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Análisis crítico de la literatura general de Mudarra

María del Carmen García Tejera




Introducción

Andalucía entera y, de manera más intensa, la ciudad de Sevilla, han constituido lugar y ambiente propicios no sólo para la creación literaria, sino también para la elaboración de teorías, preceptivas y críticas poéticas. La Historia de nuestra cultura -del cultivo de nuestras más auténticas realizaciones científicas y expresiones artísticas- está densamente poblada de estudios y tratados sobre los principios y leyes que deben sostener y guiar las producciones literarias1.

Estas obras están reclamando una mayor atención por parte de los que nos dedicamos a la investigación y a la enseñanza. Como modesta colaboración a esta tarea de análisis y valoración de nuestros antepasados en la tarea docente, vamos a describir de manera crítica las Lecciones de Literatura General, de don Prudencio Mudarra y Párraga, Catedrático por oposición de dicha asignatura en la Universidad de Sevilla y Abogado del Ilustre Colegio de la misma ciudad2.

Nos proponemos identificar cuáles fueron las bases reales que fundamentan sus concepciones, cuáles son los principios en los que sostiene sus teorías y los objetivos hacia los que orienta sus enseñanzas.

Es suficientemente sabido que, a lo largo de la Historia de la Civilización, el arte y la religión han discurrido íntimamente entrelazados y, a veces, fundidos en una misma realidad. Han recorrido idéntica trayectoria3. No debemos olvidar tampoco que durante largos siglos, toda la ciencia se agrupaba bajo la denominación unitaria de «Filosofía» que, a su vez, ejercía la función de sierva de la teología. Ciertamente, en la Edad Moderna se han desmembrado los diferentes saberes y cada uno de ellos ha reclamado la autonomía en sus principios, métodos y fines.

Durante todo el siglo XIX, sin embargo, aparecen numerosas obras científicas que, no sólo de forma implícita sino incluso en la formulación de sus teorías, plantean la disciplina a partir de prejuicios filosóficos, morales y teológicos. Debajo de la mayoría de sus definiciones y clasificaciones podemos rastrear los pilares «sólidos» y axiomáticos de índole religiosa. Con insistente frecuencia encontramos nociones técnicas de gramática o de literatura que están visiblemente determinadas por unas convicciones ideológicas que les sirven de presupuestos gnoseológicos o de objetivos pedagógicos.

Nosotros en este trabajo intentamos comprobar hasta qué punto la teoría literaria de Mudarra es reflejo servicial de una opción ideológica.






La noción de literatura general

La obra consta de dos tomos. El primero, que es el que a nosotros nos interesa aquí, se titula Literatura General, y está dividido en dos partes: la Caleología y la Preceptiva.

El punto de partida es, obviamente, la definición de la disciplina: «Literatura General es la ciencia que estudia la bella expresión del pensamiento humano por medio de la palabra hablada o escrita»4.

Reivindica, por tanto, el carácter científico de la asignatura y denuncia el error de los que la conciben sólo como un conjunto de reglas encaminadas a crear belleza por medio de palabras:

«Basta fijarse en el objeto y fin que le están señalados para adquirir el convencimiento de la justicia con que lo otorgamos en nuestra definición, rango y carácter científicos: la Literatura, en efecto, determina la esencia de la belleza, y sus leyes inmutables; nos da el concepto del arte y las maneras en que éste ha de manifestarse necesariamente, poniéndonos así en condiciones de apreciar los grados de cultura artística de los pueblos y abriéndonos despejados caminos para elevarnos a las esferas caleotécnicas por medio de la palabra».


(pág. 9)                


Para lograr estos fines, construye un sistema completo de verdades, dependientes de un principio axiomático. Las reglas, fijas y absolutas, las formula como resultado de dichos principios teóricos.

El objeto formal de esta disciplina está indicado en la fórmula «bella expresión». Dícese «bella expresión» -explica- para significar que no cabe dentro de la esfera literaria la palabra humana cuando no realiza la belleza. Precisa, además, que la literatura sólo expresa directamente el pensamiento ya que, cuando manifiesta sentimientos, lo hace en cuanto la inteligencia los percibe, y revestidos, por decirlo así, de la forma que les da esta facultad.

Para estudiar la bella expresión del género humano ofrece, como instrumento indispensable, las nociones que constituyen la Caleología. Se necesita -explica- conocer la belleza, determinar su esencia, saberla apreciar en las obras artísticas:

«No quiere esto decir que califiquemos la Caleología de una parte de la literatura; todo lo contrario. La Caleología, como ciencia de lo bello, ha de estimarse tronco del que arrancan las ciencias concernientes a las diversas manifestaciones artísticas de lo bello, a cuyo número pertenece la Literatura; sino que esta última no está completa ni puede estarlo, si antes no se investiga lo relativo a la belleza, formando, por tanto, dicho tratado uno de los prolegómenos necesarios en esta asignatura».


(pág. 12, nota 1)                


Sin embargo deja suficientemente claro que este trabajo preparatorio tiene sentido cuando va seguido de un estudio serio que formule con rigor las leyes generales que deben regular las composiciones en prosa y en verso. Éste es, precisamente, el objeto de la Preceptiva, que, unida a la parte anterior, constituye la Literatura General.




La caleología

La Caleología corresponde a la ciencia llamada generalmente Estética5. Rechaza expresamente este nombre introducido por Alejandro Baumgarten y afirma que, aceptando tal denominación, fomentamos la idea de que la belleza es percibida por la sensibilidad, y nos induce forzosamente al sensualismo. La argumentación en contra de esa posible concepción de tal término como sinónima de percepción de los sentidos, la podemos ver formulada en el siguiente texto:

«... que tal palabra [...] es impropia e inductiva a error, se demuestra probando que la belleza no puede ser percibida por la sensibilidad, sino por la razón; y esto es facilísimo de conseguir. Advirtamos ante todo que el objeto bello, cualquiera que sea, puede ser percibido por las facultades sensibles; su belleza sólo se aprehende en virtud de una comparación, como consecuencia de un juicio, y estas operaciones están por encima de la esfera a que se extienden las facultades orgánicas».


(pág. 17)                


Termina su razonamiento acudiendo a las más elementales nociones de Lógica -según las cuales el juicio consiste en la intuición de la conveniencia o discrepancia de las ideas- y a las enseñanzas básicas de la Psicología -que enseña que sólo la inteligencia conoce y compara dichas ideas-. Pero, además, aduce otros dos argumentos. El primero se apoya en el hecho de que la belleza es una cualidad tanto de los seres corpóreos como de los espirituales: debe consistir, por lo tanto, en alguna propiedad común que, obviamente, sólo puede ser espiritual. La segunda es un argumento «ad hominem». Incluso concediendo -«lo que de ninguna manera puede concederse»- que la belleza existe sólo en los seres corporales, puede demostrar, siguiendo a Sócrates y a Platón, frente a los sofistas y sensualistas de su tiempo, que tal carácter no se percibe por los sentidos6. Una misma cualidad sólo se puede atribuir a dos objetos diferentes si a los dos les conviene en razón de su esencia. Lo ejemplifica de la manera siguiente:

«... nosotros reconocemos y calificamos de bellas lo mismo una pintura excelente, por ejemplo, que una pieza musical de mérito reconocido, luego siendo idéntica la cualidad que las constituye bellas y las facultades sensibles las llamadas a realizar este acto, no habría dificultad en que trocásemos los órganos de los sentidos, y con los ojos apreciásemos la belleza de la música y viceversa; pero es así que en este caso nada percibiríamos, luego para explicarse el hecho del conocimiento hay que acudir a una facultad superior a las orgánicas, o más claramente dicho, a la razón, puesto que entre unas y otras no tenemos ninguna intermedia»7.


(pág. 19)                


Apoya esta doctrina con la autoridad de San Agustín, Cicerón y Suárez.

Mudarra entiende por Caleología la ciencia que estudia la naturaleza íntima de lo bello, y las leyes de su aplicación a las artes. En esta definición incluye los dos objetos principales que le asigna a la Caleología como ciencia práctica: el examen de la belleza en sí o «considerada como un concepto trascendental», y su aplicación en las obras de arte.

Ofrece la siguiente relación de autores que le han servido de fuente de documentación y de apoyo: a unos los cita para defenderlos y a otros para atacarlos. En la Edad Antigua, los Diálogos de Platón, los fragmentos de Poética y el Tratado de Política de Aristóteles, las Aeneades de Plotino, las obras De Ordine y De Musice y las de San Agustín. En la Edad Media, Santo Tomás, por los capítulos que en su Summa Theologica dedica a este punto; San Isidoro, con sus Etimologías. Entre los autores modernos, selecciona a Hutcheson, entre los ingleses; a Baumgarten, Kant, Jungmann y Kleutgen entre los alemanes; a P. André, Batteux, Cousin y Leveque entre los franceses; Gioberti, Pianciani, Pallavicini y Taparelli entre los italianos, y, entre los españoles a Núñez Arenas, Lista, Milá y Fernández González8.




La belleza y el arte

Divide la Caleología en dos partes. En la primera trata de la belleza y en la segunda del arte. Sobre belleza, adopta la definición trazada por Jungmann: «La bondad intrínseca de las cosas en cuanto es razón del deleite experimentado al contemplarla». Rechaza las definiciones sensualistas iniciadas por Baumgarten, seguidas por Federico Mayer y desarrolladas por Edmundo Burke, Solger y Lemke. También muestra su desacuerdo con las concepciones de los filósofos panteístas, entre los que incluye a Schiller y a Kuhn, y critica ampliamente la doctrina de San Francisco de Sales y, sobre todo, la del «ilustre escritor católico Taparelli»9.

En esta primera parte del libro, desarrolla, de manera extensa y con abundantes referencias a filósofos y escritores -Platón, Aristóteles, Plotino, Cicerón, San Agustín, San Ambrosio, Santo Tomás, Schiller, Lemcke, Krug, Hoggart, Blair, Herder, Jungmann, Burke, Leverrier, Taparelli, Nussleins, Vischer, Kant, Lessing-, la noción, propiedades y clases de belleza, sus condiciones; examina los principales caracteres de los seres corpóreos que tienen analogía con nuestro espíritu; explica también el concepto de «sublimidad», sus clases y su relación con la belleza. Aborda igualmente la idea de fealdad y dedica los dos últimos capítulos de este apartado al estudio del gusto.

La segunda parte de la Caleología es de carácter práctico y está orientada al conocimiento de la belleza manifestada en las obras de arte.

Mudarra, tras examinar las definiciones que sobre arte dieron autores como Cousin y Buchez, las rechaza por juzgarlas incompletas y erróneas. Acepta la formulada por Kleutgen según la cual el arte es «la facultad de hacer alguna cosa según reglas ciertas y conocidas».

En la división del arte en sentido objetivo y subjetivo, sigue a Santo Tomás: el primero es «una colección de reglas dictadas por la razón para guiar rectamente los actos humanos hacia algún fin determinado»; el segundo es «la disposición del hombre a emplear su actividad para lograr el fin que se propone, conforme a reglas ciertas y conocidas como tales». Sobre las bellas artes, únicos medios de que disponemos para saborear la belleza, nos da la siguiente definición:

«... las que, por medio de imágenes, tomadas del mundo interno o externo, nos dan a conocer la belleza suprasensible, proporcionándonos a la vez el deleite de la misma».


(pág. 110)                


Para conocer la belleza, que, según su definición, es de naturaleza suprasensible, indica dos caminos: el de la analogía -a partir de actos producidos por principios y causas espirituales- y la oposición -mediante la oposición de las imperfecciones corporales-.

Contra los autores que defienden que cada arte es producto de una facultad propia -la poesía, del sentimiento; las didácticas, de la razón, y otras de la fantasía, etc.- y frente a los que personifican las potencias del espíritu, considerándolas como seres subsistentes por sí mismos, Mudarra sostiene que es siempre el alma la que siente, entiende y quiere, aunque emplee para sus operaciones facultades distintas. La obra de arte, por lo tanto, surge del concurso armónico de todas las facultades.




La concepción caleotécnica

En la creación artística distingue un fondo y una forma. Al fondo le da el nombre de «concepción caleotécnica» y la define de la siguiente manera:

«La determinación intelectual hecha por el artista de la belleza suprasensible que trata de realizar».


(pág. 119)                


Dicha «concepción caleotécnica» no se forma -advierte- sin que el genio, en alas de la inspiración, penetre en la esfera suprasensible y aprehenda allí la belleza más acomodada a su intento o más en armonía con sus facultades. También incluye los fenómenos procedentes de las percepciones inmediatas en las que encierra aquella superior belleza.

Admite que el artista goza de plena libertad para crear ficciones, pero a condición de que respete las leyes que rigen el orden físico y moral y que no conciba como imposible el objeto de sus creaciones. Esto es, en otras palabras, la verosimilitud que, desde Aristóteles, exigen todos los teóricos.




El signo y la imagen

Esa «concepción caleotécnica» -ese contenido- se ofrece y se traduce al exterior por medio del signo y de la imagen. Define al signo como «todo aquello que nos lleva al conocimiento de otra cosa con la cual no tiene semejanza» (pág. 125) y a la imagen como «toda cosa hecha en vista de otra a la cual sirve de modelo, y con la que conviene en esencia, en figura o en alguna otra nota necesaria» (pág. 126).

Explica, sin embargo, que el signo no ha de carecer de todo parentesco con aquello que lo representa, porque entonces no lo podría dar a conocer, pero este parentesco es una relación distinta a la de la imagen, y puede fijarse arbitrariamente o estar fijada por la misma naturaleza; en el primer caso, los signos se llaman arbitrarios, como por ejemplo, las insignias de muchas dignidades, los colores de las banderas, los toques de corneta, etc.; en el segundo, se denominan naturales, y se pueden citar como ejemplos el humo respecto del fuego, el aliento respecto del principio vital, el suspiro respecto de la tristeza, y otros muchos.

La palabra, empleada por varias de las bellas artes, es un signo arbitrario o convencional, como claramente lo manifiesta el hecho de que con voces articuladas distintas, se expresan los mismos conceptos. Algunas de ellas, como las interjecciones y otras, pueden llamarse signos naturales de los afectos del ánimo, pero, en general, «ni son ni pueden menos de ser signos arbitrarios».

La imagen se funda en cierto parecido con su contenido pero -advierte Mudarra, apoyándose en Santo Tomás- la semejanza sola no es suficiente para constituir la noción de imagen: se necesita, además, la conveniencia de ambos elementos -significante y significado- en sus respectivas esencias, o al menos, en alguna nota esencial. Si se trata de objetos corpóreos, esa nota es la figura. Es preciso también -afirma siguiendo a San Agustín- que se exprese una relación de origen.

Estas nociones le sirven para distinguir tres tipos de imágenes, llamadas respectivamente imágenes de primera, de segunda y de tercera.

  • En la primera, la cosa conviene con su original, como sucede cuando un hombre imita la voz y la acción de otro nombre;
  • En la segunda, sólo se da una conveniencia externa, en la figura, como, por ejemplo, en el retrato;
  • En la tercera, se establece una correspondencia entre notas o caracteres necesarios, como sucede al reproducirse los tonos de la voz humana por medio de instrumentos musicales.

Tanto los signos como las imágenes, para que sean capaces de servir de expresiones de las bellas artes, además de la belleza, deberán cumplir las siguientes condiciones:

  • que por sí solos posean capacidad y poder para exteriorizar con claridad «concepciones caleotécnicas»;
  • que se diferencien esencialmente de otros medios representativos;
  • que no puedan ser divididos en varios elementos, suficientes cada uno para fines artísticos.



Las artes formales

Tras presentar diversas divisiones de las artes, a partir de distintos criterios objetivos, pasa examen a cada una de las artes formales: dramática, plástica, gráfica, poesía, canto y música.

Para determinar la naturaleza de cada una de estas bellas artes se limita a repetir la definición general elaborada anteriormente, incluyendo el medio expresivo específico de cada una de ellas. Posteriormente, se plantea dos problemas: el del contenido último y el del fin remoto de las obras de arte. Sobre el primero, Mudarra defiende, frente a los teóricos modernos, y en concreto frente a Lessing, que las bellas artes no pueden elevarse a la categoría de formales mientras no reproduzcan en sus obras una copia de belleza suprasensible. Recordemos la teoría de Lessing (que cita Mudarra en esta obra) en sus propias palabras:

«... que como [las artes figurativas] sean las únicas que pueden ofrecernos la belleza de la forma, para lo cual no han menester el auxilio de ninguna de las otras artes, las cuales deben renunciar a semejante designio, síguese indisputablemente que dicha belleza es, y no puede por menos de ser, el fin en que aquellas artes se terminan. El destino propio de toda arte bella sólo puede ser lo que sin el auxilio de ninguna otra arte le es dado ofrecer a nuestra consideración, el cual destino, tratándose de la pintura, no es otro sino la belleza corpórea».


(págs. 138-139)                


Un poco más adelante, las palabras de Lessing son más claras y categóricas:

«La expresión de la belleza corpórea es el fin a que está destinada la pintura; su más alto fin la expresión de la más alta belleza»10.


(pág. 139)                


Mudarra admite que sólo las artes figurativas tienen el poder de crear imágenes de figuras con la belleza correspondiente a los objetos corpóreos. También acepta el principio de que el destino de toda bella arte sólo puede ser lo que sin el auxilio de ninguna otra arte, pero rechaza enérgicamente la conclusión que califica de «sofística» y argumenta de la siguiente manera:

«Si las artes figurativas reprodujesen tan sólo la belleza corpórea, harían una obra imperfecta, defectuosa, mala; porque la belleza corpórea, aunque sea un elemento de la producción artística, es sin embargo el menos importante y propende a extraviar el espíritu humano y a pervertir el corazón; así es que para realizar una producción caleotécnica se necesita además, y muy principalmente, la belleza suprasensible a que nos referíamos».


(pág. 139)                


Mudarra, que vuelve a insistir en que las artes figurativas, como las otras bellas artes, no alcanzarían su fin esencial y no cumplirían con su destino si se limitasen a reproducir la belleza corpórea, no disimula su indignación y su escándalo ante las afirmaciones de algunos seguidores de Lessing. Reproducimos aquí algunas de las citas recogidas por el autor sevillano a las que no duda en calificar de «los mayores delirios»:

  • de Lemcke: «lo capital para el escultor es la forma»;
  • de Ficker: «La belleza de la forma es la cosa de más alto valor para el artista plástico»;
  • de Nusslein: «El desnudo tiene una alta importancia en la plástica, en cuanto su efecto subsiste plenamente en los contornos que este arte da a la superficie de las figuras. Su efecto propio se destruiría o se haría imposible si quisiera ocultar su figura con muchos paños»;
  • de Krug: «El pintor y el escultor presentan la belleza ideal en el más gracioso desnudo. Todo lo demás que añaden por vía de adorno, incluso un hermoso ropaje, sólo serviría para disminuirlo»;
  • y del mismo Lessing: «Por ventura, ¿no perderíamos alguna parte de la obra bella bajo la envoltura del vestido? ¿Tienen acaso las telas, obra de manos esclavas, la belleza de un cuerpo orgánico, obra de la Eterna Sabiduría?».

No dejan de sorprendernos los argumentos que utiliza para refutar esta teoría cuyas consecuencias no duda en calificar de perniciosas. Nosotros vamos a presentarlos esquematizados:

  • el cuerpo humano recibe su belleza del elemento racional;
  • la verdad filosófica, esencial en la «concepción caleotécnica» impide que las artes ofrezcan el cuerpo humano desnudo;
  • los hechos de los que el artista se sirve para hacernos contemplar la belleza suprasensible deben ser verosímiles en toda su integridad;
  • es necesario que las figuras utilizadas por la plástica y la gráfica estén conformes con lo que reclama el aspecto exterior de las personas;
  • tratándose de personas de una alta belleza moral, es evidente que la falta de vestido, «tal como lo exige el más severo decoro», se opone directamente a su carácter y a la idea que de ellas se tiene.

Tras desarrollar las anteriores razones, matiza e insiste en que aunque las personas representadas no posean una alta belleza moral tampoco se podrá consentir que aparezcan indecentemente desnudas.

Pensamos que resultará suficientemente gráfica la reflexión que hace sobre los desnudos del mártir y del demente. Las reproducimos textualmente porque creemos que ponen de manifiesto con claridad hasta qué punto los prejuicios morales pueden determinar una teoría filosófica:

«En sólo dos casos puede un hombre estar desnudo: o cuando se le desnuda por la fuerza, como sucede en muchos martirios, o cuando ha perdido el juicio; y el artista no puede elegir ni el uno ni el otro ejemplar para sus concepciones caleotécnicas porque la desnudez pugna con la belleza espiritual que representa el mártir, y porque la personalidad de un hombre demente no puede servir como medio representativo de una belleza suprasensible. Éstas son las razones puramente caleotécnicas; pero además de ellas hay las que se desprenden de la obligación común a todos los hombres de respetar el orden moral y los mandamientos de la ley divina. El artista no puede colocarse fuera de las leyes a que los demás estamos obligados, ni menos hacer algo contrario a los sentimientos naturales en todo hombre».


(pág. 142)                


Y todavía más nos llama la atención que esgrima el testimonio de los griegos quienes «privados de la luz de la revelación llegaron a comprender estas verdades al no ofrecer desnudas más que las representaciones de la Venus vulgar, o algunas otras figuras correspondientes a la parte más oscura de la mitología» (págs. 142-143). En esta ocasión se apoya en una cita de Ficker: «allí, por el contrario, allí donde la edad y la dignidad exigían ropaje, éste no se hacía desear; así que siempre comparecieron vestidos Júpiter, Neptuno, Esculapio, la severa Palas ateniense, la casta Diana, Juno la seria, Ceres y las musas» (pág. 143).

Ya podemos imaginar la postura que adopta Mudarra con respecto a la segunda cuestión, que planteaba en los siguientes términos: ¿se les puede asignar a las bellas artes formales algún fin remoto? Su respuesta es absolutamente afirmativa y la justifica de la siguiente manera: «El arte [...] trata de procurarnos el deleite de la belleza suprasensible; lo bello, considerado ontológicamente, es idéntico con el bien: luego la acción del espíritu que produce el deleite de la belleza es la misma que el amor perfecto de ese bien» (pág. 144)11. Así pues, cuanto con más intensidad y con más eficacia procuren las bellas artes el amor de las cosas buenas, tanto más convendrán con el fin próximo a que están llamadas12. Cita las teorías de los siguientes filósofos modernos que han sostenido las «mayores aberraciones»:

  • Krug: «La fuerza del motivo final quita a las bellas artes su libertad y su juego desembarazado, es decir, su esencia»;
  • Nusslein: «La obra artística sólo puede engendrar el placer estético cuando en su producción sigue su autor el impulso de una necesidad interior que le mueve como por instinto, cual si no tuviera conciencia de ello, con exclusión de toda mira y objeto final»;
  • Cousin: «Es imposible asentir a una teoría que confunde el sentimiento de lo bello con el sentimiento moral y religioso; que pone el arte al servicio de la religión y de la moral y le da por fin hacernos mejores y elevarnos a Dios».

A estas afirmaciones, Mudarra opone otras tres tomadas de filósofos importantes:

  • Platón: «Los dioses no nos han hecho el don de la poesía, del canto y de la música para que simplemente gocemos un deleite inútil, sino para que con su auxilio pongamos el debido concierto entre los varios y discordes impulsos y movimientos del ánimo, y para que recobremos en el sistema de nuestra vida interior, aquella moderación y aquella belleza que suelen echarse de menos»;
  • Jungmann: «La Divina Comedia y el Parcival, el Stabat Mater de Gacopone de Todi y el Dies Irae de Celano; los himnos de San Ambrosio y Santo Tomás, los cantos de San Gregorio Magno y las composiciones de Palestrina; los cuadros de Angélico, de Murillo, de Overbecks, Cornelio, Weiths, Führich; los trabajos de mármol de Achtermanns; las obras maestras de un Señeri y de un Bossuet, de un Wiseman y de un Mac-Carthy; las iglesias de Santa Isabel, en Marburgo, y de Santa Gúdula, en Bruselas, las Catedrales de Strasburgo, Colonia y Friburgo, de Reims y de Chartres, de Milán, Burgos y Toledo, ¿cómo nacieron y quiénes las hicieron? Hiciéronlas aquellas artes de las que sería poco decir que sirvieron al espíritu religioso, que se consagraron a él sin ningún linaje de reserva, porque la verdad entera es que fueron ellas engendradas e informadas de ese espíritu y vivieron sólo de él y para él»;
  • Leibnitz: «Las primicias y las flores, por decirlo así, más galanas de todas las cosas, incluidas las bellas artes, a Dios se deben dedicar. La poesía entera, arte en cierto modo divino, lengua en que hablan los ángeles, ninguna otra cosa puede hacer más noble y sublime que cantar, cuan suavemente le sea dado, himnos y celebrar con todo género de alabanzas la gloria de Dios»13.



Las bellas artes virtuales

Mudarra las define diciendo que son aquéllas que alcanzan tal categoría cuando, además de la belleza, persiguen la consecución de un fin distinto. Pero, para evitar toda duda de interpretación y para recalcar la doctrina que va exponiendo, advierte que sólo reconoce tal condición a tres manifestaciones: a la elocuencia en su grado más elevado, a la arquitectura y a la liturgia católicas.

La elocuencia se convierte en arte bella cuando expone por medio de la palabra el bien de orden moral, de tal manera que nos impresione fuertemente y nos mueva a constituirlo en norma y guía directiva de todos nuestros actos.

Lo mismo ocurre con la arquitectura católica, ya que está encaminada a descubrir las altas bellezas de la esfera espiritual, a hacer visible la obra de la sabiduría, del poder y del amor de Dios.

La liturgia católica, finalmente, constituida por objetos, palabras y ritos, expresa no solamente la armonía externa sino también -y sobre todo- realiza de manera eficaz la acción generosa de Dios sobre sus hijos creyentes.




Las artes recreativas y las pseudo-bellas

Junto a éstas, hay otras manifestaciones que, según el autor sevillano, usurpan la denominación de bellas artes. Estas son las recreativas y las pseudo-bellas.

Las recreativas las define así: «aquéllas que por medio de signos o bellas imágenes, tomadas del mundo interno o externo y con el atractivo de la verdad, de la novedad y de otras excelencias análogas, tienen virtud para recrear nuestro ánimo» (pág. 152).

Se trata de obras cuyos contenidos no son los convencionalmente «bellos» como, por ejemplo, las que representan defectos y deformidades de la figura humana. Mudarra reconoce que ya en la antigüedad tal práctica era frecuente:

«... Entre los griegos también se conocieron las Pausanias, los Pireicos, y otros muchos que eran llamados Rhiparógrafos o pintores de inmundicias, cuyas obras sin embargo, eran apreciadas por no pocos. Desgraciadamente en nuestros días no faltan quienes quieran pasar la plaza de artistas, siguiendo esa misma escuela; y, lo que es peor aún, el gusto de los pretendidos inteligentes fomenta esas aficiones, falseando por completo la noción de las bellas artes y colmando los estrepitosos aplausos lo que a lo sumo puede ser considerado como obra de algún arte recreativa».


(pág. 153)                


Pero, de acuerdo con la actitud que ha venido manteniendo a lo largo de todo el libro, y en coherencia con los principios teóricos establecidos al comienzo, rechaza ésta «tan desdichada tendencia» que falsea por completo la noción de bellas artes ya que, en definitiva, falta la forma de las producciones caleotécnicas, «o sea la belleza suprasensible».

Éste es, reproducido textualmente, el argumento con que «combate» estas «erróneas» y «perniciosas» doctrinas:

«La forma de las producciones caleotécnicas se constituye por una belleza suprasensible de gran momento; sólo en esta forma se nos da la esencia de las producciones caleotécnicas; luego las que carecen de ella, aunque tengan perfección técnica, les falta el elemento más esencial, y sin él, al llamarse bellas, usurpan un nombre que de ninguna manera les corresponde».


(pág. 153)                


Artes pseudo-bellas son aquéllas que en el fondo o en la forma traspasan los preceptos de la moral católica.

La razón para él es «clarísima», ya que, aceptado el principio que establece que la belleza y el bien se identifican, cuando se advierta que una obra no puede ser calificada de plenamente buena, tampoco podemos concederle la categoría de bella. A este respecto cita las siguientes palabras de Schiller: «De una teoría legítima y concluyente, resultaría que el libre deleite, tal como lo produce el arte, descansa por completo en razones morales; que la naturaleza moral del hombre se muestra íntegramente en él. Resultaría, en segundo lugar, que la producción de este placer es un fin que sólo por medios morales puede ser alcanzado; y, por consiguiente, que para obtener cumplidamente el placer, que es el fin del arte, tiene éste que tomar el camino de la moral».

Entre estas artes pseudo-bellas enumera no sólo a la comedia -campo propicio para influir en el vulgo por medio del ridículo, la sátira o el chiste- sino también a la pintura, escultura, poesía, canto y novela. Todas aquellas obras que disuelven los sanos principios y atacan los actos más nobles de la vida. Todas estas artes pseudo-bellas son, según Mudarra, hijas legítimas de una estética que no tiene inconveniente en decir por boca de Lemcke:

«Allí donde ha penetrado el espíritu de la verdadera belleza, donde la esfera de lo sensible muestra, bajo todos sus aspectos, su hermosura, su limpidez natural y aun espiritual, espiritual y aun natural, allí no existe la vergüenza, tomada esta palabra en su acepción ordinaria... El artista no se cura de las reglas ordinarias de la decencia, sino al hombre lo crea tal como la naturaleza se lo presenta, adornado de la belleza que natura le dio. El plástico, por consiguiente, que hace la exposición de su asunto del modo más perfecto posible, forma, pues, el hombre desnudo, y si es mujer, también desnuda».


(págs. 155-156)                





El lenguaje

Del capítulo que, dentro de la Caleología, dedica Mudarra al arte literario, nos interesan especialmente las ideas que expone sobre el lenguaje y, más concretamente, sobre su origen. El hombre no sólo no inventó la palabra sino que tampoco pudo inventarla. Éste es el resumen completo de toda su doctrina. Rechaza la teoría materialista que se apoya en «el absurdo principio» de la generación espontánea y en la «palpable contradicción» que supone el que los hombres se pusieran de acuerdo para dar un valor a las voces sin previamente poseer el lenguaje14. Cita en favor de su tesis a Jaime Balmes. Se opone igualmente a las enseñanzas racionalistas15 que sostienen que las lenguas antiguas son esencialmente sintéticas, obedeciendo a la espontaneidad total del espíritu; las lenguas posteriores -según esta teoría- fueron descomponiendo aquella síntesis primitiva y se fueron desarrollando progresivamente los diferentes idiomas, que poseen un carácter marcadamente analítico.

Para Mudarra, pues, la única teoría segura y confirmada es la católica, que afirma que Dios concedió al hombre la palabra y que éste no pudo jamás formarla por sí sólo. Además del texto de las Sagradas Escrituras, aduce la autoridad de César Cantú, quien asevera que si el hombre no hubiera oído hablar, estaría privado de la palabra, como lo demuestra el hecho de los sordomudos, que no hablan porque no oyen, a pesar de tener expedito el aparato vocal.

Dedica finalmente un capítulo a las nociones gramaticales: a los sonidos y letras, sílabas, partes de la oración, a la escritura, a su origen, a su desarrollo y a sus distintas clases. Se trata solamente de un breve resumen de las definiciones elementales de los manuales escolares. Sobre el verbo, una de las cuestiones controvertidas en este tiempo16, acepta la definición de Aristóteles:

«Una voz simple instituida para significar una cualidad de un sujeto, conforme a la condición variable del tiempo».


(pág. 169)                


Muestra su desacuerdo con las concepciones de Apolonio, Condillac, Tracy y Galupi.

Sobre la interjección afirma que no es ni siquiera parte del discurso porque se reduce a veces a un signo vago, expresivo no de ideas, sino de afectos.

Termina este capítulo con la definición sobre la palabra escrita y una breve explicación sobre el origen y desarrollo de la escritura, y sobre sus distintas clases.




La preceptiva

En la preceptiva, definida como «la parte de la literatura que estudia las leyes de las composiciones literarias» (pág. 177), explica la validez e importancia de tales normas en cuanto se apoyan en los principios y conclusiones de la Caleología. El plan escasamente se aparta del esquema que sigue la mayoría de Retóricas y Poéticas de su tiempo. Trata sucesivamente de la poesía y sus especies, de la dramática, de la elocuencia y, finalmente, hace algunas consideraciones sobre las composiciones doctrinales «porque también realizan belleza, y porque así sabremos distinguirlas de las obras correspondientes a las bellas artes propiamente dichas» (pág. 176).

Nosotros vamos a detenernos sólo en aquellos conceptos y juicios que pongan de manifiesto la absoluta subordinación de sus teorías literarias a una determinada doctrina filosófico-teológica.




La obra poética

Disiente de la división generalizada de las composiciones literarias en verso y en prosa porque, para él, lo que verdaderamente constituye la poesía no es la forma, la organización externa del discurso, sino la intención, el sentimiento y las ideas: el contenido, en definitiva. Prefiere la clasificación de las obras en poéticas y prosaicas, porque, en este caso, se pone de manifiesto que las primeras, las encaminadas a realizar belleza, se dirigen al hombre entero, o lo que es lo mismo, «hablan a sus facultades sensibles y espirituales, tomando los hechos del mundo físico o moral y modificándolos convenientemente para recrear nuestras facultades sensibles con la descripción bella de los objetos, y satisfacer la aspiración común hacia lo espiritual e invisible» (pág. 179). Por estas razones, rechaza las diferentes definiciones que sobre poesía se han formulado a lo largo de la historia: las de Platón, Horacio, el Marqués de Santillana, Blair y las que sostienen que la esencia de la poesía está en el lenguaje de las pasiones, del sentimiento, de la ficción, en el entusiasmo, en la imaginación, en la imitación, en la expresión de enseñanzas morales, etc., e insiste en que la única definición adecuada es la siguiente:

«El arte que por medio de la palabra artística expresa imágenes bellas del mundo interno o externo, dándonos a conocer la belleza suprasensible, y proporcionándonos a la vez el deleite de la misma».


(pág. 180)                


Se trata, como habremos podido comprobar, de la misma definición genérica de «Bellas Artes» en la que incluye la especificación del objeto instrumental: «por medio de la palabra artística».

Frente a los «detractores» de la poesía que con «marcada injusticia» la califican de un mero pasatiempo, proclama que, por el contrario, es un ejercicio de las más nobles facultades del alma y posee un valor real, propio, consistente en elevar al espíritu a las regiones de lo bello, y dirigir las inclinaciones al ámbito de la moral. También influye sobre la sociedad favoreciendo afectos semejantes y estrechando más íntimamente todo tipo de vínculos. Mudarra le asigna también las funciones de conservar la tradición y recordar las épocas gloriosas mostrando el camino de la verdadera grandeza. Gracias a estos medios combinados, pueden levantarse los pueblos de la postración en que se encuentren en algún período de su historia.




La novela

Tras constatar que a la novela, además de la belleza suprasensible, se le han asignado diversos fines, haciéndola histórica, política, satírica, descriptiva, e incluso destinándola a la instrucción moral, se lamenta de que no han faltado tampoco quienes la utilizaron y la utilizan, desgraciadamente, para extraviar las ideas y corromper las costumbres.

Llama la atención de todos aquéllos que quieran apreciar la importancia de la novela para que observen el influjo poderosísimo, aunque «desgraciadamente pernicioso» que ejerce sobre la sociedad. Encuentra su explicación en la facultad que posee la novela de satisfacer la innata propensión de la naturaleza humana hacia lo nuevo y maravilloso, y...

«... claro es -afirma- que el hombre ignorante devorará sin escrúpulo cuantos errores y absurdos se envuelvan con habilidad en una cubierta hermosa, por lo mismo de sentirnos naturalmente inclinados a ello. He aquí el porqué se exige en primer término y principalmente la moralidad: en la negación de bondad, como sabemos, no se puede encontrar belleza; por tanto, si el novelista ha de hacer una obra verdaderamente bella le es preciso respetar en todas sus partes la moralidad».


(pág. 246)                





El arte dramático

Sobre el arte dramático también se plantea la misma cuestión y la resuelve con idéntica fórmula.

Parte del hecho de que el teatro, cuando se extravía, posee mayor eficacia para corromper las costumbres que para corregirlas, pero advierte que puede lograr un resultado beneficioso si el poeta dramático se lo propone y presenta amable la virtud y odioso el vicio, si inspira y ennoblece los buenos instintos del hombre, apartándolo del crimen y excitando su admiración por todo lo generoso y heroico. Sólo de esta manera -afirma- llegará el drama a ser una producción caleotécnica y corresponderá al concepto de Guillermo Schlegel formulado de la siguiente manera:

«El drama nos presenta el cuadro de la vida embellecido, la elección de los momentos más penetrantes y decisivos del destino de la humanidad».


(pág. 252)                


Esta concepción se opone fatalmente a la de Rousseau y a la de la escuela moderna, que ponen el fin del arte dramático, no en el mejoramiento de las costumbres, sino en el solaz y deleite del público espectador.

Mudarra insiste en que el escritor dramático, como el poeta y como los demás artistas, cumplen con lo que sus respectivas obras reclaman cuando realizan la belleza suprasensible y la encarnan en formas adecuadas y convenientes, pero como la belleza se identifica en el fondo con la bondad, le resulta a él indudable que el artista no desnaturaliza ni va en contra de la perfección de su obra cuando se propone transmitir un mensaje bueno moralmente. No obstante, acepta como obvio que si la lección moral fuese directa no sólo dejaría de producir efecto, sino que ahuyentaría a los espectadores. Por el contrario, cuando la enseñanza se desprende de la acción misma, se recibe de manera insensible y hasta agradable.

Recuerda cómo Madame Stäel cree que la influencia del espectáculo escénico en el espíritu de una nación es la misma o parecida a la ejercida por un suceso real. También aduce los testimonios de Santo Tomás, Caffaro, Racine y de otros muchos que defienden el teatro, concediéndole gran importancia precisamente por servir de escuela de costumbres:

«De más significación -dice- es el testimonio de la Iglesia que en un principio lo anatematizó por su esencia pagana, y comprendiendo el gran influjo que ejercía sobre los pueblos lo sustituyó con representaciones dramáticas de carácter religioso, como sucedió en España, en donde se conocieron los misterios, o representaciones sagradas, hechas en las iglesias, siendo actores los mismos sacerdotes».


(pág. 254)                


Y cita también a escritores que, como Platón, Bossuet y los de Port-Royal, lo atacan acaloradamente llamándolo insano, pernicioso y funesto. Pero estas mismas actitudes de rechazo demuestran, a su juicio, la influencia que le conceden sobre las costumbres y las ideas. Concluye que no se puede calificar al teatro de diversión indiferente, y responsabiliza a los gobiernos de las naciones civilizadas para que procuren por todos los medios posibles mejorar sus condiciones, sin abandonarlo a los caprichos del fallo popular. Recuerda que los griegos no sólo se sirvieron del teatro para exaltar las ideas religiosas y patrióticas, sino que lo aprovecharon para influir en sucesos y calamidades públicas.

Comenta que el éxito de la tragedia es generalmente desgraciado aunque podrá ser feliz si los trabajos y contratiempos sufridos por el héroe son de tal naturaleza que mantienen la ansiedad y hacen nacer fuertes sentimientos. De todas maneras -señala- los personajes épicos exigen bondad en sus costumbres pero sin que sea tan perfecta que impida o dificulte el juego de las grandes pasiones.

La comedia, de igual manera que la tragedia, posee, según él, un carácter moral. Se propone ridiculizar el vicio en sus varias manifestaciones, poniendo al descubierto cuanto es digno de censura. Pero añade más:

«Las lecciones de la comedia producen seguros resultados, porque nada hace tanta impresión ni se entiende tan fácilmente como lo inculcado por medio de un chiste, de un cuento picaresco, o de un rasgo cualquiera de ingenio en que intervenga el ridículo. Es verdad que si el ridículo se maneja por manos inhábiles causa perniciosas consecuencias porque ataca cosas laudables y dignas de mayor respeto; pero éste no es ni puede ser un defecto de la comedia, sino abusos cometidos por ignorancia o malicia».


(pág. 271)                





A modo de conclusión

  • La obra de Mudarra posee una pretensión científica, ya que no se conforma con un trabajo de carácter meramente descriptivo o prescriptivo;
  • Su concepción científica es estrictamente deductiva. Parte de la formulación y aceptación de un principio teórico al que concede validez absoluta -la definición de belleza- y lo aplica de manera mecánica a todas las nociones que integran la disciplina;
  • Sus definiciones de belleza, arte, poesía, etc. son rigurosamente intelectualistas: rechaza con energía todas las descripciones teóricas que puedan inducir al sentimentalismo y, mucho más, al sensualismo. La belleza para él sólo puede ser producida o interpretada por la inteligencia;
  • El ámbito espiritual posee para Mudarra un carácter marcadamente religioso;
  • Los valores morales sirven de objetivos absolutos y de criterios positivos y negativos en la creación y valoración estéticas;
  • La Literatura General, por lo tanto, carece de autonomía científica en sus principios, en sus criterios, en sus normas e, incluso, en su metodología




 
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