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Pertenecen los versos arriba insertos a la Elegía segunda, escrita en Burdeos, en el convento de Loreto, adonde se retiró la poetisa una temporada al ocurrir en dicha ciudad la muerte de su primer marido el 1.º de agosto de 1846. Fueron corregidos por su autora para la edición de Obras Literarias (Madrid, 1869). Tomo 1.º.

 

172

Estos versos forman parte de la poesía que dedicó la Avellaneda en 1846 a don Pedro Sabater poco antes de ser su marido. Se publicaron con ligeras variantes en la edición de Obras Literarias (Madrid, 1869). Tomo 1.º.

 

173

Se refiere al drama bíblico, en cuatro actos y en verso, titulado Saúl, que se representó por primera vez en el teatro Español a fines de 1849, aunque estaba escrito desde tres años antes. Está publicado en el tomo II de Obras Literarias, 1869.

 

174

El lector tiene ya conocimiento de todas las personas citadas en este párrafo por lo anotado en otras cartas.

 

175

El sobre está dirigido en esta forma: «Señor D. Ignacio Cepeda.- Parador de la Castaña.- Sevilla.»

 

176

Por rara excepción conservaba el señor Cepeda el borrador de esa carta, que dirigió a la poetisa desde la capital de Turquía el 5 de diciembre de 1851, y debido a esta circunstancia podemos hoy tener el placer de transcribir algunos de sus notables párrafos, por los cuales puedan apreciar los lectores el espíritu observador y reflexivo del noble viajero. Helos aquí:

«El Oriente, tan rico por la naturaleza como célebre por su historia y poderío, está en una situación tristísima, y, a mi ver, sin esperanza; la hez de Europa, por ocultar su miseria o sus crímenes, viene a establecerse en estos países, que dirige por la superioridad de sus luces, infestándolos, so pretexto de civilización, de toda clase de abominaciones y vicios. El Gobierno turco, por los tratados fundados en la desemejanza de leyes y por su propia debilidad e impotencia, nada puede contra los extranjeros, sujetos exclusivamente a los cónsules respectivos, que ni saben, ni pueden, ni quieren castigarlos, y el mal echa raíces que nadie puede ya arrancar. Para encontrar cosa que huela a honradez en estos países es preciso dirigirse a los turcos, buscándolos de entre los que no comunican con los europeos, ni con la parte de los hombres sin nación, como judíos y armenios.

Horribles máscaras son las mujeres, que apenas saben ser mujeres; los hombres, pertenecientes en la mayor parte a las razas más degradadas, sin creencias ni educación, se ocupan siempre de sí mismos y, de sus intereses materiales; y unos y otras, con sus mil razas, con su diversidad de costumbres y, sobre todo, de trajes y de lengua, representan, aun dentro de cada casa, una pequeña Babel. Sin salir de la mía, puedo asegurarte que no nos entendemos. El criado habla solamente el turco; la criada, sólo griego; la dueña habla armenio; su marido, el italiano, y la nieta (que es la persona que resta) habla en francés. La criada no es de la religión del criado; el marido no pertenece a la de la mujer, y más de una vez he visto que ni en la materialidad de las palabras pueden entenderse sirvientes y señores. El griego, por ejemplo, que conocen unos no es el mismo dialecto griego que hablan los otros; el árabe de Egipto es muy diferente del que se oye en Palestina; y el dialecto turco del criado no es el mismo que el que usa la Sublime Puerta; y así todo en esta gran Babel oriental, dominada del vicio de la avaricia y de otro que ni aun se puede nombrar.

Jerusalén es hoy un lugar miserable, cuyas estrechas calles ofrecen ruinas y sucios escombros, abundantes pulgas y muchos perros vagabundos; algunos hombres semisalvajes, y de vez en cuando una mujer-máscara o un fraile, es todo lo que se encuentra al interior. En las afueras, cualquier punto que elijas, te ofrecerá la más estéril sequedad; una tierra sembrada de sepulcros y entre ellos secas espinas, que te revelan el paso de mil reptiles que, huyendo de tu presencia, se esconden en las carcomidas tumbas. Los pájaros enmudecen en aquel campo, y las flores no osan presentarse en su suelo; pero hay leprosos que murmuran por una limosna, sarnosos perros que en silencio sufren y algún fantasma musulmán que, sentado sobre la tumba de sus padres, reza y come a un tiempo mismo.

La religión en la santa Jerusalén es un artículo de comercio manifiesto. Los prelados cismáticos venden bulas que declaran perdonados los pecados cometidos y por cometer, o sea los pasados, los presentes y los futuros; se venden las indulgencias, las oraciones y la misma fe. Los operarios y servidores del convento católico, por ejemplo, dicen a sus Religiosos: «Si en vez de cuatro que ganamos no recibimos cinco, nos hacemos griegos o armenios o judíos, etc.» Y éstos a la vez repiten: «Nos haremos católicos o protestantes o mahometanos.» Y como reina entre el clero de las diferentes comuniones, reunidas en el estrecho recinto de Jerusalén, grande emulación y grandísima odiosidad, acuerdan favores sucesivos para atraer cada cual el mayor número de fieles. Así, pues, el convento católico, por ejemplo, da respecto a los católicos pobres (y pobres son todos) educación y comida a los hijos, casa-habitación, médico y medicina a toda la familia; paga el tributo personal de los individuos de la misma, da una pensión a las viudas por sólo el título de cristianas, y para todos acuerda socorros y protección en cuantos infortunios les ocurren, y todo pagado con dinero de España y con el fin de que se llame cristiano un miserable, dispuesto siempre a tomar el nombre de la religión del que mejore su posición o su salario.

Mucho he trabajado durante mi viaje, y si puedo llegar a ordenar mis apuntes creeré recompensados todos mis padecimientos. El Gobierno ha tenido alguna vez ligerísimas noticias de mis estudios, y yo estoy muy satisfecho de la manera con que las ha recibido y calificado. Salí con dos meses de licencia, y siendo mi puesto del Consejo (Provincial) de Sevilla muy deseado en aquella ciudad, los diversos ministros, que se han sucedido, no lo han dado hasta ahora a otra persona, sin embargo de tan notable ausencia. Verdad es que yo no recibo ni aun la gratificación que le está asignada, pero esto no me impide el considerar el hecho como una distinción particular, que me lisonjea y agrada.

El papel, y más aún la hora, me llaman a concluir, y quiero que sepas aún algo de mis desgracias. Después que dejé a España me han faltado ya hasta cuatro individuos de mi familia. Con la noticia de la última pérdida, la de mi padre, salí de Jerusalén haciendo un viaje de quince días a caballo hasta Beyrouth. Como el pensamiento de la terrible noticia no me dejó en todo el camino, caí fuertemente enfermo apenas llegado a Beyrouth, lo que me obligó a detenerme un mes en aquel puerto, donde tuve consulta de médicos, y, por razón del calor y no conocerse allí especie alguna de carruaje, me sacaron de mi hotel conduciéndome ocho hombres en un cuasi féretro a otro hotel del campo, donde, con una temperatura mucho mejor, logré ponerme en disposición de emprender el viaje para esta ciudad. Habiendo concluido el mal en forma de calenturas intermitentes, se repitieron en Smirna, y otra vez aquí; y, si bien hace cerca de un mes que me falta la calentura, he tenido amagos, y por esto no puedo fijar el día de mi salida para Nápoles, Roma, etc., con el fin de entrar la primavera próxima en mi país.»

 

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¡Cuán ajena estaba la Avellaneda al escribir esas líneas, que el señor Cepeda tenía ya concertado su matrimonio con doña María de Córdova y Govantes, que debería celebrarse en junio de ese mismo año de 1854!

La entrevista, por tanto, no llegó a verificarse, gracias a lo cual hemos podido hoy dar a luz la autobiografía y esta serie de cartas.

 

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Le llama su enemigo porque creyó siempre que el Conde de San Luis había influido por medio de sus amigos en la decisión de la Real Academia de la Lengua, cuando resolvió, como cuestión previa, que no podían tener en ella asiento las mujeres, al recibir la instancia de la Avellaneda (Febrero 1853), la que solicitaba el sillón vacante por muerte de don Juan Nicasio Gallego. Pueden verse sobre esta materia los dos artículos que publicó don Juan Pérez de Guzmán en La Ilustración Española y Americana, correspondientes a los días 15 y 22 de noviembre de 1906.

 

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Me refirió don Ignacio, que siendo aún niño iba cierto día con su hermana Dolores por la plaza del Duque de Sevilla, donde se encontró con el Padre Fagúndez, fraile de San Pedro de Alcántara, muy amigo de sus padres, el cual, acariciándole el rostro, le dijo: por ti se perpetuará el apellido Cepeda. La predicción del buen fraile tuvo realidad con el tiempo, pues habiendo tenido el señor Cepeda tres hermanos mayores que él, don Manuel, don José y don Francisco, el primero no tuvo descendencia, el segundo una sola hija, y el tercero murió soltero. En cambio, don Ignacio tuvo un hijo, don Ignacio Justo de Cepeda y Córdova, mi caro amigo, tempranamente arrebatado por la muerte; pero dejó tres varones, en los cuales queda asegurada la línea de los Cepeda, procedentes directamente de la familia de la Santa Doctora.

Entre las familias que presentan títulos más abonados para llamarse parientes de Santa Teresa, figura la primera, en opinión de todos los eruditos, la de Cepeda de Osuna; bien entendido, que el entronque es con don Alonso Sánchez de Cepeda, padre de la Santa, puesto que de los hermanos de ésta solamente don Lorenzo tuvo descendencia masculina en doña Juana de Fuentes, cuya línea quedó agotada en don Bernardo Carlos Lorenzo de Cepeda y Morales, quien tomó el hábito de religioso misionero el año 1707. (Véase Santa Teresa de Jesús, por don Miguel Mir, Presbítero. Tomo I. Madrid, 1912.)

 

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Fundado por don Pedro López de Alba, médico de Carlos V, en virtud de bula de la Santidad de Gregorio XIII, su fecha a 9 de septiembre de 1574.