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Asedio a «Luces de bohemia»

Primer esperpento de Ramón del Valle Inclán

Alonso Zamora Vicente



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Discurso leído el día 28 de mayo de 1967 en su recepción pública, por el Excelentísimo Señor Don Alonso Zamora Vicente y contestación del Excelentísimo Señor Don Rafael Lapesa

Madrid 1967





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ArribaAbajoDiscurso del Excelentísimo Señor Don Alonso Zamora Vicente

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Señores Académicos:

Es de ritual comenzar las primeras palabras que en estas ocasiones se pronuncian, alegando timidez, cortedad, inmerecimientos. Sin embargo, me veo obligado a repetirlas, y esta vez con el escalofriante convencimiento de que no son falaz retórica, sino verdad desnuda. Llego a esta Real Academia de la Lengua bastante desprovisto de méritos para sentarme en ella. Solamente vuestra benevolencia justifica que hoy esté hablando aquí, y quiero pensar que, al llamarme a participar en las tareas de la Academia, ésta se escuda en un anchísimo margen de confianza en mi labor futura. Sólo puedo decir que procuraré no defraudar esa confianza y poner cuanto esfuerzo me sea posible en ayuda de la común misión.

Debo confesar, además, que, al incorporarme a este sillón, acrece mi conciencia de recibir un gratuito regalo el reconsiderar los nombres que me han precedido en él. Repaso la lista del Sillón D desde su fundación y tropiezo con juristas eminentes, preceptistas y gramáticos destacados, oradores famosos, novelistas, críticos. Nombres que alcanzaron los más altos peldaños en la estimación literaria y social de España. Poner mi modesto, casero quehacer de aprendiz al lado de estos precedentes, bordea la audacia. Y aún me siento más disminuido al evocar la amplísima producción y la honda dimensión humana de mi inmediato predecesor, Melchor Fernández Almagro.

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¡Que huella profunda, excavada tesoneramente día a día, deja entre nosotros Melchor Fernández Almagro! Espejo limpio de una acendrada vocación, trabajó hasta el último instante, preocupado por el ir y venir de unas pruebas de imprenta, del nacimiento de un nuevo libro. Durante largos años, su dedicación no ha conocido el desfallecimiento. Fue de los afortunados voluntariosos que supieron acotarse una parcela de la Historia humana para, verticalmente, penetrar en ella hasta el meollo total, y devolvérnosla resucitada, palpitante. Esa comarca fue la España contemporánea, a partir de la Restauración, con alguna escapada a los años anteriores del siglo XIX. Nadie como él ha transitado por esos enredados caminos. Buena prueba son sus libros Historia del reinado de Alfonso XIII (1933); Orígenes del régimen constitucional en España (1928), Por qué cayó Alfonso XIII (1947, en colaboración con el Duque de Maura); Política naval de la España moderna y contemporánea, o la Historia de las repúblicas centro y sudamericanas en la edad contemporánea (tomo 39 bis de la Historia Universal de Oncken); Catalanismo y República Española, y, en especial, su extraordinaria Historia política de la España contemporánea (I, 1956; II, 1959), sin terminar, visión de nuestra historia a partir del destronamiento de Isabel II. Sabiduría y tacto de historiador que brillan particularmente en su biografía de Cánovas (1951), densa, admirable de erudición y de trazado. Y tantos y tantos otros trabajos más. Pero no debo detenerme en su quehacer estrictamente histórico, por el que fue llamado a la Real Academia de la Historia ya en 1944. Debo ante todo recordar aquí su contribución más ceñidamente literaria, ya madura en 1925, fecha de su Vida y obra de Ángel Ganivet, modelo de biografía razonada y sentida; el estudio y comentario que acompañan a una Antología de Jovellanos (1939), expedición a un autor alejado   —11→   de sus generales estimaciones, pero con problemática muy actual; la sugestiva reunión de artículos titulada En torno al 98, donde, con esa comezón inquieta de lo que no se resigna a desaparecer, nos tropezamos con delicados esbozos de artistas, comediantes, militares, políticos, músicos, poetas, etc. Incluso personajes casi míticos, como el famoso Carreño, el de los chistes. Una ventana abierta al horizonte próximo, desde la que se contempla el ajetreo del convivir con mirada generosa, ancha, desprendida. De extraordinario interés es Viaje al siglo XX (1962), libro con el que su autor se añuda a una faceta literaria de los años 50, en los que han abundado las publicaciones de recuerdos infantiles. Viaje al siglo XX es una íntima resurrección de esos años de niñez, presentes siempre en todas las memorias, tan explicadores del posterior comportamiento.

Pero donde quizá Melchor Fernández Almagro puso su más alta diana literaria (gracia, saber palpitante, intuición), fue en su Vida y literatura de Valle Inclán (1934; 2.ª edición 1966). Mucho se ha escrito sobre Ramón del Valle Inclán, pero el libro de Melchor Fernández Almagro estará siempre presente en cuantas empresas se aproximen a la figura, cada vez más rica, del autor de las Sonatas. Melchor Fernández Almagro ha reunido ahí una multitud de datos dispersos, que, flotantes en periódicos, conversaciones experiencia cotidiana, amenazaban convertirse en caótica leyenda. Los ha depurado, vuelto a colocar en las celdillas de su ordenada secuencia, y nos da una calurosa visión de la evolución humana y artística de Valle Inclán, estrecha conjunción de fantasía y realidades. Con cercanía de coetáneos y convecinos y con distancia de crítico que domina su artesanía, Melchor Fernández Almagro nos ha legado un libro excelente, de fácil lectura, de abrumador saber.

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Me queda por señalar su larga, larguísima, faena de crítico. Durante años, los giros de la vida literaria han encontrado en Melchor Fernández Almagro la cotidiana fe de vida, el comentario atento y puntual. Esa constante dedicación había comenzado muy pronto en La Época, de donde pasó a otros varios periódicos (La Voz, El Sol, Ya, ABC, la barcelonesa La Vanguardia). Su crítica era suave, amable, detenida morosamente en sus propios rinconcillos y sutilezas. Crítica para ser leída cuidadosamente y nunca al pie de la letra. ¡Cuántos juicios encontrados, a veces malhumorados, sobre la crítica literaria de Melchor! Detrás de cada protesta se escondía una verdad intocable. El protestatario sabía muy bien qué escala de valores regía en los adjetivos encomiásticos de Melchor, y percibía, en carne viva, lo que entre líneas proclamaba el articulillo breve, volandero, esa esclavitud de la crítica de oficio.

Por esos dos caminos trabé trato personal con Melchor Fernández Almagro. Comentó cariñosamente algunos libros míos, y, además, los dos habíamos incidido sobre Valle Inclán. Hoy, en las paginas que leeré a continuación, también va a ser Valle Inclán (otro Valle Inclán) mi tema: quiero que se vea en esta decisión una prueba de afecto por el académico desaparecido y un anhelo de continuidad, tan necesaria. En los últimos tiempos, nos veíamos frecuentemente: los jueves, media tarde arriba, en un bar -el único- próximo a esta casa. Él venía a sus comisiones académicas, yo a mi Seminario de Lexicografía, al regreso de mi clase semanal a los estudiantes de la Universidad de Nueva York. Salimos juntos del café, despacio. Melchor parece no tener prisa nunca. Anda despacito, haciendo altos a cada paso, recordando súbitamente caras, dichos, sucedidos. Le digo en qué van consistiendo los «hallazgos» sobre lo que tengo entre manos. A cada noticia, ríe: «¡Hombre, claro!» y recuerda,   —13→   recuerda, ríe, fluyen las memorias heridas o regocijadas, ríe, intenta dar otro paso y se vuelve a parar, saluda a alguien que pasa -¿quién no conocerá a Melchor en Madrid?-, me dice rápidamente quién es el saludado, y sigue, nueva anécdota, otro paso, Cánovas, un alto, sucesivos gobiernos, directores de revistas literarias, otro paso, de la Restauración acá brotando todo en saberes tumultuosos. Hoy, al recordarlo, percibo confusamente cuánto le quedaba aún por decirnos de ese período español, pleno de drama, y cuya proyección literaria conoció perfectamente.

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Han pasado ya cien años desde que nació Ramón María del Valle Inclán. Y ha pasado medio siglo desde que publicó su primer esperpento, es decir, desde el momento en que inventó un nuevo apartado para las retóricas, en las que nos vemos obligados a incluir unas obras de límites poco precisos, contradictorios y escurridizos: el esperpento. Palabra traída de una zona del habla cotidiana, familiar, que, de pronto, pasa a designar una actitud artística, una ladera de accidentados escarpes, y asciende a esa vaga comarca de los conceptos abstractos: esperpento, una nueva maquinaria en la aventura artística.

Es Luces de bohemia la primera producción llamada de esa manera. Apareció en la revista España, en entregas semanales, entre el 31 de julio y el 23 de octubre de 1920. En libro (con notorias e importantísimas variantes) salió en 1924. Para el lector acostumbrado a Valle Inclán, el nuevo libro suponía una clara profundización en algunos rasgos exagerados y, a primera vista, caricaturescos, que ya se habían hecho presentes en algunas obras anteriores (La pipa de kif, 1919; Farsa de la enamorada del Rey, de 1920; Farsa de la Reina Castiza, también publicada en entregas en   —14→   La Pluma, agosto y octubre, 1920). Ante los ojos del lector, quizá nostálgico del Valle comedido y refinado de las Sonatas, se aguzaban las muecas desorbitadas de los nuevos personajes, moviéndose en violentos esguinces, resolviéndose muchas veces en muñequería triste y gesticulante. Ante la curiosidad en carne viva, se ofrecía la palabreja nueva, desazonadora: esperpento.

Es muy acusado el contraste entre el Valle Inclán puramente embarcado en la circunstancia modernista y el subsiguiente, desgarrado, en ocasiones procaz y siempre violento. No era de extrañar, pues, que la crítica se ocupase, desde muy diversos ángulos, de esta nueva orientación. De todo lo hecho podemos deducir las varias actitudes con que crítica y lectores se han enfrentado con la obra última de Ramón del Valle Inclán. Primero, una risa franca y cómplice, sobre todo por parte de los lectores o comentaristas que, aún muy próximos a lo discutido, narrado o combatido en la obra valleinclanesca, reconocían la sutil trama histórica que sostiene la ficción. Más tarde, esa carcajada ha sido sustituida por una inquieta curiosidad, hija todavía de la dureza con que esa historia concreta se presentaba, orillada de descaro y chulapería. Ya tenemos, pues, dos estadios. Pero ninguno de ellos, aún, una mirada leal de entendimiento de esos libros como hecho artístico.

A la risa y a la curiosidad asombrada, siguió una indudable desazón, un hormiguillo por explicar el hecho, incluso sin romper con los cauces en que se situaba el Valle Inclán modernista. Es decir, se empezaba a hacer verdaderamente una interpretación de esos libros, arañando ya la crítica literaria. De aquí hemos de partir. Por diversos caminos y con diversos puntos de mira, ha sobrenadado de las varias voces, el regusto amargo y desencantado que esos libros exhalan. Hoy, ya lejos la circunstancia histórica que los provocó, creo   —15→   que podemos empezar a mirarlos con más limpia mirada, con más decidida voluntad de entendimiento. Reconstruir de alguna manera los caminos y azares que los motivaron, sin que ya nos aflija ninguna de sus realidades concretas, es quizá una de las más fascinadoras aventuras a que podemos entregarnos. Surge ante nuestros ojos un anteayer ajado y dolido, anhelante de ser de otra manera, revolviéndose encrespado contra herencias dormilonas. El esperpento se nos llena de vida, de sentido, se puebla de armónicos extraños y, perdido el borde desencantado en que se movía hace unos años, se convierte en lo que realmente quiso Valle Inclán: en criatura artística, admirable, repleta de testimonio y de vida, libros de denuncia, formidable fe de vida de un hombre que ha mirado su paisaje humano con una angustiosa voluntad de perfección.


ArribaAbajoUn espejo al fondo

Siempre que, por una u otra razón, nos hemos acercado al esperpento, la cita de los espejos del Callejón del Gato ha sido forzosa:

Los héroes clásicos han ido a pasearse en el Callejón del Gato. -Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. -Las imágenes más bellas, en un espejo cóncavo, son absurdas.


(E. XII)                


He aquí, transcrita, la cita inicial de lo que ya se ha convertido en un lugar común. Los espejos cóncavos como fuente de toda deformación, y los concretos espejos del callejón del Gato como recurso para explicar esa deformación en los que aún alcanzamos a ver, en la pared de una callejuela   —16→   madrileña, los famosos espejos, reclamo de inocentes miradas, de burlas al pasar. Ya se oye hablar de esos espejos, en muchos lugares de la Tierra, en los que la oscura callejuela del corazón madrileño no tiene vigencia ni eco alguno. ¿Cómo reducir esos espejos a su justo lugar? ¿Es posible subordinar el nacimiento de una forma literaria a la condición previa de unos espejos? Digamos que no, aprisa, e intentemos razonarlo.

Ya se ha señalado la presencia de otros espejos en la obra de Valle Inclán anterior a Luces de bohemia. Ha sido Emma Speratti Piñero quien ha rastreado los espejos valleinclanescos. Salen con una relativa abundancia: Ya en Sonata de Otoño, en Jardín novelesco, en las Comedias bárbaras. Algunos de estos espejos son particularmente confusos y desazonadores: tales, los de las apostillas escénicas en Águila de blasón. En Luces de bohemia mismo, los espejos salen alguna vez más, también en las apostillas, como para mantener la continuidad del proceso estilístico de Valle Inclán:

Un café que prolongan empañados espejos... Los espejos multiplicadores están llenos de un interés folletinesco.


(Esc. IX)                


Estos espejos últimos se coordinan con el compás canalla de la música, con las luces débiles, con el vaho tembloroso del humo. La imagen es, pues, ya la deformada, la inestable y desasosegante del espejo cóncavo. Porque, y no hace falta una exégesis profunda para destacar esta verdad, lo que importa es la visión deformadora que tales espejos devuelven:

El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada... «deformemos la expresión en el mismo espejo que nos deforma las caras y toda la vida miserable de España».


(E. XII)                


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Estas últimas afirmaciones, unidas a otras desparramadas por el libro («España es una deformación grotesca de la civilización europea» (E. XII). «¿Dónde esta la bomba que destripe el terrón maldito de España?» (E. VI), etc.), son las que quizá no han sido tenidas suficientemente en cuenta para valorar el alcance del libro en el que, digámoslo de una vez, urge ver una llamada a la ética, una constante advertencia y corrección. Y a la vez, conviene tener en cuenta ese deformemos, afirmación clara de voluntad de estilo que es el pasar la vida toda por un sistema deformador. Cosas ambas que pueden hacerse muy bien sin necesidad de espejo alguno, sino con tesón intelectual.

Pero no nos desviemos. Sigamos los caminos puestos hasta ahora en claro para perseguir la evolución y el manantial de Valle Inclán. La relación con Goya ha sido denunciada de mil modos. Yo mismo, cuando hace años estudié la andadura de las Sonatas, lo destaqué. (No sólo con Goya, ya lección muda en un museo, sino con Solana, palpitante actualidad.) En efecto, Valle cita a Goya ya en sus primeros libros. Pero es en Luces de bohemia donde el paralelismo se pone en evidencia: «El esperpentismo lo ha inventado Goya» (E. XII). En un agudo artículo, la señorita Speratti ha repasado algunos de los motivos goyescos que pueden ayudar a entrever el proceso de animalización que el esperpento revela1. Hay algunos de los dibujos goyescos, quizá los más conocidos, en los que es muy palpable la transformación: el petimetre que, ante el espejo, ve su imagen trocada en la de un mono; la maja que, en igual situación, contempla una serpiente enredada a una guadaña; el militar trocado en gato enfurecido, de enhiestos bigotes, etc. Sin embargo,   —18→   el espejo es una coincidencia, y, como siempre, el resultado intelectual de una visión interior del artista. Más podrían valernos los numerosos casos de mezcla de formas humanas y animales que llenan las planchas de la serie (monos, aves, asnos, etc.). Por otra parte, no hay que perder de vista el gran supuesto del Valle Inclán joven -y de todo el ambiente modernista: la visión artística de la vida. La inexcusable necesidad de vivir desde y para el arte-. Pude demostrar hace ya años cómo Valle Inclán había trasladado al Palacio Gaetani, de Sonata de primavera, una sala del Museo del Prado, reconocible aún, Sonata en la mano, antes de la última ampliación2. Ante este conocimiento tan meditado y caluroso, ¿por qué no pensar en el Bosco, ante la universal mueca que el esperpento refleja? Si ya se ha hecho forzoso citar a Quevedo al lado de Valle, ¿por qué no recordar que Quevedo citaba al Bosco con admiración? ¿No sería esta una vía más de nexo, de estrecho lazo entre el modernismo y el nuevo arte de Valle a través de elementos artísticos? Y en cuanto al espejo como materia de logro literario, nos quedaría todavía que considerar su vigencia como motivo folklórico, tan vivo en narraciones e historias de valor tradicional, y que fácilmente podía ser reinterpretado por Valle Inclán3.

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Pero lo cierto ahora es que Valle Inclán ha hablado de unos espejos precisos, reales, exactos, que los primeros lectores de Luces de bohemia podían ver y buscar: los espejos de la Calle del Gato. Esos espejos han sido recordados vivamente por algunos críticos. Cronológicamente, recordaré tres ocasiones de exhumación del tema: Pedro Salinas4, yo (y pido perdón por ponerme en tan ilustre compañía)5 y Guillermo de Torre6. Y los tres hablamos de los espejos, del Callejón del Gato, de lo bien que se nos acoplaba allí la deformación de Valle Inclán, etc. Pero no hablábamos de la deformación misma. Nos quedábamos los tres en un círculo de asedio, de asalto a una ciudad lejana, el esperpento, que se quedaba tan fresco después de nuestras lucubraciones. No, ninguno de los tres hacíamos crítica literaria al hablar de los espejos. Era un Ah, sí, claro, ya me acuerdo, y, prácticamente, nada más. Era algo que excedía de la crítica literaria para entrar de rondón en la zona acariciada de las añoranzas y las experiencias personales. Las pequeñas diferencias perceptibles en el recuerdo sobre la condición de la tienda que utilizaba tal reclamo (para Salinas y para mí, una ferretería; para Guillermo de Torre, una carbonería) y sobre el número de los espejos (dos en Salinas y Torre, más en mi memoria) sirven para demostrar perfectamente que los espejos vivían en un trasfondo nostálgico, y que, al citarlos, nos   —20→   encontrábamos con algo nuestro, cordial y olvidado a fuerza de sabido y familiar. El Callejón del Gato y sus espejos han vuelto a funcionar en una provincia de íntima validez sentimental -siguen funcionando, cada vez que nuestra mirada se detiene, memoria herida, en el trozo ya célebre de Luces de bohemia, como funcionan al pasar por la callejuela aún viva y maloliente, y nos han impedido avanzar fríamente en la búsqueda de otras raíces aclaratorias y de más amplio horizonte. Todos los madrileños que ya no somos muy jóvenes hemos ido a mirarnos alguna vez a los espejos de la Calle del Gato, alboroto infantil permanente, atracción de paseos ciegos y sin rumbo por la ciudad. A todos nos evoca ese rinconcillo entre la Calle de la Cruz y la de la Gorguera (hoy Núñez de Arce) la presencia de unos gritos, de unas risas, algo que no entra en el quehacer del oficio escogido muchos años después. También Valle Inclán habrá pasado innumerables veces ante esos espejos y habrá visto su propia figura, ya de por sí algo esperpéntica, en las paredes de la ferretería. Tenemos multitud de testimonios, anécdotas, citas, etc., que revelan cómo Valle Inclán llamaba extraordinariamente la atención por su atuendo y su figura personales7. Llevémosle ante los espejos de la propaganda comercial. Entre la parroquia variopinta, guasa viva, mordaz, que tenían siempre los dichosos espejos, no habrá faltado una   —21→   voz, voz de la calle, que le haya destacado algún rasgo cómico al pasar. Ya nada más fácil que hacer una ligera pirueta mental y trasladar su vieja pompa modernista a la grotesca gesticulación que los espejos provocaban. En ese Callejón del Gato (de Álvarez Gato, el delicado poeta del siglo XV), atajo para ir del centro, de los numerosos cafés del centro, al Ateneo, al Teatro Español, de vuelta de innumerables tertulias, Valle Inclán ha visto reflejadas, un brillo inédito en el mirar, conversaciones, actitudes, aquiescencias, profesiones... Y ahí está su explicación del espejo, un gesto más ante el modesto, ingenuo reclamo de una ferretería. Aceptémosla como una más de sus copiosas invenciones, quizá como una de tantas apostillas del escritor decididamente visual que fue Valle Inclán, explicación que ha trascendido para siempre la existencia de ese pasadizo oscuro, triste, camino de ninguna parte.




ArribaAbajoUna literatura de arrabal

Sin embargo, no creo que debamos atenernos exclusivamente a la explicación de los espejos. Si, nos da, como era de esperar, una súbita luz sobre la deformación grotesca, pero no puede proyectarse sobre la deformación misma. Quizá no sea inútil buscar por otro lado, a ver si hallamos algo que, en su tiempo, pueda ayudarnos a ver, desde la vida cotidiana, desde la morada humana del hombre Valle Inclán, pueda ayudarnos, digo, a ver la concepción del esperpento como un todo armónico. Y creo haber encontrado algo muy sugerente e ilustrador. Es indudable que a una lectura rápida de Luces de bohemia nos brota un impreciso regusto de sainete, de zarzuela con tonillo de plebe madrileña   —22→   y ademán desgarrado. Este regusto se enreda con otros, es verdad, pero el hálito que más corporeidad alcanza de los varios que se desprenden de Luces de bohemia es el que el idioma despide: voz de la calle madrileña, cultismo y argot reunidos, creaciones metafóricas momentáneas, acunadas por una brisa a veces coloquial, a veces leguleya.

Nos sobran testimonios probatorios de la debilidad literaria de Valle Inclán. Aprovecha multitud de veces elementos de obras ajenas (en ocasiones obras enteras) para reelaborarlos con aguda maestría. (D'Annunzio, Merimée, Espronceda, cronistas de la conquista americana, el Dr. Atle, Ciro Bayo, etc.). ¿Por qué no habíamos de encontrar un pariente análogo en el trasfondo del esperpento? Una mirada al género chico, a los sainetes, a la poesía populachera de circunstancias, comenzaba, muy aprisa, a deparar algunas sorpresas. Ante todo, la decisión de usar literariamente, voces hasta entonces desterradas del ámbito literario. Por rápida que sea esa mirada, encontramos en seguida un léxico que vamos a reencontrar, revestido ya de dignidad literaria, en Luces de bohemia. Por ejemplo, Antonio Casero utiliza (no pretendo en manera alguna ser exhaustivo ni hacer estadística, sino solamente dar el espacio vital de cierto léxico) expresiones como un casual (Los gatos, en Discreteos); chanelar (idem, En el ambigú); ir o estar de incóznito, ser un pipi (idem); López Silva utiliza en su poesía guripa, menda, guillárselas, etc. Y aún nos tropezamos con algo muy familiar dentro de la arquitectura de la obra valleinclanesca: la cita de trozos literarios ilustres, a que tan aficionado es, y, especialmente, de Espronceda. Antonio Casero, en El juicio del año, dice:

C'haiga un cadáver más, ¿qué importa al mundo?



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Ante estas pistas prometedoras, vale la pena acercarse a esa literatura finisecular, costumbrista, teatral, orillada de cantables, en la que el pueblo de Madrid se veía oscuramente halagado. Debemos reconocer que, durante muchos años, esa literatura ha estado arrinconada, olvidada desde la gran altura que supuso la producción noventayochista y la subsiguiente, con la natural alteración en la trayectoria del gusto colectivo, pero no debemos despreciar sistemáticamente esos años del cruce entre los siglos XIX y XX. Existieron, tuvieron sus alzas y bajas vitales, y tuvieron, forzosamente, que dejar huellas en los jóvenes de entonces (el caso de Valle Inclán), en los que estrenaban su vocación de escritor y que pasaron ese tiempo con el alma alerta, tensa de novedades y afán de vivir. Es muy difícil escapar en la época de máxima plasticidad, a los pesos externos. Esa literatura, canturreada o recitada por todas partes, insensiblemente casi, con una frecuencia que hoy no podemos comprender (recordemos las numerosas funciones diarias y los copiosos teatros dedicados a ellas) acabaría por hacerse un hueco ineludible, por hacerse camino, por llegar a una meta más alta que la del público municipal y medio a que se dirigía. De añadidura, esas breves obrillas habían conseguido un espaldarazo, el de Rubén Darío, quien, en el prólogo de Cantos de vida y esperanza, en 1905, en el período de su más alto prestigio como jefe de la poesía renovadora, decía: «En cuanto al verso libre moderno... ¿no es verdaderamente ejemplar que en esta tierra de Quevedos y Góngoras, los únicos innovadores del instrumento lírico, los únicos libertadores del ritmo, hayan sido los poetas del Madrid cómico y los libretistas del género chico?». Tal afirmación, proviniente de Rubén Darío, personaje de Luces de bohemia, tenía que ser un mandato casi para Ramón del Valle Inclán. En esa zona de teatro arrabalero, localista y vulgar, de vuelo con   —24→   las alas rotas, tenía que haber algo. Había, por lo pronto, vida, un calor efusivo y fácil. Aunque la advertencia de Rubén no incida justamente sobre nuestra preocupación de hoy, la traigo aquí solamente como prueba de que algo había escondido detrás de esa zona popular -populachera casi- de teatro cantable o de sainete breve y alborotado, desde los que campeaba, eso sí, vibrante, enérgica, una alocada necesidad de burla, quizá de aturdimiento.




ArribaAbajoLiteratura paródica

Pero hay una variante de género chico particularmente interesante para nuestro propósito de hoy. Se trata de una ladera que, preocupada fundamentalmente con la burla, la broma, coloca ante un imaginario espejo cóncavo otras obras de cierta importancia. Creo que en esta manifestación paródica de la literatura teatral hay un claro antecedente del esperpento.

Fueron numerosos los frutos de la actividad paródica. Los libretistas y compositores encontraron en este sistema un procedimiento de renovación y nueva savia. Se parodiaron dramas y comedias famosas, óperas y zarzuelas. Medio mundo se ríe del otro medio: estreno en el Teatro Real, o en las salas distinguidas y opulentas, y, al poco tiempo, sin respiro casi, se estrena la parodia en otros teatros «populares», y, a veces, en alguno céntrico. Cara y cruz de la misma moneda. La bofetada, de Pedro de Novo y Colson, se estrena en el Teatro Español, el 15 de febrero de 1890. Un mes después, en Apolo, El mojicón, forma bien popular, y manual diríamos, de la bofetada. Dos fanatismos, de José   —25→   Echegaray, fue dada al público por vez primera también en el Teatro Español, el 15 de enero de 1887. Quince días después el Teatro Lara estrena Dos cataclismos, donde la obra de Echegaray es puesta en el más abrumador ridículo. Un tumulto de carcajadas escolta la parodia desde que se levanta el telón hasta el silencio final. «En España podrá faltar el pan, pero el ingenio y el buen humor no se acaban», afirma un personajillo de Luces de bohemia. «Y así, revertiéndonos la olla vacía, los españoles nos consolamos del hambre y de los malos gobernantes. Y de los malos cómicos, y de las malas comedias, y del servicio de tranvías, y del adoquinado» (E. VII). Consuelo -¿eficaz?- debió ser este arte intrascendente, fatigante a fuerza de risas. Las parodias iban por caminos muy variados en su realización (un último extremo sería el Tenorio modernista, con sus lapsos por «actos» y su rotulación idiosincrática, caricatura del léxico brillante y extraño de la poesía modernista), pero, en general, el procedimiento común se detenía en los fallos o debilidades de las obras parodiadas, a fin de poner en evidencia lo que de falso, ridículo o trasnochado encerraba la inmediata fuente de inspiración. Es decir, algo muy próximo a la deformación grotesca del esperpento, lograda a fuerza de una consciente degradación, de un tozudo rebajamiento en la escala de valores. Uno de los escritores que más destacó en la parodia fue Salvador María Granés, fecundísimo libretista (bordea el centenar de títulos la producción impresa). La tarea de Granés no conoció límites. Ya hemos visto como convirtió Dos fanatismos, de Echegaray, en Dos cataclismos; es también el trocador de La bofetada, de Pedro de Novo, en El mojicón. La lista abrumadora sigue por ese rumbo: La pasionaria, de Leopoldo Cano, se hizo en sus manos La sanguinaria, Thermidor, drama de Sardou que logró gran éxito en Madrid, se trocó en Thimador. Pero   —26→   su mayor dedicación fue encaminada a la parodia de óperas y zarzuelas. Carmen, la ópera de Bizet, se convirtió, en 1891, en Carmela, con música de Tomas Reig; Tosca, de Puccini, se transformó en La Fosca, con música del maestro Amedo. El molinero de Subiza se cambió en El carbonero de Suiza, y El salto del pasiego en El salto del gallego. La Dolores, de Bretón, se trocó en Dolores... de cabeza; La balada de la luz, zarzuela muy bien acogida por el público, obra de Eugenio Sellés y música del maestro Vives, se convirtió en El balido del zulú. Los títulos podrían multiplicarse, siempre con gran fidelidad al sistema entre grotesco y escarnecedor: Los enemigos del cuerpo, Una ópera en Azuqueca, Florinda o La Cava... baja, etc. Pero en esa copiosa lista de muecas burlonas ante la realidad hay una que nos interesa particularmente: La Golfemia, parodia de La bohème, de Puccini, obrilla estrenada en el Teatro de la Zarzuela el 12 de mayo de 1900. No puedo precisar la vigencia oral, coloquial, de la palabreja golfemia, pero es indudable que debió de circular mucho y quizá incorporarse a la conversación ordinaria, desprendida de su origen literario. La veo usada normalmente, sin conexiones escritas, por crítico tan destacado y agudo como Guillermo de Torre en su último ensayo sobre Valle Inclán: los personajes secundarios de Luces de bohemia, en la expedición identificatoria de Guillermo de Torre, «no admiten -dice- ni necesitan más que entre interrogantes una identificación precisa; son la golfemia -mezcla de golfería y bohemia- o, si se quiere, dicho más noblemente, componen el antiguo coro de las tragedias y zarzuelas». Se ve con deslumbradora claridad que el crítico ha utilizado corrientemente el término, probablemente como una situación repetida de los años en que esa palabra circulaba, y vemos, además, que, al emplearla, esta muy lejos de pensar en la parodia estrenada en 1900, cuando Ramón   —27→   del Valle Inclán andaba por los treinta y cuatro años8.

Andamos, pues, por un estrecho sendero Bohème-bohemia-golfemia, que nos lleva a través del ambiente de un Madrid «absurdo, brillante y hambriento». El mundo de artistas pobretones, desmelenados, desciende esa escalera hacia la ceniza total: un eco más o menos cercano de los personajes iniciales queda aún en la parodia de la ópera: Mimí se convierte en la Gilí; Rodolfo, en Sogolfo; el músico queda en organillero; Marcelo, pintor, se convierte en Malpelo, pintor de brocha gorda. Y así sucesivamente. ¿No hemos puesto las grafías consagradas, para seguir con la crítica tradicional del Callejón del Gato, ante un espejo deformante? En efecto. Veamos cómo funcionan las parodias y de qué procedimientos se valen.

Lo primero es una inocente disimulación de los nombres conocidos. Acabo de señalar cómo se cambian los personajes de La bohème. Hay siempre un abatimiento claro, burlesco, ridículo, en el trueque de los nombres, pero en el que se deja abierto un portillo al reconocimiento. Por leve que sea la familiaridad con el texto original, reanudaremos el contacto con el personaje auténtico. Así, Tosca se convierte en Fosca; Cavaradossi en Camama en dosis, el malvado Scarpia, en el más popular y martillable Alcayata. Puede reconocerse a la marquesa Attavanti en la Echá palante, propietaria de una taberna. En la parodia de Curro Vargas, la obra aplaudidísima de Joaquín Dicenta y Manuel Paso, el personaje se llama Churro Bragas; la madre de Soledad, Angustias en la comedia, se llama aquí Fatigas, etc. En El mojicón, el héroe principal, Marqués de Leiza, se convierte en el Lezna; Alberto, en Ruperto; y el Doctor Aranda en el Albéitar   —28→   Mal Anda. Los personajes de Dos fanatismos se truecan de manera análoga: Don Lorenzo Cienfuegos y don Martín Pedregal, los dos fanáticos exclusivistas, son, respectivamente Lorenzo Cienchispas y Martín Pedernal, con lo que la constante fricción en que viven ambos queda patentemente expuesta aún para el más ignorante. Detrás de estas caretas se adivina la concesión a una monumental carnavalada de dudoso gusto, basada en sentimientos muy elementales y a flor de piel (envidia, resentimientos, frustraciones, etcétera). A veces, la deformación del nombre obedece a una simple mala equivalencia acústica. Tal ocurre en casos como Turrón de Gijona por Terrón de Girona, nombre de un personaje que protesta por el equívoco en El gorro frigio, sainete de Félix Limendoux. (Y cito este caso para ver solamente que también en producciones no paródicas podía darse el procedimiento.) En fin, nombres, detrás de los cuales el espectador medio sabe que algo se oculta. Dada la frecuencia, el hábito de la parodia, ya cabe pensar que para mucha gente sería fácil suponer a alguien detrás de cualquier nombre, hubiese figurado o no tal intención en la mente del escritor. ¿No nos estamos acercando insensiblemente a la reiterada manía de reconocer a todos los personajes de Luces de bohemia? ¿No es ya un hábito el preguntamos todos, al abrir las paginas desazonantes del libro, «quién será éste, y quién será aquél»? Los nombres han sido desvirtuados, algunas veces mucho, pero han quedado los datos. (No olvidemos que Luces es un libro para una minoría entonces muy familiarizada con lo que allí se dice.) No ha sido difícil reconocer a Ciro Bayo detrás de don Peregrino Gay. Quedan en el nombre aún las resonancias de sus peregrinaciones por tierras y pueblos de un lado y otro del Atlántico, del hombre que «ha escrito la crónica de su vida andariega en un rancio y animado castellano». La prosa de Lazarillo español   —29→   y de El peregrino entretenido se asoma tras el doblez de la página. ¿Cómo no se iba a reconocer este personaje entre gentes que, como Azorín, habían escrito con calificativos análogos a los de Luces sobre la obra de Ciro Bayo? ¿Ha sido un esfuerzo reconocer detrás de Zaratustra al viejo librero Pueyo, editor de tantos y tantos escritores del tiempo? Pero ¿por qué esa librería y no otra cualquiera de las que había por las calles de Jacometrezo y del Horno de la Mata, antes de la alteración del barrio por la Gran Vía? Pío Baroja ha dado testimonio indirecto de la librería en Las horas solitarias: «Este librero suele hacer en el fondo de su barraca una especie de tienda de campaña con cuatro lonas, y allí suele estar escondido a las miradas del público, en invierno al lado del brasero, donde quema tablas que echan un humo irrespirable»9. Ese brasero es el que sigue proyectando su humo maloliente, en espirales de pobreza y desamparo, y ya definitivamente, desde las páginas de Luces de bohemia. No importa que nos equivoquemos en el margen detectivesco de las localizaciones rigurosas: eso no importa. Sí es en cambio válida la visión que despierta de horas de frío y de cansancio, paseadas sin rumbo, acostadas al refugio de una tertulia entre libros -libros ajenos- en un rincón de editor -que quizá nos engañe-, sin más bagaje que el desaliento y la bien hincada vocación de escribir. En ese mote, Zaratustra, cuánto de la charla sobre Nietzsche se deja entrever, ese Nietzsche que llenó de pasmo a la juventud del 98.

Pero sigamos con los reconocimientos. La minoría lectora, el público en que piensa Valle Inclán, reconoce al Ministro de Luces de bohemia. Se trata de Julio Burell, periodista   —30→   amigo de los intelectuales, el que nombró a Valle Inclán profesor de Estética de la Escuela de Bellas Artes, en 1916. Burell fue ministro de la Gobernación en 1917, de abril a junio, en que, bajo el Gobierno Dato, le sucedió en el Departamento Sánchez Guerra. Volvió a ser Ministro de Instrucción Pública en noviembre de 1918, también muy fugazmente. (Ya no lo es en enero de 1919.) Se trata, pues, de una de esas sombras que pueblan la trágica mojiganga. Pero su trato con los escritores, sus favores a varios de ellos, su acusada personalidad de hombre de letras en un sentido general, vocación arrinconada quizá por la política, se ve bien palpablemente en el personaje del esperpento. Sobre todo eso: el contraste entre una vocación y una forma de vida más brillante, pero quizá envuelta en sutiles purpurinas10. En el entierro de Max Estrella nos encontramos con Basilio Soulinake, «fichado en los registros de la policía como anarquista ruso». Se trata de Ernesto Bark, ruso emigrado,   —31→   que escribió diversas obrillas de difícil catalogación, pero entre las que descuella La santa bohemia, opúsculo de 1913, donde nos encontramos con todas las caras conocidas de ese submundo nocherniego de cafés, buñolerías, mucho aguardiente y poco dinero. El propio Sawa anda entre las páginas absolutamente olvidadas hoy de Ernesto Bark. Y la noticia de su anarquismo nos llega a través del propio Alejandro Sawa: Ese Ernesto Bark -nos dice en Iluminaciones en la sombra, su libro póstumo- «podría llamarsele un excesivo. ¿Tuvo allá en sus mocedades, curiosidad del mundo? Recorrió Europa. ¿Tuvo el ansia intelectual de convertir las ideas en dinamita? Fundó en Ginebra un periódico revolucionario. ¿Quiso diluirse en arte y armonía? Fue virtuoso en Italia. ¿Quiso amar con todas sus potencias y ser amado? Fue esposo en España. Y siempre, perdurablemente, fue un gran exagerado del pensamiento en acción»11. Aún dice más cosas Sawa sobre su amigo Ernesto Bark, el hombre que supone que no está muerto Max Estrella y necesita comprobaciones científicas. Es cierto que, para nosotros, Ernesto Bark no es nada: tan solo un nombre. Sin embargo, sentimos una escondida simpatía por esta figura rebelde y anónima, que llegó a la turbamulta hambrienta de Madrid, Dios sepa con qué azares fugitivos a la espalda, que aún le quedaban ganas de escribir, de luchar con editores e impresores, y quizá de acariciar sueños de conspirador.   —32→   Nadie sabe cómo fue la escena auténtica del entierro (en la que tanto hay de desnuda, estremecedora verdad), pero lo cierto es que Ernesto Bark se reconoció en Basilio Soulinake, que es lo esencial. Azorín me ha recordado en una conversación privada que Ernesto Bark, al leer la entrega de Luces de bohemia donde se narra el entierro, se dejó arrebatar por la furia y arremetió contra Valle Inclán a bastonazos, calle de Alcalá, acera del Banco de España. Azorín recuerda cómo Valle Inclán, «un poco asombrado», le consultó qué debía hacer. El asombro de Valle nos prueba que los parodiados o imitados tenían el hábito de dejarse llevar, de sonreír, y no el de tomar decisiones arrebatadas.

Aún hay más gente que pudo reconocerse en el libro, detrás de la máscara de un nombre. No ha faltado quien haya entrevisto incluso un modelo vivo para la Pisa Bien, en una vendedora callejera de lotería, uno de aquellos personajes de la calle madrileña que todo el mundo conocía y que vivían de manera misteriosa y casi legendaria12. Dorio de Gádex firmó así, tenía ya su personalidad admitida como poeta y bohemio. El «ceceoso como un cañí» hunde en la prosa cotidiana el Gádex del apellido literario. «De los más eximios galloferos de aquel momento» le llama Eduardo Zamacois en sus memorias. Este mismo autor nos dice de la manía que «Don Dorio» (así le llama) tenía de hacerse pasar por hijo de Valle Inclán, anécdota que cuenta entre las más pintorescas del nutrido repertorio de nuestro autor13. Gálvez es Pedro Luis de Gálvez, sonetista famoso en el mundillo posrubeniano, y quien, a juzgar por los recuerdos de los contemporáneos, albergaba por igual la descarada   —33→   picaresca y la audacia más insospechada. Es el tantas veces citado como portador del cadáver de un hijo por los cafés, pidiendo dinero para enterrarle, y quien vendió a su mujer, o se la jugó, o quién podría poner ahora orden entre la verdad y la leyenda, acrecentada en las charlas de café y en las memorias quebradizas. La vida de Pedro Luis de Gálvez llegó hasta la guerra civil del año 36, y aun desempeñó papeles importantes en ella, hasta morir trágicamente al finalizar la contienda. Se han reconocido algunos otros, sin dato alguno concreto por parte de Valle Inclán que pueda autorizarlo. Son, sin más, los «epígonos del Parnaso modernista». Detrás de los nombres de esa agrupación que alborota en las redacciones y en las churrerías de la noche madrileña (Rafael de los Vélez, Lucio Vero, Mínguez, Clarinito, Pérez) se esconderán voces acalladas ya por los giros de la sensibilidad y por la muerte (real o en vida), estarán, sin necesidad de real adscripción, los poetas secundarios que aparecen con más o menos regularidad en los periódicos del tiempo (ABC, Blanco y negro, España, El Imparcial, etc.): Goy de Silva, Antonio Andión, Rafael Lasso de la Vega, Juan José Llovet, Camino Nessi, González Olmedilla, Moreno de Tejada, Cristóbal y Miguel de Castro, etc. Quizá Emilio Carrere, Pedro de Répide. Toda una flotante teoría de gentes con preocupaciones económicas, vocación de versificador y paisaje noctámbulo. Figuras espectrales casi, que forman el poso aliquebrado de los vencidos. Desfile carnavalesco, «pipas, chalinas, melenas», la cáscara rugosa de una fugaz fruta, poesía14.

  —34→  

Todos los críticos de Valle Inclán han estado de acuerdo en que Max Estrella es la contrafigura de Alejandro Sawa, el escritor muerto, ciego y loco, en 1909. Luis Sánchez Granjel ha trazado recientemente una semblanza acertada del escritor olvidado, citado frecuentemente en las memorias de Baroja, y presente en tantos testimonios de los contemporáneos. De todos los datos que de él tenemos sobrenadan los referentes a su aspecto personal, su imponente barba, su porte de señorío, su conversación arrolladora y deslumbrante, que no supo trasladar a flor de página. Aparte de los críticos de la época (Luis París, Prudencio Iglesias Hermida, González Blanco, L. Bonafoux, Cansinos Assens, etc.) nos han dejado semblanzas del andaluz hiperbólico, «poeta de odas y madrigales», personalidades tan varias como Pío Baroja, Rubén Darío, Ruiz Contreras, Eduardo Zamacois. De entre todas destaca el breve epitafio de Manuel Machado:


    Jamás hombre más nacido
para el placer fue al dolor
más derecho.
Jamás ninguno ha caído
con facha de vencedor
tan deshecho.
Y es que él se daba a perder
como muchos a ganar.
Y su vida
por la falta de querer
y sobra de regalar
fue perdida.
    Es el morir y olvidar
mejor que amar y vivir,
y más mérito el dejar
que el conseguir?...15.


  —35→  

Alejandro Sawa, otra sombra en loca carrera hacia el olvido. Lo que no pudo su esfuerzo, su anhelo de permanencia, lo ha conseguido esta alharaca nocherniega por los callejones del Madrid austríaco, por las delegaciones de policía, por las tabernas escondidas. Alejandro Sawa ya no es otra cosa que Máximo Estrella, ciego, atravesador de la madrugada madrileña camino de la muerte. Lo demás, sus horas de ilusión o de amargura, son simplemente un apoyo, también literario, también escurridiza filigrana entre la verdad y la fantasía.

Sawa-Estrella aparece en Luces de bohemia acompañado de su mujer y de su hija. La mujer, Jeanne Poirier, una francesa «santa del Cielo, que escribe el español con una ortografía del Infierno», esta trasmutada en Madame Collet. La hija, de la que, como era de esperar, no poseemos dato alguno literario, figura que ni siquiera alcanza perfiles concretos, los cobra auténtica y dolorosamente, voz y bulto, al leer la carta que la viuda de Sawa dirige a Rubén Darío con motivo de una petición de auxilio (4 de enero de 1916): «¿Qué puedo decirle? Lo vulgar, darle las gracias por mi hija y por mí»16. Ahí aparece real y verdaderamente la muchachita de Luces de bohemia. La historia, esta vez sin degradar, sino sirviendo de fondo a la miseria circundante, surge abrumadora en las primeras líneas del libro.

MAX.-  Vuelve a leerme...

M. COLLET.-   Ten paciencia, Max.

MAX.-  Pudo esperar a que me enterrasen.

M. COLLET.-  Le toca ir delante.

—36→

MAX.-  Mal vamos a vernos sin esas cuatro crónicas. ¿Dónde gano yo veinte duros, Collet?

M. COLLET.-  Otra puerta se abrirá...


(E. I)                


Aparentemente, en la carrera de juicios sobre la constante deformación del libro, esto sería una contrafigura más. Sin embargo, la entrada inaugural de Luces es descarnadamente realista, fotográfica casi. Asistimos a un dialogo entre un matrimonio al que le acaba de llegar, en su pobreza arrastrada, la noticia de la pobreza rotunda, sin riberas. Es desnuda y escueta enunciación de algo que real y positivamente acaeció. Lo revela una carta de Ramón del Valle Inclán a Rubén Darío, comunicándole la muerte de Alejandro Sawa:

El fracaso de todos sus intentos por publicarlo [se refiere al último libro de Sawa, Iluminaciones en la sombra, que apareció póstumo, en 1910] y una carta donde le retiraban una colaboración de sesenta pesetas que tenía El Liberal, le volvieron loco los últimos días. Una locura desesperada. Quería matarse17.


¿Qué deformación podemos encontrar ahora en el proyecto de Max Estrella?: «¿Y si Claudinita estuviese conforme con mi proyecto de suicidio colectivo?». «Con cuatro perras de carbón podíamos hacer el viaje eterno» (E. I). El escueto Quería matarse, de la carta de Valle Inclán, se agiganta, se reitera en el «regenerarnos en un vuelo», frase con que Max invita a su lazarillo a tirarse por el Viaducto de la calle de Segovia. No, no se trata de una frasecilla. Y si pensamos en la admirable arquitectura del libro, que se cierra, precisamente, con el posible suicidio de las dos mujeres por el tufo («Con cuatro perras de carbón») de un   —37→   brasero, vemos que la tan cacareada deformación ha consistido casi estrictamente en seguir paso a paso una realidad entumecida, poblada de amarguras. La desaparición de las dos mujeres, sea cual fuere su interpretación literaria, acontece de verdad, inexcusable desenlace, una vez extinguida la ilusión, la fantasía caudalosa del poeta hiperbólico que no deja detrás más que una pena en creciente, soledad sin orillas.

Vamos, pues, reconociendo a gentes que tuvieron su hueco sobre esta tierra de Dios, disimuladas, insinuadas para unos cuantos, familiares a unos pocos. Exactamente como puede ocurrir con los espectadores o lectores de las parodias. La vida se desliza, ahí, al margen de lo cotidiano, pero sin perder el contacto con ello nunca. Una mutua vigilancia celosa, que nos lleva de vaivén en vaivén, entre la vigilia y el sueño. Podríamos, aun a riesgo de alejarnos algo del orden previo (digamos que el orden en Luces de bohemia es el desorden, una inspiración quebrada, a borbotones) reconocer muchos detalles más, hechos simplemente por el placer de develar la realidad ante nuestros gestos cómplices. Así ocurre por ejemplo con Bradomín, Valle Inclán. Se trata de una de las pocas ocasiones en que la identidad entre el famoso Marqués y su creador es muy manifiesta, irreprochablemente manifiesta. Es en la Escena XIV, en el prolongado diálogo entre Bradomín y Rubén Darlo. El Marqués anuncia que va a buscar quien quiera comprarle el manuscrito de sus memorias (Y que no alude a las Sonatas es muy claro, en contra de lo que se ha querido deducir, sino que piensa en un nuevo elemento de literatización; alude a unas «memorias», es decir, Memorias totales, no sólo a las fragmentarias y sentimentales que son las Sonatas: se trata de un esguince disimulador, paródico ya, para entendernos. Lo demuestra que haya añadido en el libro lo que no figura   —38→   en la redacción primera: «Mis Memorias se publicarán después de mi muerte. Voy a venderlas como si vendiese el esqueleto»). Pues bien, la razón que el Marqués da para autorizar la venta de sus memorias está en que se encuentra arruinado: «Necesito dinero. Estoy completamente arruinado desde que tuve la mala idea de recogerme a mi Pazo de Bradomín. ¡No me han arruinado las mujeres, con haberlas amado tanto, y me arruina la agricultura!». Detrás de estas frasecillas, aparentemente inocentes, se oculta otra verdad, sólo reconocible para algunos: ahí se agazapa la aventura labrantina de Valle Inclán, quien, allá por los años primeros de la primera guerra mundial, se refugió en La Merced, finca cercana a La Puebla del Caramiñal, en un arranque de señor rural. Allí nacieron varios de sus hijos. La aventura, naturalmente, no resultó tan lucida como su héroe pretendía18.

El libro, se nos va deshaciendo entre las manos en una cadena prolongada de súbitos deslumbramientos y de confusos, estremecedores perfiles en sombra. Siempre incompletos, siempre al pasar. Que cuando los hayamos establecido en un hueco de nuestra memoria tengamos que detenernos, no seguir, dejamos acorralar por la duda y, cautelosamente, empezar una nueva pirueta mental. Pero esas ráfagas llenan Luces de bohemia. Este es el caso preciso de Don Latino de Hispalis. Imposible darle el otro nombre, el del documento jurídico, la partida de bautismo, fe de vida que nos tranquilice. Se ha pensado en muchas personas con ingenua terquedad detectivesca. Se ha propuesto incluso que se trata de un disfraz de Diego San José19 lo   —39→   que me parece fuera de toda posibilidad. Los críticos más sensatos se limitan a decir que es de dudosa identificación. ¿Qué más quería Valle Inclán? Pienso que no hay que buscar mucho. Yo quiero ver en Don Latino al propio Sawa. Es un desdoblamiento de la personalidad. Lo que Sawa habría hecho en el envés de su cara noble y avasalladora. El otro Sawa. El que, lejos de la sabiduría verlainiana, engaña a quien puede y vive del sablazo ocasional; el que es de Hispalis (Alejandro Sawa no nació en Málaga, como se creía, sino en Sevilla); el que vivió en París de la Editorial Garnier (como Zamacois ha recordado en sus memorias); el hombre que andaba y andaba por las calles de Madrid con un perro, ese perro que Sawa empleaba para llamar la atención, que usaba seguramente no por afición canina, sino por elemental necesidad de lazarillo, y que Sawa literatizaba equiparándose a sí mismo con Alfonso Karr, el escritor francés a quien quería parecerse y quien también andaba siempre con un perro20. La pirueta del   —40→   perro sobre el ataúd es quizá el último calor que acompaña la desdichada peripecia humana de Alejandro Sawa. Sí, en ese Don Latino, tambaleándose en los mostradores de las tabernas, intentando convidar sin pagar nunca, vemos la misma escena de taberna que Zamacois ha contado en sus memorias, excelente retrato de la incapacidad económica de Sawa21.

Ráfagas, ráfagas fugaces, cegadoras. ¿Qué otra cosa es el recuerdo del «Viva la bagatela», tan traído y llevado, proviniente de un artículo de Azorín, o del «tropel de ruiseñores», de Villaespesa, o del «fuego de virutas», parodia de una frase querida de Don Antonio Maura? Y tantas más. Recuerdo ahora tan sólo aquellas que aparecen como una música de fondo, sin desempeñar un papel personificador, como lo hacen otras muchas de las que más tarde me ocupare. Como en una de las parodias corrientes, a las que el público español estaba tan acostumbrado, desfilan delante de nosotros hechos, caras, sucesos, conversaciones, y, aparentemente, con el mismo afán de burla que las parodias conllevan. Pero, insistamos, aparentemente. Una cenefa de sombra nos avisa de que no todo es broma allí, de que algo está pasando. Ya veremos qué.



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