza» (id., cap. XIX). Esta correspondencia azoriniana entre el estilo y el ideal ascético muestra la profunda imbricación de Schopenhauer en Azorín, la interiorización y asimilación del núcleo de su doctrina, el decisivo y fundamental elemento schopenhaueriano del horizonte de Azorín.




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