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ArribaAbajoRegresemos a las parodias

Pero volvamos a lo paródico. Quiero antes de nada curarme en salud. No pretendo llegar a la conclusión, por mucho que me ayuden los parecidos y las coincidencias, de que en esas obritas del género chico claudicante encontrase   —41→   Valle Inclán la raíz -la fuente, según la vieja crítica- de su quehacer esperpéntico. Pero sí quiero señalar la presencia de un arte secundario (pero arte, materia cotizable y viva) en los años de su formación y de su segunda juventud, que forzosamente, ha de haberle dejado huellas, hábitos, siquiera el acostumbrar su habla y su mirada, y su contorno, a los gestos y expresiones, e incluso al ángulo visual que tales obrillas producían. Es un ademán del tiempo, al que es inútil intentar sustraerse. En un hombre como Valle Inclán, tan dado a la visión libresca del mundo, ¿no sería posible acabar por encontrarle esa vena en su faena esperpéntica? ¿No era ya una parodia sangrante de la vida modernista la ruin realidad de la vida de esos poetas y escritores, siempre luchando con la pobreza, con las colaboraciones no aceptadas o mal pagadas? Sí, tan a la mano como los espejos de la Calle del Gato estaba la atmósfera teatral, en la que Valle estaba siempre metido, ya actor, ya autor, atmósfera saturada de obras como La golfemia, cuyo éxito en Madrid ya he señalado atrás. Y como tantas otras que aún nos van a ayudar.

Mirando la estructura, los recursos de que se valen las parodias, nos tropezamos con nuevas sorpresas, nuevos puntos de contacto. Se ha destacado la insistencia, significativa insistencia, con que Valle Inclán recurre a los muñecos para retratar a sus personajes. Es un gesto repentinamente despoblado, hueco, que trueca la humanidad en desprevenido hielo, en desmayo acartonado22. Muñecos, fantoches, peleles, guiñol, etc., son palabras expresivas de estas situaciones súbitas, alocadas, detenidas en un gesto sobresaltado, película accidentalmente detenida. Un aire total de marionetas lanza a estos personajes sobre el tablado. Una de las expresiones   —42→   más representativas y acertadas del sistema estético esperpéntico es la de comparar a los personajes, en los momentos decisivos, con un pelele. Peleles abundan en Tirano Banderas, en El ruedo ibérico. Nada más eficaz para dar precisa visión de la vida huidiza, de las muecas vacías, laxas, sin vigor interior, vidas acosadas por la brutalidad de un azar cualquiera. Luces de bohemia tiene un buen repertorio de fantoches y peleles: «Don Latino guiña el ojo, tuerce la jeta y desmaya los brazos haciendo el pelele» (E. última). Sin cita expresa, vemos la muñequería en el arrebato de Claudinita: «Claudinita con un grito estridente tuerce los ojos y comienza a batir la cabeza contra el suelo» (E. XIII). Un pelele plantado a la puerta es la aparición del cochero de la carroza fúnebre que ha de llevar al cementerio el cadáver de Max Estrella: «Narices de borracho, chisterón viejo con escarapela, casaca de un luto raído, peluca de estopa y canillejas negras» (E. XIII). Los acompañantes del duelo, «arrimados a la pared, son tres fúnebres fantoches en hilera» (E. XIII). Estamos a un paso de los escalofriantes carnavales de Solana o de Ensor. Un pelele total, frío y descoyuntado, es Máximo Estrella al ser encontrado muerto en el portal de su casa, amanecer arriba: «El cuerpo del bohemio resbala y queda acostado sobre el umbral, al abrirse la puerta» (E. XII). También es un mísero pelele el niño muerto por las balas policiacas, muñeco informe en los brazos de su madre. Pelele, en fin, es siempre Max Estrella, ciego, deteniéndose campanudo y rodeado de repentino silencio, antes de llegarse a algún sitio, al entrar, al empezar a hablar, obligado a un torpe gesto por la ceguera.

Pero observemos una de estas citas. Don Latino, en ese momento vacío que acabo de recordar, no mueve los brazos como un pelele, sino haciendo el pelele. Es decir, los mueve bajo un consejo de dirección escénica. Como se hace el pelele   —43→   en algún sitio u ocasión en que tenga que hacerse el papel de pelele. Y esto nos conduce de nuevo a las parodias. La voz pelele no ha tenido mucho uso literario. Aparece ya en Moratín, con el valor de «muñeco de trapos y paja que se apedrea en los carnavales». Así vive aún en algunas comarcas laterales (Extremadura, por ejemplo). Es muy fácil el paso a hombre de paja, simple, con que se va usando a lo largo del siglo XIX (Rivas, Galdós, Bretón), con fronteras no muy precisas. Es en el cruce de los dos siglos cuando la voz se pone en circulación tumultuosa: Pardo Bazán, Ricardo de la Vega, Pereda, Selgas, Manuel Machado, Unamuno, Blasco Ibáñez... Encontrarla en El santo de la Isidra, en los sainetes de Javier de Burgos, en López Silva, en Ricardo de la Vega es ya lo obligado. Entre Ángel Guerra, 1890, y El resplandor de la hoguera, 1909, la palabra debió circular mucho. Todavía sale en Troteras y danzaderas, libro que tantas relaciones íntimas tiene con Luces de bohemia. La frecuencia de esta voz, moviéndose en un espacio humano en el que todos están de acuerdo sobre su empleo, me obliga a pensar que hay algún motivo que ha colaborado a su propagación. Y el motivo lo encuentro en las parodias, en el uso de peleles como recurso escénico socorridísimo. Veamos algunos ejemplos.

Estamos en 1897. Teatro Eslava, de Madrid, a 15 de febrero. Noche con el frío madrileño, que haría más atrayente la buñolería (esa buñolería modernista, de donde se desfleca el coro de poetas hampones, la buñolería recordada por Gómez de la Serna, con sus vahos de aceite y de aguardiente y de recuelo, su cuchillada de luz en la sombra de la amanecida)23. Se estrena ¡Simón es un lila!, parodia de la   —44→   famosa ópera de Saint Saëns, Sansón y Dalila, que ha logrado pleno triunfo en el Teatro Real. La parodia tiene letra de Enrique López Marín y música del maestro Arnedo. En la escena segunda del primer cuadro, se supone que Simón (el reflejo de Sansón) ataca a un joven, Embeleco: «Simón se abalanza sobre Embeleco, que sale huyendo por el foro izquierdo, donde le trinca casi a la vista del público, si bien coge un pelele -exacta contrafigura de Embeleco- de manera que parezca realmente ser el auténtico alcanzado por Simón. Éste saca al pelele arrastrando, cogido por el cuello, hasta el centro de la escena, sin acercarse al proscenio. Loco de ira, lo descuartiza en seis pedazos, tirando cada uno por un lado, en tanto que «el otro» grita entre cajas, y los barberos retroceden y hacen aspavientos en presencia de aquel cuadro de horror. No hay para qué significar la semejanza que debe existir entre Embeleco y la contrafigura, porque en esto solamente estriba el «efecto» del crimen. Como se haga bien, el público se cuela. La experiencia lo ha demostrado». Este pelele volverá a salir en el segundo acto, sin vida alguna, verdadero fantoche apoyado en un tonel y coronado de pámpanos.

La cita ha sido un poco larga, pero ilustrativa. Nos dice transparentemente cómo ha de ser el comportamiento del pelele: abandonarse, quedarse sin hálito y mover los brazos sin otra fuerza que la gravedad. Retengamos, de paso, algo de este léxico: trincar, colarse, el tono general de descuido   —45→   con que se habla. Y comprobemos en seguida que el pelele de ¡Simón es un lila! no está solo. Salen peleles en Guasín, la parodia de Garín, de Bretón. Salvador María Granés presenta un excelente repertorio. En La Fosca se utilizan restos de un muñeco grande, que sacan, en trozos, de un banasto, y que representa a Camama en Dosis (Cavaradossi) después de haber sido apaleado por la policía. También salen muñecos, en este caso movidos por hilos, en El balido del zulú. En el mismo año 1897, se estrenó, asimismo en Eslava, Los cocineros, de E. García Álvarez y Antonio Paso, con música de Quinito Valverde y Torregrosa. El éxito de esta obrilla fue extraordinario y sus cantables llenaron los patios madrileños durante largo tiempo. Y también los peleles desempeñaban en ella una misión primordial. Un muñeco, parecidísimo a un personaje, plantea situaciones comprometidas y ridículamente amenas. Un número musical que debió entrarse por todas las puertas y ventanas madrileñas fue precisamente el dúo del pelele. Es decir, por todas partes la presencia inevitable de cierto modo de moverse, de brazos caídos, exánimes, acosaba la conciencia colectiva, acostumbraba a designar cierto tipo de visajes y de movimientos. Como dije antes sobre La golfemia, no pretendo, en manera alguna, descubrir «la fuente», sino destacar la existencia de un clima común, de una filigrana vital que puede ser utilizada de muy diversas maneras por los contemporáneos. En realidad, se trata solamente de hacer ver cómo el aliento más profundo y dotado de Valle Inclán eleva las criaturas grotescas a una altura imprevisible dentro del tono menor de las comedias y de las parodias24.



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ArribaAbajoLiteratización

Vamos a enfrentarnos ahora con el nexo más evidente entre toda la obra artística de Valle Inclán y una pueril, externa condición de ese arte menor y popular, arte de entrecasa, que es el género teatral en la encrucijada de los dos siglos. Si hay un rasgo vivo en el arte de Ramón del Valle Inclán, rasgo que pueda definírnoslo rápida y certeramente es el culto a la literatización. Se trata de un hecho de claro abolengo modernista, expresado de mil modos. Conocemos cómo Valle Inclán ha buscado fuentes de inspiración en obras ajenas, en cuentos de no muy destacado valor, en los viejos cronistas, etc. En sus años jóvenes, como componente de una actitud estética, la vida toda estaba enajenada, apoyada en sostenes de valor artístico: siempre al acecho, entre los repliegues de la página, la magia de la cita literaria. Las Sonatas son excelente ejemplo de tal voluntad. Bradomín, «un don Juan», vive desde una «leyenda», y sueña con «extremos verterianos», anhelaría verse en «historias» y «cantigas», etc. Ovidio, Aretino, Petrarca, Petronio, Flaubert, Barbey d'Aurevvilly, etc., se escurren, disimulada o paladinamente, por la urdimbre de las cuatro novelitas: son el fondo melódico a su fluir erótico. Y, sobre todo, Zorrilla y Espronceda. Incapaz de la desnuda expresión directa, el modernista ha de recurrir siempre a un modelo, a una muleta de prestigio. Pues bien, al acercarnos a Luces de bohemia, nos asalta por todas partes esta presencia de la «literatura» en citas, en recuerdos, en alusiones simuladas, en nombres concretos. Solamente para citar los más visibles (que, de seguro,   —47→   hay muchas más pruebas, agazapadas arteramente), recordaré algunos.

Al entrar Max Estrella en la librería de Zaratustra, en aquella corte de un librero giboso, un gato y un perro enfurecidos y un loro que lanza gritos patrióticos, el poeta ciego saluda con una expresión calderoniana:

  ¡Mal Polonia recibe a un extranjero!


(E. II)                


Nuevamente surge Calderón cuando Max, en una charla con el coro modernista sobre la gloria y el acatamiento literarios, expone: «Para medrar, hay que ser agradador de todos los Segismundos» (E. IV). Idéntico papel desempeñan en la andadura total del libro otras citas ilustres. Dorio de Gádex saluda, dirigiéndose a Max, con el rubeniano «Padre y maestro mágico, ¡salud!» (E. IV). Max, en la cárcel, dialogando con el obrero catalán, lanza un «Alea jacta est!» (E. VI). El redactor de un periódico, ante la conversación tumultuosa de los demás, cacarea: «¡Juventud, divino tesoro!» (E. VII). En otros casos, el texto ajeno queda incorporado a la conversación («Esta noche te convido a cenar. ¡A cenar con el rubio champaña, Rubén!», E. IX), o se resbala por las grietas de las acotaciones escénicas («Es el Rey de Portugal, que hace las bellaquerías con Enriqueta la Pisabién, Marquesa del Tango», E. III). Y muchas más, y las numerosas imágenes literarias que evocan los nombres, tan copiosos, los textos mutilados, etc.25.

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Sí, se vive desde la literatura, pendientes del gesto, de la voz, de una erudición a veces superficial y limitada, pero siempre evocadora, irresistible torbellino que aleja a elegidas zonas de ensueño la próxima realidad marchita y claudicante. Pero notemos la grave diferencia radical entre unas y otras. Las citas literarias (o artísticas en general) de las Sonatas funcionan con absoluta seriedad. Dan dignidad a las situaciones, son semejantes a brillos ilustres, a piedras preciosas que, engarzadas en la prosa corriente, aquilatan la exquisitez del autor, de los personajes, del ambiente total de escenografía en que las novelitas se van desenvolviendo. Es decir, es natural casi que un personaje literatizado se vea dentro de Werther, le guste evocar a Espronceda o a Byron por la forma de su peinado o de su vestir, e, inevitablemente, pensar en la manquedad de Cervantes ante la propia manquedad. Incluso en las citas donde pudiera percibirse un deje irónico, existe una adecuación entre el texto empleado y la situación que lo acarrea. Hay una armonía artística, previa, preestablecida, canónica. En todos los ejemplos de Luces de bohemia domina, muy al contrario, la absoluta desproporción (la ceguera, diríamos, para mantener un acorde con Max Estrella). Y los textos se desmoronan en fría estridencia, de improviso despoblados. El conflicto mental entre lo realmente evocado por la cita y la realidad de la situación que la provoca es la raíz de toda expresividad cómica, paródica, que, al rellenarse de cierta amargura o desencanto, ya tendremos que llamar esperpéntica. Reconsideremos los ejemplos citados: «¡Mal Polonia recibe a un extranjero!» lo dice Max ante una cueva sucia, donde un coro de animales ridiculiza el sentimiento de patria, y donde va a ser ladinamente estafado. Nada hay que recuerde la circunstancia del drama calderoniano. Más hiriente resulta, sin duda, el saludo de Dorio de Gádex a Max, «¡Padre y maestro   —49→   mágico, salud!». Basta, para comprenderlo, entornar los ojos y considerar que la frase, extraída de un responso (el extraordinario a Verlaine), se cierre con un ¡salud!, dirigido al poeta ciego, hambriento, que va a morir dentro de unos instantes. La anticipación funeral que el verso ilustre envuelve hace que el entornamiento de ojos se resuelva en un escalofrío, en un apartarse amargo de la circunstancia. De ninguna manera cuaja frente a los «epígonos del parnaso modernista», deshechos en inútil alharaca, el «¡Juventud, divino tesoro!», con que el funcionario del periódico les ameniza la espera. No podremos encontrar momento más cargado de silencios auténticos, donde lo único que hacen los presentes es notar su vejez, en sentirse fuera del hoy perentorio. Aún más ridículo es el testimonio del «rubio champaña» en boca del más que desvalido Max Estrella -que acaba de empeñar la capa, de ser estafado, que morirá de hambre y de frío-. En fin, cualquiera de las evocaciones literarias registradas participa de esta mueca atroz de desencanto, de amargura, de llamada obsesionante a la implacable aridez de la existencia cotidiana.

Pues bien, la literatización, elemental y chocarreramente considerada, era también recurso de la literatura paródica del género chico. También aquí encuentro un venero cuyos últimos borbotones nadie sabe qué sorpresas podrían depararnos. Lo cierto es que el clima en que nos estamos moviendo tolera el uso, con matices irónicos o cómicos, de lo ajeno. Ya la parodia en sí misma es una forma de literatización, pero se aguza más la sensación de irrespetuosidad al emplear como recurso cómico la cita ajena. En «¡Simón es un lila!, la parodia de Sansón y Dalila, causaría regocijo contenido el escuchar, en un coro, el eco de la famosa frasecilla de Rigoletto, La donna e fragile, acomodada a la circunstancia del cantable. Pero ese regocijo sería ya irrestañable carcajada   —50→   al oír la entrada de un coro con unos versos que anduvieron de boca en boca por su enorme popularidad zarzuelera:

Con una falda de percal planchá.


¡Qué alborozo entre los espectadores! ¡Qué bulla, risa va, risa viene, mientras la cantante lucha por hacerse oír! Se trata del chotis de Cuadros disolventes, letra de Perrín y Palacios y música del maestro Nieto, estrenada en el Príncipe Alfonso el 3 de julio de 1896. El cantable se propagó extraordinariamente, y todavía hoy anda con gran facilidad en la memoria de las gentes, aunque casi nadie conozca exactamente su origen. Fue utilizado multitud de veces. Arniches lo saca a relucir en El santo de la Isidra. Pero, ¿no es el mismo sistema de absoluta degradación caricaturesca hacer que el coro de la ópera descienda a esta imagen callejera, verbenera, tan irrespetuosamente desceñida? Si lo comparamos con los casos citados de Luces de bohemia, notamos una mayor agudeza -naturalísima por otra parte en Valle Inclán-, pero la base del procedimiento es la misma. La entrada de las coristas con este aluvión de barrio bajo es análoga (aunque sea distinto el signo de la orientación) a la salutación rubeniana de Dorio de Gádex, o al «¡Juventud, divino tesoro!» señalado atrás. La calidad de la cita es lo que varía, apoyada en el conceptismo interior de cada uno de los escritores, Valle Inclán y López Marín. Pero la orientación humana y la trayectoria burlesca son las mismas.

El empleo de trozos familiares al público, originarios de diversos lugares, es uno de los recursos más empleados en toda esta literatura de burla, de contradanza guiñolesca. En La Fosca se canta un Le gustan todas en general. Es natural que lo más aprovechado en esta literatura fuesen los cantables, el fragmento más popularizado, los cuatro, seis, ocho   —51→   compases escasos que, de inmediato, provocaban, por su familiaridad, el descarnado contraste burlón, la repentina sorpresa de lo inesperado. Llevaban asegurado el éxito. Marina sale en varias de estas obrejas. La Golfemia brinda, en torno a retazos de Puccini, los famosos de la ópera de Arrieta: A beber, a beber y apurar... etc. (Muy bien intercalados, eso sí, entre los propios de la parodia.) El mismo popularísimo fragmento se canta en Guasín, la parodia de Garín, de Bretón, aparición compartida (aprovechando una tempestad) con fragmentos de El año pasado por agua. Marina vuelve a salir en ¿Cytrato? ¡De ver será!, parodia de Cyrano de Bergerac, original de Gabriel Merino y Celso Lucio, con música de Valverde (hijo) y Caballero, estrenada en el teatro de la Zarzuela (24 de marzo de 1889): «Dichoso aquel que tiene su casa a flote...». Trozos ajenos, familiares en la recogida erudición del género vuelven a oírse en La balada de la luz, en Churro Bragas, etc. Una sonrisa cómplice responde a tan elemental artilugio, copiosamente empleado. Y, estoy seguro, habrá multitud de trozos de partituras olvidadas, situaciones caducas, alusiones, etc. que ya el tiempo se ha encargado de relegar al olvido26. Solamente añadiré, como testigo de la enorme vitalidad de este procedimiento cómo   —52→   aún lo podemos encontrar en fechas muy avanzadas. Tan a flor de piel estaba, que Enrique Jardiel Poncela no duda en emplearlo, ya en 1933, en Angelina o un drama en 1880. En la escena más patética de la comedia, oímos a un personaje decir apasionadamente: «¡Marcial, eres el más grande! Se ve que eres madrileño», frases extraídas de un popularísimo pasodoble dedicado al torero Marcial Lalanda. Reiteración de una misión idéntica a la del chotis de Cuadros disolventes (o de cantables de otros días) en La Golfemia.

Pero aún podemos afinar más esta base común, base que no vacilo en apoyar en la irresponsabilidad colectiva de la España adormilada, allá, en el cruce de los dos siglos. Se me dirá que las citas, los entramados de Valle Inclán tienen una calidad mucho más elevada que la de su recuerdo zarzuelero. Es verdad. Sin embargo, yo creo que basta, para explicarlo, recordar la diferente condición de cada uno de los escritores. López Marín o Salvador M. Granés no pretenden más que pasar el rato, poner un acorde de buen humor circunstancial a lo que, indudablemente, les hace sombra profesional. Rigoletto o Los claveles suponen mucho más en la historia de sus géneros respectivos que todas las parodias o que todas las producciones serias de los propios parodiantes. Por otra parte, López Marín y Salvador M. Granés saben que sus obras no son más que eso: admirado pasatiempo de un día, portentoso homenaje a la caducidad, detrás de una pelea de taquilla. Valle Inclán es, afortunadamente para nosotros, algo más. Digamos que, como todo escritor de cepa, lleva dentro una auténtica vocación de permanencia. De ahí que sea una ligereza grave pensar que el esperpento sea hueco y sin vida. Creo que es precisamente vida lo que le sobra, vida que sobrepasa los límites de esta vida en que solemos movernos.

  —53→  

Pero, decía, aún podemos afinar mas, desde el lado puramente literario, la base paródica que señalo en el género chico. Volvamos de nuevo a ¡Simón es un lila! No, no es todo concesión a lo populachero. También hay citas de mucha mayor dignidad literaria y, por cierto, muy cercanas a las lecturas reales de Valle Inclán. Don Juan Tenorio sale enredado en los versos de la parodia (y seguramente alguna otra obra que gozase de renombre: habría que ensanchar amplia y cautelosamente el horizonte de lecturas y reconocimientos). La Hostería del Laurel se ha convertido en un llamativo ¡Al templo de Baco!, en el que nos vamos a tropezar con algo muy familiar. En la escena octava del acto primero (primera parte) de la obra de J. Zorrilla, al llegar Don Diego a la hostería, pregunta:

-¿Está en casa el hostelero?

y contesta Butarelli:

-¡Estáis hablando con él!

Esta última contestación se repite en ¡Simón es un lila!:

ZUMO
Mas, ¿quien será el asesino?
SIMÓN
¡Estáis hablando con él!

Podría tratarse de una casualidad. Pero López Marín ha hecho imprimir el verso en cursiva, lo que revela que tiene conciencia de estar empleando algo ajeno. Sin embargo, para disipar toda duda sobre el uso de una cita ajena, versos más abajo nos encontramos con otros, sobre los que el autor llama la atención también. Copiemos el fragmento por entero. Ocurre la escena después de haber sido descuartizado el pelele a que aludí líneas atrás:

  —54→  
PALUSTRE
¡Pobre muchacho!
ZUMO
Murió, ya lo veis, ¡descuartizado!
PALUSTRE
¿Si se habrá suicidado?
ZUMO
Hombre, yo creo que no.
¡Esto es un crimen cruel!
¡Y una venganza, adivino!
Mas, ¿quién será el asesino?
SIMÓN
¡Estáis hablando con él!
ZUMO
¿Tú?
SIMÓN
¡Yo, sí! ¿Por qué te alteras?
ZUMO
Es que...
SIMÓN
¿Vas a reprenderme,
cuando hombre soy para hacerme
platos de las calaveras?

Y aquí sí que ya no cabe duda alguna. No hay manera de esquivar la presencia de Zorrilla, puntual en los teatros, noviembre creciendo, reconocida admiración en todos los públicos. Es el mismo don Juan quien dirá en una situación ya macabra (segunda parte, escena sexta):

¿Duda en mi valor ponerme
cuando hombre soy para hacerme
platos de sus calaveras?

Expresión que repetirá el Comendador, en circunstancias aún más fúnebres (acto tercero, escena segunda), levemente alteradas.

¡Qué acorde inmenso en el trasfondo literario de la masa española desempeña el Tenorio de Zorrilla en estos tiempos últimos del siglo XIX! Porque no es una cita aislada, no es un capricho o hallazgo feliz de López Marín, parodiante más o menos afortunado. Es real y verdaderamente el pulso   —55→   del tiempo, inevitable y quizá gustosa compañía. Trozos, versos, situaciones del Tenorio pueden reconocerse en Carmela, parodia de Carmen, obra también de Salvador Granés, y, por si tenemos dudas, se cita la obra claramente; Enrique García Álvarez y Antonio Paso recurren a la carta, la famosísima carta, en Churro Bragas, su parodia de Curro Vargas. Y la carta estremecedora y clave de la zarzuela base es recibida en la parodia con el familiar Qué filtro envenenado, etc. (Hay algún recuerdo más, no solamente éste, que cito por ser el puesto quizá con más descaro.) En El mojicón, ya recordada, también Granés acude a Zorrilla (Los hijos como tú / son hijos de Satanás... Reportaos, por Belcebú). Y por si hubiese quien no lo entiende, o por disimular la basta trama del momento, se ve obligado a aclararlo: «Basta de don Juan Tenorio». Versos del Tenorio pueden reconocerse en ¿Cytrato? ¡De ver será! Y en tantos más. Filigrana del tiempo, el ademán común de un estilo vital que se complace en determinadas circunstancias. Por todas partes Don Juan bulle y rebulle. Un discurso del Marqués de Alhucemas, en réplica parlamentaria a la oposición dice, y muy en serio, aquello de «los muertos que vos matáis / gozan de buena salud». Y el propio Ramón del Valle Inclán era especialista declamador de la obra de Zorrilla, y convertido incluso en Doña Brígida sabemos que la representó27. Pulso colectivo, que revela una encendida ilusión: la de perder la frontera lejana entre tierra   —56→   y cielo, la de engañarnos con la ficción querida y voluntariamente acariciada.

¿Se trata de una parcelación del ambiente literario? No lo es por lo menos en el sentido que tiene la voz «parcelación». Si lo es en el amplio y noble valor de elección de unas estimaciones. Es decir, representan estas citas el fondo de la peripecia vital en que estamos viviendo. Nos lo demuestra plenamente el resto de hechos literarios que puedo sacar de las parodias. ¿Cómo nos puede extrañar la repulsa noventayochista a Echegaray, si aquí la encontramos también? La Fosca, ante lo truculento de alguna situación dice: «Pues aún falta lo peor. / Ni un drama de Echegaray». Y el aprecio hacia Espronceda y sus recuerdos, tantas veces utilizados por Valle, ¿no están presentes ya en un trozo de El balido del zulú: «¡Hurra, cocheros, hurra!»?28. La cita, un tanto ambigua, de Las vengadoras, de Eugenio Sellés en El gorro frigio29, ¿no nos lleva de la mano a tantos juicios violentos de Luces de bohemia?

Nos encontramos, pues, ante un clima, un consenso general que tolera el uso y hasta el abuso de lo ajeno dentro de lo propio. Estamos a un paso de la tan cacareada visión literaria de la existencia, típica de los modernistas. Valle Inclán no tuvo que hacer gran esfuerzo para aprender esa lección, que ya estaba infiltrada en el ambiente. Como en todas las Situaciones ajenas en que puso mano, supo   —57→   trascenderla, elevarla a una categoría de universal vigencia, quitarle el poso o la ganga que tal filón le mostraba. ¿No anda por aquí una explicación de raíz más lejana y valiosa que la tradicional aducida para los famosos «plagios», ya señalados de antiguo? Me gusta ver en el escritor todas las circunstancias que le van redondeando, no creo ciegamente en la generalidad. Y ver a Valle, el incomparable Valle, en estrecha relación con el ambiente teatral de principios de siglo, me le ensancha, le da una profundidad humana que no brota, en manera alguna, de la exquisita trama de sus libros primerizos.

El procedimiento caricaturesco y gesticulante de las parodias, aunado a la literatización ya verdaderamente delirante, nos explica dos de los esperpentos restantes. Los cuernos de don Friolera es la adaptación a estos procedimientos del tema del honor calderoniano30. El drama que hemos visto insinuarse paródicamente en las burlescas bromas del género chico alcanza aquí su más alto y depurado grado de infrahumanidad, de mueca sangrante y risible. Vamos siguiendo una marcha ascensional, lenta y segura, en la que el mito literario pierde, inexorablemente, sus brillos y sus situaciones más aceptadas. Y ya no nos ofrece más que un camino de nítida luz la trayectoria que lleva a Las galas del difunto, esperpentización total de Don Juan Tenorio, de Zorrilla. Citas constantes, recuerdo constante del drama disperso en ráfagas por el ambiente, Valle representándolo, medio en broma, medio en serio... Como ha visto ya la crítica más sosegada, este esperpento es la cúspide de un sistema   —58→   de desmitificación, de marcha hacia el encanallamiento y la indignidad31.

Y es ahora cuando vemos en su plena y rigurosa función la aparente irreverencia shakespiriana del cementerio en Luces de bohemia: estamos asistiendo a una parodia de Hamlet. Y como ya nos hemos venido acostumbrando, no necesitamos adivinar en aquellos sepultureros que despliegan una leve gramática parda, con ribetes de picaresca y de murmuración, a los sepultureros canturreantes de la tragedia base. Existe la alusión directa: «¿Serán filósofos, como los de Ofelia?» (En la primera redacción: «¿Serán esos los sepultureros de Ofelia?») Como en el drama de Shakespeare, las figuras aparecen en distinta ocasión, cada pareja por su lado. Las meditaciones escalofriantes de Hamlet ante las calaveras maltratadas se reducen aquí a esa amarga conclusión de «¡Dura poco la pena!», a decir que no se ha conocido nunca una viuda inconsolable, a reconocer que el que queda no guarda casi nunca relación con el muerto. La conversación de Hamlet con los enterradores surge de nuevo en la charla de Bradomín con los colegas madrileños de oficio. Hasta la pregunta sobre la edad se respeta, a través de ese «Pocos [años] me faltan para el siglo». El largo diálogo entre Hamlet y los acompañantes del cadáver de Ofelia, se ve reducido aquí a la meditación sobre el drama entero, y a su posible adaptación a la escena española. Así se nos ilumina, a través de lo paródico, la cita de los nombres teatrales españoles. El recuerdo de Echegaray, de Sellés, las bromas sobre Sardou, quedan repetidas, desde una misma vivencia humana, en el resumen de Valle Inclán: «...Hamlet y Ofelia, en nuestra dramática española, serían dos tipos regocijados   —59→   ¡Un tímido y una niña boba! ¡Lo que hubieran hecho los gloriosos hermanos Quintero!».

Pero aún nos queda más que añadir. Como en tantas ocasiones del esperpento inicial, la realidad viene a rodearnos como el mejor armónico a esta vida literatizada de los años iniciales del siglo. Y es precisamente en esta escena donde mejor podemos verlo. Un testimonio de Pío Baroja viene en nuestra ayuda: «Muchas veces, otros amigos y yo, llevados por cierta tendencia macabra fuimos de noche a unos cementerios románticos, próximos a la calle Ancha, hacia Vallehermoso, cerca del Canalillo. Al mismo tiempo que nosotros buscábamos la impresión lúgubre, una pandilla de golfos se dedicaba a robar alambres del teléfono y a desvalijar las tumbas. A alguno se le ocurrió, por lugar común literario, que allí se podría representar la escena en que Hamlet recibe de los sepultureros la calavera de Yorick, el bufón del Rey» (Rapsodias, Ob. completas, V, pág. 891). Nuevamente esa íntima fusión de la verdad y la ficción, de la anécdota y de la creación literaria, tan típica de Valle Inclán, y muy especialmente, señaladora, vivísima señaladora del esperpento inaugural32.

Para redondear este aspecto de lo paródico, creo que es de gran utilidad, y para ver la actitud frente al texto ilustre, comparar el Hamlet valleinclanesco con Dos cataclismos, de Granés. En el exagerado drama de Echegaray, el fanático de la santidad, ante una sospecha de que su mujer tenia inclinaciones por la vida contemplativa y ascética, renuncia a   —60→   su vida matrimonial y encierra a la mujer en un convento, donde, entregada a los rezos, se van marchando los años. En la parodia de Granés, esta separación del matrimonio se ve de la manera más grotesca y llamativa posible. El fanático ha visto a su mujer haciendo calceta un día de precepto. Ante semejante impiedad, sospecha de su locura y la encierra en un manicomio (se dice hasta el nombre del médico, muy familiar a cualquier madrileño de entonces)33, y allí lleva quince años en observación.

El comparar las dos parodias nos revela muy bien la perspectiva en que ambos se colocan. Tan chocarrera es una como otra, tan inoperantes ambas. Pero la de Granés invoca directamente a la risa, a la broma gruesa y francamente irrespetuosa. Valle Inclán se mueve en una zona de ancho desencanto, de crítica profunda, de una leve sonrisa. Ante estas circunstancias, me parece indudable que no podemos hablar, solamente, de los espejos cóncavos. Hay algo más. Hay una desnuda verdad, la del ángulo vital del hablante, que no se presenta en absoluto deformada, sino simplemente se presenta. La verdad limpita es, a veces, una cruel deformación.




ArribaAbajoQueja, protesta

Dentro de la andadura interna de Luces de bohemia, nos encontramos con varios rasgos sobre los que hay que llamar la atención. Son esas directas alusiones a sucedidos, prohombres, etc., contemporáneos y conocidos. Es el fondo humano que nos ha servido para ver lo que el libro encierra   —61→   de protesta, de grito acalorado contra algo, de evidente llamada a la honestidad.

Sí, es indiscutible que Luces de bohemia es una obra con un fuerte trasfondo de protesta social. Estoy de acuerdo con la sagaz interpretación de Pedro Salinas, quien fue el primero en llamar la atención sobre este aspecto del libro34. Con Luces de bohemia, Valle Inclán se incorpora, hijo pródigo, al quehacer de sus colegas de generación, asaeteados por la preocupación de España. Mirando atentamente la circunstancia y la sazón en que ese libro se produce, nos encontramos con un Ramón del Valle Inclán que, ya cansado de una literatura preciosista, ahíto de princesas, salones, aristocracia, opulentismo, siente, como todo creador puro, la nostalgia de las visiones sencillas y elementales. Es, en cierto modo, el caso de Rubén Darío. Años y años tras la pompa brillante de exotismos y exquisiteces, de palabras deslumbradoras y sugerentes, en charloteo con personajes literarios, raros, para un buen día atreverse a decir, lisa, llanamente, una cenefa de sombra en la voz:

¡Francisca Sánchez, acompáñame!


Arranque de gran hondura, sólo posible cuando en la realidad próxima hay un soporte, un apoyo que respalde. Quizá en el caso de Valle Inclán, también se ha planteado esa urgencia de buscar un sostén en la realidad circundante, y esa realidad no ha podido complacerle. La realidad próxima solamente podía ser asidero grato si se estaba como la enamorada del Rey, en la farsa que lleva este nombre: O locos o mal de la vista. El contorno de Valle era una España caduca, enfermiza, sin arraigo ni ética. Entonces, cuando la   —62→   realidad se contempla detrás de las lágrimas, es cuando desearíamos destrozarla, removerla de sus falaces cimientos, reiniciar una vida en luminoso creciente. De tal realidad, apretujada con santa furia entre las manos, se exhalan, por las fisuras de aquí y de allá, los motivos esperpénticos, la crecida pena de los figurones inútiles, de las acciones equívocas, de la trampa social. Esto es Luces de bohemia: la concreta España, sorprendida en el reverso de su llamativa traza, cáscara que se desmorona al ser exhibida fríamente.

Hacia 1920, España se va asomando a un horizonte de nuevo aliento. La conmoción de la huelga de 1917 se va superando, o mejor, se van esquivando sus consecuencias a base de bandazos políticos de muy encontrada orientación. Valle Inclán debió vivir con la angustia que produce la auténtica participación en esos vaivenes: «España es el problema primario, plenario y perentorio», había dicho Ortega35. Valle habrá visto el lento declinar de muchas instituciones, la hueca palabrería con que se pretendía evitar su derrumbe, la falta de honestidad administrativa. En fin, todo lo que sus compañeros de generación habían venido ya largo tiempo señalando. La machaconería unamuniana o barojiana, o las agudas y reiteradas observaciones de Azorín, caben, condensadas, elevadas al mayor exponente, en esta frasecilla de Luces de bohemia:

  —63→  

¡España es una deformación grotesca de la civilización europea!36


Valle Inclán se añuda con Luces de bohemia a ese hilo soterraño que empalma las preocupaciones de su generación. La realidad española no le sirve, no le satisface, como antes, desde un punto de vista estrictamente idiomático, no le servía la lengua tradicional, «vieja de tres siglos»37. Esa España está vista, repito, a través de una lágrima (excelente y bien explicable espejo cóncavo) o estrujada entre los dedos. Y de ahí la resultante: esquinadas aristas, maltrecho proceder, pérdida de la solemnidad y del engolamiento, marcha hacia la nada total. La princesa Gaetani, siempre ponderada y medida, altiva y exquisita, se convierte en la Reina castiza, repolluda, gesticulante, arrabalera, fugitiva hacia un baile de candil. Rosario, la princesita ingenua, toda virtudes y pudores, se trueca en la Pisabién, o en la Lunares, donde el amor, la castidad, el comedimiento, aparecen bajo signos muy distintos.   —64→   El andar majestuoso y acompasado de prelados, nobles, reyes, etc., se reduce al andar de Max Estrella, ciego, que, a tentones, manos extendidas, irá de tropiezo en tropiezo, de taberna en taberna, a la cárcel, a su buhardilla desnuda y polvorienta, a la muerte en fin. Nada más ilustrador, para destacar este proceso hacia la devastación de unas jerarquías, que la imagen de un ministro. De un ministro de la España de 1920, tradicionalista y palatina, cuidadosa centinela de las apariencias, sería la imagen que nos prodigan las revistas ilustradas por esas fechas. Inauguraciones, jura de cargos, cotidiana primera piedra en el suburbio, Capilla pública en Palacio, bautizos de los allegados a la Familia Real. Y lo vemos de rancia casaca, espadín, innumerables plumas en el sombrero arcaico, gigantesca masa de condecoraciones en el pecho38. Ese ministro sale, en el universal   —65→   estrago, captado en un momento de caída, de relajación de los frenos, en ese delicado momento de la interioridad recatada, cuando no es aún fachada, desceñido:

Su Excelencia abre la puerta de su despacho y asoma en mangas de camisa, la bragueta desabrochada, el chaleco suelto, y los quevedos pendientes de un cordón, como dos ojos brillándole sobre la panza. Su Excelencia se hunde en una poltrona, ante la chimenea que acuesta sobre la alfombra una claridad trémula. Enciende un cigarro con sortija y pide la Gaceta. Cabálgase los lentes, le pasa la vista, se hace un gorro y se duerme.


(E. VIII)                


Naturalmente, lo extraordinario es la tensa voluntad de estilo, la armonía íntima que lleva el autor a este constante avanzar en idéntico sentido. Toda la vida ha de someterse a igual torsión: el amor estudiado y con flecos líricos de las Sonatas se encamina hacia las escenas nocturnas en la verja del Jardín Botánico. Los gritos patrióticos de las personalidades, tan frecuentes en las conmemoraciones, centenarios,   —66→   etcétera, son aquí dados por un loro, con la voz de un loro. Los discursos de circunstancias, manto de la patria en revolina, discursos del 12 de octubre, del aniversario de la coronación, se reducen a la gritería de un chiquillo pelón, montado en un caballo de caña, que enarbola bandera -seguramente de papel...

Y sin embargo... Pienso que se ha exagerado el papel desgarrador de este arte. Porque para que este aire estridente y protestatario tenga una evidente eficacia, haría falta una soledad de gigante en sus denuncias, un riesgo sobrecogedor en su dureza. Y son las parodias, las obrillas del género chico las que nos llevan, ¡otra vez!, hacia esta meta de burla política y social. La diferencia está estrictamente en la mayor resonancia que este tema recibe en Valle Inclán, pero el procedimiento es el mismo. Y es lo que ahora nos interesa. No estamos haciendo Historia de las ideas solamente, sino del hecho literario esperpéntico.

Y no sólo en la cotidiana representación podía oírse la burla política, más o menos disimulada. Se oye sobre todo en los escritores que, de una u otra manera, miran su circunstancia. Luces de bohemia se nos presenta así, vista desde este ángulo, con muy poca «deformación», más bien como un periódico más, la parodia de un periódico, que recogiese lo que, en los diarios sometidos a la constante alteración de las leyes vigentes, ha sido encerrado entre mudos paréntesis. La literatura del tiempo es un sólido subsuelo sobre el que apoyar Luces de bohemia, exquisita depuración de palabras vivas, reducidas a un grito, a una risa dolorida. Veamos de cerca algunos ejemplos de esta realidad maltrecha, ante la que Valle Inclán se limita a poner un comentario.

Digo solamente algunos ejemplos, porque, al poner Luces de bohemia en relación con su contorno, se agolpan tumultuosamente   —67→   los hechos, las estimaciones literarias y humanas, las voces de una humanidad que, entristecida y preocupada, se desliza por los cafés, los teatros y las redacciones madrileñas. Por eso, es necesario espigar solamente en algunos casos. Sea el primero el de la triste bohemia que reflejan título y personajes. Y nos encontramos con que la bohemia era una autentica obsesión. ¿Qué mejor comentario al pasear sin rumbo y hambriento de los fantasmas de Luces de bohemia que un trozo de Pío Baroja? Nos lo cuenta en Nuevo tablado de Arlequín: «Andar por las calles y plazas hasta las altas horas de la noche, entrar en una buñolería y fraternizar con el hambre y con la chulapería desgarrada y pintoresca, impulsados por este sentimiento de caballero y de mendigo que tenemos los españoles, hablar en cínico y en golfo, y luego, con la impresión en la garganta del aceite frito y del aguardiente, ir al amanecer por las calles de Madrid, bajo un cielo opaco, como un cristal esmerilado, y sentir el frío, el cansancio, el aniquilamiento del trasnochador» (O. comp., V, Pág. 93) «Sus principales puntos de reunión eran los cafés, las redacciones, los talleres de pintor y, a veces, las oficinas» (Ibidem)39. Y ahora, ¿hablaremos   —68→   de deformación? ¿Acaso no hemos callejeado con Max Estrella por Madrid, de un lado a otro, de la calle de San Cosme, donde dice que vive, hasta la librería del Horno de la Mata, y de allí al Ministerio de Gobernación y a las verjas del Botánico, frío creciente, y hemos entrado en un café, y hemos pasado por la buñolería, apestosa de aceite, y hemos hecho alto en una taberna, y hemos fraternizado con la lotera y su amante, y hemos dado gritos en una redacción, y hemos jaleado el exiguo dinero, y hemos cobrado algo del fondo de reptiles, y hemos visto la primera palidez de la amanecida, hasta llegar al aniquilamiento del trasnochador? Sí, en esas cortas líneas de Pío Baroja está el esqueleto, la andadura material de Luces de bohemia. Pero aún hay más: hay la cita concreta de nuestros personajes: «Frecuentadores de las tabernas y buñolerías del barrio de Jacometrezo y sus alrededores fueron Alejandro Sawa con su perro, Cornuty, Barrantes, Paso y otros muchos bohemios de la época... Es un Madrid que... corresponde también a la época de hombres de mi tiempo, a la época de Galdós y Echegaray, de la cuarta de Apolo, del Madrid cómico y del café de Fornos lleno, con Granés que insultaba (¡el Granés de las parodias!); con Cavia, que bebía (recordemos el comentario sobre Cavia que hacen los guardias de Seguridad que llevan detenido a Max Estrella), y con Dicenta que disputaba» (Ibidem, pág. 817, Vitrina pintoresca). Bohemia, bohemia. En realidad, una muletilla, un ademán vital que, en el cruce   —69→   de los dos siglos, adquirió pujanza y significación. Sólo así puede explicarse que una de las obras primerizas de Azorín, un libro de cuentos, pudiera titularse Bohemia (donde, por cierto, hay algunas narraciones que se desarrollan en la redacción de un periódico). También es Pío Baroja quien nos dice, al recordar aquellos días iniciales del siglo: «Al pensar en todos aquellos tipos que pasaron al lado de uno, con sus sueños, con sus preocupaciones, con sus extravagancias, la mayoría necios y egoístas; pero algunos, pocos, inteligentes y nobles, siente uno en el fondo del alma un sentimiento confuso de horror, de rebeldía y de piedad. De horror por la vida, de tristeza y de pena por la iniquidad social» (Nuevo tablado de Arlequín, Ibidem, pág. 95). Es trágicamente estremecedor que el desenlace de Max Estrella en Luces de bohemia aparezca presagiado en algunas líneas del propio Sawa, aterrorizado por la noticia de que alguien ha muerto de hambre en la calle. «El otro día, en Madrid, capital de nuestra sociedad, democrática y cristiana, un obrero fue hallado exánime en mitad del arroyo40. Murió de hambre. Un hermano nuestro ha muerto de hambre, en Madrid, en pleno día, sobre el empedrado de la calle. Esta noticia es de ayer, pero lo mismo podría ser de la víspera, o de la antevíspera, o de hace un mes, o ciento»41. Los periódicos de los años 19 y 20 recogen con frecuencia la noticia de alguien que muere de hambre y de frío en algún rincón de la ciudad, en los soportales del barrio antiguo, en el atrio de una iglesia o en el compás de un convento. Se hacen luminosas las palabras del mismo Sawa: «Esta tortura de vivir en el café y en la calle, -¿por qué no habría podido condenárseme a otros lugares de destierro?»42.

  —70→  

Sigamos espigando ejemplos: ¡Con qué rabioso desdén habla Pío Baroja de Manuel Camo, cacique local de Huesca, farmacéutico, a quien se elevó una estatua en la ciudad natal! Baroja se acuerda de la estatua de Camo en varias ocasiones (Las horas solitarias, pág. 26943; Tres generaciones, pág. 57344; Divagaciones apasionadas, pág. 497)45. Pues este señor Camo vuelve a salir, un escalón más abajo, ya sólo recuerdo en una boca secundaria, inculta y plebeya, la de Pica lagartos el tabernero:

PICA LAGARTOS.-  Son ustedes unos doctrinarios. Castelar representa una gloria nacional de España. Ustedes acaso no sepan que mi padre lo sacaba diputado.

PISA BIEN.-  ¡Hay que ver!

PICA LAGARTOS.-  Mi padre era el barbero de Don Manuel Camo. ¡Una gloria nacional de Huesca!


(E. III)                


No creo que hubiese en la experiencia personal de Valle Inclán relación alguna con el boticario oscense, gran muñidor   —71→   electoral. Es, sin más, el latido del tiempo, el aliento colectivo, que sale a flor de historia de maneras diferentes. Otros ejemplos nos lo van a demostrar mejor.

Entremos en la redacción de El popular (probablemente, contrafigura de La mañana, diario de García Prieto, Marqués de Alhucemas). Allí, con el alboroto y la familiaridad de sentirse en lugar resguardado, los poetas modernistas exponen multitud de opiniones sobre otras tantas cuestiones de la vida nacional. Particularmente grave puede ser la afirmación de que el jefe impulsor e inspirador del periódico donde estamos es, en el sentir de aquellos desheredados, «un yerno más». La alusión a ciertos modos de la administración queda patente. Pues, no obstante, es un lugar común de mil facetas de la vida nacional entonces. Pérez de Ayala, en excelente, cuidadosa prosa pulida, habla de la conformación de las Cámaras, denunciando el sistema tribal que nutre los escaños46. Era afirmación que no podía causar extrañeza alguna. Quizá la extrañeza la produce su larga permanencia sobre el ruedo vivo de España. Porque mucho antes, en 1886, ya en La Gran Vía se oía (y hablado, para que se entendiese bien)

CABALLERO
Compañía italiana
de los niños Lambertini.
PASEANTE
¿Más niños? ¿Hay yernocracia
en los teatros también?

  —72→  

Una visión rápida puede escandalizarse un tanto al leer los frecuentes ataques a don Antonio Maura, el político archifamoso, tantas veces llamado a la Presidencia en circunstancias gravísimas. Abundan por Luces de bohemia los ataques directos. Sin embargo, no podremos afirmar nunca si son ataques al político cuyas dotes eran reconocidas (aunque a regañadientes) o si no es más que una nueva prueba de esa inconsciencia del hombre de la calle, del desheredado que se mueve entre rencores, indecisiones y malquerencias. No era, ni mucho menos, un alarde de inusitada valentía el atacar al jefe conservador (por aquellos años condecorado con el Toisón de oro). Ya en La Fosca, la parodia de Granés, cuando, pretendiendo amilanar al mentido Alcayata, Fosca le amenaza con acusarle ante el gobernador, Alcayata responde:

De tu amenaza me río,
no cometas tal desliz.
¿Pues no sabes, infeliz,
que Maura es amigo mío?
FOSCA
Maura no es Ministro ya,
y me tiene sin cuidado.
ALCAYATA
¿Ha muerto?
FOSCA
Y le han enterrado.
ALCAYATA

 (Con fuerza y mala intención.)  

Pues bien enterrado está.

Lo verdaderamente pintoresco de estos versos es que en la edición de la parodia, 1905, figuran entre signos de llamada, cuya aclaración explica: «Cuando pase lo oportuno de la actualidad, pueden suprimirse estos versos». Es decir, la caricatura era válida en tanto podía provocar, en un público inculto e irresponsable, la risa momentánea. Después, podía poner en peligro el éxito de la obra. La diferencia   —73→   con las citas de Valle está probablemente en que lo que en realidad se deforma y crucifica es esa facultad innoble de la multitud para burlarse del caído y no estimar, ni intentarlo siquiera, las dotes del que pasó. Una opinión muy extendida hacía ver a don Antonio Maura en el protagonista de La ciudad alegre y confiada. Contra esta opinión se rebela por ejemplo Pérez de Ayala47, quien encuentra otros personajes de la política nacional más pintorescos y teatrales que el señor Maura. Y entre esos personajes que Pérez de Ayala cita, nos encontramos con algunos de los que son nombrados también en Luces de bohemia (nombres que también cita Pío Baroja alguna vez, y por razones muy parecidas). Por todas partes nos encontramos esta común filigrana. Y la vemos prefigurada en todo ese clima teatral rápido y pasajero. No sólo en la recordada cita de Fosca, sino en otras muchas, renovándose, nueva trasmisión tradicional de variantes, en los versos de cada noche, seguidores fieles del suceso. Los cocineros, de 1897, es muy buen ejemplo. Allí se hablaba del peroné de Sagasta, y otras lindezas, y su éxito era ayudado por la casi cotidiana alusión a los figurones políticos48. Al cebarse sobre el ex jefe del partido conservador, Ramón del Valle Inclán no inventaba absolutamente nada. Pienso, en cambio, que llamaba al orden a los que sin otra cosa que gritar, atacar o insultar fueron incapaces de soluciones nuevas y decorosas.

Pero volvamos a este escándalo de nocherniegos en la redacción de un periódico. Ni siquiera eso es nuevo, literalmente hablando. Ya he recordado cómo Azorín ha colocado algunos cuentos de Bohemia (1897) en el ambiente de una   —74→   redacción, con sus envidias, sus sueldos alicortos, su palabrería inagotable. Pero es que también en el teatro salían situaciones análogas49. Basta recordar El gorro frigio, de Félix Limendoux y Celso Lucio, con música de Manuel Nieto (Eslava, 17 octubre, 1888). Impresionante desfile de homúnculos que buscan el reclamo, la gloria, el pan de cada día, la vanidad de verse en unas letras impresas. Hombres y mujeres curiosean por la redacción, dan sus opiniones, pretenden matizar o cambiar el tono del periódico. Es decir, un poco lo que hace el coro modernista en El popular: lo de cada día, esta vez ceñido a la personal experiencia de Valle. Se habla de literatura: Y se recuerda un cuento aparecido en Los Orbes. ¿Qué revista puede ser ésa? Recordemos que un kiosko de prensa está lleno de nombres que palpitan debajo de esa cartela: Mundo Gráfico, Nuevo Mundo, Por esos mundos (donde, por cierto, publicó Valle varias narraciones de importancia, no recogidas aún ni estudiadas50). Alrededor del mundo. Hay también La esfera, para matizar. Da muchas vueltas ese Los Orbes. Indudablemente hay un cuento famoso detrás de eso. Aquí Valle Inclán apunta aguzando su burla, y no daremos nunca con el original ansiado. Todas las pistas se pierden en regates difíciles burlones. Pero la verdad se insinúa. Son muchos los periodistas de cierto renombre que pueden vanagloriarse de haber escrito cuentecillos premiados. A la memoria acude rápidamente José Nogales y sus famosas Tres cosas del tío Juan, premiado por un concurso de El Liberal, en 1900. Era poco menos que inesquivable la cita de este cuento, del que llegaron a hacerse ediciones especiales, incluso con motivo de las conmemoraciones cervantinas de 1916. Nogales, además,   —75→   desempeñó puestos en periódicos andaluces, lo que nos conduce al recuerdo de Málaga, tan paladinamente expuesto en Luces de bohemia. También Díaz de Escobar, citado en el primer esperpento, y entre el fárrago palabrero de la redacción, escribió mucho, pero destaca de su personalidad la caudalosa cantidad de laureles literarios: más de doscientos premios. Y escribió, efectivamente, unos Apuntes históricos sobre los juegos florales, publicados en Málaga, en 1900, la fecha del premio de Nogales. Naturalmente no es Nogales el Filiberto de Luces de bohemia, en el que, aparte de algunos rasgos que le cuadrarían, aparecen otros que hacen pensar en Mario Roso de Luna. Siempre este engaño, esta trampa felizmente conducida por Valle Inclán. Pero no es necesario el reconocimiento, ni el testimonio fidedigno. Lo importante, otra vez, es el ambiente que hace posible esta dejadez, la ligereza, la frivolidad envolventes. Otros muchos nombres podrían añadirse a estos citados.

Esta conversación sobre los méritos y hábitos literarios tiene su lejano precedente en una de las mantenidas en El gorro frigio por el poeta visitante en busca de crítica calurosa. Las noticias que allí se comentan en acentuado esguince, son las cosas de la actualidad. De la literatura se pasa a la política, a otras manifestaciones artísticas. No vale la pena pararse a comentar el discurso que se achaca al Marqués de Alhucemas. No se trata, probablemente, de un discurso concreto, pronunciado en una ocasión determinada y precisa, sino de un poner al aire la desnudez de los lugares comunes. Aún la oratoria circunstancial está plagada de «escollos» y gritos parecidos, deliciosamente inoperantes. Es el tributo a las fórmulas de un estilo caduco, que debía de molestar mucho a Valle Inclán. En fin de cuentas, es mucho más amable la broma de Valle sobre el estilo literario del discurso, que otras que podríamos encontrar en textos coetáneos.   —76→   Recordaré solamente una regocijada cita de Pérez de Ayala: El «carro del Estado... navega sobre un volcán», a la que el comentarista llama «frase feliz y estupenda de un elocuente parlamentario»51. Pero, y para dar por finalizado este alto en la redacción: ¿Qué otra cosa es El clamor, la farsa estrenada en 1928 por P. Muñoz Seca y Azorín? Agua del mismo hontanar profundo, pero inmóvil en su pertinaz lamento.

Quizá sobrepasa el límite general de ambiente burlesco la cita del monarca. Se dice que el primer humorista de España es Alfonso XIII (en una rápida confrontación con Miguel de Unamuno), y se da como razón el encargo regio al Marqués de Alhucemas para que forme gobierno. Esto nos lleva a la real situación cronológica de las luchas sociales registradas en Luces de bohemia. Son evidentemente las huelgas del mismo año 1920, pero estrechamente entremezcladas con la difusa conciencia de unas luchas sociales y políticas que venían arrastrándose hacía muchos años. Sin embargo, a pesar de los recuerdos de las grandes luchas en Barcelona (quizá la Semana trágica de 1909), es el resultado de la huelga general de 1917 lo que acarrea esa afirmación sobre el humorismo regio. Don Manuel García Prieto fue Presidente del Consejo de Ministros en setiembre de 1917 (después de la huelga, que se desarrolló bajo la presidencia de Eduardo Dato) y de nuevo en noviembre de 1918, después del triunfo electoral del comité de huelga, con las consecuencias que tal victoria acarreó. La ironía brota de lo ficticio de la solución, lo inestable de tal remedio -como los subsiguientes sucesos demostraron-. Pero el clima de lucha callejera introducido en Luces de bohemia corresponde a las huelgas de 1920. Algunos detalles pueden iluminarnos.   —77→   Uno, por ejemplo, puede ser el niño muerto. A mediados de agosto de 1920, es decir, pocos días antes de comenzar la publicación de Luces de bohemia en la revista España, hay un violento alboroto en Cuatro Caminos, a causa de un atropello. El automóvil es incendiado por la turba, y un niño de 11 años muere de un tiro, en la represión: una de esas balas perdidas, ciegas, sin rumbo concreto, esperpénticas. El 21 de mayo del mismo año, ha ocurrido algo parecido en la calle de la Cabeza: esta vez fue una niña. Otro chiquillo de 11 años, que estaba en la cola de una panadería, muere con la cabeza hundida por los cascos de un caballo de la guardia de orden público en la calle de Pizarro, donde vivía. Se llamaba Manuel González Aparicio, y los periódicos cargan las tintas sobre el infeliz: Todo el patetismo ciego de la escena XI, donde ocurre el suceso52. También ayuda a fechar la inmediatez con que Valle escribió todo el contenido político-social de su primer esperpento, la presencia de la Acción Ciudadana. La encuentro citada abiertamente en los periódicos a fines de 1919. Resultan jocosas las gratitudes oficiales a tan patriótica organización, que es utilizada en servicios auxiliares, porque, dicen los comunicados gubernativos, sus componentes no saben desempeñar el oficio de los huelguistas. Esta Acción Ciudadana, en la tertulia de El popular, es recordada exactamente y en carne viva en el asesinato de uno de sus afiliados, «pollo relativo. Sesenta años». Precisamente por esos días, en uno de tantos atentados callejeros, moría en Madrid un ingeniero, profesor   —78→   de la Escuela de Minas53. Espanto, duelos, lamentaciones, declaraciones solemnísimas. Todo contribuye al recuerdo que, reducido a una simple interferencia, intenta asomarse en la cháchara de la tertulia.

La realidad cotidiana, desvalida, reducida al quehacer de la información periodística, está aquí. También es 1920 la muerte de Galdós, acaecida al empezar el año, y la de Joselito en la plaza de Talavera, en mayo. Eco de información periodística es la noticia de que don Antonio Maura estuvo en la casa de los Gallos para dar el pésame, noticia que, con grandes honores, registraron todos los periódicos el 19 de mayo. Maura oyó incluso misa delante del cadáver, en la madrileña calle de Arrieta. (Un poco más tarde llegó el presidente del Consejo, don Eduardo Dato, que se limitó a firmar y dejar tarjeta.) En una procesión de sombras, citadas como asistentes al entierro de Max Estrella (Bradomín, Rubén, Burell, Don Latino), la histórica visita de Maura a la familia del torero adquiere matices escarnecedores.

Una sonrisa de guasa cómplice acarrea el ofrecimiento de un periódico anunciando que trae una nota de Maura (E. X). Creo que será raro el día en que, no figurando Maura en el gobierno, no publique el viejo político una nota, una carta, una declaración cualquiera. Debía ser ya algo de lo que, por lo insistente, por la machaconería, nadie tomaba en serio. Probablemente otro lugar común conversacional. Esas notas hablan a veces muy directamente al estado de conciencia general que se acusa en los escritores del tiempo: el ansia de poder, la honestidad de los abogados políticos, consejos a sus disidentes o seguidores políticos (no sólo de Madrid, sino de otras ciudades), sobre sus obras sociales o sobre   —79→   los límites de su colaboración con el gobierno. Unamuno llamó a Maura, en una importante conferencia del Ateneo, el «solitario preso en sus propias huestes». Realmente, la voz de Antonio Maura, dejándose oír día a día, era voz clamante en el desierto. Entre los días anteriores a la huelga de 1917 y el Directorio del General Primo de Rivera, esas notas se suceden monótonamente. El pregón de la vendedora encierra, pues, aparte del aire casi fotográfico de la esquina con viento y con frío, un eco más de esa España sin arranque para iniciar nuevos rumbos54.

Aún podríamos percibir sucesivos ecos de la realidad por los huecos de la trama de Luces de bohemia. Una idéntica resonancia contristada tienen las alusiones rapidísimas a ciertos sucesos, disimulados por el buen humor madrileño. «En España podrá faltar el pan, pero el ingenio y el buen humor no se acaban» (E. VII). Así se disimulan las penalidades concretas, reiteradas y sin solución. Así se consuelan los españoles «del hambre y de los malos gobernantes, y de los malos cómicos, y de las malas comedias, y del servicio de tranvías, y del adoquinado» (E. VII). He repasado colecciones de periódicos entre 1917 y 1924. Y la queja por esas cualidades levemente rozadas en el diálogo de la redacción, son inacabables, pertinaces, en ocasiones trágicas. Las caricaturas se llenan de gracias crueles contra los dirigentes y las calamidades públicas. Son altamente grotescos y más valiosos que muchos cursos de literatura los comentarios sobre el teatro y los dramaturgos, y sobre los actores. En la memoria de todos andan páginas extraordinarias de grandes escritores sobre determinadas cualidades de María Guerrero,   —80→   de Díaz de Mendoza, de Ricardo Calvo. Recordemos la punzada que, en la parodia de Hamlet, se dedica a los hermanos Quintero. Habrá que tener presente ya los juicios de Pérez de Ayala sobre el teatro poético en general (¡aquellas líneas de Troteras y danzaderas, donde Villaespesa disfruta tan increíble vapuleo!). «Y del servicio de tranvías»... Las esquinas madrileñas, esas esquinas de la Navidad con niebla, se agolpan en las esperas, ya entonces estrenando tradición. Abundan los motines populares en los barrios extremos, que se acaban con el incendio del tranvía (nuestros abuelos eran bastante más irascibles que nosotros). Precisamente el 30 de junio de 1920, cinco coches son quemados por la multitud exasperada, al final de Diego de León. Un escándalo atroz se provoca en el Ayuntamiento con tal motivo. Y no recojo más que este caso, el más cercano a la publicación de nuestro libro. Pero, antes, los accidentes se han sucedido de manera abrumadora, trágicos, dolorosos.

El aire de periódico, de almacén de noticias observadas en escorzo, desde un ángulo en el que se agudiza la ladera desagradable de los sucesos, se comprueba al considerar las variantes entre las dos redacciones. Toda la escena de la cárcel, diálogo entre Max Estrella y el obrero catalán, falta en la redacción primera. Es la presencia, en 1924, de todo el proceso para la represión del terrorismo en Cataluña, larga guerra oscura que ensombreció cruelmente la vida española. De ahí las citas de Rusia, o la muerte del prisionero que pretende huir. Concentradas en pocas líneas, actualizadas o literatizadas, las luchas sociales de Cataluña aparecen en un período cronológico largo, que, ya meditado al ser escrito como añadido, afila los elementos de disimulo. En realidad, el período reflejado en esas cortas páginas va desde las guerras coloniales en Cuba hasta el momento preciso en que se escribe. Más viva es la actualización en un pequeño   —81→   detalle que corre el peligro de pasar desapercibido. En la redacción primera, ya se recoge, queda dicho atrás, la muerte de Galdós. La segunda redacción propone para llenar su hueco en esta casa al sargento Basallo.

He aquí uno de esos nombres que ya no dirá nada a un lector actual. Una de esas tolvaneras de sueno que van haciendo cada día más difícil la interpretación del libro. Y sin embargo, el sargento Basallo llenó la atención de España durante varios meses. Mis primeras noticias del sargento cordobés Francisco Basallo Becerra aparecen en octubre de 1922. Es un prisionero de guerra en tierras africanas, consecuencia del desastre de 1921. Parece que el sargento Basallo practicó la caridad y el auxilio bondadoso entre sus colegas de cautiverio. Les ayuda, les cuida en sus enfermedades, comparte con ellos de mil modos los socorros que llegan de la península, ha aprendido a poner inyecciones, etc. Se va construyendo a su alrededor un halo de ángel guardián. Vuelve a España en el rescate colectivo a fines de enero de 1923. La aureola de heroísmo ha crecido extraordinariamente. Ha estado encadenado con el general Navarro, con unas argollas que tenían púas y, por lo tanto, no les dejaban apenas moverse. Basallo ha sido utilizado para el reconocimiento de los cadáveres abandonados en el campo de batalla. Un intento de evasión hace que los cronistas caigan -¡inevitable!- en la comparación con Cervantes. Trae multitud de documentos y de encargos hechos por los muertos en sus últimos instantes. En unos casos, irá a devolver un reloj a una viuda, un recuerdo a una novia que ya no se casará; otras veces, irá a transmitir una última voluntad a unos familiares quizá mal avenidos. En fin, los perfiles de la leyenda comienzan a levantarse en torno al sargento cordobés, aureolado de banquetes, recibimientos triunfales, ofrecimientos de puestos de trabajo en la península,   —82→   practicante honorario con puesto primero en el escalafón de los practicantes militares, celador del Banco de España en Madrid o empleado de un asilo en Córdoba, petición de medallas... Se decide la impresión de unas hojas con su retrato y biografía rápida, escrita por Rafael Blanco Belmonte, para ser repartidas a los niños de las escuelas, a fin de que tengan digno ejemplo que seguir. Un delirio arrollador, que llegaba con retraso. Hasta un libro con sus memorias fue publicado por un señor Álvaro de la Merced55. Visitas en Madrid a los ministros, audiencia con el Rey y luego... Silencio total. Pierdo su rastro a partir de setiembre de 1923. He aquí al personaje que Valle Inclán propone para suceder, en la Real Academia Española, a don Benito Pérez Galdós. Cuando esto se escribe, ya estaba cubierto el hueco dejado por nuestro gran novelista: le había sucedido Leonardo Torres Quevedo. Ni siquiera en 1924 podía Valle refunfuñar por el comportamiento académico: es el año de la llamada a esta casa de Azorín, para suceder a Navarro Reverter.

Es decir, son los añadidos y las correcciones los que dan a Luces de bohemia el trasfondo político que hoy se destaca en tantos ensayos o trabajos dispersos sobre el esperpento. Valle Inclán ha ido haciéndose a sí mismo en el fluir del tiempo, ha ido depurando y exagerando a la vez ciertos rasgos que, al empezar a escribir Luces de bohemia, apenas estaban insinuados. El análisis de las variantes (aún más copiosas, y en general de los añadidos que perfilan la corriente exageradora) no es de esta ocasión. Solamente quiero dejarlo apuntado. Como ya vengo repitiendo no seremos justos si inclinamos la balanza hacia un lado. La posible   —83→   burla no es tal, sino una consideración dolida sobre la morada vital en que el hombre Valle Inclán se desenvolvía. No creo que le pudiese importar mucho a Valle Inclán la sucesión de Pérez Galdós en la Real Academia de la Lengua en unos momentos en que ya el hueco del novelista había sido cumplidamente llenado y él no podía ignorarlo. Le preocupaba, eso sí, el desajuste, la desproporción existente entre el hecho heroico (cuya buena fe y seguro riesgo no nos es lícito poner en duda) y la charlatanería con que se rodeó por los que vivieron aquellas horas desde la más acogedora comodidad.

Queda, pues, claro que Valle Inclán somete a una revisión el paisaje todo de la vida nacional. Ahí está la diferencia, la grave y fundamental diferencia con las críticas que se desenvolvían tras la carcajada de los sainetes y parodias del género chico. Todo queda depurado, ahilado, vestido súbitamente de una desencantada tristeza. Trascendido. De ahí las afirmaciones sobre la caducidad o inconsistencia de muchas facetas nacionales. Se pone en solfa no sólo la política, sino otras muchas manifestaciones de la convivencia. Adquiere valor repentino el elogio de la ciencia alemana en boca de Basilio Soulinake (E. XIII) cuando vemos que también por esos días los intelectuales españoles (30 mayo, 2 junio, 1919) firman un manifiesto pidiendo ayuda para los sabios alemanes, que, a consecuencia de la guerra europea, se ven impedidos en la prosecución de sus estudios56. Se   —84→   percibe una alusión a la Institución Libre de Enseñanza en el diálogo entre el Ministro y su secretario (E. VIII). Surgen en las conversaciones algunos hombres de la vida pública que despiertan en el lector todo un caudal subterráneo de murmuraciones y de acusaciones, de universal reprobación o sospecha. Flotan en citas momentáneas nombres de la vida literaria que ya están pasados, también envejecidos. Es el caso de Villaespesa y sus efímeras publicaciones (E. IX)57.   —85→   La gran pelea entre los partidarios de los diferentes toreros se asoma también como un diálogo más de tertulia, de café o de redacción58. Así funciona la cita de «las espantás» de Rafael el Gallo, tan fácilmente armonizable con textos de otros escritores, especialmente de Eugenio Noel (E. última)59.   —86→   La burla de ciertas costumbres, como se percibe en la mención que la Pisabién hace de las «Enfermeras de la Cruz Colorada» (E. III). Relámpagos, ramalazos de repentina claridad llenan Luces de bohemia. En otros escritores podríamos perseguir con largas líneas y sosegadas meditaciones, las mismas presencias que Valle Inclán desliza en este libro extraordinario como al pasar, escapándose irónicamente por la comisura de los labios, y son, sin embargo, la elevación a criatura artística de estimaciones colectivas, de puntos de vista de toda una humanidad que juega, mal que bien, su baza en el tablero de España. Como ejemplo de estos destellos, reducidos casi a una mirada cómplice, a un estar sabiendo de qué hablamos, citaré solamente dos. Uno de políticos, otro de artistas. El de políticos nos lo proporciona el Conde de Romanones, recordado por su fortuna. Ya he citado atrás una nota de Maura sobre el comportamiento de los abogados-políticos. Si añadimos a esto las numerosas caricaturas   —87→   de los periódicos alusivas a las apetencias de mando por parte de muchos dirigentes, moneda corriente en esas fechas, tenemos ya el clima popular que alimenta tales afirmaciones. Desde el mundo literario, unas palabras de Pío Baroja (Tres generaciones, o. c., V, pag. 569) reiteran lo mismo. Todo un clima de protesta, de intranquilidad, se desliza en la veloz cita de Luces de bohemia, cuyo valor definitivo, lo da el hecho de hacerse en una lengua cínica, desgarrada, de la calle más apartada y arrabalera: «¡Quién tuviera los miles de ese pirante!» (E. IV). Otro de los casos es la cita de Pastora Imperio. El nombre de la bailarina llena también las páginas de gentes que están preocupadas con su contorno. Las dotes artísticas de Pastora fascinaban, sin duda alguna. (Para Pastora se escribió El amor brujo.) Pero releamos lo que un escritor agudo, y nada sospechoso de flamenquismo, Pérez de Ayala, decía de Pastora Imperio: «Recuerdo la Pastora Imperio de hace quince años, primera vez que la vi. Bailaba en un teatrucho que había a la entrada de la calle de Alcalá... Y salió Pastora Imperio. Era entonces una mocita, casi una niña, cenceña y nerviosa. Salía vestida de rojo; traje, pantaloncillos, medias y zapatos. En el pelo, flores rojas. Una llamarada. Rompió a bailar... Todo era furor y vértigo; pero, al propio tiempo, todo era acompasado y medido. Y había en el centro de aquella vorágine de movimiento un a modo de eje estático, apoyado en dos puntos de fascinación, en dos piedras preciosas, en dos enormes y encendidas esmeraldas: los ojos de la bailarina. Los ojos verdes captaban y fijaban la mirada del espectador. Entre niebla y mareo, como en éxtasis báquico, daba vueltas el orbe en redor de los ojos verdes»60. El brillo   —88→   de Pastora pasó, como tantas cosas. Queda ya el recuerdo que empieza a ser erudición incluso entre los que no conocimos el esplendor de su gracia, sino que ya la alcanzamos en el ejercicio de una sabiduría artística. Pero esos ojos quedarán ya brillando, permanentemente, en el charloteo de un personaje de Luces de bohemia, la Lunares. Hasta el corazón del ciego Max Estrella llega la luz de unos ojos verdes, rasgando la tiniebla, la desdichada tiniebla en que vive el desheredado, y a la que se acerca, como una brisa consoladora, el patrón de unos ojos de mujer que debían estar en la mente admirada de todo español de la calle.

Gente de la calle que vive y muere en la calle, y que habla el español de la calle. A borbotones, irrestañablemente, manan los sucesos de que se habla, los que preocupan, los que se temen, los que gustan. Es decir, un periódico. El periódico ideal, que cuenta lo que no dicen los periódicos, lo que se escapa entre líneas. Y al escaparse entre líneas, sale maltrecho, enganchado, roto en los obstáculos de la huida. Pero todo lo que hay ahí es vida, fluyente, denodadamente dura y espinosa, pero vida. No son tan fantoches los hombres que vemos en el esperpento, ni sus afanes ni su desvivirse. Hasta en torno al cadáver de Max Estrella (y es un detalle conmovedor), llega la vida escapándose por la llaga abierta, resistiéndose a desaparecer. Entre las noticias que tenemos del entierro, destaca, como era de esperar, la pobreza, el aire deslucido y ruin de la ceremonia. Con un escalofrío leemos en la acotación de Valle Inclán el único dolor posible: el de la herida de un clavo en la sien del   —89→   muerto. Las mujeres lloran a Max, «ya tendido en la angostura de la caja, amortajado con una sábana, entre cuatro velas. Astillando una tabla, el brillo de un clavo aguza su punta sobre la sien inerme» (E. XIII). En algún trabajo, excelente por otra parte, quizá el primero que se ha hecho sobre el esperpento tomando la suficiente distancia, el de Antonio Risco, se analiza este detalle del clavo como un recurso de la crueldad típica del contraste61. Y sin embargo, el clavo existió así, como Valle Inclán lo retrata, y se incrustó no tanto en la sien del difunto como en el recuerdo asombrado del vivo Ramón del Valle Inclán, alma asomada al misterio, a las preguntas sobrecogedoras que el destino plantea. He aquí cómo lo cuenta otro testigo presencial, Eduardo Zamacois: «Murió Sawa 'en belleza', sin una contracción en el hermoso semblante, sin una frase torpe ni un gesto feo. Dentro del ataúd y a la luz de los cirios, parecía un mármol. Detalle escalofriante. Un clavo de la caja le había lastimado la sien y de la herida salió un hilillo de sangre, que cuajó en seguida. Ese clavo, sobre el que apoyaste la frente para dormir tu último sueño, ¡pobre hermano!..., es el símbolo cruel de tu historia triste»62. Le hirió y brotó sangre. ¿No tenemos derecho a pensar ahora que la afirmación de Soulinake, sosteniendo que Sawa no estaba muerto, no es pura fanfarria de muñecos, sino que seguramente alguien lo pensó en serio, y se echó de menos la presencia de una autoridad «completamente mundial» que lo aclarase? ¡Qué difícil resulta desentrañar esos plurales caminos que Valle acoge y recorre para destacar la eterna inseguridad en que se mueven sus héroes! Pero de todas formas, la vida está ahí, en el sobrecogimiento de esa sangre   —90→   última y perdida, deseosa de no sumirse en la tierra, vida que zarandea a los que pretenden disfrutarla o encauzarla, torbellino irresistible que nos convierte en fantasmas bajo su mandato y que, para leve consuelo, nos permite, de vez en cuando, creernos que somos nosotros el motor, el estímulo, y no su vano juego.

Todo, pues, aparece en ruina amenazadora, ruidosa. La realidad ordenada se ha sometido al desorden, al gran orden de las cosas dispersas y sin diana precisa. La España visible se deshace en un polvo de irritante purpurina. Lo importante es la voluntad tesonera, la decisión de estilo que impide la disipación total de esa nubecilla de polvo, amortiguadora de unos perfiles y acusadora de otros, la que hace que tal España, sometida a monumental edición crítica, se detenga en la pendiente del desmoronamiento, en rasgado tejido de escarnio y de compasión63.



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