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Decreto sobre Beneficencia

Muy pocas veces nos ocupamos de las disposiciones oficiales sobre Beneficencia, y esto por muchas y, a nuestro parecer, buenas razones, entre otras, la inutilidad de clamar en el desierto, y de fijar la situación de puntos colocados sobre terreno que se mueve de continuo: unas veces de arriba abajo, arrastrado por las corrientes; otras de abajo arriba, impulsado por las erupciones.

No obstante, rompemos nuestro silencio algunas veces: fue una de ellas con motivo del Real decreto de 27 de Abril de 1875, creando una Junta benéfica de Señoras, presidida por S. A. la Princesa de Asturias. En Abril último se ha dado otro decreto sobre la misma Junta, que en lo esencial no es más que la reproducción del de hace un año, por lo cual nos limitaremos a repetir, abreviándolas, las observaciones que entonces hicimos. Mucha importancia tiene para nosotros, y, podemos decirlo, mucho cariño tenemos a la idea por la que hemos trabajado tanto y tan inútilmente, de que las señoras tomen en la Beneficencia la parte que deben, y que se armonicen sus esfuerzos, para que sean más poderosos y fecundos. Es de inestimable precio un centro en Madrid, que sea a la vez apoyo e iniciativa; que puede servir para ilustrar a los que saben menos, para animar a los que decaen, y para tener cerca del Gobierno agentes activos y gratuitos y valedores poderosos que hagan sagrados los derechos, no siempre respetados, de los desvalidos y de los individuos o asociaciones que de ampararlos se ocupan. No sólo en la región oficial, donde tantos obstáculos halla a veces la caridad, sino en la opinión, pueden influir beneficiosamente un gran número de señoras, muchas de elevada posición social, que tal vez disponen de grandes medios de publicidad. Si a eso se añade, como ahora sucede, que estas señoras están presididas por una Princesa hermana del Rey, se comprende que la Junta de Señoras puede ser un poderoso elemento de bien.

El nuevo decreto a que nos referimos dice así:

«MINISTERIO DE LA GOBERNACIÓN. -Real decreto fecha 8, precedido de exposición, disponiendo:

»Artículo único. Corresponden a S. A. R. la Princesa de Asturias, como presidenta de la Junta de Señoras encargada de auxiliar al Gobierno en los servicios de Beneficencia, las atribuciones siguientes:

»1.ª Visitar e inspeccionar, por sí o por señoras de dicha Junta, las asociaciones y establecimientos benéficos; examinar el estado económico de los mismos, la regularidad de su administración y el cumplimiento de las obligaciones a que por reglamento se hallen consagrados; estudiar sus necesidades y procurarles alivio o remedio en los auxilios de la caridad o en los deberes del Gobierno y de sus delegados o agentes para el ejercicio del protectorado.

»2.ª Cuidar especialmente de las inclusas, colegios de niñas, hospitales y recogimiento de mujeres y de los demás institutos benéficos destinados a la instrucción, alivio o socorro de la mujer.

»3.ª Comunicarse directamente con todas las Juntas y Asociaciones de señoras dedicadas a ejercer la beneficencia en cualquiera de sus múltiples manifestaciones, o inspeccionar y organizar sus servicios para el bien común.

»4.ª Promover la creación y organización de Juntas de Señoras, con el carácter de auxiliares, en todos los pueblos del reino en que sean posibles.

»5.ª Reunir bajo su presidencia a la Junta de Señoras, cuantas veces lo crea conveniente o necesario.

»6.ª Dictar las reglas oportunas para el régimen interior de la misma Junta.

»7.ª Designar las señoras de la Junta de su presidencia que han de ser vocales de las de patronos de los Establecimientos generales de Beneficencia.

»8.ª Determinar los cargos que dichas señoras han de desempeñar en las respectivas Juntas de patronos.

»9.ª Nombrar a las señoras de la Junta general que hayan de sustituir interinamente a las vocales de las de patronos en sus ausencias y enfermedades.

»10. Nombrar también a las señoras de la misma Junta general que, como comisiones auxiliares, han de ayudar a las de patronos en el mejor desempeño de las funciones que les están encomendadas.

»11. Reunir bajo su presidencia a las Juntas de patronos y a las comisiones auxiliares respectivas, cuantas veces lo crea conveniente, para enterarse de los trabajos que tienen confiados y darles instrucciones para el mejor despacho.»

Como puede verse, comparando este decreto con el de 28 de Abril del año pasado, vuelve a mandarse lo ya mandado, y se reincide en el error de sujetar a las Asociaciones benéficas a la visita, inspección y organización que la de Madrid determine. Repetimos lo que hace un año decíamos. Que esto no puede hacerse en derecho, y que de hecho no se hará. Pero es triste que aquí no se comprenda la armonía, que es la unidad en la libertad y la justicia, y no en la coacción y contra derecho; es triste que la Beneficencia parezca una cosa tan secundaria y tan sencilla, que para saber lo necesario acerca de ella no se necesite consulta ni discusión, y para mandar esté por demás la ley, dando fuerza de tal a decretos que se repiten en el mismo sentido o en el opuesto, según que la política conserva las mismas personas en el poder o las cambia.

Sentimos que las fórmulas dictatoriales se apliquen a la Beneficencia; sentimos más aún que no se exima de ellas a las Juntas de Señoras, y deseamos que, a fuerza de caridad y de inteligencia, la de Madrid lave este pecado original, y realice el mucho bien que hacen posible los grandes elementos con que cuenta.

Gijón 7 de Mayo de 1876.




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Juguetes para niños pobres

En París hay una asociación caritativa, cuyo objeto es el que encabeza estas líneas. Los que no ven más que las necesidades fisiológicas del pobre, tendrían por un extravío de la caridad aplicarla a procurar una cosa tan superflua como juguetes a quien carece de lo necesario; los que han observado la felicidad que es para un niño un juguete; la mirada que a los del rico echa, al verle pasar, el niño pobre; la bienaventuranza que ilumina su rostro si por acaso tiene en su mano aquel codiciado objeto, y la amargura de sus lágrimas cuando, por engaño o por fuerza, le privan de él; los que han pensado si alguna vez el odio de clase que brota en el hombre del pueblo tuvo por primer germen la envidia excitada por un juguete, y el dolor de carecer de aquella dicha que otro goza, no condenarán como absurdo el propósito de proporcionar a los niños pobres esas fruslerías, que, bien considerado, no lo son más que en la forma, puesto que, poseídas, producen un gran gozo, y su privación es causa de una verdadera pena. ¿Por ventura solamente los niños dan importancia a los juguetes? ¿No los hay también muy preciados por los hombres, distintos en la forma de los que usan los niños, pero en el fondo tan pueriles, y más caros, tan caros ¡ay! que a veces cuestan la vida y hasta el honor?

Nosotros creemos que las diversiones, tanto del niño como del hombre, son una cosa muy seria, por el mucho bien y el mucho mal que pueden hacerle; creemos que cierta cantidad de alegría es tan indispensable a la buena educación, como cierta dosis de dolor, y por consiguiente, aunque nuestro amor no pidiera algún goce para el niño pobre, nuestra razón pediría expansión para aquellos espíritus jóvenes en quienes la contracción puede ser un principio de endurecimiento. Pensando así, no podemos tildar de fútil ni de extravagante la idea de asociarse para proporcionar juguetes a los niños pobres; la miramos, al contrario, como muy excelente y razonable, y sólo deseamos que se ajuste a las reglas de la prudencia, no traspasando aquellos límites que la caridad, menos que ningún otro sentimiento, puede traspasar. ¿Cuáles son esos límites?

Hay personas que imaginan que la caridad, no siendo (a su parecer) obligatoria, tampoco tiene el deber de ser razonada, y considerándola con una libertad absoluta en sus movimientos y aplicaciones, la sobreponen a toda regla y ni aun quieren someterla a las de justicia. Esto, a poco que se reflexione, se comprende que es inadmisible, y que la caridad, lejos de estar a merced de impulsos que por ser buenos no dejan de estar expuestos a ser ciegos y caprichosos, debe tener reglas severas, por lo mismo que es más hermosa, acercarse más a la perfección, porque es más elevada. Partiendo de esta verdad, para nosotros muy clara, mientras hay niños pobres que no tienen alimento suficiente, ni vestido, ni calzado que los preserve del frío, ni cama regularmente limpia y cómoda, no debe gastarse dinero en comprar juguetes ni para ellos ni para otros. Pero ¿no se les podrían proporcionar sin gastar dinero, o gastando cantidades tan insignificantes, que quedasen superabundantemente compensadas con las inmensas alegrías que producirían? ¿Cómo? Veámoslo.

Los niños ricos, o sólo regularmente acomodados, tienen juguetes nuevos y viejos, enteros y rotos, unos que les divierten, otros que les cansan, unos con que juegan, otros de que ya no hacen caso. Esto último sucede, no sólo con los que están rotos o más o menos deteriorados, sino con los que ha tiempo están en su poder. A medida que el niño tiene más juguetes, lo cansan más pronto, y sin entrar hoy en analizar un hecho que, variando de forma, igual en la esencia, se repetirá cuando sea hombre, es cierto que de más a menos, según la fortuna de los padres, el mimo de los abuelos, el agasajo de parientes y personas obligadas o que pretenden obligar, los niños tienen juguetes rotos u olvidados, y que podrían darse a los pobres, como la ropa de desecho. ¡Qué tesoro, qué fuente de infantiles alegrías, para los niños pobres, en esos objetos desdeñados ya por los niños ricos! Un fragmento hallado en un muladar produce a veces increíble gozo. Si, pues, hubiera quien recogiera los juguetes desechados y rotos para darlos tal como están, o componiéndolos si costaba poco, haría una obra de caridad llevando puras e intensas alegrías a los que tal vez no han de probar otras segados por la muerte o afligidos por la desgracia.

Este medio de alegrar a los pobres podía serlo también de moralizar a los ricos, cuyo egoísmo no empieza a combatirse bastante pronto, y que crecen en la ignorancia de los males que no conocen, y en el error de que nada deben de todas aquellas cosas que gratuitamente reciben. Al pedirles el juguete roto, aquel que ya no les divierte, de vez en cuando podría estimulárselos al sacrificio del que todavía les gusta, conmoviendo su corazón con tantas escenas propias para enternecerle, como, por ejemplo, la pintura de un pobre niño enfermo, cuya madre, para ganar el sustento, tiene que dejarle solito, y que recibiría tanto consuelo si tuviera juguetes sobre su cama... Los niños que, al oír estas cosas, como se elija un momento oportuno y se les digan sintiéndolas, no tengan un movimiento bueno, son bien mal nacidos, aunque se mezcan en dorada cuna, y muy dignos de lástima sus padres, aunque queremos creer que no existirá ninguno, y que, más o menos, todos contribuirían al objeto de la Asociación para proporcionar juguetes a los niños pobres.

Gijón 1.º de Mayo de 1876.




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Nuevo proyecto de cárcel

Cuando en nuestro número 144, correspondiente al 1.º de Marzo de este año, nos dirigimos al diputado Sr. D. X..., conjurándole para que promoviese la reforma penitenciaria, formulando nuestro pensamiento, deseábamos que hiciera varias cosas, de las cuales la segunda era que el Ministerio del ramo entienda lo menos posible en el asunto y cuide mucho de que no se encargue de presentar proyecto de ley. Este nuestro deseo parecería tal vez extravagante al que no supiera la historia del Ministerio de la Gobernación en materias penitenciarias, y cuyas tradiciones se siguen, según se ve, en el proyecto de ley para cárcel de Madrid, que ha venido a justificar nuestros temores de que se presentase por el ministro, cuyo nombre no hace al caso, porque es igual: no tenemos noticia de ninguno que sepa algo de estas cosas.

Resultó que no existía sino en nuestra imaginación el diputado Sr. D. X...; pero he aquí que Dios ha suscitado al senador Sr. Silvela (que lo sea vitalicio y por muchos años si ha de continuar la comenzada empresa de la reforma de nuestras prisiones). A la calurosa y elocuente excitación del Sr. Silvela ha respondido un proyecto de ley de que, aunque poco, algo se ha ocupado la prensa, haciendo notar y censurando, con razón, varios puntos dignos de censura: nosotros nos limitaremos a uno, por ser, a nuestro parecer, el de mayor importancia, y porque vemos que sobre él no se han hecho más que indicaciones.

Primeramente preguntaremos a qué ley se ha atenido el Gobierno para el proyecto de cárcel, que no es, que no debe ser al menos, más que la ejecución de lo que en el sistema penitenciario adoptado se disponga respecto de la prisión preventiva. Se nos responderá que no hay sistema penitenciario, y que el susodicho proyecto se formó como al acaso por alguien que había oído hablar de que en las prisiones bien organizadas hay celdas.

Replicaremos que ya se ve el desconocimiento que hay en los centros oficiales y en la nación entera del derecho, puesto que se cree que un ministro le tiene para legislar en la cosa más grave y más difícil, en materia penal. ¿Qué se diría de un juez que se permitiera aplicar esta o la otra pena, según le pareciese, sin consultar la ley? El caso parecería atentatorio a la justicia. Pues no lo es menos que el Poder Ejecutivo se arrogue la facultad de decir cómo ha de ser la prisión, porque según es varía realmente y de hecho la pena, con la circunstancia, muy de notar, que el juez arbitrario lo era para casos particulares, cuyas circunstancias especiales podía apreciar, y la arbitrariedad del ministro recae ciegamente sobre la masa, y (tratándose de cárceles) no de penados, sino de personas que hasta que se pruebe su culpabilidad son reputadas inocentes y muchas absueltas como tales.

Así, pues, no se ha empezado por el principio, que es estudiar, discutir y adoptar un sistema penitenciario del que debe formar parte la prisión preventiva, y conforme a él se proyectaría la cárcel de Madrid, y las de toda España, porque en esta materia debe haber centralización, porque es de justicia la unidad. El plan de la nueva cárcel está, como todos, concebido en el pecado de no atenerse a la razón y al derecho. Es necesario que se comprenda que el arquitecto no es más que un ejecutor, que el edificio no es más que una consecuencia del sistema, y que, cuando no lo hay, se pierde el tiempo, se malgasta el dinero, y, lo que es peor, se escarnece la justicia. Una buena muestra tenemos en la cárcel de Vitoria, donde los presos estaban en sociedad en el patio, habiendo celdas en las que dormían a veces dos, que, como se sabe, es la peor de todas las combinaciones. Otras cárceles hemos visto en que se gastó lo suficiente para hacer una en razonables condiciones, y por pura ignorancia y falta de plan se hizo una casa. Aunque nuestra voz clame en el desierto, hemos de clamar siempre porque se estudie y discuta y adapte al sistema penitenciario, antes de hacer ningún proyecto de cárcel ni de presidio, no dando por resuelto lo que está por resolver: la cosa es tan sencilla, como que quien hace un edificio debe saber exactamente a qué uso se le destina.

Ocupándonos ahora en particular del proyecto presentado, vemos que hay celdas y talleres, lo cual, tratándose de una cárcel, no se puede admitir, y diremos algo del porqué.

La prisión preventiva, que debería limitarse mucho más de lo que hoy lo está y abreviarse mucho más de lo que hoy se abrevia, es un terrible derecho que la sociedad no debería ejercer sino con mucha parsimonia. Privar a un hombre de su libertad, mancharle con una sospecha, imponerle una nota de infamia, de la cual no se lave nunca, y que tal vez le impulse a merecerla, y esto sin saber si es culpado, y estando inocente, como la experiencia lo demuestra en gran número de casos. Esta facilidad para encarcelar por meras sospechas y acusación de delitos leves, es consecuencia de doctrinas erróneas que van desapareciendo de la teoría, pero que dejan largo y pertinaz rastro en la práctica. Como quiera que sea, no se admite ya que una prisión preventiva puede sujetarse a la disciplina severa de una prisión penitenciaria.

En una prisión preventiva no puede obligarse al recluso a trabajar, sino en el caso en que no tenga medios de subsistencia, y aun en éste, no hay derecho para obligarlo al aprendizaje de un oficio que no es el suyo y que le repugna tal vez. Como en tanto que no es declarado culpable se le supone inocente, no se le pueden imponer más vejámenes que los inevitables para que no se escape o se desmoralice, y es preciso evitar todas las severidades de la disciplina en cuanto sea posible. Aunque se admitiera para las prisiones penitenciarias el sistema mixto de celdas para dormir y talleres para trabajar en común, no sería aplicable a la prisión preventiva, porque no puede plantearse sin una disciplina severa, que no hay derecho a aplicar a un hombre que tal vez está inocente; y si no hay esa disciplina, cuyo objeto es el aislamiento moral e intelectual por medio del silencio, se comete otro atentado mayor colocando al recluso en foco de perversión, como lo son siempre las reuniones de hombres en que hay criminales y viciosos que comunican entre sí; porque si en una cárcel es seguro que hay muchos inocentes, lo es también que hay gran número de culpables.

Si bajo el punto de vista del derecho y de la moral son inadmisibles los talleres en la prisión preventiva, tampoco pueden dar resultado económico; porque el tiempo que permanece en ella el acusado, demasiado largo para la justicia, es corto para aprender un oficio y perfeccionarse en él.

El trabajo allí debe ser:

Voluntario para el que tenga medios de subsistencia.

Por cuenta del preso si éste cubre con él sus necesidades.

A su elección, en cuanto sea posible.

Y cuando se le imponga el trabajo, como un deber que es para todos, y principalmente para el que, no teniendo medios de subsistencia, ha de vivir a costa del trabajo ajeno, ha de ser en su celda, en la cual tiene derecho a estar, sin que se le confunda con los criminales.

Las leyes penales deben formar un todo armónico; el enjuiciamiento, la imposición de la pena, el modo de cumplirla, deben partir de la mente del legislador, encaminados al mismo fin, que es la justicia. Para la nueva cárcel se proyectan ochocientas celdas, y se dice que son pocas, dadas las cosas como están, pero sobrarían muchas si estuvieran como debían. ¿Por qué no se habría de abreviar la sustanciación y juicio de las causas criminales? Con que los que intervienen en ellas cumplieran con su deber se conseguiría: para lo cual fuera conveniente marcar plazos a las tramitaciones, que sólo pudieran alargarse en casos excepcionales, y que había de probar el que los alargara, para no incurrir en la pena de no actuar conforme a ellos. ¿Por qué no había de limitarse la prisión preventiva, como hemos dicho tantas veces, a los delitos graves, o siquiera no hacerse extensiva a los levísimos, como ahora sucede?

Estas breves observaciones enviamos al señor Silvela, animados de la esperanza de haber encontrado el amigo de la reforma de las prisiones que andábamos buscando hace tanto tiempo. Que Dios le dé la perseverancia que necesita, y apoyo en todos los hombres de buena voluntad.

Gijón 7 de Junio de 1876.




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La justicia bien entendida ¿por quién empieza?

No hace muchas semanas, en el núm. 76 de La Voz de la Caridad, nuestro buen amigo el Sr. D. Antonio Guerola procuraba combatir aquella cínica fórmula del egoísmo que dice: La caridad bien ordenada empieza por uno mismo, fórmula que sería muy exacta si en vez de CARIDAD dijéramos JUSTICIA. En efecto, es esencial en la caridad el olvido de la propia conveniencia, la abnegación, y en algunos casos hasta el sacrificio; la esfera de actividad de la persona caritativa está fuera de su individuo, y una vez recibido el primer impulso de amor y conmiseración, todos los otros vienen de afuera, y las causas determinantes, en vez de ser el dolor y el placer propios, son la dicha o la desventura ajena. La índole de la justicia es muy diversa: como aquel héroe de la fábula cuyas fuerzas se agotaban en la lucha y las recuperaba tocando a la tierra, la justicia necesita tocar muy a menudo en lo íntimo de nuestro ser moral. La justicia, aunque se esparza y se difunda, y se comunique y se irradie sobre la sociedad, infundiéndola calor y vida, pronto sufriría alteraciones fundamentales si no se replegara por intervalos al fondo de nuestra alma. Para ser caritativo hay que salir mucho fuera de sí, para ser justo hay que entrar mucho en sí mismo; porque la primera, la indispensable condición para juzgar bien a los otros, es no juzgarse mal a sí propio. La medida que aplicamos a los demás, se alarga y se acorta, se deforma en nuestra mano, y necesitamos continuamente rectificarla sumergiéndola en las profundidades de nuestra conciencia.

Aunque sea de paso, advertiremos que esto no quiere decir que haya entre la caridad y la justicia ningún género de oposición ni antagonismo; muy al contrario, son dos colores de un mismo rayo de luz, que no se descompone sino porque pasa al través de nuestro ser imperfecto. En Dios concebimos que la justicia es caridad, y la caridad justicia; en los hombres, a medida que son mejores, que procuran acercarse a la perfección del Padre celestial, se separan menos la caridad y la justicia; y hasta las sociedades, a medida que progresan, tienen por justas legalmente y son exigibles por la ley cosas que en tiempos más rudos pertenecían al fuero interno, a la esfera moral y a la jurisdicción de la conciencia.

Así, pues, tenemos:

Ideal de perfección, Dios, la caridad, es decir, el amor y la justicia confundidos.

Perfección mayor o menor en el hombre medida por la divergencia que en él tienen la caridad y la justicia. Según que el hombre es más virtuoso, que tanto quiere decir como más perfecto, pone más trabas a su egoísmo, que es prestar alas a su caridad; se considera con menos razón para recibir servicios sin prestarlos; mira como deberes actos que los menos avanzados en el camino del bien tienen por de pura gracia, y, en fin, tiende a confundir más y más la esfera de la caridad y de la justicia: esta indicación, aunque breve, bastará para probar que es una misma su esencia, que la perfección consiste en no separarlas, y que si parecen opuestas, es porque el error y las pasiones bajas las apartan, hasta el punto de proferir la blasfemia de que puede haber entre ellas hostilidad.

Pero en tanto que la caridad y la justicia no se confunden, hasta que no son una misma cosa, es de ley moral que la primera necesite derramarse en expansión, simpática, y la segunda concentrarse con frecuencia en análisis reflexivo. Como dejamos dicho, la primera, la imprescindible condición para ser justos con los demás, es serlo con nosotros mismos; saber lo que les debemos y lo que nos deben, lo cual no se puede conseguir sin tomarse a sí propio estrecha cuenta. No las ajusta la caridad, no las necesita, porque no obra por cálculo, ni se inquieta de si alguno lo falta, o de si ella ha sobrado; pero la justicia, no infinita como la de Dios, sino limitada como la de los hombres, y más mezquina según ellos son más ruines, la justicia, como mercancía de gran precio pesada en tosca balanza, necesita continuas rectificaciones y correcciones de cálculo para no dar en error de consideración y parar perjuicio grave.

Cualquiera puede observar el significativo fenómeno siguiente: No hay persona a quien inspiremos alguna confianza, por poca que sea, que no nos dé quejas RAZONADAS de parientes, amigos y conocidos, de todos aquellos con quienes tiene relaciones de cariño o de interés. Hay más todavía, y es, que si pudiéramos penetrar en lo íntimo de cada uno, veríamos que aquellos que por reserva o por otro motivo no dan quejas de nadie, las tienen de muchos, quizás de todos. El primero a quien oímos quejarse de perfidias, ingratitudes, desvíos y desengaños, en fin, bajo las mil formas en que pueden recibirse, nos inspira esta reflexión u otra semejante: «¡Lástima que hombre tan bueno halle tan mala correspondencia!» El segundo, el tercero, el cuarto, etc., que nos manifiesta su rectitud, y el mal proceder de los otros, su cordialidad y el poco afecto que halla, su abnegación y el egoísmo ajeno, nos arrancan igual exclamación, hasta que después de muchas, y al cabo de bastantes años, decimos lo que debiera habernos ocurrido desde el primer día: PUESTO QUE TODOS SE QUEJAN CON RAZÓN, NO HAY NINGUNO SIN CULPA.

Y esta conclusión tan lógica y tan sencilla, ¿cómo hay nadie que no la saque, y no la saque pronto? La razón es, a nuestro parecer, que en las cuentas morales no tenemos más que activo; que sumamos el cargo suprimiendo la data; que recordamos, en fin, minuciosamente lo que nos deben, olvidando en parte o en totalidad lo que debemos; y como esto lo hacemos nosotros y ustedes, y aquellos y todos, resulta que no se ve cuenta que venga bien con otra, y que en el mundo moral no hay más que acreedores.

Ya se entiende que hablamos de la regla; algunas pocas benditas excepciones existen, que piensan deber más que les deben, y éstos, los únicos que declaran su deuda, son también los únicos acreedores verdaderos.

Este pensamiento más o menos claro, con aplicaciones más o menos concretas, está en la sociedad, puesto que muchas veces se revela en el lenguaje. Ahora las PAGA todas. Es ACREEDOR a remuneración, a respeto, etc. Dios nos ha de pedir estrecha CUENTA. Tú me las PAGARÁS; se le hacen CARGOS muy graves. En la oración dominical pedimos a Dios que nos perdone nuestras DEUDAS como perdonamos a nuestros DEUDORES; y, lo que es todavía más significativo, en nuestra lengua y en otras, la misma palabra DEBER representa un valor que se adeuda, y la obligación de que, en conciencia, no podemos prescindir.

La idea de cuenta está en la conciencia de la humanidad; solamente que el método para ajustarla es malo y no saldrá bien mientras no se cambie. Cosa es ya reprobada, no sólo por las leyes, sino por la opinión de los menos escrupulosos, lo que se llama tomarse la justicia por la mano; pues esto, que no nos creemos con derecho a hacer materialmente, lo hacemos sin escrúpulo en la esfera moral, cuando aplicamos los principios de equidad a los otros antes de haberlos aplicado a nuestras propias acciones y sentimientos. Todo derecho que exijamos antes de haber cumplido exactamente el deber recíproco que supone; toda regla que apliquemos sin habernos sujetado a ella primero; toda consideración que exijamos sin haberla personalmente merecido; toda justicia, en fin, que empieza por los otros, en vez de empezar por nosotros mismos, no es justa, no puede serlo, porque no suele llegar hasta el Juez, y aunque llegase, traería un vicio original de que ya no podría purificarse. Un ejemplo hará más evidente esta verdad.

Una persona nos ha faltado al respeto que nos debe. Empezando la justicia por ella, damos por supuesta la deuda, la hacemos severos cargos, la acusamos y la condenamos, en nuestro concepto con razón evidente. La investigación y prueba de su falta es la última instancia del proceso, y no ha lugar de ningún modo a que nosotros aparezcamos ni un momento como acusados. Si en lugar de esto hubiéramos empezado por nosotros mismos; si en lugar de decir resueltamente: ese hombre me ha faltado al respeto, nos hubiéramos preguntado sinceramente: ¿merezco yo el respeto de ese hombre? Si, después de investigada la verdad, la respuesta era negativa, como lo sería probablemente, no hay para qué pasar adelante, ni motivo para querellarse y condenar.

De todo esto puede haber excepciones; pero la regla general, muy general, es que la justicia que empieza por los otros tiende a condenarlos, y la que empieza por nosotros mismos a absolverlos, y con esto, que es evidente, no hay para qué encarecer cuál será la verdadera para el individuo y la más armónica para la sociedad, porque, seguramente, no hemos de ser más severos con nosotros mismos que con los demás, y aun cambiando el método de pesar, todavía se inclinará en nuestro favor la balanza.

No queremos dejar de hacer notar, aunque sea de paso, que en esto, como en todo y siempre, lo más justo es lo más útil. El que empieza la justicia por los otros, indefectiblemente se encuentra con que los otros la empiezan por él y le devuelven todas las desventajas del punto de vista de donde él los miró. Por el contrario, el que empieza por sí mismo la justicia, suele hallar a los otros dispuestos, no sólo a no negársela, sino a dispensarle gracia, por un sentimiento de generosidad que existe en casi todos los hombres, sin exceptuar los más crueles y depravados, sentimiento que tal vez parece raro, porque son raras las ocasiones que le da nuestra rectitud de manifestarse. Bajo el punto de vista de la conveniencia, se ve el resultado que da el no tener en cuenta más que los propios merecimientos y las ajenas faltas; esto conduce a ser intolerantes, a exigir mucho y a encontrar por todas partes intolerancia, acritud y los agudos ángulos del egoísmo ajeno que chocan con el propio. Por el contrario, el que analiza sus faltas y defectos, es tolerante, exige poco, porque sabe que no merece mucho; no despierta las susceptibilidades del amor propio, y halla simpatía y disposición benévola y mayor facilidad para la existencia. La modestia que da el empezar la cuenta por lo que debemos, disminuye todos los razonamientos de la vida; la altanería, a que contribuye tomar por punto de partida lo que nos deben, aumenta todas las dificultades, de modo que el deber y la conveniencia se unen para decirnos QUE LA JUSTICIA BIEN ORDENADA EMPIEZA POR UNO MISMO.




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¡Pobre Martín!

Martín se llamaba el desdichado individuo de Orden público que murió no hace muchos días en la calle del Lobo cumpliendo con su deber. No nos incumbe investigar quién ni cómo le ha matado, ni si se debió allí hacer fuego, ni si hubo imprudencia temeraria penada por la ley, ni si hay personas justiciables o se debe sobreseer la causa. Cosas son éstas de que entenderá el Juzgado. Sobre una que no es de su competencia vamos a decir algunas palabras.

Los encargados de sostener el orden en Madrid no suelen ser muy bien mirados del pueblo; y sea la culpa de éste, de aquéllos o de todos, como es lo más probable, cosa que no nos hemos propuesto averiguar ni sería fácil, es lo cierto que los individuos de esta fuerza urbana han recibido varios apodos colectivos, digámoslo así, y en la actualidad no salen muy mal librados recibiendo el nombre de amarillos. No es nuestro ánimo hacer su panegírico, ni probar que son personas ordenadas todas las encargadas de sostener el orden público; pero sí diremos, por ser la verdad y constarnos que Martín era un hombre honrado, un hombre muy bueno, que ha muerto por cumplir con su deber. Estas palabras, que no podemos escribir con ojos enjutos recordando su trágico fin, serán su única oración fúnebre, y su nombre, escrito en el periódico de los pobres, el solo esfuerzo hecho para arrancarle al triste olvido de la fosa común.

No vamos a hablar de una persona; Martín representa una clase; no vamos a implorar para su viuda la compasión de las almas caritativas; vamos a pedir a la sociedad el cumplimiento de los deberes que parece ignorar o que no recuerda. Cuando un hombre muere por ella, por defenderla y servirla, si este hombre es pobre y obscuro, identificada la persona, su cadáver se entierra quizás sin pompas en la fosa común, y su familia sufre sin auxilio los horrores de la miseria. Si mañana aparece un joven en el banco de los acusados; si, probado su delito, el defensor alega que es huérfano, que su padre murió como ha muerto Martín, que niño vivió en la miseria y en el abandono, sin más educación que malos ejemplos, y, el peor de todos, saber cómo desampara la sociedad a los hijos pobres de los que mueren por ella; cuando esto diga el abogado, sacando las consecuencias que lógicamente resultan, ¿en virtud de qué ley, que no sea la del más fuerte, se le aplicará al reo una pena? ¿No está moralmente incapacitada de imponer deberes la sociedad que no cumple los suyos? Empiece ella por llenarlos, por dar el ejemplo con el precepto, y los infractores serán entonces más raros, más culpables, y podrán castigarse en conciencia.

Cuando un hombre muere por prestar un servicio directo a la sociedad, ésta debe honrar su memoria y amparar su familia; dar a ésta suficientes socorros domiciliarios, o cuando haya niños sin madre, que no puedan ser educados en casa, recogerlos en un establecimiento especial para ellos solos, de modo que no se confundan los huérfanos que hace el vicio y el crimen, con los que deja la abnegación y la virtud.

En cuanto a la víctima, debe ser conducida a la última morada con pompa, no de esa que cuesta dinero, sino de la que indica respeto; su nombre debe grabarse sobre su tumba, y ésta abrirse en derredor de un monumento sencillo en que se lea:

LA SOCIEDAD RECONOCIDA,
A LOS QUE MUEREN POR ELLA.

Mientras la sociedad no trate a todos sus miembros como hijos, por seguro debe tener que habrá muchos que no la miren como madre.




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Otras dos tumbas

Hace cuatro años algunas personas, con la triste solemnidad del que se acerca a una tumba para colocar sobre ella una corona, acudían a nuestra redacción a prestar homenaje debido de respeto y de dolor a la señora Condesa de Mina, que acababa de morir: un grupo de amigos de la virtud y de los pobres, que se reunían a llorar por la que tantas lágrimas había enjugado. Eran siete, ya no son más que cuatro; tan activa y poderosa es la mano de la muerte.

El primero que dejó la tierra fue D. Fernando de Castro, de buena memoria, que vivirá entre nosotros mientras vivamos, y a cuya caridad incansable consagramos entonces un respetuoso recuerdo; hoy debemos pagar triste y merecido tributo a otros dos corazones que se asociaron a nuestra pena; que vistieron luto por la que se afligía con los afligidos; hoy debemos, en fin, llorar por los que con nosotros habían llorado.

El Sr. Conde de Ripalda.

El Sr. D. Fermín Caballero.

Podría formarse un volumen con las cartas que nos ha dirigido el Sr. Conde de Ripalda durante la guerra, cartas en que se pinta su bondadoso corazón, en el odio a la fratricida lucha y en el amor a sus desdichadas víctimas; y como esta correspondencia iba acompañada de muchas buenas obras y celo perseverante, debemos dar al que la escribía el nombre de buen amigo de los heridos. ¡Cuánto los compadecía? ¡Cuánto hizo por ellos! Llevado a tierra extranjera, creemos que más por vicisitudes de la suerte que por su voluntad, y buscando remedio a una dolencia que no le tenía, puede decirse que dejó el corazón en la patria, sobre cuyos ensangrentados campos gemía su espíritu, pidiendo para los que caían, pidiendo con afán incansable socorros, y teniendo gran parte en los que vinieron del extranjero. En un día y otro día, un mes y otro mes, un año y otro año, buscando donativos para los pobres heridos, probó bien que su caridad era de aquella verdadera que no se cansa. Vino al fin a morir a la tierra que le vio nacer; no han afligido sus últimos momentos los gritos del combate; que nunca jamás turben el silencio de su tumba, y que haya hallado en el Señor la paz de que era tan amante, y que le desean con lágrimas sus amigos, en cuyas penas él también lloraba.

El Sr. D. Fermín Caballero tiene una página brillante en la historia de nuestros hombres de letras, y con todo, estamos seguros que no desdeñará la que consagramos desde nuestra humilde publicación al hombre que practicó, como muy pocos, y hasta el último suspiro de su larga vida, la virtud del trabajo; que, casi ciego, leyó, estudió, escribió sin descanso, ya para mejorar la situación de los presentes, ya para sacar a ilustres pasados del inmerecido olvido en que yacían, deuda que paga uno por muchos, haciendo al pagarla obra de justicia y también de amor. Hay ciencia, y erudición, y talento, y fatiga no pequeña en ese monumento elevado a los conquenses ilustres, y benevolencia y caridad también en tributar al mérito desconocido u olvidado, un homenaje de respeto, un recuerdo de gratitud. Nosotros se la debemos también al colaborador que nos socorría muchas veces, en nuestra penuria, con sus artículos. La mano que manejaba una de las plumas mejor cortadas que han escrito en España, no estuvo cerrada para los pobres; tenemos entendido que a su instrucción dedicó sumas no despreciables. Que los que ha contribuido a ilustrar honren su memoria, empleando en hacer bien los conocimientos adquiridos.

Reciba el cordial triste saludo de los pocos su dispersos y afligidos amigos a cuya voz unió su voz en otros días, y que en el seno de Dios pueda contemplar pura sin velo la verdad, que en este mundo amó tanto.




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Enterrar a los vivos

Las Obras de Misericordia son catorce, una de ellas enterrar a los muertos; las de protervia no sabemos cuántas serán, muchas, y una de ellas, a no dudarlo, es enterrar a los vivos. Pero ¿quién y dónde se entierran? ¿Tal vez en alguna tribu salvaje, o condenados a tan horrible suplicio por algún tirano feroz? No, sino en España, y condenados por la ignorancia y el olvido de los deberes sociales y de humanidad, que son tiranos harto feroces, cuyo poder no se detiene a los bordes de la tumba. Hubo un tiempo en que creíamos que la inhumación de los vivientes era un caso raro, rarísimo, y punto menos que imaginario: hoy no lo pensamos así; lo primero, por haber leído alguna cosa y convencídonos de que sólo la descomposición da seguridad de la muerte; lo segundo, por haber visto la teoría, y sobre todo la práctica que se observa en materia de inhumaciones. No hace mucho dieron cuenta los periódicos de lo acaecido en Barcelona con una señora, dejada en el depósito de cadáveres, donde se encontraron pruebas evidentes de que estaba viva, aunque no se la pudo volver a la vida después de hecha la observación; y nosotros podemos añadir otro caso, mucho más notable y propio para hacer pensar y temer que se repitan los de este género.

Demetrio García Barrosa, vecino de Gijón, después de una larga enfermedad, murió: así lo creyeron al menos los que le amortajaron, el sacerdote, que no quiso administrarle la Extremaunción, y el médico, que de ello certificó, dicen (no lo sabemos) sin verle. Estuvo depositado el cadáver en la casa mortuoria diez y ocho horas, al cabo de las cuales se le metió en el ataúd, que clavado se condujo al depósito del cementerio de los pobres (aquí, de algún tiempo a esta parte, se distinguen las clases para la última morada). En este depósito, siempre clavado el ataúd, estuvo veintidós horas, al cabo de las cuales, antes de enterrarlo, desclavó la caja el sepulturero. ¿Por qué? No se sabe: los motivos que da no son muy plausibles; alguno que se sospecha no es muy honroso para él, por lo cual nos abstenemos caritativamente de entrar en las intenciones, consignando el hecho de que, al desclavar la caja, vio que Demetrio García Barrosa estaba vivo, y vivo continúa en este hospital municipal de Gijón, bien asistido, como todos los que están en él, pero sin que su estado mental nos permita saber sus impresiones de ultratumba. Como la verdad es lo primero, hemos de manifestar que las facultades intelectuales de Demetrio García Barrosa durante su enfermedad estaban bastante alteradas, de modo que el estado en que hoy se encuentra, su obstinada dolencia, el no articular apenas más que monosílabos, y eso cuando se le insta, no puede atribuirse, todo al menos, a la horrible situación en que estuvo. ¿Ha tenido idea clara de ella? ¿La ha tenido confusa? Nada se sabe, ni tampoco cómo no se asfixió dentro del ataúd clavado, ni si cuando en él le metieron tenía verdaderas señales de cadáver para el observador inteligente, o sólo para el ignorante que le miraba con indiferencia.

Después de calmado un poco el horror que semejante hecho inspira; después de aplacar el tropel de sentimientos que tan horrible drama excita, viene la razón a plantear varios problemas.

La ciencia ¿tiene o no medios para asegurar que un hombre es cadáver antes de que se descomponga? ¿Los tiene? Que los diga, que los publique, que sepa todo el mundo cuáles son. ¿No los tiene, como creemos? Pues entonces el certificado facultativo no da más que una presunción de la muerte, y puede tener varios efectos civiles, pero no el humanitario de asegurar que no se entierra a un viviente.

El Gobierno ¿tiene medios de hacer que los médicos no den certificados de defunción sin reconocer el cadáver, y los curas no den sepultura sin el certificado facultativo? Si los tiene, que se apresure a ponerlos en práctica; si no, que lo diga, para que no se pague una contribución de la cual no resulta ninguna garantía para el orden social, ni para la humanidad, dando, por el contrario, una garantía legal contra derecho.

Pediríamos mejor organización en todo este ramo, responsabilidad de los médicos, establecimento de depósitos en buenas condiciones y bien vigilados; pero sería clamar en desierto. Tampoco nos atrevemos, porque también sería inútil, a promover una asociación caritativa para proteger a los que se supone cadáveres; que si obra de misericordia es enterrar a los muertos, mayor lo es aún evitar que se entierren los vivos. Lo único que nos proponemos al escribir estos renglones, es que nuestros lectores se convenzan de la posibilidad de ser enterrados vivos ellos o los que aman, y tomen sus medidas para que ni a ellos ni a las personas que bien quieren les den sepultura hasta que tengan señales evidentes de descomposición. Triste es no poder aspirar a más, pero la realidad no suelo ser muy alegre.

Gijón, 6 Junio 1876.




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Cárcel modelo

Al leer el dictamen de la Comisión encargada de darle sobre el proyecto de ley para construir en Madrid una cárcel modelo, nos congratulamos, viendo la modificación esencial que introducía en el proyecto del Gobierno y esperando que admitiese otras de que estaba muy necesitado. La esencial modificación a que nos referimos es la supresión de talleres: ya dijimos en nuestro número anterior, o más bien hemos repetido, por qué en una cárcel no debe, no puede razonanablemente haberlos: se había, pues, empezado a marchar por el buen camino; esperábamos que se continuara. ¡Esperanza vana!

Hemos leído atentamente la discusión sobre el proyecto de cárcel, sugiriéndonos su lectura reflexiones muy tristes, que no queremos comunicar a nuestros lectores, porque sería difícil hacerlo sin acritud, que no había de servir como lección y que no debemos permitirnos como desahogo. Diremos solamente cuán incomprensible es para nosotros el modo que tienen de comprender sus deberes los señores diputados que dejan desiertos los escaños del Congreso cuando se discute el asunto más importante de los que allí pueden llevarse, y muchos oradores de nota que sobre él guardan silencio, como si reputación no obligase tanto y más que nobleza.

Han sostenido la discusión y presentado varias enmiendas al dictamen de la comisión los señores Marqués de la Vega de Armijo, Rico, Martón, Goicorrotea y Vizconde de los Antrines, dando razones que no han sido atendidas ni contestadas por la Comisión, que, con pertinacia para nosotros inexplicable, se ha negado a variar ni una coma en su dictamen: había introducido una variación esencial suprimiendo los talleres propuestos por el Ministro; pero no ha querido admitir ninguna otra, por más que se razonen y se pidan con mesura, a veces casi con humildad: repetimos que no se comprende. Su dictamen, presentado y aprobado, es como sigue:

«Artículo 1.º Se procederá a la construcción en Madrid de una cárcel modelo, sobre la base del sistema celular, cuyas obras de edificación comenzarán durante los cuatro primeros meses que sigan a la publicación de esta ley, y terminarán en el período de tres años.

»Art. 2.º La cárcel modelo será capaz para 1.000 presos, cuando menos, y contendrá capilla, enfermería y las demás dependencias necesarias.

»Art. 3.º Debiendo servir la cárcel modelo de Madrid para depósito municipal, cárcel de partido y de Audiencia y casa de corrección para sentenciados que a la misma correspondan con arreglo a las leyes penales, contribuirán al coste de su construcción el Ayuntamiento de Madrid, las diputaciones de Madrid, Ávila, Guadalajara, Segovia y Toledo y el Estado.

»Art. 4.º El coste total de la cárcel se calcula en cuatro millones de pesetas. Para esta suma abonarán: el Ayuntamiento de Madrid, un millón de pesetas; la Diputación de Madrid, 500.000; la de Toledo, 250.000; las de Ávila, Guadalajara y Segovia, a 200.000 pesetas cada una. El Estado, con el fin de coadyuvar a la obra de la cárcel, entregará terrenos de su pertenencia.

»Art. 5.º Sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo anterior, el Ayuntamiento de Madrid cederá la propiedad del edificio llamado El Saladero, actual cárcel pública, al Ministro de la Gobernación, quien podrá enajenarlo en la forma que más convenga.»

Se leyó el 6º, que decía:

«Art. 6.º El Estado, además del edificio conocido con el nombre de El Saladero, podrá vender o dedicar a la construcción de la cárcel el terreno adquirido para el mismo objeto por el Ministerio de la Gobernación en 1860, los que posee en la dehesa de Amaniel, los que compró el Ministerio de Fomento para exposiciones industriales o agrícolas, y cualquiera otro de igual procedencia que no tenga aplicación inmediata. Para destinar estas propiedades o sus productos a la construcción de la cárcel modelo, bastará el acuerdo del Consejo de Ministros.

»Art. 7.º Si los recursos concedidos al Ministro de la Gobernación por el artículo que antecede no bastasen a completar el coste calculado para la edificación de la cárcel modelo, se incluirá la partida que faltase en los presupuestos generales correspondientes a los años económicos de 1877 a 1878, o en los de 1878 a 1879. Si el importe de la obra excediera de cuatro millones de pesetas, se hará nuevo reparto entre las corporaciones contribuyentes citadas en el art. 4º, con exclusión del Estado.

»Art. 8.º Se creará una Junta de inspección, vigilancia y administración de las obras de la nueva cárcel, que bajo la presidencia del Ministro de la Gobernación se ocupe de cuanto sea necesario a la pronta ejecución de esta ley.

»Art. 9.º La Junta se compondrá del Ministro de la Gobernación, presidente; del Director general de establecimientos penales, y de los Presidentes de la Diputación provincial y del Ayuntamiento de Madrid, vicepresidentes; de dos senadores, dos diputados, dos magistrados de la Audiencia de Madrid, dos letrados del Colegio de Madrid, dos médicos de la Academia de Madrid, dos arquitectos de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, y de un individuo o representante de cada una de las diputaciones de Ávila, Guadalajara, Segovia y Toledo.

»El Ministro de la Gobernación nombrará los Senadores y Diputados que han de pertenecer a la Junta inspectora; los demás serán designados por las Corporaciones respectivas.

»Una vez constituida la Junta, serán considerados individuos permanentes de ella cuantos la formen, sin que puedan ser separados sino por causa justificada de negligencia en el desempeño de sus cargos. La separación será acordada, en todo caso, por el Ministro de la Gobernación, y la ocupación de las vacantes se efectuará conforme a lo determinado en el párrafo anterior. Quedarán exceptuados de la regla de inamovilidad el Ministro, el Director de Establecimientos penales y los Presidentes de las Corporaciones provincial y municipal.

»Art. 10. Corresponderá a la Junta inspectora:

»1.º Estudiar las formas y modelos de cárceles modernas, y adoptar para el proyecto el orden conveniente dentro del sistema celular.

»2.º Examinar los planos para la edificación de la cárcel, y proponer al Gobierno su aprobación, si los juzgare merecedores de ella.

»3.º Proponer asimismo el tiempo y forma en que las Diputaciones de las provincias comprendidas en el territorio de la Audiencia de Madrid y el Ayuntamiento de la capital han de hacer efectivas las cantidades que les corresponden por precepto de esta ley.

»4.º Informar acerca de la mayor o menor conveniencia de hacer la construcción de la cárcel por medio de una sola subasta o de varias, o por contratos directos, totales o parciales, o informar además sobre todo lo que el Gobierno creyere oportuno consultarle.

»5.º Inspeccionar constantemente las obras, presenciar las recepciones y usar de todas aquellas facultades que sean consideradas necesarias al buen desempeño de sus funciones.

»Art. 11. El Ministro de la Gobernación, previo acuerdo del Consejo de Ministros y oída la Junta inspectora, publicará en Real decreto disposiciones relativas al tiempo y forma en que las diputaciones provinciales de Madrid, Toledo, Ávila, Guadalajara y Segovia y el Ayuntamiento de Madrid han de entregar las sumas por que sean responsables para la edificación de la cárcel, en cumplimiento de esta ley especial.

»Art. 12. La Junta inspectora se regirá por el reglamento interior que dicte el Ministro de la Gobernación, quien quedará encargado del cumplimiento de la ley dentro de los plazos y en los términos preceptuados por la misma.»

En vano los señores diputados, cuyos nombres citamos, pidieron:

Que se consignara en la ley que la nueva cárcel había de levantarse en el terreno adquirido para ella, que representa un valor de dos millones de reales;

Que se señalara un máximum al número de celdas, para evitar los inconvenientes de las prisiones con gran número de reclusos;

Que no se confundieran los penados con los que sufren prisión preventiva;

Que no se hiciera contribuir a las provincias del territorio de la Audiencia para una prisión que de seguro no utilizarán sus penados;

Y, por último, que se consignaran con claridad varios puntos, quitando al proyecto la vaguedad que en él se nota, que estaría muy mal en un escrito cualquiera y no puede sufrirse en una ley.

Todo ha sido inútil: la Comisión, convencida sin duda de que había hecho una obra perfecta, no ha querido variarla en lo más mínimo; tampoco ha querido dar explicaciones que merezcan este nombre, quedando a merced de la Junta que según el proyecto ha de formarse, vender y comprar edificios y terrenos según le parezca, hacer la cárcel donde quiera y como quiera, y, en fin, legislar en materia criminal.

Pero estas atribuciones dictatoriales que parecen darse a la Junta vienen a serlo del Ministro. Además de que él la preside, nombra cuatro individuos de ella, que con el Director de Establecimientos penales son seis votos; puede separar al vocal que le parezca por justificada negligencia, y, lo que es más grave, la Junta no tiene facultades más que para estudiar, examinar, proponer, informar, inspeccionar, y hasta el reglamento por que ha de regirse ha de ser dictado por el Ministro de la Gobernación, rebosando la dictadura por todas partes, en pugna con la justicia, y aquí, además, con la propiedad del lenguaje.

Como el proyecto que nos ocupa ha de discutirse en el Senado, vamos a hacer algunas observaciones por si pueden contribuir a que algún señor senador intente modificarle con mejor fortuna que los señores diputados que lo pretendieron.

Prescindiremos de la parte que pudiera llamarse pecuniaria, no porque no la creamos importantísirna, sino porque sobre este punto será en vano intentar modificación alguna, y vamos a limitarnos a dos puntos principalísimos:

1.º Nos congratulábamos al ver desaparecer la palabra talleres del proyecto del Gobierno, creyendo esta supresión señal cierta de que se adoptaba para la prisión preventiva el sistema celular con absoluta y constante separación de los reclusos; pero al ver que la Comisión conserva la Capilla y la Enfermería, y se niega a dar las explicaciones pedidas por los señores diputados respecto del sistema que ha de seguirse, dejándolo todo a merced de la Junta, posible será que ésta haga una cárcel que se llame celular porque haya celdas, como se llamaba en el proyecto del Gobierno, y donde los presos comuniquen entre sí. Sería necesario que en el Senado se aclarara bien este punto; que se dijera terminantemente que la incomunicación entre los reclusos ha de ser absoluta; se quitara la palabra capilla, porque no debe haberla, sino un altar que se vea de todas las celdas; y también la palabra enfermería, porque las dolencias de consideración se asisten en celdas apropiadas para enfermos, y en las comunes, las enfermedades leves, etc., etc. Si no se aclara bien esto, resultará que la Junta, o mejor dicho el Ministro de la Gobernación, queda investido de la facultad de legislar en materia criminal, porque, según el sistema que se adopte, disminuirán o aumentarán las vejaciones que sufran los presos y variará la pena para los penados que han de extinguirla allí.

Sobre esto llamamos también la atención de los señores senadores. Hemos dicho repetidamente que no se podía legislar en materia penitenciaria, sin hacerlo al mismo tiempo en materia penal, porque es indispensable la armonía en leyes que son partes esenciales de un mismo todo. Cuando los señores diputados con tanta razón se han pronunciado contra la absurda confusión de presos y penados, se les ha dicho que así lo disponía la ley. ¿Y para qué son legisladores sino para sustituir con leyes justas las que pugnan contra la justicia? Pero no es éste el parecer de la Comisión ni del señor Ministro de la Gobernación, que cuando el Sr. Marqués de la Vega de Armijo decía que no podía ser un mismo edificio prisión preventiva y correccional, que esto no podía hacerse, contestaba el Sr. Ministro que esto podía hacerse y se hacía: en razón no, sin ella ya sabemos que pueden hacerse y se hacen muchas cosas.

Si se considera el régimen tan diferente a que se sujeta un preso y un penado; el objeto distinto que al recluirlos se propone la ley, y hasta la circunstancia de que por la vigente la manutención, vestido y trabajo del uno corresponde al Estado, y al Municipio la del otro, teniendo alguna idea de la teoría y alguna experiencia de la práctica, se comprenderá que si confundir cosas que deben estar separadas puede hacerse y se hace, no se hará sin menoscabo de la justicia y del orden, que no podrá establecerse, estamos bien seguros de ello, aunque haya mucha inteligencia de parte del arquitecto que proyecte la cárcel.

Después de tantos años de inacción, ahora hay prisa de días: al daño de no hacer, se quiere añadir el de hacer mal: el proyecto de cárcel, que tiene la pretensión de ser modelo, ha de votarse pronto, pronto, para que se empiece a los cuatro meses de votada, cosa absolutamente imposible si ha de haber para los planos concurso verdadero, para las obras verdaderas subastas, y para todo verdadero estudio hecho en un tiempo en que todo el mundo se va de Madrid y por personas que tienen que trabajar gratis. Este plazo de cuatro meses no puede ser mirado como cosa seria por nadie que sepa los plazos indispensables que deben darse, lo que hay que estudiar y lo que trabajan las Juntas compuestas de personas cuyo trabajo no se retribuye y que tienen otros que no pueden abandonar. Todos nuestros temores se han realizado: una de las cosas que temíamos era la prisa, y vemos que le sobra al proyecto de cárcel, en cambio de muchas cosas que le faltan. Quiera Dios que los señores que intenten completarle y corregirle en el Senado sean más felices que los que presentaron enmiendas en el Congreso.

Gijón 7 de Julio de 1876.




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Exposición Internacional de Higiene y Salvamento

Cuando hace tiempo anunciábamos esta Exposición, que debía celebrarse en Bruselas, temíamos lo que ha sucedido, que España no estuviera representada en ella, y conjurábamos al Gobierno para que tomara una iniciciativa que dadas las cosas como están, o mejor dicho como son aquí, no puede tomar nadie, y empleara su influencia con las personas que podían evitarnos la mengua de faltar al llamamiento de los hombres de buena voluntad que querían hacer bien a sus semejantes. Para no acudir a los certámenes de la industria todavía podríamos alegar el atraso de la nuestra, y no obstante concurrimos a ellos; pero nuestra ausencia al concurso de la caridad no tiene disculpa racional, ni explicación que no sea vergonzosa. Aún recibimos premios en Filadelfia; favorecidos por el clima y la raza, aún hacemos excelentes vinos y buenos cuadros; pero cuando se trata de cosas que importan más que la industria y el arte, y cuenta que las tenemos en mucho; cuando se trata de los medios directos de conservar la salud, de mejorar la condición de los pobres, de salvar a los náufragos, de prestar pronto y eficaz socorro a los heridos, entonces no hacemos un movimiento, ni decimos una palabra, como si las cuestiones de humanidad no nos inspiraran interés alguno, y no tuviéramos conciencia para la justicia, simpatía para la abnegación, ni piedad para el dolor. Al llamamiento de la caridad las naciones han respondido: Aquí estamos; España ha guardado silencio; el nuestro, o nuestra palabra acusadora le importa poco, a nosotros mucho no tener complicidad en los malos hechos, y decir la verdad, aunque no se escuche y quede solamente consignada, como el cumplimiento de un deber y el testimonio de una conciencia.

Cierto que esta inculpación y este tono parecerían ridículos a la mayoría si los leyera. ¿Qué se nos ha perdido a nosotros en la Exposición de Bruselas? ¡Bah! Aquí nos pasamos muy bien sin las cosas que allí se presentan, sin las opiniones que allí se discuten, y sin los sentimientos que allí se manifiestan. Para que pobres y ricos enfermen y mueran por falta de higiene pública y privada; para que los náufragos se ahoguen en nuestras costas sin auxilios, y por no tenerle pronto y eficaz perezcan nuestros heridos en el campo de batalla o sufran horriblemente, no se necesitan congresos, ni exposiciones, ni discutir, ni pensar, ni todo ese laberinto de sistemas, ni ese balumbo de máquinas y aparatos. Aquí simplificamos las cosas; un muerto son dos tiempos matarle y enterrarle; si no se le entierra bien, tanto peor para los vivos que moran cerca. Y luego la lógica y la consecuencia: el país donde hay corridas de toros, donde se construyen o inauguran nuevas plazas, y acuden a ellas las damas más ilustres, y los principales caballeros, y los altos funcionarios y los jefes del Estado, que concurra cuando se trate de inmolación, pero no estaría en carácter formando parte de un congreso de Salvamento.

La Exposición Internacional de Higiene y Salvamento, patrocinada por Leopoldo II, se ha abierto por él en Bruselas con gran pompa, el 27 de Junio próximo pasado. Su hermano, el Conde de Flandes, es el presidente.

El discurso dirigido a S. M. por Mr. Waraque dice:

«No se trataba de una Exposición en que los participantes hallasen compensaciones de los gastos hechos; que atrae la curiosidad con las maravillas del arte y de la industria, y en la que comisiones ampliamente subvencionadas pueden extender mucho su esfera de acción. Hemos pedido a nuestros expositores y comisiones sacrificios de tiempo y dinero, solamente para realizar una empresa filantrópica y humanitaria.

»Numerosas adhesiones nos llegan tanto de nuestra patria como del extranjero. Sí, señor, lo decimos con un profundo sentimiento de gratitud; las naciones extranjeras no han vacilado en unirse al pensamiento belga para darle vida. Los hombres más notables y distinguidos han secundado nuestros esfuerzos con una abnegación que nunca podremos agradecer bastante. Lo que caracteriza la Exposición de Bruselas de 1876, es el completo desinterés de los que toman parte en ella. Caracterízala igualmente el favor, la conmovedora simpatía con que los más poderosos soberanos del continente han acogido nuestro proyecto, la solicitud con que todos los príncipes hereditarios de Europa se han puesto al frente de las comisiones extranjeras para una obra en que nada tenía que ver el Gobierno: por esto no hallamos términos bastante expresivos para manifestar a estos príncipes nuestra gratitud.»

Los representantes de las comisiones extranjeras, son los siguientes:

Por Alemania. -El Dr. Krueger, ministro residente de las ciudades anseáticas; el general d'Etzel; el Dr. De Stembeis; Reichardt, consejero de legación; Stockhardt, consejero íntimo de regencia; Günther, consejero íntimo de comercio; Gürlt, profesor de Medicina y Cirugía de la Universidad Real de Berlín; Meyer, delegado por la Comisión central de la Cruz Roja de Berlín; Maiss, ingeniero; Plaufmm, arquitecto; el Dr. Leuthold, médico de regimiento; el doctor Peltzer, médico de Estado Mayor.

Por Inglaterra. -Lord Spencer Churchill, presidente del Consejo de la Sociedad de las Artes y Magistrado; Brady, magistrado; J. Willi; Bund, vicepresidente de la Sociedad de Pescadores; el mayor Burgess, artillero y secretario de la Sociedad de la Cruz Roja; Martín Cohn; el teniente coronel N. Haywood; William Hutcheon Hall, almirante, miembro del Instituto Real Nacional de socorro a los náufragos; Benjamín Phillips, antiguo lord corregidor de Londres; John Stilzer, propietario; Dauby Seimour, antiguo vicepresidente del Gobierno de las Indias; el comisario Smith Young; el almirante Ross Ward, inspector de la institución de los botes salvavidas.

Por Austria. -Schaller, ingeniero de la Marina imperial; el caballero Nicolovich.

Por Dinamarca. -El gentilhombre Nolfhagen, ex ministro de Estado; Kelsch, arquitecto.

Por Francia. -El Sr. Conde de Serrurier, comisario general de la Exposición y del Congreso; Felcourt; el Conde Mniszech; Songhaye; Pellerin de Lastelle; Boudard, arquitecto; Mathelin, ingeniero, capitán de bomberos; Houzée de l'Aulnoit, doctor en Medicina.

Por Hungría. -El Dr. Luis Grosz.

Por Italia. -Errera, cónsul general honorario.

Por los Países Bajos. -Tex, miembro de la primera cámara de los Estados generales, alcalde de Amsterdam; Beel, de Heemstede, miembro de la Sociedad de Salvamento; Van Notten, abogado; Steenkamp, oficial de Artillería, comandante de Bomberos; Carsten, doctor en Medicina; Van Marken, industrial; Jager, ingeniero civil.

Por Rusia. -El teniente general Obsoutcheff; el mayor general Kakhovosk; Lineff, comisario; Kislansky, ingeniero; Brullo, arquitecto; el Dr. Muller, médico mayor de Marina; Maluitine, delegado de la Academia de Medicina; el Dr. Nedats, consejero de Estado.

Por Suecia y Noruega. -Burenstam, ministro residente en La Haya, delegado del Gobierno; Brugmann, cónsul; Otto Prinizskol, gentilhombre de cámara del Rey; Petersen, capitán de Marina; Luth, ingeniero; Berwitz-Hygen, ingeniero.

Nos avergonzamos de no encontrar en esta lista de nombres ningún español; la hemos reproducido para que se vea que todas las profesiones y clases de la sociedad han contribuido a la buena obra. Añadiremos también que para honrar hasta donde nos es dado a los caritativos representantes de las grandes empresas humanitarias, nuestra débil voz, apenas escuchada, ¿en qué ha de contribuir a ensalzar debidamente este concurso de caridad internacional? Al lado de la felicitación de la Emperatriz de Alemania, ¿no será ridícula la que de un rincón de Asturias envía una mujer obscura? No: los sentimientos que se levantan mucho, de donde quiera que salgan, se unen allá cerca del cielo y son idea para la ciencia, inspiración para el arte, consuelo para el dolor, homenaje para la virtud. Reciban el nuestro todos los que han contribuido a la Exposición de Bruselas. Les enviamos saludo cordial y respetuoso desde esta España ausente del benéfico concurso, y representada tan sólo por una mujer, que en espíritu llega en medio de ellos, como prueba de que si a las empresas caritativas puede negar pronta y eficaz cooperación en algún desdichado pueblo, las palabras de amor hallan eco por toda la tierra.

Ceares 8 de Julio de 1876.




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La mendicidad


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Artículo I

La mendicidad es una desgracia o un delito. Se ha suprimido del Código penal, no de la conciencia, que no puede dejar de tener por fraude, y de los de peor especie, el explotar la compasión en provecho de la holgazanería y otros vicios, mintiendo necesidades que no se tienen, enfermedades que no se padecen y demandando a la limosna un sustento que debía ser fruto del trabajo. ¿Por qué se habrá suprimido del Código penal la mendicidad culpable? Tal vez para que haya una ley menos que infringir: si tal ha sido el objeto del legislador, no le ha conseguido, como veremos.

La mendicidad ha sido en todos tiempos y en todos los países un problema social de los más difíciles de resolver, ya porque no se plantea bien, ya porque ni la ley ni el Poder ejecutivo pueden darle solución sin el concurso activo de los ciudadanos.

El que carece de recursos y no puede trabajar o no encuentra trabajo, tiene derecho a pedir limosna; es más, tiene el deber de pedirla, porque lo es sustentar la vida y desoír los consejos de la desesperación, aunque aparezca en forma de dignidad.

El que tiene con qué vivir o puede adquirirlo trabajando y pide limosna, obra contra derecho, comete delito, es justiciable.

Como siempre hay mendigos de las dos especies, de aquí la dureza cruel o la excesiva blandura del legislador y de la opinión, según que se fijan en el que pide con necesidad, o en el que mendiga sin ella; el uno es digno de consideración, y de gran rigor el otro: en todo caso, la mendicidad revela falta de buena organización social, de orden administrativo y de justo criterio en la opinión pública. Si extinguirla completamente es difícil en un pueblo por tantas causas empobrecido como el español, dejarla que se desborde, como lo está en España, es un abandono culpable y vergonzoso que degrada, corrompe y envilece.

Entre nosotros, la impunidad y la arbitrariedad suelen ocupar el lugar de la justicia; y si así lo experimentan todos los delincuentes, ¿cómo los mendigos serían una excepción?

Cuando la mendicidad estaba penada por la ley, los que mendigaban en las grandes poblaciones eran llevados a las casas de beneficencia o al pueblo de su naturaleza sin forma de juicio. ¿Por qué se prescindía de él? Lo ignoramos, pero no hay duda que esta omisión era una de las causas que quitaban prestigio a la autoridad y fuerza a la ley, volviendo contra ella la opinión, y en algunos casos hasta los brazos de los ciudadanos. ¿No ha habido en Madrid combates, y heridos, y hasta algún muerto, a propósito de mendigos que los agentes de la autoridad llevaban presos y el pueblo quería rescatar? Y se comprende la indignación de los que presencian esas redadas de que tantas veces escapan los mendigos delincuentes, y en que caen los desdichados que piden porque se mueren de hambre, juzgados sin ser oídos y condenados sin apelación; ¿por quién? Por los agentes de la autoridad, que no tienen fama de ser ni infalibles ni incorruptibles. Ellos dejan mendigar, o lo impiden; hacen la vista gorda, o la tienen de lince; cogen o sueltan y conforme a su voluntad, su capricho o su interés, porque no es raro que estos cautivos se pongan en libertad mediante rescate. Todos los que hemos tratado muchos pobres sabemos la arbitrariedad que en esto hay, y tenemos noticia de hechos como los siguientes: Una pobre madre de cuatro hijos, uno muy enfermo en la cama, espera en vano a su marido, que ha salido por la mañana en busca de algún recurso para el día que se acaba sin que vuelva. Deja al enfermo con su hermano mayorcito, y con el otro y el de pecho sale a implorar la caridad pública. La prenden, la encierran, por más que expone su triste situación, el desamparo de sus hijos, que el padre encuentra desolados. Pregunta, inquiere, averigua, y no tarda en sospechar que su pobre mujer estará en el depósito. Va y la halla en efecto, confundida con otras y con otros; se aflige y se indigna; propone quedarse en lugar de ella; la proposición es aceptada; pasa allí la noche, y al día siguiente, mediante treinta y tantos reales (no recordamos el pico), recobra la libertad. Una infeliz enferma del pecho, sin más recursos que la caridad, con tres hijos, dos muy pequeños, la mayor demente, sale a pedir limosna; la prenden y la encierran, sin oír sus súplicas, y sin notar, o prescindiendo de su aspecto cadavérico. Allí pasa algunas horas, al cabo de las cuales el carcelero entra, no sabemos a qué, y nota que hay sangre en el suelo: es la que ha echado por la boca la presa, que pone en libertad, etc., etc.

Si se tomara nota diaria, en poco tiempo podrían llenarse dos libros, uno con los nombres de los mendigos detenidos que deberían ser penados, y otro con los que son dignos de compasión, en algunos casos de respeto, y acreedores a socorro. ¿Cómo distinguirlos? Como se distinguen los culpados de los inocentes, acusándolos, dejándolos que se defiendan, y juzgándolos.

La mayor o menor actividad para perseguir a los mendigos depende de móviles muy variables en los encargados de su persecución, y del celo, que también varía mucho, de las autoridades: unas son con ellos severas, otras los dejan en libertad y ninguna los trata equitativamente ni consigue reducir considerablemente su número. La opinión los apadrina y la autoridad no les es hostil más que en un número muy contado de grandes poblaciones; las pequeñas y los campos son suyos y los recorren y los explotan.

Como aquí las leyes son con frecuencia letra muerta, muchas veces se escriben o se borran, sin que este cambio produzca ninguno en la práctica. Así ha sucedido con la referente a mendicidad, que, considerada como delito, no se perseguía sino en las grandes poblaciones, donde continúa persiguiéndose con las alternativas de siempre, cuando ya ni figura en el Código penal, ni es, por consiguiente, justiciable.

La situación no puede ser más desdichada ni más vergonzosa. En las grandes poblaciones, según place a las autoridades y a sus dependientes, se permite o se prohíbe mendigar, encarcelando contra la ley y confundiendo la desgracia con el vicio y con el delito. En la gran mayoría de las poblaciones y en los campos mendiga libremente todo el que quiere, y quieren mendigar miles de hombres y mujeres aptos para el trabajo, y lo que es todavía peor, de niños que nunca trabajarán una vez degradados en aquel modo de mal vivir. Unos fingen enfermedades que no tienen, a veces tan groseramente que salta a la vista el engaño; otros no se toman molestias, y se ven familias enteras de mendigos válidos que no ocultan que lo son ni creen que para inspirar lástima necesitan más que su importunidad y sus harapos. A veces prosperan tanto, que se los ve ir en caravana con su caballería en que llevan parte del equipo y los productos de la última cuestación. El labrador honrado que trabaja de sol a sol, y a quien la contribución y la renta abruman, mientras arrostra la intemperie de todas las estaciones, se los encuentra a la sombra de los árboles o bajo el cobertizo en las horas de calor o los días de frío, descansados, comiendo el fruto del sudor ajeno, en virtud de los derechos de su vileza y de su indignidad, y siendo a la vez una tentación y un insulto para el hombre laborioso que apenas puede vivir.

De la indignidad y la vileza del mendigo voluntario que lo es de profesión, difícilmente puede formarse idea quien no le haya observado; ¡qué mucho! El hombre que está completamente perdido para la dignidad, lo está para la virtud, y el que vive en la ociosidad, de mentira y engaño, llevando por todas partes su ignominia como en triunfo, pierde toda fuerza moral, no tiene resorte noble que no esté roto, y sin haber cometido ningún delito grave, es más difícil de regenerar que un verdadero delincuente. Y este indigno tiene hijos a quienes transmite el virus de su abyección, y la sociedad se los deja para que la lepra moral se propague y sean continuadores de todos los vicios y fecundo plantel para todos los crímenes.

Ceares 21 de Julio de 1876.




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Artículo II

Aunque muy brevemente, indicábamos en nuestro artículo anterior cómo la mendicidad voluntaria, y por consiguiente culpable, se extiende, el modo arbitrario e injusto de perseguirla o tolerarla, y cómo la ley es letra muerta, ya la escriba o la borre del Código penal.

La ley puede y debe decir lo que son delitos, y penarlos por no evitar que se cometan, ni aun disminuir sensiblemente su número si la opinión no la auxilia, y menos si le es hostil; no creemos, pues, que una ley sobre mendicidad lograría extinguirla, pero opinamos que debería condenarla; el legislador ha de penar todo lo que es justiciable: éste es su deber, de que no le exime el pueblo faltando al suyo, y está lejos de ser inútil la persistencia de la ley prohibiendo lo que es injusto; nos parece, pues, que el haber suprimido la mendicidad del número de delitos penados por el Código es un retroceso en vez de ser un adelanto. Quisiéramos, pues, volver a verla entre las acciones prohibidas, pero no que se penara sin forma de juicio, cosa injusta, atentatoria a todo derecho, y motivo tal vez el más poderoso de la hostilidad de la opinión.

Tengámoslo muy presente: el mendigo puede ser un desgraciado digno de compasión, hasta de respeto, o un miserable a quien se debe penar; y al ver que se confunden y se arrastran por fuerza lejos de su hogar o se condenan a reclusión, la humanidad reclama y la conciencia pública se subleva.

Sería candidez de nuestra parte creer que en el estado de pobreza, de error, de desorden en que se encuentra España, con las continuas históricas alternativas de arbitrariedad, a veces cruel, o impunidad con frecuencia insolente, iba a desaparecer la mendicidad, a sufrir siquiera una disminución notable, ni a dejar de prohibirse o permitirse prescindiendo de la ley y de la justicia por mucho que se dijera o se hiciera; pero en el limitado recinto en que es oída nuestra voz queremos levantarla, contribuyendo en lo poco que nos es dado a que se forme opinión; que un día muy lejano, mucho, rectifique la ley y contribuya eficaz y activamente a que se cumpla.

Penada la mendicidad voluntaria, los agentes de la autoridad al ver una persona mendigando no deben prenderla ni detenerla más que el tiempo necesario para identificar la persona y asegurarse de su domicilio, etc., etc. Hecho esto, el presunto reo de mendicidad es acusado y se defiende como de justicia antes de que se le condene. Si prueba que no mendiga por gusto, ni por hábito, sino por necesidad, ya que sea inválido, ya que no encuentre trabajo, debe ser absuelto; si no, condenado. Quisiéramos para este delito un enjuiciamiento especial y el jurado; cuando con justicia se le impusiera una pena, la opinión la sancionaría no prestando a la mendicidad culpable el apoyo que es hoy su principal sostén.

En los niños la mendicidad debería estar absolutamente prohibida por regla general, que admitiese muy pocas excepciones; porque es contra naturaleza y contra justicia que los hijos, en vez de ser una carga para los padres, les constituyan una renta, y ninguna sociedad medianamente moralizada puede admitir como situación permanente para un niño lo que indefectiblemente le imposibilita de ser hombre honrado y digno: de todas las variedades del pilluelo, que son muchas, creemos que no hay ninguna peor ni tan incorregible como el mendigo; crece entre inmundicia moral y material, y la sociedad que lo ve, que ve tantos miles de niños, plantel de hombres criminales y viciosos, y no siente vergüenza ni lástima, tiene la razón bien extraviada o las entrañas bien duras.

Suponiendo que la ley preceptúe lo justo, lo mandará en vano si la opinión ni la auxilia eficaz y activamente. Primero, haciendo del Jurado un tribunal íntegro y activo; después, creando asociaciones caritativas que sean su auxiliar y su complemento, y, por último, no dando limosna, por regla general, sin saber a quién.

Es absurdo dar limosna en la calle sin tener idea de la necesidad del que pide; pero en el estado en que están las cosas, a veces es poco menos que imposible evitar la alternativa de favorecer a un vicioso o abandonar a un necesitado. La beneficencia pública, ni la privada, no dan eficaces socorros a domicilio, ni investigan concienzudamente las necesidades verdaderas, y aun para el que piensa que no se debe dar en la calle hay muchos casos en que duda si está en presencia de una verdadera desdicha, y el precepto de la caridad es: en la duda, no te abstengas.

Entre la injusticia de la ley o su impotencia, los abusos de autoridad, la falta de forma, de juicio y el apoyo que en la opinión encuentra, el mendigo que puede trabajar vive en la holganza, forma una familia, y así se multiplican miles de existencias parásitas, que, además de debilitar, manchan y afean la planta que les da vida. El mendigo voluntario lo es principalmente por pereza, y por pereza también le mantiene en aquella degradante situación la sociedad que le da limosna. Para arrojársela al paso en el mugriento sombrero no es necesario tomarse trabajo alguno; para ir a su casa, saber cómo vive y cómo puede vivir, o establecer una de beneficencia, ya es necesario algo más que algún dinero, se necesita un poco de tiempo y de trabajo, y esto es lo que muy pocos consideran como un deber, y muchos menos todavía le cumplen.




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Artículo III

El lazarillo del ciego


Hemos escrito más de una vez que no teníamos por una desgracia la pobreza, sino la miseria, es decir, la falta de lo necesario fisiológico; la carencia de aquellas cosas que, a menos de una resistencia excepcional, son necesarias para que no se altere la salud o se abrevie la vida.

Siempre habrá pobres entre vosotros, y basta reflexionar un poco para comprender la verdad de estas palabras del Divino Maestro; la pobreza es una cosa muy relativa, difícil de definir, y seguramente imposible de extirpar; el mal grave y remediable es la miseria, cuya forma más ostensible y menos simpática es la mendicidad.

Un encierro donde contra su voluntad se recluye a una persona, cualquiera nombre que se le dé, en la esencia viene a ser una prisión, con disciplina más dura o más suave, pero una prisión, y no hay derecho para tener en ella al que por no poder trabajar se ve en la miseria. Creemos, pues, que la beneficencia debería estar organizada de este modo:

Hospitales para los pobres que no pudieran estar bien asistidos en sus casas.

Hospicios para los niños que no pudieran ser alimentados ni educados por sus padres, abuelos o personas que hicieran sus veces.

Casas de Beneficencia para los ancianos o inválidos sin recursos que voluntariamente ingresaran en ellas, y socorros a domicilio a los que no quisieran entrar.

Siempre preferir la beneficencia domiciliaria y proscribir la mendicidad.

En nuestra juventud, dejándonos llevar enteramente por el corazón, y con menos experiencia, propendíamos a conceder el derecho de mendigar al pobre inválido; hoy creemos que la mendicidad es una cosa esencial, o indefectiblemente inmoral y corruptora, no sólo del mendigo, sino de su familia: un ciego, un imbécil, un tullido, es con frecuencia una fortuna para su familia, le produce una renta, y todos huelgan y viven de lo que él saca. Si los suyos pueden mantener al imposibilitado, que lo sostengan es su deber; si no, que reciba un socorro de la sociedad es su derecho; y contra él, lo mismo encerrarle contra su voluntad, que permitirle que suelto mendigue.

Donde no hay bastantes casas de beneficencia, ni la domiciliaria tiene la extensión debida, ni la pública y la privada funcionan armónicamente, es un hecho inevitable, y parece un derecho la mendicidad del pobre inválido. El ciego tiene la especial circunstancia de que no puede pedir solo, lleva para que le guíe una persona, que suele ser un muchacho, el lazarillo; y si el niño que mendiga es el peor de los pilluelos, el lazarillo es el más pésimo de los mendigos, porque a la inmoralidad de sus relaciones con el público, añade la de las que tiene con el ciego, a quien engaña, de quien se burla, de quien se venga a veces de una manera cruel. El ciego lo es también cuando puede castigar las travesuras, los descuidos, los fraudes y las perversidades de su guía, que se ríe tantas veces de su impotencia y llora algunas en que le alcanza su acumulada cólera. Las relaciones de estos dos seres son esencialmente propias para depravarlos, porque es punto menos que imposible que sean morales y armónicas.

El ciego teme ser engañado, se hace suspicaz; el lazarillo, además de la tentación de ocultar una parte de la limosna, tiene la excusa de que han sospechado de él injustamente, y se venga de la ofensa cometiendo la falta que le atribuye el ciego; éste, suponiendo que el lazarillo sustrae algo de lo que recoge, no le da lo suficiente, y en vista de que no le dan lo justo, se toma lo que no le corresponde.

El ciego se imagina que se burla de él cuando reprende al lazarillo, que con la jocosa propensión propia de la edad, se ríe del ridículo que resulta de la cólera impotente, de aquel palo agitado en el aire, cayendo con violencia sobre un objeto inerte, de aquellos ojos que en vano se revuelven en sus órbitas, y de aquella boca que vomita improperios: hay pocos elementos más eficaces de depravación que la burla frecuente hecha por un niño de la persona de un anciano.

El ciego necesita que, por calles, plazas, caminos y veredas, le aparten asiduamente de peligros y tropezones: en la edad del lazarillo, no es posible aquel cuidado constante, ni aquella previsión, ni el no distraerse a cada momento con cualquier cosa; y al ver que se le exige más de lo que puede hacer, no hace ni lo que podría, y se establece ese cambio de injusticias pequeñas, que tan bien predisponen para las grandes.

Podría continuarse el análisis de las relaciones del ciego con su lazarillo; pero lo dicho nos parece que basta para probar que son necesariamente hostiles y ocasionadas a desmoralizarlos a entrambos, y en especial al niño, que, empezando la vida, contrae para toda ella malos hábitos, y da pábulo a malas inclinaciones, que determinan su perversidad.

Así, pues, ya que se autorice la mendicidad de los ciegos pobres, de ningún modo debía autorizarse que fueran guiados por niños, sino por personas mayores, y aun ancianas: no es tan perjudicial como el que los acompañe un niño, pero lo es bastante y repugna ver jóvenes o personas robustas dedicadas a guiar a un ciego y a explotar su desgracia. ¿Por qué no había de exigirse que el lazarillo estuviera imposibilitado para trabajar o tuviera al menos una edad avanzada? La infracción a esta regla, si se estableciese, sería fácil de probar, y no nos parece que la ley pasaba de sus justos límites prohibiendo relaciones conocida e inevitablemente inmorales, y hechos que, malos en sí, conducen a otros peores, poniendo a un considerable número de niños en situación que hará de ellos hombres despreciables siempre, y muchas veces perversos.

Resulta que la sociedad es, no sólo cómplice, sino coautora del delito que el mendigo voluntario comete, porque él no pediría contra derecho si ella no diera contra razón. Es de notar que la misma viciosa propensión que impulsa en este caso al demandante influye en el bienhechor: la pereza. Por no trabajar alarga la mano el mendigo sin necesidad, y el compasivo sin criterio: en este último entra, como concausa del hecho, un móvil moral, elevado, la compasión; pero tan mezclado con un pecado grande, tan desdichadamente complicado, que el bien que indudablemente hay allí, parece no sólo perdido, sino transformado en mal; y es grande el que se hace contribuyendo a que viva en la holganza viciosa del mendigo quien podía ser un hombre digno y útil. Este hecho, más frecuente que observado, y que se repite bajo diferentes formas, es una prueba más de cuán difícil es que llene bien un deber quien no los conoce y los cumple todos.

Ceares, 27 de Julio de 1876.






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Los suicidas

Nos parece que La Voz de la Caridad debe protestar contra la poca con que se trata ahora a los suicidas, escarneciéndolos de un modo que lastima los sentimientos de piedad y juzgándolos con menoscabo de la justicia. ¿Debe hablarse en son de burla de una ulcerada llaga social, y está bien la risa y la mofa sobre un féretro?

No queremos para los suicidas, ni coronas, versos, ni simpatías, ni disculpa siquiera. Hace unos veinticinco años escribíamos:


   «¡Ida!...6 ¿De cuáles fuiste? ¿Qué pesares,
Qué vértigo te abrió la sepultura?
El suicidio, crimen o locura,
Locura o crimen es de almas vulgares.
    »Habría en ti de esa ambición inquieta,
Talento y ambición y audacia loca
Que tal vez con el genio se equivoca;
Mas grande no eras tú, ni eras poeta.
    »No; que el poeta al borde del abismo
Detiénese no más de un solo instante:
No; que el poeta ciego, delirante,
Si tal vez niega a Dios, cree en sí mismo.
    »No; que el poeta con la fuerza innata
Que para combatir le diera el cielo,
Lucha sin esperanza, sin consuelo,
Y muere de dolor, y no se mata.
[...]
» ¡Madre! ¡Voy a morir! ¿Y esto le dijo
Tu corazón? O estaba depravado,
O no comprendes, no, desventurado,
Lo que siente una madre al decir: ¡Hijo!
[...]
«Mi vida es mía, has dicho. ¡No, te engañas;
Es un robo sacrílego que has hecho
A la que el alimento de su pecho
Y la sangre te dio de sus entrañas.»

Etc., etc., etc.

Hemos combatido el suicidio con la palabra y con el ejemplo. No somos de los desertores de la existencia, sino de los que combaten hasta el postrer suspiro de la vida, hasta aquella hora en que Dios quiera decirnos: Se acabó la expiación o la prueba.

Aunque nos repugna hablar de nuestra persona, hemos creído conveniente escribir estas líneas, no para establecer autoridad, sabemos que nos falta, sino para que no nos desautoricen al menos nuestro silencio o nuestras palabras de antes, ni nuestras acciones de siempre.

Ante el suicidio que se extiende, y de la media y superior va descendiendo a las últimas clases, debiera hacerse un estudio serio, concienzudo, para investigar en qué consiste y qué significa esta enfermedad, que antes, como a gota, atacaba sólo a los señores, y ahora acomete a los pobres también. Asunto era propio para llamar la atención de gobiernos, academias, corporaciones y particulares que puedan, deban o quieran promover el estudio de las altas cuestiones morales. Aunque no podemos menos de señalar la gravedad de ésta, nuestro objeto es sólo protestar contra el tono que hoy se emplea por algunos al tratarla, llamando al hecho de matarse TRABAJAR al nivel de los prosaicos suicidas de estos tiempos, y diciendo que al cabo un suicida no es sino el más vulgar de los ASESINOS.

No exageremos la reprobación que el mal hecho merece, hasta calumniar a su autor, que ni el que otros sean culpables nos exime de ser justos, ni la injusticia puede contribuir a que los hombres no se aparten de la senda del deber.

Aunque sea de paso, debemos defender a Rousseau de haber hecho, como Goethe, la sacrílega apoteosis del suicidio. Tal vez sea así, pero no tenemos noticia de que entre sus errores cuente este gravísimo. Cierto que en una carta escrita en un momento terrible por un hombre apasionado, parece abogar por el suicidio; pero también lo es que en la contestación lo condena, a nuestro parecer con mayor fuerza, y debió hacérsela al que sentía la tentación de acabar con su vida, que al fin respeta. No hemos leído discurso, declamación, argumento contra el suicidio que nos impresione tanto como estas palabras de Rousseau: «¡Joven! Cuando sientas la tentación de atentar a tu existencia, di: -Voy a hacer una buena obra antes de morir. -Y marcha en busca de algún débil que sostener, de algún desvalido que auxiliar, de algún triste a quien des consuelo. Esta idea te detendrá hoy, mañana, después de mañana y toda la vida. Si no te detiene, muere; ya no eres más que un malvado».7

Hecha esta rectificación en honor de Rousseau, hagamos alguna otra en el de la verdad. No se puede afirmar con ella que el suicida sea el más vulgar de los asesinos, ni asesino siquiera. Es un hombre culpable en un grado bien difícil de apreciar. Es posible que cometa un crimen (nunca el de asesinato) o un delito, y que su acción no sea ni falta siquiera, sino vértigo, delirio, locura. Nunca la identidad del hecho prueba menos la igual responsabilidad del agente. Por otra parte, para que un hombre desoiga, no sólo la voz de la religión y de la moral, sino la del más fuerte de los instintos, que le grita: ¡Vive! ¡Vive a pesar de todo! ¡Vive en la miseria, en el dolor, en el cautiverio, en la infamia!... ¡Vive siempre! Para sobreponerse al horror que inspira la propia destrucción, y aborrecer lo que naturalmente se ama tanto, es necesario que esté el alma bien conturbada, trastorno de todo el ser moral y hasta físico; en la mayoría de los casos, más nos parece cuestión para el médico, para el amigo y para el filósofo, que para el juez.

La culpa grave, la verdadera culpa del suicida, suele estar menos en el hecho de atentar contra su existencia, que en otros que le han conducido allí y de que nadie le acusa. La falta de religión, el desconocimiento o el olvido de la moral, las malas lecturas, los vicios que enervan el cuerpo y el alma, dejándola incapacitada para los grandes combates; las ambiciones desenfrenadas, las codicias insaciables, los amores llamados con razón malsanos, esto que vemos todos los días pasar sin anatema, sin reprobación, tal vez con elogio... Allí están los factores del juicio, allí la verdadera responsabilidad del suicida, común a los que lo son. Cuando sobre una de esas existencias cae un gran dolor, obra como un fulminante y determina la explosión.

Se concibe un hombre que, sin ser malo, se ofusque, se extravíe, se mate; pero no comprendemos que se pueda asesinar sin ser perverso. No pidamos para el suicida coronas, como si fuera un héroe; no honremos su memoria como la del hombre virtuoso; pero no la execremos al par de la del asesino.

Ainsi que la vertu, le crime a ses degrés.

Y esto debemos hacerlo, primero porque es justo; después para no agravar sin razón el dolor de los que lloran al suicida, y, por último, para no contribuir a extraviar la opinión, que, en fuerza de ver tantos malvados, los mira con menos horror, tiene con ellos excesivas tolerancias, y al oír que el suicidio y el asesinato son una misma cosa, para igualarlos se halla más dispuesta a excusar indebidamente el segundo, que a tener grandes severidades con el primero.

Tampoco suena bien el oír hablar de prosa y de poesía donde hay culpa, dolor y muerte. ¿Varía la esencia del suicidio con la calidad de las personas que se suicidan? ¿Los realistas positivos de ahora, aventajan en algo a los románticos de antes? Si se matan algunas docenas de hombres que no viven más que la vida de la materia, ¿no es porque ésta es la existencia de miles de millones de criaturas que no tienen más goces que los de sus sentidos, de su vanidad y de su soberbia? En cuanto a los ladrones de frac cogidos infraganti, cosa extraordinaria será que se cojan, y más que se maten. Los vemos muy bien hallados con la existencia, que prolongan.


Vive el malvado atormentado, y vive,
y un siglo entero de maldad completa.

¿Queremos que atenten a sus días? ¡Oh! no, sino que se enmienden, y que, entretanto, ni se tengan ni sean tenidos por mejores que el que en un momento de obcecación se mata. Queremos que la podredumbre de los vicios no sea mirada como cosa mejor que el delirio de las pasiones. Queremos que la criada que se tira del puente de Segovia porque la dejó su novio, no aparezca más culpable que la señora adúltera que goza de la vida. Queremos que parezca malo, muy malo, morir voluntariamente; pero nada mejor vivir perversamente, y que se mire bien si hace más daño el que da un mal ejemplo con su muerte, que el que emplea en dar malos ejemplos una larga vida.

Si no es sueño de la esperanza, nos parece que hay reacción contra la vida de la materia. Vemos acá y allá individualidades, grupos de hombres que creen en Dios, que tienen conciencia, que comprenden el deber, que le practican, a quienes atrae el grosero halago del vicio, y hallan santos goces en las austeridades de la virtud. De ellos, de sus hijos, de los hijos de sus hijos, según la generación del espíritu, saldrán los salvadores de este pueblo; de ellos salen buenos consejos, altos ejemplos, reprobación para todo mal; pero de ellos no comprendemos que deba salir severidad injusta para juzgar a los muertos, ni que rían con escarnio sobre las tumbas.

Ceares, 18 de Agosto de 1876.




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Un drama en una jaula

Feijóo, en su notable discurso sobre la Racionalidad de los brutos, dejó bien probado que los animales discurren y razonan, aun cuando su razón está más limitada que la del hombre y no alcance a las ideas generales y abstractas, ni sea reflexiva; dicho sea de paso, esta última proposición, probable ciertamente, no está demostrada como las anteriores. El sabio benedictino se hace cargo también de la absurda explicación que pretende darse a cosas que carecen de ella, por ahora al menos, con una palabra, el instinto; palabra, si no vacía de sentido, que no le tiene fijo, y es de esas cuya vaguedad parece dejarlas en aptitud de aplicarse a muchas cosas, y no dan idea clara de ninguna. En efecto: cuando vemos en un animal una acción que le aproxima al hombre o le pone a nivel suyo, en vez de pensar y pensar mucho sobre el caso, «tiene mucho instinto; ¡qué instinto tan extraordinario!» exclamamos con aire de haber dicho algo, cuando realmente no hemos dicho nada.

Cualquiera definición que del instinto se dé, no podrá probarse que sea privativa del animal; los hombres le tienen también: si es impulso absolutamente ciego y fatal, no sirve para explicar las acciones en que interviene el discurso; si a pesar de la rapidez de su acción está más o menos influido por el sentimiento y la inteligencia, no puede presentarse como un fenómeno de la materia organizada, semejante a la digestión, que se verifica sin voluntad de hacerla ni conocimiento de que se hace; y, en todo caso, si con esta palabra no tenemos la pretensión de resolver los problemas psicológicos del hombre, no puede servirnos tampoco para explicarnos los del animal, que a veces se nos asemeja tanto.

La psicología comparada no es una ciencia, no es un estudio siquiera; algunos hechos, ni bien comprobados, ni bien clasificados, y de que se sacan ciertas consecuencias, es todo lo que existe respecto a una cuestión de las más graves, cuyas dificultades se comprende que traigan: además, una ciencia cuyo programa sólo lleva en sí novedades tan atrevidas, se comprende que alarme a los que no tienen mucha fe, en que la verdad es, y no puede menos de ser, absolutamente buena. Todavía de eso poco que se hace notar en los animales, se refiere principalmente a su inteligencia, que es seguramente por lo que menos se asemejan al hombre, teniendo con éste mayor analogía por el sentimiento y los afectos: nos parece que por el estudio de éstos debía empezar la psicología comparada, porque la comparación es tanto más fácil cuanto es más evidente la semejanza. El amor entre los sexos, el maternal, la amistad, los celos, la ira, la gratitud, y otros muchos afectos y pasiones, puede verse en los animales, a veces en un grado que no excede o apenas alcanza el hombre; todo el mundo sabe que hay muy pocos amigos a prueba de todo, como lo es un perro, y es bastante problemática la superioridad moral del malvado, que conoce más, pero obra peor, y que es todo egoísmo, mientras es todo abnegación ese bruto que se sacrifica por su amigo, que el asesino mata por robarle. Vamos a referir un hecho notable en prueba del alto grado que los afectos y las pasiones tienen a veces en los animales.

Hace próximamente dos años, en una casa de la calle del Príncipe había una pareja de pájaros, de los conocidos generalmente con el nombre de Pericos. Enfermó la hembra en ocasión que había en la casa un enfermo grave, y su amante esposa, por esas aberraciones del dolor, imaginó que había algo de común entre la suerte de la pájara y la de su marido, y que sería de mal agüero, como suele decirse, la muerte de aquélla, a quien por esta razón se cuidaba con mayor esmero, que fue inútil, porque murió: el supersticioso presentimiento resultó vano; el enfermo se ha restablecido completamente.

Quedó, pues, el pájaro viudo; y no hay que burlarse o pensar que empleamos impropiamente la palabra; sabemos que la viudez lleva en sí la idea de la falta, entre dos que se amaban, de alguno que era para el otro algo más que un macho o una hembra; de alguno que deja un gran dolor y un gran vacío: por eso podría decirse de muchos hombres y mujeres, cuya consorte sucumbe, que quedan desemparejados; y repetimos que el pájaro de la calle del Príncipe quedó viudo, y vamos a probarlo. Notaron que estaba muy triste, que no comía ni bebía; para distraerle y alegrarle le buscaron otra hembra que le hiciera olvidar la muerta, y se la metieron en la jaula. En la ira de su dolor escarnecido, mata a la que pretende sustituirse a la única que él podía amar, y continúa sin comer, ni beber, y muere...

La vista de aquel animalito muerto arrancó lágrimas, y su trágico fin, que hizo sentir, hace pensar también. Allí no hay protestas, que comprendamos, de cariño, ni gemidos de dolor; no hay palabras, ni lágrimas; pero hay una pasión, una gran pasión de esas que hacen matar y morir; un amor intenso único, condición de existencia; hay un ser que no puede sobrevivir al objeto amado. Tal vez no falte quien se interese más por este pajarillo que por tantos hombres y mujeres que olvidan al consorte muerto, sustituyéndole inmediatamente, que le sustituyen vivo, deshonrándole, haciéndole desgraciado, volviéndole acaso loco, o que le matan por emparejar con otro, cuando era muy digno de vivir y de ser por siempre amado.

Este hecho, y otros que unas veces se notan y otras pasan desapercibidos, revelan a nuestro entendimiento y a nuestro corazón un mundo desconocido de afectos, un misterio, impenetrable hoy, que tal vez lo será siempre, pero ante el cual toda conciencia recta y todo entendimiento grave se pregunta si hay allí verdades que se comprenden y deberes que se desconocen. Más que la manera de pensar, nos identifica con las personas la manera de sentir; y desde el momento que comprendemos que un animal, cualesquiera que sean los grados de su inteligencia, tiene afectos parecidos a los nuestros, debe nacer, cuando menos, la duda de si hay allí alguna cosa que se debe respetar, algún derecho que se debe reconocer.

El derecho empieza y acaba en el hombre. ¿Existe sólo en él y para él? Aunque los animales no tengan idea de derecho, como los niños de muy corta edad y los dementes, ¿no podría ponerlos bajo su amparo una tutelar justicia? Esa compasión que las personas bien nacidas sienten al verlos sufrir, esa indignación contra los que cruelmente los torturan, ¿es inspirada por la conciencia de algún deber que se desconoce, de algún derecho que se pisa? El hacer sufrir, a quienquiera que sea, no puede dudarse que es un mal hecho; pero si ese que sufre siente más de lo que pensamos, se nos asemeja más de lo que creemos aquella acción que ya reprobábamos: ¿no podrá parecernos verdaderamente culpable y penable? El ser duros para las personas los que son crueles para los animales y viceversa, ¿no indica armonías y analogías, sentidas aunque no estudiadas?

Cualquiera que sea la respuesta que se dé a estas preguntas, y aunque no pueda darse ninguna, sirva el hecho que acabamos de referir, y otros análogos, para aumentar nuestras disposiciones benévolas con los brutos; sirva para que procuremos despertar simpatías hacia ellos, como seres que sienten y sufren; y en tanto que no se resuelven problemas que ni siquiera están planteados, esperemos haciendo bien, que en esto no puede haber engaño; resuelva el derecho lo que resolviere, tengamos lástima de los animales que sufren; que la compasión, buena siempre, es en muchos casos la celestial precursora de la justicia.

Ceares, 20 de Julio de 1876.




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Amor a la ciencia y amor a la patria

Criaturas hay sujetas a la prueba ¡prueba terrible! de luchar solas en el combate de la vida, que dan sus ayes al vacío y beben de sus lágrimas; pero este doloroso misterio es una excepción rara, y la regla hallar asistencia en el mundo moral como en el mundo físico. Los que sedientos de justicia, de amor, de abnegación, de altas virtudes, caminan angustiados por regiones que les parecen desiertas, llegan a parajes benditos, donde se reposan y fortalecen con las auras vivificantes que les envían espíritus elevados y corazones amantes.

A veces los buenos hechos son notorios, y brillan como un faro en la obscuridad; otras ignorados, llegan a nosotros como el perfume de violeta escondida. Así han llegado los de dos hermanos, cuyo mérito por no ser conocido no es menos alto.

No temáis que rasgue el velo con que vuestra modestia se oculta, que revele el secreto de vuestra abnegación, ni abra al público ese templo ignorado, donde a solas tributáis culto tan puro a la ciencia y a la patria. No daré vuestro nombre a los vientos de la publicidad, nada haré para que se conozca ni se adivine; pero permitidme que diga cómo le habéis honrado, porque es consuelo saberlo para los que se os asemejan, y luchan acá y allá, y se afligen, y se desalientan acaso creyéndose solos.

X vive... no importa dónde. Es comerciante, especula, hace negocio, gana. ¿Cómo no está satisfecho? ¿Codicioso, quiere tal vez ganar más? No. ¿Pues de dónde le viene esa inquietud de ánimo? ¿Por qué caviloso y ensimismado empieza a ser un enigma para el vulgo? Es que siente su grande espíritu como aprisionado en los estrechos límites que le señala el lucro; es que se ahoga en aquella pesada atmósfera del cálculo mercantil, y necesita dilatados horizontes, espacio infinito, luz esplendente. Una chispa de fuego divino tocó su frente, y ya no puede permanecer inclinada para que sus ojos puedan ver en el suelo algunas monedas: al cielo los levanta pidiéndole ciencia y caridad.

Y no es que olvide sus obligaciones ni desdeñe su material tarea. Ganó el pan para su mujer y sus hijos, y se retira de los negocios; el ser opulento no es una necesidad ni un deber, y sin faltar a ninguno puede escuchar la voz que le dice: conoce, sabe. Escucha aquella voz; estudia con ahínco, con pasión; adquiere solo conocimientos que pocos alcanzan en grandes centros intelectuales, e ignorado o desdeñado en España, la honra por el alto aprecio que hacen de sus trabajos los sabios extranjeros.

Cuando tantos hacen de la ciencia un medio de satisfacer intereses mezquinos, de realizar cálculos culpables o de conseguir triunfos de amor propio, es hermoso ver a este hombre modesto tributarle un culto tan puro y desinteresado, y en vez de utilizarla como un oficio, practicarla como un sacerdocio.

Z, hermano de X, es comerciante, también acaudalado, tiene grandes comodidades y las disfruta.

Se declara la guerra franco-prusiana, y dice: «Me voy a la guerra.» -¿Es francés acaso? No, pero lo era su padre, y aquella sangre francesa que corre por sus venas quiere derramarla por Francia atribulada, la Francia donde nació el que le ha dado el ser, y que desde el sepulcro parece que le grita: « Hijo mío, mi buen hijo, ¡pelea por mi patria! «Y vase y pelea.

Es uno de aquellos voluntarios, pródigos de su vida, sufridores de privaciones y de fatigas, héroes de la derrota, que son mucho más grandes que los de la victoria. Terminada la guerra, vuelve a España este español que tiene dos patrias para defenderlas y honrarlas. No falta quien le haga justicia en esta tierra; su padre lo bendice desde el cielo.

Ceares, 16 de Agosto de 1876.




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El fuego

Difícilmente se podrá encontrar un agente físico que haga más bien y más mal que el fuego. Sin él es imposible la civilización ni casi la vida del hombre, porque es rara la tribu salvaje que haya existido sin conocerle, y eso en climas muy benignos.

El fuego, que es un elemento de vida, lo es también de progreso; y desde el lapón, que apenas le emplea más que para derretir el hielo, hasta el inglés, que le convierte en obrero incansable y multiforme de su industria, transformándolo de continuo en movimiento, hay toda la distancia del más grosero salvajismo a la más adelantada civilización

Por medio del fuego tenemos luz y calor: él da vapor a las máquinas que nos llevan velozmente por la tierra y por los mares, y a las infinitas que hilan, tejen, preparan materiales, labran los campos y contribuyen, en fin, de mil modos a proporcionarnos sustento, albergue, vestidos, regalos, placeres y hasta las elevadas satisfacciones del espíritu, multiplicando los medios de propagar la ideas, los instrumentos de observación y todos género de facilidades para el estudio. Suprimid mentalmente el fuego, y ya no concebiréis civilización, progreso, ni siquiera vida.

Pero ese agente poderoso que hace tanto bien al hombre, ¡qué de males no le acarrea! por culpa o por descuido suyo casi siempre, es verdad. Él, temerario, hace su habitación en la proximidad de los volcanes; insensato, maneja con descuido las materias explosivas; necio, emplea para su diversión lo que puede ocasionar su desdicha; cruel, forja armas y proyectiles, y bajo la tierra y por los aires, y en los mares, las explosiones del fuego son instrumentos y reflejo de su cólera feroz.

El fuego ha recibido culto en unos pueblos, siendo en otros considerado como un monstruo insaciable cuya vida se sustentaba de destrucción y espanto. La gente ignorante apenas comprende sin voluntad un gran poder, y el de hacer mucho bien y mucho mal que tiene el fuego, y su belleza sublime, explican que haya podido ser adorado como un dios. Sus estragos son casi siempre obra del hombre, que, cruel o imprudente, convierte en daño tan señalado beneficio.

Al lado de los resplandores siniestros del fuego que destruye, brilla a veces la divina llama de la caridad, como producida por el choque de dos sentimientos, del infeliz que sufre y del compasivo que compadece. La caridad recorre los campos de batalla, las casas reducidas a escombros, los pueblos destruidos, y lleva el socorro y el consuelo de que tanto han menester las víctimas del elemento destructor, como en los desastres que produce se llama al fuego.

La caridad a veces ofrece espectáculos sublimes en medio del cuadro aterrador; hombres que trabajan penosamente sin retribución ni más estímulo que el deseo de hacer bien; que arriesgan su vida por salvar la de otro o solamente la hacienda ajena, que ofrecen techo a los que han visto desplomarse el suyo, y comparten el sustento con los que se han quedado sin pan.

Hace algunos años, una populosa ciudad de los Estados Unidos (Chicago) se vio en pocas horas reducida a cenizas literalmente; las casas eran de madera, y un viento fuerte activó el incendio. No se puede concebir un cuadro más desgarrador que el que ofrecían tantos miles de hombres, mujeres y niños sin albergue, ni vestido, ni sustento, sin nada de lo más indispensable para las necesidades de la vida. Los ayes de los enfermos demandando auxilios que nadie podía darles, se mezclaban al llanto de los niños que en vano pedían pan; y este doliente clamoreo era menos triste que los gemidos de los moribundos y los sollozos de los que habían perdido la esperanza de hallar a los amados de su corazón o los veían muertos. El telégrafo llevó hasta los últimos confines de la Unión la noticia del inmenso desastre, y aquel pueblo, que muchos se complacen en calificar de interesado y egoísta, dio el más hermoso ejemplo de abnegación y caridad. Organizáronse trenes relámpagos, así llamados por la vertiginosa velocidad con que marchaban a llevar todo género de socorros a la muchedumbre desolada que gemía sobre las cenizas de Chicago. Y estos socorros, ¿de dónde salían? ¿quién los tenía preparados en tanta cantidad y variedad de objetos como eran necesarios? ¿quién? La caridad de ese gran pueblo, que dicen que no la tiene.

Como dejamos dicho, el telégrafo llevó la noticia a los pueblos más apartados, y excitó la gran desdicha compasión tan grande, que los caminos se cubrieron de gente que iba a llevar cada cual lo que podía, pero a llevar algo con que socorrer a sus hermanos, que de todo carecían. Desde el pobre que acudía con un pan, unos huevos, una cantarilla de leche, hasta el rico que enviaba grandes cajones de provisiones de todas clases, vestidos, camas, etc., etc., todos presentaban su ofrenda. Las estaciones de los caminos de hierro se convirtieron en depósitos inmensos, en que personas de condiciones y edades diferentes, el vestido de pobre blusa y de rico traje, el niño y el anciano, empaquetaban y cargaban los trenes relámpagos, mensajeros de la compasión, portadores de consuelo, que como por arte de magia abastecieron a la ciudad desolada. Que de nada carecieran sus infelices moradores, parece que fue el único pensamiento fijo de sus compatriotas. El telégrafo decía: Sobran tales efectos; faltan tales otros; y la caridad, como quien tiene corresponsales activos, recibía los pedidos apenas estaban hechos.

Este espectáculo consolador ofrecieron los Estados Unidos en la gran catástrofe de Chicago, y este ejemplo, que no sabemos si seguirán los que hallan más facilidad para execrar los vicios de aquel pueblo, que para imitar sus virtudes.

¡Ureña! He aquí un pueblo ignorado, y cuyo nombre se conoce hoy, como si se leyera al siniestro resplandor del fuego que le ha destruido. ¡Míseros habitantes sin albergue, sin ajuar, sin vestidos, sin nada! Y todo esto, al empezar el invierno, cuyas inclemencias no podrán arrostrar los débiles sin sucumbir. ¿Acudirá la caridad en su auxilio? ¿Se alzará poderosa poniéndose al nivel de aquella gran desdicha? Tememos que no, y que el pobre párroco, llorando en la iglesia, sea como la imagen del infeliz pueblo que, resignado, busca en Dios consuelo, siendo poco el que recibe de los hombres. Tal vez nos equivoquemos en nuestra previsión triste, y hagan los españoles por Ureña lo que los norteamericanos hicieron por Chicago.

Pero sin limitar la acción de la caridad, y comprendiendo que su esfera siempre podrá ser grande, ¿por qué el cálculo honrado y el interés mutuo no habían de procurar remedios eficaces y seguros a males que no abruman a un corto número, sino porque todos no acuden en su auxilio, como interesados en remediarle?

Los propietarios de casas en los grandes centros las aseguran contra incendios; el pobre dueño de un albergue miserable, o ignora que hay semejantes seguros, o si lo sabe es como si no lo supiera. Si no asegura la casa, menos el pobre ajuar, y le ven arder miles de familias que no pueden reponerle, quedando reducidas a la mayor miseria y desamparo.

Aquellos cuatro trastos y cuatro trapos que en absoluto tienen tan poco valor, representan uno tan grande para el pobre que se ve en la imposibilidad absoluta de reponerlos. ¿Quién no ha visto o no sabe cómo en las ciudades quedan los pobres de una casa que se quema, sin dar lugar, como en lo más común, a sacar lo que hay en ella? ¿Quién no ha visto o no sabe de esas familias que en los campos piden para casa quemada, con un certificado del alcalde, y andan por caminos y veredas buscando en vano medios de reparar el terrible desastre? A la pérdida material sufrida en él, tienen que agregar otra mayor con mucha frecuencia: la caridad no les da lo suficiente para reedificar la casa, pero sí para comer; se acostumbran a vivir de ella, y de trabajadores honrados se convierten en mendigos: a la pérdida irreparable de su pequeña fortuna, se ha seguido la de la dignidad; a ésta, la de la honradez, probablemente; y tal vez sucumbe la virtud de una familia entera, que hubiera podido salvarse con una corta cantidad dada a tiempo.

Esto es lo más grave, porque en el hombre importa siempre más el alma que el cuerpo; pero aunque sólo por el lado material se mirase, el que de resultas de un incendio queda arruinado y se convierte en mendigo, en vago, en delincuente tal vez, ¿no pesa sobre la sociedad que tiene que mantenerle en el camino, en la calle o en presidio?

El remedio sería que los pobres formaran parte de las asociaciones de socorros mutuos contra incendios. Es imposible, se nos dirá. Imposible no lo creemos, muy difícil sí; pero la dificultad de una cosa útil es una razón para intentarla con firmeza, y no para desistir de ella. Conocemos la imprevisión de los pobres, su apego a la rutina, la resistencia que opondrán a hacer un pequeño desembolso, que es un mal positivo y presente, con objeto de remediar otro futuro que tal vez no se realice. Conocemos la repugnancia del pobre para hacer lo que nunca ha hecho, y su dificultad para imaginar que pueda suceder nada bueno ni malo que no ha sucedido. Agrégase a todo esto que el más pequeño desembolso es un verdadero sacrificio para quien vive tan estrechamente. No nos hacemos, pues, ilusiones, contando con facilidades que no existen; pero nunca hacemos sinónimo difícil de imposible; y si los que pueden y deben quisieran, algo se lograría tal vez en el asunto que nos ocupa.

La iniciativa no puede partir de los pobres, sino de los que sienten por ellos compasión y simpatía Era necesario tratar de convencerlos con razones, con amor, con perseverancia, con auxilio material, dando, por ejemplo, como premio, o como socorro, un seguro contra incendios o parte de él. Así podrían practicarlo las personas que dan limosnas, cuantiosas a veces, y distribuirlas del modo más conveniente las corporaciones o sociedades que dan premio a los niños de sus escuelas, etc., etc.

También era indispensable hacer accesibles las sociedades de socorros mutuos a toda clase de asociados, sin rechazar ninguno, por pequeño que fuera el capital que asegurara. Si pareciera que la ley no podía intervenir en esto, podría dejarse en manos de la caridad inteligente y de la opinión ilustrada que fomentasen las asociaciones de los pobres entre sí, en el caso de que los ricos no quisieran admitirlos en las suyas, y poniendo de manifiesto y condenando una exclusión en que habría más peligro que caridad y justicia.

Podría empezarse por los pobres menos pobres y menos ignorantes, para los cuales no fuera sacrificio el pequeño desembolso, ni tan difícil triunfar de la rutina.

En esta obra, como en otras muchas, y más acaso que en ninguna, lo difícil era empezar; pero, lo repetimos, no nos parece imposible. Algunas personas de buen entendimiento y de buena y perseverante voluntad bastarían para que, en mayor o menor escala, los pobres participaran de las ventajas de la asociación de seguros mutuos contra incendios. ¿Dónde están esas personas? ¿Existen en España? No lo sabemos, y la duda, o la respuesta negativa, es la verdadera, la única dificultad insuperable.

Ceares 22 de Octubre de 1876.




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¿Por qué no se van al hospital?

La pregunta que sirve de epígrafe a este artículo, es como respuesta que dan algunas personas, muchas, al oír el mísero estado de los enfermos pobres a cuyo favor se quiere tal vez interesar su caridad. En unos es el egoísmo, que, prescindiendo de cómo los enfermos están en el hospital, sabe que estando allí no piden limosna, y no quiere saber más. Como el egoísmo hay que vencerle, y es imposible de convencer, le dejaremos en la desdichada tranquilidad con que ve sin compasión la camilla que lleva un enfermo al hospital. Pero hay personas, y no pocas, buenas, caritativas, amigas de los pobres, a los que dan, no estéril compasión, sino socorro, dedicándoles, no sólo dinero, sino tiempo, trabajo, cuidados perseverantes, todo, en fin, lo que indica una caridad verdadera. De estas personas, muchas, aunque con diferente tono, muy diferente, es verdad, al de las anteriores, preguntan también: ¿por qué no se van al hospital los enfermos pobres que están mal asistidos en sus casas?

Seguramente que la institución del hospital es una gran institución: cierto que debe mirarse como un establecimiento de suma utilidad e importancia: no se nos podrá acusar de haberle dado poca, y si no hemos logrado nada para que el hospital sea lo que debe ser, no será por no haberlo intentado; pero siendo un gran recurso para el que no tiene otro, es un triste, compréndase bien, un tristísimo recurso.

Hay que hacer primero la distinción del hospital como debe ser y como es; como son la mayor parte de los hospitales en España, es cosa bien diferente y aun bien opuesta de como debían ser; tal es, por ejemplo, el General de Madrid. No se forman esta idea los que le visitan en un día solemne o en que se espera a alguna autoridad, o en un día cualquiera: si van de paso y miran las cosas muy por encima, ven camas de hierro, colchones, sábanas, colchas y una limpieza relativa al menos; hermanas de la Caridad, enfermeras, practicantes, médicos y medicinas. No parece que debe estar muy mal todo aquello, y lleva grandes ventajas a la casa del pobre, donde se carece de todo: estas ventajas son por lo común pura apariencia, y el que conoce el Hospital General de Madrid por dentro y sabe bien lo que allí pasa, cuando tiene un pobre suyo enfermo, hace cuanto puede por que no vaya al hospital. Por pobre que sea un enfermo, por desvalido que esté, siempre que tenga una persona que verdaderamente se interese por él, que le ame, gana muchísimo con no ir a un hospital, como son la mayor parte de los de España, y muchos sean como fueren, a no ser alguna excepción.

¿Se ha pensado bien en lo que es no tener personalidad, no ser más que un número, no oírse llamar por su nombre, ni que nadie le sepa, ni a ninguno importe que se sufra o que se descanse, que se viva o que se muera? Aunque materialmente se tuvieran auxilios, que a pesar de las apariencias suelen faltar, ¿qué cosa más terrible que ese desamparo moral, ese aislamiento sin soledad, esos ayes siempre importunos, jamás compadecidos, esa agonía que nadie observa ni acompaña, esa postrera mirada que no encuentra ojos piadosos?

Cuando sepamos de un enfermo pobre no le enviemos, pues, al hospital, si tiene o podemos proporcionarle alguna persona que con amor le asista: por grande que sea su penuria, el buen afecto suplirá con ventaja las muchas cosas de que carece, que no son tantas cuando no se tiene en la medicina más fe de la que merece. Hay enfermedades excepcionales que hacen más dificultosa y aun imposible la asistencia del desvalido; mas por regla general le haremos un favor procurándole auxilios en su casa, aunque parezcan menos eficaces que los del hospital, y no prescindiendo de que tiene afectos aquel desdichado, que como si no los tuviera han de tratar en el establecimiento público.

En el razonamiento que hacemos para desear que el enfermo pobre vaya al hospital, pensamos en que tendrá mejor cama, médico, medicinas, alimentos convenientes, etc., etc., y caso de que todo esto sea exacto, sin echarlo de ver, atendemos únicamente al cuerpo, prescindimos del alma, no vemos que en aquel ser rudo prepondera el espíritu, que a las torturas de él prefiere las materiales, y que al suponer que estará mejor porque tenga esta o la otra ventaja para su cuerpo, nos equivocamos, cometiendo, nosotros los cultos, los espirituales, una verdadera brutalidad.

Cerca del lugar en que escribo estas líneas hay una pobre mujer en la cama hace un año y reducida a la miseria. Carece de la mucha ropa que necesitaría para tener la cama limpia, y hasta del poco alimento que pueda tomar. Su hija está casada con un hombre de edad que cuando gana jornal es muy corto, siendo el único recurso para los seis, porque tiene tres niños pequeños. La enferma anciana se halla, pues, en la situación más deplorable. No hace muchos días, una persona que la visitaba la dijo: «¿Cómo no se va usted al hospital? Allí tendrá usted buena cama, medicina, alimentos, todo lo que necesite. -Es verdad, contestó, pero no tendré a mi hija.»

¿Quién es aquí el grosero?

Ceares 23 de Octubre de 1876.




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A María Victoria

Faltaríamos a un deber, sagrado como todos, si no uniéramos nuestra voz a las del dolor verdadero que lamentan la muerte de una mujer que hacía mucho bien.

Los grandes y los poderosos de la tierra, sólo por serlo, nada merecen ni reciben de nosotros; pero si son virtuosos o infelices, no hemos de negarles compasión y justicia porque Dios los colocó muy alto. Ni sobre la ley ni fuera de la ley ponemos a nadie: ni aduladores ni detractores somos; pero si rechazamos por viles las palabras de la lisonja, también creemos que hay silencios culpables y vergonzosos.

Cierto, cuando se trata de gente poderosa, el elogio ha de ser muy parco, ya porque deben más los que más pueden, ya porque la propia dignidad exige no tener ni aun las apariencias de la bajeza. Hemos cumplido este precepto, exagerándole tal vez, cuando la Duquesa de Aosta era reina de España. Ella fue la primera bienhechora de nuestros pobres, y ni su nombre, ni sus iniciales siquiera, han aparecido nunca en las columnas de La Voz de la Caridad: nos contentábamos con bendecirla en nuestro corazón: el suyo no necesitaba más. Nunca la olvidaremos, nunca, porque la amábamos. Los tristes que procuran consolar y consuelan, son bien dignos de ser amados.

El gran misterio de la muerte envuelve ya a María Victoria: podemos celebrarla sin que su modestia se ofenda, y la triple majestad de la virtud, de la desgracia y de la muerte recibir nuestro solemne homenaje. Homenaje sentido como la expresión del amor, sincero como la verdad, humilde como hecho en nombre de los pobres; el suyo, que ellos bendecían, viva en la memoria de los que son capaces de honrarle. Nosotros le pronunciamos dolorida y respetuosamente, no entre el zumbido desacorde de las encrucijadas, sino en medio de los lectores de La Voz de la Caridad, que no consideramos como público, que no lo son. No pensamos que haya entre ellos ninguno que nos crea capaces de mentir sobre los sepulcros, ni de la vil hipocresía de disfrazar la pasión o el interés con el sagrado manto del dolor.

Damos lágrimas a la que enjugó tantas.

Hacemos justicia a la que dio alto ejemplo.

Nos arrodillamos sobre una tumba.

Gijón 20 de Noviembre de 1876.




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El trabajo de caridad

Más de una vez se han ocupado las columnas de nuestra Revista en demostrar las excelencias del trabajo, bajo los distintos aspectos que se recomienda a todos los hombres pensadores.

Después de las funciones de nuestra alma, que es lo que más nos distingue de los demás seres creados, la actividad del espíritu y del cuerpo es una de las primeras condiciones que ennoblecen a la criatura humana y la hacen sobresalir en el concierto admirable de la organización física y social del mundo.

Nadie se admira de la inmovilidad de la materia, ni de la quietud ociosa en que yacen los seres irracionales mientras no los excite una causa exterior; pero esa quietud inactiva repugna en el hombre porque contraría los fines del Criador, que le destinó al movimiento y al trabajo material o intelectual, en vez de dejarle abandonado a una holganza tan perjudicial para sí mismo, como inútil para los demás.




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¿El alto salario es el bienestar del obrero?

El oro de América nos tiene pobres, decía hace dos siglos Feijóo, resumiendo en esta enérgica frase la serie de errores, desaciertos o injusticias con que convertimos en nuestro daño el bien de los descubrimientos de Cristóbal Colón. Para los pueblos como para los individuos, ninguna circunstancia, por ventajosa que parezca, puede decirse en absoluto que es favorable hasta saber si se utiliza o no; y en general, más que la cosa recibida influye el recipiente en la prosperidad de los individuos y de las naciones. Holanda prospera disputando al mar sus lagunas, y España se aniquila en la miseria sobre sus extensos y feraces campos, y recibiendo los galeones cargados con el oro de las Indias.

Por estrecho que sea el círculo de nuestras relaciones, recordaremos algún caso de una herencia o premio de lotería que ha sido causa de la ruina del favorecido; y en cuanto a los obreros, asunto de este artículo, no siempre están mejor los que ganan más, y muchas veces están peor porque ganan demasiado.

Decir que un hombre gana demasiado cuando honradamente gana, parecerá tal vez absurdo, pero es exacto; porque no siendo la ganancia un objeto, sino un medio, cuyo fin es el bien moral y material del hombre, cuando ni uno ni otro consigue, sino que, por el contrario, les sirve de obstáculo, hay demasía en ella, puesto que hay mal. Una industria que lleva a una comarca grandes capitales, distribuidos la mayor parte en jornales, se supone que lleva allí en la misma proporción el bienestar y la riqueza, lo cual unas veces no es exacto, y otras es falso completamente.

Un ingeniero de minas nos decía: «En T. dábamos 10.000 reales al mes, y aquel pueblecito prosperó de una manera consoladora; en S. damos 10.000 duros, y aquella gente se pierde, no tienen camisa ni cama.»

El hecho, de que no podía dudarse viniendo de persona tan verídica, necesitaba explicación, y nos la dio, añadiendo: «En T. los jornales no eran subidos ni seguros, de modo que aquella gente, además de sus recursos ordinarios, tenía como un agregado el trabajo de la mina, que les ayudaba a vivir. Con su producto se los veía tener más desahogo, mejorar un poco el vestido, el ajuar de casa, libertarse de las garras de los usureros, tener una prosperidad relativa. Aquellas ganancias eran un auxilio eficaz, pero no grande; de modo que no se formaron esos núcleos de ricos (relativamente) que derrochan y van trayendo y agrupando alrededor de sí la casi totalidad de la población entera; por el contrario, la prudencia y la parsimonia en el gastar, propia del que tiene poco, empezó por algunos, y fue imitada por todos, con raras excepciones, no bien vistas. En S., jornales mucho más subidos, seguros, y no sólo para el jefe de la familia, sino también para las mujeres y para los niños, de modo que ganaban en un mes lo que antes en medio año. Al verse con tanto dinero, que se reponía a medida que lo gastaban, quisieron gozar, comer y sobre todo beber bien y divertirse, para lo cual empezaron a jugar. Cundió la desmoralización en términos que el salario más se empleaba en satisfacer vicios que verdaderas necesidades, y tiene usted los obreros que en la taberna y en el juego dejan gran parte de su jornal, y apenas tienen camisa, y literalmente carecen de cama que merezca este nombre: con llevar allí tanto dinero, hemos arruinado el pueblo.»

Este hecho no es raro. Con frecuencia se oye que los mineros es mala gente, y la gente que vive del trabajo de sus manos, cuando es mala, es muy pobre, está a punto de ser miserable, y lo será; de modo que esas riquezas sepultadas en las entrañas de la tierra empobrecen a los que las sacan, porque desmoralizándolos los arruinan.

El hecho es más fácil de explicar que de remediar: el pobre ha nacido y vivido en medio de las privaciones materiales, y apenas se halla con recursos para satisfacerlas, las satisface, por natural reacción, con exceso, y llena una y otra y otra vez, y apura aquella copa por tanto tiempo vacía. ¿Pueden saber los que no han padecido necesidad lo que aumenta la privación el valor de la cosa necesaria? ¿Pueden saber la fuerza que se necesita para no abusar de aquello de que tanto tiempo se ha carecido? Y luego, este abuso casi constituye el único goce de la gente sin educar, que no comprende los del espíritu, que no puede tenerlos. Los medios materiales crecen, los intelectuales no, y las distracciones que ya son posibles son viciosas, porque teniendo que ser materiales es difícil que sean honestas.

En la industria minera el hecho suele ser de más bulto; pero en otras puede observarse también, y cuando se repite por mucho tiempo y en diferentes países, se comprende que la causa es permanente y la raíz honda.

En Gijón, por ejemplo, en la fábrica de cristales, hay obreros que ganan hasta 24.0000 reales al año, con más casa y combustible. ¿Se hacen ricos? No. Alguno reúne un capitalito, que en breve aumenta estableciéndose como comerciante, o le lleva a su patria, porque son extranjeros; los más gastan cuanto ganan alegremente, como se dice, y en darse buena vida. Procedentes de países más adelantados, con medios superiores a los que poseen entre nosotros, las clases que se llaman bien acomodadas, si no hacen economías, gastan en cultivar su espíritu o en proporcionarle goces. ¿Tienen periódicos, libros, música, obras de arte, teatro, círculos literarios o científicos? No; sus crecidos salarios se invierten en comer y beber, y según pública voz y fama, los obreros de la fábrica de cristal encarecen el mercado. ¿Y qué será de ellos cuando no puedan trabajar (es trabajo que no se resiste muchos años) al menos en labor tan lucrativa, acostumbrados a un regalo que ya no podrán tener? ¿No es temible, no es casi seguro que la prosperidad de que usaron mal será causa de su desdicha?

Hemos dicho que el mal era más fácil de explicar que de remediar; pero, en fin, ningún conocimiento es inútil, y la primera condición para remediar un daño es conocerle. El que viene de los altos salarios en la gente que se llama baja, es difícil de remediar, pero no imposible; adquiriendo la persuasión que el bien en todo es armonía, equilibrio estable, y cuando no le hay entre los medios materiales y los intelectuales, la moral es como arrastrada por una fuerza sin freno ni dirección.

Bien está que se pida y se obtenga aumento de salario para el obrero, que en general en España no ganaría lo suficiente para proveer a sus necesidades; pero está mal suponer que su pobreza, que es a la vez material e intelectual, se remedia sólo con dinero; está mal ver un motivo de satisfacción donde tal vez hay un peligro, y arrojar talegos de dinero sobre una comarca, sin llevar al mismo tiempo el buen ejemplo, la Caja de ahorros, la escuela, la predicación religiosa, los medios de diversión honesta con una seguridad insensata de no hacer daño o una culpable indiferencia al hacerle.

No vemos que los amigos del pueblo empleen tanto trabajo en levantar su nivel intelectual como se necesita para que no sea perdido el que emplean en que se mejore su situación económica, ni que la moral ocupe el lugar que le corresponde al plantear los problemas de distribución de la riqueza y organización del trabajo. En lo que se llama cuestión social entra el salario como elemento, pero no como el único, ni aun el más importante, porque, como cosa material, es pasiva y está condicionada por las actividades que se desconocen o se desdeñan. Una iglesia y una escuela hacen más para subir los salarios que cien huelgas y doscientas rebeliones. La prueba de la superioridad relativa de dos cosas está en la independencia más grande que tiene una respecto a la otra, y en el mayor poder que en sí propia halla, y esta prueba puede hacerse con los recursos materiales y espirituales del trabajador

Dadme un obrero8 moral e inteligente, y os daré un salario subido; os doy un salario subido, y, como hemos visto, no podéis darme un obrero inteligente y moral.

Ceares 25 de Octubre 1876.




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Las inundaciones

Todos nuestros lectores sabrán los estragos causados por las aguas en la primera mitad de Diciembre.

Los periódicos dicen: aquí se han desplomado dos casas, allá doce, en otra veinte o cuarenta; tal pueblo quedó incomunicado por faltar los puentes; en tal comarca los sembrados están destruidos; en tal otra los campos cubiertos de piedras, desnudos de tierra vegetal, que los hará estériles por mucho tiempo; las aguas han arrastrado maderas, ganados, y, lo que es peor, cadáveres humanos...

¡Qué desolación! ¡Qué suma de miserias, de dolores, de desdichas, no revelan semejantes estragos! Saberlos, compadecerlos, procurar remediarlos, parecía que debían ser tres cosas casi simultáneas; pero no es así. Pasan días, y ni en la Gaceta ni en los demás periódicos vemos abiertas suscripciones, para que todos, grandes y pequeños, acudan en la medida de sus fuerzas a consolar a tantos desconsolados. Cuando las inundaciones del Mediodía de Francia, se reunieron millones para reparar en lo posible tantas pérdidas; nosotros... ¿quién sabe? tal vez cumplamos todavía nuestro deber; pero mal signo es tardar tanto en empezar.

Si desde lugar seguro, resguardado de la intemperie y próximo a una comarca inundada viéramos niños, ancianos, mujeres, hombres, familias enteras, sin albergue, sin pan, mirando cómo las aguas socavaban la pobre casa, llevando el reducido ajuar y el único vestido; si todo esto viéramos desde nuestra casa cómoda, abrigada, segura, ¿no la abriríamos a los desolados, fugitivos, y nuestro corazón a la piedad, y les daríamos hospedaje una noche, comida un día, y un poco de abrigo para los que lloraban sin él en el mes de Diciembre?...

Esto, que parece imposible no hacer, es lo que bastaría que hicieran los que pueden, cada cual en la medida de sus medios, para llevar consuelo a tantos afligidos y socorro a tantos necesitados. Si así no se hace; si vemos impasibles a tantos como padecen; si en las orgías de Nochebuena y en las francachelas de Pascua no hay un recuerdo para tantos dolores, ni una limosna para tantas necesidades; si el brutal comamos y bebamos, que mañana veremos es el resumen de nuestros artículos de fe, en mal hora hemos nacido, en mal hora no hemos muerto en la edad de la inocencia, en mal hora somos dueños de medios que no empleamos en buenos fines; entonces las inundaciones serán un desastre horrible para los pueblos inundados, y la indiferencia con que se miran un pecado y una vergüenza para el resto de España.

Escribimos hoy, como muchas veces, para descargo de nuestra conciencia, que nos acusaría si guardáramos silencio al ver tanta desventura. Ya sabemos que nuestra voz no hallará sino débiles ecos, que sólo podremos recoger una pequeña limosna; pero no será por eso menos bendita. Al darla a nuestros hermanos afligidos, les diremos: -Es bien poco, pero creednos, no hemos podido traer más. -Y nos creerán, porque el escaso don irá acompañado de abundantes lágrimas

Gijón 2 de Diciembre de 1876.

Suscripción a favor de los pobres que las inundaciones han dejado en la miseria
Reales.
La Voz de la Caridad 200
Una persona a quien las inundaciones han causado grandes perjuicios 100
Unas señoras 40
D. G. A. 20
Suma. 360



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Consecuencias morales de las cosas físicas

Aunque todos sabemos que el hombre es un compuesto de materia y espíritu, prescindiendo de los que niegan que hay espíritu; aunque todos vemos la íntima relación del cuerpo y del alma, todavía no sabemos apreciar bien la influencia que tienen las cosas materiales sobre la moral, y viceversa, y según el giro de nuestros estudios, o la clase de nuestras ocupaciones, propendemos a no apreciar bien el valor, ya de la ciencia, ya de la industria, de la filosofía y de la mecánica, desconociendo que el progreso moral y el material no son cosas que deben ni hasta cierto punto pueden separarse.

Este error, o este olvido, o este desdén, que de todo suele haber en el exclusivismo a que aludimos, puede tener perjudicialísimas consecuencias, porque ningún problema importante para la humanidad puede resolverse bien prescindiendo al plantearle de una parte esencial del hombre. Se le quieren dar derechos, ideas, sentimientos, dignidad, prescindiendo que no tiene pan, albergue como criatura racional, ni jabón para lavarse; o, por el contrario, se pretende que tenga grandes salarios, que forme combinaciones económicas, que posea, en fin, poderosos recursos pecuniarios, lo cual sin cierta moralidad y cultura es imposible. A las relaciones, a las influencias, a las armonías que entre el espíritu y la materia tiene el individuo, deben corresponder otras armonías, otras influencias, otras relaciones en la sociedad: esto es evidente. Aquí el todo ha de ser esencialmente idéntico a las partes de que se forma, porque el hombre no es un cuerpo simple que, al combinarse con otros por una serie de reacciones, varíe de modo de ser, sino un compuesto complicado, armónico, esencialmente indestructible, una personalidad, en fin, que por mucho que se desfigure y se altere no se puede aniquilar; de modo que, conocidos los individuos, se puede decir lo que será la colectividad, cualesquiera que sean las leyes que la rijan.

El mundo está lleno de armonías que no vemos, porque lo desacorde es lo que se hace notar más, y de influencias que pasan desapercibidas: para nosotros lo estuvieron mucho tiempo las que tienen sobre la moral las asociaciones de socorros mutuos, hasta que una casualidad nos puso en camino de notarlas Hace tiempo, estando en el campo, vimos venir por un sendero a un hombre, nuestro vecino entonces. Hacía calor, marchaba a buen paso y era cojo, por lo cual iba bastante sofocado; me saludó, y le contesté diciendo:

-Adiós, J.; ¿cómo tan de prisa con este calor? ¿Ocurre algo?

-Está muy malo uno de los bueyes de T., de la pareja que tenía cebada para el inglés, y vale más de 3.000 reales; voy a buscar al veterinario.

-No se detenga usted; sería una lástima que se muriese ese pobre animal, y una pérdida grande para su amo.

-Sí, señora.

Y se alejó tan precipitadamente como se lo permitía su cojera.

-He aquí un excelente hombre -dije para mí;- siente el mal del vecino casi al par del propio, y procura remediarlo a costa de propia molestia, y aun fatiga.

Lo cual me pareció tanto más meritorio, cuanto tenía idea de que J. y T., sin estar precisamente enemistados, no eran amigos a consecuencia de cierta rivalidad, porque las ambiciones de las aldeas y de las ciudades varían más en su objeto que en su índole; J. ganó, pues, mucho en mi concepto por aquella caritativa solicitud. Algunos días después volví a verle, y le dije:

-Vamos, que no perdió usted el trabajo de ir a buscar al veterinario; ya sé que se curó el buey de T.

-Sí, señora; y bueno fue, porque, si muere, es un golpe para la sociedad, que la arruina, porque ahora empieza.

-¿Qué sociedad?

-Una que hemos formado para pagar entre los socios el valor de la res que muere siendo sin culpa de su dueño.

-Me parece muy bien. ¿Usted es socio?

-Y de los principales; he metido las dos parejas, que no valdrán menos de 5.000 reales, y como somos pocos todavía, y muchos han metido un jato o una mala vaca, si llega a morir el buey de T. tenemos que pagárselo entre unos cuantos, porque el abogado nos dijo que, aunque la Sociedad se deshiciera después, antes tenía que indemnizar al socio que tuviera una pérdida.

-Así es justo.

-Pero era duro, ya ve usted; a mí se me iba toda la ganancia de este año.

Fuese J., y yo me quedó pensando que era obra del interés aquella solicitud que yo atribuía a la caridad. ¿Pero este interés destruyó algún buen sentimiento? No, antes ha estorbado probablemente uno malo; porque era muy de temer que la pérdida del vecino, contra el que había alguna prevención, y de un concurrente en el mercado, excitase más complacencia maligna que pesar benévolo. Generalicé entonces un poco, y vi que todos aquellos labradores rivales como ganaderos, eran compañeros como consocios, y lejos de desear el mal mutuo para que desaparecieran como concurrentes, querían su mutuo bien para no tener que pagar indemnizaciones.

Noté que los armadores de barcos están interesados en que haya muchos naufragios, porque venderán más cara su mercancía cuanta menos cantidad se presente en el mercado; pero desde el momento en que se establece la Sociedad de seguros mutuos, el interés de todos es que no naufrague ninguno, o, lo que es lo mismo, el interés, en vez de ponerse en pugna con los buenos sentimientos y combatirlos, los auxilia, siendo hostil a los malos, lo cual me pareció, como lo es en efecto, un gran triunfo y un bien moral, infinitamente más apreciable que el material, que se busca y que es el único que a primera vista se nota.

Los buenos y generosos sentimientos son naturales en el hombre, y los malos y mezquinos también; de modo que son de superior excelencia aquellas instituciones que hacen aliado de la caridad un móvil tan general, tan perseverante, tan inclinado al egoísmo como el interés, que si bien entendido no es peligroso, es lo cierto que con mucha frecuencia se entiende mal, y que nunca se hace notar por sus elevadas tendencias si se le abandona a sí mismo. La combinación que pone el interés de cada uno en el bien de todos, y esto de un modo palpable y con efectos inmediatos, repetimos que es sobre todo encomio excelente, y tal se nos presentan las Sociedades de seguros mutuos, sean de propietarios de casas, de barcos, ganaderos, etcétera, etc.; el objeto asegurado es indiferente para la ventaja moral que resulta de sentir el mal del prójimo, que es además consocio, porque es el mal de uno mismo.

Y si estas Sociedades se generalizaran y se extendieran; si no hubiera perjuicio material que pueda sufrir el individuo de que no participase la Asociación; si el obrero enfermo, lejos de ser un concurrente menos para el sano, fuera un acreedor que tenía que sostener; si de hombre a hombre, de pueblo a pueblo, de provincia a provincia, de nación a nación, las Sociedades de socorros mutuos armonizasen el interés con el amor, ¡cuánto más se amarían los hombres y serían mejores y más dichosos!

No desdeñemos, pues, aturdidamente las cosas materiales, ni desconozcamos su influencia moral, y comprendamos que la armonía de los intereses es uno de los medios de cimentar la fraternidad entre los hombres.

Ceares 25 de Octubre de 1876.




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¡Pobre Candás!

Es Candás un pueblecito de la costa de Asturias; está orilla del mar, y casi en su totalidad se compone de pescadores, gente pobre, como toda la de su oficio, y trabajadora y honrada, según dicen en esta villa.

Candás, hace ocho días, era domingo, estaba alegre, hoy se ve cubierta de luto ¿Se vio presa de las llamas como Arnedo y Viaña, o asolada por las aguas como Sevilla y Badajoz? Más valiera. Menos triste sería que sus casas se desplomaran al resplandor del incendio, o fueran socavadas por la inundación, que oír salir de ellas los ayes lastimeros de tantas viudas, de tantas madres que ya no tienen hijos, de tantos niños que han perdido a su padre.

En la iglesia, conocida en su país por su milagroso Cristo, se oye sin cesar el fúnebre doblar de las campanas que tocan a muerto, y todos los que tienen corazón lloran al saber la terrible desgracia.

Hace ocho días, era domingo; Candás estaba alegre, veía salir al mar sus lanchas, les deseaba pesca abundante, y decía hasta la vuelta a muchos ¡ay! que no debían volver. Iban a esa pesca, para la cual hay que alejarse mucho de la costa, y estando lejos se desencadenó el viento, que parecía un huracán.

Los que vivimos en esta costa brava no podemos oír sin temor las ráfagas del viento huracanado, ni los bramidos del mar, sin temblar por los pobres navegantes, y en especial por los pescadores, que en su frágil nave no tienen medio de luchar con aquella fuerza que parece que tiene vida, y voluntad feroz y vil, puesto que se ensaña con los débiles.

El día 14 de este mes era uno de esos días en que lo recio del viento nos hacía pensar con tristeza en los que estaban en el mar. Por la tarde se dijo:

-Las lanchas de Candás han entrado de arribada.

-¿Todas?

-No, faltan cuatro; dos parece que han ido a Tazones; de las otras dos no se sabe...

Y no se ha sabido más. Esta Comandancia de Marina ha telegrafiado preguntando a los pueblos de la costa; todas las respuestas han tenido una desconsoladora igualdad: No ha arribado, ni se tiene noticia de ninguna lancha de Candás.

Los primeros días, los más inclinados a esperar abrigaban aún alguna esperanza; pero al fin fue preciso perderla, y se han sabido los nombres de 34 marineros, algunos de la misma familia, y que todos dejan una en la miseria. El mar los ha tragado verdaderamente, y en vano las mujeres y los niños van gimiendo por la playa en busca de los restos queridos: las olas no los traen, y aquellos tristes ni aun podrán orar sobre la tumba de los que lloran.

¿Cómo no compadecer tanta desventura? Ha movido aquí a piedad la muerte de los desdichados náufragos, y a favor de las familias se han abierto tres suscripciones, una en el Casino, en el Círculo Mercantil otra y la tercera en la redacción de El Productor Asturiano, periódico de la localidad, y en casa de un particular. Dícese que en Oviedo se abrirá otra, y que muchos escribirán a los paisanos ausentes excitándoles a contribuir al consuelo de este gran dolor.

Si estas líneas llegan a manos de algún hijo de Asturias que quiera y pueda dar una limosna para los inocentes huerfanitos de aquellas víctimas del trabajo y no tienen medio fácil de enviar a su destino el socorro, puede remitirlo a la redacción de La Voz de la Caridad, o a Gijón, paseo de Begoña, 16, con el nombre que firma este piadoso recuerdo. Aquí es más vivo; en las altas horas de la noche, cuando el mar brama, parécenos que mezclada con su poderosa voz trae las débiles de los 34 marineros que, ya exánimes, dirigen al mundo la postrera despedida y a Dios suprema plegaria; parécenos que allá, muy lejos, vemos entre la blanca espuma unos brazos que se levantan por última vez, como implorando socorro para los débiles que ya no podrán sostener.

¡Que no imploren en vano!

Gijón 22 de Enero de 1877.




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Los beneméritos de la humanidad, beneméritos de la patria

Hará seis meses próximamente, una lancha de pescadores iba a entrar en este puerto. Había peligro, y era mayor porque, viniendo sola, no podía utilizar una fraternal caritativa costumbre que con verdadera satisfacción hemos visto aquí: según ella, cuando está malo el mar, las lanchas que han salido vienen en cuanto pueden, unas cerca de otras, y al entrar, la que ha pasado el punto peligroso, en lugar de continuar, la que viene adelante espera, por si la que se halla todavía en él necesita auxilio; ésta a la vez hace lo mismo con la que sigue, y así se van escalonando, de modo que siempre hay una cerca de la que puede necesitar socorro, para prestárselo inmediatamente: esta maniobra caritativa que hacen como cosa natural, no puede observarse sin tributarle merecido elogio y aun sin interior enternecimiento.

El día a que nos referimos había salido una sola lancha, que al entrar zozobró, cayendo al agua los hombres que la tripulaban. Sabían nadar, pero era inútil; mermadas tal vez sus fuerzas por el trabajo del día, y de todos modos insuficientes para luchar cuerpo a cuerpo, digámoslo así, con las olas, envueltos entre las rompientes y golpeados contra las rocas, iban a perecer. Cuando su muerte parecía inevitable, 38 marineros compasivos y esforzados se lanzaron al mar para socorrer a sus hermanos; arrostraron el mismo peligro en que los otros sucumbían, y todavía mayor, porque no podían maniobrar en su frágil embarcación huyendo de los escollos, sino que, olvidándose de ellos, atendían sólo a los puntos negros que divisaban entre la espumosa rompiente y eran otros tantos hombres que acá y allá hacían los últimos desesperados esfuerzos, que habrían sido inútiles sin el generoso de sus compañeros. Fuéronlos sacando, exánimes unos, otros que parecían muertos, uno ¡ay! que lo estaba.

La acción era buena ¿Cómo no había de parecerlo? Un honrado y desprendido vecino los gratificó para que siquiera no tuviesen vacío aquel día el estómago los que tan lleno de generoso impulso habían tenido el pecho.

Deplorose la desdichada suerte del muerto: alguno pensó en que se abriera una suscripción a favor de su familia; pero resultó ser un muchacho que aún no mantenía a sus padres, todavía capaces de trabajar: ellos le lloraron, y no hubo más; no supimos al menos que otra cosa sucediese.

Después de dar el debido tributo de lástima a la irreparable desgracia, pagamos el de respeto a la abnegación de los que habían salvado seis vidas con riesgo de las suyas, deplorando no tener medio de honrar aquellos nombres obscuros y que merecían brillar más que otros que, no sabemos si para bien o mal suyo, se ven rodeados de luz espléndida. Acusábamos con acritud la indiferencia con que se veían los buenos hechos de la gente mal vestida. Pensábamos que si la acción de estos pobres hubiera sido de ricos, se proclamaría heroica, o cuando menos altamente meritoria, y habría obtenido general aplauso y honoríficas recompensas. Deplorábamos la especie de fatalidad que ha de hacer injustos a los hombres que no reciben justicia, y con infundado y triste orgullo nos creíamos los únicos que apreciaban debidamente a los resueltos caritativos marineros que declaramos beneméritos en nuestro corazón.

Como se ven tantas injusticias, no hay capacidad mental para tenerlas todas presentes, y habíamos olvidado ésta, cuando hemos sabido que por el Ministerio de Marina se ha dado la Real orden siguiente:

«Impuesto S. M. el Rey (q. D. g.) de la carta de V. E., núm. 1.720, de 23 de Octubre pasado, con que cursó el expediente formado en la Comandancia de marina de Gijón, relativo al salvamento de los seis náufragos de la lancha Ligera, por los patrones y tripulantes de las nombradas Etelvina, Aurora, San José y Ánimas y Bermuda, cuyo hecho tuvo lugar el día 31 de Agosto último en la entrada de aquel puerto; de conformidad con lo opinado por la Junta Superior Consultiva del ramo, y para recompensar debidamente este hecho, ha venido en conceder la Cruz de plata del Mérito naval, con distintivo rojo, a los patrones y tripulantes de las citadas lanchas que se expresan en la adjunta relación, como comprendidos en la parte 2ª del art. 14 de los Estatutos de dicha orden. -De la de S. M. lo digo a V. E., con inclusión de dicha relación, para conocimiento y satisfacción de los interesados.

»Lo que traslado a V. S. con inclusión de copia de la relación que se cita, para su conocimiento, fines que se previenen y como resultado de su comunicación de 15 de Octubre último. -Dios, etc.»

Se ve, pues, que otros han pensado lo que pensábamos y sentido lo que hemos sentido. Sin favor, que seguramente no tienen los condecorados; sin que nadie gestionase en su nombre; sin más excitación que la idea de la justicia, se ha hecho a la hermosa acción de estos compasivos valerosos, cuyos nombres hemos pronunciado con amoroso respeto.

Empieza, pues, a reconocerse una nueva nobleza, la de los generosos sentimientos manifestados por bellas acciones; empieza a formarse una idea más exacta del Estado, puesto que se premia como a servidores de la patria a los servidores de la humanidad. Aunque estos hechos espontáneos son señales de los tiempos; aunque estas cosas que parece que se hacen solas prueban la cooperación moral de gran número, siempre es meritorio para los que formulan semejantes determinaciones ser los intérpretes del progreso y de la justicia. Por eso enviamos nuestro sincero parabién al Sr Campo, comandante de Marina de este puerto, que propuso la recompensa para nuestros caritativos convecinos, y al Sr. Antequera, ministro de Marina, y Junta Superior Consultiva que la han aprobado. Es muy honroso para ellos honrar el hecho brillante de estos hombres obscuros

Gijón 28 de Enero de 1877.




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Código internacional de señales

Edición oficial española, publicada de orden del Almirantazgo en 1873


Los acusadores del presente forman la lista, larga, ¡ay! muy larga, de sus errores, de sus faltas, de sus delirios, de sus crímenes, y arrojándola como un anatema sobre la conciencia del siglo, hacen subir al rostro los colores de la vergüenza, confunden en un caos de dudas el entendimiento y llenan de amargura el corazón.

¡Cómo! ¿Los resplandores de la verdad son más opacos cada día? ¿La justicia se desconoce como nunca, la virtud se escarnece, la inocencia se mancha, el honor se vende, la dicha se recuerda gimiendo como un bien perdido, y todos los vicios, y todas las maldades, y todos los infortunios, en progresión creciente parecen ser nuncios del fin del mundo moral? Las generaciones, al pasar por la tierra, ¿han ido dejando gérmenes de iniquidad, que con el fermento de los siglos da vida a ese monstruo que se llama injusticia progresiva? ¿Ha sido inútil la ciencia de los sabios, la vida de los justos, la muerte de los mártires? El pensamiento, la virtud, el sacrificio, las lágrimas compasivas, la abnegación del amor, ¿todo, todo ha caído en la gran sima, para fundirse con la podredumbre y aumentarla, como gotas de agua que acrecientan la actividad del fuego en inmensa hoguera? ¿Qué hace el hombre sobre la tierra si vive para dilatar el imperio del mal? ¿Qué hace el hombre sobre la tierra si no progresa hacia el bien? Si no es un poco mejor cada día, ¿qué hace? ¿Para qué vive? ¿Cómo brotan flores sobre el suelo que pisa y brilla el sol sobre su frente?

Estas dudas que asaltan el alma como serpientes en las tinieblas, se desvanecen al resplandor de la verdad, que, imponiendo silencio a las palabras acusadoras, deja oír una voz de lo alto que dice: -El hombre está sobre la tierra para caminar hacia el bien, y camina. -¿Por qué tan despacio? Es el secreto de Dios, y el deber del hombre acelerar la marcha cuanto le sea posible.

Esta voz que resuena en lo íntimo de la conciencia la calma, y con ojos serenos podemos mirar y ver en derredor pruebas de que la humanidad, aunque paulatinamente, progresa. Una de esas pruebas, y a nuestro parecer muy clara, es el libro cuyo título encabeza estas líneas, y se llama Código internacional de señales. Los que no le han visto, o sólo por encima, acaso extrañarán nuestra afirmación; los que hayan reflexionado un poco sobre él estarán de acuerdo con ella

El citado libro es un grueso volumen de más de 700 páginas, impresas a dos columnas. En las primeras están las banderas españolas usadas por la marina mercante y la de guerra, las banderas de todos los pueblos civilizados, y, por último, las que sirven para las señales. No es fácil ni necesario que expliquemos el uso de estas señales; basta saber que, con diez y nueve banderas de diferentes formas y combinados colores, y con un vocabulario e ingeniosísimo artificio, los buques comunican entre sí en el mar, y desde el mar con la costa, ya con las estaciones semafóricas, ya con los puertos, aunque no tengan estación, cuando no pueden o no les conviene entrar en ellos. El lenguaje usado por el Código internacional es perfectamente inteligible para todas las naciones, de lo que puede formarse una idea observando lo que sucede con la numeración. Al ver escrito 3, lo leerán de muy diferente modo un griego y un alemán, un inglés y un español; pero todos comprenderán igualmente que aquel signo significa la unidad repetida tres veces. Lo que hace más difícil y más ingenioso el método usado en el Código internacional, es que su lenguaje no se aplica a un orden de ideas exclusivo, como la numeración, que se refiere siempre a la cantidad, sino que se aplica a todo género de ideas; no hay ninguna que no pueda expresarse perfectamente. Las 700 páginas del libro de que vamos hablando están llenas de preguntas y respuestas, en que se hace más que atender a las necesidades de la comunicación, porque hay verdadero lujo, y pueden expresarse, no sólo la situación del buque, sus propósitos y vicisitudes; no sólo todas las advertencias que desde tierra se le pueden hacer y auxilios que se puede o no prestarle; no sólo cuanto se relaciona con la navegación y el comercio, y las noticias de interés general, sino lo que se refiere al individual y hasta a los afectos del corazón. Se pide un médico, un medicamento, una receta, un consejo, noticias de una persona querida, o se dan de a bordo que llevan el consuelo a una familia atribulada. No se puede leer este libro sin exclamar: -¡Cuánta humanidad! ¡Cuánto amor en esta obra, que no lo es de asociaciones benéficas, de gobiernos, de todos los gobiernos del mundo!

Los buques, así de guerra como mercantes, que hacen largas navegaciones, o de altura, para hablar con propiedad, están obligados a tener el Código y las banderas para su uso, y sin esta obligación le tienen aún los vapores que se dedican al comercio de cabotaje: tan evidente es la ventaja que del Código reportan. De este modo comunican los barcos unos con otros, conforme hemos indicado, y con las estaciones semafóricas y los puertos, recibiendo avisos, noticias útiles, necesarias y en algunos casos salvadoras. Hay establecidas reglas para que las comunicaciones se trasmitan inmediatamente por el telégrafo o el correo, en el lenguaje del Código o en el común, a voluntad del que las dirige desde el barco. Así los de tierra auxilian a los que están en el mar, y se entienden con ellos, y fraternizan, cualquiera que sea el país que habiten, la lengua que hablen y la religión que profesen: la hermosura de esta obra humanitaria se nota hasta en pequeños detalles que pasan desapercibidos; por ejemplo:

Hace algunos días había a la vista de este puerto dos vapores, y tantos dentro, que sólo quedaba espacio para uno. El mar estaba malo; no podían salir los prácticos, ni era posible otro medio de comunicar con los de afuera que por las señales del Código: con ellas empezó la plática. Súpose que uno de los vapores tenía carbón para setenta horas; se le ordenó que siguiera a Santander, encargando él que se avisara por telégrafo al armador de que no había podido entrar aquí; al otro, que manifestó no tener combustible más que para doce horas, se le mandó entrar. Parece que no había más que añadir, pero aún faltaba algo: el barco que seguía dijo desde el mar: «¡Adiós!» y le contestaron desde tierra «¡Feliz viaje!» ¡Cortesía llena de benevolencia y de humanidad!

Compárese todo esto a la hostilidad que hallaban los buques no hace muchos años en toda la costa extranjera; compárese la palabra de protección y de amor del semáforo al grito feroz del cruel ribereño que con impío gozo veía el peligro de las naves cuyos despojos codiciaba, cuyos náufragos inmolaría tal vez; compárese, y hecha la comparación, dígase si el hombre retrocede o avanza por las vías de la caridad y de la justicia.

Como este hecho no es ni puede ser aislado, sino que se enlaza con otro y otros muchísimos; como es la consecuencia de ideas y sentimientos que se generalizan, revela nobles impulsos, altas virtudes reconocidas en esos tiempos que se nos dicen mejores. Los nuestros tienen horas terribles; la tarea de vivir en ellos conforme a la ley de Dios parece a veces bien ruda; pero inútil para el progreso de la humanidad, como dan a entender los que la proclaman cada vez más perversa; no, mil veces no. No es una obra aislada la que lleva a cabo el sabio o el justo, y la perfección de un hombre contribuye a la del género humano.

Ese Código internacional de señales es una prueba bien clara de que la ley de caridad se desconoce un poco menos, y empezamos a amarnos los unos a los otros, como ordena el que por nuestro amor murió.

No tengamos la soberbia de una perfección que está muy lejos, y que absoluta es imposible a la condición humana; pero tampoco el humillado desaliento del que desespera de su enmienda. Hijos de la religión que ha hecho una virtud de la esperanza, del siglo que ha hecho una ley del progreso, unamos en nuestra mente estas dos ideas tan armónicas, como en nuestro corazón deben estarlo el amor de Dios y del prójimo. Llevemos al combate de la vida la enseña del bien posible, del progreso lento, pero seguro, y en las borrascas de nuestra época y de nuestro espíritu sepamos que hay timón, brújula, puerto; y si no lo podemos alcanzar, al perecer entre las olas dirijamos al mundo nuestra última despedida en una palabra amorosa, y a Dios la plegaria del mártir, y no el grito del impío.

Gijón 22 de Enero de 1877.




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Más incendios

Cuando no ha mucho llamábamos la atención sobre los estragos que causa el fuego, nos dolían, en especial cuando el daño recaía sobre gente pobre como la del destruido pueblo de Ureña, que, como temíamos, no ha recibido grandes pruebas de la ferviente caridad de sus compatriotas. Hoy tenemos que añadir a aquel desastre otros dos, acaecidos en poco tiempo en la provincia de Santander, en los pueblos de Arnedo y Viaña.

Ciertamente que un incendio es temible donde quiera; pero mucho más en pueblos pequeños, donde esta calamidad pesa hasta abrumarlos sobre los míseros moradores. En las ciudades, aunque imperfectos, hay medios de disputar a las llamas la presa en que parecen cebarse; pero en las aldeas avanzan sin obstáculo, hasta que no tienen más que devorar. En las ciudades, la casa está asegurada, y generalmente es de una persona rica; en las aldeas no hay seguros, y la casa es del pobre que la habita, cuya situación es más fácil de sentir que de expresar, cuando ve arder su morada, el albergue sin el cual no puede vivir, y que le es imposible levantar de nuevo. Pobre es, miserable; pero allí habían muerto sus padres, había nacido él, y vivía dichoso cuando tenía pan. Los pocos miles de reales con que podría repararla son para él lo mismo que muchos millones: tan imposible le es reunirlos. Y no obstante, él necesita albergue en aquel suelo: allí está la tierra que labra, el prado donde se apacienta su ganado, el monte de donde trae la leña. ¿Dónde irá con su familia, que, como él, no sabe más que labrar el campo y cuidar el ganado? Su pequeño capital, los aperos de labranza, si renuncia a ella está perdido; y no puede renunciar si ha de vivir, y no puede continuarla si no tiene donde guarecerse. ¡Qué alternativa! ¡Quién pudiera llegar al pueblo cubierto de cenizas y escombros, con el valor de una de esas joyas que llaman la atención en un baile, y enjugar todas aquellas lágrimas que corren sin consuelo, y decir a los que las vierten: no lloréis; dentro de pocos meses, la aldea quemada tendrá todas sus casas nuevas! ¡Quién pudiera volver a pasar por allí después de ver convertido el campo de desolación en lugar de ventura! ¡Sueños! ¡Sueños!

Vengamos a la realidad. La realidad es que los estragos del fuego no pueden repararse, cuando recaen sobre gente muy pobre, sino por uno de estos medios.

Los socorros mutuos.

Los socorros caritativos

Los socorros del Estado.

Los socorros que proporciona el Estado son realmente una especie de socorros mutuos obligatorios, puesto que de la contribución se saca el fondo de calamidades públicas. Se comprende que los socialistas aumentarán estos fondos hasta conseguir la cantidad suficiente para proveer al socorro de los arruinados por los incendios, inundaciones, terremotos, etc.; pero los que tienen más razonable concepto del Estado no pueden concederle estas atribuciones semiprovidenciales. De hecho, entre nosotros, el fondo de calamidades públicas, no sólo no las remedia ni las consuela, sino que en ocasiones parece que las insulta, enviando a un pueblo asolado una cantidad insignificante.

Los socorros de la caridad no son tampoco eficaces; aunque triste, es preciso decir que no será ella la qué reedifique las pobres aldeas incendiadas.

No quedan más que los socorros mutuos, que, generalizados, podían remediar completamente el daño. ¿Pero cómo generalizarlos entre gente pobre, ignorante, imprevisora y poco dada a innovaciones, y más si cuestan dinero, de que tanto escasea? Repetimos lo que decíamos en otra ocasión: era menester predicar la idea del socorro mutuo, tan cristiana y tan útil; formar una asociación para extenderla, asociación en alto grado benéfica; que no es menos meritorio enseñar verdades que dar dinero. Si hubiera algunas personas que reunieran sus esfuerzos con este objeto, podrían empezar a trabajar en una comarca, la que pareciera más a propósito, y si el resultado, como creemos, fuese satisfactorio, el pensamiento se extendería: la mayor dificultad está en empezar. En la provincia de Santander, los habitantes de las aldeas, impresionados por los desastres de Pedroso y Viaña, tal vez escuchasen lo que a sus intereses convenía, y pudiera darse principio allí al ingreso de los pobres en las asociaciones de socorros mutuos. Terminaremos este párrafo como otro de más arriba, diciendo: ¡Sueños! ¡Sueños! Cuando se medita sobre ciertas realidades, se comprende que todo lo que sea generoso y razonable ha de tener apariencias de sueño; un día no lo será, y aunque para entonces se habrá helado la mano que traza estas líneas, no deja de cumplir con un deber escribiéndolas.

No se puede escribir sobre incendios sin deplorar el abandono que hay en España respecto de los medios de apagarlos. Aquí, el Estado, sin ser social, y con sólo tener alguna idea de su misión, debía obligar a las poblaciones, según su importancia y peligro por la clase de industrias en ellas establecidas, a que tuvieran el material necesario, y el personal organizado convenientemente. Pero ¿cómo llevará esta mejora hasta los pueblos de poca importancia el Gobierno que permite que la capital de la nación no tenga un cuerpo de bomberos debidamente organizado, ni los aparatos de salvamento, bombas, etc., que se usan, por ejemplo, en Francia, adonde van tantas personas influyentes en la gestión de la cosa pública, y de donde vuelven sacando tan poca utilidad de haber ido? Hemos visto últimamente que el Ayuntamiento de Madrid había traído material a propósito para extinguir los incendios; celebraremos que así sea, que el personal se organice, y que haya otros medios de dar noticia del fuego que el semisalvaje de las campanas. Celebraremos que se establezca en Madrid un cuerpo de bomberos que pueda servir de modelo, y que sigan el ejemplo las provincias, sea espontáneamente, sea obligadas por quien puede y debe compelerlas a que con un desembolso relativamente pequeño eviten pérdidas tan grandes y, lo que es todavía de más importancia, desgracias personales.




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Dar la mano al caído

Muchas veces hemos pensado, y algunas dicho, el grande bien que se alcanza en ocasiones con un pequeño esfuerzo si se emplea en auxiliar el de otro, insuficiente por sí mismo, eficaz secundado por el más leve impulso cooperador. ¡Cuántos pobres caen en la miseria por no haber tenido una mano que los detuviese en la rápida pendiente, o no se levantan porque sus esfuerzos no hallan punto de apoyo! Por no proporcionarles el caritativo o inteligente que necesitan, la sociedad que los abandona como trabajadores, tiene al cabo que tenerlos por las calles como mendigos o como vagos, en el hospital como enfermos, y quién sabe si en el presidio como criminales. Hay muy pocas personas completamente inválidas, es decir, que no puedan hacer nada útil; y si inspirara la ociosidad el horror que merece, si se viera que en el orden moral es engendradora de vicio y en el material de miseria, y que, como decía aquel discretísimo oriental, cuando en un lugar cualquiera del imperio hay un hombre que no hace nada, en el otro extremo hay otro que no tiene qué comer, habría menos personas sin trabajo, sin pan y sin virtud.

En prueba de lo dicho, y como ejemplo digno de imitarse, referiremos un hecho público en esta localidad, donde es de todos conocido el Cojo del agua. Este es un asiduo trabajador que trabajando recibió un golpe terrible en una pierna, de resultas de lo cual quedó inválido para ningún trabajo que exija mucha fuerza, o, como se dice con una triste y gráfica expresión, quedó perdido. Parecía, en efecto, inevitable que se perdiera en la sima de la mendicidad, que traga en este país la dignidad y la honradez de muchos hombres y mujeres que podían y debían trabajar. Pero el cojo no había nacido para mendigo, y pensando en lo que podría hacer para vivir, no sabemos si solo o auxiliado por alguno a quien interesaba su infortunio y su laboriosidad, tuvo la idea de dedicarse a traer agua buena a este pueblo, donde hay poca y mala. Era preciso para esto un carro, una cuba y un caballito, es decir, un capital pequeño en absoluto, inmenso comparado a la miseria del pobre inválido La caridad proveyó: unas cuantas personas de buena voluntad, con un desembolso insignificante para cada una, dieron la cantidad necesaria para plantear la nueva industria. Las legumbres, que en esta villa estaban siempre duras, empezaron a comerse bien cocidas con el agua que el cojo traía de una fuente que dista una legua, y que también empezaron a usar para beber muchas personas bien acomodadas. La nueva industria prosperó, en términos que hoy el cojo es propietario de la casa que habita, ha hecho otra que alquila y vive con desahogo.

De este modo, una desgracia que parecía irreparable, no sólo se remedió, sino que ha servido de cimiento a una fortuna. ¡Cuántos caídos, como el Cojo del agua, se levantarían si hubiese quien les diera la mano!




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Interpretación de un sueño

Muchas cosas buenas quedan que decir de los sueños, porque se han dicho muchas vulgaridades y muchos disparates acerca de este fenómeno, que puede a un mismo tiempo recibir luz de la psicología y dársela.

En el que sueña, ¿qué parte del Yo vela y cuál duerme?

Si el espíritu no tiene órganos distintos para sus diferentes facultades, ¿cómo será ese desacuerdo que nota el que sueña, y sabe, por ejemplo, qué es y no dónde está, y quiere hablar o correr y no puede, y comete acciones indignas y hasta criminales en absoluta discordancia con su modo de ser moral, y sin poder perder completamente su Yo, le cambia, le trastorna, le extravía, le desfigura, en términos de dejarle a veces reducido a una abstracción absurda, incomprensible al entendimiento y afirmada, no obstante, por la conciencia?

Si todo lo que esencialmente constituye el Yo duerme o sueña a la vez, ¿por qué esas discordancias de los sueños y esa mezcla de razón y de absurdo, de ilusión y de realidad, como si una parte del espíritu dormido dejara a la que vela en desequilibrio, y faltando la armonía y regulador, resultasen todos esos movimientos desacordes?

¿En qué consisten los olvidos y los recuerdos parciales, como, por ejemplo, el ver a una persona querida tal como era, el sentir por ella todo el amor que inspiraba y el olvidar que ha muerto?

¿Por qué se percibe luz en la obscuridad; se oyen sonidos en el silencio, y se siente frío, y calor que no hace, y se ven objetos que no existen, supliendo los sentidos, mas, sintiendo contra su testimonio?

Si el Yo es persistente en lo que esencialmente lo constituye, ¿es responsable de lo que piensa, quiere y hace en sueños? ¿No, o sí? ¿Por qué sí y por qué no?

He aquí algunas de las muchas dudas que se ofrecen acerca de los sueños, más fáciles de presentar que de resolver. Ni voluntad ni fuerza tenemos para intentar su resolución, y las exponemos tan sólo porque, aunque indirecta y remotamente, algo contribuye a vencer un obstáculo el que hace algo para que se conozca en todo su poder.

La primera cosa que, en nuestro concepto, debía hacerse para estudiar los sueños, era conocer bien los detalles de un grande, grandísimo número de ellos, y las circunstancias de las personas que soñaban, cosa harto difícil, si no imposible; porque las externas pueden apreciarse, pero las internas, las más importantes no, ya porque las desconoce el mismo que las tiene, ya porque las oculta; así, desde el primer paso se ven las dificultades de la empresa.

Uno de los sueños que más nos han llamado la atención, y de cuya certeza y exactitud no nos cabe duda por haberle tenido una amiga nuestra, persona muy verídica e ilustrada, y a quien enviamos un recuerdo y el deseo de que halle alivio en su larga enfermedad; este sueño, decirnos, consistió en imaginar la que soñaba que se había convertido en peseta. En el bolsillo del chaleco de un caballero fue al teatro, y siendo (como era despierta) muy aficionada a las representaciones dramáticas, pugnaba y pugnaba dando saltos en el bolsillo por salirse de él para ver la comedia, lo cual no consiguió. Terminada, al salir el portador se le cayó del bolsillo en la escalera, donde pasó grandes apuros temiendo ser pisada.

Aquí admiran principalmente dos cosas: el trastorno tan completo de ideas para concebir y transformar la existencia en un poco de metal labrado, y lo persistente del Yo, al través de transformación tan extraña que debía aniquilarle, conservando sus gustos, como lo prueba el deseo de ver la fiesta y el instinto de conservación, o por lo menos el de huir del dolor, puesto que temía ser pisada. Repetimos que la psicología podía enseñar mucho en este fenómeno de los sueños y aprender no poco si se estudiara bien.

Otra señora soñó hace tiempo que se miraba al espejo, ataviada como lo estaba para el último baile a que había asistido, llena de encajes, de riquísimos tejidos de seda, de perlas, de piedras preciosas, complaciéndose en su hermosura y elegancia. Así estuvo un rato, alegre y satisfecha, hasta que detrás de su imagen oyó una voz que decía palabras y una mano que señalaba cosas que no recordaba cuáles eran, pero que debían de haber sido muy propias para impresionarla tristemente, porque, una vez despierta, estaba como pesarosa a consecuencia de aquellas cosas que en sueños había visto y oído. ¿Cuáles serían?

Alguno que la escuchaba quiso interpretar aquel sueño; afirmó que lo interpretaría bien, y que aquella voz cuyas palabras no recordaba había dicho:

«¡Mujer! Esos encajes, cuyo valor increíble supone un trabajo inmenso y malsano, son obras de manos primorosas y debilitadas por esta sedentaria labor, que tiene condiciones malas para la salud; peores son todavía las de la fabricación del dorado marco y sostenes del espejo en que te miras, cuyo azogue no se ha extraído de la mina sin que enferme el obrero Esas sedas que te cubren con sus ricos brocados y deslumbrantes colores, a causa de los fuertes derechos que pagan en las aduanas, introducidas de contrabando, costaron una lucha, en que fue vencido el contrabandista, que hoy está en presidio. Esas perlas, pescadas en el fondo del mar, cuestan la salud y abrevian la vida del pescador, que por cualquier incidente la pierde. Esos brillantes han tentado la codicia del débil, que hicieron delincuente; de la vanidad de la mujer honesta, que por ellos fue liviana, empeñando el honor del hombre que por comprarlos prevaricó. Si pudieran contar su historia, horrorizaría por su brillo y se compararían a las lágrimas de alegría lloradas por algún espíritu del infierno al contemplar satisfecha las almas que había condenado.

»Tú, mujer ligera e insensata, luces satisfecha trajes, guarniciones y joyas, dando pábulo a lo que debías sofocar, valor a lo que no debía tenerlo, y ejemplo de cómo se goza, sin remordimiento, de bienes que no pueden obtenerse sino causando muchos males. ¿Para qué se puso en pugna con la ley el contrabandista, enfermaron el que maneja el albayalde, el que extrae el azogue, el que pesca las perlas? ¿Para qué van esas piedras siendo tentación perenne de manos ávidas y conciencias poco firmes? Para que tú alimentes un miserable amor propio; para que, en vez de adornar tu alma, atavíes tu cuerpo, estableciendo, en lugar del culto de la virtud, la idolatría de la riqueza; para que aumentes la fiebre del lujo, las rivalidades desenfrenadas, las aberraciones deformes, y todo ese movimiento vertiginoso en que ciegamente se arrastran y se atropellan las cosas santas; para convertir una criatura que podía haber sido buena, elevada, inteligente, en una especie de maniquí que tiene cuerda para moverse solo, salirse del escaparate y recorrer salones arrastrando su cola y agitando su remate superior redondeado en forma de cabeza...»

»¡Escucha! Los grados de perversión no se marcan por la mucha perversidad de los malos, sino por la poca bondad de los buenos. ¿Adónde está la virtud de un pueblo cuando tú te consideras y eres considerada virtuosa? Piensas que no hay más orgías que las del cieno y la lujuria; entras sin reparo en las de la vanidad; en tu mano está la copa que se llena y se vacía incesantemente, bebiendo en cada trago lo que podía ser la felicidad de veinte familias desdichadas, sin que tu sed hidrópica se apague. Con rasos y terciopelos, y encajes y plumas, y oro y pedrería, has formado un muro impenetrable a los ayes de la miseria que causas. Es dolor pensar lo que podías haber sido, y ver que no eres más que una rueda de esa máquina infernal que fabrica culpas, errores, desastres y abastece de cuantos instrumentos han menester a todas las tiranías y a todas las rebeliones...

»Parece que escuchas y comprendes y te conmueves... Mañana, olvido y desdén para lo que has soñado. ¡Mira! Cuando duermas por última vez, ¿quién sabe si al despertar comprenderás la realidad de esto que ahora llamas un sueño




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Moral médica

Los amigos de los pobres los compadecen mucho cuando están enfermos, y enumeran tristemente los males con que la pobreza agrava la enfermedad.

La reducida vivienda lóbrega y sin ventilación o sin resguardo contra las corrientes del aire, y donde se siente el exceso del calor o del frío.

La mala cama, falta de ropas para el aseo y para el abrigo.

La falta de sosiego material con la de silencio, imposible en una casa de vecindad y en una habitación en que están apiñados su familia y otra u otras, cuyos niños no atienden, ni hay quien les haga entender cuánto mortifican al doliente

La intranquilidad del ánimo viéndose inhábil para el trabajo, único recurso para su familia.

La angustia, observando cómo pasan a la casa de empeño su reducido equipo y los objetos menos despreciados de su ajuar.

El poco agrado de los que le rodean, a quienes la miseria ha sujetado a una prueba mayor que su virtud.

La carencia de alimento que le apetece o le conviene, de la bebida que le sería grata, de la medicina que a su parecer le curaría, y que, en efecto, podría contribuir a su curación.

La dificultad de hallar médico.

Las alternativas de ruido insoportable y desconsoladora soledad en aquellas horas eternas que dan infinito precio a la compañía.

El breve sueño, interrumpido por el llanto de un hijo que llora de hambre...

¿Hay más desdichas para el enfermo pobre? ¿Puede haber más? Sí, es posible que haya más, hay más todavía. El médico que le asiste podrá ser hombre de ciencia y de conciencia, prudente y humano, para quien un enfermo, pobre o rico, es una cosa sagrada, porque representa la idea del deber: un médico que, si es joven, desconfíe mucho de sí, y aunque tenga larga práctica, no sea confiado, ni menos jactancioso: un médico que no llame experiencia a algunos hechos mal observados, que no se apresure a generalizar ni a sacar conclusiones erróneas de premisas inexactas: un médico que tenga muy presente el deber de todo hombre, de no hacer mal, que está antes que el de hacer bien: un médico que esté persuadido de que en medicina, como en todo, y acaso más que en nada, hacer bien es más difícil que hacer mal: un médico que en la duda se abstenga: un médico que no considere al enfermo pobre como ánima vili, donde haga sus experimentos; todo esto puede suceder, y sucederá muchas veces: nosotros hemos visto con frecuencia pobres asistidos con esmero, con circunspección, y probablemente salvados por la ciencia, dignamente representada por quien no la separa de la humanidad y de la justicia, ni se permite con los pobres atrevimientos y probaturas que no haría con los ricos. Pero también es posible que el pobre, además de las desdichas que hemos deplorado, tenga la de servir para los ensayos de algún joven doctor, como el que ha escrito y publicado las palabras siguientes.

La clientela pobre es el taller, el laboratorio donde verificamos nuestros experimentos; así es que introduje en el CRISOL ORGÁNICO la sustancia química que iba a analizar. Luego continúa relatando el ensayo hecho con un mendigo y su resultado satisfactorio. No es de nuestra competencia juzgar el punto científico, aunque el simple buen sentido tal vez podría oponer algún reparo a ciertos razonamientos; lo que nos incumbe es la cuestión moral y de humanidad, tan lastimadas en ese escrito que no hemos podido leer sin indignación y sin pena.

La Voz de la Caridad no puede faltar a ella con nadie; calla el nombre de quien tal hace y dice, y suprime calificaciones durísimas inspiradas por esas palabras crueles. Lo que no puede callar, porque no debe, son algunas consideraciones a favor de esos crisoles orgánicos, hijos del Padre celestial, hermanos nuestros, que tienen una alma como nosotros, una vida que por infeliz no deja de ser sagrada y acaso más necesaria y más útil que otras existencias brillantes a cubierto de atentados más o menos científicos. ¡Míseros enfermos pobres! Si pudiera ver con ojos enjutos y sin protestar que vuestro cuerpo doliente es considerado como taller y laboratorio, creería faltar a un amigo de toda la vida contemplando su desdicha con dura calma y silencio indigno.

El autor del escrito a que nos referimos ¿será el único que considere la clientela pobre como taller? ¿Será frecuente considerarla así? No creemos ni lo uno ni lo otro, sino que, por lo general, los médicos aplicarán la ciencia a los enfermos pobres como a los ricos, porque esta regla tendrá excepciones. ¿Cuántas? ¡Quién lo sabe! Hagámonos bien cargo de lo que es una excepción de éstas.

El abogado deja escrita su ignorancia en el pedimento, el arquitecto en la casa mal distribuida o que se desploma, el ingeniero en el puente que se cae, el sacerdote en el sermón que escandaliza o hace reír. Todas las profesiones más o menos dejan algún rastro, alguna responsabilidad, aunque sólo sea moral, algún medio de juzgar a los que las ejercen con poca ciencia o poca conciencia, menos la medicina, que, practicada en ciertas condiciones, cubre sus errores con la tierra de la fosa común. ¿Quién sigue al médico ignorante y atrevido a la casa del pobre, a la sala del hospital, donde ensaya sus combinaciones, atribuyendo a ellas la obra de la naturaleza que a pesar de ellas cura, encomiándolas cuando a su parecer salen bien, callando si tienen un resultado funesto?... La naturaleza está allí para reparar infinitos errores del médico, para ser responsable de ellos con aquella frase de la última enfermedad nadie la cura. Sin ser médico, y médico experimentado, será difícil imaginar el daño que puede hacer el ignorante atrevido, que es además presuntuoso, y no teniendo a cargo de conciencia hacer ensayos en la clientela pobre la convierte en laboratorio No hay nada allí que le pueda contener ni castigar. Ni asistentes asiduos y observadores, ni deudos que pidan junta, guarden las recetas, y con ellas en la mano sujeten al médico de cabecera a un tribunal competente que pueda condenarle y desprestigiarle. A la cabecera del pobre está solo, es dueño absoluto de calificar la enfermedad como le acomode, de tratarla como le parezca, sin que nadie lo pida cuenta por el mal que haga, ni le sospeche siquiera; y aun podrá suceder, lo cual es horriblemente repugnante, que muera agradecida la víctima de sus ensayos, el crisol orgánico, que tomó por interés de humanidad el interés que inspiraba científico o charlatanífico, según los casos, y perdónesenos la palabra, por no encontrar otra que exprese la idea.

¿Qué hacer? ¿Hay algún medio de poner los enfermos pobres a cubierto de ensayos tan arriesgados? Ninguno que evite el mal absolutamente, pero algunos podrían atenuarle.

Lo primero sería añadir a las asignaturas de la carrera de Medicina una de moral médica. Los hombres, por regla general, no son ni muy malos ni muy buenos, y hacen muchas veces mal, los mas acaso, por insustancialidad, por aturdimiento, por no saber lo que hacen. El profesor de moral médica tendría mucho y muy útil que decir, y entre otras cosas:

Que lo primero para ser buen médico, es ser hombre honrado.

Que lo segundo, es ser prudente.

Que su cargo es, entre otras cosas, un cargo de confianza, siendo un indigno abuso de la que le dispensa el enfermo convertirle en objeto de ensayos traicioneramente.

Que ningún médico debe permitirse estos ensayos por sí solo, sino consultar con otros, y sólo en casos que se juzguen desesperados, y después de tener junta, y consultar con el enfermo y su familia, atreverse a innovar en cosa de alguna importancia, etc, etc.

Ya sabemos que, a pesar de la clase de moral médica, habría algún médico que no la tuviese, y que hay muchos que no la necesitan; pero tampoco nos cabe duda que algo y ventajosamente podría influir en los jóvenes que empezasen la carrera de Medicina el que se les llamara con insistencia la atención sobre la moralidad del médico, tan indispensable, tan de continuo puesta a prueba, tan pocas veces meditada cual su importancia merece.

Hemos oído a médicos muy inteligentes y experimentados, y hemos observado también nosotros, que los jóvenes, si no son instruidos y circunspectos, tienen la peligrosa tentación a que algunos ceden de recetar mucho y hacer combinaciones, innovaciones y ensayos. Se comprende: la ignorancia es atrevida, la juventud jactanciosa y resuelta, y el médico novel está impaciente por hacerse notable o famoso, supliendo con alguna invención el tiempo que le parece tardo para su honra y para su provecho. Sería, pues, medida humanitaria no dar el servicio de ningún hospital, de casa de beneficencia, de socorro, ni, en fin, de clientela pobre, cuya existencia pagase el Estado, la provincia o el municipio, a ningún médico que no llevara diez años de práctica: aun así abusarían los imprudentes de poca conciencia, pero el taller no sería tan grande.

Las personas que visitan pobres también podrían protegerlos contra los médicos que los convierten en crisol orgánico, buscándoles alguno digno de confianza o teniendo un poco a raya la excesiva del ensayador, lo cual se conseguiría a veces con sólo hacer entender que había quien observaba, guardaba las recetas, podía pedir una consulta, etc., etc.

Ojalá que los que puedan hacer algo en este sentido por los enfermos pobres, quieran; nosotros hemos hecho lo que podíamos, que servirá para descargo de nuestra conciencia, más bien que para ponerlos a cubierto de un mal de mayor gravedad de lo que se imagina y menos conocido de lo que serlo debiera

Gijón 19 de Febrero de 1877.




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La Junta de Reforma penitenciaria

La Voz de la Caridad, que ha clamado constantemente por la reforma de nuestros presidios, vio con satisfacción el decreto de 31 de Enero de este año creando una Junta de Reforma penitenciaria, y la facultad dada al Ministro de la Gobernación «para abrir certámenes públicos, en los cuales serán premiadas las Memorias, opúsculos o estudios sobre reformas penitenciarias que sean presentados a concurso con arreglo a los programas que publique el Ministro». Consideramos de la mayor importancia esta medida, que coincide con lo propuesto por nosotros, porque en un país en que son tan pocas las personas que al estudio de esta materia se dedican, es necesario buscarlas o ir hasta el rincón donde, tal vez desalentados, deploran la ignorancia y la indiferencia general sobre cuestiones penitenciarias, y, o no escriben, o guardan lo escrito por el fundado temor de no encontrar lectores. Para utilizar los conocimientos del que los tenga y estimular a otros a adquirirlos, no hay mejor medio que los certámenes públicos, suponiendo, como suponemos, que los temas estén bien meditados y los fallos sean justos.

La mucha importancia del decreto que motiva este artículo nos mueve a hacer algunas indicaciones sugeridas por la observación de los hechos y el deseo de que se trabaje activamente en la reforma iniciada.

El primer reparo que nos ocurre se refiero a la constitución de la Junta de Reforma penitenciaria, compuesta de personas muy ocupadas, en general, y que han de trabajar gratuitamente. Ya se sabe lo que sucede en esta clase de Juntas, cuyos individuos roban a otras precisas ocupaciones o al descanso el rato que dedican a ellos, yendo sin la preparación necesaria las más veces. Se asiste poco, se asiste mal o no se asiste. El cargo retribuido es antes que el gratuito; el trabajo forzado suele cargar sobre pocos, que acaban por evadirse de él, tanto más, cuanto que aparece casi anónimo: para el público es obra de todos la que en realidad se ha desempeñado por pocos, tal vez por uno nada más. En general no son estas condiciones para que se trabaje mucho, ni para que se trabaje bien, aunque haya buena voluntad de trabajar.

Pruebas de lo que decimos las hallará cualquiera que de estas cosas tenga un poco de experiencia, y sin salir del asunto, puede verse lo que sucede en la Academia de Ciencias Morales y Políticas con las Memorias presentadas al certamen sobre Colonias penitenciarias en Ultramar. Año y medio próximamente hará que las tiene en su poder, y no sabemos que haya recaído resolución. Resulta muchas veces que se toman los jueces más tiempo para calificar una obra que se ha dado al autor para hacerla, lo cual, como se comprende, ni es muy razonable, ni muy propio para estimular la actividad de los pensadores. ¿A quién acusar? Más bien a la mala organización de las Corporaciones que a los individuos que las componen, sobrecargados de trabajo obligatorio, retribuido, y que, hágase y dígase, lo que se quiera, será siempre antes que el voluntario y gratuito. En rigor, nadie debería aceptar cargo alguno que no pudiera desempeñar bien; pero cuando hay tan pocas severidades para los que faltan a deberes sagrados, ¿cómo ser rígidos con negligencias que a veces tienen causas poderosas y que siempre tienen o pueden tener disculpa?

La Junta de Reforma penitenciaria, además, tiene que tratar cuestiones muy graves, muy difíciles, muy urgentes, y para cuya resolución encontrará obstáculos de todas clases. Pedirá antecedentes, no los hallará; datos, no se le proporcionarán, y hasta le será difícil, a veces, proporcionarse un plano o un libro que haya menester. Hallará las dificultades del asunto, que son grandes, y las propias de caminar por una vía nueva, porque en esta cuestión nunca se había entrado en España en el buen camino.

Por todas estas razones, y otras de menor importancia cada una de por sí, pero que reunidas no dejan de tenerla, creemos que la Junta de Reforma penitenciaria debería componerse de un corto número de personas bien retribuidas, y que no desempeñaran ningún otro cargo obligatorio y retribuido. Al nombrarlas deberían expresarse las pruebas de su competencia, porque pueden tenerla y que el público, poco versado en estas materias, lo ignore y atribuya a favoritismo lo que son merecimientos del saber: el prestigio de la Junta, que había de ser consecuencia del de sus vocales, influirá mucho en la cooperación moral, intelectual y hasta material que necesita la grande obra en que iba a poner mano.

Tampoco podemos estar conformes con que la misma Junta se ocupe del patrocinio de los penados cumplidos y de los niños abandonados. La división del trabajo no es menos necesaria en la ciencia social que en la industria, y sobre que la reforma penitenciaria exige toda la inteligencia y todo el trabajo que podrán darle los que a ella se dedican, son cuestiones de diferente índole las que suscitan, y cualidades diferentes los que necesitan en sus patronos, los licenciados cumplidos y los niños abandonados.

Si la Junta de Reforma penitenciaria halla las dificultades que son de prever en el desempeño de su difícil tarea, es de suponer y de desear que pida otra corporación para el patrocinio de los niños abandonados, porque la reforma de las prisiones de España basta a la actividad de cualquiera reunión de hombres, aunque no se dediquen a otra cosa y tengan profunda instrucción y elevada inteligencia.

Gijón 1.º de Marzo de 1877.




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Hospitales de niños

De algún tiempo a esta parte se habla algo de hospitales de niños, y aun diríamos mucho si hacemos la comparación con lo poco o nada que suele preocuparse la prensa y la opinión de las cuestiones de caridad.

Loable es el propósito de procurar a la infancia desamparada y enferma asilo y medios de curación; en Madrid es doblemente de alabar toda institución caritativa que tienda a disminuir el excesivo número de enfermos que hay en el Hospital General, siendo semejante acumulación una de las causas del estado poco satisfactorio de este establecimiento. Los hospitales pequeños está demostrado que aventajan mucho a los grandes, y la sala de niños en el General, siempre que la hemos visitado, nos ha producido doble pena, porque impresiona más el dolor cuando contrae frentes puras y la tristeza en la edad de la alegría.

Así, pues, cuando haya gran acumulación de enfermos adultos, sería conveniente el hospital de niños desamparados, o que por cualquiera circunstancia no puedan ser asistidos en sus casas: además de las ventajas del corto número de enfermos, habrá una que podría llamarse de la división del trabajo en la caridad, aprovechando la ocasión del que la hace. En efecto, hay aficiones y aptitudes varias para las obras caritativas como para todas, y siendo la infancia enferma y desvalida tan propia para inspirar interés, debe utilizarse en su provecho esta especial simpatía.

Pero, dejándonos llevar de impresiones del momento y ventajas aparentes, no hemos de olvidarnos de que, por regla general, la primera beneficencia, la más útil, es la domiciliaria, lo mismo para enfermos que para desvalidos de cualquiera clase que sean, y que sólo el que no puede absolutamente ser asistido en su casa, halla ventajas en el hospital. Auxiliemos al pobre enfermo cuanto nos sea dado, para que pueda ser asistido en su casa y que no salga de ella sino cuando sea imposible cuidarle allí. Sobre esto hemos hablado muchas veces, e insistimos siempre, esperando, con el padre Gratry, en el poder de la repetición, y ojalá que nuestra insistencia contribuya a disminuir la propensión que hay a enviar los enfermos pobres al hospital, propensión que, si en unos es dureza y egoísmo, en otros es falta de idea exacta de lo que es el hospital y el enfermo y hasta el hombre, y de que el más grosero tiene necesidades que no son materiales, únicas que tienen presentes al enviarle con tanta satisfacción al hospital, aun suponiendo que el hospital esté como no suelen en España. En esta cuestión, como en todas, el error de los buenos sirve de apoyo a la perversidad de los malos, y la dureza no se califica de tal y no se anatematiza. Hace algunas semanas leíamos en un periódico: «Ayer, al conducir en un coche a una enferma al hospital, quedó muerta en el tránsito.» Ni una palabra más de comentario. ¡Cuántos hizo nuestro corazón! ¿Cómo estaría cuando salió de la cama la infeliz, que murió a los pocos momentos? ¿Cómo sufriría? ¿Cómo juzgaría a los que, expirante, le negaban techo y un poco de reposo? Y ellos, ¿quiénes eran? ¿Sabían lo que hacían? ¿Sabían que es horrible arrojar de casa a un moribundo y turbar la paz de su agonía con la congoja física que causa el movimiento, con la impresión moral que debe producir proceder tan inhumano? ¿Han tenido remordimientos? ¿Esa traslación fue autorizada por algún facultativo? ¿Quién fue? ¿Cómo la dio? ¿Qué hizo la autoridad cuando tuvo conocimiento del hecho?

Preguntas que han quedado sin respuesta, que no la recibirían aunque hubieran tenido gran publicidad: cualquiera que fuese la contestación que pudiera dárseles, nosotros decimos: Por nada en el mundo quisiéramos que esa enferma que ha muerto camino del hospital hubiera salido de nuestra casa.

Si es preferible socorrer a domicilio, siempre que fuere posible, a los enfermos adultos, mucho más a los niños, a quienes pocos medicamentos pueden o deben administrárseles, sobre todo si son muy pequeños, y que mejor que en ninguna parte están en los brazos de su madre: auxilíese a ésta para que pueda dedicarse a su asistencia, y se habrá hecho por ellos cuanto se puede hacer: ella sola los ama entrañablemente, ella sola los consuela, con mucha frecuencia, ella sola los entiende.

Hay otra razón muy poderosa para no llevar al hospital sino a aquellos niños que absolutamente no puedan ser asistidos en sus casas. Para la mujer muy pobre, los hijos son una pesada carga, una verdadera cruz. Los ve enfermos y se aflige, se los llevan al hospital y llora; pero aquella noche duerme mejor; el cuerpo es bruto, y estaba necesitado de descansos. Al día siguiente puede atender a sus quehaceres, cuidar de su marido y de sus otros hijos, y en su situación angustiosa, aquel alivio material neutraliza la pena de no ver en casa al niño enfermo. Cuando vuelve, delicado aún o impertinente, es un cuidado más, una obligación de que la madre se había visto relevada. La mejoría del niño asistido en casa le producía un alivio: asistido en el hospital, le trae un peso, y se había acostumbrado a no llevarle; la caridad ha cometido una imprudencia y hecho tal un gran mal.

¡Cómo! se dirá, ¿el hijo puede en ningún caso pesar a la madre? ¿No ha de estar loca de alegría al recibirlo de nuevo en casa, sano y salvo, él que había estado en peligro de muerte, o que al menos así se lo parecía? Si esta mujer echa de menos el descanso que tenía cuando él estaba en el hospital, es una fiera. ¡Ah! No. Es una mujer muy pobre, y nadie, absolutamente nadie, tiene derecho a acusarla hasta haber pasado algunos años, o siquiera uno, en la situación en que ella consume los mejores de su vida: las madres que se creen superiores a ella, no habiendo hecho por sus hijos la milésima parte de los sacrificios que hizo la infeliz mujer, procuren socorrerla en vez de acusarla.

Este socorro que no sea llevando al hospital el niño enfermo, sino dándole en su casa medios de cuidarle, procurándole médico y medicina si las necesita, ropa limpia, y retribuyendo a alguna persona para que ayude a la madre, de modo que no le falte el preciso descanso. Mejor que hospitales para niños, serían asociaciones para auxiliarlos a domicilio; el bien material sería mayor, el moral incomparablemente más, y, sobre todo, se evitaba el peligro de hacer mal, que es el primero y más imperioso de los deberes

Gijón 22 de Marzo de 1877.




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A una suscriptora

He recibido, señora desconocida, su nota anónima, y nada tengo que dispensar por el contenido, ni menos porque oculte su nombre ¿Qué importan, después de todo, ni qué significan seis, diez o catorce letras combinadas de éste o el otro modo, ni por qué nombrar hemos de hacerlo equivalente a conocer, ni a qué dar importancia a este conocimiento que puede pecar de engañoso, si no es completo, y si lo fuere de desengañado? Quédese usted con el secreto de su nombre y con todos los demás que quiera guardar; que a cada cual le basta y le sobra con los suyos, y correspondamos por las ideas y los sentimientos, si en ellos hubiere correspondencia, que si no la hay, todas las otras valen menos que nada.

Dicho esto, paso a darle las gracias por la que me hace pidiéndome consejo, y suponiéndome capaz de darle acertado. Diré a usted lo que entiendo ser verdad, y si no lo fuere, el que es fuente de ella y sabe cuánto la amo, me lo perdone, y la haga llegar a usted por más directo camino.

Veo que es usted francesa por su marido, y española por sus padres y por sí, lo cual convengo en que puede tener ciertos inconvenientes; pero usted habrá de convenir conmigo en que también puede traer algunas ventajas.

Primeramente, siendo usted una persona discreta y digna, como me lo hace esperar el contenido de su nota, y esforzándose para serlo más cada vez, cuando vaya a la nación vecina contribuirá a que no se forme tan mala idea de la nuestra, que sin alarde de patriotismo honra a la patria cualquiera de sus hijos que practica la virtud; pueda citarse la de usted por modelo, y hacer en tierra extraña honor a la nuestra.

Que sus hijos de usted tengan dos patrias para huir lo malo que haya en ellas, para apropiarse lo bueno de cada una, y para compadecer a los desdichados de entrambas, como veo que usted lo hace por el contenido de su nota y asunto de su consulta.

Mucha simpatía me inspira la que usted siente por los pobres obreros de Lyon, que compadezco en el alma; pero que la de usted no añada, a la realidad de esta gran desdicha, la imaginaria circunstancia de que su mal es nunca visto; que los de la humanidad son cada vez mayores, o insolubles y nuevos los problemas económicos de las clases que viven al día, no pueden vivir sin trabajar, y con frecuencia no hallan trabajo.

Limitándonos al asunto de su pregunta y esta respuesta, los padres de esos obreros que hoy sufren en ociosidad forzosa, sufrieron también hace años, cuando usted probablemente no había nacido, porque me figuro que es joven. Tomaron consejo de la ira, se armaron rebeldes, escribieron en su bandera vivir trabajando, o morir peleando, y muchos murieron, sin que la facilidad y las condiciones de trabajo mejorasen para los supervivientes. Al grito rebelde respondió la artillería; a su cólera, el temor que hace crueles, la victoria que hace soberbios, y muchas simpatías que hubieran inspirado los desgraciados, se enajenaron los vencidos. Hoy, ese ejército de trabajadores sin trabajo no ha alzado un grito de guerra, sino de dolor; grito que halla prolongados ecos de compasión en toda la Francia, que acude al socorro de sus hijos atribulados. No es esto decir que las cosas están bien, no, señora; yo paso la vida en pensar y en decir que están mal; pero han estado peor, y es bueno recordarlo para no desalentarse viéndolas tan próximas.

En cuanto a la duda de usted de si entrar o no en esa sociedad de señoras que se comprometen a no gastar más que vestidos de seda para que haya mucho consumo y no falte trabajo a los obreros de Lyon, no vacilo en responder negativamente, y en asegurarla que es un modo de aumentar el daño a que se busca remedio. Imagínese usted una presa que contiene una corriente impetuosa y una inundación el día que se rompa, día que tiene que llegar, siendo insuficiente su resistencia. El trabajo, la industria, el comercio tienen también sus leyes, aunque se desconozcan, y sus corrientes, que se represan, pero no se agotan.

Todavía esta comparación no da idea de cuán absurda es la de conjurar una crisis industrial acreciendo el poder de las causas que la han producido, y de remediar los males que produce el lujo aumentándole. Porque el verdadero autor de la forzosa huelga de Lyon, y de otras muchas, es el lujo, la moda, los caprichos y variaciones sin cuento y la veleidad increíble de millones de consumidores, que, en vista de un figurín, rechazan un producto, arruinando a los que lo producían, o le demandan con empeño, enriqueciendo al productor. El lujo y la moda, combinados, son los principales causantes de esas terribles oscilaciones industriales; son los que dan actividad efímera a producciones muy demandadas hoy, mañana sin salida, y que llaman a los talleres miles de obreros para dejarlos poco después en la calle

Observe usted, señora, que muy rara vez hay crisis en las industrias que satisfacen necesidades verdaderas, o que siquiera son útiles, en el racional sentido de la palabra. La causa es fácil de ver. Lo necesario o lo útil para la comida, el vestido y ajuar de casa, se compra mientras se puede. Cuando las cosas van mal y hay que cercenar los gastos, se van suprimiendo los innecesarios, los de lujo, y las oscilaciones económicas producen las industriales. Cuando aún no le falta que trabajar al panadero y al zapatero, carece de trabajo el diamantista, y se venden telas baratas cuando ya no hay despacho de terciopelos. Si coincide con la escasez general que suprime parte de lo superfluo, con la moda que varía sus formas, hay de seguro numerosas crisis industriales, y miles de operarios en forzada ociosidad y situación angustiosa.

Mi parecer es, pues, que lejos de comprometerse a no gastar más que vestidos de seda, economice usted los que tenga, y no compre otros, inculcando a sus hijas, si las tiene, a sus amigas, la idea de que el lujo desenfrenado de las mujeres contribuye a que carezcan de trabajo y tengan hambre los obreros. Que envíe usted como limosna a los de Lyon lo que había de gastar en vestidos de seda, y que si forma parte de una sociedad caritativa para socorrerlos, se esfuerce a procurar que los más dispuestos por sus pocos años o su actitud a variar de oficio, dejen el que satisface los caprichos del lujo y se dediquen a producir objetos de verdadera utilidad. Aumentar el consumo de éstos, disminuir el de las cosas innecesarias o poco útiles, tal es el objeto que debería proponerse esa sociedad caritativa si quiere favorecer a los obreros de Lyon, y con su buen ejemplo a los de todo el mundo.

He contestado, señora, a su pregunta, y quedo su servidora y amiga, porque lo soy de todo el que lo es de la justicia, como usted lo parece.

Gijón 8 de Abril de 1887.




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Carta de un aficionado a toros a los redactores de «La Voz de la Caridad»

Muy señores míos: Como veo que no sólo se ocupan ustedes de asuntos de caridad, si que también tratan con frecuencia cuestiones morales, voy a comunicarles algunas dudas y escrúpulos que me ocurren con motivo de una reciente desgracia.

Yo, señores redactores, soy aficionado a toros y asistente asiduo a las corridas. Mi padre era fanático por esta diversión y me llevó a ella desde niño. Cuando me casé, mi mujer, a instancias mías y por acompañarme, empezó a concurrir a la plaza, primero con repugnancia y después con gusto; lo mismo acontece a dos de mis tres hijas, porque la mayor no ha sido posible que se acostumbre; tanta es la repulsión que le inspira este espectáculo. Viendo que ante él cerraba los ojos horrorizada, y sin ver apenas lo que pasaba allí, solamente por lo que se oía, estaba desencajada y nerviosa, no sólo aquel día, sino aquella semana, resolvimos dejarla en casa contra nuestro gusto y nuestra costumbre, porque la tenemos de ir en familia a paseos y diversiones, siendo siempre comunes entre nosotros los placeres, las alegrías y las penas. Las de un pobre contribuye a consolar mi hija con el valor del billete de los toros, que le doy para que de él disponga.

Concurrentes, como digo, a la plaza, siempre que por ocupación o enfermedad de alguno no dejábamos de ir todos, esto nos sucedió con tan buena fortuna, que tuvimos la de no presenciar ningún desastre. Así había sucedido hasta la tarde del 15 de Abril..., Todavía veo, y se me figura que le voy a estar viendo mientras viva, aquel hombre volteado en el aire por la fiera, arrojado al suelo después, y que se levanta y vuelve a caer exánime. Estaba cerca, y pude saborear todo el horror de aquel espectáculo, y ver aquel rostro donde estaban pintados el sufrimiento y la muerte. No he visto nunca heridos graves; pero creo que aun los que tienen costumbre de verlos se habrán estremecido al ver al lidiador indefenso a merced de la fiera que escarbaba en su cuerpo ensangrentado. No recuerdo muy bien lo que pasó por mi en tal momento; sólo sé que me vi fuera de la plaza con mi familia, y después de haberme informado de la gravedad de las heridas del pobre Salvador, y sabido que era mucha, nos alejamos. Mi mujer y mis hijas, muy afectadas, tomaron un coche y se fueron a casa; yo preferí el aire libre y me encaminé al Retiro.

Durante mi paseo, la imagen de aquel lidiador vencido por la fiera, de aquel hombre desfigurado, caído, exánime, fue como un aguijón que despertó mi conciencia aletargada; me ocurrieron ideas que nunca habían cruzado por mi mente, dudas que nunca había tenido, y sentí algo semejante a un remordimiento.

Antes de retirarme quise saber del herido, volví a la plaza de toros, y vi la gente que salía... la función había continuado...; esto me impresionó de otro modo, pero no menos que la cogida. Cuando llegué a casa, mi Carolina me miró en silencio de una manera particular; sus grandes ojos con expresión de tristeza se abrieron desmesuradamente, como si quisieran devorar una lágrima que al fin rodó por su mejilla. La enjugué con mis labios, y sin darme cuenta de por qué lo decía, dije: -No llores, hija mía; ese hombre no morirá y yo no volveré a los toros.

He dormido poco y con un sueño agitado por pesadillas, en que veía toros furiosos volteando por el aire hombres ensangrentados que daban ayes lastimeros. Cuando despertaba, después de la satisfacción de ser esto un sueño, venía la tristeza de que había en él alguna realidad, y aquellas ideas y dudas de por la tarde se acentuaban más en el silencio de la noche.

Mi padre era un hombre honrado y bueno; iba a los toros y me llevaba.

A los toros van gobernantes y gobernados, pueblo y autoridades, plebe y aristocracia, hombres y mujeres.

Caen monarquías y se levantan repúblicas, y se van, y vienen restauraciones, y los gobiernos de tendencias encontradas se encuentran en la conformidad de no perseguir ni directa, ni indirectamente las corridas de toros.

Los extranjeros escriben que es una barbaridad esta lucha con las fieras, y asisten a ella, y su admiración al verla nos causa orgullo.

Nuestra ilustración aumenta, y también el número de plazas de toros y la ganancia de los toreros.

Ni los periódicos avanzados en nombre del progreso, ni los religiosos en nombre de la religión, hacen guerra sin tregua a las corridas de toros; antes dan cuenta de ellas, y a veces de modo que aun a mí, que soy aficionado, me choca y me repugna.

Este mal, si lo fuera, ¿habían de hacerle todos, e ir en aumento cuando dicen que progresamos hacia el bien? No puede ser, no es posible que sea realmente mala una cosa tan generalmente practicada y aplaudida; pero la impresión que me causó aquel hombre en el aire, la gente que siguió divirtiéndose después de verle por tierra, y aquella lágrima de mi hija más querida, que parecía llorar a un tiempo una desgracia y una culpa...

Estoy perplejo, señores redactores, y medio desahogo, medio consulta, comunico a ustedes las dudas de mi entendimiento y el malestar de mi corazón. Es posible que una noche de buen sueño le calme; pero entretanto, siente malestar y se lo dice un antiguo suscriptor y aficionado,

G. H.

CONTESTACIÓN

Muy señor nuestro: Su carta nos ha causado más satisfacción que sorpresa, por ser común vivir en una especie de aturdimiento moral en que la razón, como una luz que no se enciende o no se acerca a los objetos que debe iluminar, deja a obscuras y se anda como a tientas por los más graves asuntos de la vida. Se hace bien por inclinación, mal por ignorancia, y entrambos se confunden muchas veces en el proceder de personas que no los han analizado. El hombre, de activo que es por esencia, se hace cuanto puede pasivo, y en vez de dirigir la vida, parece que es dirigido por ella, dejándose llevar y recibiendo impulsos de las personas y de los sucesos que le rodean. No hay principios fijos ni reglas seguras, y aparte de algunas enormidades repugnantes en alto grado al sentido moral, las circunstancias deciden de que hagan o no cosas malas realmente personas que en el fondo no lo son. Y lo peor es que, cuando se hace por mucho tiempo una cosa mala, hay una tendencia casi irresistible a mirarla como buena, ya por el esfuerzo que se necesita para variar de proceder, ya porque la voluntad torcida es diestra para el sofisma y poderosa para la fascinación.

Por eso vemos en su carta de usted una prueba de su buena condición, que se necesita tenerla excelente para que la práctica del mal no obscurezca la noción del bien. Aunque se sonríen los aficionados a los toros y a otras cosas que no son buenas, el asistir a esas sangrientas luchas es una acción mala, que agrava en usted la circunstancia de llevar a su mujer y a sus hijas. Esta falta en persona de sus dotes es consecuencia de vivir por rutina, y prueba la necesidad de considerar las acciones, todas las acciones, por lo que son y no por lo que parecen, juzgándolas con la razón y la conciencia y no con el aplauso y vituperio de que puedan ser objeto. Usted mismo, que de seguro se abstiene de muchas acciones practicadas y aplaudidas, ¿por qué no las juzga todas? ¿Cómo la práctica y la aprobación de gentes que pueden ir erradas ha de servir de regla para no equivocarse?

No sabemos la opinión de la mayoría de los españoles respecto a toros, y lo probable es que en esto, como en otras cosas, no la tengan. Aun prescindiendo de la opinión, que es un parecer razonado, y limitándonos al voto, no es seguro que el de los más sea favorable al espectáculo sangriento; en todo caso, como no hemos de guiarnos por los más, sino por los mejores, resulta que si todas las autoridades y la aristocracia y el pueblo hacen una cosa mala, no será buena por la unanimidad con que se haya hecho, y que una persona puede tener razón contra todo el género humano. Usted no la ha tenido para seguir el ejemplo de su padre y la corriente del vulgo: hablamos del vulgo moral, que no deja de serlo por andar bien vestido y en coche.

Prescindiremos, al hablar contra las corridas de toros, de muchas razones que, aun siendo importantes, parecen de menos cuantía comparadas con las de moral y humanidad de que brevemente vamos a ocuparnos.

El hombre, Sr. D. G. H., es una criatura que siente y conoce. Cuando el conocimiento se obscurece y el sentimiento se embota, el hombre se extravía y se endurece, haciéndose insensato y perverso en igual proporción: si ésta es mucha, produce la demencia y el crimen; si es menos, da por resultado el absurdo, el despropósito, el error, la equivocación por una parte, y por la otra la falta en sus infinitos grados. Si probamos que en la función de toros hay absurdo y crueldad, quedará probado que su tendencia es destructora de lo que debe conservar el hombre, de lo que le constituye verdaderamente tal.

Empecemos por notar, Sr. D. G. H., porque es notable, que en las corridas de toros el uso de la razón está en proporción inversa de ella; es decir, que los brutos son más razonables que los hombres, y que éstos van siéndolo menos a medida que tienen medios y deber de serlo más

El toro, hermoso animal que de manso y útil se ha convertido artificialmente en destructor y fiero, no lo es tanto que no quiera huir al verse cercado y que acometa si no le obligan. Él obra en razón. Presiente un peligro, y quiere evitarlo alejándose. Lo pinchan, y cornea; le acometen, se defiende; le hieren, procura herir; le torturan, y se enfurece: nada hay en esto que no sea natural y equitativo: se halla en el caso de legítima defensa contra agresor injusto, y aunque parezca ridículo, es grave que lo más razonable que hay en la Plaza de Toros sea el toro.

Los lidiadores lo son mucho menos. No hay razón, ni conciencia, ni dignidad, para que exponga un hombre su vida por dinero y para diversión de otros, que, según su capricho, le aplauden o le escarnecen: esto es inmoral, absurdo, bajo, siendo además cruel martirizar a pobres animales que ningún daño le hacen. El torero está en un error y comete una gran falta, pero con circunstancias atenuantes. Es un hombre sin instrucción y mal educado, y le tientan poderosamente. Él, un quídam, pobre y obscuro, tal vez no tiene qué comer y va andrajoso. Si aprende a poner bien una pica, o una banderilla, o clavar un estoque, según ciertas reglas, se convierte en personaje rico, importante, aplaudido. Los grandes buscan su trato, le invitan a su mesa y asisten a la suya; la multitud le admira; trabajando un día cada semana, tiene los otros para saborear su importancia y pasear su ociosidad. Rico y considerado, lleva en el bolsillo el reloj que le regaló tal encumbrada dama, en el dedo el anillo de tal magnate. Si está enfermo, es un acontecimiento grave; si herido, no caben en su casa las gentes de calidad que acuden a ella. ¡Qué cambio tan maravilloso en su existencia! ¡Qué hermoso sueño realizado! ¡Qué tentación tan fascinadora! ¿No hay que disculpar al pilluelo o al chulo que cae en ella?

Después del toro, lo menos irracional que hay en la Plaza es el torero.

Los espectadores están en la jerarquía de la razón en orden inverso de la que tiene en la sociedad. Los pobres ni pagan, ni se ocupan tanto de toros como la gente distinguida, que es la que firma en la lista cuando el torero está enfermo, y la que le trata, obsequia y regala cuando está sano. El funcionario público que preside y autoriza todo aquel sangriento desatino, y a quien se insulta y escarnece, es con razón silbado, porque habiendo recibido poderes para contribuir al bien, los emplea en cooperar poderosamente al mal de la manera más eficaz y repugnante Así, pues, lo más razonable que hay en la plaza es el toro; lo más absurdo, el presidente.

Confundiéndose los efectos de diversas causas en ocasiones, y siendo simultánea su acción, aunque no idéntica, el error del entendimiento y la dureza del corazón se influyen mutuamente y se entrecruzan de tal manera en la Plaza de Toros, que en igual medida e inseparables parecen allí lo absurdo y lo cruel.

La aristocracia y gente culta se pone a nivel de la plebe más soez o ignorante Los mismos gustos, la misma grosería de maneras y lenguaje, su misma dureza. Si a la puerta del infierno escribió el Dante:

Dejad toda esperanza los que entráis,



en la Plaza de Toros puede escribirse:

Dejad la humanidad los que aquí entráis.



Y la dejan. Fuera podrá haber distinción de personas, y haberlas más o menos cultas, inteligentes y compasivas; dentro no hay más que chusma cruel. ¿No quieren todos que haya muchos caballos muertos, muchas tripas colgando, mucha horrible tortura de aquellos nobles y útiles animales, servidores del hombre, que, en pago de que le auxiliaron toda la vida, les da por diversión una horrible muerte? ¿No llaman todos bueno al toro que hace más daño, mejor cuantos más dolores causa y pone en mayor peligro la vida de los lidiadores? ¿No denuestan todos a la autoridad si falta a algunas de las ridículas reglas con que pretenden ordenar materialmente aquel caos moral? ¿No pagan todos muy caro este espectáculo, para que a fuerza de arte se haga de un rumiante un animal feroz; para que un empresario trafique con dolores y sangre, y con la muerte de brutos y de hombres, que se ponen por debajo de ellos; para que un torero gane en tres horas lo que no gana en un año un trabajador inteligente, estudioso y asiduo? ¿No se irritan y apostrofan todos al lidiador que clava un hierro un poco más abajo y o más arriba, ellos que no sienten indignación ante los malvados que desgarran las entrañas de la patria? ¿No aplauden todos frenéticamente la habilidad de un diestro, ellos que no tienen entusiasmo para nada noble y elevado, y ven con indiferencia el arte, la ciencia y la virtud? ¿No quieren todos que expongan la vida los hombres para diversión suya y que la arriesguen más para divertirlos mejor? ¿No piden todos perros y fuego para un excelente animal, porque es de tan buena condición que ni aun acosado y herido se defiende y hiere? ¿No azuzan todos a los lidiadores con aplausos y con silbidos, con encomios y con dicterios, excitando su mala vergüenza y su mala honra, y tocando todos los resortes de su extraviado amor propio, para que no huya del peligro, para que lo busque, para que perezca en él? Todos... ¡qué horror! cuando un hombre por divertirlos cae herido gravemente, o muerto, ¿no continúan la diversión mientras sufre y agoniza, sin remordimiento, ni pena, ni lástima por el mal causado, ni temor de que se repita?

¡Ah! En la Plaza de Toros hay una fiera, sí, pero no es el toro, sino el público. Esta es la grande y repugnante fiera, cruel e insensata, y como fotografiada en los carteles en que se dice ¡que en caso de inutilizarse los cinco picadores NO TIENEN DERECHO A PEDIR QUE SALGAN MÁS! Todo el que no tenga la conciencia torcida, se horrorizará de este derecho y de quien es capaz de hacer uso de él.

En las corridas de toros, como usted ve, señor D. G. H., hay absurdo y crueldad; de modo que, extraviando las ideas y embotando los buenos sentimientos, contribuyen a disminuir en el hombre las dotes que le constituyen tal, la facultad de conocer y de sentir. Allí dentro, sépanlo o no, son todos insensatos y crueles, y el familiarizarse con el absurdo y el dolor, combinándolos para diversión, habrá usted de convenir en que no es seguro camino para llegar a ser razonable y bueno.

Cuando muere un hombre en la plaza, no es el toro quien le mata, como el autor de un asesinato no es el puñal, sino la voluntad del que le maneja. El toro va allí porque le llevan; le acometen, y se defiende; le hieren, y quiere herir, siendo un instrumento nada más en manos del público, verdadero autor de la matanza y de la carnicería, que busca y aplaude. Usted que vio al infeliz cuyo cuerpo desgarraba el asta ensangrentada, era no sólo cómplice, sino autor del daño, puesto que autor de un delito es aquel sin cuya cooperación no puede cometerse, y no habiendo espectadores que le pagasen, no habría el espectáculo que condenamos. Y no vale decir que la responsabilidad es una pequeña parte alícuota proporcional que disminuye según aumenta el número de personas que la contraen, porque ni la culpa es cosa material aunque tenga consecuencias físicas, ni la conciencia es un bolsillo, ni la sociedad una compañía mercantil, ni la aritmética se puede aplicar a los deberes como a la cuenta del sastre. Si se reunieran diez mil hombres, o diez millones para asesinar a uno solo, serían diez mil, diez millones de asesinos, responsables de su muerte, y lejos de tener una diezmillonésima parte de culpa, ésta sería aún más grave por la circunstancia de ser tantos contra uno. El hombre moral está en la voluntad, que según es buena o mala tiene mérito o culpa, sin que el uno o la otra se disminuya por muchos que sean los partícipes, según leyes que no son las de la materia, pero que no por eso dejan de ser leyes.

Así, pues, de que sean muchos en la bárbara función no resulta que cada uno no responda del mal que en ella se hace, y que no fuera usted mismo el que puso en las astas del toro a ese lidiador cuya desgracia lo ha impresionado tanto. Cierto que no era la voluntad de usted el que esto le sucediera, pero sí que se pusiera en peligro de que pudiera sucederle, lo cual, si no es absolutamente lo mismo, tampoco es diferente del todo.

Hablamos a usted sin rodeos, Sr. D. G. H., en prueba de que lo apreciamos, que pocas pruebas mayores de aprecio pueden darse que decir la verdad cuando es dura. Por lo demás, no creemos que sean de otra especie, ni naturalmente opuestos los que van a los toros y los que condenamos que vayan, ni que esta diversión brutal, que se consiente en España, no pueda tener aficionados más que entre españoles. Para creerlo así, además de que a los toros asisten muchos extranjeros, y personas buenas, como usted lo parece, nos fundamos en la observación de la naturaleza humana.

La lucha tiene un atractivo poderoso para el hombre, en quien hay algo de ángel y algo de fiera, y con esto, el poder del hábito para embotar la sensibilidad, y con recordar lo que se ha dicho, de que las colectividades son siempre mejores o peores que los individuos que las componen, se explican las corridas de toros, donde se buscan las impresiones de la lucha habituándose a sus horrores, y donde los que la presencian, poniéndose en comunicación por la fase mala, por los instintos de fiera, los multiplican, y se hacen peores y son crueles. Cualquiera de los que condenamos esta diversión hubiéramos podido aficionarnos a ella; todos los que asisten pueden comprender que hacen mal y deben abstenerse de hacerlo, porque el objeto de la sociedad es perfeccionar al hombre conteniendo sus malas inclinaciones y auxiliando las buenas, que es precisamente lo contrario de lo que se hace en esa lucha sangrienta, y por eso es tan absurdo que la ley la autorice y la autoridad la presida.

No vuelva usted a ella, Sr. D. G. H., usted que parece persona de buen corazón y de buen entendimiento, y al peso de las razones añada el recuerdo de aquel hombre herido, del público que continuó divirtiéndose en ver cómo otros se exponían a sufrir igual suerte, y de aquella lágrima bendita de su excelente hija. También tienen hijos, y esposas y madres esos hombres que mueren por que los otros se diviertan.

Esto es lo que se nos alcanza respecto a sus impresiones y a sus dudas, y se lo comunicamos con la expresión de nuestro afecto.




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La limosna de la cortesía

No hay individuo alguno, entre los que se precian de tener nada más que una mediana educación, que deje de considerarse obligado a tributar a sus semejantes aquellas muestras de respeto que estimamos exigidas por la cortesía, ni que a su vez deje de atribuirse el derecho de que los demás se las otorguen a él. No cabe en este punto transacción, ni excusa, ni disculpa; no es ésta de aquellas cosas que dependan de las circunstancias, ni uno de esos favores que es lícito negar; como que la razón en que se funda es permanente y universal: el respeto debido a la dignidad humana, y el cumplimiento de este deber, siempre posible, y hasta fácil, puesto que basta la buena voluntad.

Ahora bien; nada más frecuente que el olvido de esta obligación respecto de los pobres y necesitados, a quienes muy a menudo contestamos con el silencio cuando nos piden pan para sus hijos, negándoles aquello que cuidamos bien tributar a los demás y de exigir por nuestra parte. Y, sin embargo, debía suceder todo lo contrario. Esos desventurados, porque lo son, necesitan en primer término, no ya el respeto a que sólo por ser hombres tienen derecho, si que lo que antes que nada busca el que padece: la simpatía para sus dolores de parte de los demás. Piénsese en la diferente impresión que en el espíritu del pobre deja el que se contenta con penetrar en su triste vivienda y ponerle en la mano una moneda, y el que a la par le escucha, le consuela, la anima. En aquel caso, el cuerpo es el socorrido; en éste, lo es también el alma; en el uno, el favorecido se une al favorecedor por un vínculo que se relaja, se afloja y se extingue a veces al mismo tiempo que la necesidad se satisface; en el otro, queda siempre vivo en el espíritu el recuerdo del consejo recibido y de la simpatía merecida

¿Por qué, cuando el mendigo nos pide limosna en la calle, hemos de negarle una respuesta? Si no es necesitado y trata de engañarnos, ¿qué perdemos en ser corteses con él? Si lo es realmente, ¿por qué no hemos de pensar en la amargura, que por lo repetida puede convertirse en odio y malquerencia, que va a despertar en su alma nuestro desvío, nuestra mala crianza? ¡Qué ligeramente juzgamos a los pobres! Porque son incultos, y con frecuencia groseros, se nos figura que, como no sea recibir una moneda, lo demás poco les importa. ¡Qué error! En su espíritu pueden estar ciertas energías y sentimientos adormecidos, pero no muertos. Por esto, mientras pasamos a su lado hablando o distraídos, sin que su ruego interrumpa nuestra conversación ni nuestros pensamientos, él, allá en el fondo de su alma, se hace muchas de esas mismas preguntas que los sabios y los hartos se hacen cuando desgracias de otro género amargan su existencia. Han oído hablar del amor y de la caridad como lazos divinos que deben unir a todos los hombres, y por eso dicen: hermano, una limosna por el amor de Dios; y luego se encuentran con que no obtienen ni una mirada compasiva, ni una palabra de excusa, ni una frase de simpatía. Y, sin embargo, esto es lo menos que podemos darles.

Puede muy bien faltarnos más o menos tiempo para ir a su casa y dedicarle unos momentos, dinero para socorrerle en sus necesidades, ciencia o arte para aconsejarle y encaminarle; pero ¿qué tiempo se necesita, ni qué sacrificio cuesta, ni qué arte o ciencia es menester para volver el rostro y decir a un desgraciado con una mirada y con dos o tres palabras, que sentimos su pena y que nos duele no poder socorrerla?

¡Ah, qué estrecho y mezquino sentido damos a la caridad! Muchos la simbolizarían en una moneda. Es verdad que el mal, en el orden de la riqueza, recorre una serie de grados, a cuyo fin se encuentra una negación completa: escasez, miseria, hambre, inanición, muerte; mientras que en las demás esferas no sucede lo propio, puesto que no hay hombre alguno desheredado en absoluto de la verdad, ni de la belleza, ni de la bondad, ni de la justicia, ni de la piedad; el más ignorante sabe algo, el más inculto recibe algunas de las armonías de la naturaleza o de la sociedad, el más vicioso hace algún bien, el más apartado de la vida jurídica tiene algún derecho, el más impío siente alguna vez la voz de Dios en su conciencia. Pero de que esto sea exacto, y por serlo presente caracteres peculiares el problema social bajo su aspecto económico, no se desprende en modo alguno que debamos atender poco menos que exclusivamente a procurar a los pobres el pan del cuerpo, sino que estamos obligados a facilitarles el del espíritu, el cual padece un hambre de verdad, de justicia, de virtud y de piedad, que reclama también con imperio el ser satisfecha. Y cuenta con que en el último respecto no podemos ampararnos tan fácilmente en la excusa que con harta ligereza aducimos para dispensarnos del cumplimiento de este deber en el otro: la falta de medios, puesto que la buena voluntad basta para el caso las más veces, y basta siempre cuando se trata de lo expresado en el epígrafe de este artículo.

Demos, pues, al pobre esto que de justicia y por caridad le debemos; tengamos presente que a ciertos respetos tiene derecho el hombre sólo por serlo, y, por tanto, que a todos han de guardarse; no olvidemos el opuesto efecto que en el espíritu del necesitado puede producir una conducta que arguya menosprecio, desestima, o cuando menos, falta de interés, y la que revela respeto para la desgracia y simpatía con el dolor, y concluiremos seguramente en que lo menos que podemos dar al que nos pide es la limosna de la cortesía.




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¡Socorro a los heridos de Oriente!

Cuando se embarcaron refuerzos para el ejército de Cuba, escribimos pidiendo auxilios para los heridos; por causas independientes de nuestra voluntad lo escrito no llegó a publicarse. Cuando los obstáculos que a su publicación se opusieron habían desaparecido, nos hicieron ver que aquella guerra es más de muertos que de heridos, de lágrimas más que de sangre, porque las enfermedades, no las balas, llenan los hospitales y los cementerios. Convencidos de esto y por otras razones también, renunciamos a pedir para los heridos de Cuba y lloramos los muertos

Hoy estalla la guerra de Oriente, guerra cruel porque es guerra, y además porque se hace entre pueblos poco cultos y que convierten en odio el santo amor de Dios y de la patria. Ni aun se sabe cómo ha de ser la bandera neutral que cubra al herido, rechazando unos la Cruz y otros la media Luna, y estas dudas en los salones de la diplomacia significan en los campos de batalla sed que no se apaga, sangre que no se restaña, ayes dolientes que piden socorro y que el hierro enemigo reduce a eterno silencio.

Nosotros no entramos en la investigación difícil de quién tiene derecho, sino en la fácil de quién tiene dolor: dolor habrá en los dos campos, y, lo que es más, dolor sin culpa, al menos en cuanto al combate. El pobre soldado ruso, lo mismo que el turco, siguen sus banderas en cumplimiento de un deber; la religión, la patria, el honor, les mandan pelear, y pelean, caen ¡ay! y caerán a millares. Dios perdone a los que los empujan, a los que, pudiendo, no los apartan, y los hombres piadosos y las mujeres de caridad les lleven algún consuelo

Míranse en los mapas las regiones que van a ser teatro de la lucha; señálanse los puntos estratégicos y las corrientes fluviales que pueden dificultar el ataque, y los valles que dan facilidades para la invasión, y las montañas que son un obstáculo. Háblase de los príncipes y de los generales ilustres que van al frente de los ejércitos. Nosotros no vemos de las operaciones militares más que sus víctimas. Los ríos de Europa y las nieves del Asia, tintas en sangre, y el mar, ensangrentado también, sepultar en sus abismos a los que no ha mucho le surcaban llenos de vida y de esperanza. A retaguardia de esas columnas brillantes, de esos estados mayores relucientes, vemos a los pobres heridos destrozados, exánimes, y desde aquí, aunque tan lejos, los oímos, sí, los oímos cómo piden socorro con voz lastimera, voz que resuena en nuestro corazón y repetimos con lágrimas.

La Europa caritativa se ocupa en este momento de reunir limosnas para los heridos de Oriente: hombres y mujeres piadosas, comprendiendo que los medios curativos no han de corresponder allí, ni con mucho, a los de destrucción, procuran llevar consuelo adonde hay tanta desdicha. Las asociaciones de la Cruz Roja de todo el mundo trabajan con actividad, ¿España se apartará voluntariamente de esta comunión piadosa? Excluida de los congresos diplomáticos, ¿se excluirá ella de las agrupaciones caritativas? Que nos digan que no tenemos ciencia, ni industria, ni crédito, es triste; mas todavía se puede tolerar ¡pero que nos acusen de no tener entrañas!... Durante la guerra franco-prusiana algo hicimos para conjurar este horrible anatema. Los heridos del Rhin probaron el vino de Navarra, y algunas señoras españolas llevaron con sus donativos al comité de Ginebra los dones de su caridad y las voces de su compasión ¿Habremos retrogradado? La Cruz Roja ¿no hará siquiera lo que entonces hizo? ¡Que no pase de temor esta triste idea!

Aunque lo pidamos en vano, pedimos socorro para los heridos de Oriente. Las limosnas, tanto de metálico como de hilas, trapos, vendajes y medicinas, se reciben en la calle de Leganitos, núm. 33, cuarto segundo de la izquierda.

Gijón 10 de Mayo de 1877.




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La Cruz Roja en Oriente

En conferencia tenida el año de 1874 en Bruselas por los signatarios del Convenio de Ginebra, el representante de Turquía declaró, entre otras cosas, que la aplicación del convenio a su país no podía hacerse sino sustituyendo la Media Luna a la Cruz Roja, signo de neutralidad entre los pueblos cristianos. La guerra ha estallado sin que esta cuestión se resolviese, y he aquí lo que a propósito de ella leemos en nuestro apreciable colega La Croix Rouge de Bruselas:

«Hemos manifestado a nuestros lectores que el Gobierno turco había pedido al Consejo Federal suizo autorización para reemplazar por la Media Luna Roja la Cruz de la bandera del Convenio de Ginebra, por ser este signo ocasionado a ofender los sentimientos religiosos de los soldados de la Sublime Puerta, y que esta petición, en el fondo muy justa, se había comunicado por dicho Consejo a los firmantes del Convenio.

»El Austria y la Rusia, cuya respuesta había tardado mucho, acaban de darla.

»La Rusia, en la nota que pasa al Consejo Federal, manifiesta su admiración de que la Turquía, aun antes de saber cuál sería la respuesta de las potencias, se haya permitido, por iniciativa propia, poner en sus ambulancias la Media Luna Roja. El Gabinete de San Petersburgo niega a Turquía el derecho de hacer unilateralmente esta transformación de un artículo del Convenio de Ginebra. Cree que antes de resolverse, los Estados contratantes deben exigir a la Puerta una declaración formal en que conste que la Cruz Roja, en tiempo de guerra, será respetada por las tropas turcas. En su concepto, la existencia simultánea de dos signos opuestos, la Cruz y la Media Luna, para significar una misma cosa, es un hecho deplorable y que podría dar lugar a desdichadas confusiones y equivocaciones graves.

»No obstante, Rusia se declara pronta a discutir la cuestión en una conferencia y a entenderse respecto a este asunto con los Estados signatarios.

»El Austria se ha manifestado en el mismo sentido que Rusia, aunque reservándose la facultad de hacer proposiciones conciliadoras, que tenderían, por ejemplo, a reunir en la bandera del Convenio, la Cruz y la Media Luna.

»Todas las demás potencias que han respondido al Consejo Federal se muestran favorables a la petición de Turquía.

»Los Estados que aún no han dado su respuesta, son: Francia, Alemania, Servia, la República de San Salvador, España, Grecia y Persia.

»Nada se sabe de lo que resolverá Francia. En cuanto a Alemania, ha informado oficiosamente al Consejo Federal que no desea en este momento que se reúna una conferencia internacional, ni cree que en cuanto a ella (Alemania) sea necesario que determine inmediatamente; pero que si aquélla se convocara para discutir la cuestión, no vacilaría en opinar como la Rusia.

»Esta cuestión de la Cruz y la Media Luna tiene ahora una importancia de que carecía cuando se inició. Desgraciadamente, es imposible que hoy quede resuelta, como no sea por un modus vivendi en que conviniesen los ejércitos beligerantes. Se recordará que así lo hicieron en 1870 Francia y Alemania con respecto a los artículos adicionales de 1868 al Convenio de Ginebra, y que no habían sido ratificados.»

Como se ve, aun en teoría ofrece dificultades, y muchas, el cumplimiento del Convenio de Ginebra en la guerra de Oriente, ¿qué no sucederá en la práctica? Si pueblos como los alemanes y los franceses, mucho más civilizados, con menos encono entre sí, que conocían y aceptaban la neutralidad de los heridos y de cuanto a su curación se refiere; si todos cristianos y llevando todos el signo de la Cruz hubo, no obstante, tantas quejas y tanto motivo para que las hubiera, ¿qué no es de temer en la lucha de pueblos menos cultos, más hostiles, y entre los cuales será desconocida hasta la palabra de caridad en la guerra?

No alcanzamos las razones que puede haber tenido Alemania para creer inoportuna una conferencia internacional que resolviera si la Media Luna Roja en bandera blanca podía admitirse como signo da neutralidad, conforme al Convenio de Ginebra. Con la facilidad que hay para las comunicaciones, y tratándose de un sólo punto concreto, a esta fecha podía estar ya resuelto: la caridad lo exigía así; pero ¿cuándo la caridad ha estado bien servida por la diplomacia?

Los turcos tienen razón. ¿Cómo aquel pueblo fanático, que simboliza en la Media Luna la religión y la patria, ha de arbolar por ningún motivo la Cruz? Pero la sustitución de este signo en las ambulancias del Imperio otomano, que parece ser toda la cuestión, no es, en nuestro concepto, sino una parte de ella. El turco, que no admite en sus ambulancias la bandera de la Cruz, ¿respetará al herido que de ella se ampare? Este signo, que manda al cristiano la piedad, ¿no excita la cólera del sectario de Mahoma? ¿Qué se necesita exteriormente para la neutralidad de las ambulancias? Una señal que los beligerantes respeten, una al menos que no irrite a ninguno, y en la guerra de Oriente esta señal no puede ser ni la Cruz ni la Media Luna. La práctica del Convenio de Ginebra ha de realizarse como Dios quiere ser adorado, en espíritu y en verdad, y no ateniéndose a señales que mienten, cuando no sirven para recordar la ley de amor y la fraternidad humana. En dos pueblos de diferente religión, los signos de ninguna de ellas deberán grabarse en la bandera que ha de amparar al herido, porque estas señales excitan en uno de ellos la cólera en vez de desarmarla. Nos parece que para este caso podría adoptarse la bandera blanca, llevando en letras rojas aquel bendito lema: Hostes dum vulnerati, fratres, adoptado por la Asociación y que resume su objeto. Estas palabras, escritas en una lengua que ningún pueblo habla, traducidas al idioma de los dos que se hacen la guerra, eran, si no el signo de la Cruz, su espíritu; el que por amor murió en ella, está donde quiera que hay perdón y caridad, y como llamaba prójimo al de la tribu de Samaria, bendecirá al soldado piadoso, turco o cristiano, que diga en su corazón: Los enemigos heridos son hermanos.

Si estas líneas llegan a manos de alguna persona que tenga en las regiones oficiales influencia y quiera emplearla, le rogamos por amor de Dios y del prójimo, que si España no ha contestado aún a la pregunta del Consejo Federal, lo haga en los términos que dejamos indicados, o, por lo menos, uniéndose a las naciones que admiten como signo de neutralidad para las ambulancias la Media Luna Roja, y que conteste pronto.

Gijón 10 de Mayo de 1877.





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