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Ante la novela de los años setenta

Gonzalo Sobejano





Pidiendo disculpas a cada uno de los novelistas mencionados a continuación (y más aún a los omitidos) por no atender aquí debidamente a su personalidad singularísima, merecedora de estudios particulares ajenos a este propósito, quisiera intentar una semblanza de la novela española de estos años últimos por el procedimiento, bien elemental, de la observación. Observación de rasgos «comunes» o, si el determinativo ofende, «convergentes». Se trata sólo de juntar un muestrario de ejemplos destacados para, a la vista de ellos, notar sus cualidades afines, dejando para otra ocasión las diferenciales. Tan sencillo procedimiento, al alcance de cualquiera, no hará justicia -repito- a la peculiaridad de cada escritor, pero pudiera tener, en el menos desfavorable de los casos, dos utilidades: una, contribuir a que el lector reconozca, provista de un cierto sentido, la orientación que han venido tomando las obras de algunos novelistas significativos; y otra, ayudar al escritor solidario a apreciar como coincidente con la suya, o compartida por él, la labor de sus compañeros, o (¿quién sabe?) incitar al insolidario a huir de toda afinidad como de un contagio execrable.

El clima histórico en que las novelas a que voy a referirme ven la luz, es un clima de obstaculizada apertura al principio, y después, de transición; de una transición que, eludiendo a toda costa el cambio revolucionario, se ha ido encauzando como reforma democrática rupturista. Aún es demasiado pronto para definir este clima, como no sea con el término ruptura, cuyo significado, por mucho que se quiera paliar, ha ido verificándose y todavía ha de verificarse más cumplidamente. En tal clima parece haber adquirido vigor un nuevo tipo de novela cuyos rasgos determinantes, por paralelismo o en confluencia, vendrían a ser la memoria en forma preferentemente dialogada, la autocrítica de la escritura, y la fantasía.

Memoria autobiográfica en forma dialogal hay en Diálogos del anochecer de J. M. Vaz de Soto (1972), Retahílas de Carmen Martín Gaite (1974), Las guerras de nuestros antepasados de Delibes (1975), Luz de la memoria de Lourdes Ortiz (1976), La noche en casa de J. M. Guelbenzu y Fabián de Vaz de Soto (ambas en 1977), La muchacha de las bragas de oro de Juan Marsé y El cuarto de atrás de Martín Gaite (ambas 1978); y también una obra como Cartas de negocios de José Requejo de Agustín García Calvo (1974) podría estimarse dialogal en la medida en que lo es toda novela epistolar, consten o no las respuestas de los destinatarios.

La reflexión autocrítica sobre el proceso de escribir (o leer) la novela que se está escribiendo (o leyendo) se da en algunas de las obras mencionadas (Fabián, La muchacha, El cuarto), pero sobre todo en Juan sin Tierra de Juan Goytisolo (1975) y en Recuento (1973), Los verdes de mayo hasta el mar (1976) y La cólera de Aquiles (1979) de su hermano Luis; y, con un temple caprichoso y humorístico, en Fragmentos de Apocalipsis (1977) de Gonzalo Torrente Ballester.

La libertad de la fantasía para jugar con personajes e inventar situaciones irrealizables se encuentra en Oficio de tinieblas 5 de C. J. Cela (1973) y en muchas de las ya nombradas: Retahílas, Las guerras, Juan sin Tierra, Los verdes de mayo, En el estado de Juan Benet (1977), Fragmentos y en El cuarto de atrás, novela explícitamente conexionada con las ideas de Todorov sobre la literatura fantástica.

Si la narrativa memorial, difundida asimismo en los amenos libros impresionistas de Umbral y en la calurosa Autobiografía de Federico Sánchez de Semprún, y degradada en esas memorias de lo no-sucedido o de lo infuturible con que han conquistado gruesos premios y fáciles ventas ciertos escribidores, tiene apoyo en el deseo de recapitular la propia vida en torno a la esperada muerte de Franco, fin de una era, la «aventura de la escritura» (que Jean Ricardou contrastaba con la «escritura de la aventura» de la novela habitual) cuenta con insignes precedentes desde Francisco Delicado hasta Cortázar, pero quienes ahora la recultivan con más ahínco son los hermanos Goytisolo y, en parodia libérrima, Torrente Ballester. En cuanto a la fantasía, ni ella ni el humor distinguieron precisamente a los novelistas de la era de Franco, si se exceptúan algunos libros, o algunos aspectos, de Cunqueiro, Cela y Torrente, el Alfanhuí de Rafael Sánchez Ferlosio y la narrativa -mayor y más breve- de Juan Benet.

No me parece forzado interpretar los tres factores aludidos como síntomas de ruptura. Recordar la historia propia, evocar lo vivido hasta el momento en que se sabe próxima o se reconoce consumada la desaparición de la larga dictadura que ha determinado la biografía del escritor de niño a grande, expresa la voluntad de distanciamiento apto para ganar lucidez sobre el sentido de la existencia, el empeño en resumir y enjuiciar éste cuando cae el telón del incalificable melodrama, aunque para muchos sea ya demasiado tarde, y el melodrama severa tragedia. Ir elaborando la novela misma ante el lector, entregarle a éste la novela en su proceso de gestación, autocriticarse como artífice de la escritura, exigirse y exigir al que lee el máximum de clarividencia y de esfuerzo en la hechura y en la recomposición del texto como forma, son operaciones de higiene estética equiparables y simultáneas a las de saneamiento ético que el largo error dictatorial demanda. Y algo parecido cabe decir de la nueva expansividad de la fantasía: demolición de las barreras que por tanto tiempo constriñeron la mirada del novelista a los problemas inmediatos de la economía cotidiana, la injusticia social ambiente y el estancamiento político irremovible.

Sólo parece legítimo sincronizar la historia general y la evolución literaria si se admite un resto de anomalía tan respetable como el volumen de coincidencias; pero, en el nivel de generalización deliberada en que este bosquejo se traza, lo cierto es que la novela última, tal vez calificable de autotemática (el autotematismo se integraría de «memorias» del pasado, «elaboración» presente y «fantasía» utópica) ofrece a la observación algunos rasgos coherentes.

En esta nueva novela la imagen del autor se trasluce como la del autor real, o como la de un demiurgo: hacedor y señor absoluto de sus figuras. En primera o segunda persona se dirige todavía a un «tú» inmanente en Oficio de tinieblas o en Juan sin Tierra (supervivencia del signo autodialogal de novelas del decenio anterior), pero sobre todo se enfoca hacia un «tú» trascendente, inscrito en el horizonte narrativo como la figura del interlocutor. Interviene el autor con descaro en su mundo imaginado porque tiene conciencia de su derecho de invención, y lo hace en un discurso narrativo propicio a los más variables moldes: diálogos duales (Diálogos, Retahílas, Las guerras, Fabián, La muchacha, El cuarto), mónadas autodialogales (Oficio), «aventis» de fábula entretenedora (Si te dicen que caí), cartas sin réplica o con ella (José Requejo), memorias-alucinaciones-parodias- utopías-teorías (Juan sin Tierra), relaciones orales (En el estado), diarios-apuntes-poemas-mitologías (Los verdes de mayo), retales de ficción potencial sometidos a crítica charlada (Fragmentos), novela dentro de otra novela que relee, glosa y corrige a la primera (La cólera). Variaciones todas estas que rompen la uniformidad y desgarran la urdimbre.

Mientras hace notar su propia producción oral, escrita o leída, la nueva novela va tejiéndose y destejiéndose en segmentos de pasado, presente o posibilidad futura o fantástica. Breves sumarios del proceso de elaboración interrumpen escenas escogidas más como muestras que como nudos de acción sucesiva, creando así la impresión de una temporalidad anulada por la marea imaginante. Sin otro motivo perceptible que el azar del recuerdo o una afinidad temática de fondo, diversos sucesos, o vestigios de tales, son objeto de un montaje en que el tiempo apenas es otra cosa que tiempo compositivo. El espacio se proyecta por modo alegórico: consiste en un laboratorio de conciencia, en una minúscula garita metafísica plantada ante un precipicio: altar de tinieblas en Oficio, antesala de la muerte en Retahílas, consulta psiquiátrica en Las guerras, escritorio-cocina en Juan sin Tierra, ventorro en la desierta llanura de En el estado, alcoba en La noche en casa, retiro estival en La muchacha y en La cólera, o el trastero de El cuarto de atrás. Y desde esa clausura despliega el sujeto su vuelo hacia ilimitados horizontes de tiempos y geografías, trascendiendo, infringiendo, destruyendo con el anhelo implícito de volver a construir sobre lo raso.

Es en la caldeada estrechez de ese reducto espacial primario donde el diálogo se entabla. Uno de los hechos característicos de la novela del decenio anterior (llámasela «dialéctica», «estructural» o como se prefiera) consistía en la articulación autodialogal del discurso narrativo, en el uso mayoritario o total del «tú» autorreflexivo equivalente a un «yo» desdoblado. Ahora, en cambio, se intenta romper esa inmanencia por medio de un diálogo entre dos interlocutores no idénticos. Hasta qué punto se alcanza la diferenciación, es problema que pediría un detenido examen.

Por principio puede aceptarse que hay casi siempre un interlocutor protagonista, comparable al Berganza autobiográfico del Coloquio de los perros, frente al otro interlocutor, comparable a Cipión por su mayor parsimonia y sus funciones auxiliares. Este otro interlocutor puede presentar una consistencia, aunque más tenue, análoga a la del protagonista, o su identidad puede resultar problemática, insuficiente o fantasmal. En el caso de Diálogos del anochecer los dos amigos dialogantes, Fabián Azúa y Sabas Llorente, aparecían realistamente diferenciados, provistos de nombres, estados civiles, biografías y caracteres distintos; y, sin embargo, ya entre ellos se establecía progresivamente un juego irónico de indistinción, al barajarse las personas gramaticales y psicológicas de modo que el uno asumiese la situación del otro y narrase su historia como si fuera el otro, haciéndose así, de paso, una ingeniosa crítica del abusivo autodiálogo de otras novelas entonces recientes. Fabián, que no es sino la tardía aparición (a causa de la censura) de los diálogos entre Fabián y su compañero durante la jornada eludida en la novela anterior, presenta a Fabián como personaje y a Sabas como psicoterapeuta de su amigo y como compositor de la novela dialogada que entre ambos van construyendo y de la que ahora son más conscientes que antes, hasta el punto de que la historia de comunicación profunda y plenitud sexual referida por el primero deja paso con frecuencia a digresiones de toda especie, pero mayormente a digresiones autocríticas sobre el proceso del novelar. Representaría, pues, el amigo de Fabián un haz de valores interlocutivos que van desde la pregunta y la breve incitación a proseguir, pasando por el comentario más o menos extenso, hasta funciones más importantes: identificación pasajera, discrepancia fecunda, oposición correctiva, e incluso contradicción; una contradicción que bien podría definirse con aquellos versos de Quevedo: «Merezca un desengaño antes que muera: / que la contradicción es compañía, / y no seremos dos de otra manera». En suma, en estas novelas de Vaz de Soto, el interlocutor sería a veces una incógnita, otras veces ese «sublocutor» que tan a menudo encarnaba Cipión en el coloquio cervantino, pero en ocasiones también verdadero interlocutor, con tanto derecho como el otro a su propia novela, y así lo hace suponer el tercer título de la anunciada tetralogía del autor andaluz: Sabas (en el marco de los «Diálogos de la vida y de la muerte»).

En Retahílas, novela donde los capítulos alternan los parlamentos de tía y sobrino, Eulalia sería, sin embargo, la protagonista, y Germán un personaje más desencadenante que autónomo. Valor esquemático de pretexto, casi pura función interrogatoria y continuativa, posee el psiquiatra que provoca y registra las morosas declaraciones de Pacífico Pérez en Las guerras de nuestros antepasados. En Juan sin Tierra la inquisición sacerdotal, psicoanalítica o socialrealista corre a cargo de Vosk, cuya condición proteica delata su naturaleza fantasmal. Los personajes que dentro de En el estado relatan cuentos o celebran conversaciones, son entidades funcionales entrevistas como espectros o, mejor, hipotéticos portavoces (la dama, la voz en las sombras, el bulto, el oficial, el ujier). En Fragmentos de Apocalipsis la más fecunda interlocutora es Lénutchka, joven rusa imaginada por el escritor, a quien éste consulta cuando escribe y cuya visible utilidad estriba en moderar desde una posición realista (y socialista) la irrestañable fantasía de aquél. Algo semejante ocurre con la sobrina «de las bragas de oro» respecto a su tío, el caduco falangista Luys Forest: ella es su correctora literaria y mental; sobrina Mariana de su tío, como antes Germán sobrino de la locuaz Eulalia en la novela de Martín Gaite. La cual, en El cuarto de atrás, aduce un último ejemplo de interlocutor enigmático, o sugerente modelo de fantasma interlocutivo, en la figura de «el hombre vestido de negro».

Por pálida que sea en ciertos casos la figura del interlocutor, en la mayoría de ellos se hace sentir una voluntad de diálogo jamás atestiguada en la novela precedente. Apuntar a influencias o señalar prioridades quizá no fuese justo, pues si Diálogos del anochecer antecede a Retahílas, la «curación por la palabra» ya estaba planteada en Ritmo lento, de la misma autora, y por otra parte Fabián, diálogo psicoanalítico escrito antes de Las guerras de Delibes, sólo vino a publicarse dos años después. No vale la pena, por tanto, rastrear en ese sentido, sino comprobar esta concordante voluntad de diálogo en los años de la ruptura. Y no se trata de un diálogo intelectual o contemplativo, ni menos, didáctico, sino de un diálogo emocional, memorativo, dialécticamente realizado entre los dos hablantes en vista de lo pasado y lo por venir; un diálogo que descubre la angustia religiosa, las decepciones de la ideología en crisis, la tensión perpetua entre individuos y sociedad, entre el ansia de comunicación vital y de veracidad personal y las inveteradas obligaciones impuestas por el mundo de los códigos, entre lo que pudiera haber sido en la atmósfera de la libertad y lo que seguramente ya no será posible después de tantos años de opresión; un diálogo cuya temperatura va ascendiendo al calor de la palabra hasta llegar a esa fiebre, ese insomnio y esa ebriedad tan bien plasmadas en Retahílas, Fabián, El cuarto de atrás o en la segunda mitad de Luz de la memoria, densa ráfaga de retahílas a un alto diapasón.

En clima histórico de apertura difícil, de esfuerzo por la ruptura y de transición a la democracia, la tensión individuo-totalidad parece como que se alza y traspone al plano de la escritura misma como ámbito desde el cual ensayar posibilidades, utopías, simulacros de libertad y plenitud.

Tratando de conformar el caos gracias a la caligrafía de su solitario trabajo, el creador aspira a ser narrador, actor, doble, antagonista, narratario, lector y crítico, todo en uno. Los personajes interiores al discurso (dialogal o no) se reducen con frecuencia a títeres o huecos portanombres, cualquier cosa menos esos pretendidos personajes «de carne y hueso», que Juan sin Tierra aniquila cuando quiere. Recuérdese la facilidad con que en Oficio de tinieblas se despachaban esquelas mortuorias a tantos muñecos engendrados del tedio, el juego de nombres con que el narrador de Los verdes de mayo identifica y desidentifica a sus parejas conyugales, o la prodigalidad con que Torrente Ballester inicia, abandona, reanuda o deja inconclusos los fragmentos argumentales de su última novela.

El sujeto omnímodo quiere realizarse en el texto, sin insistir en situaciones, estados ni momentos, yuxtaponiendo sólo secuencias verbales, probaturas sobre el blanco vacío de la página: aventuras del significante. Y el desenlace, si de tal puede hablarse, se impone normalmente por la reiteración que agota el impulso hacia una forma: diálogos, letanías, «aventis», retahílas, cartas, interrogatorios, conversaciones, historietas, rememoraciones, lecturas o relecturas terminan cuando el aliento no da para más. En los casos mejores (confesiones arrebatadas de Vaz de Soto, Martín Gaite o Lourdes Ortiz, o prosas poemáticas de Luis Goytisolo) quiere la novela hacerse poema textual, como poemas textuales son, en gran parte, Una meditación, y totalmente, Un viaje de invierno, Una tumba y Una leyenda: Numa, de Juan Benet; obras éstas en que todo es música. Música de la palabra, de las ideas y de la imaginación; de una imaginación profunda y cimera, enraizada en el légamo de la memoria y elevada en alas de la fantasía.

Tema cardinal de la nueva novela parece ser la busca del sentido de la existencia en el sentido de la escritura, placenteramente ejecutada y observada como una proeza de la voluntad del ser. De ahí la abundancia de imágenes de carácter oral o escritural: cintas, rollos, retahílas, pluma, página, texto, borradores, taller, escritorio. Se quiere exhibir los problemas formales en la novela misma, respondiendo así a una ética artística tan radical como el anhelo de liberación en la espontaneidad o en el placer erótico; ese anhelo preludiado en Tiempo de destrucción, San Camilo, La saga / fuga de J. B., Don Julián o Recuento y que ahora, incrementado por autores más protagonistas que testigos de ideas de Reich y de Marcuse, se ve favorecido por la salida de la represión franquista. La reivindicación del cuerpo (furiosamente proclamada en Tiempo de destrucción, Juan sin Tierra o La cólera de Aquiles) es más plena y armónicamente perseguida en una historia como la de Fabián, y vendría a desplazar, o reemplazar, la fe perdida y los ideales moribundos o inalcanzables que en otro tiempo alentaban al caminante del vivir.

Entre la labor desacralizadora y la sacrogenética, anunciadas por Martín-Santos en su novela póstuma, algunas nuevas novelas siguen apelando a mitos y figuraciones arquetípicas o prototípicas (según las distinciones de Aranguren) en busca de un apoyo que preste significación al caos; y así Juan Goytisolo renueva el mito del desterrado, o su hermano Luis recurre a Neptuno y al Hermafrodita, o trata de armar sus novelas últimas por analogía con obras pictóricas («Las meninas» en Recuento, «Las hilanderas» en Los verdes de mayo, «Las lanzas» y «La cólera de Aquiles» en su obra más reciente). Tales mitologías desembocan, por el momento, en una mística erótica, perceptible sobre todo en Luis Goytisolo y en algunos escritores de la promoción de los años setenta, como Vaz de Soto o Lourdes Ortiz.

Al dar expresión al clima de ruptura de su época y al proponer diálogo, autocrítica y fantasía -en muy varias y originales modalidades- como elementos de estructuración de sus obras, los novelistas españoles de los años setenta, a los que aquí he podido referirme, entregan a sus destinatarios un mensaje ético-estético de eficacia al mismo tiempo configuradora y transformadora. Y consuela comprobar que en la etapa última de esta trayectoria de la novela desde el individuo a la comunidad, de ésta a la totalidad, y de la totalidad hasta la «escritura», no se haya perdido -a pesar de tanto fárrago sobre la hermética autonomía del «texto»- el humanismo de la persona responsable. Gracias al diálogo.





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