Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
 

121

Ibíd., pág. 145.

 

122

Ibíd.

 

123

Ibíd., pág. 146.

 

124

Ibíd., pág. 149.

 

125

Ibíd., págs. 147 y 150.

 

126

Ibíd., págs. 158-166.

 

127

Ibíd., pág. 166.

 

128

Ibíd., págs. 74-80 y 89-102.

 

129

Los hombres del siglo XIX comprendían perfectamente el origen rusoniano de la ausencia de lloros como producto de una educación peculiar de la sensibilidad y de las pasiones recomendadas por el filósofo francés. Don Jacinto Sarrasí, discípulo del pedagogo Montesino, es una prueba contundente de ello:

Era Virginia, hija de Montesino, niña de excesivo temperamento nervioso, excitable portanto, y llorona en demasía. El padre, siguiendo los consejos de Rousseau, intentaba curarla de sus desagradables y abundantes lloros, no tomando el menor cuidado por ellos. Y en efecto, púsolo por obra en la primera ocasión que le pareció propicia para el experimento. Al cabo de horas de llorar en sitio retirado, calló la niña y el padre creía ya, lleno de gozo, ver confirmadas las indicaciones del autor del Emilio; la niña, sin embargo, había dejado de llorar porque era presa de un síncope, que puso su vida al borde del sepulcro. Desde entonces, según el relato, parece que renegó Montesino no sólo de Rousseau sino de las doctrinas pedagógicas de allende el Pirineo, y que en tal sentido hablaba a sus discípulos cuando los veía aficionados a ellas.


(J. Sama, Montesino y sus doctrinas pedagógicas, Barcelona, Librería de Juan y Antonio Bastinos, 1888, págs. 15-16).                


 

130

Pedro Antonio de Alarcón, op. cit., pág. 50.