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Antonio Buero Vallejo y Miguel Hernández: un poema, dos dibujos y algunos textos en prosa

Francisco Javier Díez de Revenga

Universidad de Murcia

No son muchos los estudios que se han publicado sobre la poesía de Antonio Buero Vallejo, aunque algunos han visto la luz1. Recientemente en el Curso Internacional «Antonio Buero Vallejo, dramaturgo universal», celebrado en Murcia en octubre de 2000, llevé a cabo una ponencia con el título de «Escenarios poéticos en Buero Vallejo»2, referida a un importante sector de su poesía, en la que aseguré que Buero es un poeta muy original, singular en sus modos de construir un poema y clásico en sus aportaciones formales, clásico o neoclásico, excelente conjuntador de sonetos, y sobre todo, inspirado autor de estructuras sólidas y cohesionadas en las que nada falta ni sobra, que esto es muy importante en poesía, variado en cuanto a sus temas, y rico en matices que van desde la emoción a la ternura, desde el recuerdo sobrio del amigo a la estampa leve, irónica y sabia de intelectual riguroso y sencillo al mismo tiempo. Los poemas de Buero, la mayor parte de los cuales había aparecido en libros previos3, se encuentran recogidos y ordenados por Luis Feijoo y Mariano de Paco en la Obra completa4 del dramaturgo, en el volumen que reúne Poesía narrativa, ensayos y artículos.

Para los degustadores de la buena poesía, y sobre todo para aquellos que -como quien esto escribe- han valorado la calidad del lenguaje elegante y cuidado de las obras dramáticas de Buero Vallejo, de su equilibrado estilo de escritor, preciso, y «clásico» en el sentido más noble del término5, reencontrar tales cualidades en un buen número de poemas admirablemente construidos con sabiduría, riqueza conceptual y compensada y suave musicalidad, constituye una experiencia de lector, ineludible desde luego para quien conoce y admira al Buero Vallejo dramaturgo. La relación entre su obra dramática y su obra poética es desde luego un campo que merece detenimiento y reflexión, y un buen ejemplo lo constituirá el magnífico poema titulado, como una de sus mejores obras, «La Fundación» o el no menos valioso «Pinturas negras», relacionado con El sueño de la Razón6.

Buero Vallejo era un perenne y consciente lector de poesía y de poetas, que tuvo amistad honda con grandes poetas contemporáneos cuya obra leyó y asimiló. A alguno de ellos, como el que va a ocupar estas reflexiones, lo conoció en circunstancias muy dolorosas y tristes, ya que la relación entre Miguel Hernández y Antonio Buero Vallejo se inició, de forma casual, en plena guerra civil. Conservamos diversos textos de Buero Vallejo en tomo a Miguel Hernández. El más valioso es un poema, titulado «Dos dibujos»7, al que nos vamos a referir en este trabajo con cierto detalle. Se inscribe plenamente en el tipo de poesía lírica que Buero cultivó, sobre todo poesía lírica de amigos y de recuerdos personales, de manifestación de admiración literaria y de compasión humana, de afecto intelectual, como los poemas dedicados a García Lorca, a Vicente Aleixandre, a Dámaso, a Guillén, a Alberti o a Gerardo Diego8. El de Miguel Hernández supera en intensidad dramática a cualquiera de los antes citados, y solo es comparable en hondura conmovedora, al que escribió sobre García Lorca9, en el que la imagen de su propio padre y el recuerdo de Federico conceden una especial emotividad a la composición. Pero el poema dedicado a Miguel Hernández a través de sus relatos tiene la inmediatez vital de lo autobiográfico.

Los dos dibujos a que se refiere el poema son también ciertamente conocidos, sobre todo uno de ellos, el retrato a lápiz que Buero hizo en 1940 a Miguel Hernández en la prisión del Conde de Toreno de Madrid, y que puede admirarse a través de numerosas reproducciones, la más espléndida, sin duda, la que figura en el Libro de estampas de Antonio Buero Vallejo10, que Mariano de Paco editó en 1993, y para el que Buero escribió un simpático texto que ofrece algunos datos de interés:

«En la prisión Conde de Toreno, edificio conventual ya desaparecido, en su galería de condenados a muerte y en 1940, retraté a nuestro gran poeta y a muchos otros compañeros de cautiverio. El jefe de Servicios vio dos o tres de estos retratos y me pidió que le retratase a él. Me negué lo más suavemente que pude, lo que causó no poca sorpresa y a mí alguna incomodidad posterior. Esta efigie de Miguel ha alcanzado notable difusión a causa de la fama del modelo y yo suelo bromear diciendo que el día de mañana se recordará mi nombre por ella. Al cabo de cuarenta y ocho años he vuelto a ver el original: Lucía Izquierdo, su depositaría y nuera del poeta, quiso exhibirlo en las presentaciones madrileña y granadina del facsímil de los 2 Cuentos dedicados por Miguel, desde la prisión de Alicante donde moriría, a su Manolillo para cuando supiera leer. Una historia vieja pero memorable».


El otro dibujo cuenta con firma, dedicatoria y fecha: «Para Miguel Hernández en recuerdo de nuestra amistad de la cárcel.- Antonio Buero.- 20.I-XL».

Retrato a lápiz que Buero hizo en 1940 a Miguel Hernández en la prisión del Conde de Toreno de Madrid

El otro dibujo es el impresionante retrato de Miguel muerto, realizado por el escultor José María Torregrosa, a quien no permitieron sacar la mascarilla del cadáver11. No está firmado, aunque sí fechado: 28-3-42, día de la muerte de Miguel. Nos ofrece la imagen del poeta muerto cuyos ojos permanecieron abiertos, ya que, según conjetura Sánchez Vidal12, dado que debió de morir solo, su cuerpo quedó yerto y ya, cuando se intentó, fue imposible cerrar esos agotados ojos, permanentemente desvaídos. Vicente Aleixandre recuerda el dibujo y lo describe13:

«Vi también el rostro último, tan sobrecogedoramente español. Yacente, comido del sufrimiento, madero casi del dolor, resto esculpido en leño, con espantosa expresión de agonía serenada por la muerte. Y en los grandes ojos abiertos la ausencia de la música, ahogada. La que tan pujantemente había resonado en las totales pupilas abarcadoras. Rostro como sagrado, poderoso testimonio postrero que nadie, ni nunca, podrá borrar».


Retrato de Miguel Hernández fallecido, realizado por el escultor José María Torregrosa

También, como decimos, se conservan algunos textos en prosa de Buero sobre Miguel Hernández, además del ya transcrito del Libro de estampas, tres en concreto: los titulados «Un poema y un recuerdo», el más temprano de todos los escritos hernandianos de Buero, ya que se remonta 14 al año 1960, y dos ya de la década de los noventa: «Con Federico y con Miguel»15 y «Mis recuerdos de Miguel Hernández»16. En una entrevista que Mariano de Paco hizo a Buero Vallejo hace muchos años17, también recuerda sus encuentros con Miguel Hernández.

Antonio Buero Vallejo, según cuenta él mismo en los textos y la entrevista citados, conoció a Miguel Hernández en 1938, de manera superficial, cuando Buero prestaba servicios como soldado ayudante de un oficial médico de Sanidad húngaro, en Benicasim, en Castellón, a donde Miguel se trasladó para reponerse de un agotamiento sufrido en el frente. «Conocí a Miguel superficialmente en 1938. El azar nos reunió luego desde diciembre de 1939 hasta septiembre del siguiente año, y entonces intimamos»18, refiere en uno de los textos, en otro es más detallista19:

«Coincidí con él tres veces. La primera fue en 1938, en Benicasim, donde yo estaba trabajando y él había ido a convalecer de un gran agotamiento; comíamos en la misma mesa, pero yo estaba tan sobre mi trabajo y él tan en sus ocios que apenas cambiábamos unas pocas palabras.

Después fue en Madrid; en la prisión de Conde de Toreno. Vivimos unos diez meses juntos en la galería de condenados a muerte. Esta fue la etapa más interesante de nuestra relación. En noviembre de 1940 hubo un tercer encuentro, en Yeserías, donde nos enteramos de que Miguel estaba en la sección de transeúntes; algunos amigos, burlando la vigilancia, conseguimos verlo; cambiamos apresuradas impresiones durante quince minutos y ya no le volveríamos a ver más».


Sin duda, de todos entre todos estos textos, el poema «Dos dibujos» es el que se muestra como un texto literario, de creación, más acabado. Se trata de un extenso poema de 145 versos, escrito en forma de silva endecasílaba-heptasílaba blanca, en la que por medio de una serie de estancias de irregular número de versos, Buero evoca al amigo muerto, a través de los dos dibujos de su rostro, a los que ya hemos aludido. La composición se inicia con una sobrecogedora evocación del nombre del poeta, al que tan solo sigue, como respuesta, el silencio: «Miguel, digo tu nombre y me posee / la hiriente y melancolía certeza / de que ya no me oyes». Solo el dibujo del rostro realizado por Buero Vallejo le sirve para volver a la realidad el recuerdo del poeta posando y rebosando vida:

Alentabas, vivías.

Sonreías a veces

sentado en el petate

e iban naciendo rasgos de mi mano.



Condenados a muerte ambos, dibujante y dibujado, vivían la derrota y el hambre en la «antesala de la fosa» que les cerraba todo sueño y todo futuro. Es muy interesante advertir cómo Buero desarrolla su meditación del dibujo hecho por él, ante el propio retrato, que figuraba enmarcado en su casa, por medio de una copia. La descripción de los rasgos más sobresalientes del dibujo la hace el propio Buero y nos descubre que el brillo advertido, con tanto realismo, en las pupilas de Miguel no era sino el reflejo de una ventana enrejada, por la que entraba la luz:

Las flechas de la luz, desde una reja

incendiaron tus iris.

No a mí, sino a esos hierros,

siguen mirando sus dos leves chispas

en el viejo retrato que contemplo.



En contraste, el otro retrato, rememorado por el dramaturgo solo ofrece una imagen demacrada de la muerte, acaecida cuando Buero estaba ya en el penal de Dueso. El dolor de la contemplación del dibujo se une al recuerdo del momento en que se produce la muerte del poeta, que Buero no pudo conocer sino al mucho tiempo:

Quizá sentí aquel día, desde el Dueso,

mientras alguien copió tu rostro exangüe,

cómo me traspasaba la sospecha

de tu mirar helado,

de tu entreabierto labio ya sin hálito

semejante a otro párpado

por donde avizoraran

los dientes de la boca enmudecida.



El contraste de los dos retratos da paso a una evocación de las palabras de Miguel Hernández en su poesía. Y, a través de algunos fragmentos recordados, devuelve a Miguel su palabra, que será su vida y su destino. Gran parte del poema, en sus versos centrales, consistirá en una evocación del poeta muerto en relación con el propio destino del dramaturgo, cuyos retratos también amarillean:

Recíbenos, Miguel, en la paz yerta

de aquel otro dibujo

que muestra tus pupilas apagadas

y tus labios resecos.

Espéranos a todos

mientras el pueblo entorna con tu viento

la ardiente sinfonía

que avanza bajo el sol de los estíos.



Por encima de la muerte está la palabra poética de Miguel Hernández que representa la vida. Y la permanencia sobre el tiempo, que el poeta siente sobre sí mismo, sobre su propia obra dramática. Quizá se olviden sus dramas y, sin embargo, no el retrato que hizo de Miguel Hernández:

Acaso me recuerdan vagamente solo por el retrato que te hice. Eso te deberé, eso te debo.

Vida y muerte contienen, respectivamente, los dos retratos; pero por encima de la vida, de la muerte y del tiempo, la poesía de Miguel Hernández sobrevive y se renueva cada vez que es leída o cantada:

Del cantar del silencio

dos conmovidos lápices fijaron

tu fatal trayectoria.

En esos dos dibujos que te abarcan

se abrazan vida y muerte.

Pero en otras gargantas renacidas

del húmedo mantillo que te sorbe

suena ya la incesante melodía

de tu voz rescatada.



Así lo proclaman los últimos versos de este estremecedor poema, que, dentro de la obra poética de Buero Vallejo, hemos de situar junto al poema titulado «De vivos y de muertos», en el que, como hemos señalado, evocaba a dos asesinados en la guerra civil, y por distinto bando: el padre del poeta y Federico García Lorca. Con un mismo poder, que da nueva vida a los personajes recordados, logrado a partir de un objeto evocador (una rama de tomillo, unos retratos), las figuras de los muertos redivivos, reales en la memoria, se manifiestan ante el poeta-dramaturgo, convocadas por el recuerdo indeleble, como presencia emocionada. Parece como, si al hacerse presentes en la escena construida por Buero, volviesen a la vida con toda su entrañable personalidad: el padre, Federico, Miguel laten así de nuevo gracias a la palabra poética del dramaturgo, y tal como él lo siente, así lo transmite a su lector, conmovido por la sinceridad del recuerdo.

Hemos advertido al principio que Buero Vallejo es un poeta singular: no podía ser de otro modo. El dramaturgo (y también excelente retratista) logra con sus tantas veces probadas capacidades de crear personajes, y con sus no menos evidentes dotes de retratista, fundir en poemas como el que ha sido objeto de estas páginas, sentimientos de desolación, memoria, devoción y poder evocador como facultades eternas de la poesía elegiaca plenamente dominadas por el poeta Antonio Buero Vallejo.

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