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Apuntes sobre la obra crítica de Francisco García Lorca

María Soledad Carrasco Urgoiti



Fotografía

Federico García Lorca con su hermano Francisco
haciendo un viaje en tren en 1930





A invitación de Isabel García Lorca y Manuel Fernández-Montesinos, intento reconstruir, en las páginas que siguen, parte de una charla, pronunciada hace unos quince años en la Asociación de Mujeres Universitarias, con el título «Los clásicos españoles en la crítica de Francisco García Lorca». Antes de abordar el comentario de su obra, mis mal pergeñados apuntes reconstruyen mi primer recuerdo de su voz crítica; y no es metáfora, pues la ocasión fue una reseña oral, arte efímero de nuestros días que oscila entre el cumplido y la excelencia de una abreviada semblanza o definición de estilo. Don Federico de Onís, director a la sazón del Instituto Hispánico de Columbia University, en Nueva York, dedicaba una sesión a dar a conocer los libros más importantes aparecidos el año anterior. Como prueba del interés que tenían aquellas sesiones, bastará decir que don Tomás Navarro comentaba las aportaciones más recientes en el campo de la lingüística; el propio don Federico y el profesor Ángel del Río se ocupaban de la crítica literaria en torno a autores españoles, con la colaboración de algunos excepcionales candidatos al Ph. D., como Francisco García Lorca o Ernesto Guerra Da Cal. Este último se ocupaba de la literatura portuguesa, mientras que generalmente cubrían los libros de historia el político y jurista gallego Emilio González López, que a partir de entonces se dedicó a la historia, y el vasco Jesús de Galíndez, que trabajaba apasionadamente en la tesis que le costó la vida1. En cuanto a Hispanoamérica, además de la presencia constante del profesor mexicano Andrés Iduarte y del cubano Eugenio Florit, a la sazón en la etapa central de su creación poética, recuerdo, en años diferentes, visitantes tan distinguidos como Germán Arciniegas, que pronto se incorporó al profesorado permanente, Mariano Picón Salas, José Antonio Portuondo o Arturo Uslar Pietri. Se encargaba de presentar los libros sobre temas sefardíes Mair J. Benardete.

Consigno estos datos porque conciernen al ambiente profesional neoyorquino en que se movía Francisco García Lorca, después de haber abandonado la carrera diplomática. Es evidente que el cambio respondió a un imperativo trágico, y a la afirmación de su ideología liberal, pero en su caso el trueque de actividad no implicó un reciclaje, pues su sitio estaba dentro del ámbito intelectual. Sin embargo, bien por temperamento o por haber asumido el suave aplomo y ciertas sutiles reticencias que relacionamos con la diplomacia, conservó siempre el tono de esa profesión, que había elegido y que ejerció en años de juventud. Paco tenía una visión cosmopolita de las cosas, y en el trato social un empaque y una forma naturalísima de cortesía, muy española pero también muy de hombre de mundo. Dentro de la vida universitaria, asumió con un estilo personal de gran calidad las tareas docentes y contribuyó eficazmente a la formación humanista y especializada de los jóvenes y al avance de ideas y conocimientos. Creo que Francisco establecía una clara distinción entre esos empeños, que hizo suyos, y la red social del mundillo académico. Fue tan selectivo en sus relaciones dentro de ese ambiente, como llano y generoso con quienes, no sé bien por qué, quizás por simple discreción, ganábamos su amistad. Por otro lado, su familia era quizás el núcleo principal de un grupo entrañablemente unido y al mismo tiempo abierto, de españoles que supieron conservar en el exilio el talante intelectual, los estilos, arte y gracia de la vida española en el tiempo de su formación y primera juventud.

Vuelvo a mi primer recuerdo de Francisco García Lorca. No sabía yo quién era cuando le oí comentar un libro en una de las sesiones a que he hecho referencia, No llevaba notas en la mano, como tampoco solía llevarlas cuando presentaba años después a los conferenciantes de la Casa Hispánica, o «Hispanic Institute» de Columbia University, que dirigió en los años anteriores a su jubilación. Sin embargo, las palabras y las oraciones fluían en perfecta coordinación, y cuando muy pocos minutos después Francisco bajaba de la tribuna había «dejado clavado», como decíamos, el libro o a la persona. Tan incapaz de prodigar elogios insinceros como de no cumplir con el invitado, ponía en juego sus dotes caracterizadoras para sacar a flote, como un buen retratista, lo auténticamente valioso de la persona y su obra. Los que nos iniciábamos en la ingrata tarea de la reseña breve, envidiábamos esa capacidad de improvisación, que era compatible con la perfecta estructura de la página hablada, la nitidez de la viñeta transmitida y la elegante sobriedad de la palabra2. Quiero dejar constancia de esas pequeñas joyas efímeras, y alegrarme de que hoy nos sea posible leer en su mayor parte los textos críticos más extensos de Francisco, que alguna vez temimos pudieran tener el mismo destino, víctimas del afán de perfección de su creador.

Debo aclarar que el profesor García Lorca era solicitado por los foros más selectos, pero no se prodigaba como conferenciante.

Sin embargo, aceptaba algunas invitaciones de grupos modestos. Me parece característico que tuviéramos ocasión de escuchar, mucho antes de que se publicara, el extraordinario análisis de algunos poemas del Romancero gitano en un sencillo acto organizado por la asociación municipal neoyorquina de maestros de español y portugués. Es cierto que, por tradición, los profesores más prestigiosos hablaban una vez al año a ese simpático grupo de los miembros más sacrificados del hispanismo, que se reunían los sábados por la mañana, pero los conferenciantes solían comentar, sin previa preparación, temas muy generales. Llevar allí las primicias de algo tan esperado entonces por los entendidos como era la crítica de Francisco sobre la creación poética de Federico casi parecía una travesura. Después de escucharle, fui a su casa para hacer coro a las instancias de Laura, que se consumía de que permaneciesen inéditos estos preciosos textos. Sólo la sonrisa divertida de Paco obtuve por respuesta. No sé si en aquel caso, pero sí en alguna conversación en que se le preguntó por qué tenía tan poco interés en dar salida a sus manuscritos, nos dijo que asumía la obligación de conocer, antes de publicar, la abrumadora bibliografía sobre el sujeto de su indagación, y que ello le resultaba a veces penoso.

De ahí pasan los apuntes de mi charla, que sirven de cañamazo a estas páginas, a intentar explicar algo que vislumbré por intuición, a través de la continuada lectura de la obra crítica de Francisco y de estrecha amistad y vecindad durante muchos años con la familia de D.ª Gloria Giner, Paco y Laura García Lorca, sus hijas, hermanas y sobrinos. Algo especial había en el aire que en aquella casa se respiraba. Fluían impresiones de primera mano y recuerdos sobre libros y música, personas, hechos e ideas, siempre en el tono afable de una sobremesa; los comentarios al vuelo de Paco, las más veces llenos de humor, dejaban entrever un trasfondo de sabiduría, tan arraigada en la tierra y la tradición como en el conocimiento. Todo ello, y también los breves silencios que acompañaban un cambio fugaz de expresión al abordar ciertos temas, nos iban dando a los amigos, que éramos fuera de toda relación académica también discípulos, una respuesta a la pregunta que, por respeto, yo no habría formulado jamás: ¿qué fue para ti Federico, además de tu hermano mayor y de lo que es para todos?

No había yo pensado abordar esta relación cuando proyecté mi charla, pocos años después de la muerte de Paco. Tenía simplemente el propósito de animar a mis amigas a la lectura de sus estudios críticos sobre los clásicos españoles, que a la sazón eran poco conocidos en Madrid. Pero el tirón de la memoria, la perspectiva de un auditorio íntimo, la oportunidad de contrastar mi opinión con quienes mejor me podían decir si acertaba, me llevaron a escribir una cuartilla, que copiaré ahora, sobre el papel que desempeñó Paco al lado de Federico.

El modo crítico de Francisco García Lorca se centra en la búsqueda de los incógnitos resortes que entraron en juego cuando se fraguó una obra de arte hacia la que el estudioso siente una profunda adhesión. Sus libros y estudios se realizan siempre desde una actitud de proximidad, de identificación con el texto comentado, que no excluye la destreza en el proceso de desmontar los recursos e identificar los hilos que parten de la tradición literaria o de la experiencia vivida para integrarse en la obra3.

La mayor parte de estas calas se realizan sobre la poesía del hermano mayor. Sospecho que tal ejercicio de indagación se inició de modo intuitivo con el despertar mismo de su mente a la vida de la cultura. La actitud analítica debió hacerse consciente a lo largo de la niñez de Paco, cuando Federico llenaba la casa de música, poemas y obritas teatrales. La interacción alcanzó fecundo desarrollo a lo largo de la etapa creadora del poeta, mientras iba en aumento la mutua admiración que unía a los dos hermanos4, tan diversos en su talante como coincidentes en sus posiciones ideológicas, su visión del mundo y sus criterios artísticos. Me parece lícito suponer que el genio de Federico tensó su portentoso pulso creador en el intercambio de pensamientos y reacciones estéticas con la mente sagaz y reflexiva, y la afinada sensibilidad de su hermano menor, quien pronto adquirió el perfil de un hombre de letras imbuido de la cultura europea de la modernidad. Lector infatigable, Paco no tarda mucho en posesionarse de las inquietudes y las formas de acoso al proceso creador que constituyen la actitud crítica más propia de su generación.

La aguda percepción de calidades artísticas de que estuvo dotado Francisco García Lorca debió apuntar ya en su infancia, marcada por esa situación singularísima de ser el inmediato receptor y casi el colaborador de la obra que crea su hermano. Y digo colaborador, porque en gran parte él guiaba las lecturas de Federico, que cuando marcaban un rumbo afín al propio, podían resultar influencias decisivas en la configuración de sus varios estilos5. Además, Paquito exigía y alentaba; tal vez sugería matizaciones nuevas, y probablemente se percató antes que nadie de que su hermano era un creador de primera magnitud. La relación filial que unió a ambos hermanos desde la adolescencia con Manuel de Falla y don Fernando de los Ríos se cimentó, en buena parte, por la vocación de hombre de letras del menor6, y no cabe duda de que éstos fueron encuentros determinantes para dar pronto a Federico la conciencia de su valer, y orientarle en su búsqueda independiente de una formación intelectual y musical sólida y al día.

Otra importante labor de Paco tuvo lugar en el seno de la propia familia, pues la generosidad del padre con el hijo escritor, que le permitió buscar en libertad su voz propia y experimentar con géneros y estilos, se fundaba en la valoración de su genialidad y vocación poética. Si las cartas de la madre indican que por sí misma apreciaba la calidad de la obra de su hijo, el padre, que no tenía la misma inclinación a la literatura, se dejó guiar por los criterios de su familia. La influencia del hijo menor resultó probablemente decisiva, pues, además de ser también afectuoso, listo y simpático, de forma más callada que el brillante e imprevisible hijo mayor, proporcionaba al padre la tranquilidad de verle cumplir etapas y asumir obligaciones en su vida de estudiante7. Por cierto, que tampoco lo hacía con docilidad al sistema, sino buscando, como sabemos, los maestros auténticos, y colaborando, entre juegos y veras, en las actividades renovadoras del núcleo artístico aglutinado en torno a su hermano.

No vamos a estudiar los trabajos de Paco sobre Federico, pero sí apuntar que su labor critica, cualquiera que sea la obra analizada, se realiza siempre desde esa actitud de proximidad, de reconstrucción de alguna faceta del proceso creador, que fue adquirida mediante su estrecho seguimiento de cuanto su hermano escribía. Tal identificación con el texto comentado no excluye que sea sometido a un proceso analítico a través del cual queda identificada la clave que lo individualiza, y se discierne la trama de los varios hilos, que parten de la tradición literaria, o de la misma experiencia, para integrarse en la obra de arte.

Dejando aparte publicaciones de juventud, el primer estudio crítico de Francisco García Lorca que vio la luz fue su libro sobre un granadino tan próximo a él en el tiempo, que de haber alcanzado una edad avanzada, habría mantenido sin duda una relación amistosa, y acaso dialéctica, con el joven grupo intelectual que surgió en torno a Federico y Francisco. Ángel Ganivet. Su idea del hombre (1952) indaga sobre las propias raíces. La vida intelectual de Granada tenía por los años veinte un tono más cosmopolita que cuando se aglutinaba en torno la tertulia de la Fuente del Avellano, pero la generación joven se sabe heredera de aquel núcleo anterior y guarda su sabor recoleto, y su amor callado por el singular entorno de naturaleza y arte, que concilia las huellas de dos religiones y culturas en litigio, en el que los granadinos de cualquier tiempo despiertan a la vida.

Entre otras notas comunes, los amigos de Ganivet y los de García Lorca tienen plena conciencia de la idiosincrasia histórica del reino nazarí y su valor emblemático dentro de la literatura de Occidente, pero reaccionan contra los excesos exoticistas en que cayeron muchos escritores románticos, post-románticos y modernistas en sus evocaciones del pasado. Unos y otros se centran en otras facetas de la ciudad y el campo que la circunda. La lúdica productividad del grupo lorquiano, que se autodenominó «El Rinconcillo», nos ha legado, además, traviesos textos paródicos, que dan fe de la precoz habilidad retórica y verbo cómico, no sólo de los hermanos García Lorca, sino de varios prosistas importantes en ciernes, como Antonio Espina, Melchor Fernández Almagro, Ernesto Jiménez Caballero y en el campo de la historiografía literaria José Fernández-Montesinos. Ahí están, como muestra, los dos números de la revista Gallo, y sobre todo los poemas que se atribuyen al apócrifo poetazo de línea postromántica Isidoro Capdepón Fernández8. Fruto de una divertida colaboración entre jóvenes escritores que ponían en solfa las actividades académicas más tradicionales, la génesis de estos poemas fue comentada por Francisco9. Ofrece un ejemplo de creación colectiva, que sin duda era posible solamente en este plano humorista. Al mismo tiempo la broma da indicios de la receptividad del poeta a la participación de las personas de su círculo en ciertas facetas de su producción literaria. Y sobre todo nos muestra cuánto le gustaba orquestar esa bulliciosa actividad creadora que surgía en torno suyo. Tras la firma del apócrifo, se oculta el propio Federico, en una alegre tarjeta colectiva a Paquito, instalado en 1923 en la madrileña Residencia de Estudiantes10.

Después de andar a vueltas, en su juvenil poesía paródica, con los tópicos de la materia de Granada y los ritmos que en torno a ella desarrolló el romanticismo, pienso que en su madurez, Federico practicó ocasionalmente un sutil juego de elisiones, que remiten oblicuamente al pasado de su tierra como símbolo de refinamiento material y sensualidad. También recogió el eco amortiguado de ciertas leyendas, como la muerte de los Abencerrajes y «el suspiro del moro», cuando creó su propia simbología granadina11. En cuanto a Francisco, entre los pocos poemas del exilio que de él se conservan, surge una implícita y dolorosa evocación de Granada. En palabras de Mario Hernández: «La mítica, femenina ciudad del romance fronterizo ("Si tú quisieses, Granada"...) sigue viva en estos heptasílabos, mas la visión es otra: vislumbre de un rostro que atrae y se descubre con odio en la mirada». De nuevo señala el crítico la visión elegiaca en el sobrecogedor soneto de Francisco «A veces, mientras hablas a solas, padre mío»12. Las páginas iniciales del libro sobre Ganivet nos muestran otro modo de abordar el recuerdo, caracterizando el espíritu granadino que se desarrolló en la Edad Moderna, cuando el movimiento histórico se apartó hacia otros centros: «[...] tiene [Granada] la melancolía de ese mestizaje espiritual, sentido de frustración, recogimiento, recelo, todo ello como aplastado por la extraordinaria belleza del medio»13.

Para Francisco, la elección de Ganivet como tema de tesis doctoral debió ser casi inevitable. Le llevaba a profundizar en lo suyo desde el exilio, evitando al mismo tiempo someter a juicios ajenos, como sucede en el proceso de doctorarse, su percepción del arte de Federico, que estaba ya formada en gran parte pero aún no había plasmado como obra crítica. Recurriendo de nuevo a mis recuerdos, puedo consignar que, según refería él mismo, cierto profesor comentó durante la defensa de la tesis que el análisis tendía puentes, para dar coherencia al pensamiento del escritor estudiado, a lo que el doctorando respondió que había reconstruido una hilación discursiva subyacente, porque el autor revela de modo fragmentario sus ideas y su visión de la vida. Calibrando hechos y estilos, Ganivet. Su idea del hombre explora el proceso de una evolución conceptual y vital, a través de un estudio de las obras, abordado en su dimensión filosófica y psíquica, tanto como en el análisis de rasgos literarios. La actitud del escritor frente al entorno, campestre y urbano, y las personas que inciden en su vida, es objeto de reflexión profunda en este libro, como los será en Federico y su mundo.

Francisco dejó otro núcleo de estudios sobre obras más alejadas en el tiempo, pero que también le acompañaron su vida entera. Me refiero a sus monografías sobre obras maestras, líricas y narrativas, del Siglo de Oro. Cada una de ellas se centra en un elemento compositivo que da al texto su significación profunda. Muy brevemente, para cerrar estas notas, observemos como ejemplo, siguiendo el orden de aparición del trabajo, las lecturas de El Licenciado Vidriera de Cervantes y del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz. «El Licenciado Vidriera y sus nombres»14 se inserta en una línea de reflexión sobre la invención onomástica cervantina que comprende también «Los nombres en el Quijote». No se trata sólo de mostrar la adecuación del nombre a los rasgos del personaje, sino de un proceso en que éste se perfila a tenor de cómo es nombrado diversamente por otros, y por el autor. Nombrar es crear, y Cervantes hace al lector partícipe de la alegría y sensación de poder que le proporciona tal juego. El lúcido protagonista de la novelita ejemplar sabe hacia dónde quiere ir y avanza rápido, mientras se le llama Tomás Rodaja, pero cuando el curso de su vida se estanca por la enfermedad de su mente, que ya sólo le sirve para decir verdades e ingeniosidades, se convierte en el Licenciado Vidriera. El nuevo nombre -y su derivación, más próxima al primero, «señor Redoma», que apunta en labios de un mozo de mulas- da indicios de la imaginaria fragilidad material y la transparencia mental del personaje, hasta que, recuperada la salud, surge el apellido auténtico, Rueda, sobre el que fue construido Rodaja. Ahora el Licenciado Rueda intenta rehacer su personalidad entera. El círculo va a cerrarse, pero el curso vital se tuerce, dado que el hombre de letras muere, aun antes de perder la vida, cuando asume el destino no buscado de hombre de armas.

La novela ejemplar se ha configurado en tres fases, marcadas por tres nombres de dos elementos cada uno. En la etapa final, la pérdida del primer componente, el de Licenciado, simboliza la desintegración de la persona.

Francisco García Lorca nos entregó en varías monografías su exégesis cervantina, que llevaba camino de unificarse en un estudio extenso. En cambio, dio forma de libro a su asedio al arte poético de San Juan de la Cruz15 a través de esa «escondida senda» -cita e imagen en la portada- que lo enlaza con Fray Luis de León. Si a Garcilaso se debe la invención de la lira, y gracias al ingenio menor que vertió «a lo divino» su canción amorosa, la nueva lírica renacentista estuvo, como mostró Dámaso Alonso, en manos del joven carmelita, la poesía mística de éste se deriva de una intermedia y poderosa corriente, que le es profundamente afín: las odas de Fray Luis de León. La demostración de esta tesis se realiza en De Fray Luis a San Juan por medio de un complejo asedio al lenguaje poético de cada uno de ellos. El crítico somete a análisis: el léxico; la cristianización de los mitos paganos, especialmente los relacionados con la naturaleza y la música; la inspiración bíblica directa del texto hebreo, con la consiguiente renovación de la simbología religiosa; las simples asociaciones mentales; los medios estilísticos, como la adecuación de formas estróficas y la modulación del verso. Todo ello se estudia con metódica minuciosidad, utilizando el lenguaje pero no los procedimientos de análisis tradicionales, que son emblemas de evolución estilística y convergencias de pensamiento. Causa sorpresa que un procedimiento tan minucioso no canse nunca, pero tal atractivo se explica por la luz que el método depara y la importancia de las conclusiones. Además, la belleza y claridad de la prosa expositiva convierten en puro deleite la lectura de este libro, en el que filología y arte se dan la mano. Los que empezamos a sentir admiración por Paco escuchándole, encontramos su voz plasmada en la tersura y profundidad de esta obra.





 
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