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ArribaAbajoLa caracterización plástica del personaje en la obra de Pérez Galdós: del tipo al individuo

Joaquín Gimeno Casalduero


El héroe romántico, por lo excepcional de su persona y de sus circunstancias, se diferencia de los personajes que le sirven de fondo y del público que le admira. No es extraño, por eso, que se aparte su figura de las figuras que la realidad presenta. Será príncipe o juglar, pirata o mendigo, criminal o verdugo, monje o guerrero, pero además conservará en cada uno de los casos el exótico acento de su carácter. Su exotismo se vinculará a veces a unas circunstancias históricas pasadas, otras a unos términos geográficos remotos, otras a la intensidad de unos sentimientos, a la profundidad de unas pasiones, y siempre a la conquista de una libertad que dignifica y que ennoblece.

El héroe realista, por el contrario, se asemeja a su público y se asemeja a los otros personajes; todos ellos con la misma posibilidad de entrar, de dar lugar a una novela («Los personajes valen igualmente lo mismo», dice Casalduero, «cualquier trozo de vida puede dar de sí una novela»).25 Es el hombre corriente, con sus dolores y con sus alegrías, con sus triunfos y con sus desengaños, con sus temores y con sus deseos; de ahí la nueva serie de figuras: militares, profesores, sacerdotes, médicos, ingenieros, periodistas. Y con ellas la sociedad contemporánea presentando la contraposición o la yuxtaposición de un mundo que acaba y de otro que comienza; con ellas también nuevas actitudes: el afán científico, la veracidad positivista. Precisamente determinados por estas actitudes los personajes aparecen. El autor (narrador-observador) se interesa por el hombre que describe, por la sociedad en la que aquél se mueve y por las fuerzas que lo condicionan.

Para Galdós el personaje ni comienza ni acaba con la obra, la transciende, por el contrario; reaparece a menudo en sus novelas, y sus reapariciones aseguran su vida independiente. Busca Galdós, en su empeño por captar la realidad, la veracidad del personaje; lo presenta por eso como parte de la realidad, como elemento que de aquella procede, y de ahí que se esfuerce en diferenciarlo, en hacerlo reconoscible al describirlo.

Galdós, con todo, no inventa métodos descriptivos, adopta algunos de los que se venían utilizando; métodos quizá naturalistas, no por su origen, sino por la difusión que entre los naturalistas alcanzaron. Insistiendo en el detalle, precisando rasgos físicos y caracteres fisiológicos, se llega a la individualización que se buscaba; pero Galdós no pretende sólo describir al personaje y diferenciarlo, busca además que la representación que el lector construye de cada personaje coincida con la que él primero, en cuanto autor, había construido. De ahí su regocijo cuando lo consigue; dice así en Tormento al aludir a Bringas: «Una coincidencia feliz nos exime de hacer un retrato, pues bastan dos palabras para que todos los que esto lean se le figuren y puedan verle vivo, palpable y luminoso cual si le tuvieran delante.»26 Y Galdós, para conseguir que sus lectores imaginen fielmente al personaje, para que (repitiendo sus palabras) «se le figuren y puedan verle vivo, palpable y luminoso   —20→   cual si le tuvieran delante», compara a menudo sus figuras con las que aparecen en cuadros o en grupos escultóricos famosos.27 De esa manera, al atribuir al personaje unos rasgos conocidos, se le individualiza y diferencia, y al mismo tiempo se consigue que el autor y los lectores coincidan al imaginarlo.28

Se pueden señalar tres grados de precisión en esta comparación caracterizadora: 1) se compara al personaje con los de la pintura o la escultura de un país, de una época o de una escuela; 2) se le compara con los de un pintor o de un escultor determinado; 3) se le compara con los personajes de un cuadro o con una figura escultórica conocida.

En el primero de los casos la comparación, por la vaguedad de su segundo término, no individualiza todavía, no describe al personaje: «Con los santos de talla, mártires jóvenes o Cristos guapos en oración, tenía indudable parentesco de color y líneas.» dice Galdós en Torquemada en la cruz de Rafael del Águila.29 Es por eso necesario si se quiere ir más allá del color y de las líneas, apuntar las semejanzas entre el personaje y el modelo: «Aquel rostro afilado», se dice de Malibrán en La incógnita, «aquel mirar penetrante, aquellas facciones correctísimas, la barba rubia acabada en punta, la frente de marfil, la color anémica, te recuerdan esos cuadros votivos de la pintura italiana que tienen en el centro a la Virgen, y a cada lado de ésta dos santos, San Jorge o San Francisco, San Jerónimo o San Pedro. Cornelio me hace recordar a veces al San Jorge, con su cariz de guerrero afeminado, y a veces, pásmate, al San Francisco de Asís, de seráfica y calenturienta belleza.»30 Si la comparación de por sí no identifica todavía, puede, sin embargo, atribuir al personaje una cierta actitud o unos ciertos sentimientos, y en este sentido es como frecuentemente se utiliza. Dice Galdós de Fortunata, por ejemplo: «Aquellas admirables guedejas sueltas la asemejaban a esas imágenes del dolor que acompañan a los epitafios.»31

En el segundo grupo (en el que se compara un personaje con otros de un pintor o de un escultor determinado) se logra una mayor caracterización que en el grupo precedente, porque el término de comparación se ha reducido, no porque se suministre ahora un mayor número de datos: «Alfonso», dice Galdós en Casandra de don Alfonso de la Cerda, «no hace más que sobar su escurrida barba toledana, que parece pintura del Greco.»32 Esa reducción, con todo, atribuye al personaje ciertos rasgos caracterizadores, los cuales, aunque demasiado vagos para conferirle aún una especial fisonomía, sustituye a la enumeración de pormenores que en el grupo anterior testimoniaba la similitud entre el personaje y el modelo. Se dice en Casandra (p. 122) del mismo don Alfonso: «Cabeza del Greco, cuerpo flaco de longitud elegante»; y se dice en Fortunata y Jacinta: «Había visto ojos lindos, pero como aquéllos no los había visto nunca. Eran como los del Niño Dios pintado por Murillo.»33 Es frecuente, sin embargo, acudir también a la enumeración de semejanzas, lo exigen a menudo las afirmaciones generalizadoras que explican el modelo: «Su perfecta hechura de cuerpo», se dice en Ángel Guerra, «su rostro de peregrina belleza, recordaban los inspirados retratos que hizo Murillo del Niño Dios, de ese niño tan hechicero como grave, en cuyos ojos brilla la suprema inteligencia, sin menoscabo de la gracia infantil.»34

Obsérvese, con todo, que Galdós no puede todavía dibujar clara y distintamente un personaje; y no puede (tanto con las comparaciones de este grupo como con las del grupo precedente) por el método que emplea; método que consiste en describir atribuyendo al objeto de la descripción características que se presentan como propias   —21→   de ciertos grupos específicos: «Sus ojos eran españoles netos», se dice de los de don Manuel Pez en La de Bringas, «de una serenidad y dulzura tales, que recordaban los que Murillo supo pintar interpretando a San José.»35

Este método, aunque antiguo (Mariano Baquero en su obra ya citada ha señalado su trayectoria en nuestra literatura), cobra en el XIX nuevo vigor y nueva trascendencia. Los costumbristas, por de pronto, dedicados a construir tipos para sus cuadros de costumbres, encontraron en él el instrumento que, atribuyendo a lo particular lo general, tipificaba. Dice así, para «trazar el tipo especial del individuo cofrade», Mesonero Romanos: «Es hombre como de medio siglo, pequeño, rollizo y sonrosado; su trage es serio, o como él dice, de militar negro; zapato de oreja, pantalón holgado y sin trabas, y en los días de solemnidad calzón corto con charreteras, casaca de moda en 1812, chaleco de paño de seda, y corbata blanca con lazo de rosetón»;36 encuentran en él también los costumbristas el instrumento que les permite consignar para el futuro prácticas, costumbres, personajes y actitudes que poco a poco iban desapareciendo. Los autores realistas, por su parte, aunque muchos rechazando como Balzac el tipo,37 se sirven de la generalización particularizadora para construir figuras con las cuales, por lo que tienen de representativo, pueden analizar, definir, atacar o defender a ciertos grupos o a ciertas instituciones.

Método que en Galdós trasciende, como es lógico, los límites de la comparación con la escultura o con el cuadro. Aparece así alguna vez en sus novelas, sola o acompañando a otros elementos caracterizadores, la descripción que con lo general particulariza; al dibujar a Salvador Monsalud, por ejemplo, se combina ésta última con la comparación que venimos estudiando (con una comparación que al ser de por sí de lo más generalizante pertenece al primer grupo de los establecidos al principio): «Era un joven de veintiún años, de estatura mediana y cuerpo airoso y flexible. Su rostro moreno semejábase un poco al semblante convencional con que los pintores representan la interesante persona de San Juan Evangelista, barbilampiño y un poco calenturiento... Con su traje de guardia española, Monsalud estaba muy gallardo, pero sin aquel espantable continente marcial que caracteriza a los militares de afición: era su figura la de un soldado en yema, o campeón verde, que aún no se había endurecido al sol de los combates ni acorazado con la fanfarrona soberbia de una larga vida de cuarteles.»38 Sin embargo, Galdós utiliza el método usualmente para atribuir a un personaje características que no le corresponden, y para mostrar de esa manera la impropiedad de tales generalizaciones: «Podía pasar», dice de Juan Bou en La desheredada, «por marinero curtido en cien combates contra las olas, y también por bandido de las leyendas.»39

Enseguida indicaremos lo que en Galdós este uso significa, pero nos conviene terminar ahora con el tercero de los grupos que estamos estudiando; con aquél en el que se compara un personaje con otros de un cuadro o de un grupo escultórico famoso. Consigue Galdós entonces su propósito, logra que el lector imagine al personaje como él primero, en cuanto autor, lo había concebido: «Tenía cara de santo», dice Galdós en Ángel Guerra, «pareciéndose mucho, pero mucho, al retrato del Maestro Juan de Ávila, obra del Greco»;40 y se refiere así en la misma novela a otro personaje: «Pareciéndose al San José del Greco que decora la capilla de Guendulain» (p. 1476); y dice en Lo prohibido: «Vi... el rostro amarillo de Pepe, que me recordaba el San Francisco de Alonso Cano, macerado, febril y exangüe»;41 y dice así en El caballero encantado: «Un caballero anciano, de faz noble y escuálida, de barba gris puntiaguda, tipo tan exacto del Greco, que por un instante se dudaría   —22→   si era real o pintado... Recordando el cuadro del Greco, Gil le bautizó con el nombre de Conde de Orgaz42

La comparación distingue, por lo tanto; puede, pues, atribuirse a ella, y como esencial, la función identificadora. Los personajes, en efecto, aparecen no sólo con unos rasgos conocidos, sino además con una fisonomía determinada; fisonomía, por otra parte, que es la misma cuando el autor contempla o cuando contemplan los lectores. De ahí que se pueda incluir en este grupo la descripción que para presentar a un personaje lo compara, y en cierta manera lo identifica, con otros pertenecientes a la realidad contemporánea; como cuando se dice de Bringas en Tormento: «Era la imagen exacta de Thiers, el grande historiador y político de Francia. ¡Qué semejanza tan peregrina! Era la misma cara redonda, la misma nariz corva; pelo gris, espeso y con un copete piriforme, la misma frente ancha y simpática; la misma expresión irónica, que no se sabe si proviene de la boca o de los ojos o del copete»;43 en Halma también se compara con Hartzenbusch a uno de los personajes: «Urrea encontró en don Remigio extraordinaria semejanza, salva la edad, con la fisonomía expresiva, inolvidable, de don Juan Eugenio Hartzenbusch»;44 y en Fortunata y Jacinta Galdós, revelando la función y el carácter del método, facilita incluso, aunque indirectamente, la fotografía de uno de los personajes: «Los que quieran conocer su rostro», dice de Estupiñá, «miren el de Rossini, ya viejo, como nos le han transmitido las estampas y fotografías.»45 Método este, claro está, que al acentuar lo individual se opone al que anteriormente señalábamos, al que con lo general particularizaba, al que para dibujar un personaje le atribuía rasgos pertenecientes a un grupo característico, rasgos tipificadores, por lo tanto. Por eso aunque Galdós utilice alguna vez lo general particularizado, insiste, también de vez en cuando, en la imposibilidad de atribuir a un personaje las características que de acuerdo con sus circunstancias deberían corresponderle: «Era don José Bailón», dice en Torquemada en la hoguera, «un animalote de gran alzada, atlético, de formas robustas y muy recalcado de facciones, verdadero y vivo estudio anatómico por su riqueza muscular, últimamente había dado otra vez en afeitarse; pero no tenía cara de cura, ni de fraile, ni de torero. Era más bien un Dante echado a perder... Es el vivo retrato de la Sibila de Cumas pintada por Miguel Ángel.»46

Es decir, Galdós está advirtiendo que el método que con lo general particularizaba, a pesar de su raigambre y a pesar de la acogida que le dispensaron los naturalistas, concluye por aquellos años. Su terminación no sólo testimonia el triunfo del método que acentúa los rasgos individualizadores, testimonia también la terminación del costumbrismo, la llegada de un momento en el que ya no se puede contemplar la realidad con los ojos de antes. Y Galdós por eso consigna claramente en La desheredada la desaparición del costumbrismo, y vincula la desaparición a los cambios, a la renovación social que tiene lugar entonces: «Desde Quevedo acá, se ha tenido por corriente que los escribanos sean rapaces, taimados, venales y, por añadidura, feos como demonios, zanquilargos, flacos, largos de nariz y de uñas, sucios y mal educados. Este tipo amanerado ha desaparecido... En estos tiempos de renovación social las figuras antiguas fenecieron, y no hay ya un determinado modelo personal para cada arte o profesión. Así verás hoy un juez de primera instancia que parece un guardia de Corps, verás un barítono que parece un alcalde de Casa y Corte, verás marinos que parecen oidores, y hasta podrás ver un filósofo que se confundiría con un canónigo.»47 Y en Torquemada en el purgatorio, trece años más tarde, no sólo asegura Galdós la terminación del costumbrismo, explica y muestra   —23→   además las circunstancias que la exigieron. Recuerdan entonces sus afirmaciones las que Mesonero Romanos, medio siglo antes, había establecido; porque el presente supone para el Curioso Parlante una uniformidad social que iguala y confunde al mismo tiempo: «Hemos llegado a una época en que no hay creencia en la moda, como no la hay en política, ni en literatura, ni en nada: reina en ella la anarquía, como en la sociedad; se afecta la grosería y el feo ideal, como en las acciones; se encubre la vaciedad a fuerza de tela, como la falta de razón a fuerza de palabras; por último, se ha destruido toda gerarquía, se han nivelado y confundido todas las clases, como en el mecanismo social.»48 Uniformidad y confusión a la que también Galdós alude, pero con actitud diferente; pues aquellas circunstancias que en Mesonero Romanos se dibujaban como calamidades se presentan ahora de manera positiva: «Esta tendencia a la uniformidad, que se relaciona en cierto modo con lo mucho que la Humanidad se va despabilando, con los progresos de la industria y hasta con la baja de los aranceles, que ha generalizado y abaratado la buena ropa, nos ha traído una gran confusión en materia de tipos.»49 Las diferencias van más lejos, sin embargo; habla el Curioso Parlante para señalar esa confusión precisamente, aunque esa confusión se acentúe y magnifique: «¡Dichosos tiempos en que no se habían inventado aún las barbas prolongadas, ni el bigote retorcido, o se dejaban como patrimonio de los militares y capuchinos! El gabán, nivelador y socialista, y la negra corbata, no habían aún confundido, como después lo hicieron, todas las clases, todas las edades, todas las condiciones, y hasta casi todos los sexos.»50 Es decir, los tipos genéricos se confunden, pero no desaparecen; y si desaparecen son reemplazados por otros nuevos que los sustituyen. El hombre es siempre el mismo, cambian tan sólo formas y disfraces; y ese cambiar de formas y disfraces, ese girar en círculo, muestra las fuerzas (temporales) que sobre la humanidad gravitan, que la impulsan y que la condicionan; muestran por otra parte los límites del horizonte humano, lo relativo de las apreciaciones, de las creencias y de los gustos: «No concluiríamos nunca si hubiéramos de trazar uno por uno todos los tipos antiguos de nuestra sociedad contraponiéndolos a los nacidos nuevamente por las alteraciones del siglo. El hombre en el fondo siempre es el mismo, aunque con distintos disfraces en la forma: el cortesano que antes adulaba a los reyes, sirve hoy y adula a la plebe bajo el nombre de tribuno; el devoto se ha convertido en humanitario; el vago y calavera en faccioso y patriota, el historiador en hombre de historia, el mayorazgo en pretendiente, el chispero y la manola en ciudadanos libres y pueblo soberano. Andarán los tiempos, mudaranse las horas, y todos estos tipos, hoy flamantes, pasarán como los otros a ser anejos y retrógrados; y nuestros nietos nos pagarán con sendas carcajadas las pullas y chanzonetas que hoy regalamos a nuestros abuelos... ¿Quién reirá el último?»51

Galdós, por el contrario, afirma no sólo que los tipos genéricos se mezclan y confunden, sino además que se desgastan, que terminan sin ser sustituidos; y, para él, la uniformidad física y moral, que los destruye y que todo lo nivela, es testimonio de la terminación de un mundo y del comienzo de otro diferente: «Reconozcamos que en nuestra época de uniformidades y de nivelación física y moral se han desgastado los tipos genéricos, y que van desapareciendo, en el lento ocaso del mundo antiguo, aquellos caracteres que representaban porciones grandísimas de la familia humana, clases, grupos, categorías morales.»

No acompaña la nostalgia, sin embargo, a lo que desaparece, como sucedía en las obras costumbristas;52 se sale, sí, al encuentro de lo que comienza con un   —24→   regocijo que se acentúa o que se oculta. Regocijo ante un cambio que tiene lugar en todas las escalas, que aparece con muy distintas dimensiones y en muy diferentes perspectivas; regocijo, por eso, en lo pequeño y en lo grande, en la solución de problemas trascendentes y en el mejoramiento de técnicas y métodos; regocijo, cómo no, ante la evolución del novelista, ante la evolución que lleva fatalmente, al construir el personaje, del tipo al individuo: «Apenas quedan ya tipos de clase, como no sean los toreros. En el escenario del mundo se va acabando el amaneramiento, lo que no deja de ser un bien para el arte, y ahora nadie sabe quien es nadie, como no lo estudie bien, familia por familia y persona por persona.»

Universidad de Southern California