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ArribaAbajo Lombroso y España: Nuevas consideraciones762

Luis Maristany


Universidad de Barcelona


Homologaciones y distingos. Del Dr. Lombroso al Dr. Caligari

«Lo curioso, sobre todo lo curioso»: tal era lo que había de ser abordado, según pedía para la sección «La Revista de Revistas», el editor de La España Moderna, José Lázaro, en carta del 27 de junio de 1895 a Pedro Dorado Montero. Entre esos fenómenos curiosos (o palpitantes,   —362→   que diría su amiga y mentora intelectual Emilia Pardo Bazán) figuraban, cómo no, para Lázaro, la criminología, el anarquismo, el socialismo o la emancipación de la mujer763.

La fecha de 1895 nos sitúa en el momento de máxima discusión y actualidad en España de las doctrinas del doctor Lombroso, coincidiendo con el brote de atentados anarquistas, con la fascinación popular por la figura del criminal o con el tímido, incipiente influjo entre nuestros primeros modernistas del decadentismo finisecular, ya estigmatizado por el lombrosiano y terrible Max Nordau. Aquéllas tenían la virtud de interesar, más allá de los círculos de profesionales, a un amplio sector de la intelectualidad; de ellas, como obligado tributo a una moda, hablaban también los pedantes (de la especie y prototipo descrito por Pérez Galdós en 1894, en la primera parte, epígrafes 11 y 12, de Torquemada en el purgatorio764) y míticamente hasta los más profanos. Cualquiera se podía apropiar entonces el lenguaje de Lombroso, aunque   —363→   fuera sin citarlo. He aquí una muestra, a propósito del aspecto y los estigmas de los dinamiteros anarquistas:

[...] ¿No se han fijado en la expresión fisonómica de cada uno de los ejemplares, o compañeros? Abundan los ojos torvos, las grandes mandíbulas, los rasgos marcadamente zoológicos; las señales de los apetitos, los gestos codiciosos, las miradas reveladoras. Acaba de observarlo mejor que yo Frank Duperrut...



Ese cualquiera es aquí nada menos que Rubén Darío, en un pasaje de un cerril artículo de hacia 1894, firmado bajo su seudónimo de Des Esseintes765. El éxito provisional -pero evidente en la década del noventa- de los criminólogos italianos se debió a que, al amparo de la ciencia, con un lenguaje aséptico, supuestamente imparcial y ya prestigioso, proporcionaban una fácil explicación a una situación de franco malestar, de desmembración y de crisis. Una explicación mecánicamente biológica, por tanto no compleja ni problemática.

Si los términos deterministas en que se expresaban los lombrosianos produjeron al principio cierto escándalo entre los sectores más ultramontanos o recalcitrantes al lenguaje de la ciencia, pronto éstos se percataron de que constituían un cómodo argumento para la perduración de su poder. Atavismo o enfermedad: diagnóstico de toda disfuncionalidad social que iría reacomodando las fuerzas ideológicas en litigio. La ideología de viejo cuño se abrazaba a la del «sentido común». En cierto modo, y al margen de los resquemores iniciales, ambas parecían reclamar la sentencia lombrosiana de homologación del monstruo criminal con el loco, el revolucionario político o cierto tipo de artista de la bohemia no tan dorada. El esquema de las equivalencias quedaba nítidamente trazado: los antisociales (el criminal), los extrasociales (el enajenado) y los suprasociales (el llamado hombre de genio) integrarían el cinturón social, mientras en el centro se situaría el patrón de una hipotética normalidad.

Los lombrosianos se hacían oír, sus escritos circulaban en original o en traducción, se introducían en revistas literarias; eran publicistas dotados de una extraña movilidad, capaces de trasladar el ámbito de la polémica al periódico; aceptaban ciertas críticas y sabían retocar su doctrina, ofreciéndola de un nuevo modo que pareciera más presentable. Así, Ferri, en el artículo «Los anormales», que incluyó en traducción castellana la significativa publicación finisecular Revista Nueva, podía formular sin dificultad una nueva versión, aparentemente atractiva, de las variedades de la conducta desviada:

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Librémonos de este fetichismo por los hombres llamados normales. La naturaleza se muestra bastante pródiga con ellos. Acostumbrémonos a mirar a los anormales sin desprecio y sin desconfianza preconcebida. Defendámonos de los anormales involutivos y peligrosos con piedad, sin odio, descartando los procedimientos medievales de tortura, y contribuyamos a la rehabilitación de los anormales evolutivos, que tantos beneficios han prodigado a la humanidad, siempre ansiosa de lo nuevo y de lo mejor.



Si aquéllos, los involutivos, son peligrosos y negativos, éstos, los evolutivos, que incluyen al místico y al fanático religioso, al anarquista y al hombre de genio científico o artístico, son en principio beneficiosos: espíritus dinámicos, proclives a lo nuevo (es decir, no misoneístas, como la mayoría), «refractarios a todas las mentiras convencionales de nuestra sociedad»766. Ante un artículo como este de Ferri, advertimos cierta facultad camaleónica bastante típica de estos autores, una estrategia que les permite orillar en ocasiones los puntos más conflictivos y contestados, como los métodos extremosamente «medievales» de defensa social propugnados por Garofalo, una defensa no precisamente «piadosa y sin odio», según pretendía presentarla Ferri; pero sobre todo advertimos la evidente inconsecuencia de sugerir una etiología más social que biológica para los «anormales evolutivos» cuando en el fondo, en el cuerpo de su doctrina, los factores sociales quedaban relegados a un simple y secundario papel entre las llamadas causas «externas». Por otra parte, el fácil recurso de aludir al legítimo malestar social con una formulación que remite sin más al siempre confuso Max Nordau (el título de su novela Las mentiras convencionales de la civilización) nos sitúa estilísticamente dentro de esa forma de «escritura a brochazos, anecdótica, un tanto distraída», con «toda la colorida casualidad de una vitrina de supermercado», con que Franco Ferrarotti caracteriza el lenguaje y las características pragmático-empíricas de Spencer, una de las máximas autoridades para Lombroso767. Tal vez en ese estilo casual, periodístico y poco riguroso, que les permite impunemente saltar de un campo a otro, haya que cifrar parte de su éxito. En esos «bazares de la ciencia» (según los calificara Andrés Hurtado, el protagonista de El árbol de la ciencia de Baroja768) había un poco de todo,   —365→   piezas de muy diversas marcas para el consumo del momento; en ellos posiblemente se alimentó la curiosidad apresurada de no pocos, en busca de provisional respuesta a un vago malestar que se fraguaba en el ambiente.

Si, a la larga, la posición de los Lombrosos (como se decía) constituye para buena parte de la más atenta y joven intelectualidad la episódica caricatura de un modelo científico adecuado a una ideología burguesa o manchesteriana (Spencer), el tema que se debate en el fondo, y ante el cual se verán trágicamente con el tiempo estos hombres, será el de la inevitable alternativa entre tiranía o caos. Tal vez sea pertinente contar aquí una anécdota personal. En el momento de entregar al editor hace diez años el manuscrito de mi ensayo, el título inicial, Cesare Lombroso en España -simplemente enunciativo-, tuvo que sustituirse por otro, menos convencional o académico para la colección en que iba a ser publicado, y al momento se me ocurrió el más irónico de El gabinete del doctor Lombroso, que por supuesto jugaba con el de la célebre película expresionista alemana sobre el Dr. Caligari. Sólo más tarde, al leer el apasionante libro de Siegfried Kracauer, De Caligari a Hitler769, pude entrever la posible perspectiva en que, sin darme cuenta, había colocado un trabajo modestamente histórico como el mío. Al analizar el proceso que conduce del guión original a la versión definitiva de Robert Wiene, Kracauer observa un cambio sustancial en cuanto al mensaje de la película. El primitivo argumento de los guionistas sufre en manos del director una curiosa inversión: de subversiva y antiautoritaria, pasó a ser una obra legalizadora de la autoridad en sí, representada ésta por el ilimitado poder del médico. Si para aquéllos, la razón -que encarna el psiquiatra Caligari- maneja el poder irracional -el autómata criminal-, para Wiene, tal argumento queda encuadrado como una quimera o sueño urdido por un transtornado. Dicho cambio vuelve el film más de acuerdo y en armonía con la estructura de la sociedad. La parábola podría ser trasladada al caso Lombroso. Cabría entender su obra como una versión conformada y tranquilizadora a los ojos del poder burgués de una inquietante realidad, oportunamente conjurada con argumentos racionales o «positivos». Ante la crisis de un concepto reglamentado y normal de la vida, «científicos» como Lombroso o publicistas como su discípulo Max Nordau, con sus diagnósticos psicopatológicos, crean en el fin de siglo una parodia de la personalidad desviada y fomentan su radical alienación.

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Del contexto: antropólogos, alienistas. El papel del Ateneo

La discusión de que es objeto en España, en la década del noventa, la escuela criminalista italiana se favoreció del clima de estudio en que se habían ido forjando entre nosotros ciertas bases de lo que sería la rama central de la llamada antropología física. Ésta, como se sabe, cimentada por profesionales como Paul Broca en Francia, se había originado unas décadas antes, gracias a la actividad del Dr. Pedro González de Velasco, fundador en 1865 de la Sociedad Antropológica Española -pareja de la francesa homónima-, en 1874 de la Revista de Antropología y al año siguiente del célebre Museo Antropológico que llevó su nombre. En torno al Dr. Velasco se agruparon médicos, naturalistas y eruditos. Entre sus colaboradores más directos figuró el conocido y fecundo publicista Ángel Pulido y el equipo de especialistas que hacia fines de siglo realizó y publicó estudios de orientación étnica: Federico Olóriz, Antón Ferrandis, Telesforo de Aranzadi y Hoyos Sainz770.

La discreta labor de estos estudiosos no puede sino contrastar con la mucho más pública y ruidosa de los italianos, cuya voz llega a sonar eventualmente, de modo espectacular, en la prensa y en las publicaciones no especializadas. Es bien posible, sin embargo, que tales exponentes de la antropología científico-natural sean los que en el fondo hayan influido, por caminos mucho más sibilinos o particulares, sobre espíritus como Unamuno y Baroja, tan preocupados a su manera por cuestiones de índole étnica, contribuyendo a configurar cierta ideología noventayochista (el anunciado libro de Julio Caro Baroja sobre La aurora del pensamiento antropológico puede ser muy iluminativo al respecto). Por otra parte, estos antropólogos no vieron sino con muchas reservas, cuando de pasada las juzgaron, las tesis lombrosianas771; en líneas generales, consideraban la criminología como una rama particular de la antropología que, al decir de Hoyos Sainz, «prescindiendo de sus exageraciones teóricas y de sus deducciones filosóficas, merece toda su simpatía»772, simpatía que más bien se decantaba hacia las versiones críticas, más moderadas y complejas, que a los lombrosianos oponían los criminólogos franceses tipo Tarde, o hacia quienes, desde la antropología   —367→   física, contribuían instrumentalmente a los temas judiciales, mediante la utilización de técnicas antropométricas que muy pronto habían de ser utilizadas en los servicios policíacos y carcelarios. Así al menos se expresaba Aranzadi en un escrito fechado en 1904, cuando las tesis lombrosianas habían caído ya en relativo descrédito: si para la Justicia, decía, es útil la antropología, lo es «no tanto por las doctrinas de aquella escuela criminalista que supo más dar que hablar al vulgo que organizar sus estudios con modestia y solidez, sino principalmente por la aplicación de la Antropometría a la investigación judicial, con que M. Alfonso Bertillon prestó un servicio que difícilmente podrá ser comprendido por ésta»773.

Pero, como digo, manifestaciones de este tipo son algo tardías; a fines de siglo, es decir, unos años antes, la callada obra de unos y la ruidosa de los otros coexisten y la resonancia de los últimos se beneficia de la boga general de la antropología. Incluso la palabra, de nuevo e inusitado prestigio, se prestaba a tergiversaciones y a usos imprecisos y particulares en manos de publicistas aficionados o, simplemente, de escritores creativos. Dos ejemplos. Un «raro» del fin de siglo, Silverio Lanza, podía dedicar sus últimos años a la elaboración de una teoría de la educación del hombre, que llamó «antropocultura», tomándose muy en serio la experimentación antropológica desde su laboratorio personal de Getafe: véase la primera formulación de su teoría en el artículo «Propaganda de la Antropocultura. Vulgarización de la Antropología», en la Revista Nueva de 1899774. El otro caso, menos interesante en sí pero también más aplaudido entre quienes preferían unas adaptaciones nativas o nacionales de viejo cuño a asimilar creativamente el reto que les deparaba la nueva disciplina, es el de Letamendi, que en 1895 presentó, en uno de sus floridos discursos, las bases de lo que llamó su «Antropología integral», o doctrina de las relaciones entre lo moral y lo físico aplicada a la medicina, concebida para ser desarrollada en una   —368→   serie de «estudios monográficos», de los que citó varios títulos, aunque sólo llegara a iniciar el primero, sobre la «Antropología del genio como potencia clarividente, creadora y ejecutiva»775. Por cierto que unos años antes, en el artículo «La medicina en 1889» (publicado en La España Moderna, enero de 1890), Letamendi arremetió contra los criminalistas italianos, en parte inspirándose en unos escritos del Dr. José María Escuder, el mismo que muy pocos años después cifraría en Lombroso -¡y qué pomposamente!- el futuro de la criminología776. Pero tanto estas estratégicas conversiones como la adaptación improvisada de lo extranjero fueron y han sido moneda habitual entre nosotros.

La relativa colaboración, o al menos coexistencia, de los antropólogos, trabajando en sus distintas ramas (que definidamente, en los años noventa, incluyen la criminología de base italiana), se manifiesta en la creación de plataformas conjuntas, como la Escuela de Estudios Superiores creada en el Ateneo de Madrid el año 1896 y en la que dieron cursos de Antropología General y Etnografía el profesor Antón, de Antropología Física el Dr. Olóriz y de Antropología y Sociología de los criminales el Dr. Rafael Salillas (entonces el «pequeño Lombroso», a juicio de Baroja, con que contaba la criminología española).

El papel desempeñado por el Ateneo madrileño en la difusión de las ideas de los italianos -como de cualquier innovación o novedad de la época- debe ser subrayado. Sobre todo, en su fase inicial. No es casual que dicha institución sea el escenario en que tuvo lugar la conferencia pronunciada por Salillas en 1888 sobre La antropología en el derecho penal, primera exposición de interés en España de las teorías lombrosianas. Salillas era secretario de la Sección de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales del Ateneo. Y, al parecer, allí fue donde, muy poco antes, alguien le enteró de la existencia de dichas teorías al felicitarle por uno de los artículos que publicaba en El Liberal sobre el tema -luego libro- de La vida penal en España; inmediatamente subió a la biblioteca del Ateneo y, al conocer la flamante doctrina de Lombroso, vio que ésta ofrecía una curiosa semejanza con la suya propia777. Así   —369→   pues, la biblioteca del Ateneo debía de poseer, hacia 1887, la información básica de procedencia italiana sobre el tema. Pero hay un dato más, un documento que nos confirma el clima de expectación que las doctrinas lombrosianas suscitaban entre los ateneístas madrileños a fin de la década del ochenta: la revista El Ateneo, órgano de las actividades de la institución, que sólo publicó tres tomos, entre diciembre de 1888 y junio del siguiente año. En ella se reproducen las memorias presentadas y se extractan los debates surgidos de ellas. La mencionada conferencia de Rafael Salillas (ya publicada en la Revista General de Legislación y Jurisprudencia) aparece reproducida en los números de El Ateneo correspondientes al 1-I y al 15-I-89, y la discusión que originó en el del 1-II-89. Muy poco después, en los números del 15-III-89 y del 1-IV-89, se publica íntegra otra memoria, sobre el tema Ferri y su escuela, de F. de Llanos y Torriglia, dentro de la Sección de Ciencias Morales y Políticas y, en consecuencia, con la óptica crítica de un hombre formado en el área del derecho, opuesta a la de Salillas. Dos memorias, en tan poco tiempo: he aquí un hecho de por sí elocuente de la polvareda polémica que despertaba la doctrina criminológica, que, además, es seguida y glosada con buena información en dos ocasiones (1-I-89 y 15-I-89). En la primera -a propósito de un nuevo trabajo de Lombroso- con el argumento de que «las cuestiones relativas a la Antropología criminal están a la orden del día. Pocos de los temas debatidos en la actualidad apasionan tanto los ánimos; ninguno tiene impugnadores más vehementes, ni defensores mejor preparados para la lucha científica»; en la segunda se comenta un artículo aparecido en Die Nation, análisis de L’uomo delinquente, recién publicado entonces en traducción alemana.

Remontándonos a los comienzos de la década del ochenta, y según varios testimonios, el Ateneo era también el centro de una acalorada discusión, cargada de implicaciones políticas y religiosas, entre médicos y magistrados sobre la locura del criminal y la responsabilidad, en tal caso, de éste. Los argumentos esgrimidos por los alienistas eran los consabidos de base frenológica, remozados por frenópatas como el belga J. Guislain, el autor de una obra que en 1881 se ofreció avalada por el Dr. Esquerdo al público español: Lecciones orales sobre las frenopatías o Tratado teórico y práctico de las enfermedades mentales. Pues bien, el Dr. Pulido cuenta, en su biografía de Letamendi, que durante el curso de 1882 a 1883 se debatió en el Ateneo, en la sección de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales (de la cual era Letamendi presidente), no sin la natural expectación, el tema de Los locos delincuentes: «Intervinimos -dice Pulido- los doctores Esquerdo, Vera, Escuder, Salillas, Tolosa-Latour y quien esto escribe, contra los paladines de la derecha,   —370→   abogados y teólogos en su mayoría»778. Entre estos paladines de la derecha figuraba el ultramontano Padre Sánchez, auténtico y temido «bufón de la corte celestial», según lo vio Clarín al trazar la crónica de los debates ateneístas celebrados durante el curso anterior779.

Cabría completar la nómina de alienistas que ofrece el Dr. Pulido; pero es evidente que incluye a los más sobresalientes y activos que, en la década de los ochenta, orientados en una línea forense procedente de Pedro Mata, se enfrentaron a la magistratura práctica. La atmósfera en que surgieron, y sus bases argumentales, han sido reconstruidas en un notable estudio reciente: Miserables y locos. Medicina mental y orden social en la España del siglo XIX, de Álvarez-Uría. Aquí sólo recordaré algunos hechos cruciales en la constitución del grupo y el grado un tanto indefinible de proximidad respecto a los lombrosianos. El maestro y pionero de todos ellos era el Dr. Esquerdo, que en 1881 había pronunciado las dos combativas conferencias Locos que no lo parecen, con motivo del proceso judicial contra Garayo el Sacamantecas (un loco irresponsable, a juicio del alienista, ajusticiado pese a presentar éste en su momento un claro y decidido diagnóstico). Dichas conferencias, en opinión de otro miembro no mencionado del grupo (Victoriano Garrido), «formarán época seguramente en la historia de la frenopatía moderna en España»780. No es de extrañar que la latente hostilidad entre magistrados y médicos estallase a raíz de un proceso. Éste, como es habitual en el último tercio del XIX, interesaba extraordinariamente al público, y la ocasión era propicia para que los alienistas reclamaran sus pretensiones o derechos, por tratarse de unos juicios en cuyo dictamen quedaban o se veían en la práctica excluidos, reducidos al papel de simples asesores. E hicieron así pública su voz. El Dr. Esquerdo, en otro escrito fechado en 1888, habla de «la dolorosa impresión que dejaron en la opinión pública los procesos célebres de Garayo, Otero, Morillo,   —371→   Galeote e Hillerand», en los que la magistratura practicó «una sistemática oposición al dictamen médico concerniente a la locura, y muy especialmente si el perito que informa es naturalista»781. A través de ellos la voz de los alienistas adquiere amplia resonancia y publicidad, a principios de los ochenta, como a finales de la misma década ocurrirá con las nuevas teorías italianas, según manifestara su primer expositor español, a raíz de otro proceso del que se habló mucho en Oviedo, Félix de Aramburu782.

Muy esporádicamente, en los informes de estos alienistas aparece citado el nombre de Lombroso. Por ejemplo, en la intervención, dentro de los mencionados debates sobre Locos delincuentes (1883), se lee lo siguiente: «Bastante conocida empieza a ser entre nosotros la obra, aún no traducida, de Lombroso, L’uomo delinquente, y en ella habrá podido ver el señor P. Sánchez todo lo que la craneoscopia es susceptible de ayudar a las grandes tareas de la frenopatía y la criminalidad»783. Si de las declaraciones pasamos a los hechos, observamos, en primer lugar, que nunca se basan para sus argumentaciones en las nuevas teorías italianas, lo cual no es tan extraño si tenemos en cuenta que en legítima estrategia podían estimar inoportuno el esgrimir, en una situación ya de por sí conflictiva, unas teorías excesivamente radicales, ideológicamente peligrosas, que negaban de plano, con total determinismo, el libre albedrío, la responsabilidad del criminal; y, sin embargo, en segundo lugar, los rasgos físicos con que un Dr. Esquerdo describe al «monstruo» Garayo el Sacamentecas ofrecen un natural paralelo con los estigmas del criminal de la escuela de Lombroso784. De todos modos, la situación de unos y otros es muy distinta. La obra de los italianos, que representa la consolidación del positivismo jurídico, se sitúa, según ha visto José Luis Peset785, en la última fase de esa prolongada conversación que a todo lo largo del XIX sostuvieron galenos y jueces: si el médico pasó de   —372→   testigo cualificado a colaborador del jurista ante los tribunales, con Lombroso se marcará el momento en que se impuso como maestro del derecho. En la actividad forense de los frenópatas españoles estamos todavía lejos, si bien en el camino, de alcanzar tales metas del médico-legista. Obsérvese con cuánta cautela se expresan tanto el Dr. Esquerdo como el Dr. Pulido, diríase que deseosos de no desorbitar inútilmente las cosas. Dice el primero, en un pasaje de uno de sus discursos:

Considérese, pues, que nuestra petición no supone, como los ignorantes o malintencionados afirman, un espíritu invasor de la frenopatía contemporánea; no envuelve reforma alguna en la administración de justicia, ni hace temer la impunidad del crimen: la Frenopatía moderna estudiará si el cerebro sano, por su propio peso, es susceptible de ser arrastrado o no, por el soplo de las pasiones, a la comisión de horribles atentados; la Frenopatía del porvenir dirá si algunos infortunados seres sacrificados en ominoso patíbulo, afrenta de la humanidad, subieron por su ingrávido cerebro o por la vacuidad de los que les juzgaron responsables (Aplausos)786;



y el segundo, en un fragmento de su citada conferencia Estado actual de la ciencia frenopática...:

Quiero decirle al Sr. Benito además [...] que los conocimientos sobre materia criminal sólo por exclusión los planteamos, y que en nuestro respeto a las incumbencias legítimas de los tribunales no pretendemos hacer el estudio de la criminalidad, ni tenemos por qué empeñarnos en aventuras que supondrían un rebasamiento de nuestras competencias y atribuciones. Nosotros aspiramos tan sólo en los juicios periciales a informar sobre el reo como organismo funcionando y sobre su estado mental al cometer el acto penado por la ley: los jueces decidirán luego sobre la responsabilidad y la pena787.



Muy tímidas resultan tales reivindicaciones si las confrontamos con las de la nueva escuela, que, según la escandalizada visión de F. de Llanos y Torriglia en la mencionada memoria Ferri y su escuela de 1889, supone ya la «invasión avasalladora y prepotente que pretende enseñorearse» de la cuestión penal (revista El Ateneo, II, p. 375).

Por lo demás, el doctor Esquerdo -el personaje más caracterizado del grupo- representa al alienista práctico, poco inclinado a las teorizaciones nuevas, un hombre que se sirve más bien de un saber médico anterior. «Los que hemos estudiado la medicina mental a la luz del sol y no a la del quinqué, en el manicomio y no en el gabinete...»788, dirá   —373→   con orgullo no exento de un típico engolamiento decimonónico. Lombroso y los de su escuela imponen un lenguaje y unos métodos (uso y abuso de las estadísticas, por ejemplo) mucho más «modernos», una retórica distinta a la tradicional del Dr. Esquerdo. Es significativo que éste, más que en libro, se exprese en discursos y conferencias, es decir, con los recursos proselitistas y emocionales propios de la oratoria. Y la imagen protectora que ofrece respecto al loco -imagen progresiva y filantrópica del médico, típicamente decimonónica- no puede sino contrastar con la mucho más aséptica que surge del gabinete del italiano. Obviamente, Esquerdo no podía suscribir las conclusiones penales de Lombroso, y sobre todo, de Garofalo, quien propugnaba las deportaciones y daba nuevos argumentos en favor de la pena de muerte.

Los tiempos, en efecto, ya eran otros. Estos y otros puntos que pudiéramos considerar nos inducen a pensar que el grupo del Dr. Esquerdo, pese a la corona con que la clase médica le homenajeara oficialmente en 1891789, debió de quedar de hecho algo desbordado ante la nueva situación planteada al entrar con tanto ímpetu en la discusión las nuevas teorías de los italianos. Ya en los debates reseñados por la revista El Ateneo de la conferencia de Salillas, éste se veía obligado a negar que hubiera dirigido veladas acusaciones a la escuela frenopática, ante la intervención de un opositor que le había preguntado «si en la lucha entablada, la antropología criminal, a la vez que a las escuelas clásicas, presenta también batalla a la frenopatía» (I, p. 558). Lo cierto es que los frenópatas, en la última década del siglo, quedaron en un segundo término, tal vez porque desde todos los campos quedaban anticuados; apenas se les cita (de pasada, una mención de Bernaldo de Quirós, en su libro Las nuevas teorías de la criminalidad, 1898790), y sus nombres no figuran en las publicaciones más significativas del momento, como La España Moderna, de José Lázaro.




La curiosidad de Pío Baroja y los exabruptos de Fray Candil

En 1972, Domingo García-Sabell exhumó una novela por entregas de Valle-Inclán, La cara de Dios (1899), adaptación del drama homónimo de Carlos Arniches. Entre los nuevos elementos que introduce Valle en el drama figura el relato de un crimen -en el que se ve envuelto, como   —374→   sospechoso, el protagonista Víctor Rey-, «uno de esos crímenes misteriosos que tienen el privilegio de atraer la curiosidad popular»791. El juez encargado de instruir el proceso recibe en la novela de Valle-Inclán el nombre de Máximo Baroja, nombre que, según nos informa una nota introductoria del editor, se transforma en una ocasión, por lapsus calami del autor, en don Pío. Aunque el trabajo y los procedimientos del juez no lo confirmen, se nos dice que don Máximo Baroja era «fiel a la escuela criminalista italiana» y que, para él, «el asesino es un tipo de degeneración, y tiene un tipo antropológico» (p. 144). Estas y otras declaraciones esparcidas a lo largo de la novela nos parecen simples tributos de Valle a la moda lombrosiana: no es extraño en él, ni es la primera vez792.

Pero, siquiera como pista, retengamos la sugerencia de una supuesta fidelidad a la escuela criminalista italiana de ese don Máximo imaginado por Valle sobre la persona del joven Pío Baroja, así como el detalle de que aquél «se apasionaba por los asuntos difíciles, por los crímenes misteriosos, como el novelista por la intriga de la novela en que trabaja» (p. 79). No sé si con deliberado equívoco, Valle ha dejado deslizar la comparación final que, aun conservando su carácter de significación   —375→   general, permite atribuírsela al homónimo del juez, por entonces aún aprendiz de novelista. En todo caso, la frase resulta premonitoria de los intereses que en la mente de Pío Baroja se iban fraguando en ese año de 1899, en que había publicado -firmando como doctor- su artículo «Patología del golfo»793. Con una mezcla de interés novelesco y científico, una de las parcelas narrativas de Baroja iba a ser el tema de les bas fonds (según el modelo de Sue y los folletinistas), aplicado al Madrid moderno. Un primer boceto (previo a La lucha por la vida) de tal proyecto acaso fuera Los golfos de Madrid, cuya redacción bien pudo delegar en el extravagante protagonista de Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901), capítulo XV, por encargo de un tal Pérez del Corral, editor de una serie de novelas por entregas bajo el título de Los crímenes modernos. Historia, caracteres, rasgos y genialidades de los criminales de nuestra época.

Pero, volviendo al hilo de las declaraciones de Valle-Inclán, si la fidelidad inicial de Baroja a las teorías de la criminología italiana resulta más que dudosa, no parece arriesgado sostener que al menos contribuyeron a su interés, bajo una doble y complementaria óptica de médico y de novelista, en la indagación de dichos temas. Posteriores declaraciones de Baroja en Desde la última vuelta del camino lo confirman: «Colaboraban en esta expectación [se refiere a los grandes crímenes de fines del siglo pasado] las teorías de los criminalistas y de su ciencia, más o menos fantástica, que habían inventado Lombroso y sus colaboradores italianos. En todas partes había un pequeño Lombroso. En Madrid era el doctor Salillas. Yo, impulsado por estas teorías, si hubiera podido, hubiese escrito una historia del crimen de la calle de Fuencarral y de cómo se formó la leyenda que corrió por Madrid»794. Por otra parte, la relación Lombroso-Baroja debería reexaminarse en un marco más amplio, teniendo en cuenta el interés asimismo inicial del novelista por los temas de antropología física. Lo admite en sus Memorias, evocando los años en que cursaba el doctorado, cuando asistía a las clases prácticas de antropología que daba en el Museo Velasco don Telesforo de Aranzadi, y en las que, por cierto, se sometió, entre otros estudiantes, a una medición antropométrica que dio por resultado la clasificación de «mesaticéfalo con ángulo facial abierto y ojos pardos, verdosos». Esas clases eran, según dice, «de tarde en tarde», y su curiosidad por esas cuestiones no fue lo bastante fuerte para sobrepasar el estadio   —376→   de simple aficionado795. Con todas estas reservas, sin embargo, resulta evidente su inclinación por dichos temas (mucho más fuerte seguramente que por los de psiquiatría), que habían de pesar, en sus años formativos, sobre el ideario y la visión del escritor, seguramente de modo más intenso de lo que sugiere cuando «a la vuelta del camino» lo rememora. La pauta antropológica orienta las consideraciones étnicas, y en ocasiones racistas (aunque éstas, más bien, se adapten a otros modelos de amplia difusión hacia 1900) de Baroja; la presencia de Lombroso y los de su escuela cabe detectarla en cierto reduccionismo biológico practicado por el escritor al examinar problemas sociales específicos o, sobre todo, en su visión de algunos tipos de extremada patología o bestialidad. El lector recordará en seguida el personaje de «El Bizco», en La busca. Pero sin recurrir a esta novela, si abrimos cualquier libro barojiano, por ejemplo El árbol de la ciencia, aquí y allá descubrimos esbozos más o menos lombrosianos:

Jaume Massó, así se llamaba, tenía la cabeza pequeña, el pelo negro, muy fino, la tez de un color blanco amarillento y la mandíbula prognata. Sin ser inteligente, sentía tal curiosidad por el funcionamiento de los órganos, que si podía se llevaba a casa la mano o el brazo de un muerto para disecarlo a su gusto. Con las piltrafas, según decía, abonaba unos tiestos o las echaba al balcón de un aristócrata de la vecindad a quien odiaba. Massó, especial en todo, tenía los estigmas de un degenerado796.

«El Choriset» era un troglodita con el espíritu de un hombre primitivo. Su cabeza, su tipo, su expresión, eran de un bereber.

Andrés solía hacerle preguntas acerca de su vida y de sus ideas.

-Yo, por un real, mataría a un hombre -solía decir «El Choriset», mostrando sus dientes blancos y brillantes.

-Pero te cogerían y te llevarían al presidio.

-¡Ca! Me metería en una cueva que hay cerca de la mía, y me estaría allá.

-¿Y comer? ¿Cómo ibas a comer?

-Saldría de noche a comprar pan.

-Pero un real no te bastaría para muchos días.

-Mataría a otro hombre -replicaba «El Choriset» riendo797.



Si pasamos de los tipos al planteamiento de ciertos problemas concretos, también podemos detectar huellas de los antropólogos italianos, por poco que ampliemos nuestro examen a algunas de las variopintas aplicaciones de la ciencia de Lombroso al campo social. Un ejemplo solo,   —377→   también de El árbol de la ciencia. El lector recordará uno de los momentos en que Iturrioz expresa su ideario en términos de máxima brutalidad. Es Darwin, vía Spencer, quien orienta sus drásticas opiniones:

-Amigo, es que la Naturaleza es muy sabia. No se contenta sólo con dividir a los hombres en felices y en desdichados, en ricos y en pobres, sino que da al rico el espíritu de la riqueza, y al pobre el espíritu de la miseria. Tú sabes cómo se hacen abejas obreras; se encierra la larva en un alvéolo pequeño y se le da una alimentación deficiente. La larva ésta se desarrolla de una manera incompleta; es una obrera, una proletaria, que tiene el espíritu del trabajo y de la sumisión. Así sucede entre los hombres, entre el rico y el pobre798.



La sola idea indigna a Andrés, pero muy poco después la experiencia y trato con las prostitutas como médico de higiene, lo lleva a ratificar amargamente el frío diagnóstico de su tío y a reflexionar sobre los contrastes biológicos entre ricos y pobres:

En ocasiones, al ver a estas busconas que venían escoltadas por algún guardia, riendo, las increpaba:

-No tenéis odio siquiera. Tened odio; al menos viviréis más tranquilas.

Las mujeres le miraban con asombro. «Odio, ¿por qué?», se preguntaría alguna de ellas. Como decía Iturrioz: la Naturaleza era muy sabia; hacía el esclavo y le daba el espíritu de la esclavitud; hacía la prostituta, y le daba el espíritu de la prostitución.

[...] En algunas casas de prostitución distinguidas encontraba señoritos de la alta sociedad, y era un contraste interesante ver a estas mujeres de cara cansada, llenas de polvos de arroz, pintadas, dando muestras de una alegría ficticia, al lado de gomosos fuertes, de vida higiénica, rojos, membrudos por el deporte.

[...] Andrés creía ver en Madrid la evolución progresiva de la gente rica, que iba hermoseándose, fortificándose, convirtiéndose en casta; mientras el pueblo evolucionaba a la inversa, debilitándose, degenerando cada vez más.

Estas dos evoluciones paralelas eran sin duda biológicas: el pueblo no llevaba camino de cortar los jarretes de la burguesía; e incapaz de luchar, iba cayendo en el surco.

Los síntomas de la derrota se revelaban en todo. En Madrid, la talla de los jóvenes pobres y mal alimentados, que vivían en tabucos, era ostensiblemente más pequeña que la de los muchachos ricos, de familias acomodadas, que habitaban en pisos exteriores799.



No cabe duda que esta reflexión -cientifista, fríamente amarga-, sobre la progresiva degeneración de las clases populares, es la adecuada a la profesión, a las lecturas y al carácter del protagonista de El árbol de la ciencia. Pues bien, entre esas lecturas de Andrés hay   —378→   que suponer la del ensayo antropológico de Alfredo Nicéforo Bosquejo de antropología de las clases pobres800.

Si de estos posibles ecos en cuestiones criminológicas y sociales pasamos a la consideración de la personalidad del artista, la huella en Baroja de los libros de Lombroso y de Max Nordau es mucho menos palpable. Por tratarse de temas que tocaban más directamente al escritor, sin dificultad pudo percatarse de la inconsistencia con que el primero, por ejemplo, en El hombre de genio, los abordaba. En tono algo humorístico retomó en unas páginas de sus memorias801 los diagnósticos de Lombroso. Su posición puede centrarse en estos dos puntos: primero, que los conceptos de hombre de genio y de hombre normal, tal como los maneja el italiano, no son de fiar; y segundo, que la idea de la patología orgánica del artista moderno resulta evidente y está arraigada en la mente de todos, pero que hay que descubrirla y no inventarla, como hacían los antropólogos italianos. Más fuerte fue probablemente el impacto que le causó la lectura en francés de Dégénérescence (cuyo ejemplar, en la biblioteca de Iztea, aparece muy manejado y con acotaciones y señales de lectura), de Max Nordau, que tanto pudo influir en su primera valoración de Nietzsche («Nietzsche y su filosofía», de 1899) y en ciertas valoraciones psicopatológicas sobre asuntos de religión y mística, como, más en concreto, en su toma de posición frente a las actitudes decadentistas y frente al modernismo, según algunos escritos suyos de hacia 1900802.

Un caso especial, entre los escritores realmente convertidos a la   —379→   doctrina y diagnósticos de Lombroso y Nordau por lo que afecta a la enfermedad del artista moderno, fue el cubano radicado en Europa Emilio Bobadilla, más conocido como «Fray Candil». Su nombre, bastante olvidado hoy803, sonó bastante en su momento, por las arremetidas y sátiras con que atacó a escritores coetáneos. Provisto de un fichero científico que manejaba de forma sumamente apresurada, en él se da una aclimatación periodística de las simplificaciones y de la terminología común entre los criminólogos italianos. En A través de mis nervios (Barcelona, Imprenta de Henrich y C.ª, 1903) lo vemos pasar de continuo y con total desenvoltura de los temas delictivos y criminales a los asuntos literarios o artísticos, sin que falten los motivos de mutua interacción, como si en la misma composición revuelta del libro quisiera sugerir aquella homologación tan lombrosiana de lo infrasocial con lo suprasocial. Pasemos simplemente revista al contenido del libro: artículo sobre la novela de Pierre Valdagne La confesión de Nicasia, diario de una mujer lúbrica e irresoluta sobre la que ejerce su influjo siniestro un joven médico desequilibrado (pp. 7-17); «Una nueva teoría criminal», título con el que se alude a un reciente artículo de Max Nordau (pp. 42-7); «Crímenes mundanos», con motivo del crimen de un pintor llamado Syndon (el caso le recuerda el de la novela Fanny, de Ernesto Feydeau), que ha matado al marido de su amante, artículo del que entresaco como muestra la siguiente frase: «En casi todo criminal se esconde un epiléptico, esa enfermedad misteriosa que, tirando de un lado, produce genios guerreros como César y artistas como Flaubert, y tirando de otro, los más repugnantes asesinos» (p. 74); relato de la conferencia (a la que asistió) del «virulento escritor» Laurent Tailhade: velada anarquista en la que dicho escritor leyó poesías suyas, que comenta en los siguientes términos: «eran místicas, lo cual no armonizaba con las ideas incendiarias del discurso. Aquí en París eso es lo corriente: ser libertino, anarquista, jugador y... místico, todo en una pieza. Como que el misticismo radica casi siempre en el agotamiento del sistema nervioso» (pp. 93-4); «¿Locura o santidad?», a partir de la homologación que de ambas traza Lombroso (pp. 95-100); «Almas de gorila», artículo   —380→   en que vuelve al tema del crimen, con abundantes citas y referencias a Lombroso, al Dr. Toulouse y a las memorias de Goron, antiguo jefe de policía parisiense (pp. 118-122); «En plena sangre», donde confiesa que a menudo va a la Morgue y al extrarradio de París para estudiar al natural los tipos criminales (pp. 137-142); «Rodin» (pp. 156-162); «Criminales impulsivos», artículo en que alude a Vacher, el protagonista de La bête humaine de Zola (pp. 156-162), etc. Creo que este batiburrillo artístico-criminal, sazonado con abundantes alusiones despectivas a escritores del momento (como Darío y Unamuno) es bastante expresivo de los bazares que frecuentaba Fray Candil.

Si ahora pasamos revista a sus libros más propiamente de crítica literaria, se diría que el autor nos sitúa en un club sólo integrado por casos clínicos. Lombroso figura entre sus autoridades más tempranas: ya en Capirotazos (Madrid, Fernando Fe), de 1890, cita a El hombre de genio (p. 46) para estigmatizar a Emilia Pardo Bazán. Y es que los argumentos cientifistas de Fray Candil revelan con cuánta frecuencia se hallaban meramente al servicio de sus propias fobias personales y de sus caprichos literarios: léase, como muestra, el violento ataque contra «Clarín histérico», artículo recogido en Triquitraques (Madrid, Fernando Fe, 1892, pp. 49-54), en donde literalmente desvalija a Lombroso y a otros con el único fin de meterse con quien, muy poco antes, fuera uno de sus mentores literarios. Por cierto que en dicho libro aparece otro artículo contra el poeta modernista cubano Julián del Casal en el que, de pasada, figura una de las primeras menciones conocidas a Max Nordau, el autor que con toda seguridad le sirvió de principal modelo para sus diatribas críticas. En el siguiente, Solfeo (Madrid, Imprenta de Manuel Tello, 1893), entre cuyos ejercicios musicales hallamos en feliz coexistencia un comentario a la muerte en un manicomio del novelista Maupassant (pp. 193-211) junto con casos de «Clínica social» (pp. 109-112) como el suicidio de la querida de Sánchez Varela, la utilización de Degeneración con anterioridad a la edición francesa de 1894 parece sugerir el conocimiento de esa obra a través de la temprana traducción italiana (cfr. La vida literaria, 2.ª ed., Madrid, Rivadeneyra, 1895, artículo «Rueda y don Pompeyo»). Pero en Solfeo hallamos asimismo toda la pedrea lombrosiana ya perfectamente constituida como arma arrojadiza en manos de Fray Candil: Salvador Rueda y el cubano Aniceto Valdivia («Conde Kostia») son vistos como «dos casos de atavismo literario, por mucho que presuman de modernistas» y como «nietos degenerados de Góngora» (p. 267); se habla del «grafómano, una especie de loco», a propósito de un tal Leopoldo Pedreira (pp. 95-98), y de «López Ballesteros, grafómano a quien no estaría de más medirle la cabeza» (p. 157); no faltan «nuestros poetastros (mattoides, que diría   —381→   Lombroso)» en el artículo «Liga de poetastros» (pp. 85-9) ni los tópicos psicopatológicos que le suscita la audición coloreada («El color de las letras», pp. 185-191), «fenómeno que sólo la psicología mórbida puede tomar en serio», al que también se refiere en el mencionado escrito sobre Rueda y Valdivia (pp. 270-2) y que relaciona con «el efectismo lírico» de Góngora y de Marini, asunto asimismo de «patología literaria». Su constante enemiga a Rubén Darío -muy en especial- y a los modernistas le hace titular con jerga lombrosiana una de sus obras más características Grafómanos de América (Patología literaria, 1902, 2.ª ed., Madrid, Victoriano Suárez). «La grafomanía -dice- no es exclusiva de la raza española, pero se manifiesta más» en ella; supone «la manía de borrajear papel que, como todas las manías, presupone un estado mórbido cerebral» (p. 14) y aclara: «¡Imagínese lo que hubiera dicho [Nordau] de la turba de sinsontes y prosistas gongorinos de América cuando califica de locos [...] a un Ibsen y a un Tolstoi! Hay locos y locos» (p. 18). Más adelante, enumera los cargos:

Los grafómanos de la América española, aquejados de logorrea, carecen de educación clásica, de conocimientos científicos; ignoran hasta su lengua, escriben a topa tolondro, sin plan, con el solo fin de producir efecto; inventan palabras, abusan de los tópicos de relumbrón, describen abigarradamente lo que no han visto ni en pintura, se enamoran de lo exótico, a través de los escritores franceses; adulteran los sentimientos y las sensaciones; les deleita la ecolalia y [...] adolecen de [...] egotismo (p. 22).



En la clínica literaria de Fray Candil, las etiquetas abundan más de lo necesario, y palabrejas como ripiorrea (p. 109), poetambre (p. 173), sinsonte (p. 211), adjetivorrea (p. 289), etc., se suceden en sus páginas.

Este auténtico perseguidor del artista modernista («que suele ser -aclara en otro escrito contra Darío, incluido en el volumen Muecas. Crítica y sátira, París, 1908, pp. 127 ss.- un degenerado o un histérico, y hasta sodomita a menudo») aspiró a ser un temido Max Nordau del periodismo hispánico de comienzos de siglo. Una muestra de crítica servida con ingredientes o ecos de los más intemperantes clasificadores de manías que nos brinda aquel angustioso (como lo calificara el poeta José Asunción Silva) fin de siglo804.