Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice




ArribaAbajoLa lengua, reflejo de la vida

La deformación idiomática es el gran brillo, el prodigio permanente del esperpento. Los personajes hablan desde ángulos que no son los acostumbrados en la lengua pulcra de todo el arte modernista, la lengua del Valle Inclán joven. Vamos a encontrarnos ahora la desaparición de aquel pausado y comedido hablar, sometido a innúmeras disciplinas,   —91→   en el que se venían manifestando las vidas artísticas, exquisitas, de sus primeros personajes. Ahora, los héroes van a hablar, sencillamente. Un trasfondo de cierta manera, no usual ni muy frecuente, nos retratará la intimidad de estos personajes. ¿Cómo está el idioma en Luces de bohemia?

Debemos señalar primero los casos que, desde otro punto de mira, consideramos como literatización: son poso modernista. Gastadas las palabras a fuerza de uso, se han convertido en costumbre, en hábito o rictus lingüístico. Es el primero el «Padre y maestro mágico», empleado en las salutaciones. Dorio de Gádex debía ser particularmente aficionado a esta expresión, ya que, incluso en otros textos le oímos saludando así. En las Memorias de Eduardo Zamacois, tan alejadas de estas preocupaciones estilísticas, Dorio de Gádex se dirige a Valle Inclán con esas palabras. Se ve pues que, al repetirlas, es una manera de retratarle, como la chalina o las greñas, o como su hablar ceceoso de gaditano, también recordado en Luces de bohemia. Esas palabras del Responso a Verlaine debían ser popularísimas entre el cotarro literario y bohemio. Nada menos que Mariano de Cavia recayó sobre ellas cuando tuvo que escribir algo con motivo de la muerte de Rubén Darío64. Los otros fragmentos modernistas que salen desparramados por el libro contribuyen a dar la impresión de gente que vive enajenada, esclava de su pequeña cultura, de su erudición en versos y desdichas. También en altibajos, fugaces esguinces, salen los módulos cultos del habla, lo que Rubén decía, refiriéndose a Sawa: «Estaba impregnado de literatura. Hablaba en libro»65. Así escuchamos su estar ciego «como Homero y como Belisario», verso de Víctor Hugo que Max gustaba   —92→   de repetir (E. VIII). Vemos desde un nuevo escalón sus saludos (¡Mal Polonia recibe a un extranjero!, E. II); No conozco a esa dama (referido a una mujerzuela); Niño, huye veloz (E. III); El épico rugido del mar; Pico de oro -Crisóstomo; Señores guardias, ustedes me perdonarán que sea ciego (E. IV); Cesante de hombre libre y pájaro cantor (E. V); Barcelona es cara a mi corazón (E. VI); ¡Vivo olvidado! ¡Tú has sido más vidente dejando las letras para hacernos felices gobernando!; Paco..., vengo a pedir un castigo para esa turba de miserables y un desagravio a la Diosa Minerva; He sido injustamente detenido, inquisitorialmente torturado; He sido detenido por la arbitrariedad de un legionario a quien pregunté ingenuo si sabía los cuatro dialectos griegos; Dispóngase usted a escribir largo, joven maestro (E. VIII); etc. Sería muy larga la lista. El clima se traspasa también a los demás personajes de vez en cuando: «¿Qué ruta consagramos?»; «Usted no sabe la pena que rebosa mi corazón», dice Don Latino. Él mismo añade, poco después: «¡El Genio brilla con luz propia!» (E. última). Dorio de Gádex dice: «¡Polvo eres y en polvo te convertirás!» (E. VII). Este hablar en libro se complementa con los rápidos giros de simulación, que se presentan con idéntica precipitación, tan sólo para desvirtuar inmediatamente su alcance, mezclándolo con rasgos del habla achulada y cínica66.

Pero donde podemos apreciar más ceñidamente cómo el habla sirve para retratar con indelebles apuntes una personalidad,   —93→   es en la aparición de Rubén Darío. Nos acercamos a la otra cara de la moneda. Si acabamos de ver a Alejandro Sawa en su habla de libro, recordada por Rubén, vamos a ver ahora a Rubén desde fuera, en su propio idioma, en lo que de él nos han contado sus contemporáneos. Con motivo de la muerte de Valle Inclán, Juan Ramón Jiménez publicó en El Sol, de Madrid, unas líneas llenas de sentido y de valía: Ramón del Valle Inclán. Castillo de quema. En esos artículos se evoca el Valle Inclán de principios de siglo. Juan Ramón recuerda su encuentro con varios escritores en Pidoux, bebidas, Calle del Príncipe. Allí está Villaespesa, piloto de un Juan Ramón de diez y siete años. Un regusto esproncediano ilumina la descripción que del lugar hace Juan Ramón. Hay una mesa de despintado pino, una luz melancólica. Es un Diablo mundo con mucho más de diablo que de mundo. Oigamos el barullo colectivo de la reunión. Es un joven curioso quien nos habla, quizá un joven fascinado por la obra y la veteranía de algunos de los presentes: «... yo sólo me fijo en Rubén Darío, recién pelado, bigotito claro, saqué negro y negro sombrero de media copa, totalidad estropeada, soñolienta, perdida; Valle, melena larga untuosa, barba alambresca larga, quevedos gordos, pantalón blanco y negro a cuadros, levita café y sombrero humo de tubo, rozado, deslucido todo. Rubén Darío estalla sus galas diplomáticas brillosas; a Valle la gala opaca, funeral, sin destino, le sobra y le cuelga por todas partes. Rubén Darío, botarga, pasta, plasta, no dice más que 'admirable' y sonríe un poco linealmente, más con los ojillos mongoles que con la boca fruncida. Valle, liso, hueco, vertical, lee, sonríe abierto, habla, sonríe, grita, sonríe, aspaventea, sonríe, se levanta, sonríe, va y viene, tropieza, se enreda sin solución, sonríe, entra y sale. Salen. Los demás repiten 'admirable, admirable', con vano tono, religioso, corriente, murmurado. 'Admirable' es   —94→   la palabra alta de la época, 'imbécil' la baja. Con 'admirable' e 'imbécil' se hizo la crítica modernista. Rubén Darío, por ejemplo, 'admirable'; Echegaray, 'imbécil', por ejemplo». Muy larga quizá la cita. Pero qué inesperada, diáfana luz, nos abruma ahora al ver que Rubén Darío, en Luces de bohemia, se mueve, en gran parte en un café, bebiendo, lejano, ausente, forcejeando por «distinguir eses y cedas». Y el gran recurso de su diálogo es repetir copiosamente la palabreja alta de la época: «Admirable». Otro tanto pasa en la escena del cementerio. Entre el ir y venir chocarrero y plebeyo de los sepultureros, la tarde desangrándose, asistimos al entierro del modernismo a la vez que a los repetidos «admirables», ya sin sentido ante la gran verdad definitiva del silencio total. La última palabra que Rubén pronuncia en el camposanto es la misma que la primera que pronuncia en el café: «Admirable». Entre los cipreses funerales se ha quedado, acallado ya, un estilo literario campanudo, deslumbrante67.

Vemos, en consecuencia, la aguda tarea, acusadamente dramática por añadidura, de retratarnos a un personaje por el rictus lingüístico que le caracteriza. En el caso de Rubén, era típicamente artístico. Veamos ahora otro referente a la lengua hablada.

La lengua puede servir, en un lugar preciso, para demostrar cómo la preocupación política de Valle Inclán ha ido creciendo, en su concepto del libro, con el tiempo. La escena XI, añadida por completo en la segunda redacción, nos abruma al darnos, pujante, consciente, una visión que   —95→   en la primera apenas estaba insinuada. Las luchas sociales se han llevado al delirio en los años que separan las dos redacciones. El espectáculo del país, revelado por los periódicos del tiempo, es verdaderamente pavoroso. Valle Inclán agita el poso dolorido al hacer morir entre aquellos borrachos nocherniegos a un niño inocente. En varios aspectos, la escena es un anticipo de Tirano Banderas, la novela extraordinaria que iba a aparecer inmediatamente en entregas de la revista El estudiante (En libro, en 1926). Un anticipo del chamaco de Zacarías el Cruzado nos surge en el niño muerto en la carga policíaca. Pero donde está el anuncio de la novela es en el lenguaje que emplean los «notables» del trozo: el tabernero («El pueblo que roba en los establecimientos públicos donde se le abastece, es un pueblo sin ideales patrios»; «el comercio paga sus contribuciones»; etc.), el retirado («Yo los he oído» [los toques de ordenanza]), «Mi palabra es sagrada»; «El principio de autoridad es inexorable»; etc.), y, en especial, el empeñista. Ya al oírle por primera vez («Está con algún trastorno y no mide palabras») notamos que ese habla no es de aquí. Y nos lo confirma el único trozo expresivo que el empeñista dice: Al preguntarle por qué no bajó los cierres antes de que la manifestación se le viniese encima, contesta: «Me tomo el tumulto fuera de casa. Supongo que se acordará el pago de daños a la propiedad privada». ¿No estamos ya oyendo a Don Quintín Pereda, prestamista, orgulloso de su profesión? Ese tomó, en lugar del habitual cogió, baña el trozo de un difuso americanismo. Sensación que se redondea un tanto con el acordar por 'resolver, conceder', arcaísmo tan vivo en Hispanoamérica. Trozo añadido en la edición de 1924, a las puertas de Tirano Banderas, ya en preparación. El trabajo en marcha se le ha escapado a Valle Inclán por este repliegue de Luces de bohemia y nos hace un guiño de reconocimiento   —96→   a la vuelta de la página68. Intenta tomar bulto, detrás de este castellano recompuesto, la figura de un indiano o de un emigrante que, al regresar, traslada al habla coloquial un sutil reverbero impreciso de las tierras que recorrió. Si ponemos en relación su quehacer de usurero con lo que Max Estrella dice en la cárcel sobre los patronos en general y sobre las colonias españolas de América en particular, notaremos la férrea armonía interna del escritor al identificar esta figura y su idioma. Una vez más comprobamos que de «la baja sustancia de las palabras están hechas las acciones», como Valle afirmó en La lámpara maravillosa.

En el mismo artículo de Juan Ramón Jiménez que hemos recordado hace un instante, hay una aseveración muy esclarecedora. Juan Ramón y Valle Inclán, versos de Espronceda en el aire, van a parar, noche adentro, a la horchatería de Candelas, en la calle de Alcalá. Es el local donde, ante una botella de agua, Valle Inclán se queda extático contemplando una fotografía de la Primavera, de Botticcelli, que publica la portada de Alrededor del mundo. Las camareras de la horchatería son amables, conocen a Valle, parroquiano asiduo: «Las camareras rodean alegres y francas a Valle, a su más joven amigo y a Botticcelli. Tratan a Valle familiarmente con argot y roces». «Valle está allí como en su casa». Ramón Gómez de la Serna dice en una ocasión que en Valle «hay mucho diñar por morir, repetía la diñaba o la diñó, llamando dátiles a los dedos con una persistencia atroz»69. Recordemos otra vez más el testimonio de Pío Baroja,   —97→   citado por otro motivo, donde se da, como costumbre de la Juventud literaria, «hablar en cínico y en golfo». Si vamos atando cabos, sacamos de estos testimonios la consecuencia común de una tendencia a hablar de determinada manera. Las camareras tratan a Valle en argot, y según podemos deducir de las palabras de Gómez de la Serna, él contestaba de idéntico modo. Ese modo, general entre artistas, escritores, bohemios, era, según Baroja, cínico y golfo. Voz de la calle, achulada y maltrecha, voluntariosamente alejada de las normas, de la pulcritud. Pero esta lengua no era solamente de estos grupos noctámbulos y de sus ocasionales interlocutores en las tabernas y buñolerías o en la cárcel. Todo el país estaba atacado por ella, por la actitud espiritual o sociocultural que ese estadio de lengua representaba. Oigamos de nuevo a Gómez de la Serna: «La gran chulería de Valle era asombrosa, pero respondía a ella -sobre todo en los últimos tiempos de decadencia- desde el Presidente del Consejo liberal hasta el editor que no quería pagar a nadie»70. Agreguemos por nuestra cuenta las pinceladas que se escabullen entre los bandazos de La lucha por la vida, o los numerosos que manan las páginas de Troteras y danzaderas, o todo el panorama literario de Eugenio Noel, o el de tantos escritores madrileñistas o popularistas (Pedro de Répide, Emilio Carrere, Antonio Casero, López Silva, etcétera) y podremos ir viendo brotar ante nuestras manos un estado de lengua que, habiendo nacido en las lindes vulgares del género chico, ha ido extendiéndose, hasta querer representar una condición, lo madrileño, y se ha proyectado, estilísticamente, en tres direcciones distintas. Una, detenida en su ambiente más humano, más próximo, un ambiente en el que aún funcionan, en ocasiones rígidamente,   —98→   los pudores, el sentido de las limitaciones y de su aspecto social. Este es el caso de la tragedia grotesca de Carlos Arniches71. Otra trayectoria, la segunda, que se ha complacido en la impericia, en la fácil deformación lingüística, el retruécano y el chiste superficiales, juego de palabras inmediato, del que no sale más que un ingenio muy a flor de piel y que habla de circunstancias vecinas: la astracanada de P. Muñoz Seca72. Y una tercera rama, la que nos interesa, la que seguirá interesándonos, la que ha logrado superación artística cuidadosamente elaborada y sopesada, llevada a todas las manifestaciones del conjunto social, es decir, trasformada en espacio humano y no en una provincia limitada: el esperpento. Valle Inclán ha sabido llevar ese habla a todas las esferas sociales, quitándole el vulgarismo voluntarioso del género chico, el sentimentalismo patético de la tragedia grotesca73 y la facilidad a borde de labios de la astracanada. En sus raíces, las tres empalman con el antepasado modesto, el de las tres y las cuatro funciones de Apolo, de Variedades, de Novedades, del Teatro de la Alhambra. Las colaboraciones con Granés («que insultaba», como recordaba Pío Baroja), con López Marín, la colaboración (aunque distinta,   —99→   tinta, colaboración) de Valle con Arniches74, todo el convivir espinoso, contradictorio y hampón, desplegado en los saloncillos y cafés de fines del siglo XIX, ha ascendido aquí a su más alta luz, vertida sobre estas criaturas extrañas, vistas a través de una lágrima. Eterno peregrinar ya por las calles del Madrid austríaco, del fantoche de Max Estrella, esperando su muerte en cualquier quicio mal entornado. Sumemos ahora que en Valle Inclán tal idioma supone, además, un hallazgo literario, como reacción contra la lengua modernista, ya vieja, en la mayor parte de sus casos, antes de nacer. Lengua libresca, rehecha, falta de calor y vitalidad, que había de provocarle sin duda cansancio, monotonía, insatisfacción. El habla esperpéntica supone para Valle un «chapuzarse de pueblo» como clamaba Unamuno, el indudable guía de su generación. El pueblo está ahí, pueblo, no plebe, el que habla en el idioma fluctuante de todas las situaciones: el ministro, el poeta excelso y el mediocre, el aristócrata y el tabernero, el asilado político y la portera, la vendedora de loterías, pregón al viento en las aceras con lluvia, y el sereno, y el oficinista, y el obrero con preocupaciones políticas. Esto es lo que explica el largo repertorio de personajes del esperpento, tan multiforme y fugaz, e incluso la presencia de los animales caseros, perro, gato, loro, ratón. La ciudad variopinta y aparentemente sin sentido, que ya hemos dejado atrás, desconsoladora anonimia, a los pocos instantes de haber cruzado el portal.

¿Cuáles serían, según la terminología de Georges Matoré, las palabras testigo, para ambientar esta producción? Casi como era de esperar, la voz más importante del esperpento es grotesco. Arniches llamará a su teatro tragedia grotesca.   —100→   Pérez de Ayala hará la primera meditación mesura, da sobre lo grotesco de que tengo noticia en España75. Para Valle Inclán, España es una «deformación grotesca de la civilización europea» y la escena erótica en la verja del Botánico es una «parodia grotesca del Jardín de Armida». Para todos los autores y espectadores de las parodias líricas, aquello que escribían unos y veían otros era grotesco. He aquí una palabra vieja que consigue nueva vigencia en el cruce de los dos siglos y que puede llegar a representar una actitud innovadora en el arte. La palabreja es un italianismo en español. (También lo es en francés, donde se documenta antes que en español.) Su origen está en las excavaciones practicadas a mediados del siglo XV en Roma, en el viejo palacio de Tito. Allí aparecieron unas cuevas o grutas, en las que había una decoración que recibió el nombre de grottesche. Varios autores hablan muy pronto de las pinturas de las ruinas, llamándolas siempre de ese modo. Lo hacen Vasari, Benedetto Varchi, Rafael Borghini, e incluso Benvenuto Cellini. La palabra se extendió con su valor artístico por todo el ámbito plástico renacentista. Sus variantes españolas (grutesco, grotisco, brutesco) aparecen a lo largo de los siglos XVI y XVII con uso relativo a las artes plásticas. Así lo hacen el Padre Sigüenza, Lope de Rueda, Jusepe Martínez, Cascales, Pacheco, etc. Una de sus más viejas apariciones está en Francisco de Holanda, 1563, De la pintura antigua, excelente prueba del camino que la voz siguió para su aclimatación. Todavía en el siglo XVIII, Forner la usa con su valor artístico, en un romance dirigido al Conde de Aranda. En todas estas autoridades destaca el valor plástico del grotesco, representación de algo que está mezclado: vegetales que se trasforman en animales, seres humanos que   —101→   derivan hacia animales o formas vegetales, etc. Pequeños monstruos que llenan los espacios arquitectónicos renacentistas (fachadas, bóvedas, etc.) de composiciones en las que se ha perdido la frontera entre los esquemas o agrupaciones de la naturaleza. De una flor puede salir un hombre o un ave, de un hombre puede salir otro animal: una decoración centáurica. De ahí estamos a un paso del valor 'monstruoso', y de aquí al de 'ridículo' más cerca todavía. El valor nuevo comienza a percibirse vagamente en algunos testimonios románticos (Larra, Espronceda), pero se agolpa ya a fines del siglo XIX. Aparece en Galdós, en Pereda, en Blasco Ibáñez, en Octavio Picón, en Alarcón. El valor 'ridículo' se va acentuando en escritores como Bretón de los Herreros y más tarde en Fernández Flórez o en Pérez de Ayala. (Bécquer lo empleo como 'algo que causa risa' contenido que también percibo en Pío Baroja.) Lo cierto es que, a principios de siglo, debía utilizarse mucho, y seguramente más en la conversación ordinaria, en las tertulias, críticos, escritores del montón, etc., que en la lengua escrita. Una prueba indirecta la tenemos en un escritor no allegable al «tropel de ruiseñores», Mariano de Cavia. El periodista famoso inventó la voz grotesqueces, que no pasó de sus artículos y en la que hemos de ver una solapada ironía contra la frecuencia usual de la voz. Grotesco debía de ser, en la conversación ordinaria, lo que el admirable rubeniano en la engolada y siempre un tanto alcohólica de su pontificado literario. ¿Qué había pasado para que en el ambiente modernista tal voz pudiera generalizarse?

Ha ocurrido, sin más, que es una voz rehabilitada por el gran impulso estetizante de Téophile Gautier. En su afán de convertir el diccionario en una paleta y de borrar las fronteras entre las artes (es decir, la gran lección del postromanticismo y del modernismo), Gautier vuelve por la valoración   —102→   real, primitiva, física, del grotesco. Abundan sus testimonios que hablan, desde la conciencia de un pintor, por ejemplo, de esos seres sin límites precisos, mezcla de calabazas y animales, con narices poliédricas, etc76. Para un ojo acostumbrado al Museo del Prado, como el de Valle, estas explicaciones plasmaban en rotunda evidencia. Simplemente bastaba con cambiar de sala. Si ante las Sonatas, hemos visto a Valle detenerse en las salas venecianas, hay ahora que llevarle ante el Bosco.

En la antepuerta romántica de Gautier está el Prefacio de Cromwell, de Víctor Hugo (1827), el idealizado mito de Sawa. Allí se ha meditado, quizá por vez primera literariamente, sobre el valor de lo grotesco. Pero son aún un tanto oscuras las conclusiones a que Hugo llega. Es para él, una palabra bifronte, que encierra lo monstruoso y horrible por un lado y lo cómico y burlesco por otro77. Es Gautier quien maneja normalmente, en una lengua propia, lejos ya de toda lucubración teórica, lo grotesco. Tal situación, como tantas otras de la literatura francesa post-romántica, llegó a España a través de Rubén Darío, el por tantas razones «admirable»: 1905, Cantos de vida y esperanza, la madurez rotunda,   —103→   la cúspide del modernismo poético: «Ya al misterioso son del noble coro / calma el Centauro sus grotescas iras». He aquí entrelazado el valor nuevo, real, artístico-burlesco del rancio adjetivo, vuelto a poner en marcha con un impulso francés.

Y aún hay más caminos, esos misteriosos caminos que el modernismo transitó gozosamente, caminos llenos de literatura. El mismo Gautier había publicado en 1844 su Grotesques. Ahí nos encaramos con un desfile de escritores, de segunda fila casi siempre, olvidados o al margen de la ortodoxia literaria. Un prenuncio de Los raros rubenianos. En esos escritores, Gautier destaca la originalidad basándose en que eran dueños de una lengua a la que colma de adjetivos elogiosos que, a la vez, es «élégante, grotesque, se prêtant à tous les besoins, à tous les caprices de l'écrivain, aussi prope a rendre les allures hautaines et castilaines du Cid qu'à charbonner les murs des cabarets de chauds refrains de la goinfrerie»78.

¡Con qué asombro, con qué sutil, luminosa complicidad leemos en Gautier que en esos escritores desdeñados existen valores indudables, originales, excelsos! Son los escritores que emplean la frase hecha, lo trivial, lo innoble y prohibido, el refrancillo o el proverbio populares, los aciertos del mal gusto, el gesto oportuno de un guiño de ojos. Son los que hacen sitio a las modas transitorias del hablar, a la jerga local de la semana. ¿Estaría Grotesques en la biblioteca de Jesús Muruais en la Pontevedra finisecular? ¿Por qué no pudo leerle Valle en cualquier otra ocasión, y hasta comprarle en su viaje a Francia como invitado a observar la guerra de cerca? ¿Es que Rubén no le habrá hablado de -¡cómo no!- un «admirable» libro de Téophile Gautier? Lo cierto   —104→   es que Alejandro Sawa, Dorio de Gádex, Villaespesa, Gálvez, todo el mundillo literario que se nos escurre sutil y nos acongoja en cada lectura de Luces de bohemia tiene así una explicación clara, definida. He aquí el nexo entre una lengua que había venido haciéndose en todo el género chico, voz de la semana, transitorio goce de la broma y de lo ridículo, creación momentánea, plebeyez y finura trenzadas, a las que Valle dignifica desde su viejo modernismo literario, exquisito. Integración de un español fluyente, ya definitivamente desenvuelto en caudalosa poesía. El grutesco o grotesco, ya indisolublemente aliado a lo ridículo o vergonzante, se nos presenta domeñador absoluto en la lengua de Luces de bohemia. Cuando Casero dice: «C'haiga un cadáver mas no importa al mundo», el grutesco está intacto, como si dijéramos, no existe aún. El vulgarismo c'haiga equivale a una descarnadura en la decoración de las fachadas, a una de esas sucias, lamentables manchas que estropean la línea y el claroscuro de innumerables decoraciones españolas. Pero si oímos decir «Que haya un cadáver más... sólo importa a la funeraria» ya tenemos logrado el grotesco artístico, a la vez que el reclamo burlesco, paródico. El comienzo es igual: es la base precisa. Y la continuación es el resolverse en una criatura de otro reino. Lo animal se hizo vegetal, o al contrario, y le salieron atributos de bestia a lo humano. Se dan estrechamente mezcladas, pero, sobre la visión concreta, plástica y primeriza, destaca la condición de ademán alarmado, desengaño, pena sin remedio. Cualquiera de las frecuentes mezclas de tono y esfera coloquiales de Luces de bohemia, es un grotesco artístico, como ya lo eran en el siglo XVI, matizado en 1900 por el contenido entremezclado del XIX, rubeniano, modernista.

La consecuencia es el desplazamiento, el colocar cosas y hombres fuera de su quicio ortodoxo, haciéndoles mudarse   —105→   al reino del absurdo. Lo vivo se queda reducido al papel de un frío mecanismo inerte, donde la vida se presiente, torrente amenazador, detrás de una inmóvil máscara. Y un sentimiento de irrefrenable angustia es la sensación última, el amargo sabor de boca que deja la pesadilla nocturna de Luces de bohemia79. Cubriéndolo todo, la fidelidad de Valle Inclán a su inalienable condición de artista.

La palabra testigo, en este caso, es, como G. Matoré demuestra en sus estudios lexicográficos, un neologismo de sentido. Marca un cambio de dirección en las apreciaciones estéticas al uso (e incluso sociales). La palabra testigo va acompañada de otras palabras clave, también en este caso verdaderos neologismos, que acentúan el valor del campo nocional en que nos estamos moviendo80. Serían en nuestro caso, palabras como pelele, que ya analicé anteriormente, fantoche, y quizá la misma de esperpento. Esperpento pasa a ser un concepto retórico, cargado de un nuevo valor, insospechado tras el tradicional de 'cosa fea, desagradable, risible'. Es palabra usada en el sentido tradicional y directo, con relativa frecuencia, en la novela realista (Miau, La de Bringas, Ángel Guerra, Juanita la Larga, Pequeñeces, Cuentos de Marineda), pero adquiere circulación frecuente en Eugenio Noel (Vidas de santos, Las siete cucas) y en los libretistas (Miguel de Echegaray, Javier de Burgos, etc.). Como he señalado antes, nuevamente la voz de la calle remonta la crónica periodística con su inesquivable autenticidad y aparece en las Notas de sobaquillo de Mariano de Cavia.   —106→   Qué lejos el esperpento citado y recordado en Curro Vargas, por ejemplo, del que figura en Luces de bohemia. Nuevamente ese henchirse de sentido, de un sentido virginal, detrás del que ya vemos dibujarse el campo nocional de nuestro escritor. Contenido hermano del de otras facetas del mismo tiempo, como son el disparate, o la greguería ramonianos. Pero dentro de una consideración de diferente mirada (insisto: mirada artística) sobre la confusa realidad. Con fantoche pasa algo muy parecido. Su valor de 'muñeco' está muy claro en alguna cita anterior al formidable despliegue valleinclanesco. Por ejemplo, en Insolación, los «muñecos o fantoches» aparecen con la cabeza de Martos, Sagasta o Castelar (1889); es Javier de Burgos quien en Las mujeres los utiliza con el valor de 'fantasmón, bobo, desgraciado'. Para Valle Inclán había, nuevamente, la súbita valoración artística de la palabra por el modernismo más febril. Rubén Darío se había atrevido a hablar de fantochesas. Otra vez el prestigio, la transformación de la voz en algo definitivo y exclusivista.

Dentro de esa apreciación nueva del habla desgarrada y antiacadémica, del habla que, como Gautier decía, puede emplearse para pintarrajear en las paredes, es donde hemos de buscar ahora lo más representativo y valioso del esperpento. Inútil sería pararse en la vertiente culta de su habla, la que es «de libro» como decía Rubén. Por otra parte, el estilo preciosista y exquisito de las Sonatas, con sus modulaciones, su íntimo recitado, su inflexible selección, ha sido ya sometido a cuidadosos análisis. Nos queda por mirar éste, precisamente, el del esperpento, por lo que tiene de extraño y revolucionario, y, porque además, solamente en una lejana apariencia podría escribirse en las paredes. Valle Inclán lo ha dignificado rotundamente al destacar de él aquellas zonas que están cargadas de eficacia artística. «De la baja sustancia   —107→   de las palabras están hechas las acciones» dijo Valle Inclán en La lámpara maravillosa. La estructura rítmica de las Sonatas pierde su aire lineal, medido y acompasado, para ser sustituida por una arquitectura de alaridos, gritos, balbuceos, frases ocasionales, a medio lanzar en ocasiones. La enumeración asindética llena las páginas del esperpento, al borde del caos (presagio ya de la enumeración caótica que llenará cumplidamente la poesía del tiempo y la algo posterior). La conjunción y, tan necesaria en la estructura lingüística anterior, desaparece para dejar paso a la rapidez abrumadora, a la acumulación torrencial. Ya no se exige arrullar musicalmente al lector, sino sacudirle violentamente, despertarle de Dios sepa qué profundo sueño. El conceptismo interior, que justificaba siempre las combinaciones de la prosa modernista81 se exhibe, ahora en pleno contraste   —108→   consigo mismo, en familiar burla: periodista y florista. Queda la rima interna, típica de los primeros adornos juveniles, pero se ha sumado a periodista el valor de 'vendedora de periódicos', valor, por cierto, muy cotizable en el género chico. (Nada menos que en La golfemia se lee: «Soy periodista, es decir, vendo Heraldos por la calle», Cuadro I, escena V). El círculo «luminoso y verdoso» de una lampara está en situación idéntica. La luz de la lampara se matiza de covacha, de guarida casi vegetal, donde el mítico conserje desluce los oros de la bocamanga. Por todas partes, la desmesura sobrepasa el marco de las acciones sencillas. (El marco sería, en este caso, la selección pulcra y escrupulosa del período modernista.) Ahora, con qué fulgor, sólo posible en Quevedo, entran las voces de argot, los retruécanos más inesperados, las frasecillas que nunca se habían pronunciado delante de los exquisitos habitantes de la corte de Estella o de los palacios de las Sonatas. De ese idioma también estrujado entre los dedos, estremecido de ironía o de cólera, salen las voces con flecos de sombra, de espanto o de dolor. Hay un mantenido empeño por hacer ver el envés de la vida sosegada y encauzada, es decir, la auténtica vida, la   —109→   que no está sometida a una ortopedia de normas, inhibiciones, pudores, hipocresías. Lo rubio se hace rubiales, lo fresco, frescales; lo vivo, vivales. La magia intocable del latín, de las «divinas palabras», se desliza, chorreante, en los guasibilis, finolis82, etc. La voz de la calle, la que sobrelleva la angustia de cada día, de la lucha inaplazable y continuada por alcanzar el día siguiente, se refleja en palabras como apoquinar, melopea 'peseta', sujeto 'individuo, hombre' o en los gitanismos como mulé, mangue, pirante, etc. Voz, ya no de la calle, sino de determinada parcela de la calle es el uso de expresiones como dejar cortinas 'dejar huellas o restos de bebida en la copa'83; colgar 'empeñar'; visitar el nuncio 'tener la menstruación'; dar el pan de higos 'favorecer, dar a alguien favores, especialmente amorosos'; coger a uno de pipi 'engañar, dar novatada'84; bebecua 'bebida'; ir de ganchete 'ir cogidos del brazo'; etc. ¡Qué enorme caudal de español vivísimo, qué asombrosa expresividad! Oponerse por gazmoñería o encono circunstancial a este torrente de léxico y de formas marginales es olvidarse de que, antes, Quevedo y los picarescos en general, e incluso Cervantes, habían hecho algo muy parecido. Y lo hicieron entonces, en su doloroso e inesquivable entonces.

El aire general que esta lengua desparrama es de un claro madrileñismo. El que corresponde a ese «Madrid absurdo,   —110→   brillante y hambriento» en que Luces de bohemia se desgrana. Multitud de expresiones empleadas por los personajes de este esperpento requieren incluso una entonación especial, que, salida del género chico y de los sainetes, se incorporó al pueblo madrileño y adquirió en poco tiempo patente oficial de autoctonía. Es el caso de «tener un anuncio luminoso en casa» para delatar o exagerar una costumbre personalísima; «hacer algo de incógnito» extraída del lenguaje periodístico, que tuvo, además de su sentido recto, el figurado de 'no querer enterarse de algo, no importarle a uno nada'; «jugar de boquilla» para aludir a la palabrería no acompañada de hechos o resoluciones85; pápiro 'billete de Banco'; guindilla 'guardia de orden público'; «estar apré» o «estar afónico» por 'no tener dinero'; «no preguntar a la portera, que muerde» dicho que aludía al particular genio de las antiguas vigilantes de las casas; «rezumar el ingenio» por 'tener caspa en los hombros y en el cuello de la ropa'; etc. Los quinces 'vaso de vino que costaba quince céntimos' recordado apoquinar, el llamar intelectual a un torero, intendente a la persona que administra ilusorios caudales; banquero al poeta desharrapado; capitalista a quien vive del sablazo; palacio a la buhardilla triste y fría, etc., son caracteres muy representativos del habla madrileña de los años 20 a los 30, aunque, en muchos casos, no se puedan documentar literariamente. Es el habla media de un muchacho de mi edad, madrileño, a la llegada a la Universidad, la fraseología que se volcaba en excursiones, fiestas estudiantiles, alborotos callejeros, conferencias pintorescas del Ateneo, etc. Numerosos hilos diversos, aunados en la común   —111→   y solidaria convivencia, dichos con absoluta limpieza de intención, transformándose a veces en metáfora ocasional y bruñida. Lengua que contrastaba, madrileñamente, con la conversacional del no madrileño, sosegada, lenta de ritmo y de enunciación, oreada por una brisa rural y arcaizante, cuya autenticidad quedaba sobrecogida por los destellos de la calle y del café madrileños86.

  —112→  

Igual que con lo paródico general, hay también una ascendencia común en la literatura teatral, popularista, de fin de siglo y comienzos del actual, para este vocabulario. Todos estos giros, palabras, dichos, refranes, léxico de taberna, de patio de vecindad, de corrillo ante un sacamuelas, o unos ciegos que cantan romances o cuplés de moda en las plazuelas del Madrid que comienza a despeñarse hacia el río, todo era familiar a los libretistas del genero teatral y a los poetas madrileñistas. Pero aparece en ellos sin estructurar, sin tener más valía que la de una ocasional caracterización (de encontradas orientaciones). Un verbo como chanelar ya esta en La Gran Vía (1886). Aunque se haya usado antes, lo ha sido en sainetes (González del Castillo, por ejemplo), pero no vuelve a aparecer con intensidad hasta el género chico, de donde pasa a Valle Inclán (¡Ese espectacular Yo también chanclo el sermo vulgaris) y a Eugenio Noel (España nervio a nervio); apoquinar lo usa también Eugenio Noel (Señoritos chulos...) en 1916; filfa, como andalucismo o popularismo lo escribió mucho Don Juan Valera, y también Galdós. (Lo he encontrado utilizado en muy graves declaraciones de muy graves generales del ejército español, hacia 1919.) Otros vocablos (frescales, el recordado periodista, quince 'vaso de vino'; pítima, lacha) ya están en La golfemia. Estupendono te pongas estupendo», antecedente de nuestro ser alguien estupendo) está emparentado con la estupendez de Arniches (Insistamos: hay que volver a recordar   —113→   la grotesquez, de Mariano de Cavia); sujeto, 'individuo, hombre', ¿no nos despierta a todos un eco muy inmediato de La verbena de la Paloma? Añadamos a esto las numerosas blasfemias o los términos jergales (empalmar, 'llevar de determinada manera la navaja en la mano') y los gitanismos (mangue, pirante, dar mulé, parné, gachó, etc.), también frecuentes en los libretistas, y tendremos de cerca la superación -lo mismo que en el terreno de la configuración general de la parodia- de una manera colectiva, aceptada por la mayoría, de una forma de idioma. Todas las palabras y giros que destaco, aparecen, en los sainetes y poesías popularistas, con gran frecuencia, rodeados de vulgarismos fonéticos (rial, haiga, denguno, desigencias, pa, pus, mortalidaz, con -z final, sus por os, etc.) e incluso envueltos en una confusa atmósfera andalucista (seseo, ceceo) con lo que el autor revela que quiere destacar la condición marginal de esa lengua, pretende exagerar la cualidad iletrada o rural de sus personajes. En Valle Inclán todo esto se crece hacia un coloquio de universal proyección artística. Es el espectro noctámbulo de Max Estrella, lanzando a la noche palabras latinas, hablando de los cuatro dialectos griegos, sí, pero redondeando la frase con un «Más chulo que un ocho». Y todos estamos de acuerdo: nadie nota hoy el tremendo encabalgamiento espiritual que esas facetas idiomáticas suponen. Una vez más, Valle Inclán supera y dignifica, arrolladoramente, todos los modelos y antecedentes posibles87.



  —114→  

ArribaAbajoDel teatro al cine

Mucho se ha hablado ya del gesto de guiñol que, a veces, mueve a los fantoches del esperpento. Es, sin embargo, sintomático: en las Sonatas, los personajes hablan con pleno dominio de las situaciones, escuchándose, sin salir jamás del marco de la escena. Un escondido director teatral da la entrada a cada uno de los hablantes, en la ocasión inaplazable y certera. Se trata, ante todo, de continuidad, de sucesión. La misma obra marcha hacia un desenlace, consecuencia de lo allí planteado. Así es desde la revolución teatral del renacimiento. En Luces de bohemia, los personajes hablan tumultuosamente, todos a la vez, en ocasiones chillando, gesticulando. Es la «deformación» correspondiente a la pausada entonación recitativa de las Sonatas, convertida en interjecciones, sobreentendidos, blasfemias, balbuceos, alaridos. Y, correlativamente, colocamos al lado de este idioma torrencial el aspaviento oportuno. Inevitablemente se nos   —115→   viene a la memoria el cine primerizo, hecho a base de gesticulación exagerada y veloz. Habrá que contar ya para siempre con el cine, de una u otra forma. Las películas rancias, caídas, carreras, sustos, muertes grotescas, guiños apresurados y torpones, tolvaneras de inesperada emoción, etc., logran tangible corporeidad en las páginas del esperpento. El entierro triste, la huelga callejera, los vidrios rotos, la gritería, los contrastes de luz y de sombra, de amargura y de burla, recuerdan al cine del tiempo.

He aquí el ángulo de modernidad más sangrante del esperpento. Todo el arte del siglo XIX hablaba de elementos mucho más tranquilizadores que el nuestro: se hablaba, con aplomo, de progreso, de fluidez, de evolución. Artísticamente, el matiz era decisivo. Pero el siglo XX nos ha enseñado un mundo en el que no tienen cabida tan seguras actitudes, sino que resulta el dominio total del absurdo, una complicada máquina en la que nexos y concatenaciones son imprevisibles, azarosos, ilógicos: Vivimos en el imperio de lo discontinuo, lo revolucionario88. Y es precisamente hacia 1920 cuando Europa comienza a vivir estas irregularidades o nuevos puntos de intelección. Como en tantas ocasiones, las artes plásticas son la vanguardia del problema y las que logran exhibirlo mejor. El cubismo, el arte abstracto después, la música de Schönberg, de Darius Milhaud y de Alban Berg. Finalmente, el cine. Es el cine el gran introductor en la conciencia actual de este sentido de la discontinuidad, del azar, de lo fragmentario. (No es una simple casualidad que se titule precisamente 1919 un libro capital en la nueva visión del mundo. Me refiero a la novela de John dos Passos.) Ese hombre dividido, escindido dentro de sí mismo en contradicciones y ambivalencias, es el héroe solemne   —116→   y achulado, exquisito y miserable, de Luces de bohemia. Es el Sawa que, líricamente, se reconoce un canalla y que, desde su situación protestataria, decide no irse al otro mundo sin tocar el fondo de reptiles. Notas que quiebran la tradicional escala melódica, como en la música coetánea, son los acordes del loro, del chico pelón, del gato, en la tertulia de Zaratustra; idéntico papel desempeñan las apostillas del borracho anónimo en la taberna, o los diversos niveles en que se expresa el coro de poetas modernistas en la redacción del periódico. Son pinceladas cubistas, entre otras, el recuerdo de la luna «partiendo la calle por medio» o la banda de luz en la puerta de la buñolería, o la integración de las copiosas imágenes quebradas en los espejos del café, esa «absurda geometría que extravaga». Contemplamos uno de los discutidísimos cuadros del momento al leer apostillas como éstas: «Media cara en reflejo y media en sombra. / Parece que la nariz se le dobla sobre una oreja» (E. II); «Recuerdo partido por medio, de oficina y sala de círculo» (E. VIII). El fin último del cuadro se percibe en esta acotación. «El compás canalla de la música, las luces en el fondo de los espejos, el vaho de humo penetrado del temblor de los arcos voltaicos cifran su diversidad en una sola expresión» (E. IX). Y podríamos hacer más largo y representativo el desfile. Visión fragmentaria de la vida, acosada de momentaneidad. Nada más explícito que ese hueco, lleno de sugestiones, que se motiva en la fila de fantoches, cuando uno de ellos abandona la habitación. (E. XIII).

Y todo eso es cine, está visto cinematográficamente. Es precisamente su febril exaltación del movimiento (gestos, muecas, etc.) lo que le diferencia y caracteriza. Cada negro total nos permite ser lanzados a una nueva aventura, sin dejarnos hueco para expresar nuestra personal reacción por   —117→   la aventura anterior. Es menester superponerlas. Del movimiento certero depende su vida misma, su dosis de emoción y de patetismo. Y, además, la superposición a que me refiero se hace sobre espacios vitales muy diferentes, en ocasiones hasta opuestos: la buhardilla, el despacho ministerial, la noche perfumada de lilas en la verja del jardín, la parodia desencantada en el cementerio. Y todo va desgranándose hacia un contorno en el que nuestra actividad es esclava de la diversidad de las perspectivas (de arriba a abajo, desde un lado, de cerca, de lejos. Recordemos, de paso, las tan traídas y llevadas palabras de Valle Inclán sobre la forma de mirar a sus personajes, y pongamos detrás de ellas una cámara cinematográfica). Idéntica superposición revela la visión temporal de Luces de bohemia: el ámbito cronológico, amplísimo, aparece amontonado, atado a un tormentoso presente, en la escena carcelaria. No podemos hacer otra cosa que acatar -a veces soportar- ese mundo absurdo, sin distancias o con escasos puntos de referencia. Un mundo que puede ofrecernos abrumadoramente agigantado el clavo que hiere la sien de un cadáver y grotescamente minimizado y confuso el noctámbulo pasear de unas mujerucas, e incluso aprovecharse arteramente de las sombras para destacar lo que clama a nuestra complicidad: las cargas de la policía, la escena de la cárcel, la muerte de Max en el primer recodo de la amanecida. Y, dentro de una clara ortodoxia cinematográfica, estos relámpagos de vida desaparecen con la misma audacia con que han surgido. Ese clavo que rasga la frente del muerto, ¿qué hace después? Ese vacío que deja un fantoche en la hilera, ¿de qué sugestiones se llenara después? Figuraciones, ojos colgados de sí mismos, resignación ante el absurdo y la discontinuidad que esos dos primeros planos han puesto ante nosotros, tan esquivos, tan fugaces: muertos apenas aparecidos. Como el propio Max Estrella,   —118→   irrevocablemente acostado en el quicio del portal. Mientras las mujeres gimotean («Está del color de la cera»... «Esto no lo dimana la bebida»... «Es el poeta que la ha pescado»), no vemos otra cosa que un encuadre, espléndido encuadre, de la cabeza yerta, y ya esperamos el cambio súbito, que presentimos inmediato, fulminante.

Fuera de duda nos parece que la mirada se ha avezado a lo que más de cerca ha traído y manejado el aspecto fragmentario y discontinuo de la existencia: el cine. Pero también en este rinconcillo el género chico había dado la alarma, había entrevisto que algo nuevo pasaba por allí, algo de lo que se podía sacar algún partido. También había intentado acercarse a ese quehacer recién nacido a través de sus fáciles imitaciones burlescas, de sus superficiales interpretaciones. Y una vez más hemos de recordar aquí a Salvador María Granes. Este escritor irascible, para quien, como dice el redactor de El popular, «no hay nada grande, nada digno de admiración» escribió una obrita, naturalmente con cantables, en la que, muy de cerca, bulle el cine del momento, rápido, alborotado, desplazándose en torbellino de un lado para otro, y, fundamentalmente, inconexo, discontinuo. Delirium tremens!..., la obrita a que me estoy refiriendo, ya acusa en el título el alocado sucederse de brazos al cielo, el ir y volver característico de las cintas añejas. Delirium tremens!..., ya absurda en el título, no recibe el acostumbrado subtitulo de sainete lírico, o de parodia, etc. Se llama pomposamente Película sensacional.

Escrita en colaboración con Ernesto Polo, y con música del maestro Valverde (hijo) y de Rafael Calleja, fue estrenada en el Gran Teatro de Madrid, el 22 de diciembre de 1906, cuando Valle Inclán acaba de redondear la publicación de las Sonatas. En el Delirium de Granés, nos encontramos con que el personaje es muy conocido, está ahí, forma   —119→   parte de nuestro contorno. Es la popularísima Loreto Prado, quien, en compañía de Enrique Chicote, va a celebrar su beneficio. La acción comienza en el mismo camerino de la actriz. Nervios, manos en frenético ir y venir a la cabeza, ojos en blanco, flores que llegan tercamente, etc. Hay que esperar a Chicote. La espera se prolonga demasiado. Ha ocurrido que una afectadísima dama acaba de raptarle. La dama se llama Kara Renard (contrafigura de Sara Bernhardt). Enamorada de Chicote, se lo lleva a París. Allá va Loreto, detrás. Se suceden las escenas de persecución, plagadas de incidentes, que presagian las películas cortas de Charlot. Chicote va a parar, ¡nada menos! a Rusia, metido en el baúl de un conspirador: allí le detiene la policía. Detrás ha llegado Loreto, que le ha perseguido paso a paso, llegando siempre un poco tarde, cosa muy natural. Trueques, cambios, equivocaciones. Tiranía del absurdo y de una nueva velocidad, en la que todo aparece descoyuntado, sometido a un nacimiento perpetuo, sin la conexión, la continuidad típicas del siglo anterior. Los personajes de Delirium tremens!..., chillotean, bailan, se mueven como marionetas, llevan vestidos ridículos. Asistimos a un monumental entierro de la sardina, solanesco, moviendose debajo de unos nombres estúpidos que acarrean rimas equívocas, etc. Cuando Loreto Prado despierta (todo ha sido una pesadilla) y vuelve a hacerse la luz, el bulto inmediato de las cosas es un profundo respiro. Se ha encendido la sala de nuevo, ha cesado la larga, disparatada evasión89.

Vemos otra vez -¡y cuántas aún, Dios mío!- a Valle Inclán culminador de un proceso ambiental, exquisito exponente   —120→   de un espacio humano. Luces de bohemia está, lo hemos visto, traspasada de cine. Pero está vista, externamente, como una obra teatral, lo que entonces se hacía. Está anclada en una tradición. Los esfuerzos por representarla han sido muchos, con varia suerte. Pero ahora comprobamos su carácter crucial, entre lo viejo -teatro popular, rasgos de ese teatro- y lo nuevo -el cine, la acción discontinua y absurda-. Convendría ir olvidando el recurso de «prosa o estilo de acotación escénica» para sustituirlo por el de «prosa de guión cinematográfico». Es mucho más ceñido, y exacto. ¡Qué acusada justeza cobrarían frases como «Gran interrupción»; «Se cierra con golpe pronto la puerta de la buñolería»; «Llega el sereno, meciendo a compás el farol y el chuzo»; «Lobreguez con un temblor de acetileno»; «La cara es una gran risa de viruelas»; «Hay un silencio», etc.

Sí, hay mucho de cine en Luces de bohemia. De ese cine primerizo, aún balbuceante, entre documento y diversión sin contornos en el que asoma la cara un deje de crítica, de amargura por muchas realidades sociales en discusión. No tenemos hecha la historia del cine en nuestra tierra, no puedo decir otra cosa que una armonización entre mis recuerdos y mis lecturas, y, lo que es peor, ensamblar estas con mi mirada, ya condicionada definitivamente por el cine. He podido ir desenterrando multitud de parodias, de sainetes olvidados, que me han llevado a la realidad callejera, no deformada, del Madrid de 1920. Pero no puedo hacer lo mismo con las innumerables películas que debieron correr por la ciudad en los años iniciales del siglo. ¿Cómo no demostrar que bajo la corteza de Delirium tremens!... no se oculta una película de ambiente, sucesos, etc., parecidos? Ya conocemos la manera de trabajar del buen Granés. Pero me ayuda a mi suposición, aparte de la indiscutible sugestión   —121→   del aire nuevo del esperpento, atmósfera solamente posible en un espacio humano donde la discontinuidad es lo básico (la discontinuidad y el absurdo), y donde Luces de bohemia queda cómodamente instalada, me anima, digo, el que otros críticos y lectores de Valle hayan incidido sobre lo mismo, desde distintos aspectos90.




ArribaAbajoFinal

Llevo ya un largo rato dando vueltas y más vueltas en torno a Luces de bohemia, el libro ilustre con que Don Ramón del Valle Inclán ensanchó el paisaje de la producción literaria y dio un nuevo contenido a la palabra «esperpento», alejándola de un cercado nivel coloquial para elevarla a climas de sutil y arriesgada aventura. Reconozcamos que lo hizo con éxito. Vemos ahora en el esperpento primerizo el alarido de una libertad recién conquistada. Ramón del Valle Inclán ha saltado la verja que ceñía su arte, verja de peligrosas lanzas, con interiores de biblioteca y de horizontes de ensueño, y descubre, ya en la calle, la luz de los atardeceres en la esquina con taberna, con solares sucios, con gentes desgreñadas esperando el milagro de cada amanecida. Es la vida desciñéndose caudalosa, redondo azar inesquivable. Vemos a Luces de bohemia como el reverso paródico de un periódico corriente, el diario rezumante de felicidades y proyectos. Una sonrisa mutilada sorprende a la sociedad entera en un momento de flaqueza, el momento de la verdad   —122→   sin aliños ni embellecimientos. ¿Seguiremos hablando pomposamente de «deformación», «desmitificación», etc.? No. Vemos el esperpento encadenado a situaciones y tareas de su tiempo, específicamente teatrales. Y vemos que, cuanto pueda encerrar de protesta, estaba ya en muchos sitios más, y hasta en tonos que, por lo mesurados y graves, podían ser más escuchados y estremecedores. Pero, estaremos de acuerdo, no se hizo nunca con tanto calor, con tanto brillo, en una lengua artísticamente desgarrada, capaz de llegar al ilusorio cielo de

unas pocas palabras verdaderas.



Porque palabras verdaderas, unas pocas, sí, pero humildes y dolidas como la indecible pesadumbre que acarrean, nos parece hoy Luces de bohemia. Toda esa porfiada protesta se nos desnuda hoy, ascendida a la cumbre de una corriente literaria y como manifestación suprema de un espacio humano que, por los cambios naturales de la sensibilidad o de las metas literarias, estaba a punto de hacerse ininteligible. Como ocurre en el arte de Quevedo, las alusiones, los juegos de palabras, en muchas ocasiones, estaban abocados a convertirse en oscuros malabarismos, avaramente plagados de secretos. Entretejida con ellos, yacía la realidad de una vida difícil, empobrecida y soñadora, que, en el cruce de los siglos XIX y XX, arrastró su desencanto y sus ratos de entusiasmo por los cafés, las callejas y las comisarías madrileñas. Ramón del Valle Inclán nos lo cuenta con el escalofrío de lo irreparable, con la brutal simplicidad con que desearíamos dejar para siempre los recuerdos ingratos. No hablemos más de «deformación». En todo caso, de lección avisadora. Asistimos a la génesis de un penoso «episodio nacional» fascinante vestidura de un parsimonioso desfile de sombras,   —123→   cuerpo de humo fugitivo y transitorio, detrás del que una mirada disculpadora vislumbra el mejor y más puro invento del hombre: la esperanza. Esperanza, donde apoyará su cara, en qué muro enhiesto, impracticable, rebotará su risa. Pero tengámosla. Que la noche de Max Estrella no sea más que un viento último, volandera ceniza, pero esperanza, sí, esperanza por un mundo más cordial y desprendido, donde haya siempre tendida una mano al infortunio.





  —[124]→     —[125]→  

ArribaDiscurso del Excelentísimo Señor Don Rafael Lapesa

  —[126]→     —127→  

Señores Académicos:

Gracias por haberme concedido el honor de contestar en vuestro nombre al ilustre compañero que hoy entra en nuestra casa. Conocí a Alonso Zamora hace treinta y tres años, cuando empezaba a seguir la vocación a que desde entonces ha servido con entrega ejemplar y espléndidos frutos. El mayor premio que Dios suele conceder en esta vida a quienes se dedican a transmitir saberes es asistir al nacimiento de una vocación auténtica. No como premio, sino como estímulo, tuve esa alegría con la presencia de Alonso Zamora en mis clases. No atribuyo tal alumbramiento a virtud alguna de mis enseñanzas, que siempre han sido pobres, pero todavía más entonces, cuando el entusiasmo trataba de compensar mis deficiencias de profesor incipiente e insipiente. La llamada ineludible hubo de hacerse sentir en Zamora escuchando a maestros como Américo Castro, Navarro Tomás, Pedro Salinas y Montesinos en aquella Facultad de Filosofía y Letras madrileña cuyo decano era García Morente. Después se corroboró bajo el magisterio inigualable de Dámaso Alonso y con el ejemplo, continuamente renovado, de don Ramón Menéndez Pidal. No, yo no fui quien encendió la centella de la inquietud científica y del amor a la belleza literaria en aquel mozallón rebosante de afanes intelectuales. Me cupo ser testigo de que la centella prendía y se transformaba en llama poderosa. Más tarde seguí   —128→   sus publicaciones y sus éxitos profesionales con estima que pronto se convirtió en creciente admiración. Nuestra amistad se ha ido estrechando con el tiempo, sin que jamás se haya enturbiado. Lo traje a participar en las tareas de nuestro Seminario de Lexicografía, donde compartimos a diario satisfacciones y sinsabores. Comprenderéis que el recibirlo ahora como Académico es para mí ocasión de gozo excepcional. Gracias otra vez por habérmela deparado.

*  *  *

Nuestro nuevo compañero nació en Madrid el 1 de febrero de 1916. Tras los estudios a que acabo de referirme se doctoró en Filosofía y Letras, sección de Filología Española, el 13 de marzo de 1942. Su tesis, El habla de Mérida y sus cercanías, fue galardonada con premio extraordinario y se publicó en 1943. Tres años antes había ganado Zamora por oposición cátedra de Lengua y Literatura de Institutos Nacionales, y la de Mérida había sido su primer destino. Como profesor encargado del curso dio uno de Dialectología española en la Universidad de Madrid durante el de 1942-43, y en 1943 ganó, mediante otra oposición, la cátedra de Lengua y Literatura españolas de la Universidad de Santiago. De allí pasó a la Facultad de Salamanca en 1946, como catedrático titular de Filología románica. Desde 1959 se encuentra en situación de excedente voluntario.

Fuera de España la labor docente de Alonso Zamora ha tenido notabilísima importancia. Durante cuatro años, de 1948 a 1952, dirigió el Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires en circunstancias de excepcional dificultad. La tensión política había lanzado fuera del país al anterior director, Amado Alonso, y a casi todos sus discípulos y colaboradores. Zamora, de acuerdo con Amado, fue   —129→   a Buenos Aires con el propósito de salvar del naufragio cuanto fuera posible. Pese a su juventud, a los recelos y a las presiones de toda índole, consiguió infundir aliento a los investigadores que aún quedaban, formar otros nuevos y lanzar, venciendo innumerables obstáculos, una excelente revista, Filología, que dirigió hasta su regreso a España y que todavía sobrevive. Publicó allí cuatro libros, inició en La Nación una colaboración literaria que aún continúa, visitó como conferenciante otras universidades rioplatenses y dejó en el ambiente intelectual argentino inmejorable recuerdo por su sabiduría y humanidad. En 1960 volvió a cruzar el Atlántico, esta vez para dirigir el Seminario de Filología del Colegio de México y enseñar en la Universidad Nacional. Lo mismo que los cuatro años bonaerenses, el de Méjico dio buena cosecha de artículos y libros. La experiencia hispanoamericana de Zamora se amplió en 1961 con una permanencia de varios meses en Puerto Rico como Profesor visitante. Dos veces ha estado en Norteamérica, para enseñar en Dartmouth (1961) y en la escuela de verano de Middlebury (1964), uno de los principales puntos de reunión del hispanismo estadounidense. Aparte de estos dos centros universitarios dio conferencias en varios otros del mismo país.

En Europa enseñó como Profesor extraordinario en la Universidad de Colonia (1954) y como visitante en las de Copenhague, Aarhus y Estocolmo (1963). Ha pronunciado conferencias, libremente invitado, en las de Roma, Florencia y Turín (1952), París y Estrasburgo (1952 y 1955), Heidelberg, Maguncia, Hamburgo, Munich y Bonn (1952, 1955 y 1959), Amberes, Amsterdam, La Haya, Utrecht, Nimega y Rotterdam (1959), etc.

Desde 1958 es correspondiente de nuestra Academia y de la Real Academia Gallega, así como del Instituto de Estudios Asturianos; desde 1964, de la Academia Argentina   —130→   de Letras, y del Instituto de Coimbra desde 1947. La estimación universal de que disfruta tiene sólido fundamento en una obra extensísima y varia, que no podré reseñar aquí con la detención que merece.

*  *  *

Las primeras publicaciones de Alonso Zamora fueron estudios de dialectología. Con certera visión, Dámaso Alonso orientaba hacia este dominio a los jóvenes investigadores en los años de la posguerra. Con la excepción insigne de Menéndez Pidal y alguno de sus primeros discípulos, el estudio de las hablas rurales de España había estado casi por completo en manos de extranjeros. Munthe, Wulf, Saroïhandy, Elcock, Kuhn, Fritz Krüger, a quien tanto debemos. El Atlas Lingüístico dirigido por Navarro Tomás estaba sin terminar y no había entonces grandes esperanzas de que pudiera acabarse. La exploración urgía, pues la sacudida de la guerra había llevado ansias de vida moderna a rincones cuyas hablas seculares quedaban amenazadas de pronta desaparición. Impulsadas por Dámaso Alonso fueron apareciendo monografías valiosas, principio de un movimiento que ha renovado la dialectología española y la ha puesto a la cabeza de los estudios románicos de igual carácter. La primera de ellas fue El habla de Mérida y sus cercanías, la tesis doctoral de nuestro nuevo Académico, que cumple todas las exigencias de una encuesta lingüística hecha con rigor y sabiduría. Pertrechado con excelente preparación fonética, Zamora estudia minuciosamente los rasgos característicos de la dicción y usos gramaticales de aquella comarca, y recoge un nutrido vocabulario. Pero no abstrae los hechos lingüísticos del complejo vital y social en que se dan, pues se ocupa también de la cultura material e industrias, con estudio   —131→   conjunto de palabras y cosas según la mejor escuela. Si para esta monografía aprovechó Zamora sus años de catedrático en el Instituto emeritense, los dos artículos que dedicó al habla albaceteña (RFE, 1943; Romance Philology, 1949) responden a un conocimiento directo vivido en la infancia. En Palabras y cosas de Libardón, Colunga (1953), las costumbres, utensilios, quehaceres y terminología del vivir aldeano se describen con interés que no es mero afán de conocimiento: quien ha visto a Alonso Zamora escribir en su escañu traído de Asturias, en una sala adornada con bella cerámica popular, y con algún instrumento de labranza en los rincones, sabe cuánta amorosa delectación hay en su interés por la cultura rural. A otra Extremadura, la cacereña, y a Salamanca, lleva la atención de Zamora su estudio sobre El dialectalismo de José María Gabriel y Galán (Filología, II, 1950).

El amor por las cosas del campo y la vieja artesanía no estorba que nuestro lingüista vuelva sus ojos -y sus oídos aguzados- hacia el habla popular madrileña. El vivo conocimiento de sus dejos y sus modismos que ha hecho patente al analizar Luces de Bohemia, aparece también en el artículo Una mirada al hablar madrileño (1966). Con Dámaso Alonso y María Josefa Canellada descubrió la trascendencia de las innovaciones -sólo apuntadas por Navarro Tomás- que la aspiración de la s final ha acarreado al vocalismo andaluz (Vocales andaluzas, Contribución a la fonología peninsular, NRFH, IV, 1950). Dos problemas de candente actualidad en el español de América han sido abordados felizmente por Zamora: el Rehilamiento porteño (Filología, I, 1949), cuyos matices corresponden a muy complejos factores sociales, y las Vocales caducas en el español mexicano (NRFH, XIV, 1960), una de las realidades más amenazadoras para la estabilidad y unidad fonéticas de nuestro idioma. Finalmente   —132→   ha estudiado la «Geografía del seseo gallego» (Filología, III, 1951), «La frontera de la geada» (Homenaje a F. Krüger, 1952), la repartición geográfica de las terminaciones -ao y -an (NRFH, VII, 1953) y de los grupos -uit, -oit, (Boletim de Filología, XXI, 1963) en gallego moderno: cuatro fenómenos cuyas áreas actuales plantean importantes cuestiones sobre el pasado lingüístico y la historia de Galicia.

Las aportaciones de Zamora en estos campos de la investigación culminan con su Dialectología española, excelente obra de conjunto que se publicó en 1960 y cuya segunda edición está ya en prensa. Intento muy difícil era el de presentar en visión panorámica las variedades geográficas de nuestro idioma y caracterizar a la vez la fisonomía de cada una con puntual acopio de pormenores representativos. Zamora ha salido airoso gracias a su completísimo conocimiento de la bibliografía previa y gracias también a su excepcional información directa, que le permite dar muchas noticias de primera mano. Ningún otro lingüista español de ahora hubiera podido, por ejemplo, ofrecer información tan rica y personalmente vivida sobre el habla hispanoamericana. Este libro de Zamora es manual imprescindible para quien se inicia en la dialectología hispánica; pero es también obra de necesaria consulta para los ya iniciados, pues no sólo les da referencia exacta y al día sobre el estado actual de los estudios en cada punto, sino que les reserva continuas sorpresas con su caudal de noticias nuevas, inteligentemente interpretadas. Es, en suma, a pesar de su fecha reciente, una de las obras ya clásicas de la lingüística española.

*  *  *

Siguiendo el ejemplo de Menéndez Pidal, los filólogos españoles han aunado el estudio de la lengua y el de la literatura.   —133→   Alonso Zamora no desmiente su escuela, pues las obras literarias han sido siempre dilectísimo objeto de su atención y causadoras de su gozo. Presencia de los clásicos se titula uno de los libros que les dedica, y a su prólogo pertenecen las frases siguientes sobre la lectura en soledad: «Por extraños caminos se repite la feliz aventura: nos instalamos en la tradición (siempre nueva, siempre hacia el futuro; nunca simple mirada al pasado) y vemos cómo desde lo profundo del tiempo suena y resuena su mensaje. Todo el aroma disperso de mil primaveras se agolpa en la flor de ahora... Ratos de soledad con los hombres de ayer, que vivieron y penaron como nosotros, y que, a veces con indecible pudor, nos arrastran a su dolor o a su risa, tan suavemente, con creciente docilidad de aurora. Gozo y pesadumbre de ayer, de hoy y de mañana, que los muertos nos mandan a los vivos, desde su delgado silencio impenetrable. Y nos lo envían para siempre».

Pero la fidelidad al mensaje recibido obliga a darlo a conocer, a facilitar que llegue a otros. La más eficaz contribución para conseguirlo es hacer asequibles textos escrupulosamente establecidos, anotarlos esclareciendo sus dificultades y acompañarlos de estudios introductorios que presenten lo que la obra significó en su tiempo y lo que nos dice hoy. Alonso Zamora, maestro en tantas cosas, lo es también en editar textos de otras épocas: el Poema de Fernán González (1946), única muestra del mester de clerecía inspirada en la épica juglaresca, conservado en un manuscrito tardío, incompleto y alterado; la Comedia del Viudo de Gil Vicente (1962), obrita deliciosa, pero difícil por los leonesismos y rasgos portugueses que se filtran en su castellano; las poesías de Francisco de la Torre (1944), exquisito petrarquista y elegante imitador de Horacio sin perder por ello acento personal, según prueban sus hermosos sonetos de tema nocturno;   —134→   cuatro comedias de Lope de Vega (El villano en su rincón, Las bizarrías de Belisa, Peribáñez y La dama boba, 1961 y 1963) y tres de Tirso de Molina (Por el sótano y el torno, 1949; El amor médico y Averígüelo Vargas, 1947); dos de estas últimas en colaboración con su esposa, María Josefa Canellada, en quien la inteligencia y el saber se unen a multiforme capacidad artística. Los prólogos a estas ediciones son acabado modelo de estudio literario. En ellos la erudición cumple su cometido de ayudar a la comprensión de las obras sin estorbarlas; y en todos hay un afán de entendimiento que penetra en la creación pretérita, la acerca a nosotros e ilumina en ella aspectos hasta ahora inadvertidos.

La labor de Zamora como historiador y crítico de la literatura comprende además cuatro volúmenes donde colecciona artículos de tema vario (De Garcilaso a Valle Inclán, 1951; Presencia de los clásicos, 1951; Voz de la letra, 1958, y Lengua, literatura, intimidad, 1966), así como otros cuatro dedicados respectivamente a Lope de Vega (1961), La novela picaresca (1962), Las «sonatas» de Ramón del Valle Inclán (1951) y Camilo José Cela (1962). Aparte de colecciones y monografías, hay multitud de artículos sueltos en periódicos y revistas.

Zamora abarca en sus estudios literarios los movimientos y figuras principales del siglo de oro y también las de nuestros días. Así las generaciones del petrarquismo español y el sentimiento de la naturaleza en el siglo XVI; el Lazarillo como principio de la literatura moderna frente a los tipos de narración evasiva representados por la Cárcel de amor, el Amadís, la Diana o Abindarráez y Jarifa; la Epístola a Mateo Vázquez y el tema del cautiverio en la obra cervantina; la novela picaresca y el Marcos de Obregón de Espinel, tan distinto de ella en actitud humana, sensibilidad   —135→   y propósitos; Lope de Vega, objeto de un excelente libro panorámico y de bellos artículos que ponen de relieve aspectos nobles de su biografía; Tirso de Molina una y otra vez, siempre visto con enfoques nuevos, ya en su afición por los temas portugueses, ya en los contrastes barrocos y en las calidades cinematográficas de su teatro. Menos atraen a Za, mora los siglos XVIII y XIX: salvo Forner y su versión de la Oración apologética, sólo toca de pasada el vaivén existente entre el teatro romántico y los continuadores de la comedia moratiniana, entre la perduración quintaesenciada del romanticismo en Bécquer y la poesía de Campoamor y Núñez de Arce. Tampoco la novela realista, con excepción de Galdós, aparece en los estudios de Zamora sino como fondo de contraste con la novela de los hombres del noventa y ocho; Galdós sí, como captador del ambiente madrileño de fin de siglo. Pero es la literatura del noventa y ocho acá la única que compite con los clásicos en el interés de Zamora: La voluntad y el estilo todo -«lengua y espíritu»- de Azorín son analizados por el nuevo Académico con insuperable finura. Dedica a Baroja una semblanza emocionada y comprensiva; enumera sus recuerdos personales de Unamuno y Juan Ramón Jiménez; encuentra en un episodio de El obispo leproso de Miró rasgos afines a los del esperpento; y aclara -con qué agudeza- un humanísimo poema de Cesar Vallejo. Ahora bien, los dos autores contemporáneos que más estudia son Valle Inclán y Cela. Un primer examen de la obra Sonata de primavera se amplía a las cuatro Sonatas en un libro que lleva el subtítulo de «Contribución al estudio de la prosa modernista». Es una presentación completa y precisa del arte complejo, exquisito y decadente del Valle Inclán inicial, con su temática de erotismo y soñada aristocracia, su riqueza sensorial y su artificio expresivo. Un artículo de Zamora sobre Tirano Banderas hace ver esta obra maestra   —136→   de Valle Inclán como creación genial de una lengua panhispánica, como suprema representación artística de la unidad del idioma. También el libro sobre Cela incorpora y refunde artículos anteriores sobre Judíos, moros y cristianos y sobre La catira, y también es significativo el subtítulo, que reza: «Acercamiento a un autor». Ante la obra temporalmente inmediata, pero detonante, Zamora opera como ante los clásicos: se sitúa en postura de abierta comprensión, busca valores positivos y los encuentra en abundancia; indaga los cauces del agua nueva y los reconoce en el ansia noventayochesca de adentrarse en la intrahistoria española, en la honda España de los campos y aldeas; y también en la tradición lírica popular, en el multisecular Cancionero anónimo. La obra detonante, objeto de incomprensiones y protestas, queda ahora encuadrada en directrices históricas claras y entendida como hija de palpitante preocupación por España.

*  *  *

Alonso Zamora tardó en darse a conocer como creador literario, aunque sospecho que lo fue desde muy joven y que guarda recatadamente ocultas sus obras primerizas. Su traducción antológica de Campos de Figueiredo, publicada en 1943, muestra un dominio de la expresión poética revelador de largo ejercicio previo. También imagino que el libro Primeras hojas, aparecido en 1955, no corresponde al intento que hubo de iniciar su cultivo de la prosa narrativa. En esta elaboración de recuerdos infantiles, refrescados por la niñez de los propios hijos, nada hay en agraz. El autor está en plena posesión de un arte complicado que evoca, juntos con episodios y ambientes, las impresiones, sentimientos y palabras -dichas, pensadas u oídas- que dejaron su huella en la infancia lejana. No se hacen concesiones al   —137→   desbordamiento lírico ni a la melancolía facilona. Lo que Zamora pretende y consigue es reconstruir las perspectivas, contenidos y valoraciones de una realidad huida; y reconstruirlos desde dentro de un alma en estreno del universo, rediviva ahora. El mundo externo y el interior aparecen estrechamente compenetrados, con la cambiante movilidad del vivir que empieza. La precisión descriptiva y verbal elimina toda vaguedad de contornos, pero no aminora la impresión general de caleidoscopio: imágenes nítidas, sensaciones inconfundibles y palabras exactas se suceden inestables y entremezcladas. Esto se logra mediante procedimientos estilísticos de gran novedad. La frase no se articula en períodos de compleja arquitectura, sino en unidades sueltas, yuxtapuestas o copuladas en sucesión abierta. Abundan las enumeraciones de elementos heterogéneos, como desfile del universo ante los ojos atónitos que lo descubren; en cambio escasean los verbos en forma personal, con lo que las acciones y acaeceres aparecen desasidos de sus sujetos, con el inmotivado porque sí de su simple presencia. El tránsito del narrador actual al recobrado antaño, y del mundo descrito al sentir y pensar del niño que fue, se hace en constante vaivén. O, mejor dicho, en continua integración que engloba el dentro y fuera de la conciencia y los presenta interfiriéndose. Para esto no bastaba la técnica del discurso indirecto libre o discurso revivido, familiar a la novelística española desde Galdós y Clarín; Zamora aprovecha el «stream of consciousness» de Joyce, pero le da un giro especial: la incorporación del discurso directo, sin señales demarcativas, al relato y la descripción, el incesante paso de la tercera a la primera persona, no se aplican sólo al monólogo interior, a reflejar en él la fluencia de las representaciones psíquicas, sino también a mostrar como realidad vivida la inextricable compenetración del yo y su circunstancia. Esa circunstancia   —138→   es aquí el mundo captado por el voluble mirar de unos ojos infantiles; pronto sería el caos y el absurdo vistos a través de la angustia individual.

Al tiempo que nuestro autor publicaba su Primeras horas, iban apareciendo en revistas cuentos suyos donde el mismo arte personalísimo de la prosa, el mismo estilo inconfundible, se aplicaba a un tipo de narración sorprendentemente nuevo en las letras españolas. Siete relatos se agrupan bajo el nombre del más extenso en Smith y Ramírez S. A. (1957). Casi todos son cuentos fantásticos cuya acción ocurre, no en el mundo mágico de la Bella Durmiente o Aladino, sino en el aturdimiento de las grandes urbes actuales. En el asedio y tensión de estas aglomeraciones el narrador imagina vidas marcadas por acaecimientos preternaturales que no son milagros ni prodigios, ni se envuelven en halos de ensueño: son realidades obsesivas cuyas manifestaciones y efectos se desarrollan con la más perfecta coherencia y se describen con la máxima puntualización. Repetida presencia física y repetidas evasiones de una muchacha muerta años atrás, cumplimiento del destino que ha llamado extrañamente a la puerta de alguien; duplicidad de existencias que corren ignorándose una a otra, pero ligadas por atracción y adivinaciones misteriosas; pérdida -sin saber cómo ni dónde- de una mano que, tras inútiles y desesperantes tentativas de sustitución, sólo se recobra por injerto de la que queda; transfusión de la personalidad de un muerto a quien había estado a punto de asesinarle. Estos relatos, que dan al absurdo realidad intensamente vivida, no son mero virtuosismo imaginativo: apuntan a problemas fundamentales de la existencia humana -la supervivencia, la identidad personal, la busca de algo esencial que nos falta, la culpa y la expiación-. Y la angustia de estas vidas truncas o frustradas es un grito que se apaga en el caos del tráfago, de los   —139→   anuncios, de la propaganda, entre gentes que van y vienen o se apiñan sin sentido. En dos ocasiones renuncia el narrador a moverse fuera de los límites de lo natural, y en las dos acentúa la lección ética: en Tren de cercanías el bolso de Martita es una nueva caja de Pandora; de él salen los más varios objetos representativos de la frivolidad, pero también el revólver con que la linda viajera pone fin a su vivir inane. En el cuento epónimo de la colección, Ketita se extravía en la barahúnda de unos almacenes monstruosos y va a parar al departamento que en ellos se destina a los niños perdidos; allí crece privada de libertad, sometida a reconocimientos y análisis médicos, a pruebas psicológicas, a la presión de las consignas y al temor de los castigos. Durante años y años es un numero más en la masa de niños y adolescentes que, a pesar de frecuentes eliminaciones, abarrota aquella especie de campo de concentración; y cuando va a salir para casarse, la equivocación ¿casual? de un sabio al apretar un timbre hace que tanto ella como su novio mueran electrocutados. Ciencia y técnica deshumanizadas ahogan la vida ansiosa de realizarse plenamente. El coro de la tragedia no es aquí testigo que reflexione ante el hundimiento de héroes, sino multitudes degradadas, manejables, no más dueñas de sí que los niños cautivos. Si otros cuentos de Zamora hacen pensar en La metamorfosis, éste despierta el recuerdo de El proceso; pero en vez de la inquietud metafísica de Kafka, lo que hay en Smith y Ramírez S. A. es un toque de alarma contra la perversión acarreada por el desdén contra los valores morales. Y si en El proceso la acción se desenvuelve con inconexión onírica, en Smith y Ramírez S. A. discurre con tan preciso encadenamiento lógico como pueda ser el de algunas ficciones de Borges.

La producción narrativa de Alonso Zamora se orienta después en dirección neorrealista. Desde 1960 van apareciendo   —140→   cuentos suyos donde el elemento fantástico no tiene entrada y donde la acción, mínima, se limita al encuentro y contraste de personajes vulgares. Varían ambientes y circunstancias: clientes de una consulta en Callista diplomado, de tres a cinco (1960); asistentes a un velorio en Noche arriba (del mismo año), viajeros reunidos en un aeropuerto en ¡Este tiempecito! (1963); una tertulia de señoras provincianas en Un balcón a la plaza (1965); visitantes de una exposición en Pintura figurativa (también de 1965). Sobre unos y otros proyecta el autor su ironía, sorprendiendo y caricaturizando lo ridículo, pretencioso y artificial, en un afán de verdad profunda. Denuncia con sarcasmo los prejuicios, la intolerancia, la dureza de corazón. Y se muestra indulgente con las gentes sencillas, aunque no les ahorra torpezas, debilidades o rasgos cómicos para que no pierdan su humana autenticidad. Este acercamiento caritativo da entrañado calor al último de estos cuentos, Una siesta más (1965): una de tantas en que se sientan juntos en un banco tres viejos, la vendedora ambulante, la pensionista y el antiguo artista de circo; sus pequeñas ilusiones, recuerdos, fantasías, miserias y esperanzas aparecen iluminadas por conmovida y amorosa comprensión.

Tales son tres aspectos que el arte narrativo de Alonso Zamora ha presentado hasta el momento. Los tres poseen, aparte de sus privativos y altos valores estéticos, el de experimentos literarios que abren nuevos rumbos. Esperamos que el autor siga trayendo vellocinos de oro en nuevas aventuras.

*  *  *

Para terminar, diré unas palabras sobre el discurso que acabamos de oír. Mientras lo escuchábamos, una obra literaria   —141→   rica en problemas, pero catalogada y definida hasta ahora por apreciaciones generalmente impresionistas, ha cobrado ante nosotros sentido nuevo. Y esto ha sido posible gracias a un análisis en el que han cooperado el historiador de la literatura, el crítico, el filólogo, el lingüista y el creador que hay en Alonso Zamora. El historiador de la literatura ha descubierto las insospechadas relaciones de Luces de Bohemia con el género chico y la parodia; entrando en el terreno de la sociología literaria, ha puesto de relieve la radical veracidad del primer esperpento valleinclanesco, la firme base de realidad viva en que se apoya, la dolorida protesta de su autor ante la España que le rodeaba. El crítico ha valorado con acierto las calidades estéticas y ha captado la huella -tampoco vista hasta ahora- del cine primitivo en el arte complejísimo de la obra estudiada. El filólogo ha calibrado la importancia de las variantes y adiciones que la versión de 1924 introduce respecto a la de 1920. El lingüista nos ha dado una excelente lección sobre el estilo, giros expresivos y vocabulario que Valle Inclán pone en boca de su personaje. No se limita Zamora a enumerar y clasificar los rasgos modernistas, paródicos, populares o jergales, sino que se adentra en su motivación y finalidad artísticas. La técnica de las últimas corrientes que se han abierto paso en lexicología le permite jerarquizar el mundo verbal de la obra señalando en él la «palabra testigo» grotesco y las «palabras claves» fantoche, pelele, esperpento. Y en la apreciación de matices e intenciones ha intervenido de manera decisiva la experiencia de quien sabe por práctica el delicado arte de infundir vida a sus propias criaturas. Luces de Bohemia queda así interpretada según una visión nueva, enmarcada en amplia perspectiva del ambiente literario y social en que surgió, y penetrada hasta el disconforme amargor de sus entrañas. La   —142→   genial caricatura de hace cuarenta y tantos años se vivifica en su hondura humana y en su terrible actualidad.

*  *  *

Alonso Zamora viene a la Academia después de colaborar durante más de seis años en el Diccionario Histórico de la lengua española confiado a nuestro Seminario de Lexicografía. Don Samuel Gili Gaya y él han tenido a su cargo la labor rectora que ha hecho posible la aparición de los últimos fascículos publicados. Duro y abnegado quehacer, en lucha con dificultades de toda clase. En estos años de colaboración Zamora se ha enfrentado ya con muchos de los problemas que hoy acucian a la Academia. En un momento de grave responsabilidad, en que el mundo circundante reclama de nosotros lo que sólo con gran esfuerzo podremos cumplir, la llegada de Alonso Zamora es motivo de alentadora alegría. Con su mucho saber, con su envidiable capacidad de hombre en plenitud, con su voluntarioso empuje, puede prestarnos inestimable ayuda. Así lo esperamos. Bienvenido a esta casa.





 
Anterior Indice