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ArribaAbajoHonor y adulterio en Realidad

Carlos Feal Deibe


La novela de Galdós, Realidad (1889), cuya forma dialogada permitió fácilmente su adaptación teatral (en 1892), no ha dejado de suscitar interés y controversias desde los días mismos de su aparición. Tal interés radica, sin duda, en el planteamiento original del tema del adulterio, que no se resuelve aquí en la conocida fórmula calderoniana. Así, Joaquín Casalduero vio en Orozco, el marido ultrajado, un representante del «hombre nuevo»88, y H. Chonon Berkowitz señalaba en Realidad «flashes of new morality»89. La personalidad de Orozco es, sin embargo, muy compleja para que en torno a ella se dé unanimidad en la crítica90. Con razón Donald L. Shaw afirmaba recientemente: «Needless to say, Orozco was and has remained an enigmatic and unique figure, beyond the range of Galdós's Spanish audience»91. El enigmatismo de Orozco determina, por supuesto, el de la novela (y obra teatral) en conjunto. Mi trabajo debe considerarse como un nuevo asedio a la elucidación de ese enigma que atrae, y seguirá sin duda atrayendo, a múltiples lectores del gran novelista canario.

Tomás Orozco se manifiesta, ya desde el principio, como un ser en pugna con la sociedad. Es quizá significativo que, aunque las primeras escenas pinten una recepción dada en su casa, él tarde tanto en salir; no aparece hasta la escena VI. Orozco se resiste a mezclarse con los demás. Quiere estar solo; más exactamente, solo con su mujer, Augusta. Al irse al fin todos, exclama para sí: «Yo deseaba que se fueran. Me siento esta noche más fatigado que nunca»92. Lo que más duele a Orozco es que no ha sido capaz de atraer a Augusta a su retiro: «Una sola idea me aflije, y es que mi mujer está aún distante, pero muy distante de mí» (p. 805). Mas Orozco es responsable en gran medida del distanciamiento de su mujer. Pues se niega a verla como un ser independiente, dotada de propia personalidad. El deseo de Orozco sería fundirse con ella; o mejor, fundirla a ella con él, asimilársela totalmente: «arrojo a su entendimiento algunas ideas [...] No las recibe mal; pero no se halla todavía en estado de asimilárselas» (p. 805). Los resultados, naturalmente, son los contrarios de los queridos. Augusta, que no se deja dominar, se aleja cada vez más de él. El alejamiento de Augusta es tanto más explicable cuanto que el modelo (el hombre) a quien ella tendría que asimilarse se le aparece inalcanzable a causa de su exigente moralidad. Augusta, dotada de poderosa vida instintiva, no puede sacrificarla a esa moral austera del hombre. Desde este punto de vista, Orozco es hermano espiritual de León Roch (krausista como él, según Casalduero señala)93, pero también, aunque ningún crítico lo afirme, tiene puntos de contacto con el Horacio de Tristana, en la medida en que éste pretende modelar a su gusto a Tristana, y escapa de ella cuando ve que su empeño es irrealizable.94

Augusta, sin embargo, aprecia a su marido. Más aún, proclama: «quiero tiernamente a este hombre» (pp. 805-806). Pero ella también es muy consciente del abismo que existe entre los dos: «esta unión no satisface mi   —48→   alma» (p. 806). Es interesante que diga mi alma, y no mi cuerpo. No es sólo por llenar una necesidad física por lo que Augusta se entrega a su amante, y no tendrán por tanto razón quienes (personajes o críticos) vean a Augusta como un ser puramente sensual, en el polo opuesto a los vuelos espirituales del marido.

Hay también que destacar que, ya desde esta jornada I, Augusta manifieste deseos de confesar la verdad al esposo: «Casi, casi me dan impulsos de abrir el alma delante de mi marido, y contarle todo lo que me pasa» (p. 806). Lo que él le exige al final -una confesión- no es entonces algo, aunque ella no llegue a hacerlo, opuesto a sus deseos profundos. Augusta anhela la intimidad con su marido, pero el temor reverencial a éste, temor de su severa moral, le impide confesarse.

Aquí surge una ironía. Orozco se ufana de forjarse una moral propia en el interior de su conciencia: «este sistema que me he formado, sin auxilio de nadie, sin abrir un libro, indagando en mi conciencia los fundamentos del bien y del mal...» (p. 805). En lo que toca, sin embargo, al adulterio de su mujer, su moral -pensamos- no difiere mucho de la tradicional. Cierto, no mata a la mujer y no pierde la calma aparente. Pero rechaza a Augusta. Ella, en cambio, se sorprende de que un hombre de tan vasto saber y tamaña rectitud no pueda comprenderla: «¿qué inconveniente habría en que este hombre, que miro como hermano de mi alma; este hombre de entendimiento superior, de gran corazón, todo nobleza, supiera todo lo que me está pasando, y que lo oyera de mi propia boca?... Esto, que parece absurdo... ¿por qué lo es? Mejor dicho, ¿por qué lo parece? No; lo absurdo no es esto que pienso, sino lo otro, todo el armatoste social...» (p. 806). Para ella, como sus palabras muestran, la mentalidad de Orozco no difiere, respecto del problema planteado, de la del «armatoste social», y de ahí el temor -y finalmente la imposibilidad- de confesarse. Orozco depende mucho más de lo que piensa de las ideas de la sociedad en que vive. Lejos de ser el «hombre nuevo», como Casalduero pretende, es más bien Augusta la que se nos aparece como la mujer nueva. Es ella la que desafía las normas sociales, en gran parte injustas: injustas desde luego en su condenación, sin paliativos del adulterio de la mujer, cuando tan tolerantes son, en cambio, con el del hombre.

No sólo Orozco, por tanto, concibe aspiraciones tocante a su mujer; ella también quisiera transformar a su marido. Cada uno trata de atraer a su moral al otro. Augusta piensa: «El que a mí me confiese ha de ser un sacerdote extraordinario, ideal, superior a cuantos hombres andan por el mundo, de un saber tan grande y de una sensibilidad tan fina para tomar el pulso a las pasiones, que pueda yo mostrarle con sinceridad hasta los últimos dobleces de la conciencia...» (p. 808). Sigue manifestando aquí -como vemos- su deseo de unión íntima, profunda, con el hombre. Ese «sacerdote ideal» asume luego los rasgos del marido, quien se presenta a Augusta en una alucinación de ésta. Pero, vuelta a la realidad, Augusta rechaza a Tomás, de quien piensa que se mueve por zonas demasiado elevadas, etéreas, y por tanto inhumanas: «Pero lo que yo digo, los santos deben estar en el cielo. La tierra dejádnosla a nosotros los pecadores, los imperfectos, los que sufrimos, los que gozamos, los que sabemos paladear la alegría y el dolor.   —49→   (Contemplando otra vez a Orozco.) Los puros, que se vayan al otro mundo. Nos están usurpando en éste un sitio que nos pertenece» (p. 810). Augusta, pensamos, no tiene razón al decir esto. Sus palabras anteriores mostraban un idealismo y exigencia que sobrepasan incluso a los del propio Orozco (hablaba de encontrar un «sacerdote extraordinario, ideal, superior a cuantos hombres andan por el mundo»). Aunque aparentemente vinculada a la tierra, Augusta se revela aquí como una mujer a la que ningún hombre podría verdaderamente satisfacer. Más que un hombre lo que ella busca es un dios. Es natural que acabe quedándose sola, y nos preguntamos si alguien distinto de Orozco hubiera podido evitarlo. Pues no se trata sólo de comprender el adulterio; Augusta exige una comprensión absoluta, que no está al alcance de ningún ser humano.

La personalidad del amante, Federico Viera, no es menos compleja e interesante que la de Augusta y Orozco. Federico se relaciona no sólo con Augusta sino también con otra mujer, Leonor la Peri, una prostituta. Y, en el plano de la intimidad y la confianza, esta segunda relación es mucho mejor que la que tiene él con la mujer de Orozco. Entre Federico y la Peri no hay -no hay apenas- secretos. Se trata, por tanto, del tipo de relación entre hombre y mujer que Augusta ambicionaba, pero que ella no puede tener ni con su marido ni con su amante. Federico no responde al deseo de intimidad, de unión profunda (de cuerpos y almas) que experimenta Augusta. Federico es un ser dividido: el cuerpo para Augusta, el alma para la Peri. La situación es paradójica en cuanto que la Peri es una prostituta, y fue amante de Federico, pero ya no lo es. ¿No es esa ausencia de vida sexual entre ellos la que hace posible la confianza?

Lo que perturba a Federico, en el caso de Augusta, es que ésta es la mujer de otro hombre: un hombre que, para más señas, es amigo y protector suyo (una especie de figura paterna). Desearía que Augusta se cansase de él y lo dejase: «No puedo dudar que me interesa, y, no obstante, deesaría que ella. se cansase y me propusiese el rompimiento...» (p. 820). De Augusta piensa también Federico: «pertenece a la sociedad, y ante ella, por una serie de actos maquinales, me revisto de mi orgullo» (p. 820). La sociedad a que Augusta pertenece es la sociedad de los hombres, y concretamente del marido: la sociedad masculina, que con sus leyes hace a la esposa objeto prohibido, tabú, para quien no sea su esposo. Moderna forma del ancestral tabú del incesto, donde la esposa aparece asimilada a la madre. Añade Federico: «por ella he faltado a la consideración que debo a un amigo» (p. 820). Comprendemos el drama de Federico: aunque los víole, respeta los principios de la sociedad donde vive.

Cierto, la institución matrimonial, aunque socialmente respetable, es atacada por hombres tanto como por mujeres. La fuerte coacción moral y legal puede actuar como un estímulo para muchos, que así satisfacen sus ansias de rebelión. En el caso del hombre, su edipismo le lleva a sentirse atraído por la mujer casada (asociada inconscientemente a la madre, según dijimos). Este aspecto edípico es bastante claro en Viera, pues tanto Orozco como Augusta adoptan frente a él una actitud protectora, que recuerda a la de los padres. Contra tal actitud se revuelve el amante: «Ya, ya sé la cantinela   —50→   de Augusta esta tarde. Me parece que la oigo: que desea regenerarme; que debo pensar en vivir de un modo regular; el estribillo de la última tarde que nos vimos» (p. 821). A Federico le molesta verse tratado como un hijo; tal es el lado negativo de la asimilación de la mujer a la madre.

Bajo el deseo que Augusta siente de una absoluta confianza entre ella y el hombre, es posible percibir otro: el de adueñarse del ser del hombre, de su vida: «Cuando se ama de veras, gusta mucho absorber toda la vida de la persona amada» (p. 824). Muy posiblemente Federico, que la defrauda en sus deseos, percibe la amenaza existente para él; amenaza de ser absorbido. Augusta se comporta con Federico de modo análogo a como Orozco lo hace con ella. Su actitud podría así entenderse como una suerte de revancha. De ser modelada por el hombre a su imagen y semejanza, pasa a desear modelar al hombre a imagen y semejanza suyas: «Yo deseo ser, además de tu amante, tu consejera y tu administradora» (p. 825). Posiblemente la conducta de Augusta se comprende mejor en cuanto que no tiene ningún hijo, lo que impide en ella el conocido proceso según el cual la mujer dominada por el hombre -castrada- se desquita con el hijo, a quien maneja y convierte en su falo, completándose de tal modo.95

A Federico dice también Augusta: «Yo aspiro a vencer tu orgullo y a devorarlo» (p. 825). El orgullo de Federico es lo que le impide ser ayudado económicamente por ella (o sea, en el fondo, ser tratado como un hijo). El orgullo es la actitud de que Federico se reviste ante la sociedad: «ante ella [... ] me revisto de mi orgullo». Esa sociedad (creada por los hombres), cuyos dictados él mentalmente acata. El deseo de Augusta, al destruir ese orgullo, sería esencialmente destruir la sociedad u orden masculinos para sustituirlos por otros de inspiración femenina. Transformar el -patriarcado en que vive en una suerte de matriarcado. El marido-padre es sustituido por el amante-hijo. Ella misma declara que lo que le atrae en Federico es su pobreza: «yo te quiero por desgraciado, por bohemio, por el abandono que hay en ti [...] tu vida angustiosa, tu pobreza, sí, empleemos la palabra terrible, han sido un incentivo más del amor que te tengo» (p. 825). La pobreza y el abandono de Federico son un incentivo para Augusta en la medida en que lo colocan en una situación de inferioridad, que le permite a ella ayudarlo (y, en cierto modo, manejarlo, dominarlo). Repárese en lo expresivo del verbo devorar (devorar tu orgullo) en la cita anterior, en la misma línea que el absorber (absorber la vida). Tal vez, en este contexto, el nombre imponente de Augusta es intencionado. Raro en su forma femenina, hace pensar en el emperador Augusto y dota así a la mujer de características dominantes, posesoras, que se nos antojan más propias de hombres.

Interesa también que Augusta tenga celos de la Peri y pida insistentemente a Federico que abandone a esta mujer. A los proyectos de ella, que piensa en una unión permanente con el amante («establecer tu vida junto a la mía, en condiciones de estabilidad»), responde él: «Esa aspiración tuya es un sueño. Olvidas que estás ya casada» (p. 826). Federico vuelve a Augusta a la realidad, la realidad del orden social creado por los hombres (que él, repetimos, acata). Augusta reconoce su error: «Es cierto. Con esa idea me traes a la vida real. Iba yo por los espacios imaginarios, como   —51→   las brujas que vuelan montadas en una escoba» (p. 826). La asociación de Augusta con una bruja parece confirmar lo que decíamos. Las brujas (madres malas) son un medio de representarse el matriarcado, la dominación del hombre por la mujer.

La escena siguiente muestra muy bien las diferencias profundas -ideológicas, morales- que existen entre los dos amantes. Es él, no ella, quien se asusta de lo que ocurre. Él habla del marido: «un hombre a quien tú y yo ofendemos gravemente» (p. 827). Ella reacciona: «déjame a mí el pecado entero, y coge para ti los escrúpulos. [...] Todavía no me he convencido de que esto sea una cosa muy mala, rematadamente mala» (pp. 827, 828). Augusta -repetimos- es la mujer nueva, la representante de un nuevo tipo de moralidad, que no ve el adulterio femenino desde el mismo punto de vista que el hombre; para ella no es algo execrable, absolutamente reprobable. Federico no entiende: «A ti te corresponde, como mujer, la pasión irreflexiva; a mí, la serenidad» (p. 828). Sin embargo, ni él es tan sereno ni ella tan irreflexiva. Federico adopta la postura tradicional del hombre respecto a la mujer; esa postura, precisamente, con la que ella se enfrenta. Aunque no sólo, desde luego, el adulterio de Augusta nos parece en parte el resultado de una rebelión contra el dominio del hombre: el esposo que trata de asimilársela, de controlarla totalmente. Federico no ceja en su actitud: «tengo el valor de incitarte a que me sacrifiques, a que entres en la ley, a que vuelvas los ojos a aquel hombre tan superior a mí... [...] Regenérate huyendo de mí y entregando los tesoros de tu alma al hombre más digno de poseerlos» (p. 829). Frente a Augusta que quiere regenerarlo, él habla de regenerarla a ella. Habla en nombre de su sexo, de la sociedad masculina, a la que si hace falta está dispuesto a sacrificarse, sacrificar su amor, que atenta contra el orden establecido.

No es extraño, entonces, que la relación de Federico con la Peri sea más satisfactoria en muchos respectos. Federico ve a la Peri como a una igual: «Te profeso un cariño fraternal» (p. 818), le dice. Además la Peri no se le aparece, como Augusta, en una situación triangular. La Peri se da a muchos hombres y, en esa medida, no es exactamente la mujer de ningún hombre. La prostituta no tiene honor. Federico puede obrar con conciencia tranquila (o, por lo menos, más tranquila), pues no ataca el honor de nadie. A diferencia de Augusta, que «pertenece a la sociedad», la Peri está al margen de la sociedad. Y es ese carácter marginal el que la aproxima a Federico, quien en su conducta -aunque no en sus ideas- se sitúa también al margen de la sociedad.

Federico, hay que advertirlo, es un héroe calderoniano96. Es el amante, no el marido, paradójicamente quien se ajusta a la tradición. Lo prueba dándose muerte a sí mismo, ya que conforme al modelo calderoniano el amante debe morir. Al no matarlo el marido, el amante se mata a sí mismo. De tal modo se identifica con el marido engañado, y así se entiende muy bien el abrazo final de los dos hombres (exactamente de Orozco y la imagen de Federico) y la exclamación final de aquél a éste: «Eres de los míos» (p. 901). Frase que expresa la aprobación del marido por la muerte del amante. Si Orozco no se atreve a dársela, no quiere decir que no la juzgue apropiada, que no la vea como la única solución honrosa. Orozco,   —52→   en este sentido, no está tan alejado del héroe calderoniano como parece. Los dos hombres se funden al final, a través de la identificación mutua.

El calderonismo de Viera se muestra también en su actitud hacia su hermana Clotilde. Federico reprueba completamente los amores de ella con un muchacho de humilde condición social. Clotilde se degrada, para su hermano, aceptando esos amores: «A esa chiquilla sin seso y de condición villana le enseñaré yo el respeto que debe a su nombre» (pp. 815-816). Su amigo Infante, con quien está hablando, objeta: «¡Ay, amigo mío, no echas de ver que se han quedado muy atrás los tiempos calderonianos! «(p. 816). Federico responde: «Sí, y también echo de ver la gran diferencia en favor de aquéllos.»

Esta historia secundaria tiene interés por la luz que arroja sobre la principal. En la Jornada tercera, la criada Bárbara se refiere así al caso de Clotilde: «Ellos se divierten con cuanta mujer encuentran, y a nosotras, si un hombre nos mira o le miramos, ya nos cae encima la deshonra y empieza el runrún de si lo eres o no lo eres... Pues ¿qué quería ese tonto? ¿Que mientras él se daba la gran vida, su hermana se pudriera en casa como una monja? [...] ¡Ay, bello sexo! ¡Qué falta te hacen muchas así, resueltas y con garbo para darle el quiebro a la tiranía!» (p. 831). Las reivindicaciones femeninas -es decir, la protesta contra el doble standard- se formulan aquí muy claramente, y permiten tal vez entender mejor la actitud de Augusta, a la que atribuimos, aunque no las declare, ideas parecidas.

A diferencia de Federico, Augusta muestra gran simpatía por Clotilde y su enamorado, quienes han huido para irse a vivir juntos. Augusta encuentra la historia muy romántica y piensa que hay que proteger al muchacho, carente de medios económicos. Santana, el amante de Clotilde, sería así un nuevo Federico (un pobre enamorado al que hay que proteger) y, consiguientemente, Augusta se identificaría con Clotilde. Ambas desafían las leyes sociales: una escapando con un hombre, otra teniendo un amante.

Volvamos a Orozco. En su conversación con Joaquín Viera, el padre de Federico, manifiesta bien sus complejidades. No es un hombre tan rígido, tan puritano, como puede parecer. Hace ahora el elogio de los pícaros: «Suele ofrecernos la Humanidad este contraste, y es que la gente ordenada se cae de sosa, y los traviesos y desarreglados tienen toda la sal de Dios [...] No sé si Dios tendrá dispuesto que la bohemia y los caracteres picarescos desaparezcan al fin con la aplicación completa de la disciplina moral. Si así fuera, ¡qué lástima!, porque lo picaresco parece un elemento indispensable en el organismo humano» (p. 843). Orozco simpatiza con individuos alejados aparentemente de él, lo cual muestra que esos individuos representan modos o tendencias profundas de su personalidad. A Joaquín también le dice Orozco: «Pues ahora resulta que el virtuoso y rígido, el hombre de conciencia intachable, no existe más que en la infundada creencia de los tontos que han querido suponerle así; resulta que Orozco es como todos los que le rodean, ni perverso ni tampoco santo; que desea mantenerse en el justo medio entre la tontería del bien absoluto y el egoísmo   —53→   brutal de otros» (p. 847). La cosa es interesante en lo que toca a las relaciones de Orozco y Augusta. Pues ésta sigue la opinión general, considerando a su marido un hombre sumamente recto, puritano y, como tal, aburrido. Tal es una de sus justificaciones -la básica quizás, al menos desde un punto de vista consciente- para engañar al esposo. Así dice a Federico: «¿Por qué me enamoraste tú, grandísimo tunante? Porque eres una realidad no muy clara, porque no veo tu vida cortada por el patrón de este puritanismo inglés que aborrezco» (pp. 825-826). La ceguedad de Augusta respecto a su marido es naturalmente más grave que la de los demás, ya que la esposa, si de veras se lo propone, está (siempre que sea inteligente, y Augusta lo es) en condiciones óptimas de conocer al hombre con quien vive. No hay nada que permita suponer que Orozco es menos complicado, menos interesante que Federico. Si lo que de veras atrajese a Augusta en el hombre fuera el hecho de ser éste una «realidad no muy clara», no tendría verdadera razón para engañar a su marido. Augusta lo engaña antes de haber aclarado su realidad, sin duda mucho más problemática de lo que ella cree. Cierto, Tomás no es personaje que se abra mucho a los otros. Pero una mujer tiene a su alcance medios extraordinarios para abrir el corazón del hombre que la ama. Orozco no es un ogro. Sus impulsos dominantes o pedagógicos podrían con tacto ser amansados. Su reprimida vida instintiva podría ser sacada a flote por una mujer bella como Augusta, a la que Orozco quiere.

Augusta tiene ocasión de sorprender al marido en el momento en que éste amenaza a Joaquín con partirle la cabeza. Este arranque de genio encanta a la mujer, que dice para sí: «Bien, muy bien» (p. 847). Pero luego, hablando con Tomás, ella no lo entiende. Orozco tiene la obligación moral -aunque quizás no legal- de pagar una deuda, supuestamente caducada, a Joaquín. Y aunque su deudor se contentaría tal vez sólo con un tanto, Orozco decide pagar la deuda en su integridad, si bien no toda a Joaquín: un tanto a éste y el resto a sus hijos, Federico y Clotilde, seres necesitados, haciendo así con ellos las veces de padre (el padre que Joaquín no ha sabido ser). Aspira, además, a reconciliar a Federico y Santana. No nos parece esta actitud de Orozco tan incomprensible, sobrehumana, como a Augusta: «Soy poco para ti en el orden espiritual, porque soy simplemente una mujer. Eres mucho para mí, porque has dejado de ser un hombre» (p. 854). Augusta exagera. Piensa probablemente así en virtud de la situación en que se halla. Orozco decide ayudar a Federico, su rival, el hombre a quien debería odiar. Pero es que ignora que Federico es el amante de su mujer.

Federico considera la posibilidad de abrirle él mismo los ojos a Orozco. Sólo retrocede al decirle la Peri: «¿De manera que tú mismo acusarás a la que te quiere tanto?» (p. 863). Finalmente será él quien se sacrifique (matándose), pero vemos que también pasó por su cabeza la idea de sacrificar a Augusta, pues sacrificarla sería el delatarla: señalarla como víctima culpable a su marido.

La Peri propone a Federico que acepte la ayuda económica de Augusta: «Me parece una atrocidad que pases tantas amarguras teniendo esa amiga tan ricachona» (p. 864). A Federico tal idea le espanta. Aceptar dinero   —54→   de Augusta sería ponerse él mismo en la situación del chulo explotador de la Peri, de quien ella dice: «Cuentas de sastre, cuentas de café, cuentas de la Taurina y cuentas de la santísima carandona de su madre. Todo lo tengo que pagar yo, y me voy cansando, como hay Dios» (p. 861). En tal contexto, Augusta se confunde con la prostituta. Por otra parte, Augusta, para Federico, satisface su imaginación y sus sentidos, pero no su corazón. La relación íntima, amistosa, la tiene él con la Peri. Los papeles de las dos mujeres están así como trastocados. A Augusta corresponde el papel que normalmente se asigna a la meretriz. Todo esto ilustra lo que podríamos llamar una ley del inconsciente masculino: la mujer que engaña a su esposo o, simplemente, la que se entrega a más de un hombre es una prostituta.

Así, en Lo prohibido (1884-1885), José María, amante de Eloísa, no se anima a desposarla tras la muerte del marido de ella. Eloísa percibe muy bien los temores del hombre:

-Yo leo en ti -prosiguió-; me meto en tu interior, y veo lo que en él pasa. Tú dices: «Esta mujer no puede ser la esposa de un hombre honrado; esta mujer no puede hacerme un hogar, una familia, que es lo que yo quiero. Esta tía..., porque así me llamarás, lo sé, caballero; esta tía no se somete, es demasiado autónoma...» Dime si no es ésta la pura verdad. Háblame con tanta franqueza como yo te hablo.

La verdad que ella descubría, desbordándose en mí, salió caudalosa a mis labios. No la pude contener, y le dije:

-Lo que has hablado es el Evangelio, mujer.97



Es un gran acierto de Galdós el representar en el amante, precisamente el amante, la actitud escandalizada del hombre en general ante la adúltera. Nadie, en efecto, más sensible que el seductor (con frecuencia atraído por la mujer de otro, o sea por lo prohibido) a la infidelidad femenina, que repetidamente tiene ocasión de comprobar. En la caída de ella, vería el seductor -el amante- una confirmación de sus prevenciones respecto a la mujer. De ahí su inseguridad y el deseo de mantenerse distante (renunciando al matrimonio). Por eso, pese a su responsabilidad en el adulterio, el amante extrema su rigor con la mujer, quien se le aparece como una prostituta (una tía).

Tiene también interés que sea Malibrán y no el marido, Orozco, quien descubre los amores clandestinos de Augusta. Allí donde el marido se abstiene de los deberes que la sociedad de machos le adjudica (vigilar a la mujer, castigarla si ella lo engaña), otros hombres se encargan de esta misión. Así entendido, para la mujer no hay escape. Aunque el marido fuera tolerante, otros hombres (piénsese también en los esfuerzos de Infante, en La incógnita, encaminados en el mismo sentido) se cuidarán de descubrir y proclamar la «falta» de la mujer a fin de ponerla en su sitio; o sea, de retirarla del lugar honorable de las mujeres decentes, fieles a sus maridos. Malibrán será el primero en pensar -y decir- que Augusta mantiene a Federico (como la puta a su chulo). La relación extramatrimonial, en la sociedad de machos, sólo puede existir a un nivel degradado, por más que Augusta -la mujer- se esfuerce en enaltecerla y trate de convertirla en una relación burguesa, estable, ordenada.

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Entiéndase bien. No es que Malibrán descubra casualmente los amores de Augusta, sino que la ha estado espiando. Malibrán es exponente de la sociedad masculina, que vigila y controla los movimientos de la mujer. Este influjo social es tan fuerte que difícilmente un hombre puede resistirse a él, y así Orozco y el mismo amante sucumben a los prejuicios de las gentes de su sexo. Cierto, sobre el amante recae no sólo la animadversión, sino también la envidia: envidia de aquel -más audaz, menos inhibido- que destruye un tabú. Pero la mujer seducida no volverá ya a ocupar el estrato social y moral que antes poseía. Está ya irremisiblemente deshonrada. Augusta no advierte esto. Su postura, sin embargo, anacrónica en su tiempo, lo es mucho menos hoy, sobre todo en algunas sociedades distintas de la española.

La estrecha relación existente entre Orozco y Federico se ve muy bien en la Jornada IV (esc. XIII). Viera tiene una alucinación, en la cual se le aparece Orozco, con quien dialoga. Orozco, entonces -su sombra-, no es tanto un ser independiente cuanto una parte del propio Federico, y lo que representa es su conciencia moral: «bajo estas apariencias insustanciales escondo una austeridad de principios que a mí mismo me asusta cuando atentamente la considero. ¡No faltaría más sino que pretendieras tú monopolizar la práctica de una moral rígida!» (p. 872). La Sombra de Orozco muestra conocer la ayuda económica que la Peri presta a Federico, y ello sin que nadie se lo haya dicho: «¿Acaso lo has pensado, lo has discurrido tú, sin que te lo dijera nadie? (La Sombra contesta afirmativamente con la cabeza)» (p. 873). Siendo la Sombra una parte de Federico, nada hay de extraño: la Sombra conoce todo lo que Federico conoce. El diálogo es en realidad un monólogo, donde el amante trata de disculparse. Se refiere al lazo puro, pese a apariencias en contrario, que hay entre él y la Peri. Vemos en esto el deseo de librar la relación hombre-mujer de toda connotación de lascivia. Existe aquí una concepción negativa de la sexualidad. Sexualidad e intimidad son incompatibles: «Entre Leonor y yo hay un lazo moral, que será, visto desde fuera, muy feo, pero que por dentro es de lo más puro, créelo, de lo más puro que puede existir. [...] Los amores van por otro lado, ¡ay!, amores sin raíces, como los que contraemos con las mujeres de vida ligera, para distraernos y engañar las penas» (p. 873). De modo rotundo, Augusta se asocia ahora con una prostituta. Federico es en el fondo incapaz, respecto a la mujer, de salir de la famosa dicotomía: o prostituta o virgen. Huyendo de la prostituta la transforma en una virgen; pero no puede impedir que la virgen, o quien la reemplaza, la casada -el otro paradigma femenino en la sociedad cristiana-, se le aparezca como una prostituta. Este grave atentado -o falta de adaptación- a la realidad impide a Federico ser feliz, y lo convierte en un hombre dividido, desgarrado. Dice también Federico a la Sombra: «Porque tú debes triunfar y yo debo sucumbir» (p. 873). Federico debe sucumbir a manos de su conciencia moral, proyectada ahora en Orozco.

Alejada la Sombra, Federico no se atreve a ir a ver a la Peri, su confidente: «De noche, no puedo; no sé ver en ella a mi amiga querida. A estas horas encontraré la casa toda llena de... hombres» (p. 874). La visión de la sexualidad lasciva debe borrarse totalmente a fin de que la   —56→   confidencia sea posible. Pero con la mujer «honrada de noche» (Augusta) no puede tampoco Federico consolarse: «ambas me cierran sus puertas en las horas de mayor soledad y tristeza» (p. 874). Es la mujer en general -reducida por Federico a dos únicos tipos opuestos- la que lo abandona, pues ninguna unión plena se lleva a cabo con esos dos tipos extremos. Falta la mujer que sería resultado de una conjunción de ambos; o sea, la verdadera mujer. De Augusta piensa ahora su amante: «¡Pobre mujer! Alucinada por el amor, has perdido de vista la ley de la dignidad, o, al menos, desconoces en absoluto la dignidad del varón» (p. 874). De nuevo Federico se identifica con el marido ofendido, cuya dignidad la esposa infiel mancha. La conciencia moral se sobrepone otra vez a la vida instintiva del personaje.

Un segundo diálogo con la Sombra se produce poco después. Federico por fin, en su alucinación, confiesa que engaña a Orozco, y por eso no puede aceptar su dinero, La Sombra responde: «Empequeñeces el asunto subordinando su resolución a las fragilidades de una mujer. Elevémonos sobre las ideas comunes y secundarias. Vivamos en las ideas primordiales y en los grandes sentimientos de fraternidad» (p. 876). Dada la identificación de Federico con Orozco, las palabras pueden ser de cualquiera de los dos. Expresan una idea -o creencia- típicamente masculina. No sin razón piensa Sobejano que Orozco y Federico son el Hombre frente a Augusta y la Peri, la Mujer: «parece como sí Galdós hubiese querido sólo poner de relieve la trágica oposición entre el hombre y la mujer; aquél, siempre insatisfecho y anhelante de perfección, de justificación moral; ésta, satisfecha siempre con la porción de felicidad sensual y sentimental que la vida le concede o que ella arranca a la vida. A una parte están Tomás Orozco y Federico Viera; a la parte opuesta, Augusta Cisneros y Leonor, 'la Peri'»98. Claro que Augusta tiene, según vimos, unas exigemcias que van mucho más allá de lo puramente instintivo o carnal; pero, desde la perspectiva del hombre (aunque no, quizás, de Galdós), no hay duda: la mujer es materia, instinto, sobre la cual los dos hombres -el Hombre- se elevan a las regiones puras del espíritu, supuestamente masculino en su esencia. A la relación pura, fraternal, de Federico con la Peri sucede la relación fraternal con el hombre. La gradación es evidente. De la mujer lasciva se pasa a la mujer pura y, finalmente, dejada atrás la mujer, se pasa a un ámbito exclusivamente masculino: el ámbito del espíritu, de la pura razón. Es ése el mundo a que Orozco ha tendido siempre, pero para subir al cual la mujer le resultaba una carga. Sólo asimilándosela totalmente, inculcándole sus principios, podía la mujer ser aceptada (ser redimida). Pero Orozco fracasa en su empeño. La mujer (Augusta) revela su naturaleza instintiva indomable, insaciable: su verdadera naturaleza.

Ricardo Gullón, aunque tímidamente, hace en este punto una observación muy justa: «Hay una hipótesis, ciertamente aventurada, que no voy a defender, pero sí a presentar: en la relación entre Orozco y Viera se trasluce un velado tinte de homosexualismo»99. Personalmente yo extendería la observación de Gullón, para aplicarla no sólo al caso de los dos hombres, Federico y Tomás, sino de la sociedad en que viven -sociedad de machos-, donde se trasluce también un «velado tinte de homosexualismo».   —57→   La obra de Galdós refleja muy bien este hecho en esas escenas iniciales de la reunión en casa de Orozco. Hay allí sólo hombres; exceptuando a la madre de uno de ellos, la única mujer es Augusta, la esposa del anfitrión. ¿Dónde están, si las tienen, las mujeres de los otros hombres? Por otra parte, en la Jornada IV se ve que la Peri tiene tratos con varios de los personajes subalternos de la obra: Villalonga, Malibrán, posiblemente Cisneros y Monte Cármenes. Se insiste así en la pintura de una sociedad machista: hombres que nunca vemos acompañados de sus mujeres, o de mujeres simplemente, sino para quienes la mujer es puro objeto sexual, y, como tal, un ser degradado. Es entre hombres sólo, no entre hombres y mujeres, donde surgen poderosos lazos afectivos e intereses comunes. El caso de Federico y la Peri es la excepción que confirma la regla, pues la relación de compañerismo entre ellos sólo es posible tras haber previamente asexuado a la mujer.

Pero, en su diálogo con Viera, la Sombra expone también nociones verdaderamente revolucionarias: «Has dicho que me habías ofendido quitándome 'mi' mujer. ¿Qué quiere decir eso? Augusta no es mía. Considera que en esta esfera de las ideas puras adonde nos hemos subido los seres todos gozan de omnímoda libertad. Nadie es de nadie. La propiedad es un concepto que se refiere a las cosas; pero a nada más... Los términos 'mío' y 'tuyo' no rezan con las personas. Nadie pertenece a nadie, y Augusta, como todo ser, dueña es de sí misma» (pp. 876-877). Aquí sí que Orozco puede considerarse como exponente del «hombre nuevo» (y lo mismo Federico, que asiente, y dice haber pensado las mismas cosas). Sí, aquí se sientan los postulados de una nueva moral. Sin embargo, no nos engañemos. Más que altruistas, las palabras de la Sombra son de carácter defensivo. No es tan fácil suprimir las pasiones, los instintos, y remontarse a esas regiones etéreas. A lo sumo es posible para la conciencia, no para el inconsciente, formado hereditariamente sobre un fondo de experiencias ancestrales100. Por eso Federico se suicida. Por eso Orozco no podrá evitar sentir rencor frente a su mujer y considerarla como un ser inferior. La idea de deshonra, que la sociedad proyecta sobre la esposa infiel y el marido engañado, es sin duda injusta. Fácilmente criticable por la razón, no resulta, sin embargo, tan fácil deshacerse de ella en los estratos más profundos de la personalidad. Augusta, al final, aparece como un ser irredimible. Los dos hombres la abandonan: uno matándose; otro rechazándola, renunciando a vivir con ella. La sociedad es más fuerte que todos, y por eso quienes intentaron afrontarla (Federico y Augusta) o evadirla (Orozco) acaban siendo castigados: su destino será la muerte o la soledad (una muerte espiritual).

Hay que ver, no obstante, que antes de que surja el adulterio, y con él el pretexto para rechazar a la mujer, Orozco ya, incapaz de asimilársela, la veía como una suerte de enemigo. Al menos en lo que se refiere a su naturaleza carnal (o sea, su supuesta esencia femenina), de la que debía alejarse: «Pero si tú -dice Federico- apenas haces vida marital con ella. Lo sé, tonto, lo sé... Tu perfección moral te ha elevado sobre las miserias del mundo fisiológico» (p. 878). Como Federico, Orozco es incapaz de   —58→   conciliar carne y espíritu. A las palabras de Federico, responde la Sombra: «¡Simple, confundes a Augusta con la 'Peri'!» De nuevo aquí la sexualidad de la mujer se hace sinónimo de lascivia.

El deseo que Augusta tiene de dominar a Federico se manifiesta muy bien en la jornada V: «debes someterte a mi voluntad, grandísimo pillo. (Acariciándole.) ¿Qué tienes tú que hacer más que vivir exclusivamente para mí? Yo soy para ti el mundo entero, y agradarme y tenerme contenta es tú unico fin» (p. 879). O sea, huyendo del dominio que el esposo intenta establecer sobre ella, la mujer busca otro hombre con quien pueda invertir las perspectivas: «Si quieres que no riñamos, di a todo que sí y déjate guiar, muñeco» (p. 881). Términos como este de muñeco, o tonto o bobalicón, aplicados al amante, acuden frecuentemente a los labios de Augusta. No nos la imaginamos llamando así a su marido. El respeto que siente por él es demasiado grande para permitirle tal tono. Pero ese mismo respeto la aleja de Orozco, situado para ella en otro mundo; un mundo inasequible.

El afán de dominación sobre el amante se expresa también en el hecho de que Augusta tiene celos furiosos de la Peri. Quiere que Federico la ame sólo a ella: «Perdis, loco, botarate, ¿me quieres mucho? Dime que no amas ni puedes amar a nadie más que a mí» (p. 882). Se entiende así que Augusta se identifique con la Peri, a fin de que el amante no eche nada de menos en ella: «Tu amiga, tu 'Peri', soy yo y nadie más que yo» (p. 882). Federico: «Eres mi 'Perí', y mi no sé qué, y yo soy tu perdis y tu chulo, y tú qué sé yo qué... Cuando me prendan por estafador, ¿irás tú a llevarme la comida a la cárcel, chavala mía?» (p. 882). Augusta recoge con agrado estas palabras, que parecen indicar una debilitación de la conciencia moral en el hombre. Federico ahora es el anti-Orozco, y Augusta puede dar rienda suelta a deseos profundos, reprimidos: «Sí; me pongo mi mantón, y allá voy. Luego, cuando te suelten, nos iremos del bracete por esas calles, y entraremos en las tabernas, siempre juntitos, a beber unas copas...» No le molesta en absoluto la asociación de Federico con un chulo (y consiguientemente, de ella con una prostituta): «Recuerda que eres mi chulo, y que te llevo la comida a la cárcel» (p. 883). Pero aquí vemos también que el deseo de dominación de Augusta sobre Federico coexiste con el opuesto: deseo de ser dominada por el hombre. Dominada sexualmente, no intelectualmente. Dominada por un hombre al que, de otra parte, ella ayuda: hijo y padre a la vez. Con Tomás, en cambio, Augusta no puede ser una madre, o al menos así lo piensa. Tomás se le aparece como autosuficiente. Ella no comprende el fondo de debilidad que en él existe (que existe en todo hombre). Prefiere entonces amar a un hombre donde la debilidad, a causa de su pobreza, es manifiesta. Ante ese hombre puede someterse, porque en el fondo no lo considera distinto de ella, superior a ella. Ante ese hombre puede someterse porque piensa que, a su vez, puede sometérselo.

Pero Federico la defrauda; según vimos, su mentalidad, pese a las apariencias, está próxima a la de Orozco. En seguida reacciona contra las fantasías expuestas: «Mucho siento tener que decírtelo: tu sentido de la dignidad es muy incompleto; tus ideas morales no se ajustan a la razón» (p. 883).

  —59→  

Augusta, incapaz de entender a su marido, piensa que es un loco. Responde el amante: «A todo el que piensa o hace algo extraordinario le llaman loco» (p. 884). La diferencia -y barrera- entre Federico y Augusta, entre el hombre y la mujer, está más que clara. Federico, para Augusta, acaba transformándose en otro loco: de Quijote -caballero andante- lo trata ella (p. 884). La ruptura se produce inevitablemente.

Augusta, luego, expresará dolor por el hecho de que Federico, al morir, no le dirigió ninguna palabra de ternura: «Parecía que me despreciaba...» (p. 893). Recuerda también que él la llamó por el nombre de la Peri, la prostituta: «me dio un nombre ofensivo, ultrajante, el apodo de esa mujerzuela» (p. 893). Repetimos. la mentalidad del amante corresponde a la que sería más lógico esperar del marido. Marido y amante están muy próximos; más que como rivales, aparecen unidos en su desprecio común por la mujer adúltera, asimilable a una prostituta. Federico, al morir, pide perdón a Dios, pero no pide perdón a Augusta, que se deshonró por él, y ella se lo reprocha: «¿Por qué no me había de pedir perdón también a mí, aunque no fuera sino por este rastro de deshonra que tras sí deja?» (p. 893). Augusta no tiene derecho al perdón, tan abominable resulta, para el hombre, su conducta.

En la tremenda crisis que padece, Augusta no sabe si confesó su falta al marido o simplemente lo soñó: «fui al despacho de Tomás y llamé a la puerta. El dijo desde dentro: '¿Quién es?' Y yo respondí: 'Soy la 'Peri' '» (p. 894). Luego (p. 900), por boca de él nos enteramos de que efectivamente ella fue a verlo, calenturienta y trastornada, y pronunció palabras ininteligibles. La intentada confesión respondería a un deseo profundo de la mujer: deseo de comprensión. Ese deseo que Federico no supo satisfacer. Vemos también que Augusta se identifica ella misma con la Peri, aceptando así -aunque sea inconscientemente- el insulto de Federico, así como la estimación social de los hombres sobre la mujer adúltera. La confesión al marido tendría por objeto verse liberada, mediante la actitud comprensiva del hombre, de esa adversa connotación moral que le adjudicaron. Augusta trata de recobrar su identidad perdida de mujer honrada: «ha quedado en mí una oscura reminiscencia de lo que me atormentó la idea de ser yo la 'Peri', ese trasto, y de los esfuerzos que hice para no ser ella, sino quien soy. ¡Lucha espantosa entre un nombre y mi conciencia!» (p. 894). Augusta se preocupa ahora por cosas que antes no le preocupaban (o le preocupaban menos). Diríamos que, finalmente, el hombre, rechazando la instintividad de Augusta, la fuerza a encararse con su conciencia. Y en cuanto la conciencia se presenta como una suerte de atributo o creación masculina, acatarla supone acatar las leyes del hombre, y asimismo el perdón ha de venir del hombre. Para disculparse, Augusta necesita que el hombre la disculpe. Así, paradójicamente, para ser quien es necesita salir de sí misma, alienarse. Augusta, la mujer, es lo que el hombre la llama: prostituta o mujer honrada. El hombre es el forjador de su identidad, y ella, pese a sus esfuerzos, es incapaz de labrar su identidad por sí misma, de rechazar por sí misma la injusta acusación de prostituta.

En la penúltima escena, marido y mujer se encaran. Orozco espera que ella confiese, callando por su parte que él ya conoce la verdad. Orozo estaría   —60→   dispuesto a perdonar a su mujer, si ella, por su propia voluntad, confesara. En definitiva, se trata una vez más de atraer a Augusta a su modo de vida, de negarle personalidad independiente: «Yo te enseñaré la manera de triunfar, si te confías a mí; pero por entero; confianza ciega, absoluta. Revélame todo lo que sientes, y después que yo lo sepa... hablaremos» (p. 896). El Horacio de Tristana se expresará de un modo semejante: «Entrégate a mí sin reserva»101. La mujer no debe tener secretos para el hombre, a fin de que éste pueda en todo momento ejercer un control sobre ella. Por otra parte, Orozco no dice que la vaya a perdonar; reserva su juicio para después que ella hable. Augusta naturalmente siente miedo: «¡Confesar! Esto me aterra. Si él fuera más hombre y menos santo, tal vez...» (p. 896).

Orozco ha de luchar contra sus sentimientos. Para él Augusta es una parte de su ser (sólo así puede aceptarla, amarla), y separarse de ella es, por tanto, como verse privado de una parte de sí mismo. Habla, en efecto, de una amputación: «El desgarrón de este sentimiento, que me arranco para echarlo en el pozo de las miserias humanas, ¡cómo me duele! Al tirar, me llevo la mitad del alma, y temo que mi serenidad claudique. [...] ¡cómo me duele esta amputación!» (p. 897). Se consuela, sin embargo, pensando que sin ella le será más fácil remontarse a las puras regiones del espíritu; prueba de que ve -y veía- a Augusta como un ser excesivamente carnal, necesitado de purificación: «Quizá será un bien esta viudez que me espera; quizás este lazo me ataba demasiado a las bajezas carnales...» (p. 897). Al verse a sí mismo como viudo, Orozco da simbólicamente muerte a Augusta. En un plano profundo, su conducta no difiere, pues, de la del marido calderoniano.

Pregunta luego Tomás a Augusta: «¿No te acusas de ninguna acción contraria al honor, a las leyes divinas y humanas?» (p. 897). El ascetismo de Orozco no le ha conducido a una moral muy distinta de la del mundo en que vive. El honor queda visto como conjunto de leyes divinas y humanas, no como algo interno: el sentimiento de la propia bondad. El «independiente» Orozco acata así las leyes sociales; él también, como Augusta y Federico, es víctima de la sociedad: esa sociedad cuyos prejuicios llevan a los tres a una muerte real o espiritual. Augusta responde: «Me confieso a Dios, que ve mi pensamiento; a ti, no...» (p. 897). Podríamos añadir: a ti, no, en cuanto representante de esas leyes humanas y supuestamente divinas que invocas. Pero se confesaría a él si lo creyera capaz de comprensión, capaz de crítica e independencia frente a esas leyes que exigen el castigo de la mujer. O si lo creyera simplemente capaz de dolor, de sentirse afectado por lo ocurrido: «Si viera en él la expresión humana del dolor por la ofensa que le hice, yo no mentiría, y después de confesada la verdad, le pediría perdón» (p. 898). Augusta, de nuevo, es incapaz de adivinar la tragedia interior del marido. Que éste se la encubra a sí mismo no debe ser necesariamente causa de que ella no la vea. Ninguno de los dos cede en este momento crucial; ninguno da el paso decisivo en el acercamiento al otro. El disimula su dolor, su conmoción interior. Ella se deja engañar por la apariencia. No hay duda que Orozco está interiormente turbado, y en un aparte tiene el valor de confesárselo: «La conmoción interior es grande» (p. 898). Pero la confesión de este sentimiento a la mujer no se   —61→   produce. No sólo es, pues, Augusta la que no confiesa. Los dos callan; los dos callan sus verdaderos sentimientos.

La efervescencia interior de Orozco se manifiesta también en estas líneas, dichas para sí: «¿Por qué no te impongo el castigo que mereces, malvada mujer?» (p. 898). La acusación es clarísima (castigo, malvada). Si Orozco se resiste a dar este castigo, no es tanto por generosidad cuanto por hacer frente a las pasiones, a los instintos. El abandono a lo instintivo es el mal, el mal por excelencia, para Orozco. Un individuo así se encuentra, sin duda, en situación muy difícil de entablar una relación íntima con otro, pues tal relación no puede producirse sin frecuentes descargas instintivas. No es tanto Orozco el que tendría que salvar a Augusta cuanto ésta a él, haciéndole salir a flote la instintividad reprimida. Orozco, finalmente, es un ser empobrecido; acaba solo, sin mujer, pero además su personalidad, sin sitio para los instintos, ha sido como aherrojada en una camisa de fuerza: «Despierto de un sueño en que sentí reverdecer mis amortiguadas pasiones, y vuelvo a mi rutina de fórmulas comunes, dentro de la cual fabrico, a solas conmigo, mi deliciosa vida espiritual» (p. 898).

Debemos aún decir que el tono de Orozco, aparentemente heroico, suena a veces tan grotesco que es difícil no creer que Galdós -pese a sus conocidas simpatías por el krausismo- percibe las limitaciones del personaje. Por ejemplo: «La muy tonta -dice Orozco por Augusta- se ha perdido mi perdón, que es bastante perder, y la probabilidad de regenerarse» (p. 960). Habría aquí, o mucho me equivoco, una crítica implícita de la actitud de hombre tan sesudo.102

El monólogo final de Orozco lo presenta remontándose a las alturas celestiales en un deseo de escapar de este bajo mundo, el mundo de las pasiones e instintos. Pero no es tan fácil liberarse de las pasiones, y éstas irrumpen cuando menos se piensa. Más aún, el impulso por ahogarlas resulta a menudo contraproducente: «Me había propuesto expeler y dispersar estos pensamientos; pero no es fácil. Se apoderan de mi mente con despótico empuje, y tal es su fuerza plasmadora, que no dudo puedan convertirse en imágenes perceptibles, a poco que yo lo estimulara» (p. 899).

Efectivamente, los pensamientos de Orozco sobre lo ocurrido, de que en vano intenta desasirse, cobran ahora tal fuerza que la imagen del amante se le aparece con la nitidez de un personaje real, Lo que quisimos reprimir se transforma en una alucinación: «Si no te calentaras los cascos dormido y despierto, no vendría yo a molestarte» (p. 900), dice la Imagen. Federico -o sea, el propio Orozco, quien en su turbación se representa al amante- se expresa así: «reconstruiste, al par de la terrible escena de mi muerte, las escenas amorosas que la precedieron» (p. 900). La nulidad de los esfuerzos de Orozco por borrar la imagen de lo sucedido, resulta patente. Confiesa: «Es verdad: ayer y hoy, a pesar de mis esfuerzos por encastillarme en un vivir superior, no he podido menos de ser a ratos tan hombre como cualquiera». Tan pobre hombre como cualquiera, precisaríamos. Se advierte así el error de Augusta, y los que como ella piensan, al juzgar a Orozco un superhombre. Orozco estaba tan necesitado de ayuda como el pobre Federico. En su marido, Augusta hubiera podido ejercitar, tanto como en el amante, sus ansias protectoras y maternales, Si esto era difícil, a causa de   —62→   la capa de orgullo y autosuficiencia de Orozco, vimos que el amante no poseía menos orgullo, no se aferraba menos a un riguroso ideal de vida, que mantenía a raya los instintos (y consiguientemente a la mujer, asimilada a ellos). Federico era tan incapaz como Orozco de establecer una relación satisfactoria -es decir, completa- con la mujer. Tomás atribuye rectamente la muerte del amante a «estímulos del honor y de la conciencia» (p. 901), y, al considerarlo uno de los suyos y darle finalmente un abrazo, muestra que idénticos motivos son los que operan en él. Lo que se excluye, en uno y otro caso, es la rica instintividad de la vida, que la mujer representa.

SUNY at Buffalo



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