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Apuntes para un itinerario (personal) brossiano

Jerónimo López Mozo





Joan Brossa, bicho raro. Además, pintor, escultor, dramaturgo y poeta, en todos los casos de vanguardia, aunque a él no le gustara la etiqueta. «Soy actual, soy de mi tiempo -decía- y me eximo de la culpa de vivir en un país de retaguardistas». Para el diccionario enciclopédico que consulto habitualmente, Brossa es un escritor español en lengua catalana. Para mí, hasta 1968, ni eso: un desconocido. En ese año, sin embargo, un libro que reunía tres piezas de teatro suyas -El gancho, Novela y Oro y Sal-, me situó en el punto de partida del camino que conducía hasta él. El gancho, escrita en 1957, pero inédita hasta entonces, me deparó una agradable sorpresa. Hallé en ella un cierto paralelismo con dos piezas mías escritas el año anterior, los happenings Blanco en quince tiempos y Negro en quince tiempos. Era, sin duda, una buena señal.

La andadura se inició, pues, en terrenos literarios. Mas, a medida que avanzaba, el paisaje se fue llenando de curiosos objetos. Por entonces, acudía con frecuencia a Barcelona y allí conocí la obra plástica de Brossa. La buscaba con ahínco y llegué a familiarizarme con ella. Paradas obligadas en estos viajes eran, además de El Molino, aquel teatro pícaro del Paralelo, y Los Tarantos, tablao flamenco en el que bailaba Maruja Garrido, las galerías Dau al Set, Joan Prats, Carles Taché, 491 y Artgràfic. En alguna ocasión vi algo suyo en la librería Dalla y en las salas de exposiciones del Colegio de Arquitectos y de la Caja de Pensiones. Entre los objetos, naipes, chisteras, paraguas, martillos, sellos de correos, llaves, guantes, bastones, platos, zapatos, antifaces, clavos... Solos o agrupados maliciosamente -un balón de fútbol tocado con peineta representaba a España-, sus funciones lógicas eran alteradas por voluntad de Brossa que, bajo su máscara de artista travieso, ocultaba un pensamiento profundo y provocador. Piezas que, cuando carecen de título concreto, aparecen catalogadas como «poemas objeto». Estaban también los «poemas visuales»... De ellos hablaré luego.

Hecha algo más de la mitad del camino, en el invierno de 1980, tuve un nuevo y gozoso encuentro con el Brossa dramaturgo, que provocó en mi una tan leve como sana envidia. Se trataba de una serie de «números» de teatro escritos a mediados de los sesenta bajo el título de Strip-Tease & Teatro irregular. La idea le vino después de ver en Francia algunos espectáculos de strep-tease. El resultado fue un derroche de imaginación, la que me faltó a mí cuando, también en Francia, en una barraca de feria instalada junto a la estación de Burdeos, asistí, por primera vez en mi vida, a uno de esos espectáculos. Brossa ofrecía en su obra, llena de subidas y bajadas de telón y de aperturas y cierres de cortinas, un amplio repertorio de escenas protagonizadas por transformistas que mudan de aspecto con rapidez fregoliana, bailarinas con tutú blanco, maniquíes -aunque sean de madera, también actúan-, prestidigitadores que lucen frac y capa, clowns, gimnastas y, como no, «stripteases» que culminan su actuación despojándose de cabellera, lunares y pestañas, naturalmente postizos.

Éste es el Brossa que conocí y admiré, malabarista de las palabras y de las cosas. De profesión poeta a tiempo completo -ese oficio resume toda su actividad-, era hijo legítimo del Dadá y del Surrealismo y le amamantaron los clásicos catalanes. Bebió, además, en la literatura popular. Y tengo para mí que, en esa mezcla extraña y admirable, está presente el Ramón (Gómez de la Serna) de los medios seres -la mitad del cuerpo negra y la otra, blanca- y de las greguerías. ¿O acaso no pertenecen a esa suerte de imágenes en prosa frases como «el pedestal de los hombres son los zapatos», «¡quién pudiese mezclar la tierra, el agua y el Sol y vivir de esto!» o «los platos condimentados son impresionistas», debidas a Brossa?

Los «poemas visuales». Contemplé muchos en Barcelona. En 1986, uno de ellos, llamó mi atención. Estaba expuesto en la Fundación Miró con motivo de la primera gran muestra antológica dedicada al artista, titulada «Joan Brossa o las palabras son las cosas». Se trataba de una serigrafía en la que, sobre el fondo blanco, aparecían, en la parte alta, como suspendidas, todas las vocales excepto la O, que estaba en el borde inferior, recostada sobre el papel y ligeramente doblada por el centro. Pase algún tiempo ante aquel rectángulo que no excedía, en su lado mayor, de cincuenta centímetros. Cuando salí al exterior llevaba en mi cuaderno las primeras notas de una pieza muy breve que titularía Representación irregular de un poema visual de Joan Brossa. Ese fue mi modesto homenaje a quién, una noche, durante el Festival de Sitges, me hizo reír cuando, a la salida de la representación del monólogo de una monja, dijo que aquello era teatro de reclinatorio.

Mi asignatura pendiente era asistir a la representación de una obra suya. No logré ver ninguna en Barcelona y las posibilidades de hacerlo en Madrid eran remotas, aunque, a finales de los ochenta, una compañía llamada Bufons estrenara en el teatro Alfil un espectáculo basado en los poemas visuales y en el teatro irregular. Se titulaba Concierto para piedras y señales de tráfico. No recuerdo la razón por la que no asistí. Bastante antes, en 1983, estuve a un paso de aprobar tan dura de pelar asignatura. El grupo vallisoletano Teloncillo estrenó en el Festival Internacional de Teatro de Valladolid Ganchitud, un espectáculo inspirado en El gancho. Los responsables de la puesta en escena lo comparaban con las variaciones musicales sobre un mismo tema. Se trataba de una especie de poema visual en el que un mismo asunto era repetidamente ofrecido de diversas formas. No fui a Valladolid porque tuve noticias de que posiblemente el espectáculo sería programado en la Sala Olimpia de Madrid, que ya era la sede del Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas. Sin embargo, no fue así. La verdad es que aquella apuesta por la modernidad de un grupo que hasta entonces había hecho un teatro de marcado carácter social se saldó con un tremendo fracaso económico. Al cabo de año y medio, Teloncillo apenas había conseguido ofrecer una docena de representaciones.

Tuve que conformarme con ver algunas fotografías de aquella puesta en escena. Y lo mismo sucedió durante los años siguientes con otros espectáculos brossianos. Guardo memoria gráfica, en algunos casos muy borrosa, de La pregunta perdida o el corral del león, Gran sesión de magia en dos partes, El sarao, Acciones espectáculo y En el Canigó ya no hay águilas. Pero no es lo mismo contemplar la función que ver las fotos. Mucho menos si tienen que ver con Brossa. El autor consideraba que el teatro proporcionaba al poema lo que él llamaba su cuarta dimensión, que no es sino el movimiento. Obviamente, las imágenes que muestran las fotos están ayunas de él.

Ha tenido que concluir el siglo en que vivió Brossa y echar a andar el siguiente para que mi sueño se haya cumplido. Ha sido en el pasado mes de febrero, en el Teatro Pradillo. Sentado en primera fila, apenas se apagaron las luces de la sala, por un lateral salió el Prólogo, de smoking. Prólogo, para el que no lo sepa, es un personaje de El gancho. En esta ocasión, interpretado por una actriz. «Estimados señoras y señores», fueron las primeras palabras. Llegaban a través de un altavoz, mientras ella movía los labios. «Señoras y señores: ¿A qué representación dramática vais a asistir? En tiempos del califa Abenabad...». Y seguía un largo monólogo en el que contaba una historia de mercaderes, sultanas y esclavas, hasta que de pronto, tras una pausa, exclamaba: «Y ahora que ya sabéis el argumento, prescindamos de él y tratemos de adoptar una fórmula que haga pensar más en el teatro. Teatro que se gobierne por sus propias leyes y apunte hacia otras posibilidades. ¿Qué podría ser? ¿Tragedia? ¿Drama? ¿Farsa? ¡Venga! ¡A ver, fuera esta alfombra verde!». Y por unos días, el escenario de la Pradillo se llenó de telones y de escenas de carnaval, con sus máscaras, serpentinas y confetis, y de music-hall, con números de strip-tease, juegos de magia y continuos homenajes al transformista teatral Leopoldo Fregoli, que tanto influyó en nuestro poeta.

Cuando cayó el telón definitivo sobre las imágenes y las palabras de Brossa, me sentí satisfecho: sabía un poquito más de ese viejo, sabio y entrañable desconocido.





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