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«Años y leguas», de Gabriel Miró, desde su «Epistolario»1

Miguel Ángel Lozano Marco





Aunque la novela de Oleza haya quedado en nuestra historia literaria como la obra maestra de Gabriel Miró, Años y leguas (1928) es su libro más representativo, el más personal. Su mismo autor lo consideraba «un libro muy mío» (E 540)2, y muchos compartimos la opinión de Jorge Guillén, para quien este libro es «acaso el más valioso de Miró» (Guillén 177). Es su última obra, la culminación de su arte y la plenitud y despedida de su personaje emblemático, Sigüenza, con el que llevaba conviviendo casi un cuarto de siglo.

Pero siendo una obra deslumbrante, plena de belleza -es uno de los libros más bellos que he leído-, sabemos que no es fácil: exige en el lector una especial disposición y un ahínco impropio de quien solo quiera entretenerse con la lectura -Miró se quejaba de «ese público que aún considera el arte como un pasatiempo» (Jarnés, «De Sigüenza...» 8)-; no es de fácil comprensión, por la densidad y complejidad de su contenido, por una sintaxis depurada, elíptica, que elimina nexos y transiciones, y, más aún, por su original concepción estética y falta de referente con que emparentarlo. En algunos lectores produce cierto rechazo o, por lo menos, distancia, el mundo rural preindustrial que presenta; aunque ese mundo no se nos muestra de manera mimética o referencial, sino poética y expresiva. Su mismo autor sintió el desvío de sus colegas cuando, en carta dirigida al poeta sevillano Joaquín Romero Murube, le comenta: «ustedes, los escritores de ahora -casi todos poetas- y yo estábamos a tan poca distancia, que nos veíamos y oíamos sin esperarnos en el camino. Y desde que publiqué Años y leguas parece que, de pronto, me apartó todo el título de mi libro de las nuevas generaciones» (E 712). Pudiera parecer que, con una forma avanzada, se recrea en este libro un mundo tradicional que había perdido su prestigio literario: un ambiente rural repudiado en la época de las vanguardias.

Sorprende también que, a pesar de ese especial aprecio que los lectores y estudiosos de Miró sentimos por esta obra, haya reunido un escaso número de estudios críticos. Estimo que entre estos solo destacan dos: el capítulo que Ricardo Landeira le dedica en su clásico libro Gabriel Miró. Trilogía de Sigüenza (1972), y lo más importante: los capítulos correspondientes del libro de Roberta Johnson, El ser y la palabra en Gabriel Miró (1985), fundamental para el entendimiento de la obra del escritor alicantino y, de manera especial, de la que nos estamos ocupando3. En curioso contraste, este es el libro del que se han extraído más citas, el más «saqueado» en todos aquellos escritos en los que se intenta caracterizar el arte personal de Miró, el más citado fragmentariamente (junto con El humo dormido) y, desde luego, el que sirve como referente para la construcción de la imagen tópica de un Miró paisajista y contemplativo.

Por mi parte, desde hace unos años, vengo intentando estudiar este libro desde las ideas estéticas de su autor; ideas que tienen expresión adecuada en su seno, en no pocos pasajes, y que encontramos de manera explícita en sus bocetos titulados «Sigüenza y el Mirador Azul» (dados a conocer por Edmund L. King en 1982) y en su conferencia «Lo viejo y lo santo en manos de ahora» (1925), escrita en plena gestación del libro que nos ocupa4. No solo en estos textos expresa sus personales ideas: viene manifestándolas de manera coherente, en sus iniciales intuiciones, desde muy pronto: por lo menos desde su temprano cuento-parábola «Del natural» (1902) y, pasando por diversidad de textos y contextos, llega hasta su último artículo, «El turismo y la perdiz» (El Sol, 16 de abril de 1930), publicado el mes anterior al de su muerte.

Resulta imprescindible, pues, acudir a las ideas estéticas del escritor alicantino, ampliadas ahora por el caudal de reflexiones que nos proporciona la lectura de su Epistolario, para ir entendiendo de manera adecuada sus obras; las que han venido utilizándose para construir su imagen más convencional -una imagen inveterada que cuesta modificar, a pesar de que contamos, desde hace mucho, con una excelente bibliografía crítica- han falseado o reducido el alcance de una creación artística que, ya en su tiempo, mostraba clara disonancia con un ambiente intelectual marcado, más que por ideas estéticas, por preceptivas literarias. En este sentido (el de su correcto entendimiento), me sorprendió encontrar en el ensayo que Theodor W. Adorno dedicó a comprender el arte de Gustav Mahler -y a revisar la sentencia que sobre el músico se había dictado en los cincuenta años posteriores a su muerte- unos supuestos interpretativos que, al pie de la letra, pueden aplicarse al escritor levantino (sorprendentemente para mí, son los mismos que yo hubiera utilizado si no hubiera leído tal ensayo); esas páginas pudieran servir para ambos con solo sustituir el nombre del músico por el del escritor (o simplemente poniendo las iniciales que comparten). Apunta Adorno, con precisión y perspicacia, que para entender la riqueza de las sinfonías mahlerianas «resultan insuficientes las consideraciones del tipo de los análisis temáticos; éstos, al limitarse a lo que acaece en la composición, descuidan la composición misma» (Adorno 19). De ello fue consciente Miró desde muy pronto, y lo expresa con claridad en una carta a Juan Ramón Jiménez, donde, a propósito de las conversaciones con un editor inglés relativas a la posible traducción de algunas de sus obras, le escribe:

Quería Mr. Houston que yo exprimiera los argumentos de mis libros. No es posible, o no sé: el esqueleto no es el hombre [...] Casi todos los traductores de grandes empresas buscan en los libros las «ideas centrales» y «lo demás» se aplica o infiere. ¿Y por qué han de estar las ideas precisamente en este centro o fócida?


(E 366)                


La cita expresa muy bien los designios del autor. Miró persigue la composición de libros, dotados de cierta unidad, donde los temas, explícitos, definidos, no constituyeran la justificación última de la obra, sino que estos fueran suscitándose «por insinuación»; libros que contuvieran varios temas o líneas temáticas, alrededor de las cuales pudieran surgir constelaciones semánticas sugestivas. Don José Ortega y Gasset anduvo acertado al advertir en El obispo leproso la ausencia de esa «idea central» alrededor de la cual se articularía la obra:

Debe trabajar con una técnica parecida a la de un pintor primitivo que fabrica su tabla pulgada a pulgada, poniéndose entero en cada una, en vez de construir la obra desde un centro único que irradia en torno una perspectiva de degradaciones.


(Ortega 96)                


Gabriel Miró se ponía por entero, más que en cada frase, en cada palabra; de ahí esa «ardiente tensión» (Ortega 96) de su prosa que, al producirse de forma continuada, impone una lectura lenta, casi detenida.

Adorno avanza en su reflexión identificando otro lastre peligroso para el entendimiento de una obra compleja; en realidad es consecuente con el anterior: «también serían insuficientes las consideraciones que quisieran atrapar lo compuesto, o, para decirlo con la jerga de la autenticidad, el mensaje». Buscar en Miró el significado de una obra y expresarlo en una fórmula concreta es más que inadecuado: es un tremendo error; significa falsear el sentido, alcance y riqueza de su creación. El autor de Años y leguas puede ir avanzando lentamente en su escritura gracias al hallazgo de la palabra «creada para cada hervor de conceptos y emociones, la palabra que no lo dice todo sino que lo contiene todo» (Miró, OC 2:659). El lenguaje no recubre una idea definida, señalando en una dirección concreta, sino que, preñado de significados, los irradia, generando nuevos sentidos; de ahí que esa prosa requiera un lector partícipe en el acto creador en lecturas y relecturas que actualicen y renueven esos «conceptos y emociones» que están ahí, en el tejido verbal creado con «esfuerzo y destilación» por el artista. Víctor García de la Concha lo vio con claridad cuando, al proponer la lectura de la novela de Oleza como poema -el lenguaje en la plenitud de la función poética-, apunta que tal lectura «no llegaría nunca a resumir el supuesto significado último de la novela» (García de la Concha 17), ya que no indagaría en un tema central, como clave y resumen de la obra, en sentido centrípeto, sino al contrario, en sentido centrífugo, abierto «hacia otras dimensiones significativas» (García de la Concha 19).

Tanto críticos como lectores, habituados a identificar el tema y a definir el sentido último de la obra (práctica habitual en la docencia), quedan desorientados y acaban, o por obviarla (al no saber qué hacer con ella) o por reducirla a términos conocidos: paisajismo, regionalismo, «lirismo descriptivo» (Ortega 102).

Una última consideración extraemos del ensayo mahleriano. Según el filósofo alemán «las ideas que la obra de arte maneja, presenta, menciona adrede, no son la Idea de esas obras; son materiales» (Adorno 19). Exactamente lo que venimos repitiendo, de manera más precisa desde la lectura de «Sigüenza y el Mirador Azul», donde Miró repite una frase que ya había formulado en su conferencia «Lo viejo y lo santo en manos de ahora» (1925), y que en ese texto había pasado inadvertida: «Para el artista, la realidad con todas sus exactitudes es la levadura que hace crecer la verdad máxima, la verdad estética» (Miró, «Lo viejo...» 579). Las experiencias, las ideas, las lecturas, las imaginaciones, las observaciones..., no son sino materiales para la obra de arte, para la que se utiliza todo ello llevándolo a otra dimensión gracias a la técnica del artista. A esa técnica hay que unir -o anteponer- la conciencia de uno mismo, lo que Miró definía como «ser uno en sí, que es lo que origina la técnica y el estilo. Ser con la emoción de serlo» (Miró, «Sigüenza y el Mirador Azul» 104): esa manera única y personal de ver y de sentir el mundo que ha de expresarse con un lenguaje y con un estilo propio: «Hablar sin peculiar lenguaje es carecer de íntima visión» (Miró, OC 2:123). Ese «concepto y emoción» de sí mismo es algo que busca objetivar en el personaje de Sigüenza, desprendido de su creador aunque esté creado con la materia de su vida hecha verbo. El fragmento de una carta a Ricardo Baeza, escrita en octubre de 1921, es muy elocuente en este sentido:

Es preciso encontrarnos a nosotros mismos. Nuestra obra de artista no hay que hacerla derivar exclusivamente de inquietudes atormentadas, de placeres aventureros ni de reposo beatísimo. La obra del artista no es por todo eso, sino a pesar de todo eso.


(E 455)                


No está de más recordar otro asunto que dificultó el entendimiento de la obra mironiana: el que el profesor Macdonald destacó al comienzo de su clásico estudio (1975): la severa distinción que la preceptiva literaria establecía entre fondo y forma. Quienes hemos estudiado el bachillerato en la década de 1960 recordamos que esas eran las primeras ideas inculcadas en los estudiantes, las que habíamos de aplicar para el comentario y el entendimiento de la literatura, con una consecuencia nociva: el respeto que se suscitaba por la relevancia del fondo y el desdén por la forma, considerada un mero revestimiento de la idea que allí se contenía y que había que identificar. De este modo, la obra de nuestro autor fue relegada al terreno de un puro formalismo cuyo posible sentido se excusaba de buscar. Un pensamiento estético avanzado, como el de Miró, no era entendido adecuadamente y se optaba por incluir su obra en aquellos terrenos literarios conocidos: esteticismo, formalismo..., cuando no regionalismo, que es peor. Miró, desde sus inicios, entendió que el contenido de una obra de arte estaba en su forma y solo en ella; que la palabra «se hace carne con la idea y con ella se funde hasta quedar inseparables en fondo y expresión como en la música» (Miró, Glosas 116), criterio que encontramos reformulado en el Epistolario. En una carta a Ricardo Baeza define así lo que llama «el concepto sustantivo del arte» (de su arte, diríamos; de su técnica): «la imposibilidad de desgajar la palabra literaria ni abrirla como una baya para coger la simiente, sino que toda ha de ser fondo, es decir forma, es decir fruta» (E 653).

Puede haber perjudicado a Años y leguas su relativa indefinición genérica, esa falta de referente literario en donde situarlo, de conjunto en el que pueda ser integrado. Tal vez ocuparía un lugar entre los que Benjamín Jarnés denominó «libros sin género», aquellos que, según este escritor, estarían en sintonía con el espíritu de la época: «antes que el género está el autor», escribía, para completar después la idea: «Vivimos una etapa de revisión de valores literarios, no apreciables desde el punto de vista del género, sino del hombre. El mundo espiritual contemporáneo no puede ser ya concebido sin una robusta proyección de autor en la obra» (Jarnés, «Libros...» 208). Los criterios son adecuados a la obra sobre la que tratamos; recordemos aquella afirmación de Miró: «es un libro muy mío». Pero a pesar de todo ello hay un género al que esta obra se aproxima tanto que pudiera muy bien incluirse en su acogedor ámbito: la novela. Los recursos y la técnica que el autor utiliza y desarrolla para componer este libro son los propios de la novela tal y como él la venía creando desde comienzos de siglo: una novela en la que resta continuidad a la trama y prescinde de los pasajes de transición para privilegiar momentos en el desarrollo de unas vidas; una novela que sitúa a sus personajes, más que en el tiempo, en el espacio, y cuyo argumento -a veces escaso, pero no siempre- aparece como disuelto en un entramado verbal que recrea, presentándolos, una sucesión de presentes demorados. Así define Roberta Johnson lo que denomina «el tema filosófico» fundamental del libro: «la percepción individual en el tiempo y en el espacio presentes como base de la verdad de la vida» (Johnson 128), y en los «presentes» el tiempo fluye con mayor lentitud.

No suele ser considerada Años y leguas entre las novelas de Miró. La crítica no la asimila con títulos como Las cerezas del cementerio o El obispo leproso; suele quedar avecindada con El humo dormido, Figuras de la Pasión del Señor o Libro de Sigüenza (con este último comparte el personaje, en un estadio anterior de su evolución); es decir, entre lo que llamaríamos libros de «páginas fragmentarias» (así lo escribió en el inicio de El humo dormido). Suelen tenerse por colecciones de estampas, algo muy poco preciso y entendido de manera deficiente. El hecho de pertenecer a la «trilogía de Sigüenza» viene a paliar tal desorientación al encontrarle un lugar; pero esa trilogía, de gran originalidad, es también una indagación en formas complejas, en un resultado original de la fusión íntima del relato, el ensayo, la descripción poética (no mimética), la crónica, el poema en prosa..., pero siempre utilizando los recursos de la novela en la senda abierta por Cervantes al proponer la práctica de una «escritura desatada» donde se pueden integrar libremente los procedimientos de todos los géneros literarios. Del vivir (1904), el libro inicial de Sigüenza, fue entendido como novela por la crítica en el momento de su publicación, y supuso el hallazgo de su propio arte, descartadas y superadas las convenciones novelescas de sus dos obras anteriores (Lozano Marco, «Del vivir (1904) y su ruptura...»); Libro de Sigüenza (1917) es, como sabemos, el resultado de recopilar una serie de peculiares crónicas aparecidas en la prensa periódica, y de someterlas a una ordenación significativa en su segunda edición (1927); entra de este modo dentro de lo definido como «páginas fragmentarias».

Gabriel Miró nunca se refirió a Años y leguas como «novela»5; de manera general, y a lo largo de su vida, a este término solía preferir el de «libro», como podemos comprobar si repasamos el Epistolario. Su deseo era el de escribir libros, y lo reitera desde sus inicios hasta sus días finales. Cuando en 1909 publica en la colección «Los Contemporáneos» Amores de Antón Hernando (que en 1922 ampliará y completará en Niño y grande), confiesa su insatisfacción a Alfonso Nadal: «Mejor quisiera escribir sólo mis libros. Las colaboraciones rinden, agotan, sacrifican obras enteras» (E 101-102), y veinte años después, en carta a José María Ballesteros -quien le habría solicitado su influencia para conseguir publicar en la prensa madrileña- le confiesa su desvío por las colaboraciones en los diarios con similares criterios: «Yo no participo de esas aficiones [periodísticas]. El ansia de perfección literaria puede mejor cultivarse y lograrse en la lenta destilación del libro» (E 708).

El libro suponía para Miró la creación, lenta y trabajosa, de una obra dotada de una cierta extensión y una cierta unidad. La extensión, que para el escritor tiene que ver con un empeño estético (el libro es el soporte idóneo y prestigioso), en realidad solía ser la que imponían los editores: las trescientas páginas habituales en la época (sus primeros libros, más breves, se imprimieron a su costa). Por ese motivo, el escritor tuvo que suprimir paginas de Las cerezas del cementerio («la mutilación ha sido dolorosísima», escribió a Enrique Puigcerver [E 108]), y como es bien sabido, de El obispo leproso; así, informó a Ruiz Castillo: «Piense que mi Obispo no es lo que era. Lo he trastornado y castrado honestamente para que se acomodase a los términos de un volumen. Y he roto las 185 páginas suprimidas» (E 636). En otras ocasiones, el procedimiento es el inverso: añadir otra obra para que el libro alcance el volumen requerido. Así sucedió con la novela Dentro del cercado (1916), a la que hubo de añadir La palma rota; y lo mismo sucede con otros tomos. De Niño y grande todo lo que dice es que se trata de «un libro leve y breve», adecuado para el formato de Atenea (E 81).

Dejando aparte la extensión, Miró se preocupó por la unidad de cada uno de sus libros. El género ya la confería a sus novelas; es decir, a todos aquellos libros que hemos reconocido como tales; pero unidad similar presentan obras de fuerte personalidad individual, como El humo dormido, Libro de Sigüenza o El ángel, el molino, el caracol del faro, que, aunque se trate de un libro de cuentos, es muy diferente del volumen Del huerto provinciano; y evidente unidad mantienen tanto Figuras de la Pasión del Señor como el libro que nos ocupa. Aquel, con apariencia de estar formado por capítulos aislados (las «figuras» aludidas en el título), presenta una fuerte cohesión y una bien diseñada continuidad. Sabemos que Miró tenía publicados como artículos algunos de los textos que formarían parte del volumen; cuando lo prepara, informa por carta: «Aunque ya tenía seis capítulos hechos, necesito volver a meditarlos y darles proyección de libro, y pulirlos para que se acomoden con los nuevos» (E 225). La unidad, cohesión y continuidad es tal que Ian R. Macdonald, con criterios sólidos, no ha dudado en considerarlo novela: una novela modernista (en el sentido anglosajón del término) cuyo referente más preciso sería la Salammbó de Flaubert (Macdonald, 2002).

Cuando en junio de 1921 concibe Años y leguas, a los pocos días de su estancia en Polop de la Marina, informa a Alfonso Nadal: «quiero hacer un libro. Es preferible que mis impresiones campesinas vayan hiladas y tejidas harmónicamente. Para eso necesito esperarme a mí mismo, y esperar que el trabajo se fragüe en conjunto» (E 432). El libro ha de ser fruto de la maduración, con tiempo y trabajo, y ha de tener unidad (que «se fragüe en conjunto»). No piensa escribir una sucesión de artículos que pudiera recopilar después en un volumen: esa es una idea que desecha. Pocas semanas después insiste en el asunto, reiterando su negativa a redactar artículos para el diario La Publicidad (desde donde se solicitaban sus colaboraciones); no ha de escribirlos, sino, como declara, «capítulos articulados que había de hacer en Madrid. Las cosas no cristalizan enseguida. Y no sé escribir 'inmediatamente' delante de lo que me impresiona» (E 443). Miró nunca escribía «a pie de obra»6; estos «capítulos» no los escribió en Polop (como suelen afirmar no pocos estudiosos mironianos) sino en Madrid, y «a distancia de tiempo». Cuando los primeros textos aparecen en 1923, en La Nación de Buenos Aires, lo hacen como «capítulos» de Años y leguas.

El libro fue creciendo a lo largo de siete años, desde su concepción en 1921 hasta su publicación en 1928; y sus capítulos fueron viendo la luz, en diferente estadio y con diferente orden, en un par de periódicos: en el citado La Nación, desde febrero de 1923 hasta diciembre de 1925, y, muy modificados, en El Sol, desde noviembre de 1924 hasta diciembre de 1927, cuando aparece por primera vez la última sección del libro, las soberbias «Imágenes de Aitana»7.

Durante este dilatado desarrollo -período en el que culmina y publica libros como Niño y grande (1922) y El obispo leproso (1926), y en el que comienza la revisión de sus textos de cara a la publicación de sus Obras Completas en la Editorial Biblioteca Nueva-, Miró regresa todos los veranos a la misma masía de Polop; pero el año recreado es el primero. Porque eso es lo que se cuenta y lo que constituye la materia del libro: un verano, de junio a septiembre, en el que Sigüenza retorna al campo de su provincia natal después de veinte años de ausencia. Ese sentimiento, el del regreso, y sus consecuencias en el ánimo del personaje, es objeto de la atención del escritor a lo largo de esos años cruciales en su vida: comenzó a pensarlo cuando experimentó las primeras impresiones, a los 41 años, y lo vio publicado con 49. Su escritura atraviesa los mejores años de su madurez y llega casi hasta los umbrales de ese momento en que declara a su editor: «50 años, Castillo! He de principiar a ser viejo» (E 717). Nueve meses después moriría sin adentrarse en la vejez.

El libro está concebido y construido de manera unitaria («capítulos articulados»), cohesionado en todos sus elementos y diseñado sobre una continuidad temporal y espiritual. En cuanto a lo primero, el segmento vital de Sigüenza que se nos presenta discurre durante los cuatro meses citados. Dos fechas aparecen señaladas en lugares casi simétricos, según el calendario litúrgico: San Pedro y San Pablo (29 de junio), y la Natividad de la Virgen (8 de septiembre); entre ambas se dilata el «grito caliente del centro del verano» (Miró, OC 3:754), semanas en las que se pierde la noción de los días concretos para vivir en un tiempo personal y subjetivo que impone su propia duración, cumpliendo así el propósito expresado en su llegada, en el capítulo inicial: «Había de sumergirse y de perderse en la visión como en el sueño que no nos gana sino cuando perdemos la conciencia de nuestra vida y de nuestra postura» (OC 3:619); el tiempo, según su discurrir peculiar en ese espacio, impone su propio ritmo.

Entre la llegada y la partida asistimos a la indagación y búsqueda de sí mismo en ese espacio omnipresente y relevante con el que se relaciona de manera íntima y que le es imprescindible, necesario, para el entendimiento del sentido profundo de su existencia:8 personaje y espacio se crean mutuamente, y se amplían con la presencia de otros personajes cuyos itinerarios e historias se entrecruzan con la del protagonista. De este modo, la novela está servida. El espacio contiene una pluralidad de vidas que van disolviéndose en su seno, en su permanencia, al igual que los cadáveres se deshacen en la plenitud solar del «huerto de cruces» para formar parte de una realidad geológica.

Ese único verano, que fue recreando a lo largo de siete años, está mantenido por el sentimiento que define en una carta de 1923 a Germán Bernácer: «¿Es que no recuerdas como una felicidad nuestro primer año en Polop y en el Molino?» (E 513) (El «Molino» es el de Ondara, en Aitana, lugar al que solo fue el primer año). La experiencia de la felicidad -es decir, su permanencia en la memoria y, por tanto, su presencia- es lo que logra expresar en un libro de plenitud: una felicidad solidaria de la conciencia y sentimiento «de su límite, el de la muerte» (Miró, OC 3:791).

El texto está desprovisto de anécdotas, de sucesos «reales» de su vida cotidiana. Existe una enorme distancia entre su experiencia, la «realidad histórica», y la creación, la «verdad poética», aunque utilizara algunos elementos de aquella para construir esta. De la realidad en aquellos veraneos levantinos tenemos algunas noticias en el libro de Joaquín Fuster (1975), en la biografía de Vicente Ramos (1996), y, desde hace tres años, en su Epistolario, la mayor fuente de información. Sigüenza es un solitario; Miró estaba acompañado por una familia de cinco miembros (más los caseros) y recibía frecuentes visitas de Alicante. Por Aitana anduvo en compañía de Óscar Esplá, Germán Bernácer y del pintor Emilio Varela; todo ello ausente en el libro. Un detalle, conocido ahora gracias al Epistolario, puede servirnos para mostrar la diferencia entre «lo histórico» y «lo poético». Se trata de «La llegada», el comienzo del libro. Allí, el narrador nos presenta a Sigüenza «camino de su heredad de alquiler [...] montado en un jumento, porque así recorrió, hacía mucho tiempo, sus campos natales [...]; para guardarse fidelidad a sí mismo, al que era hacía veinte años» (OC 3:617). Los lectores de Miró sabemos que se trata de una alusión al comienzo de Del vivir, en cuyo inicio Sigüenza aparece, camino de Parcent, de esa manera9. El personaje aspira a recuperar el pasado para encontrarse a sí mismo; pero se encuentra con otro. El de hoy es el que ha llegado a ser a costa del que fue; aquel era «el antecesor de sí mismo» (OC 3:786); este, el que no tiene «más remedio que ser» (OC 3:799). La llegada está construida sobre el recuerdo de una ficción literaria y remite, por tanto, al texto inicial de Sigüenza. La llegada real, la de 1921, fue muy diferente, como leemos en su epistolario:

El viaje [de Madrid a Alicante] fatigó a la pequeña; y nuestra parada en Alicante se prolongó algunos días, más de los que todos nos prometíamos. Yo vine solo a Polop para acomodar la casa, y después volví en busca de los míos. Y otra vez a Polop, con una impedimenta enorme. Tantos cuidados, tantas preocupaciones, no me dejaron atender ni al goce del camino...


(E 428)                


El capítulo inicial es, pues, una ficción minuciosamente planeada que contiene los elementos necesarios para enlazar con los dos libros anteriores y plantear el actual desde su punto de partida: el goce de la llegada; el recuerdo de los falsos consuelos en Madrid (enlace con el final de Libro de Sigüenza tal y como lo configura en 1927); el disfrute con lo elemental, aquello que llama «la verdad rural» (el silencio, la sombra, el agua...); la conciencia de un nuevo sentimiento del tiempo, que ha de ser pronunciado para que se complete su verdad (ese liberador «no tenemos prisa»), y la incorporación del yo que había quedado en aquellos parajes para salir ahora y «verle pasar, a veinte años de distancia» (OC 3:620).

Sabemos que en Años y leguas (esto es: el tiempo y el espacio según la medida del hombre), adquiere prioridad lo segundo: un espacio concreto que alcanza su identidad en sus paisajes. Este libro no es una «colección de paisajes»; estos adquieren su sentido en la composición y estructura de la obra, como «claves de la totalidad» (Gullón 28), para indagar, desde ellos, en la vida del personaje. Aquellos lugares, que han de continuar sin nosotros, son como son «por nuestro concepto, por nuestro recuerdo, por nuestra lírica» (OC 3:257). De este modo, han de ser objeto de un tratamiento artístico riguroso. A comienzos de mayo de 1926, muy avanzada ya la escritura del libro, Miró confiesa a Alfonso Nadal: «Para mí el paisaje es la 'motivación' estética más difícil; y siendo mío crece todavía la dificultad de verlo con la palabra que ha de emocionarlo» (E 624). El escritor no lo ve «con la palabra» cuando se encuentra ante él, sino años después, a la luz de la lámpara de su gabinete de trabajo (escribía por las noches), en un piso de una casa de vecinos en la calle Rodríguez de San Pedro, del madrileño barrio de Arguelles. «Ver con la palabra», esto es, a costa de su hallazgo, para lograr un texto que contiene una «emoción»10. Es un acto de creación poética y, por lo tanto, sus paisajes son verdaderos poemas a los que viene estrecha la definición de «lirismo descriptivo» que dijo Ortega. Seis años antes, en 1920, había escrito al mismo destinatario en tono de consejo: «El lenguaje, antes de escribir, es forja; al escribir, plasticidad. Ha de contener luminosidad, agua, olor y tacto» (E 403). Miró consiguió ese prodigio y advirtió sobre su condición literaria pensando en aquellos lectores ingenuos -tantos- que dirigen su vista al referente -mero material de construcción- pasando por encima del texto, verdad estética lograda; así, escribía en 1925: «se engañarán los que cotejen la obra artística con el lugar, con el pedazo de naturaleza que la inspiró», ya que lo que se pretende no es copiar lo que se tiene delante, sino suscitar «la emoción de lugares, de tiempos, de gentes... Sensación de 'aquello', emoción de 'aquello', pero no su traslado» (Miró, «Lo viejo...» 579).

En el Epistolario encontramos bien expresado el sentimiento que ha de servir, al ser evocado, para la creación del texto. Podemos conocer sus primeras impresiones en la manera de referirlas por carta a aquellos amigos con quienes comparte una cierta intimidad. Así, a los pocos días de llegar a Polop, a finales de mayo de 1921, le comunica a Rafael Romero:

Estoy muy contento de nuestra vida rural. Todas mis faenas son de mozo de campo. Voy al pueblo por la compra; a traer agua fina, recién nacida de la fuente del barranco de la Salud. Clemen se va tostando. Nos sumergimos en el silencio, en la lluvia y en el sol como en un baño de felicidad y de inocencia. ¡Qué pobre vida la nuestra de Madrid!


(E 427)                


Párrafos felices hay muchos en el Epistolario, expresiones directas de sus impresiones en unas experiencias que, como vemos, comparte con su familia11; pero todo ello ha de dar lugar a un texto de mayor empeño, que trascienda toda experiencia y disuelva toda anécdota para acceder a la permanencia inmarcesible de la forma artística. En el Epistolario podemos encontrar alusiones a esa materia de la experiencia sobre la que se va elevando el texto: sentimientos y vivencias que aluden a lo general; pero datos concretos encontramos solo uno, que corresponde al verano de 1923. El pasaje epistolar es escueto y preciso, como corresponde a una información, esta vez a Ricardo Baeza:

Han arrancado una olivera tan venerable como las de Gethsemany. Yo me sentaba por las noches en su estrado de raíces enormes. Hace ocho días que la están despedazando. A muchos metros a la redonda hay un olor de aceite generoso de sus entrañas.


(E 521)                


Esta anécdota será recogida en el libro para construir, a partir de ella, un pasaje hermoso y complejo, una de esas «epifanías» que evocan, en una experiencia, una sensación de totalidad, un complejo entrelazado de sentimientos intensos que pueden entenderse como claves de una vida. En la sección «La tarde» del capítulo «Agustina y Tabalet» encontramos este pasaje cuya sola cita justifica todo este artículo:

Hachazos. ¡Qué lente tan primorosa le pone la tarde a Sigüenza para averiguarlo todo! Porque ya son los ojos, y no los oídos, los que le acercan los golpes del hacha.

Los hachazos desgajan el tronco dulce de la tarde, que suelta el olor de aceite de la carne astillada, olor de lámpara preciosa de meditación.

Y ve Sigüenza la olivera que están derribando dos jornaleros, el árbol que él prefería entre todo el olivar, el más grande y antiguo, que le recordaba una estampa de los olivos de Gethsemaní; y aún más que la estampa, le recordaba a él mismo mirando esa estampa, aquel momento suyo, de ahínco de sus ojos, de la sensación de su figura infantil, de su casa y de su ciudad de entonces; toda la ciudad como el huerto sagrado de las cercanías de Jerusalén, donde el Señor rezaba. Y, de tarde, se paraba en una esquina un hombre con una orza vidriada y un mantel muy limpio, y ese hombre dejaba su grito de aldea: «¡Confitaaa!»; el arrope de esta comarca, cuyo dulzor ardiente sentía Sigüenza viendo el árbol de Gethsemaní que están tronchando los jornaleros.


(OC 3:755-756)                


El hecho concreto suscita una evocación compleja mediante el uso continuado de la sinestesia. Es un procedimiento muy mironiano que alcanza aquí un momento de plenitud. La clave está en advertir que aquel concreto olivo levantino no era solo un hermoso ejemplar de su especie sino que contenía y suscitaba una evocación: la de Gethsemaní; un Gethsemaní creado por el personaje en su imaginación a partir de la estampa contemplada en la niñez. La trascendencia inherente al huerto donde se inicia la Pasión se instala en el personaje como un sentimiento íntimo, una experiencia interior que no se produce en el vacío, de manera aislada, sino en unas circunstancias recobradas por esa evocación: él contemplando la estampa, en su habitación, su casa, su ciudad de entonces que, por metonimia, se convierte en una Jerusalén traspasada por el pregón de un vendedor de arrope. Es un momento fijado en el tiempo que aparece con toda su complejidad gracias a las sensaciones experimentadas con todos sus sentidos: el oído, la vista, el tacto, el olfato y el gusto. Parece que la resurrección del momento se pone en marcha por el olor (de «lámpara de meditación») y concluyera en la experiencia, física, del «dulzor ardiente» del arrope que Sigüenza siente al contemplar la escena.

Es un momento muy proustiano, y de hecho se parece al conocido pasaje de la magdalena y el té. Solo que Miró opera de manera opuesta: lo que en Proust daría para páginas y páginas de introspección minuciosa, nuestro autor lo sintetiza en un párrafo intenso que pudiera contener un instante de felicidad y, por lo tanto, una fugaz revelación del sentido de una vida.

Miró persiguió siempre, como ideal supremo, lograr un libro, «el que todos creemos llevar en las entrañas» (E 247). Escribió esto cuando estaba preparando sus Figuras de la Pasión. En la época de Años y leguas reitera este deseo en varias cartas a Rafael Romero y a Alfonso Nadal: «Con un buen libro, un libro puro, basta» (E 529); en noviembre de 1926 reitera su ideal de perfección: «Con que todavía podamos escribir un libro, un solo libro nuestro, basta. Si llegáramos a escribirlo, todos los anteriores nos sobrarían» (E 608). Una vez publicado Años y leguas, escribe a Enrique Puigcerver: «cada día con más ansia de escribir un libro mío» (E 706). El ideal persiste, porque este es un camino, y no un logro, como viene a expresar en una de sus últimas cartas: «El libro más nuestro es el que nos predispone a escribir otro. Así nuestra obra se continúa en la diversa unidad de nuestra vida» (E 713). La suya acabó dos años después de publicar Años y leguas, que ha quedado, de este modo, como un perfecto final, en simetría con Del vivir, y como la despedida de Sigüenza, a quien «conviene dejarlo antes de que se quede sin juventud. Porque sin un poco de juventud no es posible Sigüenza...» (OC 3:806).






Obras citadas

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