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21

W. Scott, Lives of the Novelists, «Fielding», 1827, opina que lo que menos interesa al lector es la moral de la obra. Por otro lado, A. Lista, «De la novela», El Tiempo, 1840, escribe: «un escritor de novelas no tiene otro objeto que deleitar». Declaraciones que son excepción a la norma.

 

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En The Adventures of Roderick Random (1748) vuelve a insistir, aunque con ciertas matizaciones: «Para que el lector delicado no se pueda ofender ante los juramentos sin sentido que refieren los labios de algunos de los personajes de estas memorias pido licencia para declarar que imaginé que nada podía exponer de forma más efectiva lo absurdo de estas despreciables interjecciones que una representación natural y verbal del discurso en que éstas se presentan».

 

23

Es obvio que la realidad resulta siempre manipulada, pero en la intención y en el grado de manipulación reside la diferencia.

 

24

Igual opinan R. Cumberland, Henry (1795), lib. IV, cap. I: «Después de un prolongado trato con la humanidad nunca me encontré con ningún ejemplo de esta clase», y J. Austen, Letters, a Cassandra Austen (1817): «Los cuadros perfectos, como sabes, me fastidian y me ponen mala».

 

25

Scott, op. cit., «S. Richardson».

 

26

A. González Palencia, Estudio histórico sobre la Censura Gubernativa en España (1800-1833), II, Madrid, Tip. Archivos-Escelicer, 1934-41, p. 315. La censura de Silvinia, joven seducida, 1802, insiste: «no es más que una serie de escenas escandalosas, las más propias para seducir a la juventud», p. 296. Las censuras de Aventuras de Lismor y El párroco de Wakefield, pp. 317 y 323, insisten en los adjetivos, en los galanteos y enamoramientos y en lo perjudicial de su lectura, porque estos autores están «separados de la Iglesia romana», p. 323. Sin embargo, no hay que olvidar que S. Felipe Neri, «para distraer y templar el incendio del amor divino, leía una novela o una comedia». Cfr. A la Majestad Católica de Carlos II nuestro señor, rendida consagra a sus reales pies estas vasallas voces desde su Retiro la comedia, en C. Pellicer, Tratado histórico sobre el origen y progreso de la Comedia y del Histrionismo en España, ed. J. M. Díez Borque, Barcelona, Labor, 1975, p. 182.

 

27

H. Fielding, The History of Tom Jones, a Founding (1749), lib. VIII, cap. I. Por supuesto, el término «fantástico» tenía una acepción más amplia, que abarcaba situaciones poco probables, pero creíbles. Esta opinión se halla ya expresada por Aristóteles, que vincula lo maravilloso a lo necesario y verosímil. Lo maravilloso hace que las fábulas sean más hermosas (cap. 9, p. 162). Poco antes, en el texto, «lo sucedido, está claro que es posible, pues no habría sucedido si fuera imposible» (p. 159).

 

28

C. Reeve, The Old English Baron, 1778, prefacio. Ya antes, Fielding, op. cit., (1749) había dicho: «Como observa un genio de gran categoría en su quinto capítulo del Bathos: El gran arte de toda la poesía consiste en mezclar la verdad con la ficción, para juntar lo plausible a lo sorprendente».

 

29

Cumberland, op. cit., lib. I, cap. I, dice algo parecido: «No me propongo exigir nada a mi héroe que no pueda ejecutar de forma razonable, o ponerlo en aprietos de los cuales su virtud, por su natural energía, no pueda librarse con facilidad»; y Valladares y Sotomayor, La Leandra, Madrid, A. Ulloa, 1797-1805, pp. 9-10: «Los varios caracteres que represente se deben sostener con vigor, porque con poco que decaigan, se destruye el interés y se apaga la ilusión. Nada debe ser más verosímil, que la trama y lances que presenta: y éstos, tan inesperados, como fuertes, pero dispuestos con tal [...] sutileza, que embelesen al lector sin que pueda penetrar su fin hasta que llegue a él: porque pierde el entusiasmo todo aquel tiempo que se le anticipa este conocimiento». Como casi siempre, Aristóteles ya lo había escrito antes: «Y también en los caracteres [...] es preciso buscar siempre lo necesario o lo verosímil, de suerte que sea necesario o verosímil que tal personaje hable u obre de tal modo» (cap. 15, p. 181).

 

30

Suplemento al índice expurgatorio del año 1790 que contiene los libros prohibidos [...] en todos los reynos y señoríos del Católico Rey de España el Sr. D. Carlos IV, desde el edicto de 13 de diciembre del año de 1789 hasta el 25 de agosto de 1805, Madrid, Imp. Real, 1805.