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Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez

Javier Blasco

No cabe duda de que las obras de los dos personajes que dan título a estas palabras constituyen capítulos centrales para la historia de la poesía del siglo XX en lengua española. Sin llegar a crear escuela -su irrepetible personalidad no lo permitió-, ambos se convirtieron con el tiempo en objeto de lecturas no siempre reconciliables y, en muchos casos, enfrentadas. Y no es tarea fácil hoy conjugar -por emplear etiquetas de lectura que han triunfado en la bibliografía y que han marcado direcciones poéticas a veces contrapuestas- «la palabra en el tiempo» de uno con el «anhelo de totalidad» del otro.

Sin embargo, la biografía literaria esencial de ambos se halla muy lejos de reflejar esas discrepancias que la crítica ha tendido a subrayar. Conocemos bien, gracias a trabajos fundamentales como los de Ricardo Gullón, las «relaciones amistosas y literarias» del sevillano y el moguereño1. Ambos inscriben sus orígenes literarios en los límites del simbolismo europeo (muy especialmente en su versión francesa); ambos acusan una formación ética y filosófica de raíz krausista; los dos leen a los mismos autores y, al unísono, reconocen en Darío al maestro común: finalmente, los dos reaccionan a la par, y en sintonía, con esa gran herida física y moral que fue la guerra civil de 1936, y que vino a reconciliarlos definitivamente en una actitud ética que zanjaba para siempre cualquier posible discrepancia estética: «siempre pensé -escribía A. Machado, desde Valencia, el 12 de septiembre de 1937- que Juan Ramón Jiménez, en España o fuera de España, allí donde se encontrase, estaría con nosotros, con los amantes del pueblo español, del lado de nuestra gloriosa República. Y deseaba -porque nunca faltan malsines que gustan de enturbiar la opinión sobre la conducta de los excelentes- que esta convicción mía ganase la conciencia de todos [...] Mucho alienta escuchar las voces de los buenos -su claro timbre español-, en los momentos más trágicos, que han de ser también los más fecundos, de esta magnífica soledad española»2.

Estas palabras del sevillano son el marco de presentación (y el homenaje) a otras del poeta de Moguer, en las que el autor de Platero se declaraba inequívocamente del lado del «pueblo» español3. No mucho tiempo después de que Machado escribiera estas líneas, Juan Ramón, al recibir la noticia de la muerte de su «fraternal» amigo4, realizará un retrato de don Antonio, en el que rinde sincero homenaje a la «causa» por la que este (como Lorca o como Unamuno, cada uno a su modo) entregó su vida:

Cuando murió en Soria de Arriba su amor único, que tan bien comprendió su función trascendental de paloma de linde, tuvo su idilio en su lado de la muerte. Desde entonces, dueño ya de todas las razones y circunstancias, puso su casa de novio, viudo para fuera, en la tumba, secreto palomar; y ya sólo venía a este mundo de nuestras provincias a algo muy urjente, el editor, la imprenta, la librería, una firma necesaria... La guerra, la terrible guerra española de tres siglos. «Entonces» abandonó toda su muerte y sus muertos más íntimos y se quedó una temporada eterna en la vida jeneral, por morir otra vez, como los mejores otros, por morir mejor que los otros, que nosotros los más apegados al lado de la existencia que tenemos acotado como vida. Y no hubiera sido posible una última muerte mejor para su estraña vida terrena española, tan mejor, que ya Antonio Machado, vivo para siempre en presencia invisible, no resucitará más en jenio y figura. Murió del todo en figura, humilde, miserable, colectivamente, res mayor de un rebaño humano perseguido, echado de España, donde tenía todo él, como Antonio Machado, sus palomares, sus majadas de amor, por la puerta falsa. Pasó así los montes altos de la frontera helada, porque sus mejores amigos, los más pobres y más dignos, los pasaron así5.


Me resulta imposible pensar en una forma mejor a la vez ética y estética de rendir homenaje al amigo muerto que la de, en razón de las circunstancias del presente desde el que dicho homenaje se escribe, considerarlos afortunados.

Más tarde volveré sobre estas palabras, desde otros presupuestos. Ahora me interesa tan solo citarlas como testimonio de la sintonía ética por la que siempre discurrieron las vidas de uno y otro poeta. Las reseñas que cada uno de ellos dedicó a los libros del otro6, los poemas que ambos se dirigieron, así como la coincidencia en amistades y devociones literarias7, denotan una sintonía vital que obliga a considerar con precaución los trazos gruesos con los que la crítica ha tendido a esbozar las discrepancias estéticas. En este capítulo, merece la pena recordar el poema olvidado durante años, hasta que lo rescató Ricardo Gullón, con el que el sevillano celebra la aparición de Ninfeas8.

Al libro «Ninfeas», del poeta Juan Ramón Jiménez

Un libro de amores,

de flores

fragantes y bellas,

de historias de lirios que amasen estrellas;

un libro de rosas tempranas

y espumas de mágicos lagos en tristes jardines,

y enfermos jazmines,

y brumas

lejanas

de montes azules...

Un libro de olvido divino

que dice fragancia del alma, fragancia

que puede curar la amargura que da la distancia,

que sólo es el alma la flor del camino.

Un libro que dice la blanca quimera

de la Primavera,

de gemas y rosas ceñida,

en una lejana, brumosa pradera

perdida...



Se trata de un texto para el que no encuentro encuadre mejor de definición que el adoptado por el maestro Gullón al aplicarle la exacta definición de «poema-espejo»; esto es, poema que «refleja, como un espejo», la «imagen» de la impresión producida en el Machado lector de Juan Ramón Jiménez; y dicha impresión se concreta en la imagen de un jardín triste con un «lago mágico» en su centro. Ambos motivos (el jardín y el lago) tienen una relevante presencia en la obra primera de Juan Ramón y, en consecuencia, rinden homenaje al discurso de este, percibido por el sevillano como un jardín triste que guarda en su seno un lago mágico (lago, por cierto, que acertadamente Gullón asocia a Unamuno). Juan Ramón tendrá bien presentes los versos de Machado, cuando en 1903 haga la reseña de Soledades:

En este jardín de gracia y de sueño, la quimera doliente de nuestra alma, que ha soñado tanto con las fuentes y las ventanas floridas a la luna, con el misterio de sombra de las largas galerías, con el sueño lejano y triste de los espejos encantados y las dulces campanas de las vísperas, pondrá violetas entre las páginas [...] Libro de Abril, triste y bello...9.


El jardín, la quimera, el espejo... La «fraternidad» literaria entre ambos poetas, devotos uno y otro de Darío y militantes los dos en el modernismo, sigue vigente en muchos otros testimonios en los que sobresale la complicidad de la escritura, en un interesante proceso de intertextualidad en el que el préstamo y la cita velada abren el discurso poemático hacia la alusión y hacia el sobreentendido. Es lo que ocurre por ejemplo, con el poema «Mariposa de la sierra», que Machado escribe al aparecer Platero y yo, y que se trata de un texto que hay que leer necesariamente en diálogo (los motivos ahora de la lira y de la mariposa, así lo reclaman) con el poema que el moguereño había dedicado al sevillano en Laberinto. Sirvan estas referencias como muestra, nada más, de unos discursos poéticos que se entrecruzan y se fecundan mutuamente en muchos lugares de su andadura, incluso en momentos en los que aparentemente su obra ha elegido senderos diferentes.

Pero no me interesa ahora seguir el discurso completo de unas relaciones que, como ya he dicho, han sido bien analizadas. Retorno, pues, al poema celebrativo de Ninfeas. Machado escribe este texto en París, en junio de 1901, pero no lo recogerá luego en ninguno de sus poemarios. En la edición de Soledades (1903) le dedica al moguereño el poema titulado «Nocturno», que desaparecerá del libro, cuando este crezca y se convierta en Soledades, galerías y otros poemas (1907). En 1907, Machado, como toda la crítica ha sabido reconocer, ha evolucionado hacia posiciones nuevas, lo que determina, sin duda, un cierto alejamiento con respecto a un Juan Ramón, que por esas fechas -al menos en apariencia- sigue muy vinculado a las direcciones modernistas finiseculares. Dolores Romero10, que ha llevado a cabo un estudio «de las variaciones y modulaciones que presentan los poemas de 1903 que fueron seleccionados y publicados en la edición de 1907», concluye que «la configuración tópica [...] cambia desde las Soledades de 1903 a las de 1907», y este cambio, sin duda, tiene raíces profundas que van más allá de lo que en sí reflejan el léxico o los motivos literarios.

Lo cierto es que hacia 1907, Antonio Machado está trabajando una nueva voz, que cobrará ya entidad bien definida en la edición de Campos de Castilla (1912). Sin renunciar al intimismo originario, pero rechazando explícitamente la imaginería modernista (jardines, espejos, galerías) o propiciando sobre ella nuevas significaciones, Antonio Machado se abre hacia el otro, hacia los otros. El «Retrato» (autorretrato, en realidad) con el que se abre el poemario de 1912, resulta bastante claro al respecto:

Adoro la hermosura, y en la moderna estética

corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;

mas no amo los afeites de la actual cosmética

ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.

Desdeño las romanzas de los tenores huecos

y el coro de los grillos que cantan a la luna.

A distinguir me paro las voces de los ecos,

y escucho solamente, entre las voces, una.

¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera

mi verso como deja el capitán su espada:

famosa por la mano viril que la blandiera,

no por el docto oficio del forjador preciada11.



No voy a detenerme en interpretaciones textuales para el fragmento seleccionado, que forma parte, por cierto, de uno de los poemas machadianos de mayor reclamo para la crítica. Todavía el homenaje a Ronsard supone un reconocimiento del magisterio de Rubén Darío, a quien Machado recuerda como «este noble poeta que ha escuchado / los ecos de la tarde y los violines / del otoño en Verlaine, y que ha cortado / las rosas de Ronsard en los jardines / de Francia»12. De las nueve estrofas que componen el poema, dos asumen el pasado, tres se refieren al presente, y cuatro apuntan al futuro (dejar quisiera, espera hablar, me encontraréis). Es suficiente este dato para entender lo que en las líneas maestras de este retrato hay de voluntarismo. Con María A. Salgado13 hay que tener en cuenta hasta qué punto el modernismo, en el arte del retrato (que desde Los Raros gozó de extraordinario prestigio), trabaja la «literaturización sistemática de la persona y de la vida» del retratado. El autor «seleccionaba conscientemente la postura que le interesaba perpetuar como representativa de su personalidad, ergo, de su obra. Y escogida su pose, pasaron a literaturizarla». Salgado ejemplifica su tesis, bien apoyada en Gusdorp14 (el escritor no detiene al retratado en un punto de su discurrir vital, sino que busca «expresar un destino») y en Molloy15, con el «Retrato» de Machado que nos ocupa. Pero, volviendo a los verbos subrayados más arriba, cabe decir que esta literaturización se formaliza sobre una confesión, un deseo, una esperanza y una promesa que apuntan a un futuro construido sobre varios ejes importantes: el jacobinismo, la apuesta por el trabajo como un valor, el equilibrio de belleza y la utilidad de la poesía dentro de una concepción filantrópica de la vida.

Con todo, el cambio de rumbo que se explicita en los versos del «Retrato» venía gestándose desde varios años antes. En la reseña de Juan Ramón al libro Soledades, la comunión del moguereño con el sevillano es absoluta. Ni siquiera el «capricho goyesco» del poema «El cadalso» le molesta al exquisito Juan Ramón. Pero un año más tarde de esta reseña, en 1904, Antonio Machado comenta la aparición de Arias tristes con palabras en las que el sevillano, claramente ya, discrepa del autor moguereño, a la vez que le invita a que lo acompañe a posiciones literarias menos solipsistas. Sin duda, Machado -por decirlo con palabras del poema que se acaba de citar- considera a Juan Ramón una voz, nunca un eco; pero no estoy muy seguro de que, a la vista de lo que la reseña de Machado y lo que el poema dicen, el autor de Arias tristes no se sintiera incluido entre los aludidos por «los afeites de la actual cosmética».

En cualquiera de los casos, la reseña de Machado no es tanto una crítica, cuanto una toma personal de posición por parte del autor de Campos de Castilla. Machado se está distanciando de aquella estética y de aquel imaginario sobre el que se había construido la «fraternidad» entre ambos poetas. Y Castilla y lo castellano, que desde 1907 entra a formar parte sustancial de las entrañas literarias y biográficas de Machado, juegan un papel fundamental en las nuevas posiciones adoptadas por el autor de las Soledades. Juan Ramón nunca varió su aprecio por la ética de Machado; su admiración se mantuvo siempre inquebrantable. Sin embargo, nunca sintonizó con la temática castellanista que Machado adopta en un momento dado. Merece la pena recordar algunos datos en relación a este distanciamiento. En su curso sobre El Modernismo, dictado en la Universidad de Puerto Rico en 1953, Juan Ramón Jiménez le reprocha a Campos de Castilla sus excesos descriptivistas; no le convence la exaltación de este libro castellanista, porque él apunta a lo universal, no a lo nacional (el mismo reproche le hace a Lugones):

En esta época [la de Soledades] iba mucho [A. Machado] a los toros. Mandó a Juan Ramón Jiménez un ensayo sobre la manera de encontrar a Dios en los toros... Antonio Machado, andaluz, al llegar a Soria, a Segovia, se hace castellanista. Unamuno, vasco, también. A Azorín, levantino, le ocurre igual. Campos de Castilla se cae por completo. El escribir sobre Castilla fue una moda después de la guerra del 98. Castilla es austera, pobre, sola. Antonio Machado está más cerca [que otros del 98] por su pobreza, pero en Segovia recuerda a Sevilla. La generación del 98 es falsa en gran parte. Los impresionistas franceses pintan su país, pero no pintarían igual en Puerto Rico. En cambio la Castilla de estos escritores es vista a través de los libros16.


Antonio Machado es, en mi opinión y (desde luego) en la de Juan Ramón, un grandísimo poeta. Y así lo escribió el de Moguer en 1903, en su reseña al libro Soledades17. Sin embargo, este juicio, en el pensamiento de Juan Ramón, no alcanza a Campos de Castilla; y en el mío, tampoco. A Juan Ramón Jiménez del castellanismo machadiano le molesta la «impostura» y, sobre todo, la recurrencia a un imaginario que, agotado por la moda regeneracionista de la década anterior, está totalmente gastado. Juan Ramón cuenta cómo Ortega y Gasset «quiere meter[le] en política y solicitó [su] firma para un manifiesto que se publicará pronto y que marca una dirección intelectual serenísima dentro del partido reformista»18. Ortega le encarga también que asuma una defensa moderna de lo castellano, en respuesta a lo cual Juan Ramón escribe un soneto, que luego se incluirá en Sonetos espirituales con el título «Octubre»:

Octubre

Estaba echado yo en la tierra, enfrente

del infinito campo de Castilla,

que el otoño envolvía en la amarilla

dulzura de su claro sol poniente.

Lento, el arado, paralelamente

abría el haza oscura, y la sencilla

mano abierta dejaba la semilla

en su entraña partida honradamente.

Pensé arrancarme el corazón, y echarlo,

pleno de su sentir alto y profundo,

al ancho surco del terruño tierno,

a ver si con partirlo y con sembrarlo,

la primavera le mostraba al mundo

el árbol puro del amor eterno.



Juan Ramón no profundizó en esta línea, que en cualquiera de los casos había de resultar para él impostada, ya que el de Moguer siempre asumió que su sensibilidad estaba, desde los primeros días de su carrera literaria, con los poetas del litoral: Rosalía, Curros Enríquez, Rusiñol, Vicente Medina, Bécquer, Verdaguer, Maragall, etc. Si ahora volvemos los ojos sobre «Octubre», comprobamos cómo el localismo de los cuartetos se traduce, en los tercetos, en aspiración del yo a lo universal. Exactamente, una posición totalmente opuesta a la adoptada por Machado en Campos de Castilla. Basta leer con cuidado los dos tercetos del soneto «Octubre» a la luz de lo escrito por Machado en Campos de Castilla para entender que la sintonía ética (de idéntica base krausista) entre ambos es absoluta, y el «árbol puro del amor eterno» de Juan Ramón es el árbol de ese «nuevo florecer de España» por el que clamará Machado en su poema «A don Francisco Giner de los Ríos».

Las discrepancias de Juan Ramón con el nuevo rumbo que la poesía de Antonio Machado adopta a partir de 1907 tiene que ver con «el popularismo de su "época media" [...], lo más apreciado por los académicos. Pero su poesía anterior, escrita en Madrid, y la última de Abel Martín son muy diferentes a la de la época provinciana del sino, el fatalismo, el destino, el castellanismo, las ciudades muertas»19. Juan Ramón solo disiente, por entender la nueva senda machadiana como una impostura, más literaria que estética, del sobrevenido castellanismo; un castellanismo, que -como muy bien ha estudiado José Luis Calvo20- supone la adhesión machadiana a un pensamiento regeneracionista caducado ya, al menos para muchos, a la altura de 1912.

En las clases de Puerto Rico, a Juan Ramón, desde la perspectiva que da el tiempo, no se le escapa que en Campos de Castilla Machado no ha hecho otra cosa que sustituir el imaginario finisecular modernista por otro regeneracionista21, que él considera caduco ya en 1912. Y Juan Ramón echa en falta en la poesía derivada de este cambio «la nota sentimental que había de darle su gran gloria»22. Esa nota sentimental -al margen de cualquier tópica coyuntural- está en el origen de la figuración juanramoniana de su primer retrato de Machado:

Siempre, cuando se va Antonio Machado, me lo represento alzada la carta del azar, pensando distraído (perpetuo marinero en tierra eterna) en el hermano viajero del ultramar hispano, héroe confuso y constante de su Del camino, ese librito secreto de los callejones y trasmuros del triste, sofocado horizonte23.


Imagen esta, de 1919, que en absoluto disuena -a pesar de las tendenciosas interpretaciones que algunos han sugerido- respecto a la que el mismo autor trazará tras la muerte de Machado:

Antonio Machado se dejó desde niño la muerte, lo muerto, podre y quemasdá por todos los rincones de su alma y su cuerpo. Tuvo siempre tanto de muerto como de vivo, mitades fundidas en él por arte sencillo. Cuando me lo encontraba por la mañana temprano, me creía que acababa de levantarse de la fosa. Olía, desde muy lejos, a metamorfosis. La gusanera no le molestaba, le era buenamente familiar. Yo creo que sentía más asco de la carne tersa que de la huesuda carroña, y que las mariposas del aire libre le parecían casi de tan encantadora sensualidad como las moscas de la casa, la tumba y el tren24.


Conviene no caer en fáciles interpretaciones y leer estas palabras a la luz de lo que Juan Ramón escribe un poco más abajo:

Toda esta noche de luna alta, luna que viene de España y trae a España con sus montes y su Antonio Machado reflejados en su espejo melancólico, luna de triste diamante azul y verde en la palmera de rozona felpa morada de mi puertecilla de desterrado verdadero, he tenido en mi fondo de despierto dormido el romance «Iris de la noche», uno de los más hondos de Antonio Machado y uno de los más bellos que he leído en mi vida:

Y Tú, Señor, por quien todos

vemos y que ves las almas,

dinos si todos un día

hemos de verte la cara25.



Juan Ramón está emitiendo un juicio de valor, que, desde luego, tiene mucho que ver con su propia escritura. Recordemos que, en su curso sobre el Modernismo, según se recoge en una cita anterior, del gran poeta sevillano salva la primera y la última escritura: Soledades (especialmente los versos pertenecientes a «Del camino») y los textos de «Abel Martín». Unos y otros versos tienen en común, más allá de la distancia temporal que los separa, una misma búsqueda que es la que sustenta la imagen de A. Machado que vertebra la totalidad del retrato (1939), pero que ya está presente en la reseña juanramoniana a Soledades, en 1903: la imagen de alguien que ha puesto su casa en el más allá (del sueño o de la muerte) y que, cuando retorna a nuestro mundo ilumina la realidad con nueva luz: «Leed -recomendaba Juan Ramón en 1903- esta estrofa precisa y encantada, estrofa de alucinación y fatiga, en la que todos hemos tenido preso nuestro cuerpo en las noches de fiebre: "Siempre que sale el alma de la oscura / galería de un sueño de congoja, / sobre un campo de luz tiende la vista / que un frío sol colora". Esta estrofa parece que se vive»26. A. Machado en su poema a la muerte de Federico García Lorca, coloca al frente los siguientes versos del granadino: «...Me separa de los muertos / Un muro de malos sueños...». Y estos versos, situados en la circunstancia histórica y personal concreta desde la que Machado los evoca cobran especial significado, pero si ahora me interesa recordarlos es por la proximidad que guardan con la imagen sobre la que Juan Ramón vertebra su retrato de Antonio Machado: «los malos sueños», que son la vida, coartan, limitan y deforman una visión de la realidad «sub specie aeternitatis», que es la que Abel Martín parece perseguir en su Cancionero.

Más allá del elogio «fraternal», el sentido de la palabra juanramoniana se hace más preciso en una prosa poco conocida de Primeras prosas:

Ni el sauce de Musset, ni los tilos de Werther... Oh, no, Heine, Musset, Bécquer, Poe, Verlaine, Machado, Laforgue, yo no os quiero encontrar bajo la tierra; ni a ti, pobre Samain; ni a tí, Rodenbach, viudo de Brujas, rey del silencio. Yo quiero hallaros en una barca de sombra, camino de la luna, en la noche ultraterrena de la muerte, cerca de la isla de Arnoldo Böcklin, o en un jardín sobre el mar donde siga la música del corazón bajo la fronda verde, donde el ruiseñor vuelva a posarse en la lira, donde las estrellas tiemblen sobre mustios ojos abiertos, en una realización de todos los presentimientos de la vida27.


Ese lugar en el que el joven Juan Ramón deseaba encontrarse con aquellos que consideraba almas gemelas no es otro que la «isla de Amoldo Böcklin»; lugar, en donde el tiempo, detenido para toda la eternidad, se hace solo espacio28.

A nadie se le escapa que el cierre del retrato que Juan Ramón hace de Machado («Antonio Machado, con Miguel de Unamuno, y Federico García Lorca, tan vivos de la muerte los tres, cada uno a su manera, se han ido, de diversa manera lamentable y hermosa también, a mirarle a Dios la cara») apela directamente al sujeto de «quien habla solo espera hablar a Dios un día» del retrato con el que se abre el libro, Campos de Castilla, que por cierto es el mismo que en Soledades, galerías y otros poemas, ya, se nos presentaba como «siempre buscando a Dios entre la niebla».

La insistencia de cierta crítica de nuestro presente por «convertir» a Machado a un catolicismo, apostólico y romano29, ha consumido casi tantas energías como las suscitadas por la obra juanramoniana en un intento (tan capcioso como ingenuo) de explicar su «dios deseado y deseante» desde la teología o, en otros casos, desde la mística (clásica o moderna). Sin recordar los autores de esta crítica lo que ya sentenció Abel Martín (las creencias no son más verdaderas que las ideas, pero sí son «más persistentes, más tenaces, más duraderas») y, sobre todo, sin percibir que uno y otro, Juan Ramón y Machado, inscriben su pensamiento en una tradición racionalista occidental, de corte liberal, que ha pensado a Dios (o a dios) en las claves establecidas por Leibniz y Spinoza, en formulaciones (que poco o nada tienen que ver ni con la mística ni con la teología oficial) como la siguiente de Mairena: «es allí, en el corazón del hombre, donde se toca y se padece otra otredad divina, donde Dios se revela al descubrirse, simplemente al mirarnos, como un tú de todos, objeto de comunión amorosa, que de ningún modo puede ser un alter ego -la superficialidad no es pensable como atributo divino-, sino un Tú que es Él». A ningún conocedor de Juan Ramón se le ocultará que este dios de Machado es el mismo dios deseado y deseante de Juan Ramón, concepto del que me he ocupado en otros lugares.

En efecto, el Cancionero apócrifo de Abel Martín, con apoyatura explícita en los citados Spinoza y Leibniz, y hablando de la esencia, se lee:

Y nunca emplea -explica Mairena- Martín este vocablo como término opuesto a lo existencial o realizado en espacio y tiempo. Para Martín esta distinción, en cuanto pretende señalar diversidad profunda, es artificial. Todo es por y en el sujeto, todo es actividad consciente, y para la conciencia integral nada es que no sea la conciencia misma [...] El ser es pensando por Martín como conciencia activa, quieta y mudable, esencialmente heterogénea, siempre sujeto, nunca objeto pasivo de energías extrañas»30.


Idéntica idea de conciencia a la expresada en estas líneas es la que sustenta la totalidad del edificio del dios deseado y deseante, soporte de la totalidad de la poesía última juanramoniana. El Cancionero apócrifo de Abel Martín explica el homenaje que el poeta de Moguer, después del distanciamiento que supuso Campos de Castilla, rinde al sevillano en los últimos años de su vida. Y aún podemos ir más allá: el concepto de conciencia («activa, quieta y mudable, esencialmente heterogénea, siempre sujeto, nunca objeto pasivo de energías extrañas», en definición del heterónimo machadiano que comparte plenamente la voz de Animal de fondo) obliga a revisar etiquetas como «palabra en el tiempo» y «anhelo de totalidad» cuando se emplean como opuestos, pues ni para Machado ni para Juan Ramón, la esencia puede leerse «como término opuesto a lo existencial o realizado en espacio y tiempo».