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Artificios narrativos en Nazarín de Galdós

M.ª del Prado Escobar Bonilla


Universidad de Las Palmas de Gran Canaria

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ArribaAbajoResumen

Este trabajo se propone analizar algunas de las estrategias narrativas que Pérez Galdós ha empleado en la composición de su novela Nazarín, publicada en 1895. Se estudia la significación metaficticia que tienen los cinco capítulos de su primera parte, que funcionan como marco de la historia propiamente dicha. A continuación se demuestra la importancia que las más diversas referencias literarias alcanzan en este texto galdosiano.




ArribaAbstract

This work intends to analyse some of the narrative strategies that Pérez Galdós has employed in the composición of his novel Nazarín, publied in 1895. It is studied the metafictional meaning that the five chapters of its first part, that function like a frame of the prope story that has been referred. Immediately afterwards, it is demostrated the importante that the most diverse literary referentes reach in this Galdosian text.





Pérez Galdós tituló significativamente su discurso de ingreso en la Real Academia La sociedad española como materia novelable, pues en efecto estaba   —72→   convencido de que la novela debería ante todo ser un reflejo preciso del contexto social en que surgía, por lo cual explicaba que el cometido del novelista había de consistir

[...] en reproducir los caracteres humanos [...] todo lo espiritual o lo físico que nos constituye y nos rodea, y el lenguaje, que es la marca de la raza, y las viviendas, que son el signo de la familia y la vestidura, que diseña los últimos trazos externos de la personalidad: todo ello sin olvidar que debe existir perfecto fiel de la balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción.1



Esta concepción de la novela como retrato de la realidad extraliteraria subyace también en cualquiera de las críticas con que por entonces se enjuiciaban las obras del mismo Galdós, de Pardo Bazán, de Clarín, del P. Coloma y de los demás autores de la época, las cuales se aplaudían o se rechazaban en función de la fidelidad al natural en la pintura de los ambientes o de los caracteres que sus páginas reflejaran. Podían ser apasionadamente discutidas la verdad y la hondura psicológicas perceptibles en la configuración de los personajes, la verosimilitud de las acciones narradas o bien la tendencia ideológica explícita o implícitamente defendida en el contenido de cada ficción; sin embargo, casi nunca reparaban los críticos en las estrategias narrativas, sumamente artificiosas en ocasiones, empleadas por los diferentes autores para presentar al lector la materia de sus obras respectivas.

Mucho ha evolucionado la teoría de la novela, muchas perspectivas críticas en torno a ella se han ido sucediendo a lo largo de los últimos cien años, de modo que la investigación del texto considerado en sí mismo, el interés por las cuestiones referentes a la disposición del relato, así como la atención que suscita la función narrador/lector presente en el interior de la ficción, son temas que hoy compiten con la pesquisa historicista o ideológica en el panorama de los estudios acerca de la narrativa. Por lo que concierne a la investigación sobre novela española del último tercio del siglo pasado y más en concreto, sobre la producción galdosiana, resulta esclarecedora la síntesis trazada por J. W. Kronik, quien al dar cuenta de la inmensa bibliografía crítica generada en torno al escritor canario, advierte en este corpus la presencia de dos orientaciones principales: «histórica, biográfica,   —73→   documental, positivista, la una; formal, estructural, analítica, logocéntrica, la otra»2.

Ocurre algunas veces que los partidarios de la primera de las antedichas direcciones críticas justifican su posición insistiendo en el soterrado anacronismo de las investigaciones de índole logocéntrica; ya que para ellos el hecho de estudiar la obra de alguien confesadamente realista, que aspiraba a ser notario fiel de su tiempo, desde unos supuestos que prescindan o tengan por muy secundarias las referencias extratextuales, parece una pretensión por completo inapropiada y casi, casi, una especie de traición al novelista. Con todo, resulta difícil soslayar la evidencia de que en la producción galdosiana se emplean con indudable fruición las más variadas estrategias tendentes a realzar la dimensión estrictamente ficcional de las novelas, pese a que el autor se mostrara siempre en sus juicios teóricos decidido defensor de una escritura transparente, que dejara ver a su través la realidad social contemporánea. Así pues puede considerarse plenamente justificable un trabajo como este que intenta revelar parte del artificio que ha presidido la construcción de una determinada novela galdosiana.

Desde su publicación en 1895, Nazarín3 ha suscitado muy diversas y aun encontradas interpretaciones; bien es verdad que en la mayoría de los casos el interés de los investigadores se ha centrado en aspectos como el carácter del protagonista, los problemas planteados por el choque entre su manera radical de entender el cristianismo y la civilizada religiosidad al uso en aquel final de siglo, la fidelidad en la pintura de los ambientes donde se mueven los personajes..., etc.; por el contrario el análisis de los elementos metaficticios presentes en esta novela, y el estudio de la importancia que en su construcción llegan a adquirir las más variadas referencias literarias o retóricas no han atraído en igual medida la atención de la crítica4.

Ya desde el comienzo de Nazarín tropieza el lector con una voz narradora en primera persona, que declara haber necesitado la colaboración de un periodista para ir urdiendo su relato y que además establece enseguida muy estrechas relaciones con los destinatarios de su cuento, a quienes asegura:

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[...] me pueden creer que doy gracias a Dios y al reporter, mi amigo por haberme encarado con aquella fiera, pues debo a su barbarie el germen de la presente historia y el hallazgo del singularísimo personaje que le de nombre (23).



Evidentemente todos los aludidos en este pasaje (la tía Chanfaina, a quien se denomina «aquella fiera», el periodista, el narrador y el protagonista) han sido colocados en el mismo nivel de realidad, claro que la tal realidad resulta ser «la presente historia». Con lo cual se confunden y emborronan los límites entre el mundo extraliterario supuestamente habitado por el narrador y los lectores y el ámbito puramente textual en que se mueven los personajes del relato.

Precisamente la dualidad narrador/periodista, que preside la presentación de la materia novelesca a lo largo de la primera parte, proporciona al texto una muy interesante complejidad perspectivística. El yo que asume el relato presenta enseguida a su acompañante como

[...] un periodista de los de nuevo cuño, de estos que designamos con el exótico nombre de reporter, de estos que corren tras de la información, [...] y persiguen el incendio, la bronca, el suicidio, el crimen cómico o trágico, el hundimiento de un edificio y cuantos sucesos afectan al Orden Público (21),



pero al lado de este inquieto periodista el lector percibe la presencia del narrador caracterizado como investigador concienzudo, que no duda en autotitularse, si bien irónicamente, «sagaz cronista». Esta dualidad, que aporta muy interesantes matices al discurso novelesco, tiene también repercusiones de índole metaficcional a lo largo de los cinco capítulos de la primera parte, los cuales funcionan como una especie de pórtico narrativo enmarcador del relato. El yo que se hace cargo del cuento se introduce en el mismo como el fascinado observador de ciertas formas de vida, que le son ajenas y que contempla con la distante curiosidad del antropólogo en su visita a los barrios más miserables de la ciudad. En esta «novela del novelista» la pareja visitante proporciona el contraste de perspectivas entre la mirada asombrada de quien ve por vez primera lugares, tipos y escenas -el narrador- y la más acostumbrada del reportero, que le acompaña y, como diligente Virgilio, le guía por aquel infierno suburbial proporcionándole información acerca de las gentes que lo habitan:

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Antes de internarnos diome el reporter noticias preciosas que en vez de satisfacer mi curiosidad excitáronla más. [...] Subimos en fin deseando ver todos los escondrijos de la extraña mansión, guarida de tan fecunda y lastimosa parte de la humanidad (27).



Tal duplicidad en los puntos de vista no condiciona únicamente la configuración textual de un ambiente presentado según las convenciones de la poética realista -si así fuera no tendría mayor interés que añadir otro eslabón a la larga cadena de escritos costumbristas en que se utiliza el referido recurso perspectivístico- sino que dirige también la atención del lector a la doble interpretación que cabe acerca del protagonista y de su historia. Es decir, la dualidad periodista/ narrador se inscribe de lleno en el plano de la metaficción. Y es que si -según indica uno de los críticos que mejor ha estudiado esta novela5- la ambigüedad preside la construcción del protagonista ya desde su presentación, y si a lo largo del relato puede observarse igualmente una tendencia a la duplicación de muchos elementos narrativos, de los personajes secundarios, por ejemplo, parece asimismo muy coherente que se le ofrezca al lector la posibilidad de una doble interpretación acerca del padre Nazarín y de sus andanzas. En efecto, tras su primera conversación con él tanto el narrador como el periodista parecen inclinados a creer en la sinceridad del cura: «Dijo esto con tan sencilla ingenuidad, sin ningún dejo de afectación que nos conmovimos mi amigo y yo... ¡vaya si nos conmovimos!» (42).

Sin embargo, pese a la coincidencia inicial, conforme avanza el relato las opiniones de ambos van divergiendo, pues mientras el reportero confiesa sus sospechas de que Nazarín no sea sino un desaprensivo embaucador y así lo expresa cada vez con mayor vehemencia, el narrador se encuentra sumido en la confusión cuando cavila sobre el carácter del personaje, vale decir, sobre la lectura que podría hacerse del protagonista y de la novela. A partir del momento en que don Nazario muestra su animadversión contra los libros y contra la prensa,

[...] cuando paso por las librerías y veo tanto papel impreso [...] y por las calles tal lluvia de periódicos [...] me da pena de los pobrecitos que se queman las cejas escribiendo cosas tan inútiles [...] (44),



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el periodista empieza a considerar al clérigo «un sinvergüenza, [...] un cínico de mucho talento que ha encontrado la piedra filosofal de la gandulería» (50). En cambio el narrador, menos superficial en sus juicios, continúa empeñado en descifrar el enigma que para él suponen el talante y las motivaciones psicológicas del cura, incluso después de que ya su amigo, esclavo de la actualidad, se hubiera desinteresado del asunto. De todo ello no parece descabellado deducir que, así como periódico y novela -aunque pueden partir de idéntica noticia, difieren por completo a la hora de elaborarla en sus respectivas escrituras- así también en Nazarín el novelista sigue obsesionado con el personaje, en torno al cual deberá urdir un texto mucho más complejo que el mero artículo para la prensa, que el reporter hubiera podido elaborar apresuradamente sobre el mismo caso.

El final de la primera parte -toda ella marco auténticamente metaficcional destinado a encuadrar el desarrollo de una historia muy compleja y artificiosa- presenta una serie de interesantísimas reflexiones acerca de la naturaleza de la novela concebida bien modernamente como un «modelo para armar», como una apasionante labor de bricolaje literario:

[...] días tuve de no pensar más que en Nazarín, y de deshacerlo y volverlo a formar en mi mente, pieza por pieza, como niño que desmonta un juguete mecánico para entretenerse armándole de nuevo. ¿Concluí por construir un Nazarín de nueva planta con materiales extraídos de mis propias ideas, o llegué a posesionarme intelectualmente del verdadero y real personaje? (56).



Pero los problemas no se plantean únicamente en torno a la configuración del personaje principal, sino que este narrador autoconsciente pasa revista también a otras cuestiones referentes a la construcción de su artefacto ficcional, y por extensión a la novela in genere. No se le escapa, por ejemplo, la necesidad del pacto narrativo para que esta funcione adecuadamente y por eso se pregunta si lo que va a contar no será «una invención de esas que por la doble virtud del arte expeditivo de quien las escribe y la credulidad de quien las lee, resultan como una ilusión de la realidad» (56). Asimismo advierte un poco más abajo la importancia del punto de vista, del enfoque desde el cual se ofrece el relato y añade, como si se tratara de una duda que pudiera asaltar a los lectores, «¿Quién demonios ha   —77→   escrito lo que sigue? [...] El narrador se oculta. La narración [...] se manifiesta en sí misma, clara, precisa, sincera».

Mediante tal estrategia desplegada ampliamente a lo largo de los cinco capítulos de que consta la primera parte de Nazarín se subraya la ficcionalidad de un texto que no vacila en romper la ilusión de realidad y la pretensión de objetividad propugnadas por la poética naturalista; un texto cuyo narrador, lejos de disimularlos, exhibe descaradamente los materiales y utensilios de su oficio e incluso llega a cuestionarse irónicamente la procedencia misma de la voz que va a asumir el relato a partir de ese momento. En definitiva, gracias a tan curioso arranque de novela autoconsciente se ha conseguido no sólo desdibujar los límites entre el mundo extraliterario y el otro de papel y tinta habitado por los personajes novelescos, sino también crear la figura de un lector «desocupado», según la calificación cervantina, atento para captar cualquier tipo de recurso narrativo, cuyo interés se vea atraído por la manera de presentar la materia narrativa, antes que por el contenido mismo del cuento.

Cuando concluye el último capítulo de la primera parte se inicia la relación de las aventuras del personaje. El narrador no logra cumplir totalmente su promesa de ocultarse (otra cosa hubiera sido impensable tratándose de una obra galdosiana) y aún hace acto de presencia dentro de su texto en alguna ocasión, como cuando asegura -tras haber llamado «don Nazario» al protagonista- «no siempre hemos de llamarle Nazarín familiarmente» (64). Pese a la existencia de esporádicas transgresiones a su propia norma, en líneas generales se advierte cómo -una vez terminada la primera parte de la novela- la atención del narrador, que hasta entonces había girado en torno a sus problemas profesionales, digamos, a partir de ahí se centra en la historia de su criatura, cuyas peripecias ocupan todo el resto de la novela.

La crítica ha comprendido, desde hace ya varias décadas, que la detección de los diversos textos entretejidos en toda obra narrativa, así como la averiguación de su procedencia y el análisis de su rentabilidad   —78→   artística respecto del nuevo texto al que se incorporan, constituyen un método de gran eficacia para el conocimiento total de cualquier ficción. Y con mayor motivo todavía en un caso como el de Nazarín, cuyo discurso revela la importancia que, en sus diversos niveles, alcanza ese conjunto de técnicas expresivas, que Genette ha llamado literatura en segundo grado6. En efecto, cualquier lectura mínimamente sagaz de esta novela advierte enseguida que ha sido construida dialécticamente, y que no puede entenderse de modo cabal, sin contar con la continua presencia hipotextual de los Evangelios del Quijote. Aduciremos aquí algunos pasajes que corroboren y precisen tal apreciación.

A lo largo de la historia el narrador menciona en varias ocasiones el origen manchego de Nazarín y además se refiere a él con expresiones como «el clérigo andante» o «el ermitaño andante», que parecen meros guiños intertextuales al lector para recordarle la dimensión de quijote «a lo divino», que concurre en el protagonista.

No obstante se encuentran en esta novela otras referencias más sutiles y de mayor importancia al libro de Cervantes, puesto que atañen a la disposición misma de la materia novelesca o bien a la configuración y funcionalidad de sus personajes. Toda la tercera parte de Nazarín responde a una organización que reproduce a escala reducida, dada la menor extensión de la novela galdosiana, la disposición de relato itinerante -episodios ocurridos a lo largo del camino alternados con otros que tienen lugar en diversas paradas o descansos del héroe- del Quijote, la cual a su vez se ofrece como parodia de la estructura de los libros de caballerías. Antes de iniciar su andadura, Nazarín aparece ante el lector al final de la segunda parte preparando «su salida» y para ello lo primero que hace es disfrazarse de mendigo, igual que don Quijote en análogo trance hubo de cambiar su ropa de hidalgo pueblerino por el anticuado utillaje caballeresco; después ambos protagonistas, cada cual en su novela respectiva, se echan al camino en cuanto amanece.

Los cinco primeros capítulos de esta tercera parte de la ficción galdosiana se dedican a contar el vagabundeo piadoso del «clérigo andante» por varios lugares de la provincia de Toledo, tras ello el personaje interrumpe   —79→   temporalmente su caminar obligado por las atenciones de don Pedro Belmonte, quien le recibe en su finca de la Coreja. La relación de lo ocurrido durante esta parada ocupa los capítulos sexto, séptimo, octavo y noveno. Tal esquema narrativo remite a la mucho más prolongada estancia de los protagonistas cervantinos en los dominios de los Duques a partir del trigésimo capítulo del Quijote de 1615. Como se recordará, el encuentro con la Duquesa y su esposo se produce en medio de una bella estampa cinegética, y es en este aristocrático ambiente en donde, tras haber cruzado el Ebro, irrumpen el caballero y su escudero, que a renglón seguido son hospedados en el palacio de aquellos nobles. Nazarín también ha atravesado un río (el Guadarrama en este caso) y conoce en medio del campo a don Pedro, que asimismo se encontraba cazando y que le conduce a su casa donde le agasaja con gran cortesía.

Si la disposición de la materia narrativa recrea intencionadamente, según se acaba de explicar, el patrón de la novela cervantina, su contenido y su expresión remiten más bien a los Evangelios. Así por ejemplo leemos que el protagonista, a ruegos de Ándara -«Si usted quiere, don Nazario, la niña sanará» (121)- se ha acercado a la casa donde se encuentra una pequeña casi a punto de morir y, ante la expectación confiada de la gente -incluso se indica que una mujer confiesa a gritos su fe en los poderes del taumaturgo- impone las manos a la enferma y reza fervorosamente por ella. Todo lo cual constituye una recreación muy evidente del episodio (Lucas, 8, 40-56) en que se relata la resurrección de la hija de Jairo, semejanza que subrayan todavía más las palabras de Beatriz, quien interpretando el sentir de sus paisanos pondera: «Creen que la niña estaba muerta y que él con sólo ponerle la mano en la frente le volvió a la vida» (139).

Menudean de tal forma las referencias concretas, de detalle, a las Sagradas Escrituras, que enumerarlas todas resultaría demasiado monótono; sin embargo no me resisto a señalar dos pasajes muy sugestivos. Sea el primero una descripción de Nazarín, quien a la entrada de Móstoles (138-139), se ha parado a descansar sentado junto a una noria y hasta él llegan dos mujeres dispuestas a seguirle. El lector percibe enseguida que se encuentra ante una recreación libre de aquel texto evangélico (Juan, 4. 5-7)   —80→   donde se relata el encuentro de Jesús con la Samaritana. El segundo aparece un poco después, cuando el narrador da cuenta de que Beatriz se dispone a seguir al cura andariego, cuya actitud presenta con estas palabras: «Quedose un rato meditabundo el buen Nazarín, haciendo rayas en el suelo con un palo» (141), indudable eco intertextual de aquellas de San Juan que refieren el desenlace del episodio de la mujer adúltera (Juan, 8-6).

La reelaboración hipertextual del relato evangélico condiciona de manera casi sistemática el contenido de los capítulos sexto, séptimo y octavo de la cuarta parte y el de los siete de que consta la quinta. En efecto, tras la narración de unos cuantos episodios que atestiguan cómo ha cundido la fama de Nazarín por aquellos contornos y cómo también las insidias van tejiéndose en torno suyo, se desarrolla ante el lector el relato del prendimiento y de la pasión de ese trasunto ligeramente paródico de Cristo, que es el protagonista de la novela:

[...] oyeron ruido de voces hacia la base del monte. [...] Asomose Andara [...]

-Viene gente -dijo a sus compañeros poseída del pánico-.Y traen hachas o teas encendidas... Oigan el murmullo...

-Vienen a prendernos -balbució Beatriz. [...] Y el tumulto subía, con el siniestro resplandor de las hachas. [...] Venían hombres, mujeres y chiquillos [...]

-Pero ¿qué? -murmuró Nazarín sin levantarse del suelo-. ¿Contra estas tres pobres criaturas manda la autoridad un ejército? (223)



Resulta transparente la voluntaria reminiscencia del texto sagrado sin que falte siquiera el motivo de la herida inferida por Simón al criado del Pontífice (Juan, 18, 10) reproducido aquí, siempre en clave de suave parodia, en la belicosa actitud del personaje que defiende a don Nazario de sus ofensores «-¡So cobarde! -gritó Ándara, inflamada en súbita cólera [...] Y con el cuchillo de pelar patatas le asestó tan tremendo golpe, que si el arma tuviera filo y punta, lo pasar a mal aquel gaznápiro» (224).

Más adelante, al leer el capítulo séptimo (227-235) en que Nazarín, conducido ante el alcalde, se ve sometido a un demorado interrogatorio por parte de este, no puede evitarse la evocación del texto evangélico, que describe la comparecencia de Jesús en el Pretorio; y es que las palabras pronunciadas   —81→   por Poncio Pilato constituyen el reconocible hipotexto al que las preguntas del alcalde aluden, actualizándolo y adaptándolo a las circunstancias sociales finiseculares.

Creo que con los ejemplos aducidos basta para demostrar que en gran medida el discurso novelesco de Nazarín consiste en la recreación hipertextual de lugares bien conocidos de los relatos evangélicos. A todo ello habría de añadirse que también la configuración de los personajes está mediatizada por análogas referencias. No es únicamente el héroe el que -según ha visto unánimemente la crítica- aparece como contrafigura de Cristo, sino que otros varios habitantes de este mundo ficcional responden asimismo a paradigmas neotestamentarios. Ya se ha indicado cómo el alcalde que interroga al protagonista remite inequívocamente a Pilato, añadamos ahora que también Ándara y Beatriz reproducen en sus relaciones con Nazarín el modelo evangélico de las hermanas de Lázaro, Marta y María, respecto de Jesús y que los dos delincuentes, el sacrílego y el parricida conducidos junto al protagonista en la cuerda de presos, aluden indudablemente a los dos ladrones crucificados a ambos lados de Jesús.

Los rasgos que confirman a Nazarín como novela autoconsciente y la importancia que los más variados tipos de transtextualidad alcanzan en ella, subrayan muy brillantemente la ficcionalidad de su discurso. El lector actual se deja envolver con gusto por tales estrategias, que no hacen sino revelar la sorprendente modernidad de una ficción atractiva, no tanto por la fidelidad con que sus páginas reflejan ciertas zonas de la sociedad española fin de siècle, cuanto porque en ellas ha sabido erigirse un mundo narrativo propio y coherente.





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