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Análisis semiótico de un cuento de «Clarín»: «El viejo y la niña»

José Romera Castillo





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En enero de 1899 la publicación periodística y satírica Madrid Cómico, de tanta transcendencia en los últimos coletazos del siglo XIX, se transformó en Vida literaria bajo la dirección de Jacinto Benavente. En el número del 21 de enero salía a luz pública el cuento de «Clarín» El viejo y la niña, inserto después en el volumen póstumo Doctor Sutilis1. Contaba Alas cuarenta y siete años y le faltaban dos para morir.

De inmediato el título del relato nos evoca el de la célebre comedia de Leandro Fernández de Moratín, El viejo y la niña, estrenada en el teatro del Príncipe de Madrid, en 1790. Sergio Beser, al tratar de las referencias y alusiones a temas y asuntos literarios en obra corta de «Clarín», afirma: «Algunos relatos son recreación, y a la vez examen, de antiguos temas literarios, referidos a una determinada obra; así El viejo y la niña, a la comedia de Moratín, y Nuevo contrato, al Fausto de Goethe»2.

El tema del amor entre un viejo y una niña, de larga tradición literaria, será tratado en varios cuentos escritos desde la madurez y experiencia de nuestro autor. El más característico de ellos, Un viejo verde, aparecido el 7 de enero de 1893 en Madrid Cómico; sin olvidar, por poner otros botones de muestra a Joaquín (personaje de Benedictino), don Mamerto (de El caballero de la mesa redonda), o el escritor Masito Caces (de «Flirtation» legítima), teñidos de algunos aspectos autobiográficos. El mismo «Clarín», al referirse a la   —898→   Poética de Campoamor3, tras afirmar que no hay nada «más repugnante que un viejo verde según la carne y nada más interesante que un viejo verde según el espíritu», constataba que la literatura actual -desde la perspectiva de 1893- «vive principalmente de la savia intelectual de algunos viejos verdes»4.

Es cierto que la crítica clariniana se ha volcado sobre la opera magna del catedrático ovetense (La Regenta, Su único hijo); pero también lo es que la obra corta -que no menor- de Alas va siendo objeto de estudio. Ahí están, por ejemplo, el libro de Laura de los Ríos5, los trabajos de Mariano Baquero Goyanes6, Francisco García Pavón7, John W. Kronik8, José María Martínez Cachero9, Katherine Reiss10, Bonifacio Rodríguez Díez11, Clifford R. Thompson Jr.12; etc., y muy especialmente los estudios y edición anotada de Carolyn Richmond13.

Como un factor más de esa suma me propongo realizar aquí un análisis de El viejo y la niña, desde un punto de vista semiótico. Ni que decir tiene que no pretendo hacer una pormenorización de todos los aspectos que el método semiótico de la literatura comporta. En otros trabajos míos he tenido ocasión de tratarlos tanto desde un punto de vista teórico como práctico, muy especialmente en mi libro El comentario semiótico de textos14. Por ello, debido a   —899→   limitaciones de espacio, me centraré en el análisis de algunos aspectos del cuento, obviando teorizaciones.




ArribaAbajo Morfosintáctica textual

Todo texto es un todo que está construido por su autor siguiendo un plan previsto. De ahí que como resultado de una primera lectura nos encontramos con una organización textual dual o dicotómica: el viejo (don Diego) y la niña (Paquita) por un lado, y sus relaciones en el pasado y en el presente (aunque este sea histórico, desde el punto de vista narrativo, como veremos luego). Por ello, en el relato aparecen dos secuencias claramente diferenciadas.

La primera, que podríamos denominar la intrahistoria de la historia, se refiere al pasado de los dos protagonistas. Don Diego (55 años) y Paquita (una jovencita), «separados por un abismo de tiempo», han tenido desde que la niña nació una vida común «íntima, de familiaridad constante» -«años y años vivieron así»-, aunque era «su amistad extraña». Los hechos evocados de este pasado expresan aspectos de esta relación entre ambos personajes, pero, a la vez, siguiendo la técnica clariniana, sugieren estados de ánimo e intenciones ocultas. Así, por ejemplo, al evocar los tiernos años de la protagonista, el avezado narrador dice:

«Él y ella se acordaban de los besos que cuando Paquita era niña, niña del todo, regalaba al buen señor, y aquello había concluido para no volver; y don Diego había sido el primero a renunciar, sin que mediaran explicaciones, es claro, a tamaña regalía».



Don Diego sabía muy bien qué estaba pasando en su interior. Como también lo sabía la no tan inocente niña, la cual «lo que se llama enamorada» no había estado todavía, a pesar de los varios novios que se le conocían. Hecho en el que, coqueta y ambiguamente, no dejaba ella de insistir:

«También esto lo sabía don Diego; y ella se lo repetía a menudo, casi orgullosa de aquel modo de sentir suyo, y se lo decía una y otra vez a su amigo y mentor, como quien insiste en una obra de caridad».



«Demasiado sabía don Diego que a Paquita no le gustaban los pocos años. De esto habían hablado mil veces, con gran complacencia del muy socarrón amigo, y como tutor callejero de la niña». Esta insistencia en el tema, «pensando en aquel modo tan singular de querer a sus novios que tenía Paquita», es un indicio claro de la inclinación (explícita en el viejo; implícita, pero real, en la niña) que en los dos se manifestaba. Pero lo cierto es que ambos guardaban en su interior el secreto de esta amistad tan extraña sin poner las cartas boca arriba:

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«En tantos años de vida íntima, de familiaridad constante, jamás de los labios de don Diego había salido una palabra que pudiese tomar Paquita por atrevimiento de galán con pretensiones. En cambio, su vida común estaba llena de elocuentísimos silencios; y en los contactos indispensables en paseos, teatros, iglesias, bailes, etc., etc., ni nunca había habido deshonestos ademanes, ni siquiera insinuaciones que la joven hubiese podido llevar a mala parte, había tenido por uno y otro lado no confesada delicia15.

Paquita se fijaba en que los novios cambiaban y el amigo viejo siempre era el mismo. Sin decírselo, los dos sabían que el otro pensaba esto; que era mucho más serio aquel contrato innominado de su amistad extraña, que los amoríos pasajeros, casi infantiles, de la niña.

Otra cosa sabían los dos: que Paquita estimaba en todo lo que valía la pulquérrima conducta de don Diego, que jamás, ni con disculpa del grandísimo deseo ni con disculpa de la insidiosa ocasión, había sucumbido a las tentaciones que el íntimo y continuo trato le hacía padecer. Jamás el más pequeño desmán... y eso que la frialdad y apatía ni el más ciego podía señalarlas como causa de aquella prudencia sublime».



Don Diego había reprimido siempre su grandísimo deseo y jamás (repetido tres veces) ni por palabra u obra se había propasado. Paquita, por su parte, se había percatado de ello y fruto de su educación tradicional apreciaba esta pulquérrima conducta. Pero lo cierto es que su vida común estaba llena de elocuentísimos silencios (nótese el uso de los tres superlativos para indicar la situación límite en que se halla esta relación). Gracias a estos inconfesados deseos los dos personajes viven el juego del disimulo que, al fin y al cabo, va a permitir que sus relaciones no se cuarteen o finalicen. Pasado feliz y sin obstáculos en la estructura de superficie -«los dos reían a carcajadas»- pero simulado, y por lo tanto falso, en la estructura profunda. Todo marchaba muy bien hasta que llegó aquel fatídico día de septiembre.

La segunda secuencia se articula alrededor del presente, lo que podríamos denominar la historia del relato, centrada «en una tarde de septiembre, al morir el día» cuando los dos se dirigen a casa de Paquita tras haber estado en una tertulia al aire libre en el Retiro madrileño. Al pasado evocado se opone la acción del presente. El foco narrativo ilumina primeramente la escena de la tertulia en la que han participado junto a nuestros protagonistas unos jóvenes -«media docena de admiradores que a Paquita no le faltaban nunca»- inexpertos, un algo atrevidos y, sobre todo, de pocos años, como comenta la joven   —901→   al llegar a la Puerta de Alcalá, quien «se cogió del brazo de su inofensivo amigo, que venía un poco preocupado, algo conmovido, pero no con pensamientos tristes». Pero, ¿a qué se debía la preocupación y conmoción de este hombre maduro? Lo vamos a saber de inmediato:

«Aquella tarde volvía muy contento, para sus adentros, don Diego, porque en la tertulia, al aire libre, en El Retiro, él había lucido su ingenio, con gran naturalidad y modestia, a costa de aquellos sietemesinos. Paquita le había admirado, echando chispas de entusiasmo contenido por los ojos; bien lo había reparado él. Por eso volvía tan satisfecho... y con una tentación diabólica, que mil veces había tenido, pero a que siempre había resistido... y que ahora no creía poder resistir».



La joven, ajena a esta situación límite de don Diego pero deseosa de quedarse un rato más con su acompañante sempiterno, le propone sentarse en el Prado ya que «le daba pena meterse en casa tan pronto, perder aquel crepúsculo, aquella brisa tan dulce...». Argucia inocente, pero al fin y al cabo, argucia poco natural. «Se sentaron, muy solos, sin alma viviente que reparase en ellos» y «hablaron con gran calor, muy alegres los dos, sin saber por qué, los ojos en los ojos». Tras preguntarle quién «es en el mundo la persona, sin contar a tu madre, de tu mayor confianza» y responderle la joven «¿Quién ha de ser? Tú», el tenorio de turno le propone un sutil pero no menos clarificador juego. El narrador arrebatando la palabra al osado protagonista lo condensa del modo siguiente:

«Ello fue algo así: don Diego propuso que jugaran a un juego que era una delicia, pero al cual sólo podían jugar dos personas de sexo diferente, si el juego había de tener gracia, y que se fiaran en absoluto la una de la otra. Era menester que se diera mutua palabra, seguro cada cual de que el otro la cumpliría, de no sacar ninguna consecuencia práctica del juego aquel; que por eso era juego. Consistía la cosa en confesarse mutuamente, sin reserva de ningún género, lo que cada cual pensaba y sentía y había pensado y sentido acerca del otro; lo malo, por malo que fuere, lo bueno por bueno que fuera también. Y después, como si nada se hubiera dicho. No debía ofenderse por lo desagradable, ni sacar partido de lo agradable».



El clímax de la acción está servido. La reacción de Paquita -nada inocente por otra parte- es fulminante:

«Paquita estaba como la grana; sentía calentura; había comprendido y sentido la profunda y maliciosa voluptuosidad moral, es decir, inmoral, del juego que el viejo la proponía. Había que decir todo, todo lo que se había pensado, a cualquier hora, en cualquier   —902→   parte, con motivo de aquel amigo; cuantas escenas la imaginación había trazado haciéndole figurar a él como personaje...

Paquita, después de parecer de púrpura, se quedó pálida, se puso en pie, quiso hablar y no pudo. Dos lágrimas se le asomaron a los ojos. Y sin mirar a don Diego, le volvió la espalda, y con paso lento echó a andar camino de su casa».



La voluptuosidad reprimida de la joven está bien clara ya que su moral no le permitía hacer otra cosa. Ante tal reacción don Diego intentará quitar hierro al asunto:

El viejo asustado, horrorizado por lo que había hecho, siguió a la pobre amiga; pero sin osar emparejarse con ella, detrás, como un criado.

No se atrevía a hablarle. Sólo, al llegar al portal de la casa de ella, osó él decir:

-Paquita, Paquita, ¿qué tienes? Oye: ¿Qué tienes? ¿Yo, qué te he hecho? ¿Qué dirá mamá?...



La joven, sin articular palabra pero con un signo kinésico de cabeza, promete no decir nada a su madre -de nuevo otra complicidad tácita con su amigo, terminando el relato así:

«Ella, sin contestarle, ni mover la cabeza, la movió lentamente con signo negativo.

No, no hablaría: su madre no sabría nada... Pero al llegar a la escalera echó a correr, subió como huyendo, llamó a la puerta de su casa apresurada, y cuando abrieron desapareció, y cerró con prisa, dejando fuera al mísero don Diego.

El cual salió a la calle aturdido y avergonzado, y cuando vio a dos del orden en una esquina, sintió tentaciones de decirles:

-Llévenme ustedes a la cárcel, soy un criminal; mi delito es de los más feos, de esos cuya vista tiene que celebrarse a puertas cerradas, por respeto al pudor, a la honestidad...».



Final con puntos suspensivos que hacen que el cuento no tenga un obligado cierre, sino que cual opera aperta -en el sentido que Umberto Eco proporciona a la expresión- da libertad a cada receptor de imaginar lo que tras esta dramática escena pudo pasar después entre el viejo y la niña.

Nos encontramos, pues, ante dos juegos enfrentados. En palabras de Carolyn Richmond: «Al sugerir don Diego ese delicioso ‘juego’ de las confesiones, trayendo a las palabras todo lo que había quedado escondido en la fantasía de ambos (la reacción de Paquita desmiente cualquier inocencia de su parte), destruirá por fin aquel otro juego de (sic) que habían estado   —903→   gozando ambos durante años. Y quizá, a pesar de sus remordimientos posteriores, con todo haya sido así mejor para ambos...»16.

Las dos secuencias, desde el punto de vista de su articulación o sintagmática, van encadenadas por continuidad, según la propuesta de Claude Bremond: la segunda es consecuencia de la primera; pero a su vez no están plasmadas linealmente, sino que, aunque en el relato tipográficamente hay un espacio entre ambas, existe una superposición del inicio de la segunda en la primera (la escena de la tertulia del Retiro). El pasado es el marco en el que se inserta -se enclava, en terminología semiótica- los hechos concretos del presente. Organización textual que hace que el relato no tenga una estructura interna simple, sino que contiene una complejidad arquitectónica, toda aquella que puede comportar un cuento breve como el nuestro. Compositio que es necesario reseñar como un elemento artístico más del arquitecto-escritor Leopoldo Alas.

Ahora bien estas acciones, evocadas o llevadas a la práctica, adquieren su relevancia plena cuando se les pone en parangón con los dramatis personae que las ejecutan. Veamos, en primer lugar -siguiendo los pasos y la nomenclatura de Greimas- los actores:

En las pinceladas del retrato de don Diego, que supone la fusión de la prosopografía y la etopeya, «Clarín», por medio del narrador, proporciona algunos rasgos de lo físico y lo moral a un tiempo, impregnándolos de una cierta simpatía hacia este hombre maduro relativamente viejo:

«Viejo precisamente... no. Pero comparado con ella, sí; podía ser su padre. [...] Tenía don Diego facciones más correctas que don Práxedes [Sagasta], pero él mismo no sé qué de melancolía elegante. Tenía el pelo negro todavía, con algo gris nada más en un bucle, sobre la sien derecha. En aquel rizo disimulado había una singular tristeza graciosa, que armonizaba misteriosamente con la mirada entre burlona y amorosa, algo cansada, y triste, con resignación que dan la piedad y la experiencia».



Su edad, como ocurre en otros cuentos de «Clarín», no se especifica, sino que a través de la cita de un discurso del político Práxedes Mateo Sagasta, se colige, como anota Carolyn Richmond17, que podría tener unos   —904→   55 años. Y a tal edad, tal atuendo: «Vestía con gusto según la elegancia propia de su edad». Estaba dotado de inteligencia e ingenio que mostraba «con gran naturalidad y modestia», como pensaba «Clarín» que debía comportarse todo intelectual, no exento de ironía o socarronería con el que se las da de sabio o erudito18.

El esbozo del retrato de Paquita es mucho más sintético, pero por las insinuaciones que de ella se hacen no hace falta mucha imaginación para ver su estampa:

«Ella... era todo lo bonita que ustedes quieran figurarse. Morena o rubia, no importa. Dulce, serena de humores equilibrados, eso sí».



Rienda suelta a la imaginación y que cada uno se la figure como sus preferencias le indiquen. Técnica de la imprecisión que no tiene otro fin que el de involucrar más al lector-receptor en la vivencia expuesta en el relato. Todo lo bonita que se quiera imaginar en la belleza física, pero que nadie pueda tener el menor atisbo de su inflexible decencia («humores equilibrados»)19. Paquita admira a su amigo y tutor tanto por los años -«no le gustaban los pocos años»- como por su inteligencia -«echando chispas de entusiasmo por los ojos»-.

Estos son los dos actores principales de la acción. Los demás los conocemos a través de las referencias que el narrador proporciona (salvo Periquillo). La madre de Paquita, prima y algo novia de don Diego cuando eran chicos, «sacaba en consecuencia que dejar a su hija confiada a aquel contemporáneo suyo no ofrecía ningún peligro, no podía dar qué decir a la malicia»; de ahí el temor de este de que se entere de la inmoralidad -según él- de su comportamiento. Siempre aparentar en lugar de ser. Como buena madre previsora busca un buen partido para Paquita, queriendo «relaciones que fueran formales» -de nuevo las apariencias- «y procurasen una posición segura a la hija».

Otros actores son los «varios novios» de Paquita que duraban poco y que esta aceptaba «por curiosidad, por agradar a la madre», pero que «duraban   —905→   siempre los amores inocentes de aquella niña poco, y ahondaban casi nada en su espíritu». Se aburre de todos como con Periquillo -que tanto podría ser un nombre real como el genérico-, cuyo recuerdo se dramatiza haciendo intervenir al personaje en el diálogo, empeñado en que la joven lo viese desde el balcón pasear por la calle.

La «media docena de admiradores» de Paquita en la tertulia al aire libre del Retiro son «jóvenes de pocos años» -Eduardo tiene 20 años; Alfredo, 19; de los demás no se mencionan sus nombres y edades-, pertenecen a la «fina sociedad», atildados -«gomosos»-, y un tanto presuntuosos intelectualmente hablando:

«No eran Sénecas, ni habían asado la manteca20. Uno a uno, aislados, no empalagaban. Todos juntos, parecían ecos repetidos de la misma insustancialidad. Costaba trabajo distinguirlos, a pesar de las diferencias físicas».



«Pobres sietemesinos» para don Diego y para «Clarín». A pesar de lo escrito en un palique aparecido en la Vida literaria el 6 de junio de 1899, pocos meses después que nuestro cuento -«voy preparándome para la tolerancia que tan bien parece en la vejez, que es mi porvenir»-, el desdén hacia estos imberbes jóvenes es aquí manifiesto.

Finalmente hay referencia a la gente en general: «la madre de ella y el mundo [subrayado nuestro]... los dejaba andar juntos y solos por teatros y paseos, sin desconfianza ni sospechas de ningún género; lo cual no ‘podía dar qué decir a la malicia’ [subrayado nuestro]; o alma viviente [subrayado nuestro] que reparase en ellos». Además de los dos guardias -«dos del orden»-, siguiendo con el empleo de sinécdoques o metonimias, que aparecen al final del relato ante los cuales siente don Diego la tentación de confesarse.

Fijémonos ahora en algunos de los papeles actanciales -siguiendo a Greimas- que estos actores realizan. Como los actantes sujeto / objeto están vinculados por una relación de deseo, Paquita se convierte en objeto ansiado tanto por don Diego como por sus novios y admiradores, quienes, a su vez, se convierten en sujetos deseantes. Como los actantes remitente / destinatario están relacionados por el saber, el viejo es destinatario de las confidencias amorosas que la remitente Paquita le hace sobre sus novios. Como en los actantes auxiliar / oponente la relación es de poder o participación, la niña es oponente tanto de don Diego como de sus novios y admiradores, al no conseguir estos sus pretensiones. El análisis podría seguir constatando las   —906→   diversas funciones actanciales y los predicados de base que en todos los actores se ponen de manifiesto.




ArribaAbajoSemántica textual

El viejo y la niña es un cuento erótico en el que el erotismo está más sugerido que plasmado, siguiendo los dicterios del quehacer literario de Leopoldo Alas. Carolyn Richmond lo incluye en su antología entre los relatos de relaciones interpersonales21. Por su parte, Mariano Baquero Goyanes, al estudiar el cuento español del siglo XIX, lo clasifica entre los psicológicos y morales. ¿Por qué no entre los amorosos, si es el amor entre don Diego y Paquita -llamada una vez Paca- el núcleo fundamental de la pieza? Sencillamente, como apunta Baquero, porque «los cuentos amorosos de ‘Clarín’ se caracterizan por la finura psicológica... La exquisita sensibilidad de Alas, conjugada con su capacidad crítica, da a estas narraciones un valor excepcional. El cuento amoroso de ‘Clarín’ responde a las mismas características de la mayor parte de sus narraciones: exaltación de la vida, de los seres débiles y humildes; combinación del humor y de la ternura»22, ya que «el cuento de amor no es sino un matiz especial y concreto del cuento psicológico»23.

Por ello estamos ante un cuento psicológico y moral teñido de rasgos erótico-amorosos. Pero, ¿por qué el relato es psicológico-moral? La contestación la da el propio Alas en el prólogo a sus Cuentos morales24 y por obvia no necesita glosa alguna:

«No digo cuentos morales en el sentido de querer, con ellos, que el lector se edifique, como se dice; mejore sus costumbres... Los llamo así, porque en ellos predomina la atención del autor a los fenómenos de la conducta libre, a la psicología de las acciones intencionadas. No es lo principal, en la mayor parte de estas invenciones mías, la descripción del mundo exterior ni la narración interesante de vivir virtudes históricas, sociales, sino el hombre interior, su pensamiento, su sentir, su voluntad...».



Rasgos todos ellos que se dan en El viejo y la niña. Enmarcado el relato conviene detenerse en algún eje semántico del mismo. Uno, muy importante, es de la voluptuosidad reprimida, tema por otra parte muy recurrente en la   —907→   obra clariniana25. Una prueba de ella, todo lo implícita que se quiera pero no por ello menos evidente, es la comunicación no verbal entre los protagonistas a través del silencio. Espiguemos algunos ejemplos:

  1. «Su vida común estaba llena de elocuentísimos silencios».
  2. Después de la conversación sobre los admiradores de Paquita en el Retiro, se dice: «Callaron los dos».
  3. «Sin decírselo, los dos sabían que el otro pensaba esto; que era mucho más serio aquel contrato innominado de su amistad extraña, que los amoríos pasajeros, casi infantiles, de la niña».
  4. «...jamás de los labios de don Diego había salido una palabra que pudiese tomar Paquita por atrevimiento de galán con pretensiones» [...] «...y con una tentación diabólica, que mil veces había tenido, pero a que siempre había resistido... y que ahora no creía poder resistir». [Don Diego después de la tragedia] «No se atrevía a hablarle».
  5. «Paquita, después de parecer de púrpura se quedó pálida, se puso en pie, quiso hablar y no pudo» [...] «Ella, sin contestarle, ni mover la cabeza, la movió lentamente con signo negativo. No, no hablaría: su madre no sabría nada».

Por el contrario tampoco faltan pruebas explícitas de voluptuosidad reprimida:

  1. «Hablaron con gran calor, muy alegres los dos, sin saber por qué, los ojos en los ojos» [subrayado nuestro].
  2. «Él habló mucho, con mucha pasión y muchos circunloquios».

En don Diego la voluptuosidad es manifiesta y patente: su mirada es «amorosa», viene del Retiro «algo conmovido» y jamás en el pasado se había atrevido a manifestar su «grandísimo deseo», «y eso que la frialdad y apatía ni el más ciego podía señalarlas como causa de aquella prudencia sublime», renunciando a los besos de Paquita «sin que mediaran explicaciones, es claro, a tamaña regalía». Hasta que un día se decide a exponer a la niña sus aviesas intenciones. Pero tampoco lo hace directamente, sino que se sirve de una sutil estrategia: la proposición del juego de la confesión. Un paso más, sin duda alguna, pero, al fin y al cabo, una proposición ambigua que manifiesta represión de sus deseos.

En Paquita los signos externos de su voluptuosidad reprimida se evidencian   —908→   por medio de sus reacciones corporales. En un primer momento, la vemos «como la grana, sentía calentura», indicio de su sexualidad a flor de piel, y una vez que se da cuenta de ello -«después de parecer de púrpura, se quedó pálida... Dos lágrimas se le asomaron a los ojos»- la reprime, al darse cuenta que su moral, la que le han enseñado, no permite semejantes desmanes. Hija única, al parecer, como Elena Paredes de «Flirtation» legítima o Rita de Sinfonía de dos novelas -no hay que olvidar Su único hijo-, parece ser que su padre no vive -en el relato no se menciona-, por lo que se podría ver en ella una especie de complejo de Electra, según Freud, que consciente o inconscientemente le crea esa fijación en don Diego.

Como afirma Carolyn Richmond, «El viejo y la niña es un cuento erótico, cuyo efecto reside en lo no dicho pero entendido por todos: por don Diego, por Paquita, por el narrador, y, desde luego, por los lectores. Tanto en lo que pasa de hecho como en los flashbacks, la única escena entre los personajes -una tarde al volver a casa de ella tras haber pasado un rato en el Retiro- rebosa una fuerte voluptuosidad contenida que nos envuelve, casi voyeurísticamente, en la conspiración de lo callado»26.

Lo cierto es que había tenido por uno y otro lado no confesada delicia. Con ese no confesada la situación no puede ser más clara y explícita. Hecho que nos remite a otra idea relacionada con la anterior. ¿Cuál podría ser el origen de una de las causas de esta represión interior que ambos personajes soportan? Si nos atenemos a los términos léxicos empleados para describir la situación de don Diego, la respuesta es meridianamente clara: «con una tentación diabólica, que mil veces había tenido»27, el protagonismo no había sucumbido a las tentaciones que «el íntimo y continuo trato le hacía padecer». El empleo de este léxico, de claro matiz religioso, no es nada extraño en «Clarín». Así, en Aprensiones, se puede leer:

«Emilio Serrano era de los que opinan que la única tentación seria es la Mujer. Fuera del Arte, de la Filosofía, que en X no se podían cultivar más que a lo solitario, no había más que la Mujer. Lástima que en la mayor parte de las circunstancias, el amor fuera fruta prohibida»28.



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En el fondo «Clarín», a través de sus personajes y con el empleo de esta terminología religiosa, está librando una agonía -en el sentido unamuniano- consigo mismo29 y le llevará a decir, al contraponer el amor carnal al amor espiritual, en «Un prólogo a Valera» (Solos de Clarín), lo siguiente:

«El caso no es sentir el bien y amarlo: la verdadera fuerza moral está en resistir el bien y amarlo: la verdadera fuerza moral está en resistir la tentación»30.



En el fondo, sin duda alguna, subyacen unos sentimientos religiosos de los que no puede abstraerse el autor de El viejo y la niña. Amén de unas pautas de comportamiento social que no podrían ser transgredidas como pone de manifiesto el temor de don Diego a que la madre se entere y a ser juzgado por los demás como impúdico y deshonesto:

«Mi delito es de los más feos, de esos cuya vista tiene que celebrarse a puertas cerradas, por respeto al pudor, a la honestidad...».






ArribaPragmática textual

En este cuento encontramos algunos rasgos característicos del estilo clariniano, como por ejemplo la ironía. Sagasta, dijo «que iba a caer del lado de la libertad»... sin romperse ningún peroné, por entonces. Los jóvenes eran: «pobres sietemesinos», «ecos repetidos de la misma insustancialidad», etc. Paquita se autocalifica de bebé; don Diego en un principio «había sido el primero en renunciar, sin que mediaran explicaciones, es claro, a tamaña regalía», «su frialdad y apatía ni el más ciego podía señalarlas como causa de aquella prudencia sublime», siendo un «galán con pretensiones»31.

Los puntos de vista desde los que se enfoca la narración son diferentes. Ante todo nos encontramos con un narrador omnisciente, todopoderoso, ya que casi todo el relato está puesto en la pluma -en boca- del narrador. El diálogo, técnica para dar mayor dramatización al relato, aparece en cuatro ocasiones: en dos de ellas dialogan don Diego y Paquita; en otra don Diego   —910→   se dirige a su mentora, y finalmente Paquita dialoga con su novio Periquillo. Además el cuento termina con lo que el galán de turno pensaba decirle a los guardias. Estilo indirecto, pues, ante todo y estilo directo en menor cantidad. Ahora bien, dentro del estilo indirecto encontramos varias modalidades narrativas32: la más usada es la contraposición del pasado con el presente, presente histórico sin duda alguna, usando la tercera persona verbal; en segundo lugar, destaca el empleo de la segunda persona para involucrar más al lector, como por ejemplo, en la descripción de don Diego al ser comparado con Sagasta («Si queréis figuraos cómo era él, recordad a Sagasta»; «Ella... era bonita todo lo que ustedes quieran figurarse», etc.); y, finalmente usa también la 1.ª persona del plural -más modesta que mayestática- como técnica de abreviación («Nosotros tenemos más prisa y menos reparos, y tenemos que decirlo todo en pocas palabras»)33.

Estamos, por lo tanto, ante un narrador omnisciente, total y absolutamente, que hasta para conducir mejor al lector emplea la técnica de subrayar algunas palabras, las que el autor considera más significativas, para así atraer mejor su atención (Bebé; relaciones que fueran formales; amigo viejo; los dos sabían que el otro pensaba esto: que era más serio aquel contrato innominado; vista).

El viejo y la niña es un relato realista -en el sentido etimológico del término- situado en Madrid34 como espacio escénico, con plan, escenario y personajes no excepcionales. Su «representatividad -en palabras de Pizer-, su verosimilitud, puede ser aceptada por el lector como verdadera. Pero lo importante es que en este relato tan condensado, de tanta finura psicológica, «Clarín» no pretende moralizar, sino que deja al lector ante una opera aperta -técnica que en el siglo XX alcanzará su clímax- y por esa elegancia natural en el uso del estilo permite decir mucho a «Clarín» y, sobre todo, sugerir más, aunque sea en estas pocas lineas de El viejo y la niña.





 
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