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Autobiografía y cartas (hasta ahora inéditas) de la ilustre poetisa Gertrudis Gómez de Avellaneda

Gertrudis Gómez de Avellaneda



portada




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Ajena por completo a nosotros toda idea de lucro cuando en 1907 sacábamos a luz por vez primera los hasta entonces ocultos documentos literarios de la más insigne poetisa española, no cuidamos de trompetear su aparición por medio de los grandes rotativos, seguros, como estábamos, de que habían de ser acogidos con admiración y aplauso de los hombres doctos, pues ellos venían a satisfacer la natural curiosidad de conocer hasta lo más recóndito del pensamiento de la inspirada Tula, y a colocar, pudiéramos decir, la última piedra en el monumento, que la posteridad ha levantado a su memoria. Pero el éxito superó al cálculo; el libro se impuso por la novedad, por la extrañeza que al mundo literario produjo la no sospechada existencia de aquella autobiografía y de aquellas cartas amorosas, llenas de pasión y de fuego, cual las pudiera haber escrito la mismísima Safo, y reveladoras de un estado de conciencia y de sentimientos ignorado hasta entonces; si bien la sana crítica, reposada e intensiva, había tropezado alguna vez en el análisis con ese elemento, que se le escapaba como suave aroma, sin dejar huellas seguras de su procedencia.

A ese estado de conciencia aludíamos en el prólogo de la primera edición, al aseverar que aquel desaliento y tedio, de que van impregnadas muchas de sus poesías líricas no eran hijos del prurito de imitar a los vates melenudos de su época, que se pasaron la vida plañiendo en verso, sino que eran amargos frutos del desengaño amoroso, que revelan en su contenido esas mismas cartas, cuya afirmación no se opone a la tesis sustentada por un crítico eminente de que la naturaleza altamente romántica de la franca india, manifestada desde sus primeros años, fuera la causa remota de ese estado de sus sentimientos, de lo que hay elocuentes muestras en la autobiografía; antes al contrario, se completan y avaloran recíprocamente de tal modo, que no puede darse la una sin la otra. La simpática Tula nació romántica, y por serlo, era en su niñez pesimista, huraña, propensa a la tristeza, amiga de la soledad, cualidades que no hubieran tenido desarrollo si su vida hubiese corrido por cauces bonancibles; pero contrariada en lo más intenso de sus ideales, en la más pura de sus ilusiones, padeció crisis tremenda del espíritu ocasionada por el choque de pasiones, que dio a sus poesías aquel tinte vago, pero perceptible, de melancolía, que no se explicaban sus contemporáneos, ni hubo de entender la posteridad, hasta que salieron a luz sus cartas, que son lo mejor de sus poesías.

Por eso fue considerado el libro La Avellaneda en su primera aparición como tributo verdaderamente regio a la literatura española, y obra curiosa y sugestiva, que constituía un suceso, y de gran bulto, para la historia de las letras, y mereció que plumas tan bien cortadas como las de Altamira y Rodríguez Marín le dedicasen sendos artículos; el primero en la revista España, de Buenos Aires, reproducido en Cultura Española, de agosto de 1908; y el segundo en el periódico ABC, correspondiente al 6 de enero de 1909, reputándolo como de interés insuperable para conocer el alma de la gran poetisa, que, si nacida en Cuba, es eminentemente española por la fuerza de expresión y galanura de su brillante estilo, caracteres de la raza y de la lengua de Cervantes. Y el insigne polígrafo Menéndez y Pelayo, cuya pérdida aún lloran las letras patrias, al anotar su Historia de la Poesía Hispano-americana1, le llamó libro curiosísimo que pronto se convertirá en una rareza bibliográfica, y añadió que había en él «datos muy importantes para la psicología de la poetisa, que en parte confirman y en parte rectifican la idea, que, por tradición de los que la conocieron, se tiene de ella»; en cuyas frases aludía, sin duda, a lo que él mismo había dejado sentado años atrás en el prólogo al tomo II de su Antología de poetas hispano-americanos, presintiendo con la intuición propia del genio la existencia de aquellos manuscritos, que vinieran algún día a dar la prueba plena de que lo mejor que había en la poesía de Tula eran los sentimientos de mujer. He aquí las palabras del sabio crítico que conviene recordar:

«Quizá su mérito absoluto no haya sido tratado, siempre tan alto como debe serlo por la vulgar prevención o antipatía contra la literatura femenina, prevención que sea cualquiera su fundamento u origen, resulta irracional y absurda cuando recae en obras de valor tan alto, que nadie piensa en preguntar el sexo de quien las hizo. Lo cual no quiere decir tampoco que tratándose de doña Gertrudis Gómez de Avellaneda vayamos a dar por buenos aquellos insulsos apotegmas, que en su tiempo y aún después han tenido la suerte de ser tan repetidos, como suelen serlo todas las necedades con aparato de ingeniosas: ¡Es mucho hombre esta mujer! ¡No es una poetisa, es un poeta!» «La Avellaneda era mujer y muy mujer, y precisamente lo mejor que hay en su poesía son sentimientos de mujer, así en las efusiones del amor humano como en las del amor divino. Lo que le hace inmortal, no sólo en la poesía lírica española, sino en la de cualquier país y tiempo es la expresión, ya indómita y soberbia, ya mansa y resignada, ya ardiente e impetuosa, ya mística y profunda, de todos los anhelos, tristezas, pasiones, desencantos, tormentos y naufragios del alma femenina. Lo femenino eterno es lo que ella ha expresado y es lo característico de su arte: la expresión robusta, grandilocuente, magnífica, prueba que era grande artista y espíritu muy literario, quien acertó a encontrarla, pero no espíritu que hubiese cambiado de sexo, ni renegado de la envoltura en que Dios quiso encerrarlo. Faltaría algo a nuestra lírica moderna, si la Avellaneda no hubiese traído a ella con tanto brío y tanta sinceridad esta nota originalísima, sin romper con ninguna convención literaria ni social, pero sorteándolas hábilmente.»

Pero en ese concierto general de elogios hubo una nota discordante, dada por un cronista de la corte, muy castizo escritor por cierto, quien sin dejar de reconocer como un acontecimiento literario la aparición de las cartas, poco celebrado aquí, donde no hay afición a picotear de los enredos amorosos de las gentes de pluma, dejó correr la suya con sobrada ligereza al pretender describir con tibios y vulgarísimos colores la personalidad artística de la inspirada autora del Baltasar, presentándola como el tipo corriente de otras señoras de su época aficionadas a hacer versos, y de la que restan breves recuerdos, a cuyas humoradas y dislates hubo de contestar para refutarlos en discreto artículo, titulado ¡Paz a los muertos!2, el capitán de Carabineros don Manuel Gómez de Avellaneda, sobrino carnal de la insigne Tula. Y como el agriado e impulsivo cronista arremetiera también contra la grata memoria del caballeroso don Ignacio de Cepeda, a quien califica de ingrato y no digno del honor, que al amarle tiernamente le concedía la poetisa, encontró en don José A. Jiménez3 un contradictor severo, que puso de relieve su ignorancia sobre hechos y personas a quienes ofendía; ignorancia vencible, y por tanto culpable (decimos nosotros), de la cual se hubiese curado fácilmente leyendo la Necrología, donde quedó probado con luz meridiana que la personalidad del señor Cepeda tenía de por sí bastante relieve para pasar a la posteridad, aún no habiendo existido las precitadas relaciones amorosas.

Cuando esto ocurría en la Península, la Prensa de la República de Cuba nos traía los ecos agradables de la función celebrada en La Habana en homenaje a la gran poetisa, con motivo de haber donado su busto, labrado en mármol, al Ateneo y Círculo de aquella capital el diplomático don Manuel S. Pichardo, de la cual daba cuenta en los términos más lisonjeros el periódico La Lucha, en su número del viernes 11 de diciembre de 1908, bajo el sugestivo epígrafe La apoteosis de Tula; fiesta espléndida y suntuosa, fiesta intelectual, y, sobre todo, patriótica, por la que la joven República quiso hacer resaltar su propia personalidad histórica, y en la que llevó la voz de la raza el fogoso orador Alfredo Zayas, Vicepresidente entonces electo de aquel Estado, quien llegó a afirmar que la Avellaneda había venido a tomar posesión de España en nombre de las letras y de la poesía cubanas; frase hiperbólica, soltada en el calor de la improvisación, aún a trueque de contradecir lo sostenido en el principio de su discurso, de que había ido formándose como artista con la enseñanza de aquellos maestros inmortales, que se llamaron Nicasio Gallego, Alberto Lista y Nicomedes Pastor Díaz.

Tal resonancia tuvo aquella fiesta, de tal modo despertó en toda la isla el entusiasmo por la Avellaneda (un tanto adormecido al cabo de los años pasados desde el homenaje del teatro Tacón), que la Prensa antillana comenzó a pedir la traslación de sus restos a la tierra que le vio nacer, sobre cuyo asunto hubo un acuerdo del Consejo Provincial de Puerto Príncipe, bajo el motivo, no cierto por ventura, de que yacían olvidados acá en España, especie absurda que se encargaron de refutar varios periódicos, entre ellos Heraldo de Madrid, El Liberal, de Sevilla4, y El Noticiero Sevillano. Las venerables cenizas de la insigne Tula reposan en decoroso sepulcro marmóreo, junto a las de su marido don Domingo Verdugo, en el sitio donde a ella plugo que descansaran, a orillas del poético Guadalquivir, en el Cementerio de la muy noble y muy leal ciudad de Sevilla5, según disposición expresa de su testamento, otorgado en Madrid el 27 de agosto de 1872, ante el notario don Mariano García Sancha6.

Esos antecedentes, las alabanzas al libro La Avellaneda, de que arriba hacemos indicaciones sucintas, la demanda constante de ejemplares, no satisfecha por haberse agotado los de 1907, y la propicia circunstancia de celebrarse este año el centenario del natalicio de la genial artista, gloria común de Cuba y de España, para lo que se proyectan certámenes y fiestas en toda la gran Antilla7, nos han movido a preparar esta segunda edición de sus cartas y de su autobiografía, con el convencimiento íntimo de que servirán, en la modesta esfera que nosotros podemos, para enaltecer más y más su esclarecido mérito, dilatando los ámbitos de su fama, y en la creencia firmísima de que serán eternamente modelos del bien decir, mientras haya nación que hable la armoniosa lengua castellana. Va enriquecida la colección con trece cartas, que si no han traído nuevo interés sobre las cuarenta ya publicadas, sirven por modo admirable para robustecer el encadenamiento de las ideas, enlazando lo que antes pudo parecer suelto o sin sentido, en aquella correspondencia muy difícil de coordinar por carecer de fechas la mayoría de los manuscritos.

Otra novedad trae esta edición, que seguramente agradecerán sus lectores; la vera efigies de Tula en plena juventud. Hay varios retratos suyos, de los que conocemos el que aparece en el cuadro del Senado, que representa la coronación de Quintana, en cuyo acto leyó una poesía doña Gertrudis; el también pintado al óleo por Esquivel, que posee el Marqués de Flores Dávila en su casa de Madrid; dos estampas, grabada la una en la litografía de Diana, y otra en la de Lope, de las que hay ejemplares en la Biblioteca Nacional; y el que posee en miniatura el señor Duque de T'Serclaes Tilly, hecho en Cádiz por Moral el otoño de 1839, y reproducido por el periódico ABC. Este último es el que hemos preferido para que figure en la presente edición. También se publica el retrato del señor Cepeda, si bien no es de la época a que este libro hace referencia, sino de cuarenta años después.

Deseo, lector, que la presente edición sea de tu agrado.




ArribaAbajoInforme de la Real Academia

Dictamen de la Real Academia Española, siendo Ponente el excelentísimo señor don Francisco Rodríguez Marín


«Por designación del excelentísimo señor Director de esta Academia he examinado el libro intitulado La Avellaneda.- Autobiografía y cartas de la ilustre poetisa hasta ahora inéditas, con un prólogo y una necrología, por don Lorenzo Cruz de Fuentes (Huelva, 1907), quien, como Catedrático del Instituto General y Técnico de Huelva, solicita que esta obra le sirva de mérito en su carrera.

Contiene tal libro, entre los dos mencionados trabajos del señor Cruz y a continuación de una franca autobiografía de la insigne poetisa, documento de valor verdaderamente inestimable, hasta cuarenta cartas de la misma, dirigidas, como aquella, en los años 1839, 40, 43, 45, 47, 50 y 54 a don Ignacio de Cepeda y Alcalde, joven osunés a quien amó con mucha vehemencia luego que se conocieron y trataron en Sevilla, en cuya Universidad cursaba sus estudios. Tenía él entonces veintitrés años, y ella los veintitrés que decía y dos más, que por venial y común pesadilla mujeril ocultaba y ocultó siempre. Estas interesantísimas cartas, que sólo podrían serlo más si se conocieran, y con ellas hubieran salido a la luz pública las de su inspirador y destinatario, contienen (sobre todo, las muy apasionadas de los años 1839 y 1840) la luminosa explicación de una recóndita particularidad biográfica, que causó extrañeza a los críticos de antaño, y que aun los de nuestros días no habían acertado a explicarse satisfactoriamente. Nadie, hasta ahora, había llegado a saber qué misterioso acontecimiento determinó y fijó el carácter de la Avellaneda: sus primeros biógrafos notaron con extrañeza aquella honda melancolía, aquel no disimulado tedio, que rebosa de muchas de sus composiciones poéticas. «Al lado de las ideas nobles y de la elevación de espíritu que distinguen a nuestra poetisa -escribía en 1841 su prologador don Juan Nicasio Gallego-, se notan ciertos suspiros de desaliento, desengaño y saciedad de la vida, que harán creer al lector que son fruto de la edad madura, de esperanzas frustradas, de ilusiones desvanecidas por una larga experiencia. ¡Cuál fue nuestra sorpresa cuando nos encontramos con una señorita de veinticinco años, en extremo agraciada, viva y llena de atractivos!»

Más cerca dar en el hito anduvo, aun escribiendo muchos años después, en 1869, nuestro doctísimo compañero don Juan Valera, quien habiendo comparado a la Avellaneda con la célebre Victoria Colonna y manifestado que «ambas cantan y ensalzan en su primera juventud a algún sujeto mortal, por quien sentían el más vivo afecto», inclinábase a creer que aquella se había visto obligada «a conservar con frecuencia su ideal en abstracto y en vago por no poderle fijar, ni concretar, ni determinar en persona alguna de las que ha encontrado por el mundo».

A desatar todas las dudas, a poner en claro de una vez para siempre la causa principal de aquella tristeza y de aquel hastío, ocurre la publicación preciosa de cartas íntimas, en donde la autora, con gentil sinceridad de enamorada, mostró su alma toda; aquella alma grande y poética que, en frase de nuestro inolvidable compañero y amigo don Marcelino Menéndez y Pelayo, «aunque sea honra imperecedera de América por su origen, pertenece enteramente a Europa por su educación y desarrollo y ocupa en justicia uno de los primeros lugares del Parnaso español de la era romántica». Desde hoy, pues, gracias a la cultura y a la diligencia del señor Cruz de Fuentes, que ha dispuesto para la estampa este epistolario, anotándolo con esmero y escribiendo un muy discreto prólogo y un buen artículo necrológico del dicho don Ignacio, no se dudará quién era Él, el adorado Él a quien la inmortal poetisa se refirió a menudo, y señaladamente en aquella ingeniosísima composición, cuyas hermosas quintillas, leídas una vez, no se van jamás de la memoria:


   Y trémula, palpitante,
en mi delio extasiada,
miré una visión brillante,
como el aire perfumada,
como las nubes flotante.
[...]
    ¿Qué ser divino era aquel?
¿Era un ángel o era un hombre?
¿Mi visión no tiene nombre?
¡Ah! Nombre tiene... ¡Era Él!

«Lo ligeramente expuesto basta para estimar que es de verdadera importancia el servicio que don Lorenzo Cruz de Fuentes ha prestado a nuestras buenas letras y a la cultura nacional con la publicación del mencionado libro, lo cual puede y debe servirle de mérito en su carrera con arreglo a las disposiciones legales vigentes».




ArribaAbajoPrólogo de la primera edición

Las obras de doña Gertrudis Gómez de Avellaneda están ya juzgadas definitivamente por la crítica literaria, y el nombre ilustre de su inspirada autora ocupa lugar preeminente entre los más esclarecidos poetas que brillaron en el Parnaso español, y como el primero entre las poetisas que hablaron la lengua de Cervantes. No seré yo quien repita aquí sandia y torpemente lo que con tan profundo conocimiento de la materia y por elegante modo dejaron consignado en luminosos artículos periodísticos, en cartas laudatorias o en eruditos prólogos, varones tan preciaros como don Juan Nicasio Gallego, don Alberto Lista, don Nicomedes Pastor Díaz, don Juan Valera, don Pedro Antonio Alarcón, don Severo Catalina y el Duque de Frías, por no citar más, que sobresalen en la república de las letras, unos como poetas, otros como críticos, otros como novelistas, y todos como maestros consumados del bien decir.

Pero con tener el público un perfecto conocimiento del soberano arte de la Avellaneda desde que salieron a luz los cinco tomos de sus obras literarias8, que nos la presentan ceñida su frente de la triple corona de novelista, de poeta lírico y de autor dramático, todavía nos es posible conocerla bajo un nuevo aspecto, por todos ignorado, como modelo en el estilo epistolar, merced a unos manuscritos, que paran hoy en nuestro poder, transmitidos por el que fue su propietario, el ilustrísimo señor don Ignacio de Cepeda y Alcalde; quien, mirando en mí, no seguramente el más hábil de sus amigos, sino a uno de los más devotos y sinceros, quiso confiarme el honroso encargo, que yo acepté, agradecido, como un halago de la fortuna, de dar a los moldes de la imprenta tan preciosas reliquias. Hasta aquí habíamos apreciado los altísimos méritos de la ilustre hija de Puerto Príncipe, de la insigne Tula, como familiarmente era llamada, por los escritos dedicados a ver la luz pública, en los que quiso ella darse a conocer al mundo literario como artífice de la palabra y del pensamiento; mas ahora han de ser avaloradas también esas sus bellas cualidades de escritora correctísima, espontánea como pocas, y de muy profunda pensadora, aun en aquellas producciones que trazó su pluma, condenadas al nacer por su autora a ser rotas o quemadas sin remisión alguna, cruel sentencia que, por suerte, no llegó a cumplirse. Éstas son la autobiografía y las cartas que publicamos, inspiradas en la más ardiente y noble pasión amorosa que puede concebirse, y dirigidas, con el sigilo de que tanto gustan los enamorados, al que fue sagrado objeto de sus más puros y dulces amores, a su ídolo, a su Dios, como repetida vez le llama.

Corría el año 1839, cuando la señorita Gertrudis Gómez de Avellaneda, que ya había acreditado el pseudónimo La Peregrina, con que firmaba algunas de sus producciones poéticas, conoció en Sevilla, entre la buena sociedad que le aplaudía y le admiraba, a don Ignacio de Cepeda, joven entonces de veintitrés años, hijo de noble familia ursaonense, estudiante de la Facultad de Derecho, tipo de hermosura varonil, culto sin presunción, elegante sin amaneramiento, bondadoso y afable por naturaleza, y, para que nada le faltase para llenar las aspiraciones del más exigente corazón femenino, era rico por su casa, que poseía cuantiosos bienes de fortuna en la dicha ciudad, en Osuna, en Villalba del Alcor y en Almonte. Con estas raras cualidades, difíciles de reunir en un solo sujeto, no es de extrañar que la eminente poetisa, que también se hallaba en la exuberancia de la juventud, empezando por ser su amiga más sincera, no tardase en ver prendida en su pecho la llama del amor, y que aceptase como un don del cielo a aquel su amigo, que satisfacía los estímulos de su corazón de fuego, y en el cual se armonizaban y sintetizaban las realidades de la vida con los ensueños de mujer, que en su portentosa imaginación se había forjado.

Pero esas ilusiones, ese férvido entusiasmo de que están, no llenas, sino rebosantes las cartas de aquella época, fueron para la genial cubana como el heno, verde a la mañana, seco a la tarde, o cual gentil amapola tronchada al nacer por rudo arado. La revolución operada en su espíritu fue súbita y dolorosa: el ídolo cayó de su profanado altar y se destruyó el culto. ¿Cuál fue la cansa de tanta desventura? No lo sabemos a ciencia cierta. Los celos tal vez; la pasión absorbente, avasalladora, que no conocía límites, de la franca india, como graciosamente se llamaba a sí propia la simpática Tula; y la templanza sostenida del señor Cepeda ante el temor instintivo de entregarse con armas y bagaje a aquella inteligencia poderosa, que algún día podría anularle con su superioridad indiscutible, debieron hacer el milagro. El hecho es, que en los primeros meses del año 1840, pierden las cartas su tinte apasionado, para reducirse paulatinamente a una correspondencia entre dos amigos muy íntimos, muy queridos, pero nada, más que amigos, cuando antes lo habían sido; y que esa transformación de afectos costó a la poetisa una de esas crisis morales, que forman época en la vida del individuo, dejando en el alma huellas, imborrables. «En un rapto de mal humor -decía- he rasgado dos actos de mi drama9. En otro rapto de mal humor hice trizas el vestido que debía ponerme esta noche... no será extraño, que en otro me arroje por el balcón... Adiós, ten compasión de una mujer, que pudo ser algo en el mundo y que ya es nada. Amame o mátame... no hay para mí otra alternativa. ¡Tantos días sin verte!... ¿tienes de hielo el corazón?... ¿qué significa esto?... ¿Te pesa ya mi amor?... Acaso te pese, pero no tanto como a mí la vida.»10

De aquí nacieron el pesimismo, la tristeza, el desengaño y la melancolía, que impregnaron su alma tierna y apasionada desde sus años juveniles y de que van saturadas muchas de las poesías líricas engendradas por su fecundo numen. Bien lo echa de ver sin acertar con la explicación el eximio poeta y profundo crítico señor Gallego11, «Al lado -dice- de las ideas nobles y de la elevación de espíritu, que distinguen a nuestra poetisa, se notan ciertos suspiros de desaliento, desengaño y saciedad de la vida, que harán creer al lector (como nosotros lo creíamos al ver algunas muestras en un periódico de Cádiz) que son fruto de la edad madura, de esperanzas frustradas, de ilusiones desvanecidas por una larga y costosa experiencia. ¡Cuál fue, pues, nuestro asombro cuando nos encontramos con una señorita de veinticinco años, en extremo agraciada, viva y llena de atractivos!... Posible es que la señorita Avellaneda tenga fundadas razones para estar disgustada, hasta el punto de pintarse consumida de tedio (tal es el asunto de uno de sus más bien torneados sonetos)12, cuando su condición social, sus pocos años y sus dotes personales debieran lisonjearle infinito; pero es harto más probable que esté algún tanto contagiada de la manía del siglo y sea más ficticio que real el desaliento que nos pinta en algunas de sus composiciones. Acaso tendrán en esto no pequeña influencia las horas desusadas que dedica a su estudio, y suelen ser desde la una a las cuatro de la mañana.

Y en parecida equivocación no pudo menos de incurrir por falta de datos el gran estilista, el sabio maestro de las letras patrias, don Juan Valera, al juzgar en notabilísimo artículo13 con la altura de miras, que le era propia, las producciones líricas de la Avellaneda, de la cual asegura con sobrado fundamento, que en ese género -«no tiene ni tuvo nunca rival en España, y sería menester, fuera de España, retroceder hasta la edad más gloriosa de Grecia, para hallarle rivales en Safo y en Corina, si no brillase en Italia, en la primera mitad del siglo XVI, la bella y enamorada Victoria Colonna, Marquesa de Pescara»-; pero abunda en la misma opinión del señor Gallego, de que nuestra poetisa se había contagiado del menosprecio del mundo y de los hombres, -«sentimiento propio de este siglo y fuente de rica y elevada aunque amarga inspiración»-; y al establecer un paralelo entre ambas poetisas, afirma de la española, que «se había visto obligada acaso a conservar con frecuencia su ideal en abstracto y en vago, por no poderlo fijar, ni concretar, ni determinar en persona alguna de las que ha encontrado por el mundo»-, mientras que la italiana tuvo en su marido, el heroico Marqués de Pescara, vencedor en cien batallas, il suo bel sole, el motivo perenne de sus apasionados versos.

De hoy más podrá asegurarse, sin miedo de caer en evidente error, que ese desdén misantrópico, ese desaliento y tedio de la vida, que cual tenue sombra envuelve a casi todas las poesías líricas de la Avellaneda, no nacieron de su prurito de imitar a los vates melancólicas, muy de moda en aquella era, antes bien, fueron los óptimos, aunque amargos frutos de un estado psicológico, determinado por el choque de pasiones, que en tempestad tumultuosa se desencadenaron en su pecho, y que el ídolo que adoraba, deshecho y profanado en 1840, y renacido a los siete años como el fénix de sus cenizas, no era un ser extraterrenal, abstracto, ni quimérico, sino vivo, animado, de carne y hueso como los demás hombres, y de altiva frente,


«Que alumbrada parecía
por resplandores del alma.»

Para nadie será ya un secreto, que don Ignacio de Cepeda era el afortunado mortal, por quien sonaron los acentos más delicados de la apasionada lira de la Avellaneda; ora cante en bien pulidas estrofas el placer de haber hallado el tierno objeto de sus amores,


    Reflejaba su mirada
    el azul del cielo hermoso;
    no cual brilla en la alborada,
    sino en la tarde, esmaltada
    de tornasol misterioso.
[...]
    Yo, en profundo arrobamiento,
    de su hálito los olores
    cogí en las alas del viento,
    mezclado con el aliento
    de las balsámicas flores.
[...]
Porque era, no hay duda, tu imagen querida,
que el alma inspirada logró adivinar...
aquella que en alba feliz de mi vida
miré para nunca poderla olvidar.
Por ti fue mi dulce suspiro primero;
por ti mi constante, secreto anhelar...
y en balde el Destino, mostrándose fiero,
tendió entre nosotros las olas del mar14;

ora llore en sentidísimas endechas su ausencia y definitivo apartamiento,


No existe lazo ya: todo está roto:
plúgole al cielo así: ¡bendito sea!
Amargo cáliz con placer agoto:
mi alma reposa al fin: nada desea.
[...]
Cayó tu cetro, se embotó tu espada...
Mas, ¡ay!, ¡cuán triste libertad respiro!
Hice un mundo de ti, que hoy se anonada,
y en honda y vasta soledad me miro.
¡Vive dichoso tú! ¿Más si algún día
ves este adiós, que te dirijo eterno,
sabe que aún tienes en el alma mía,
generoso perdón, cariño tierno15.

A la primera época, de las dos que dejamos indicadas, pertenece la autobiografía escrita a ruegos del señor Cepeda, o lo que parece más verosímil, por propia iniciativa de su autora, que quiso dar a conocer su pasado al hombre a quien ya había entregado su corazón. Aparecen en ella consignados con notable ingenuidad los recuerdos de la niñez y de la primera juventud, su venida a España y a Sevilla, y hasta secretos del hogar doméstico, por lo que exigía en el primer párrafo, que llamaríamos prólogo, que el fuego devorase aquel papel inmediatamente que fuera leído, y que nadie más tuviese noticia de su existencia; y como dudando de que se hubieran cumplido tan duras condiciones, decía a los pocos días en carta al señor Cepeda16: «Respecto al cuadernillo, que di a usted, sabe usted mis condiciones. Están en él consignadas las personas por sus nombres y encierra confianzas, que sólo a usted pudiera yo haber hecho, pues soy sumamente reservada en asuntos domésticos. Por todo esto no estaré tranquila hasta saber que ha sido quemado por usted mismo: lo ruego y lo exijo.» Igual advertencia hace en algunas de sus cartas que corresponden al año 1839, y en las que fueron escritas en la segunda época de relaciones amorosas, o sea el otoño de 1847, cuando, ya viuda de su primer marido, la eminente poetisa, volvió a tratar de cerca al señor Cepeda, que se detuvo en Madrid larga temporada al emprender su viaje, no de recreo, sino de instrucción, por diversas cortes europeas.

Unas y otras, así como la autobiografía, fueron guardadas con esmero y cariño, como oro en paño, por su ilustre propietario, no ciertamente por vanidad que nunca conoció esa pasión, sino por grato recuerdo de sus años juveniles; y así, no consintió jamás en que fueran publicadas en vida suya, limitándose a dar su permiso para que saliera a luz después de su muerte. «Si podían servir para enaltecer más y más el mérito de la insigne escritora y satisfacer la curiosidad de querer conocer hasta el último punto sus más íntimos pensamientos» -como me decía en carta de 16 de julio de 1902-, contestando a mi amistoso requerimiento de que no quedasen condenados a perpetuas tinieblas manuscritos tan preciados. Comprendiéndolo así la Ilustrísima señora doña María de Córdova y Govantes, viuda del señor Cepeda, ha querido rendir un homenaje de cariño a la venerenda memoria de su esclarecido esposo, costeando la presente edición, que seguramente le agradecerán los amantes de las buenas letras, y a la que se ha creído oportuno agregar por el autor de estas líneas una Necrología del señor Cepeda, que por sus talentos y sus méritos fue digno objeto del amor de una de las primeras poetisas españolas.

Hora será ya de terminar este desmedrado prólogo, para que los lectores (si alguno paró mientes en él) puedan saborear las hermosas páginas que dejó trazadas la pluma de la inspirada escritora.






ArribaAbajoAutobiografía

de la señora doña Gertrudis Gómez de Avellaneda


«23 de julio a la una de la noche17.

Es preciso ocuparme de usted18; se lo he ofrecido; y, pues, no puedo dormir esta noche, quiero escribir; de usted me ocupo al escribir de mí, pues sólo por usted consentiría en hacerlo.

La confesión, que la supersticiosa y tímida conciencia arranca a una alma arrepentida a los pies de un ministro del cielo, no fue nunca más sincera, más franca, que la que yo estoy dispuesta a hacer a usted. Después de leer este cuadernillo, me conocerá usted tan bien, o acaso mejor que a sí mismo. Pero exijo dos cosas. Primera: que el fuego devore este papel inmediatamente que sea leído. Segunda: que nadie más que usted en el mundo tenga noticia de que ha existido.

Usted sabe que he nacido en una ciudad del centro de la isla de Cuba19, a la cual fue empleado mi papá el año de nueve y en la cual casó algún tiempo después con mi mamá, hija del país20.

No siendo indispensables extensos detalles sobre mi nacimiento para la parte de mi historia, que pueda interesará usted, no le enfadaré con inútiles pormenores, pero no suprimiré tampoco algunos que pueden contribuir a dar a usted más exacta idea de hechos posteriores.

Cuando comencé a tener uso de razón, comprendí que había nacido en una posición social ventajosa: que mi familia materna ocupaba uno de los primeros rangos del país, que mi padre era un caballero y gozaba toda la estimación que merecía por sus talentos y virtudes, y todo aquel prestigio que en una ciudad naciente y pequeña gozan los empleados de cierta clase. Nadie tuvo este prestigio en tal grado: ni sus antecesores, ni sus sucesores en el destino de comandante de los puertos, que ocupó en el centro de la isla; mi padre daba brillo a su empleo con sus talentos distinguidos, y había sabido proporcionarse las relaciones más honoríficas en Cuba y aun en España.

Pronto cumplirán diez y seis años de su muerte, mas estoy cierta, muy cierta, que aún vive su memoria en Puerto Príncipe, y que no se pronuncia su nombre sin elogios y bendiciones: a nadie hizo mal, y ejecutó todo el bien que pudo. En su vida pública y en su vida privada siempre fue el mismo: noble, intrépido, veraz, generoso e incorruptible.

Sin embargo, mamá no fue dichosa con él; acaso porque no puede haber dicha en una unión forzosa, acaso porque siendo demasiado joven y mi papá más maduro, no pudieron tener simpatías. Mas siendo desgraciados, ambos fueron por lo menos irreprochables. Ella fue la más fiel y virtuosa de las esposas, y jamás pudo quejarse del menor ultraje a su dignidad de mujer y de madre.

Disimúleme usted estos elogios: es un tributo que debo rendir a los autores de mis días, y tengo cierto orgullo cuando al recordar las virtudes, que hicieron tan estimado a mi padre, puedo decir: soy su hija.

Aún no tenía nueve años cuando le perdí21. De cinco hermanos que éramos, sólo quedábamos a su muerte dos: Manuel y yo; así es que éramos tiernamente queridos, con alguna preferencia por parte de mamá hacia Manolito y por papá hacia mí. Acaso por esto, y por ser mayor que él cerca de tres años, mi dolor en la muerte de papá fue más vivo que el de mi hermano. Sin embargo, ¡cuán lejos estaba entonces de conocer toda la extensión de mi pérdida!

Algunos años hacía que mi padre proyectaba volverse a España y establecerse en Sevilla; en los últimos meses de su vida esta idea fue en él más fija y dominante. Quejose de no dejar sus huesos en la tierra nativa, y pronosticando a Cuba una suerte igual a la de otra isla vecina22, presa de los negros, rogó a mamá se viniese a España con sus hijos. Ningún sacrificio de intereses, decía, es demasiado: nunca se comprará cara la ventaja de establecerte en España. Éstos fueron sus últimos votos, y cuando más tarde los supe deseé realizarlos. Acaso éste ha sido el motivo de mi afición a estos países y del anhelo con que a veces he deseado abandonar mi patria para venir a este antiguo mundo.

Quedó mamá joven aún, viuda, rica, hermosa (pues lo ha sido en alto grado), y es de suponer no le faltarían amantes, que aspirasen a su mano. Entre ellos Escalada23, teniente coronel del regimiento que entonces guarnecía a Puerto Príncipe, joven también, no mal parecido, y atractivo por sus dulces modales y cultivado espíritu. Mamá le amó, y antes de los diez meses de haber quedado huérfanos, tuvimos un padrastro. Mi abuelo24, mis tíos y toda la familia llevó muy a mal este matrimonio; pero mi mamá tuvo para esto una firmeza de carácter que no había manifestado antes, ni ha vuelto a tener después. Aunque tan niña, sentí herido de este golpe mi corazón; sin embargo, no eran consideraciones mezquinas de intereses las que me hicieron tan sensible a este casamiento: era el dolor de ver tan presto ocupado el lecho de mi padre y un presentimiento de las consecuencias de esta unión precipitada.

Afortunadamente sólo un año estuvimos con mi padrastro, pues aunque una Real orden inicua y arbitraria nos obligaba a permanecer bajo su tutela, la suerte nos separó. Su regimiento fue mandado a otra ciudad, y mamá no se resolvió a dejar su país y sus intereses para seguirle. Ocho años duró esta separación; sólo dos o tres meses cada año iba Escalada a Puerto Príncipe con licencia, y se portaba entonces muy bien con mamá y con nosotros. Por tanto, ¡éramos felices! Aunque tenía mamá otros hijos de sus segundas nupcias, su cariño para con nosotros era el mismo. A Manuel, sobre todo, siempre le ha querido con una especie de idolatría, y a mí lo bastante para no poder formar la menor queja. Dábaseme la más brillante educación que el país proporcionaba, era celebrada, mimada, complacida hasta en mis caprichos, y nada experimenté que se asemejase a los pesares en aquella aurora apacible de mi vida.

Sin embargo, nunca fui alegre y atolondrada como lo son regularmente los niños. Mostré desde mis primeros años afición al estudio y una tendencia a la melancolía. No hallaba simpatías en las niñas de mi edad; tres solamente, vecinas mías, hijas de un emigrado de Santo Domingo, merecieron mi amistad. Eran tres lindas criaturas de un talento natural despejadísimo. La mayor de ellas tenía dos años más que yo, y la más chica dos años menos. Pero ésta última era mi predilecta, porque me parecía, aunque más joven, más juiciosa y discreta que las otras. Las Carmonas (que éste era su apellido) se conformaban fácilmente con mis gustos y los participaban. Nuestros juegos eran representar comedias, hacer cuentos, rivalizando a quien los hacía más bonitos, adivinar charadas y dibujar en competencia flores y pajaritos. Nunca nos mezclábamos en los bulliciosos juegos de las otras chicas con quienes nos reuníamos.

Más tarde, la lectura de novelas, poesías y comedias llegó a ser nuestra pasión dominante. Mamá nos reñía algunas veces de que siendo ya grandecitas, descuidásemos tanto nuestros adornos, y huyésemos de la sociedad como salvajes. Porque nuestro mayor placer era estar encerradas en el cuarto de los libros, leyendo nuestras novelas favoritas y llorando las desgracias de aquellos héroes imaginarios, a quienes tanto queríamos.

De este modo cumplí trece años. ¡Días felices, que pasaron para no tornar más!... Cepeda, mañana continuaré escribiendo. Estoy fatigada y la pluma es malísima, ¿qué hará usted ahora? Dormir acaso, ¡ojalá!»

«25 por la mañana.

Hoy no le veré a usted verosímilmente, pues según su sistema, creo no irá a la ópera, a la cual iré yo. Creo, empero, que el motivo de no ir usted, no será hallarse malo, pues me molestaría infinito esta suposición, creyendo que mis impertinentes instancias de anoche para que fuese usted a Cristina25, fuese la causa de ello. Voy a continuar mi relación y procuraré abreviarla.

Mi familia me trató casamiento con un caballero del país, pariente lejano de nosotros. Era un hombre de buen (aspecto) personal y se le reputaba el mejor partido del país. Cuando se me dijo que estaba destinada a ser su esposa, nada vi en este proyecto que no me fuese lisonjero. En aquella época comenzaba a presentarme en los bailes, paseos y tertulias, y se despertaba en mí la vanidad de mujer. Casarme con el soltero más rico de Puerto Príncipe, que muchas deseaban, tener una casa suntuosa, magníficos carruajes, ricos aderezos, etc., era una idea que me lisonjeaba. Por otra parte, yo no conocía el amor sino en las novelas que leía, y me persuadí desde luego que amaba locamente a mi futuro. Como apenas le trataba y no le conocía casi nada, estaba a mi elección darle el carácter que más me acomodase. Por de contado me persuadí, que el suyo era noble, grande, generoso y sublime. Prodigole mi fecunda imaginación ideales perfecciones, y vi en él reunidas todas las cualidades de los héroes de mis novelas favoritas. El valor de un Oroondates, el ingenio y la sensibilidad apasionada de un Saint-Preux, las gracias de un Lindor y las virtudes de un Grandisón. Me enamoré de este ser completo, que veía yo en la persona de mi novio. Por desgracia, no fue de larga duración mi encantadora quimera; a pesar de mi preocupación, no dejé de conocer harto pronto, que aquel hombre no era grande y amable sino en mi imaginación; que su talento era muy limitado, su sensibilidad muy común, sus virtudes muy problemáticas. Comencé a entristecerme y a considerar mi matrimonio bajo un punto de vista menos lisonjero. En aquella época, mi futuro tuvo precisión de ir a La Habana, y su ausencia, que duró diez meses, me proporcionó la ventaja de poder olvidar mis compromisos. Como no veía a mi novio, ni casi se me hablaba de él, apenas, rara vez, me acordaba vagamente, que existía en el mundo. La amistad ocupaba entonces toda mi alma. Adquirí una nueva amiga en una prima, que, educada en un convento, comenzó entonces a presentarse en sociedad. Era una criatura adorable; yo, que no amaba a ninguna de mis otras primas, me incliné a ella desde el primer momento en que la vi.

He notado en el curso de mi vida, que si bien alguna vez se ha engañado mi corazón, más frecuentemente ha tenido un instinto feliz y prodigioso en sus primeros impulsos. Rara vez he encontrado simpatías en aquellas personas que a primera vista me han chocado, y muchas he adivinado, en dicha primera vista, el objeto de mi futuro afecto.

Mi prima26 obtuvo, desde luego, mi simpatía y no tardó en ocupar un lugar distinguido en mi amistad. Únicamente Rosa Carmona la rivalizaba, pues ninguna de las otras dos Carmonas fueron de mí tan queridas como ella. Cuando estábamos todas reunidas, hablábamos de modas, de bailes, de novelas, de poesías, de amor y de amistad. Cuando Rosa, mi prima y yo estábamos solas, solíamos ocuparnos de objetos más serios y superiores a nuestra inteligencia. Muchas veces nuestras conversaciones tenían por objeto los cultos, la muerte y la inmortalidad. Rosa tenía mucho juicio en cuanto decía, y yo admiraba siempre la exactitud de sus raciocinios. En cuanto a mi prima, era como yo, una mezcla de profundidad y ligereza, de tristeza y alegría, de entusiasmo y desaliento. Como yo, reunía la debilidad de mujer y la frivolidad de niña con la elevación y profundidad de sentimientos, que sólo son propios de los caracteres fuertes y varoniles. ¡Yo no he encontrado en nadie mayores simpatías!

Siendo las cinco jóvenes, no feas, y gozando reputación de talento, fuimos bien pronto las señoritas de moda en Puerto Príncipe. Nuestra tertulia, que se formó en mi casa, era brillantísima para el país. En ella se reunía la flor de la juventud del otro sexo y las jóvenes más sobresalientes. Todos los forasteros de distinción que llegaban a Puerto Príncipe, solicitaban ser introducidos en nuestra sociedad, y nos llevábamos todas las atenciones en los paseos y bailes. Atrajimos la envidia de las mujeres, pero gozábamos la preferencia de los hombres, y esto nos lisonjeaba.

Volvió en eso mi novio, pero yo no le vi sin una especie de horror. Desnudo del brillante ropaje de mis ilusiones, pareciome un hombre odioso y despreciable. Mi gran defecto es no poder colocarme en el medio y tocar siempre los extremos. Yo aborrecía a mi novio tanto como antes creí amarlo. Él no pudo apercibir mi mudanza, porque jamás habíale yo mostrado mi afecto. Mis ilusiones nacieron y acabaron allá en el secreto de mi corazón, porque, tan tímida como apasionada, no concebía yo entonces que se pudiera, sin morir de vergüenza, decir a un hombre: yo te amo. Como no debía casarme hasta los diez y ocho años, y sólo tenía quince, y como mi novio me visitaba muy poco, aquel matrimonio me ocupaba menos de lo que debía. Mirábalo remoto, gozaba lo presente y no interrogaba al porvenir.

Lola (la segunda de las Carmonas) y mi prima, entablaron relaciones de amor casi al mismo tiempo, y esta circunstancia, al parecer sencilla para mí, tuvo, no obstante, una notable influencia. Ellas amaban y eran amadas con entusiasmo, yo era la confidente de ambas. Entonces se operó en mí una mudanza repentina y extraña. Hícenle huraña y caprichosa: las diversiones y el estudio dejaron de tener atractivos para mí. Huía de la sociedad y aún de mis amigas; buscaba la soledad para llorar sin saber por qué, y sentía un abismo en mi corazón. Yo no era ya el objeto más amado de dos de mis amigas: ellas gozaban en otro sentimiento una felicidad, que yo no conocía. ¡Yo sentía celos y envidia! Pensando en aquella ventura, que mi imaginación engrandecía, invocaba al objeto que podía dármela: ¡aquel objeto ideal que formé en los primeros sueños de mi entusiasmo! Creía verle en el Sol y en la Luna, en el verde de los campos y en el azul del cielo: las brisas de la noche me traían su aliento, los sonidos de la música el eco de su voz: ¡Yo le veía en todo lo que hay de grande y hermoso en la Naturaleza!; ¡deliraba como con una calentura!

Sin embargo, aquella situación no estaba destituida de encantos. Yo gozaba llorando, y esperaba realizar algún día los sueños de mi corazón.

¡Cepeda! ¡Cuánto me engañaba!... ¿Dónde existe el hombre que pueda llenar los votos de esta sensibilidad tan fogosa como delicada? ¡En vano lo he buscado nueve años!; ¡en vano! He encontrado hombres; hombres, todos parecidos entre sí: ninguno ante el cual pudiera yo postrarme con respeto y decirle con entusiasmo: tú serás mi Dios sobre la tierra, tú el dueño absoluto de esta alma apasionada. Mis afecciones han sido por esta causa débiles y pasajeras. Yo buscaba un bien que no encontraba y que acaso no existe sobre la tierra. Ahora ya no le busco, no le espero, no le deseo: por eso estoy más tranquila.

Esta tarde o mañana continuaré escribiendo. ¡Adiós!»

«25 por la tarde.

Fue introducido en nuestra tertulia un joven que apenas conocía; una antigua enemistad, transmitida de padres a hijos, dividía las dos familias de Loynaz y Arteaga. El joven pertenecía a la primera y mamá a la segunda; por consiguiente, ninguna relación existió hasta entonces entre nosotros. Un primo mío había sido el primero que rompiera la valla, uniéndose en amistad con un Loynaz. Las familias, que en un principio llevaron muy a mal dicha amistad, por fin se desentendieron, y Loynaz, prevaliéndose de ella, solicitó visitarme. Mamá lo rehusó algún tiempo, pero tanto instó mi primo, tanto ridiculicé yo aquella enemistad rancia y pueril, que al fin cedió, y Loynaz tuvo entrada en casa. No tardó en granjearse la benevolencia de mamá y en ser el más deseado de la tertulia. Aunque muy joven, su talento era distinguido, su figura bellísima y sus modales atractivos.

Mis compromisos y la enemistad de nuestras familias eran dos motivos poderosos para alejar de él toda esperanza respecto a mí; pero sin tomar el aire de un amante, él supo mostrarme una preferencia, que me lisonjeaba. Nuestras relaciones eran meramente amistosas, y toda la tertulia las consideraba así. En cuanto a mí, no me detenía en examinar la naturaleza de mis sentimientos: leía con Loynaz poesías, cantaba dúos al piano con él, hacíamos traducciones, y no tenía yo tiempo para pensar en nada, sino en la dicha que era para mí la adquisición de un tal amigo.

Por el verano nos fuimos al campo, a una posesión próxima a la ciudad, y llevé conmigo a Rosa Carmona, que, desde que mi prima tenía amante, había llegado a ser mi amiga predilecta. Loynaz, mis primos y muchos amigos de ambos sexos, iban a visitarnos con frecuencia. ¡Tuve días deliciosos! Sin embargo, entonces mismo se me ofrecieron motivos de inquietud y de penas. Yo estaba encantada con Loynaz, pero me hallaba muy lejos de creerle el hombre según mi corazón. Encontrábale más talento que sensibilidad, y en su carácter un fondo de ligereza que me disgustaba. Como amante, no llenaba él mis votos, mas le miraba como amigo y me había aficionado infinito a su trato. Rosa me hizo entrar en aprensión. Empeñase en persuadirme, que nuestra pretendida amistad no era más que un amor disfrazado, y por lo mismo más peligroso. Recordábame sin cesar mis compromisos y hacía de mi novio elogios, que hasta entonces no le había yo oído. Ponderando las ventajas de aquel matrimonio, me intimidaba al mismo tiempo con suponerlo inevitable, porque sólo con escándalo y afligiendo a mi familia, decía ella, podría yo romper un empeño tan serio y tan antiguo.

A fuerza de decirme que yo amaba a Loynaz, llegó a persuadírmelo; pero como siempre conocía yo que no era él quien podía comprenderme y que no me inspiraba ni estimación, ni entusiasmo, aquel amor no me hacía dichosa cual yo deseaba, y en vez del orgullo que debe sentir un corazón que encuentra lo que busca, yo sentía aquella especie de humillación que nos causa la persuasión de habernos aficionado a un objeto, que no nos merece.

Volvimos a la ciudad en el mes de septiembre a asistir a las bodas de mi prima, que se casó entonces con el hombre que amaba. Sus amores y los de Lola Carmona habían comenzado al mismo tiempo, como ya he dicho, y al mismo tiempo casi se casaron ambas, aunque de un modo bien diferente. Mi prima vio aprobada su elección por toda la familia; Lola, contrariada por la suya, se casó depositada y se marchó inmediatamente a La Habana con su marido. Así me vi privada de una de mis amigas.

Acompañé al campo a los recién casados, y cuando volví un mes después, encontreme una gran mudanza. Loynaz había sido despedido de casa, y, bajo el pretexto de que quería marcharse con su marido, mamá había fijado para dentro de tres meses mi matrimonio, que antes señalara para el cumplimiento de mis diez y ocho años. El novio a todo se prestaba: ni me amaba (según he creído siempre) ni me aborrecía. Deseaba establecerse con una niña de su familia, que tuviese inocencia y alguna hermosura. Mi abuelo27 había dicho que yo era la que buscaba, y que me daría además todo su quinto28 (que ciertamente no era despreciable), si me casaba con aquel hombre. Esto le había decidido a él y esto era lo que le movía.

Al llegar yo y saber las novedades ocurridas, quedé anonadada, y sin saber a qué atribuirlas. Pero no tardé en saberlo todo y en sufrir el primero y más terrible de mis desengaños.

Es tarde, Cepeda, continuaré luego.»

«A la una de la noche.

He visto a Curro29 en el teatro, a usted no, tampoco lo esperaba. ¿Pero habrá de continuar usted un género de vida semejante? No es cierto que el solo disgusto de la sociedad le inspire a usted esa especie de misantropía; no, no es posible. Se necesita haber padecido mucho, haber sido la víctima de la sociedad para aborrecerla en ese grado. Usted que no tiene motivos positivos para estar quejoso de ella; usted puede conocer sus vicios e injusticias, y no entregarse a ella con la imprudencia de la inexperiencia y la sencillez; pero no es posible que sin poderosísimos motivos huya usted de ella tan obstinadamente a los veintitrés años. Si no la sociedad, la música por lo menos pudiera atraer a usted a la ópera. Yo, que he padecido sin duda penas más reales que las que usted pueda tener, yo que conozco tanto como usted, por lo menos, el mundo y la sociedad, no siento esa misantropía; y aunque no vea ni a la sociedad ni al mundo al través del encantado prisma de las ilusiones, aún conozco que necesito del uno y de la otra: ¿qué secreto es, pues, ése que usted me oculta? ¡Ingrato! Usted se apodera de mi confianza y me rehúsa la suya: ¡usted se llama mi amigo y disimula usted conmigo! Escuche usted. No le demando a usted sus secretos, no; yo los respeto; pero pídale usted a Dios que no los haya yo adivinado.

Si la idea que desde anoche me persigue no es una aprensión mía; si la vida retirada que usted hace tiene el motivo que sospecho... yo seré siempre su amiga de usted, pero conoceré que usted no lo es mío. Más; conoceré que es usted capaz de arterías y pequeñas falsedades, conoceré que usted no me ha comprendido, y... ¡qué sé yo!, veré en usted un hombre como todos los demás. De anoche acá usted ha decaído tanto en mi opinión, que... (¿por qué no he de decirlo todo?) que casi temo aumentar con el nombre de usted la lista de mis desengaños. Yo perderé, si así fuere, yo perderé una ilusión, una última ilusión que me ha lisonjeado algunos días; pero usted perderá más: sí. Porque, ¿dónde hallará usted otra amiga como yo? Usted no sabe, no puede saber, cuán puro, cuán desinteresado, cuán tierno es el afecto que me inspira. Pero, ¿adónde voy a parar?; ¡yo me contradigo! No, caro Cepeda, no perderá usted mi amistad mientras ella tenga para usted algún valor; pero yo le suplico a usted en nombre del cielo y de la sinceridad de mi alma, yo le conjuro a usted, que si esta amistad perjudica a intereses del corazón más caros, que si teme usted excite ella celos y origine disgustos a un objeto querido, no se valga usted de pretextos para evitarlos. Oiga usted. Es demasiado noble y pura nuestra amistad para que sufra las sombras del misterio: yo no podré tolerarlo ciertamente; pero si la manifestación de ella puede ofender al amor, el amor es primero: la amistad debe ser sacrificada, y lo será: yo lo exijo. Mi corazón no variará por esto y en él siempre ocupará Cepeda un lugar distinguido30.

Mañana continuaré mi historia, y acaso la concluiré; pero no la tendrá usted tan pronto, porque mañana no nos veremos. Es preciso evitar un trato tan frecuente, porque su sociedad de usted me haría disgustar de cualquier otra, y yo no deseo estrechar el círculo de mis goces, sino ensancharlo lo posible. Adiós, hasta mañana, es decir, hasta mañana en este papel, pues repito que voy a probar, si me es ya necesaria absolutamente la sociedad de usted, estando tantos días como posible me sea sin verle.»

«26 por la mañana.

La despedida de Loynaz y la proximidad de mi casamiento fueron para mí dos golpes tan sensibles como inesperados: pero, ¡cuál quedé al saber la mano de la cual me habían sido asestados!... Rosa, mi amiga, mi confidente Rosa, había persuadido a mamá, que existía una correspondencia amorosa entre Loynaz y yo, que él me inducía a romper mis compromisos, y conociendo ella mejor que nadie la pureza de mis sentimientos y rectitud de mis intenciones, fue bastante vil para aparentar temores de que, arrastrada por la pasión, que me suponía, diese algún paso imprudente e irremediable. ¡Logró completamente su objeto! ¡Cepeda!; ¡y sólo tenía quince años aquella mujer!; ¡qué habrá llegado a ser después!

Yo no conocía ni el mundo, ni los hombres: era tan inocente e inexperta como en el día que nací; había creído que Rosa me amaba y que era incapaz su corazón de una perfidia. El conocimiento de aquella primera decepción fue para mí un golpe mortal, que cayó de lleno sobre mi alma.

Pero, ¡admire usted mi candor y sencillez! Rosa logró persuadirme, que sólo mi interés y la ternura de la amistad la habían decidido a aquel paso, y me juró, que sus intenciones eran las más puras y desinteresadas. ¡La creí, y la perdoné!

Loynaz me escribió, y por primera vez dejó de designar con el nombre de amistad el sentimiento que yo le inspiraba. Refería cómo mamá le había prohibido continuar visitándome y se quejaba de un desaire que no había merecido. «No ignoro, me decía, los compromisos que respecto a usted ha contraído su familia, y usted sabe mejor que nadie con cuánta delicadeza los he respetado, pero, pues no se ha sabido apreciar mi conducta, no quiero por más tiempo violentarme: sepa usted que la amo y que a todo estoy dispuesto, si encuentro en usted iguales sentimientos.»

Me pareció que había en aquella carta más orgullo que pasión, pero me conmoví sin embargo. Tratando a aquel joven, nunca le hubiera amado, porque su frivolidad, tan visible, era un antídoto colocado felizmente junto a cualquiera dulce emoción que me inspiraba: pero cuando no le vi, cuando le creí desairado injustamente, ofendido y desgraciado por mi causa, mi afecto hacia él tomó una vehemencia, que acaso jamás hubiera tenido de otro modo. Sin embargo, tuve bastante prudencia para dominarme, y en mi contestación le decía, que estaba resuelta a sacrificarme por complacer a mi familia, casándome con un hombre que aborrecía. «No soy insensible a su afecto de usted (le decía al concluir), pero respetaré mis vínculos, y suplico a usted no vuelva a escribirme.»31.

No hizo caso de esta súplica: me escribió, dos veces más, cartas muy apasionadas, invitándome a romper un empeño que le hacía infeliz y a mí igualmente, pero no le contesté, y cesó de escribirme.

A pesar de esta conducta tan prudente y de la resignación con que me prestaba a un enlace aborrecido, sufría mucho de parte de mi familia. Mamá era y es un ángel de bondad, pero el gran defecto suyo es un carácter tan débil, que la constituye juguete de las personas que la cercan. Mis tíos la inducían a tratarme con rigor y continuamente la disponían en mi contra, interpretando odiosamente mis más sencillas operaciones. ¿Y pensará usted que mis tíos deseaban mucho la realización de mi matrimonio? Nada de eso; aparentábanlo así, pero hubiesen dado cualquier cosa por impedir dicho enlace. En primer lugar les pesaban las mejoras, que mi abuelo se disponía a hacerme; en segundo, deseaban para su hija mi novio, y acaso al emplear tanto y tan inmerecido rigor conmigo, no tenían otro objeto sino precipitarme a una resolución atrevida, que secundase sus miras secretas: ¡harto lo lograron!

Estaba ya en vísperas de mi matrimonio; casa, ajuar, dispensa, todo estaba preparado. Pero hubo un momento en que no me hallé con fuerzas para consumar el sacrificio, uno de aquellos momentos en que se obra sin pensar. Yo dejé furtivamente mi casa y me refugié con mi abuelo, que estaba en una quinta próxima a la ciudad. Me arrojé desolada a sus pies, y le dije que me daría la muerte antes de casarme con el hombre que me destinaban.

Aquel rompimiento fue ruidoso: toda mi familia se mostró altamente sorprendida e indignada de mi resolución: mis tíos, que en su interior se regocijaban, fueron los primeros en declararse contra mí: sólo en mi abuelo hallé bondad e indulgencia, aunque nadie sintió tanto como él la rotura de un casamiento que él había formado: ¡yo sufría mucho!; no ignoraba que la opinión pública me condenaba; ¡despreciar un partido tan ventajoso! ¡Tener el atrevimiento de romper un compromiso tan serio, tan adelantado, tan antiguo! ¡Dar un golpe mortal a mi familia! Esto pareció imperdonable: se dijo desde luego, que yo era una mala cabeza (mis tíos y mis primas fueron los primeros en decirlo), que mi talento me perdía, y que lo, que entonces hacía, anunciaba lo que haría más tarde, y cuánto haría arrepentir a mamá de la educación novelesca que me había dado. Mi padrastro fue entonces a Puerto Príncipe y se apuró la medida de mis sufrimientos.

Una especie de fatalidad, que me persigue, hace que siempre se tomen circunstancias y casualidades funestas para hacer parecer más graves mis ligerezas: digo ligerezas, aunque ciertamente no creo lo fuese la de romper un compromiso que mi corazón reprobaba.

Circunstancias independientes de mí, enteramente independientes, originaron disgustos entre mi abuelo y mi padrastro. Estos llegaron a ser tales, que mi abuelo salió de casa, donde vivía cuando no estaba en el campo, y se fue a la de uno de mis tíos. El público, que sabía la rotura de mi casamiento y no los disgustos posteriores, que hubiera entre Escalada y mi abuelo, no dejó de declarar, que mi abuelo salía de casa altamente indignado conmigo. Mi tío y mis primas que siempre vieron con envidia y temor la predilección, que mi abuelo tenía por mamá y por mí, se aprovecharon de tenerlo en su casa para combatir dicha preferencia, haciéndole creer que era inmerecida. Pintóseme una loquilla novelera y caprichosa: dijeron que mamá me perdía con su excesiva indulgencia y la libertad que me dejaba de seguir mis extravagantes y peligrosas inclinaciones; en fin, no desperdiciaron ningún medio para prevenir en contra de mamá y de mí al pobre viejo paralítico, que sin vigor físico ni moral, era una cera a propósito para recibir todas las impresiones. ¡Consiguieron su objeto!: mi abuelo murió tres meses después de mi rompimiento y apareció un testamento, que anulaba el que había hecho a favor de mamá y de mí, dejando su tercio y su quinto a mi tío Manuel, en cuya casa murió.

Mi padrastro, para descargarse de la culpabilidad de ser causa de esta mudanza y de los perjuicios de mamá, pregonaba que por la incomodidad, que le causara mi rompimiento, había mi abuelo dejado la casa y variado sus disposiciones a favor de mi tío, echando sobre mí la culpa, que sólo él tenía. Mi tío y mis primas (que no me perdonaban el tener algún mérito, ni aún después que me habían robado el afecto de mi abuelo), decían que el golpe mortal que yo le había dado al pobre anciano, había precipitado su muerte: en fin, todo el mundo decía, que mi locura en romper el matrimonio había privado a mamá del tercio de mi abuelo y a mí misma de su quinto.

Yo tenía un alma superior a intereses de esta especie, y ¡sábelo Dios!, en las lágrimas que vertí, una sola no fue arrancada por el pesar de perder aquella codiciada herencia. Pero mi corazón estaba desgarrado por las injusticias de que era objeto. Yo tenía el íntimo convencimiento de que mi abuelo no se fuera de casa por causa de mi rompimiento: sabía cuánta indulgencia y cariño había yo hallado en él después de aquella pretendida locura, que se decía haberle exaltado tanto: ningún remordimiento tenía de ser causa de su muerte, pero, no obstante, sentía que me agobiaba el dolor y el arrepentimiento. ¡Cuántas veces lloré en secreto lágrimas de hiel, y pedí a Dios me quitase la existencia! ¡Cuántas envidié la suerte de esas mujeres que no sienten ni piensan; que comen, duermen, vegetan, y a las cuales el mundo llama muchas veces mujeres sensatas! Abrumada por el instinto de mi superioridad, yo sospeché entonces lo que después he conocido muy bien: que no he nacido para ser dichosa, y que mi vida sobre la tierra será corta y borrascosa32.

Faltaba una cosa para colmar la medida de mis pesares y la suerte no me la rehusó. Supe, sin poder dudarlo, que Rosa Carmona y Loynaz se amaban. Sólo entonces comprendí los motivos de la anterior conducta de aquella falsa mujer, y el más profundo desprecio sucedió en mi corazón a una amistad indignamente burlada.

Éstas fueron, ¡oh Cepeda!, estas las primeras lecciones que me dio el mundo. Esto encontré, cuando inocente, pura, confiada, buscaba amor, amistad, virtudes y placeres: ¡inconstancia! ¡perfidia! ¡sórdido interés! ¡envidia! crimen, crimen y nada más. ¿Soy culpable, pues, de no amarle? ¿Puedo tener ilusiones?... Pero vivo como si las tuviera, porque el mundo, amigo mío, se venga cruelmente del desprecio que se le hace. Es preciso aparentar vida en la frente, aún cuando se lleve la muerte en el corazón.

¡Cepeda!, ¡querido Cepeda! ¿Será cierto que usted siente como yo cuán poco vale este mundo y sus corrompidos placeres?; ¿no será usted otra nueva decepción para mí?; ¿quién me asegura que no es usted un hipócrita? ¿quién me garantiza su sinceridad?... ¡Cepeda!, ¡Cepeda!, si usted no es el primero de los hombres, forzoso es que sea usted el último, y... lo confieso, vacila mi juicio entre estos dos extremos. Sin embargo, ya ve usted que mi imprudencia me arrastra: este cuaderno es una prueba de ello. Acaso me arrepentiré algún día de haberlo escrito. ¡Qué importa! Será un desengaño más, pero será el último.»

«Por la tarde.

Mi única amiga era ya mi prima Angelita; era como yo desgraciada, y como yo lloraba un desengaño. Su marido, aquel amante tan tierno, tan rendido, se había convertido en un tirano. ¡Cuánto sufría la pobre víctima! ¡y con cuán heroica virtud! Mi cariño hacia ella llegó al entusiasmo, y mi horror al matrimonio nació y creció rápidamente. Yo no trataba sino a mi prima, y aquella vida sedentaria, triste y contemplativa, alteró mi salud.

Púseme tan delgada y enferma, que alarmada mamá me llevó al campo. Allí pasé tres meses de soledad: ¡soledad exterior y soledad del corazón!; no me mejoré, y volvimos a la ciudad. ¡Triste, muy triste fue aquella época de mi vida!; aun me aflige el recordarla. Tenía la esperanza de morir pronto; pero momentos tenía en que me parecían demasiado lentos los progresos de mi mal y sentía impulsos de apresurar yo misma su resultado. Mis principios religiosos y el afecto entrañable que tenía por mamá y mi hermano33, sofocaban este impulso.

Mi padrastro tenía también una salud quebrantada, y lo atribuía al clima. Persuadiose que moriría si no se venía a España, y como no aborrecía la vida como yo, determinó realizarlo. Este proyecto me sacó de mi desaliento; deseaba otro cielo, otra tierra, otra existencia: amaba a España y me arrastraba a ella un impulso del corazón. Disgustada de mi familia materna, anhelaba conocer la de mi padre, ver su país natal y respirar aquel aire, que respiró por primera vez. Tomé, pues, un empeño en decidir a mamá a establecerse en este antiguo mundo. Escalada, por su parte, usaba de toda su influencia a fin de determinarla, pintándola34 mil ventajas en el cambio. Pero mamá resistía apoyada por sus parientes.

A pesar de esto, Escalada vino a Puerto Príncipe y empezó a vender tierras y esclavos, y a mandar sobre los Bancos de Francia todo el numerario posible. Luego, creyendo más fácil decidir a mamá si la sacaban de su país y familia, la propuso ir a parar algunos meses en Cuba35, donde estaba de guarnición su regimiento. Todos secundamos sus esfuerzos, y lo conseguimos.

Sensible, más sensible de lo que yo creía, me fue el arranque de mi país y la separación de mi prima; pero al llegar a Cuba los objetos nuevos me dieron nueva vida.

Santiago de Cuba es una ciudad poco más o menos como Puerto Príncipe, y más fea e irregular. Pero su bellísimo cielo, sus campos pintorescos y magníficos, su concurrido puerto y la cultura y amabilidad de sus habitantes, la hacen muy superior bajo cierto aspecto. Tuve en aquella ciudad una aceptación tan lisonjera, que a los dos meses de estar allí ya no era yo una forastera. Jamás la vanidad de una mujer tuvo tantos motivos de verse satisfecha. Yo fui generalmente querida y obsequiada, y jamás podré olvidar los favores, que he debido a los habitantes de Cuba. Entonces volví a tener gusto al estudio y a la sociedad.

Hice versos que fueron celebrados con entusiasmo; entregueme a las diversiones, en las cuales era deseada y colmada de obsequios. Usted supondrá que no me faltaron aspirantes: tengo algún orgullo en decirlo: los jóvenes más distinguidos del país se disputaban mi preferencia. Ninguno, empero, la consiguió exclusiva. Mi predilecto en un baile era el mejor danzador, en un paseo el que montaba con más gracia un hermoso caballo, en tertulia el que tenía más amena y variada conversación. Ninguna ilusión de amor tuve en Cuba, y, por consiguiente, no saqué de ella ningún desengaño. Acaso por esto la amo tanto.

Loynaz fue a Cuba cuatro meses después que nosotros, e intentó renovar sus pretensiones. Excusaba sus amores con Rosa diciendo que ella le había en cierto modo comprometido, y me juraba que yo era su primero y único amor; y que su viaje no tenía otro objeto que obtener mi perdón y reconciliarse conmigo. Yo no me negué ni a la una ni a lo otro. Perdonele y le otorgué mi amistad, pero fui inflexible respecto al amor. Antes de volverse al Puerto Príncipe solicitó la promesa de seguir con él correspondencia por escrito, y, mediante que prometió serían sus cartas meramente amistosas, condescendí a su demanda. En efecto, ambos seguimos dicha correspondencia con admirable exactitud hasta su muerte, acaecida a mediados del año 37, cuando él cumplía los veinticinco de su edad y cuando ya estaba yo en España.

Mi padrastro supo aprovechar también su ascendiente sobre mamá, y yo por mi parte le secundé de tal modo, que al fin logramos determinarla a venir a España. El día 9 de abril de 1836 nos embarcamos para Burdeos en una fragata francesa, y sentidas y lloradas, abandonamos, ingratas, aquel país querido, que acaso no volveremos a ver jamás.

Perdone usted; mis lágrimas manchan este papel36; no puedo recordar sin emoción aquella noche memorable en que vi por última vez la tierra de Cuba.

La navegación fue para mí un manantial de nuevas emociones. «Cuando navegamos sobre los mares azulados, ha dicho Lord Byron, nuestros pensamientos son tan libres como el Océano.» Su alma sublime y poética debió sentirlo así: la mía lo experimentó también. Hermosas son las noches de los Trópicos, y yo las había gozado; pero son más hermosas las noches del Océano. Hay un embeleso indefinible en el soplo de la brisa que llena las velas, ligeramente estremecidas, en el pálido resplandor de la luna que reflejan las aguas, en aquella inmensidad que vemos sobre nuestra cabeza y bajo nuestros pies. Parece que Dios se revela mejor al alma conmovida en medio de aquellos dos infinitos -¡el cielo y el mar!- y que una voz misteriosa se hace oír en el ruido de los vientos y de las olas. Si yo hubiese sido atea, dejaría de serlo entonces.

También experimentamos tempestades, y puedo decir con Heredia:


«Al despertarse el huracán furioso,
al retumbar sobre mi frente el rayo
palpitando gocé. . . . . . . . . . . . . . .»

Por fin, después de malos y buenos tiempos y de sentir todas las impresiones consiguientes a una larga navegación, el primero de junio saludamos con júbilo las risueñas costas de Francia.

Los días que pasé en Burdeos me parecen ahora un lisonjero sueño. Abríase mi alma en aquel país de luces y de ilustración. No amé, no sufrí, apenas sé si pensaba. Estaba encantada, y mi corazón y mis ojos no me bastaban. Fue forzoso dejar aquella seductora ciudad, y no lo hice sin lágrimas.

Ningunas simpatías podía yo encontrar en Galicia, y viniendo de una de las primeras ciudades de Francia, La Coruña me pareció inferior a lo que realmente es, pues hoy la creo una de las más bonitas poblaciones de España. Pero el carácter gallego me desagradaba y el clima me sentaba mal. Sin embargo, acaso me hubiese acostumbrado y se disiparía la primera impresión desagradable que sentí al llegar a ella, si motivos inesperados no me hubiesen dado reales y positivos pesares. Adiós, hasta luego.»

«Por la noche.

Mi padrastro se había manejado bien con nosotros hasta entonces: entonces se desenmascaró. Estaba en su país y con su familia, nosotros lo habíamos abandonado todo. Su alma mezquina abusó de estas ventajas.

No molestaré a usted con detalles enojosos de nuestra situación doméstica; bástele saber que no hubo pesares y humillaciones que yo no devorase en secreto. Mamá era muy infeliz, y yo carecía de fuerzas para sufrir sus pesares, aunque llevaba los míos con constancia. Manuel37 tuvo precisión de marcharse al Extranjero; tan comprometido se vio por mi padrastro. ¡Oh! sería nunca acabar, si quisiera contar por menor las ridiculeces, tiranías y bajezas de aquel hombre, que yo debo y quiero respetar todavía como marido de mi madre. Dios lo sabe, y será algún día juez de ambos.

En aquella situación doméstica tan desagradable conocí a Ricafort y fui amada de él: también yo le amé desde el primer día que le conocí. Pocos corazones existirán tan hermosos como el suyo; noble, sensible, desinteresado, lleno de honor y delicadeza. Su talento no correspondía a su corazón: era muy inferior por desgracia mía. Conocí pronto esta desventaja: aunque generoso Ricafort parecía humillado de la superioridad que me atribuía: sus ideas y sus inclinaciones contrariaban siempre las mías. No gustaba de mi afición al estudio y era para él un delito que hiciese versos. Mis ideas sobre muchas cosas le daban pena e inquietud. Temblaba de la opinión, y decíame muchas veces: «¿Qué lograrás cuando consigas crédito literario y reputación de ingenio? Atraerte la envidia y excitar calumnias y murmuraciones.» Tenía razón, pero me helaba aquella fría razón.

Aunque mostraba de mi corazón el concepto más elevado y ventajoso, no se me ocultaba que le desagradaba mi carácter, y me repetía que este carácter mío le haría y me haría a mí misma desgraciada. Yo me esforzaba en reprimirlo y sofocaba mis inclinaciones por darle gusto; pero esta continuada violencia me entristecía, y notándolo él se convencía de que no podría nunca hacerme dichosa. Sin embargo de todo esto, nos amábamos más cada día.

Mis pesares domésticos llegaron a afectarme tanto, que necesité desahogar mi pecho y se los comuniqué: ¡nunca olvidaré aquel momento! ¡Yo vi sus ojos arrasados de lágrimas! Entonces, con aquel acento, que la falsedad no podrá nunca imitar, me rogó aceptase su corazón y su mano y le diese el derecho de protegerme y vengarme.

Muchos días vacilé; mi horror al matrimonio era extremado, pero al fin, cedí: mi situación doméstica tan insufrible, mi desamparo, su amor y el mío, todo se unió para determinarme, y cuando le dije que consentía en ser su esposa, tomé la resolución de consagrar mi existencia a hacer la suya dichosa, y quitármela en aquel momento en que no pudiese llenar este objeto. Talento, placeres, todo se aniquiló para mí: sólo deseaba llenar las severas obligaciones que iba a contraer, y hacer cuanto en mi poder estuviese para aligerar a Ricafort las cadenas que le imponía. ¡Oh Dios mío!, ¡por qué no pude hacerlo!... Tú sabes si eran puras mis intenciones y sinceros mis votos! ¿por qué no los escuchaste? Yo no aseguraré, que hubiera amado siempre a Ricafort, ¿porque quién puede responder de su corazón?, pero cierta estoy de que siempre le habría estimado, y que nunca le obligaría a maldecir el día en que se uniera a mi suerte, pues si no puedo responder de mis sentimientos, puedo por lo menos responder de mis acciones. Pero nada de esto debía ser: la funesta debilidad de mi carácter debía trastornarlo todo.

Nuestra unión no pudo verificarse por de pronto. Él era altivo y yo también: ni uno ni otro queríamos depender de nuestras familias ni un solo día, y gracias a mi padrastro, mis intereses estaban embrollados, y Ricafort no contaba sino con un sueldo mal pagado. Hice proposiciones racionales a mi padrastro que no las admitió: solicité de la Corte el derecho de mayoría pintando mi situación excepcional, pero antes de obtener resultado fue depuesto Ricafort, padre, y el hijo tuvo orden de reunirse a su regimiento. Hice justicia al General38. Conocía su carácter y franqueza, y no dudaba, que hallaría en él un padre; pero yo tenía demasiado orgullo para entrar en su familia como una mendiga, y resolví no casarme hasta no poder aclarar mis intereses y decir a Ricafort cuáles eran éstos y la mayor o menor seguridad que presentaban.

En fin, después de muchas vacilaciones y penosas escenas, Ricafort marchó a su destino. Dolorosa me fue, muy dolorosa, esta separación, aunque estaba yo muy lejos de creerla eterna; pero pasados los dos primeros meses, pensé mucho en las diversidades que existían entre Ricafort y yo, me pregunté a mí misma si aquella superioridad que él me suponía, no sería tarde o temprano un origen de desunión, y reflexionando en las contras del matrimonio y las ventajas de la libertad me di el parabién de ser libre todavía. Vino mi hermano por entonces a La Coruña... mucho necesito ahora de la indulgencia de usted, querido Cepeda, porque me avergüenzo todavía de mi ligereza. Vino mi hermano, y desaprobó mi unión. Representome la triste suerte de los militares en las actuales circunstancias39: hablome con entusiasmo de un viaje, que quería hiciésemos juntos a Andalucía para conocer la familia paterna (de la cual me hizo elogios que hoy conozco inmerecidos) y de lo dichosa que sería yo con mi mayoría pudiendo gozar una vida cómoda e independiente conforme a mis indicaciones: sobre todo me dijo y fue lo que más impresión me hizo, que, si me casaba con Ricafort y le seguía, nos separaríamos él y yo para siempre acaso. ¿Qué diré a usted para justificarme?... Nada, nada es bastante. Fui débil e inconsecuente. Marché con mi hermano a Lisboa: no he vuelto a saber de Ricafort.

Si se exceptúa el dolor de la separación de mamá, puedo decir que dejé con placer a Galicia. Eran muy pocas las personas que en ella me merecían algún afecto, y no ignoraba yo que tenía muchos enemigos: de este número eran todos los parientes de Escalada. Gracias al cielo no podían herirme en mi honor por mucho que lo desearan, pero daban mil punzadas de alfiler a mi reputación bajo otro concepto. Decían que yo era atea, y la prueba que daban era que leía las obras de Rousseau40, y que me habían visto comer con manteca un viernes. Decían que yo era la causa de todos los disgustos de mamá con su marido y la que la aconsejaba no darle gusto. La educación que se da en Cuba a las señoritas difiere tanto de la que se les da en Galicia, que una mujer, aún de la clase media, creería degradarse en mi país ejercitándose en cosas que en Galicia miran las más encopetadas como una obligación de su sexo. Las parientas de mi padrastro decían, por tanto, que yo no era buena para nada, porque no sabía planchar, ni cocinar, ni calcetar; porque no lavaba los cristales, ni hacía las camas, ni barría mi cuarto. Según ellas, yo necesitaba veinte criadas y me daba el tono de una princesa. Ridiculizaban también mi afición al estudio y me llamaban la Doctora. Una hermana de Escalada dio de bofetones a una criada de casa, porque interrogada respecto a mí en una casa en que ella había dado tan brillantes informes, tuvo la pobre mujer la extravagancia de decir que yo era un ángel, y que, lejos de ser imperiosa ni exigente, en la casa todas las criadas me querían por mis buenos modos.

Usted supondrá cuán poco sentiría dejar aquel país y si podré volver a él con gusto, aún cuando tenga la desgracia de que vuelva a él mi familia.

Luego que rompí mis compromisos y me vi libre, aunque no más dichosa; persuadida de que no debía casarme jamás y de que el amor da más penas que placeres, me propuse adoptar un sistema, que ya hacía algún tiempo tenía en mi mente. Quise que la vanidad reemplazase al sentimiento, y me pareció que valía más agradar generalmente que ser amada de uno solo: tanto más cuanto que éste uno nunca sería un objeto que llenase mis votos. Yo había perdido la esperanza de encontrar un hombre según mi corazón. No busqué ya, pues, ni amor ni amistad: deseaba impresiones débiles y pasajeras que me preservasen del tedio sin promover el sentimiento. Sin embargo, no podía aturdirme por más que me esforzaba. Separada por primera vez de mamá, sin esperanza de volver a ver a Ricafort (al cual amaba aún), sintiendo más que nunca el vacío de mi alma, disgustada de un mundo que no realizaba mis ilusiones, disgustada de mí misma por mi impotencia de ser feliz, en vano era que quisiera aturdirme y sofocar en mí este fecundo germen de sentimientos y dolores.

Otro desengaño tuve además, y no de los menos dolorosos. Yo amaba mucho a mi hermano: con él había llevado el desinterés hasta un grado que otros me vituperaron: con él había sido siempre afectuosa, condescendiente y delicada. Al verme sola con él por el mundo esperaba que su conducta conmigo correspondiese a la mía: ¡me desengañé muy pronto! Conocí que el hombre abusa siempre de la bondad indefensa, y que hay pocas almas bastante grandes y delicadas para no querer oprimir cuando se conocen más fuertes.

Hubiera yo querido mudar mi naturaleza. Creí que sólo sería menos desgraciada cuando lograse no amar a nadie con vehemencia, desconfiar de todos, despreciándolo todo, desterrando toda especie de ilusiones, dominando los acontecimientos a fuerza de preverlos, y sacando de la vida las ventajas que me presentase, sin darles, no obstante, un gran precio. Yo me avergonzaba ya de una sensibilidad, que me constituía siempre víctima.

Más de un año hace que trabajo por conseguir mi objeto, no sé si será trabajo perdido. En este tiempo dos veces he contraído pasajeras relaciones; tan pasajeras, que una de ellas no duró quince días. Mi corazón, no las formó, fue la cabeza únicamente, la necesidad de una distracción, el ejemplo de la sociedad en que vivía: nada más. Fueron empeños de sociedad más bien que de amor.

Bien en breve me fastidié, y rompí sucesivamente aquellos semiamores sosos con tanta ligereza como los había contraído. No hablaré del proyecto de mi tío Felipe41 de casarme en Constantina42 con un mayorazgo del país, y de cómo mi hermano, que tan opuesto era a que yo me casase, tomó un empeño entonces a favor de mi novio. Esto no merece mayores detalles, pues en nada ha influido semejante proyecto ni en mi corazón, ni en mi destino. Pero debo extenderme más en la relación de un compromiso recientemente concluido y que usted no ignora. Es preciso no callar nada y que sepa usted los motivos, que tuve para formarlo y para concluirlo. ¡Los motivos que tuve para formarlo!... embarazada me veré para decirlos: mas no importa. Mi franqueza exige que yo los diga; la delicadeza de usted le ordena olvidarlos tan luego concluya de leer ésta.

Adiós: necesito un momento de descanso. Además, son las diez y voy a vestirme para ir a buscar a Concha43 para el Duque44. Espero que yendo yo tan tarde no encontraré a usted en casa de Concha.»

«A la una de la noche.

En efecto, no encontré a usted y he sabido que no estuvo. ¡Mil gracias! Conozco ahora que existe realmente entre los dos una prodigiosa simpatía. Veo que al mismo tiempo hemos tomado una misma resolución. Sí, es preciso: es absolutamente preciso vernos menos frecuentemente. Nos haríamos de otro modo cada vez más insociables y raros. Por tanto, declaro a usted que yo por mi parte voy a huir a usted con esmero. Estamos los dos demasiado tristes y desilusionados para querer estarlo más. Preciso es que busque usted sociedad más alegre y yo lo mismo. Pero no busque usted una amiga sincera: yo reclamo este título ¿entiende usted?; por fin, me resuelvo a quebrantar mi propósito. Sí; yo ofrezco a usted mi amistad. Pero tenga usted entendido, que puedo ser su amiga sin verle diariamente, ni acaso nunca; y que será usted mi amigo, mi único amigo; pero no deseo ni debe usted desear ser mi tertuliano y acompañante. Mañana acabaré esto: no sé cuando se lo daré a usted. Buenas noches: tengo una terrible jaqueca.»

«Hoy 27 por la tarde.

Al mismo tiempo que empezó a obsequiarme Méndez Vigo45 dirigíame otro46 algunas atenciones. Este otro me agradaba más de lo que yo deseaba. Sentíame inclinada a él por una fuerza extraña y caprichosa y me estremecía al pensar que aún podía amar: tanto más cuanto que, creyendo entonces que existía una enorme diferencia entre los caracteres e inclinaciones de aquel dicho sujeto y yo, prevía en un nuevo amor un nuevo desengaño. Sin embargo, un instinto del corazón parecía advertirme que era llegado el momento en que debía expiar mis pasadas inconsecuencias, y sin saber por qué me sentía dominada.

Sé cuánto más fuerte se hace una inclinación combatida y no quise combatir la mía, pero no quise tampoco entregarme a ella exclusivamente, porque temía se hiciese de este modo omnipotente. Era, pues, preciso oponer la vanidad al sentimiento y distraer con un pasatiempo el interés demasiado vivo que sentía.

¡Cepeda!, yo prescindo de todo para ser sincera: ¡por Dios!, no me juzgue usted con severidad.

El hombre que me interesaba se desviaba de mí, y el que no me agradaba redoblaba sus atenciones y asiduidades. El primero me causaba con su influencia en mi corazón serias inquietudes y me picaba con su indecisión; el segundo me lisonjeaba y me divertía con su amor de niño y me parecía bien poco peligroso.

Hice lo que me pareció más conveniente a mi tranquilidad y lo que supuse de menos consecuencia. Admití los afectos del uno y procuré sofocar los que el otro me inspiraba. ¡Ya esta dicho todo! Ahora olvídelo usted.

No disimularé que el candor de mi joven amante, su amor entusiasta y mil prendas apreciables, que descubría en él, llegaron a conmoverme. ¡Pobre niño! ¡Cuánto me ha amado! ¿Por qué este caprichoso corazón no supo corresponder dignamente?... ¡No lo sé!

Me inspiraba un afecto sin ilusiones, sin calor: un afecto indefinible que algunas veces me parecía debía semejarse al que una madre siente por su hijo: no se ría usted de esta comparación. ¿En qué consistía que ese joven no me produjese otra clase de amor? Yo no podré decirlo, porque no lo sé a fe mía. No es mal parecido, ni tonto, usted lo sabe, y aun puedo decir, que existen ciertos puntos de simpatía entre nuestro modo de sentir, pero él me amaba a mí como yo amaría, si encontrase un hombre según mis deseos. Pero él no era este hombre: en vano me esforzaba, y a fuerza de decirle que le amaba quería persuadírmelo a mí misma: en vano me reprochaba de caprichosa e ingrata interiormente: ¡en vano! Confesaré a usted lo que entonces no quería confesarme a mí misma: al lado de aquel joven sentía momentos de insoportable tedio, y sus expresiones más apasionadas hallaban frío mi corazón y me producían a veces un no sé qué de hastío.

¡Era esto un capricho inexplicable del corazón, porque yo le quería! ¡Sábelo Dios! Yo le quería, repito, pero no podré, sin desmentir mi íntimo convencimiento, decir que le amaba. No puedo explicar esta diferencia, pero la concibo perfectamente.

Estaba él demasiado enamorado para limitar sus deseos a unas sencillas relaciones, pasajeras sin duda. Quiso arrancarme la promesa de que sería su esposa y absolutamente la rehusé. Manifestele mi repugnancia al matrimonio, y tampoco le oculté que mi amor no era de naturaleza tal, que me inspirase el deseo de ser suya. Llamome mujer original, fría, sin corazón: ¡Cuántas lágrimas! ¡Cuántas reconvenciones!

Yo hubiera roto con él, si la compasión no me hubiese inspirado esperar para hacerlo a que se pasase, como no dudaba sucedería, esa exaltación de amor, que entonces le poseía. Le vi padecer tanto, que me conmoví, y como se ofrece la luna a un chiquillo, que llora por ella, le ofrecí yo a él que sería suya algún día.

Una bagatela le indispuso luego con mamá, y le trataba ésta con tal esquivez y aun desatención, que, ofendida yo, le prohibí por su propio decoro venir a casa en algunos días, para que se calmase mamá y hacerla yo entender lo desatenta que estaba con él por un motivo tan pueril. El pobre muchacho creyó ya que no volvería a verme, qué sé yo lo que pasó en aquella cabeza. Lo cierto es que hizo mil locuras irreparables. Después de algunos días de afán y mortal inquietud, que mis cartas, las más tiernas, no podían calmar, cometió la imprudencia de hablar a su padre y escribir a mi hermano diciendo el deseo y resolución que tenía de casarse conmigo; sin haber consultado antes mi voluntad, acaso porque dudaba de ella.

Interrogada por mi familia, desde luego declaré seriamente que no pensaba en semejante matrimonio, y mi hermano se lo escribió así a Méndez Vigo.

¡Entonces fue Troya! No molestaré a usted con pormenores enfadosos. El pobre chico creo que se trastornó, pues, entre mil disparates que dijo e hizo, me escribió una carta (que conservo como casi todas las suyas) en la que me juraba se daría un pistoletazo si no me casaba con él antes de tres meses.

Temí cualquier cosa de él, mucho más cuando supe (Bravo47 lo sabe también) que andaba llorando en los paseos y cafés como un loco: tuve, pues, a su situación todas las consideraciones que exigía; le escribí cartas llenas de ternura y le ofrecí que sería suya más tarde.

Pero nada bastó: no sé qué espíritu maligno se había apoderado del pobre joven. Saben sus amigos hasta qué punto se extraviaba por momentos su razón.

La piedad tal vez me hubiera determinado a casarme con él (a pesar que menos que nunca me inspiraba aprecio ni confianza aquel carácter tan débil y aquella cabeza tan frágil), si el orgullo de mi nombre no me lo hubiera absolutamente prohibido.

El padre de ese joven, que según tengo entendido es responsable a su hijo del dote considerable que le llevó su primera esposa (y que sin duda no deseaba desposesionarse de él, como tendría que hacerlo casándose su hijo), dijo que no aprobaba su matrimonio sino hasta dentro de tres años, pues aún era muy joven para contraer tan serio empeño. En consecuencia a esta manifestación rehusó venir a pedir mi mano, como parece quería su hijo, y éste le amenazó con que pediría al jefe político la licencia, que él le rehusaba. Todo esto pasaba sin que yo supiese nada, ni remotamente lo sospechase. ¡Puede usted figurarse mi indignación a la primera noticia, que llegó a mis oídos! Se apuró mi sufrimiento y rompí enteramente con el imprudente joven, escribiendo al padre una carta en la cual le manifestaba, que jamás había tenido la intención de casarme con su hijo, ni con su aprobación, ni sin ella. Por tanto, debía mirar como locuras del joven todos los pasos que hubiese dado con este objeto, y le aconsejaba y rogaba le mandase a viajar para distraerle.

Pocas personas sabrán en Sevilla estos pormenores; pero muchas han sido sabedoras de la desesperación de Antonio48 y de los reproches que me dirigía en su exaltación. Así es, que por una fatalidad de mi estrella siempre me condenan las apariencias, se me juzga sin comprender mis motivos. ¡Yo sé que se me censura haber jugado con la sensibilidad de ese joven y se me tacha de inconstancia y coquetería! Ya usted conoce mi culpa. No he tenido otra; sino entablar (como hacen todas en Sevilla) unas relaciones, que suponía ligeras y sin consecuencias de ninguna especie: ¡ésta es toda mi culpa y sabe Dios cuánto me he arrepentido de ella! Si después no pude resolverme a sacrificar mi libertad y mi delicadeza casándome con él sin la pública aprobación de su padre, ciertamente no merezco por ello censura, y sería muy despreciable a mis ojos si hubiera procedido de otro modo. La pasión no me haría faltar a mi decoro entrando a la fuerza en una familia: ¡cuánto menos la compasión!

Marchose por fin Antonio, y yo respiré: pareciome ver la luz después de una larga prisión o lanzar un peso enorme largo tiempo sostenido.

Lo confieso: quedé cansada de amor; aquel amor delirante y frenético, que yo no había participado, me causaba fatiga.

Por eso me fijé más que nunca en mi sistema de no amar nunca. He jurado no casarme nunca, no amar nunca; y aun me propongo ya abjurar también todo empeño, aún los más sencillos y pasajeros. Un mes después de la marcha de Méndez Vigo volvió usted de Almonte49.

¡Está concluida mi historia!, pensé antes no haberla escrito sino en su ausencia de usted, porque quería tener con usted una correspondencia epistolar, pero luego varié de idea, porque no pienso ya que debemos entablar dicha correspondencia50.

Nada más me resta que decir, caro Cepeda; ahora recuerde usted mis condiciones. Éste será reducido a cenizas tan luego sea leído, y nadie más que usted en el mundo sabrá que ha existido.

Adiós: no sé cuándo nos veremos y podré dar a usted este cuadernillo.

Acaso con él voy a disminuir la estimación con que usted me favorece y a debilitar su amistad: ¡no importa! ¿Debo sentir el dar a usted armas para combatir una amistad, que acaso conviene a ambos deje de existir? Yo seré siempre amiga de usted aun cuando no exista amistad entre nosotros. Es decir, le estimaré a usted aun cuando cese de manifestárselo.

Adiós, querido mío: sacuda usted esa melancolía, que me aflige. Créame usted: para ser dichoso modere la elevación de su alma y procure nivelar su existencia a la sociedad en que debe vivir.

Cuando la injusticia y la ignorancia le desconozca y le aflija, entonces dígase usted a sí mismo: Existe un ser sobre la tierra que me comprende y me estima.

Sí, creo comprender a usted y estimarlo: ¡si me engañase! ¡si fuese usted otro de lo que yo creo!... sería un desengaño más: ¡y qué importa uno a la que ha sufrido tantos!

(Hay la rúbrica de la Avellaneda.)

P. D.: He leído ésta y casi siento tentaciones de quemarla. Prescindiendo de lo mal coordinada, mal escrita, etc., ¿debo dársela a usted? No lo sé: acaso no. Ciertamente no tengo de qué avergonzarme delante de Dios ni delante de los hombres. Mi alma y mi conducta han sido igualmente puras: pero tantas vacilaciones, tantas ligerezas, tanta inconstancia ¿no deben hacer concebir a aquel a quien se las confieso, un concepto muy desventajoso de mi corazón y mi carácter?

¿Debo tampoco descubrir los defectos de personas que me tocan de cerca como lo hago?... No ciertamente, Cepeda: no debo. Para resolverme a dar a usted este cuaderno es preciso que le estime a usted tanto, tanto, que no le crea un hombre, sino un ser superior.

No sé, pues, qué hacer; lo guardaré y seguiré, para darlo o quemarlo, el impulso de mi corazón cuando vea a usted por primera vez.

(Hay la rúbrica de la Avellaneda.)

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ArribaAbajoCartas

de la señora doña Gertrudis Gómez de Avellaneda



ArribaAbajoCarta 1

Una hora de desvelo y melancolía en la noche del 13 de julio51.- Dedicada a mi «compañero de Desilusión».- Para él solo.



    ¡A vejez prematura te condena
el desaliento de tu joven alma!
¡Sientes del tedio la insufrible pena!
¡Ningún consuelo tus dolores calma!
En tus amores viste decepciones,
crimen y error en el imbécil mundo,
y sucedió a tus dulces ilusiones
desengaño mortal, tedio profundo.
Así la aurora de tu hermosa vida
se despojó de mágicos colores,
así la senda de tu edad florida
yace marchita sin verdor ni flores.
¡Ay! ¡Yo comprendo tu penar insano!,
porque mi suerte cual tu suerte fiera
aquí en mi seno con airada mano
fecundo germen de dolor vertiera.
También, cual tú, costosos desengaños
atesoré con ávida amargura,
y el horizonte de mis tiernos años
surcó una nube de feral pavura.
Cielo sin claridad, campo sin flores,
estéril árbol en fecunda tierra,
mi juventud sin goces, sin amores,
a la esperanza del placer se cierra.
Éste es, ¡Ignacio!, mi fatal destino,
y éste también el que te acecha airado,
si de la vida al áspero camino
te lanzas sólo en tu vigor fiado.
No del sentir el mágico tesoro
exhausto yace en mi oprimido seno:
ven pues, ¡querido!, y el ardiente lloro
podamos juntos confundir al meno.

       También tiene el llanto
       goces silenciosos,
       perfumes preciosos
       de pálida flor.
       Como hay en noche
       benigno rocío,
       que del seco estío
       mitiga el calor.
    Mas no los lazos de amistad me nombres,
que en la amistad del mundo yo no creo,
y en el lenguaje impuro de los hombres
traiciones temo, si cariños veo.
Ni del amor la copa emponzoñada
libaremos sedientos de ventura:
la del dolor tomemos, y, apurada
entre los dos, partamos su amargura.
    Del pesar la terrible simpatía
    esa nos una y nuestro lazo sea,
    y de la muerte a la región sombría
    juntos el mundo descender nos vea.
       Acaso en esa tumba
       do juntos bajaremos,
       un destello gocemos
       de lumbre celestial.
       Acaso un genio aguarda
       nuestras almas dolientes
       para abrirles las fuentes
       del placer eternal.


G. G. de A.                


Me hace mal, mucho mal, oír a usted expresar sus ideas, dolores y esperanzas. Ya ve usted por esta composición qué pensamientos me inspira. Atienda usted a los versos y no a las ideas.

Efectivamente, a veces me abruma esta plenitud de vida y quisiera descargarme de su peso. He trabajado mucho tiempo en minorar mi existencia moral para ponerla al nivel de mi existencia física. Juzgada por la sociedad, que no me comprende, y cansada de un género de vida que acaso me ridiculiza; superior e inferior a mi sexo, me encuentro extranjera en el mundo y aislada en la naturaleza. Siento la necesidad de morir. Y, sin embargo, vivo y pareceré dichosa a los ojos de la multitud.

¿Mas lo creerá usted así?... No, yo lo sé, por eso temo nuestras conversaciones. Esto mismo que escribo no podría hablarlo sin conmoverme demasiado: porque cuando ambos nos sentimos uno junto al otro abrumados de la vida, cansados del mundo, entonces no sé qué delirio irreprimible me hace desear la muerte para ambos.

Usted me habla de amistad, y no ha mucho que sintió usted el amor. Yo no creo ni en una ni en otro. Busco en emociones pasajeras, en afectos ligeros, un objeto en que distraer mis devoradores pensamientos y me siento así menos atormentada, porque inconstante en mis gustos, cánsome fácilmente de todo, y los afectos ligeros, que apenas me ligan, no me privan del derecho de seguir el instinto de mi alma que codicia libertad. Alguna vez deseo hallar sobre esta tierra un corazón melancólico, ardiente, altivo y ambicioso como el mío: compartir con él mis goces y dolores y darle este exceso de vida, que yo sola no puedo soportar. Pero más a menudo temo en mí esta inmensa facultad de padecer, y presiento que un amor vehemente suscitaría en mi pecho tempestades, que trastornarían acaso mi razón y mi vida. Además, ¿llenaría aún el amor el abismo de mi alma? ¡Todo lo he probado y todo lo desecho: amor y amistad! ¿Qué puedo, pues, ofrecer a usted, querido mío? ¡La compasión de un corazón atormentado!... y mis versos para distraerle un momento de ocupaciones graves.

(Hay una rúbrica.)




ArribaAbajoCarta 2

Estoy avergonzada, ¡Dios mío! ¿Qué habrá usted pensado de mí, Cepeda, después de la extraña y ridícula conducta que tuve anoche? Si fuese usted un fatuo presumido, uno de estos hombres vanidosos de que abunda la sociedad, ya sé yo lo que pensaría.

Aun no siéndolo usted, aun creyéndole a usted modesto y no ligero en sus juicios, tiemblo al reflexionar en mis locuras el concepto que usted formará y lo que supondrá. ¿Qué hombre habrá bastante modesto que viendo en una mujer el arrebato indominable que usted vio anoche en mí, no creyera que sólo los celos...? ¡Dios mío!; mi mano tiembla y mi frente se cubre de vergüenza al pensarlo. He dado motivo para que usted no crea nada de cuanto le he dicho hasta el presente acerca de la naturaleza de mis sentimientos para con usted; he dado motivo para que usted me crea enamorada y celosa; he dado motivo para que usted me coloque en la lista de esas cuatro o cinco a quienes inspiró, sin pretenderlo, una pasión desgraciada. ¡Maldición! Yo sufro una humillación que no creía estuviese en la lista de mis padecimientos. ¡Qué papel he querido representar, o mejor dicho, he representado involuntariamente! ¡El de enamorada celosa! ¡Yo, yo, Dios mío!; no sé como no muero sofocada de rabia. Es cierto que no hay en mí ni amor ni celos; es bien cierto que ni le he mirado a usted como amante, ni le deseo como tal, ni lo admitiría... ¡lo juro a Dios y por mi dignidad de mujer! Juro que no lo admitiría a usted por mi amante, así como hasta ahora no le he considerado a usted como a tal.

Es bien cierto todo esto y que el afecto mutuo, que nos ha ligado hasta el alma, ha sido tan puro como desinteresado; y, sin embargo de esto, ¡qué papel hago desde anoche! ¡Cómo me he degradado por un capricho inconcebible, por una violencia pueril y extravagante! ¡A qué suposiciones humillantes he dado lugar! Ya lo ve usted probado; ya ve usted probado lo que yo le he dicho muchas veces: que hay en mi carácter algo de tan ligero, tan caprichoso y tan inconsecuente, que me ha de causar en mi vida muchas pesadumbres.

Las gentes me creen mujer de algún talento y mundo, y yo mismo lo he pensado así, pero nos engañábamos; ya lo sé por experiencia. A los veinticuatro años52 soy más niña que una de cinco. Yo no tengo talento ninguno, ni tengo mundo, ni tengo prudencia; no tengo más que una desgraciada cualidad, que yo maldigo: una ingenuidad que raya en necedad y en locura. Usted debe haberse reído de mí, ya lo creo: no puedo quejarme. Pero tenga usted la bondad de escucharme un momento, que aunque no pueda ni pretenda justificar la ligereza y extravangancia de mi conducta anoche, acaso haré comprender a usted sus verdaderos motivos y evitaré, ya que no sea el concepto de arrebatada y de indiscreta en que usted debe justamente tenerme, al menos el de celosa, que me humilla lo que no es decible y que ciertamente no merezco.


...Mi dolor, mi sorpresa, mi exaltación eran efectos de una misma causa. No vi en usted en aquel momento el amigo de mi corazón, que asegurándome una amistad grande, tierna y santa, me había dicho: puedes aceptarla sin temor ni reserva, porque te la ofrece el más puro y ardiente de los corazones53. En vez de este corazón puro y ardiente, yo no vi en aquel momento rápido de sorpresa y de dolor sino un corazón usado al extremo, un corazón dividido entre muchos objetos...


Lo que dije, lo que hice, yo no lo sé exactamente. Sé que me volví loca nada más; loca de dolor, al ver destruida mi última y más querida ilusión: la ilusión divina que me hizo creer había hallado al fin un corazón sensible, puro, ardiente, capaz de grandes pasiones y acaso de grandes faltas, pero no capaz de tibios y multiplicados afectos...

Todo esto, agolpándose súbitamente en mi cabeza, la trastornó en términos que ya no supe más lo que hice. Parecíame que me habían transportado a otro mundo, a un infierno, y aquella carta de usted, que tenía en mi seno, me quemaba como una ascua de fuego. Hice mil locuras, locuras que pudieron ser bien siniestramente interpretadas; y lo que más siento, lo que más me humilla, es el pensar que usted mismo, Cepeda, usted mismo, habrá creído ver un arrebato de celos en lo que no era más que un exabrupto de dolor. ¡Cuán avergonzada estoy, Dios mío! ¡Hubiera querido morir antes de salir anoche de mi casa!

No me mande usted mis cartas que le pedí, y en nombre del cielo y de la compasión, olvide usted mis locuras de anoche. Respecto al cuadernillo que di a usted, sabe usted mis condiciones. Están en él designadas las personas por sus nombres, y encierra confianzas que sólo a usted pudiera yo haber hecho, pues soy sumamente reservada en asuntos domésticos. Por todo esto, no estaré tranquila hasta saber qué ha sido quemado por usted mismo: lo ruego y lo exijo54.

Por lo demás, nada me resta que decir. Retíreme usted su confianza, no la merezco; soy demasiado violenta y ligera; soy también muy joven todavía para ser confidente de un hombre de su edad de usted55 y de sus méritos, y diré aún más, de un hombre que se halla en posición tan delicada. No tengo ni la madurez, ni el talento necesario para aconsejar con acierto, y sólo podré afligirme o hacer locuras como anoche. Seré siempre su amiga de usted...

Sea yo para usted lo que es Concha56, lo que es Ana Estrada y otras muchas amigas jóvenes que usted tiene, y usted para mí sea como Bravo57, como otros pocos, un amigo estimado, que siempre se ve con placer, pero que se puede dejar sin gran dolor. Bajo este arreglo yo garantizo que no habrá ya nuevos disgustos entre nosotros, no ciertamente. Pero no me pida usted ya confianza, amistad exclusiva. No está ya en mi mano concederla, ni posible es que yo pueda fingir.

Adiós, mi amable amigo, feliz viaje; déjeme usted cuatro letras en el correo, acusándome el recibo de ésta, pues no estaría tranquila si no supiese con certeza que usted la había recibido. Diviértase usted en Elmonte o Almonte, y consérvese bueno y estudioso para que le veamos pronto. Repito y ruego encarecidamente, de rodillas si es preciso, que olvide usted mis miserias de anoche. Si no puede usted impedirse el creer que sólo el amor, y un amor exaltado y celoso pudo arrastrar a tales imprudencias a una mujer que no es, naturalmente, ni loca ni tonta, créalo usted; pero crea usted también en que, si existió, ya no existe, y que si existió, era sin conocerlo yo misma.

En fin, lo que deseo, sobre todo, es que se olvide todo lo pasado58.

Tula.




ArribaAbajoCarta 3

Domingo 4 de agosto59.

He recibido la de usted a su debido tiempo y sin que haya ocurrido la menor novedad. No sé por qué le parecía a usted poco seguro este conducto, cuando es el menos sujeto a riesgos60. Sin embargo, puesto que usted dudaba y me dice aguarda le acuse el recibo de la suya, lo hago, y me permitiré, aunque falte a su encargo de usted, añadir algunas líneas más. Si le es a usted enojoso leerlas, guarde usted esta carta sin pasar de esta línea, pero léala algún día.

Algún día remoto, cuando yo haya dejado para siempre estos países, y que mi memoria, sin tener bastante influjo para agitarle o enojarle, tenga el necesario para hacerle grato un último recuerdo de mi cariño. Acaso no nos volveremos a ver más: ¿quién sabe? usted se marcha a Almonte hoy o mañana, yo partiré a Cádiz con mi hermano61 dentro de diez o quince días y estoy resuelta a permanecer un mes por lo menos62. Si en este tiempo mamá tiene orden de marchar a Galicia (como todo lo anuncia), en ese caso me quedaré en Cádiz, y acaso cuando le deje sea para atravesar nuevamente los mares y separarme de usted 1800 leguas. ¿Por qué, pues, rehusará usted oírme, acaso por última vez? ¡Es tan solemne una despedida aun cuando sólo sea por tres días de ausencia!... ¿quién nos asegura al dejar un objeto querido que volvamos a encontrarle? ¡Oh!, y en esta horrible duda, en esta posibilidad terrible de una eterna separación, ¿deberán despedirse enojados dos amigos que se han querido? ¿deberán separarse sin dirigirse una mirada de consuelo, una palabra de reconciliación? Cuando se buscasen sin poder hallarse, cuando no esperasen volver a verse más, ¿no sentirían entonces un tardío arrepentimiento de no haber perdonado?

Usted se ha resentido conmigo: ¡cosa rara! ¡es usted un hombre singular!: otro en lugar suyo se hubiera lisonjeado, porque mis tonterías de la otra noche a mí sola me perjudicaban, a mí degradaban, a mí ridiculizaban63; y yo sola tengo derecho por lo tanto para estar irritada conmigo misma. Pero usted no sé por qué pudo ofenderse tanto. Sin embargo, básteme saber que lo está para no querer se marche usted en esa disposición. Yo no estoy, ni tengo a la verdad motivo ninguno de estar con usted enojada, porque del mismo modo que yo me perjudiqué a mí misma, y solamente a mí entregándome a aquel rapto extravagante y caprichoso de cólera, pues probé con mi conducta que era una necia, y una imprudente, sin sentido común; así usted...64 se perjudicó, porque mostró que no tenía un corazón tan puro como me lo había dicho, y yo creía, ni una conducta digna del hombre, que se atrevía a ofrecer una grande, tierna y santa amistad. ¡Ay! Las grandes pasiones se tocan casi siempre: yo no sé si puede dar una grande amistad el que ha dado multiplicados amores!



Nell'anima innocenti
varie non son fra loro,
le limpide sorgenti
d'amore e d'amistá.


Metastasio.                



En las almas inocentes
una misma es la fuente
de que manan el amor
y la pura amistad.


Ha dicho Metastasio y acaso lo he creído yo misma así, y por eso no esperaba saliese del puro manantial de una alma cual la de usted dos sentimientos tan diversos, y que diese amores vulgares un corazón capaz de sublime amistad.

Pero en todo esto no hay que deba irritarnos al uno contra el otro. Usted es bastante generoso para perdonar la dureza de mi franqueza en atención a que me inspira un interés vivísimo, y que con permitírmela con usted le doy una prueba de cuán superior le creo a esos fatuos vanidosos, que no tienen bastante razón para conocer, que no la han tenido siempre, y no pueden perdonar el que se les hable el lenguaje algo áspero de la verdad. Yo tampoco debo ofenderme, antes bien agradecer la confianza que usted me ha dispensado, sólo me irritó en un primer momento el que no fuese usted tan grande, tan sin igual, tan sublime como lo deseara mi corazón. ¿Pero por qué sería tan injusta que se lo reprochase a usted como un crimen?

¡Cepeda!, tú eres lo que has sido, lo que serás siempre para mí, el más amable de los hombres y el más querido de los amigos: esto eres todavía y esto tienes que ser mientras yo viva: ¿por qué, pues, nos separaremos de este modo? ¿te lo aconseja así tu corazón? ¿podrás no conocer el mío? En cuanto a mí, no puedo, ni quiero: es preciso que te diga que te quiero aun más que a ningún hombre he querido, y que si el destino ha ordenado no te vuelva a ver más, conservaré de ti una tierna e imborrable memoria. Adiós, pues, tú que me inspiras una ternura fraternal; tú, por cuya dicha daría una parte de mi sangre, recibe mi adiós, y ya que no me lo retornes vierte sobre él una lágrima de reconciliación; tendría un placer en verte esta noche, pero no lo exijo, adiós.

(Está rubricada.)




ArribaAbajoCarta 465

Amigo mío: he estado a punto de hacer un desatino sólo por haber soñado que te habías marchado. Es preciso para sosegar mi corazón que te vea esta noche. Creo que iremos esta tarde en casa de las Jurado, pero de todos modos, a las ocho u ocho y cuarto, estaré en casa sin falta. No dejes de venir a verme.

Mándame la composicioncilla mía A la luna, que te di impresa66, pues el ejemplar que tenía se me ha perdido, y quiero hacer una colección de todas.

Adiós, hasta las ocho u ocho y media, lo más tarde. Además, si me es posible hacer desistir a mamá de la visita, lo haré; pero repito que de todos modos estaré en casa a las ocho.

(Hay una rúbrica.)

Anoche, apenas una hora he dormido: estoy en pie desde las cinco.




ArribaAbajoCarta 567

Mi amable amigo: cumpliendo mi promesa y siguiendo los impulsos de mi corazón, tomo la pluma para saludar a usted y preguntarle si ha llegado sin novedad a ésa68, si ha desaparecido el esplín y el dolor del pecho, y si no ha olvidado sus amigos.

Yo me encuentro bastante embromada con males de estómago y un histérico que me devora. Paso muchos días en cama poseída de tristeza y fastidio insoportable, pero espero que pasará, pues hoy me encuentro mejor.

Nada nuevo ocurre en Sevilla. Dícese que pronto comenzarán las óperas, pues ya vinieron los papeles que faltaban a la Compañía. También se corre que viene el famoso Carlos la Torre, pero no hallo a esta noticia la menor verosimilitud, pues Sevilla no puede sostener al mismo tiempo Compañía de verso y Compañía italiana.

El Duque69 sigue lo mismo que usted le dejó; voy no todas las noches y me fastidio grandemente. Temo que usted me haya pegado su misantropía, pues hago un verdadero sacrificio en salir de casa.

He concluido mi traducción de La Fuente70, y espero me diga usted si quiere que se la mande y cómo. Ahora comienzo a traducir el Anniversario de Millevoye, poeta casi tan dulce como Lamartine, aunque menos profundo.

¿Y usted, mi tierno amigo, qué hace?... Cuando se pasee usted por los campos a la claridad de la luna, cuando escuche el murmullo de un arroyo, el soplo ligero de la brisa, el canto de un ruiseñor, cuando perciba el aroma de las flores... entonces piense usted en su amiga; porque todos esos objetos son tiernos y melancólicos como mi corazón. ¡Perdón!, no he olvidado nuestro convenio, y contendré la pluma.

Escríbame usted: si absolutamente no quiere dirigir las cartas a mi nombre, puede rotularlas a Doña Amadora de Almonte, nombre algo bizarro, que creo no corre peligro de hallar tocayo.

Adiós, Cepeda, cuídese usted mucho, diviértase y cuente siempre con el afecto fraternal de su amiga, Tula.

P. D.: Mi viaje a Cádiz se dilata.




ArribaAbajoCarta 6

Señor don Ignacio Cepeda:

He recibido la amable de usted, mi caro amigo, con tanta mayor satisfacción cuanto que informada por Concha71 de que no estaba usted en Almonte, sino en otra parte, que designó su hermano72, y de cuyo nombre no me acuerdo73, temía hubiese padecido extravío mi carta. Varias veces mandé una criada al correo y siempre me dijo que no había carta, hasta que ayer, siéndome imposible salir yo, me valí de Concha, la cual fue ella misma al correo y me trajo al momento la suspirada de usted74.

Celebro que esté usted bueno, como en ella me dice, y menos melancólico que en ésta. Yo, por mi parte, quisiera poder decir otro tanto, pero por desgracia no es así. Mis dolores de estómago me han dado mucho que hacer, y mi melancolía se aumenta cada día. ¡Usted me pide que la venza...! Ciertamente, es grande el influjo que una súplica de usted ejerce en mi corazón; pero en este punto acaso no esté en mi poder el complacer la solicitud de su tierna amistad. Aparte de la ausencia de mi mejor, de mi único amigo, que es suficiente causa para melancolizarme, ¡tengo tantos otros motivos de tristeza! ¡La expectativa de una separación acaso próxima y larga de una madre que amo con ternura! ¡La indecisión en que batallo sin saber aún qué partido tomar ni qué suerte me espera! ¡La necesidad de independencia y el temor de la opinión, que me impide proporcionármela...! En fin, tantas y tantas cosas me agitan al presente (en que según las apariencias se aproxima el día de la crisis), que la amistad misma, la dulce y lisonjera amistad de mi Cepeda no será poderosa a darme tranquilidad. Pero, ¡basta! Hablemos de otra cosa. ¡Yo quisiera que mis cartas fuesen tan risueñas! ¡ah! ya lo veo, ¡imposible! La amargura de mi corazón se mezcla en todas ellas. ¡Perdón!

Mandaré mi traducción75 por el conducto que me indica, pero será luego que tenga tiempo para escribirla, pues el borrador está ininteligible y la única copia leíble que tenía, la he mandado a Cádiz por compromiso. Los señores redactores del nuevo periódico de literatura, que sale en dicha ciudad con el nombre de La Aureola, me han escrito una lisonjera carta rogándome cediese a su periódico algunas de mis composiciones, y, aunque quise negarme, me he visto forzada a complacerles por haber intervenido en el asunto un paisano mío a quien estimo, y que se ha empeñado de un modo, que no podía yo, sin desairarle, mantener mi negativa. Así, pues, he cedido a La Aureola mi traducción, poniendo la condición de que no se imprimiera firmada con mi nombre sino enteramente anónima.

Ya enviaré a usted, tan pronto pueda, una copia, y de antemano reclamo su indulgencia. Preciso fuera que usted conociese el original para que formase un juicio exacto de la grandísima dificultad de la traducción. Lamartine, uno de los más grandes poetas de la moderna escuela y acaso el más dulce y fácil, tiene, sin embargo, algo de vago y metafísico en su poesía, y una manera de decir que es ciertamente intraducible. Sus ideas en muchas composiciones son tan delicadas, que se marchitan, por decirlo así, bajo la pluma del traductor y sus giros son a veces tan atrevidos que intimidan. He procurado en La Fuente traducir con la exactitud posible, penetrándome de los pensamientos e ideas del autor, pero estoy muy lejos de la satisfacción de creer que he logrado imitar con mediano acierto su versificación fluida y armoniosa, y aquel colorido místico y melancólico que distingue sus composiciones.

Respecto a mi novela76, he sometido sus diez primeros capítulos a la censura de mi compatriota, ya mencionado, hombre instruido y de gusto, que felizmente se halla ahora en esta ciudad, y he tenido el gusto de que mereciese su aprobación. Él ha animado mi tímida pluma, asegurándome que la parte descriptiva está trazada con exactitud y variedad y que los caracteres están bien delineados y desenvueltos con vigor. Su bondad le ha hecho propasarse hasta dar al estilo elogios inmerecidos y juzgar de altamente interesante el plan de la novela. A pesar de mi amor propio he conocido el favor de este juicio, pero me ha animado, sin embargo, a continuar haciendo esfuerzos para merecerlo mejor.

Ya ve usted, mi buen amigo, que le hablo de cosas que no son más que cosas: ya ve usted que evito un lenguaje, que usted llama de la imaginación y que yo diría del corazón: usted le juzga peligroso y le destierra de nuestras cartas. Yo suscribo a su formidable sentencia, pero ¿qué temes tú, amigo mío? ¿qué peligro quieres evitar? Acaso oyendo y empleando el idioma del corazón ¿temerás no poder impedirle adelantarse demasiado? ¿temerás sentir o inspirar un sentimiento más vivo que el de la amistad...? Si es cierto, tranquilízate, yo te aseguro que no me amarás nunca sino como a tu hermana, y que en mi alma no hallarás jamás otros afectos que los que hoy día me envanezco de expresarte. Yo he meditado mucho en estos días sobre la naturaleza de nuestros sentimientos, y te lo juro, este examen me ha tranquilizado. Yo perdería mucho si tú dejases de ser mi amigo para ser mi amante. ¡Amantes!... ¡Cercan tantos a una mujer joven y de tal cual mérito! Pero, ¿dónde hallar un amigo como tú? ¡Amantes!... Mira, me empalagan ya; esa cáfila de aduladores que asedian nuestro sexo, me parecen poca cosa aún para divertirse una un rato con sus necios galanteos. ¡Ni puedo yo creer que me amen! Uno me obsequia porque soy una forastera que no conoce, cuya clase acaso juzga dudosa, cuyas costumbres ignora y acaso puedan ser fáciles, cuya conquista no le parecerá dudosa, y me obsequia creyendo que puedo ser su capricho, su juguete, su pasatiempo, su placer de algunos días. Otro me obsequia, porque hace profesión de obsequiante de cuantas mujeres bien parecidas se le presentan: sin ideas, sin cálculos, sin esperanzas, sólo por el prurito de galantear y hacer de elegante. Otro me obsequia, porque anda a la cuarta pregunta, como suele decirse, y oliendo donde guisan. Soy americana, y por ser americana supone que soy rica, lo cual basta para que forme sus cálculos de matrimonio. En fin, otro me hace el amor sólo por vanidad: porque se lisonjearía de ser mi novio, no porque yo le guste, sino porque cree darse importancia en la sociedad con la preferencia de una mujer que es celebrada, que dicen tiene algún talento. He aquí, querido Cepeda, los motivos que impulsan a la mayor parte de aquellos que me hacen la corte. Y estando yo en esta persuasión, ¿podré oírlos con otro objeto que el de burlarme de ellos?

¿Y usted qué hallará en las mujeres que digan amarle? Una dice que le ama, y no ama más que su colocación. Desea un marido, un estado, que es la ambición de las mujeres vulgares, y lo busca en usted. Otra dice amarle, y sólo ama en usted a su pasatiempo, al que le regala el oído y la lisonjea en la sociedad; al que satisface su vanidad, y al que dejaría sin pesar por otro más galán, de más representación social, de más nombradía, etcétera, etc. Otra dice amarle, y sólo ama en usted sus propios placeres, y... ¡oh!, rubor causa decirlo, pero lo vemos cada día para vergüenza nuestra; vemos esta clase de mujeres que degradan la dignidad de su sexo, y son a mis ojos más despreciables que la escoria más vil de la tierra.

¡Y tal es el amor en nuestra triste y corrompida sociedad! ¿Cómo podía él existir entre nosotros? ¡Oh! ¡No, jamás! Esos profanados nombres de amante y querida déjalos a otros y a otras. Tú serás mi amigo, yo tu amiga de toda la vida, y no debes temer que sea degradado nunca el santo carácter de nuestros vínculos. ¿Temerás tú cuando yo no temo? Todo lo dicho te prueba que nada arriesgas en dejar hablar tu corazón. No interpretará la vanidad tus palabras, ni puede tu amiga confundir la expresión de tus sentimientos con la jerga insípida del galanteo, que llaman amor. En cuanto a mí, haré lo que quieras; no te expresaré mi cariño si esto te hace mal, pero ¡me cuesta tanto este esfuerzo!

Cepeda, ya lo ve usted; mi pluma corre a pesar mío y dice más de lo que quiero decir. Yo debiera ofenderme en vez de halagar a usted, pero mi orgullo tan susceptible en otras no lo es en esta ocasión. No tema usted, vanidoso, no tema usted, que yo le crea enamorado si usa conmigo un lenguaje tierno. ¿Me cree usted una niña o una vieja? No tema usted, repito, y para tranquilizarse enteramente, sepa usted que el día en que le creyese a usted enamorado de mí, ese día cesaría de amarle, y no le vería a usted más. Con que con esta seguridad su libertad no corre ningún riesgo conmigo, ni tiene usted necesidad de alarmarse de mi ternura, como si viese en ella un lazo de hierro pronto a aprisionarlo. ¡Amable melancólico! ¡Qué poco mundo tiene usted! Perdóname amigo esta frase, pero me hace gracia, tanta gracia ver tu temor y adivinar tu corazón al través de ese velo con que piensas cubrirlo! Me temes, Cepeda, no lo niegues, temes que me posesione yo de tu corazón, temes los lazos de hierro, que pudieran ser consecuencia de tu amor por mí, y crees evitar algo acogiéndote a la sagrada sombra de la amistad. ¡Oh!, eres un niño si tal crees. ¡Cuánto te engañas, querido, cuánto, si crees que la amistad señalaría límites que el corazón respetara! ¿Qué importa el nombre a los sentimientos? ¿Dejan de ser los mismos? Lo que debe tranquilizarte no es eso, sino el saber que no hallas en mí un enemigo de tu libertad, y que por mi propio interés cuidaré de no dar a tu corazón más vehementes afectos que los que hoy abrigue.

Raro, original es el papel que hago contigo. Yo, mujer, tranquilizándote a ti del miedo de amarme. ¡Es cosa peregrina! Pero contigo no soy mujer, no; soy toda espíritu, y ninguna regla es aplicable a este cariño excepcional que me inspiras.

Muy larga es esta carta; pero no imitaré yo a los que acaban las suyas jurando (nada menos que jurando) ser más corto en lo sucesivo. Ésta es larga; pero aún lo será más la que escriba cuando no se me ordene no usar expresiones que conmuevan demasiado y hagan mucho daño.

Nada nuevo ocurre en Sevilla, el primero del entrante comienzan las óperas: se hará dicho día El Juramento, de Mercadante. La señora Rossi, nuestra actual prima donna, dicen que es muy buena.

El Duque sigue bien, aunque las noches son ya algo frescas. La Alameda Vieja77 es la que debe estar muy sola, después que se ausentó mi amable misántropo.

Yo sigo yendo al Duque, siempre que puedo; y luego iré a las óperas, y a todo lo que se presente. Lamartine comienza una composición suya con este verso:


Et j'ai dit dans mon coeur: qué faire de la vie?

Y yo he dicho a mi corazón: ¿qué haré de la vida?

¡No hay más remedio! Hacer lo que hacen los demás, y dejar correr el tiempo.

Adiós, mi amado amigo; cuídese usted, diviértase, y vuelva pronto donde le llaman los votos más sinceros de una amistad tiernísima.

Expresiones de Concha, y mil afectos de su invariable

Tula.

Sevilla y agosto 28, 1839.

P. D.: Ruego a usted disimule la incoherencia de ésta, y su poca unidad y defecto de estilo. Veo que está rara; pero va según mi cabeza. ¡Tengo tanta confusión en ella! Y luego, mi humor hoy es malísimo.




ArribaAbajoCarta 7

Señor don Ignacio Cepeda78.

Con una imaginación muy viva, y a la par un corazón sensible, el silencio de dos correos79, que ha guardado mi amigo, me tiene sobrado inquieta y afligida para poder imitarlo. No habiéndome sido posible salir sola con una criada, pues siempre que lo he intentado se me han agregado personas de mi familia, no he podido ir personalmente al Correo; pero he enviado, en los dos a que me refiero, a una criada de mi confianza, y siempre me ha dicho que no tengo carta. Dudando aún, y figurándome fuese efecto de su mal leer, como sucedió la vez pasada, mandé a Solano, aquel muchacho de las Mendizábal, que viene mucho a casa, donde usted le habrá visto algunas veces, y tampoco me dio noticias satisfactorias. Aunque ya no tenga esperanza, con todo, pienso ir yo misma mañana, si logro salir solamente con una criada, para cerciorarme por mis propios ojos.

Mil temores me agitan al trazar estas líneas: ¿estará usted enfermo? ¿Contendría mi última carta alguna expresión, alguna frase, que le haya enfadado con su amiga? ¿O acaso un olvido, una falta de interés en esta correspondencia, le ha decidido a interrumpirla tan bruscamente? Todo puede ser, y acaso haría yo mucho mejor en imitar su silencio, que en inquirir la causa. Pero ya usted lo ve, no puedo hacerlo; porque esa virtud que llaman prudencia, no es la que más predomina en mi carácter, y siento demasiado para poder pensar mucho. Así mis acciones no son siempre las que se aguardan, y se resienten algunas veces de poca reflexión y mucha franqueza. Pero si hago mal en escribirá un amigo que estimo, porque él manifiesta poco deseo de este recuerdo, el orgullo podrá condenarme, mas no ciertamente mi corazón, ni acaso el de usted. Luego que usted mismo me diga que fue voluntario este silencio que me inquieta, entonces quedaré satisfecha y no seré importuna. Jamás seré la primera en romper las relaciones amistosas que nos unen; pero no rehusaré nunca el borrar hasta sus recuerdos de mi corazón cuando crea que ellas no son de igual interés para ambos.

Grandes y felices novedades se han verificado en nuestro horizonte político. Maroto, con varios otros generales y 21 batallones, ha reconocido a la Reina, pasándose, mediante un convenio con Espartero, al ejército de éste. Dícese además que don Carlos se ha acogido al pabellón inglés; y si esto es cierto, no concibo cómo ese pobre hombre ha olvidado un ejemplo no remoto de la tenebrosa política del Gabinete de Saint James80.

Las Cortes se han abierto el primero de este mes con la mayor solemnidad; y, bajo tan felices auspicios, debemos esperar una pronta y perfecta paz. ¡Ya era tiempo!

Mamá está de enhorabuena, por decirlo así; la consolidación del Gobierno actual la saca de grandes inquietudes. Su marido había empleado mucho dinero en papel y bienes nacionales, y estaba, como suele decirse, con el credo en la boca. Ahora el papel ha subido prodigiosamente; y si la cosa no varía, su fortuna se triplica y se asegura con grandes ventajas. La suerte favorece de una manera tan visible a mi padrastro, que los mayores desatinos que hace se convierten en beneficio suyo; y los que le han llamado loco en sus empresas impremeditadas y atrevidas, le admiran al verlas felizmente realizadas.

Con todo, yo estoy muy lejos de alegrarme de la conclusión de la guerra, por lo que respecta a mi interés personal; pues todo esto tiende a separarme más pronto de mamá, o a alejarme de este país, que amo, si me resuelvo a seguirla.

En fin, el tiempo decidirá; por ahora no quiero pensar en ello.

Hemos tenido dos lindas óperas de Mercadante y Donizzetti: El juramento y Marino Faliero; en estos días el teatro ha estado iluminado y la concurrencia ha sido grande. Pero, créanle usted, caro Cepeda, en nada gozo. Su ausencia de usted deja un gran vacío para mí en todas las ceremonias, y deseo con ardor vuelva usted pronto adonde le llaman los votos más sinceros de una amistad la más tierna.

Adiós hasta entonces,

Gertrudis.




ArribaAbajoCarta 881

Querido amigo mío: por fin está a mi vista la grata de usted de 11 del presente, que ha disipado todas mis inquietudes. Seré corta, muy corta, como usted me aconseja; pero escuche usted, que voy a usar una vez de los derechos que me da la amistad.

Necesito de usted, de sus consejos, de su talento para iluminarme, de su cariño para dirigirme en la próxima crisis, que debe fijar mi destino82. Necesito de usted, amigo mío: es preciso que hablemos largamente; pues tengo mucho que decirle, mucho. Ahora respeto sus estudios y le dejo a plena libertad; pero tenga usted presente que es joven y tiene toda una vida que consagrar al estudio, al amor, a la patria, a su familia, y que la amistad sólo le pide algunos días.

Un mes siquiera (después que concluya usted y se gradúe)83; un mes debe ser mío, y exijo me lo ofrezca usted y se comprometa a no dejar a Sevilla hasta pasado dicho mes.

Mi dulce amigo, ¿me lo negará usted?

Tengo, más que nunca, ahora necesidad de un amigo; y, ¿quién, si no es usted, merece de mí este título? Después que le quiero a usted, he roto poco a poco todas mis otras relaciones de amistad, y en usted he concentrado todos mis afectos. Con nadie puedo aconsejarme sino con usted, y con nadie sino con usted me permito confianza. Ya ve usted a lo que esto le obliga: a no desoírme cuando le diga: «Te necesito.»

Adiós, no volveré ya a distraer a usted, sino esperaré el día en que me diga: por un mes pertenezco exclusivamente a la amistad.

(Está rubricada.)

Tengo enfermo a mi hermano y también lo está mi padrastro en Bilbao: por consiguiente no salimos de casa.

(Hay otra rúbrica.)




ArribaAbajoCarta 9

84

Anteanoche te dije que había enviado a tu casa un libro y no pude añadir, por los testigos que había, que dicho libro era, como lo es el que hoy te mando, un pretexto para escribirte sin que el portador se haga cargo. La fatalidad hizo que no te encontrase en tu casa el mensajero, y rasgué la carta en un momento de impaciencia contra la mala suerte, que la hizo volver por dos veces a mis manos, cuando la suponía en las tuyas.

Nada empero contenía dicha carta de importante; era solamente la expresión de mi tristeza en varios días, que no te veía, y una proposición, que ahora voy a repetir en pocas palabras. Veremos si te agrada.

Pronto vas a graduarte, y creo que saliendo de eso podrás verme con más frecuencia: aún antes de graduarte nos hemos de ver algunas veces, porque ¿cómo vivir así, querido amigo? ¿quién tiene resistencia?; la mía comienza a faltarme no obstante todos mis propósitos. He pensado, pues, que debemos convenir en una cosa, y es que siempre que tú vengas y esté yo sola aprovechemos tales momentos para realizar un deseo, que tengo hace mucho tiempo, y que es el de leer contigo alguna obra interesante. Aun estando mamá podemos, si nos agrada, entretener un rato en la lectura, pues ningún inconveniente veo en ello, si a ti no te desagrada mi proyecto. Con este objeto he hecho una lista de algunas obras de mi gusto, que voy a nombrarte para que tú escojas la que te parezca y me lo digas. Yo la tendré en casa inmediatamente y la comenzaremos en la primera oportunidad. ¡Qué placer presiento, mi dulce amigo, en leer contigo una obra interesante!

En primer lugar, porque quiero que conozcas al primer prosista de Europa, el novelista más distinguido de la época, tengo en lista El pirata, Los privados rivales, El Wawerley y El anticuario, obras del célebre Walter Scott.

Seguidamente Corina o Italia por Madame Staël. Novela descriptiva del más hermoso y poético país del mundo, y hecha esta descripción por la pluma de una escritora cuyo mérito conoces. Además, han dado algunos amigos en decirme que hay semejanzas entre mí y la protagonista de esta novela, y deseo por eso volver a leerla contigo y buscar la semejanza, que se me atribuye con este bello ideal de un genio como el de la Staël.

Sigue la Atala del inmortal y divino Chateaubriand, porque te agradan todas las escenas de la naturaleza, todos los corazones primitivos, en fin, el hombre en su estado normal; y esta linda obra te satisfará. Luego las poesías de Lista, Quintana y Heredia, porque como dice uno de estos poetas:


. . . . . . . . . . . . . . .Verás la poesía
del corazón y mente descendiendo
al corazón y mente arrebatarse.

Ésta es mi lista, escoge tú la obra que mejor te parezca, y avísamelo. Verás qué placer gozamos en los momentos que pasemos juntos. A tu elección dejo también tus visitas a casa, pero no quiero que dejemos de vernos por un motivo... leeremos juntos ¿no es éste un placer? Adiós, mi bien.

(Está rubricada.)






ArribaAbajoCarta 10

Señor don Ignacio Cepeda.

Hasta hoy sábado, que vino el correo general, no se me ha traído la carta de usted, querido Cepeda, y para que ésta no duerma hasta el miércoles en la estafeta, determino enviarla directamente a su casa de usted.

Cuando anteanoche me dijo usted que mandase al correo, porque me había usted escrito, se olvidó advertirme que la carta venía a mi nombre y no al adoptado en nuestra correspondencia. Así, aunque ayer mandé, no me la trajeron, porque la persona encargada buscó a doña Amadora de Almonte y no a mi nombre. En fin, ya está en mis manos esta querida carta.

¡Una vez por semana...! ¡Solamente te veré una vez por semana...! Bien: yo suscribo, pues así lo deseas y lo exigen tus actuales ocupaciones. Una vez por semana te veré únicamente: pues señálame, por Dios, ese día feliz entre siete para separarle de los otros días de la larga y enojosa semana. Si no determinases ese día, ¿no comprendes tú la agitación que darías a todos los otros? En cada uno de ellos creería ver al amanecer un día feliz, y después de muchas horas de agitación y expectativa pasaría el día, pasaría la noche, llevándose una esperanza a cada momento renovada y desvanecida, y sólo me dejaría el disgusto del desengaño. Dime, pues, para evitarme tan repetidos tormentos, qué día es ése que debo desear: ¿será el viernes? en ese caso comenzaremos por hoy85; si no, será el sábado. ¿Qué te parece? Elige tú: si hoy, lo conoceré viéndote venir; si mañana, avísamelo para que yo no padezca esta noche esperándote. En las restantes semanas ya sabré el día de ella, que tendrá para mí luz y alegría.

¡Ya lo ve usted, me arrastra mi corazón, no sé usar con usted el lenguaje moderado, que usted desea y emplea; ¡pero en todo lo demás soy dócil a su voz de usted, como lo es un niño a la de su madre! Ya ve usted que suscribo a no verle sino semanalmente. Pero, ¿no irá usted al Liceo?, ¿ni al baile? Para decidirle a usted ¿no será bastante que yo le asegure no habrá placer para mí en estas diversiones si usted no asiste?

No debe usted tener en casa menos confianza que en la de Concha, y puede usted venir con capa, o como mejor le parezca. Pero si absolutamente no puede usted tener esta confianza en casa, dígame usted dónde quiere que le vea; en casa de Concha o donde usted designe, y no me sea imposible ir, allí me hallará usted.

¡Cepeda! ¡Cepeda! Debes gozarte y estar orgulloso, porque este poder absoluto que ejerces en mi voluntad debe envanecerte. ¿Quién eres? ¿qué poder es ése? ¿quién te lo ha dado?... Tú no eres un hombre, no, a mis ojos. Eres el Ángel de mi destino, y pienso muchas veces al verte que te ha dado el mismo Dios el poder supremo de dispensarme los bienes y los males, que debo gozar y sufrir en este suelo. Te lo juro por ese Dios que adoro, y por tu honor y el mío; te juro que mortal ninguno ha tenido la influencia que tú sobre mi corazón. Tú eres mi amigo, mi hermano, mi confidente, y, como si tan dulces nombres aún no bastasen a mi corazón, él te da el de su Dios sobre la tierra. ¿No está ya en tu mano dispensarme un día de ventura entre siete? ¡Así pudieras también señalarme uno de tormento y desesperación y yo lo recibiría, sin que estuviese en mi mano evitarlo! Ese día, querido hermano mío, ese día sería aquel en que dejases de quererme; pero yo lo aceptaría de ti sin quejarme, como aceptamos de Dios infortunios inevitables con que nos agobia.

No me haga usted caso; tuve jaqueca a media noche y creo que me ha dejado algo de calentura86; ¿no es verdad? Mi cabeza no está en su ser natural.

Adiós. Lo que es esta noche, si usted me ve, será en casa, porque C.87 ha quedado en venir, y no puedo yo ir a su casa sabiendo viene ella a la mía.

Deseo leer a usted un himno patriótico, que acabo de componer88, y otros versos a un jilguero89.

Adiós otra vez, mi dulce amigo: no conserves ésta, rásgala, te lo ruego. Es una carta de dislates, que sólo la desconfianza de que todas las que escriba hoy salgan lo mismo me hace mandar ésta. Hay días en que está uno no sé cómo: días en que el corazón se rompería, si no se desahogase. Yo tenía necesidad de decirte todo lo que te he dicho; ahora ya estoy más tranquila. No me censures, por Dios.

(Está rubricada.)




ArribaAbajoCarta 1190

Acabo de llegar a casa y de saber estuvo usted. Puede figurarse cuánto habré sentido no estar para recibir su visita, que tanto me hubiera sido más grata cuanto era menos esperada; pero me tentó el mal espíritu seguramente a ir esta noche al teatro. Uno de mis hermanitos me ha dicho que le vio a usted allá, pero no lo creo, porque si fuese cierto que estuvo en la Ópera, ¿por qué no darme el gusto de subir al palco a saludarme, y además, cómo no le hubiera visto yo a usted?

Pues a pesar de mi poca vista y de estar en palco segundo, desde cuya altura veo mucho menos, con todo, creo que no hubiera dejado de ver a usted, si hubiera estado.

A otra cosa, ¿irá usted al baile esta noche? Si algún influjo tengo para con usted, lo empleo todo para rogarle no deje de ir. Deseo que usted se divierta, y además mi propio interés me mueve no menos a desear su presencia en dicha reunión, pues no estaría complacida faltando en ella mi mejor y más caro amigo.

Dejo ésta escrita esta noche para que se la lleven a usted mañana temprano. Ahora voy a acostarme, porque el día de hoy ha sido tan agitado con las fiestas que me encuentro cansada.

Adiós, creo que nos veremos esta noche y así me despido hasta entonces. Siempre su más apasionada e invariable amiga

Tula.

Ya ve usted que ésta está escrita muy juiciosamente, y no se quejará de que le perturbo sus estudios91.




ArribaAbajoCarta 1292

Caro amigo: aprovecho la visita, que ha venido a hacerme una de mis antiguas criadas, menos torpe de las que tengo actualmente, para ponerte estas líneas, encargándola93 llevártelas.

No irás al baile, ya lo sé, y no quiero infringir mis propósitos importunándote con objeto de verte en él. Pero como deseo contarte qué tal estuvo y lo que hice, y lo que vi, y lo que hablé... ¡todo!; como deseo referirte las personas que estaban, los trajes de las señoras, en fin, todo, todo como ya dije, espero que tú tengas también alguna curiosidad de saberlo, y te invito (sin comprometerte) a que vengas mañana por la noche.

El baile, según parece, no estará demasiado concurrido, pues anoche mismo vimos despachando en el teatro billetes sueltos, y se nos dijo que había sido preciso hacerlo, porque no había más que 44 suscriptores. Pero si usted estuviera, ¿no estaría harto concurrido para mí...? ¡No será! ¡paciencia! Voy adquiriendo con usted una resignación admirable, de la que no me creía capaz: porque a la verdad, vida mía, puedo muy bien decirle a usted aquel verso de una comedia de Moreto:


¡Qué tibio galán hacéis!

Y, sin embargo, yo lo sufro con un estoicismo heroico. ¿Sabes que a veces me pregunto a mí misma, por qué he de querer a un hombre tan poco complaciente, tan poco asiduo, tan poco apasionado como tú? Me lo pregunto y no alcanzo respuesta de mi pícaro corazón, tan caprichoso. Pero, no, Ignacio mío, ¡no es verdad! Él me responde siempre satisfactoriamente y me dice que te ama porque eres bueno, noble, sincero, porque eres el mejor hombre del mundo, y es justicia amarte cuando se ha tenido la dicha de conocerte.

Ya lo ves: aunque mis cartas comiencen algunas veces amargas o festivas, siempre las concluyo más tiernas que debieran ser, y tú abusas, ingrato, de esta ternura mía para hacer cuanto se te antoja y nunca lo que yo deseo. Ya me las pagará usted, señor mío, el día en que esté yo de humor de hacer desesperar a usted; digo, si acaso usted se desespera por alguna cosa... Vaya esta heridita entre tantas flores como le prodigo, porque, a fe mía, no merece usted tanta bondad.

Adiós, mañana, ¿eh...? esto es, si puede usted, si se lo permiten sus estudios, visitas, etc.; y ahora acuérdate un momento de que te ama a pesar de tus indocilidades tu demasiada buena,

Gertrudis.




ArribaAbajoCarta 13

Voy a probarte que no soy tan dócil, como anoche me reprochaste, a tu antigua orden. Voy a saludarte con la pluma, ya que verbalmente no puedo hacerlo hoy. ¡Vida mía!, ¡qué mala noche he pasado, qué mala estoy, qué triste...! No tengo vida sino para amarte; para todo lo que no es tu amor estoy insensible. Ni me agrada escribir, ni leer, ni bordar, ni la calle, ni mi casa. Si algún talento he tenido, creo positivamente que lo he perdido ya, porque me encuentro lo más necia y fastidiada. He leído no sé dónde:


Un momento ha vencido
mi audacia imprudente,
este alma tan soberbia...,
¡vedla ya dependiente!

Yo he mandado siempre en mi corazón y en mis acciones con mi entendimiento, y ahora mi entendimiento está subyugado por mi corazón, y mi corazón por un sentimiento todo nuevo, todo extraordinario. ¡Posible es, Dios mío, que cuando yo me creía libre ya del dominio del amor, cuando me persuadía haberle conocido, cuando me lisonjeaba de experta y desilusionada, haya caído como una víctima débil e indefensa en las garras de hierro de una pasión desconocida, inmensa y cruel!... ¡Posible es, Cepeda, que yo ame ahora con el corazón de una niña de trece años!... ¿Qué es esto que por mí pasa? ¿Qué es esto que yo siento?... Dímelo, dímelo, porque yo no lo sé. Es harto nuevo para mí, te lo juro. Y yo he amado antes que a ti, he amado, o lo he creído así, y, sin embargo, nunca, nunca he sentido lo que ahora siento. ¿Es amor esto? No, hay algo de más, no es amor solamente. Es el infierno, que se ha venido a mi corazón. ¡Qué feliz era! ¡Cuán tiernamente te amaba! ¡Los ángeles me envidiarían! Y ahora, ahora, ¡cuán desgraciada! ¡Cuánto sufro! ¡Cuánto, querido mío! ¿Y por qué? ¿Qué ha sucedido? ¿Qué cosa me atormenta? Nada, yo no lo sé. ¿Es acaso que Dios castiga el exceso de amor, haciéndole un martirio? ¿Es que el corazón humano es estrecho y se rompe cuando está demasiado lleno?... ¿Es un presentimiento de desgracia? ¿Es una plenitud de felicidad? ¿Es un defecto de mi organización, o una inconsecuencia de mi espíritu?... Yo no lo sé, pero estoy abatida, padezco, soy desgraciada.

No te pido que vengas a menudo, no, ni aun el lunes, como has ofrecido. Mejor será más tarde: el martes, el miércoles, el jueves..., en fin, cuando yo esté menos triste que ahora, porque tu presencia, tan cara, tan deseada antes, ahora aumentaría mi tristeza. ¡Cuidado, Cepeda, cuidado!... Ten cuidado de mi corazón, tenlo..., mira que puedo morir. Tú no sabes, no puedes saber, que puedes matarme, no lo sabes. Pues bien, acaso te es muy fácil. Si quieres mi vida, si quieres conservar tu amiga, cuídala; dale tranquilidad, dale sosiego. Yo conozco que eres más prudente que yo, y me acuerdo que alguna vez me has pedido paz y olvido. Olvido, no, pero paz, yo quiero dártela y quiero tenerla. Tú tenías razón, la tenías. ¡Paz, sí, paz! Yo la necesito como tú y como tú la demando. De hoy en adelante, de común acuerdo, nos daremos paz, bien mío. ¡Desgraciados los que quieren apretar el corazón hasta romperlo, los que dan impulso a una máquina sin saber si tienen fuerzas para detenerla cuando quieren! Es santa, es sagrada la vida del corazón, y nos empeñamos en gastarla. ¡Porque todo se gasta, todo! ¡Hoy no puedo resistir, mi corazón me ahoga! Mañana acaso estará parado y frío. ¡Nada es inexhausto! Se deben respetar los sentimientos y se debe temerlos. Ellos pueden dar la dicha o la desgracia. Tú no querrás darme sino felicidad. Si para dármela antes bastábate amarme, para dármela al presente es preciso más. Es preciso que me compadezcas, y acaso... acaso que dejes de verme. ¡Cuánto me cuesta decírtelo! Rompe ésta, y adiós.

(Hay una rúbrica.)




ArribaAbajoCarta 14

Perdone usted que le robe un momento a sus estudios con algunas líneas, acaso inoportunas. Ya se lo he dicho a usted otras veces, que no soy una de esas mujeres razonables que inspiran admiración al hombre que aman, por lo muy sensato de sus procederes. Yo soy incapaz de cierta prudencia; verbigracia: dejar de escribir a usted hoy. Mi corazón es como un niño, que no sufre contradicción, y aunque yo misma me llame, al tomar la pluma, inoportuna, antojadiza e indiscreta, ¡lo puedo resistir al deseo de contar a usted..., ¡qué cosas!... ¿Acaso un acontecimiento importante? ¿Una aventura singular? Nada de eso; lo que tengo que contar a usted es... ¡un sueño! No se burle usted ni me crea pueril. Por desgracia, ha formado usted un tan alto concepto de mí, que, para no desmentirlo, casi me veo precisada a ocultar lo que realmente siento. Un ejemplo: me dice usted que no debo ser celosa, porque tengo demasiado talento, y que con celos me pongo al nivel de las mujeres vulgares. De este modo, por no rebajar mi sublimidad a los ojos de usted, me siento impulsada a devorar en secreto mis tormentos. Ahora, del mismo modo, al ceder al deseo de contar a usted mi sueño, casi me avergüenzo, pensando que voy a parecerle a usted muy inferior a la sublime idea que de mí se ha formado.

¡Vea usted, pues, si es desgracia para una mujer que se tenga de ella un alto concepto! ¿Pero por qué lo ha de tener usted? ¿No le he dicho yo misma que no hallará en mí una de esas mujeres que yo admiro sin comprenderlas, de esas que son tan razonables, tan sensatas, tan superiores a las debilidades y caprichos del corazón, que ni sienten celos, ni sueñan cosas que les cause una viva impresión y que no pueden callar? Yo se lo he dicho a usted, que soy como Dios me ha hecho y no como yo quisiera ser, y no es culpa mía, si no me halla usted tan sublime como se ha figurado, porque se le antojó figurárselo. ¡Mi talento! ¡Ah, Cepeda!... ¿Crees tú que el talento sea un antídoto contra la sensibilidad? ¿Te parezco una mujer vulgar cuando me siento morir a la espantosa idea de que otra mujer, acaso indigna de una mirada tuya, reciba tus caricias, tus expresiones de amor? ¿Me rebajo a tus ojos cuando recelo y tiemblo de ver profanado el objeto de mi culto y de mi idolatría?


Los tibios no temen:
¡infelices de ellos!...

Ha dicho un gran poeta; y los poetas, en punto a sentimiento, nunca se engañan.

Yo nunca he sido celosa, nunca; pero era porque no amaba. Porque a ti, a ti estaba reservado hacerme conocer esta pasión única, que yo me engañé alguna vez creyendo sentir por otro, y a ti, que amo tanto, estaba reservado también hacerme celosa. Pero, ¿no comprendes tú mis celos?... ¿No sabes tú lo que eres a mis ojos? Rodeado estás para mí de una atmósfera de... ¿de qué diré? ¡de santidad! Sí, perdóneme Dios si esta palabra le ofende. Creo que eres sagrado; que nadie, sino yo, tiene el derecho de mirarte, de amarte, de decírtelo. Cuando una mujer ama como yo te amo, no ve un hombre en su amante; ¡no! Es un ángel, es un ser divino, en cuya frente cree descubrir un sello de santidad. ¡Oh! Desgracia al hombre que echa lodo sobre este sello sagrado, y que dice a su amada: «¡Yo no soy más que un hombre!» Yo tengo celos, sí; pero, antes que tú me lo dijeras, no se me ocurrió la idea de que por ellos me rebajase a tus ojos. ¡Cepeda! Una mujer vulgar no ama como yo, ni tiene celos como yo. Una mujer vulgar celaría en ti su novio, yo celo mi ídolo, mi Dios, que tiemblo ver profanado.

Pero, aun cuando sea una debilidad de mi corazón este sentimiento, hágame él menos sublime, hágame más vulgar, yo no puedo vencerle. Yo seré sublime en amarte, y esto me basta. Porque yo te amo con un amor que tú mismo no comprendes; ¡yo lo he conocido! No lo comprendes, no. Este culto de mi corazón, esta pasión pura, inmensa, tu corazón no la ha entendido. Yo misma, yo temblaba el llegar a amar con todas las fuerzas de mi alma; como que conocía sus inmensas facultades, conocía mi natural tendencia al entusiasmo, y me figuraba en una gran pasión combates continuos, ambición insaciable del corazón, agitación, delirio, y un penoso esfuerzo de la razón contra el sentimiento. ¡Cuán feliz soy al ver que me engañaba! Yo te amo, te adoro; y, sin embargo -¡el cielo me es testigo!-, nunca he sentido mi alma tan llena y satisfecha. Si se exceptúa el disgusto de verte tan de tarde en tarde, y de cavilar en esos amores que tuviste, y acaso tienes aún; si se exceptúa eso, nada me agita, y soy feliz. Desde el momento en que me dijiste que me amabas, y yo te abrí mi corazón; desde aquel momento, que tanto había temido, cesaron todos mis sobresaltos, todas mis vacilaciones. Me sentí feliz, y lo soy cada día más. No, yo no deseo más; yo renuncio a toda otra felicidad. ¿Cuál es superior a la de amarte y ser amada de ti? ¿Me creerás, empero, si te digo que, con todo este amor, yo no deseo inspirarte eso que los hombres llaman pasión? No, yo quiero que me ames con extremo, con vehemencia, como yo te amo; pero no quiero que tu amor difiera del mío. Creo que me entenderás: una queja me has dado anoche, que me fue dolorosa. ¡Por Dios, no des motivo de que vuelvas a tenerla! ¡Cepeda! Tú no me has conocido; tú no has comprendido mi amor. Yo quiero tu corazón, tu corazón sin compromisos de ninguna especie. Soy libre, y lo eres tú; libres debemos ser ambos siempre; y el hombre que adquiere un derecho para humillar a una mujer, el hombre que abusa de su poder, arranca a la mujer esa preciosa libertad; porque no es ya libre quien reconoce un dueño. Si el mundo fuese más puro, más santo; si volviésemos a la edad de inocencia en que este mundo viejo y corrompido era aún joven y puro, entonces yo no sé cuáles serían mis opiniones; pero hoy día sé que el hombre que es amado con idolatría, con veneración, puede hacerse culpable de egoísmo y crueldad cuando se reviste con el derecho de superioridad. ¿Y qué mayor superioridad que la de ser árbitro del destino de otro? ¡Creo que me comprenderá usted, Cepeda! Yo no estaría tranquila si no le dijese a usted que no me ha comprendido, y que yo sería despreciable a mis propios ojos si la pureza de mi corazón no justificase la demasiada franqueza que con usted me permito. ¡Dios mío! y usted ha creído... basta. ¡Mi sueño ahora! Atención.

He soñado anoche que hoy, mientras yo estaba en el teatro, usted recibía una visita muy interesante. En el sueño, le veía yo a usted, lleno de remordimientos, decir, mientras pasaba muy agradablemente la noche: «¡Pobre T...! ¡Y ella creerá que no voy al teatro por estudiar!...» Este sueño, como soy supersticiosa, me tiene embromada. Sin embargo, nada exijo para tranquilizarme. Sabe usted que no quiero las cosas sino libre y espontáneamente. Lo que se pide ya no es voluntario. Adiós.

(Está rubricada.)




ArribaAbajoCarta 1594

Hasta hoy no ha llegado a mis manos su carta de usted. Voy a contestarla brevemente.

Es injusto usted en decir que pido más de lo que usted puede dar95. No pido nada, Cepeda. Un momento de ilusión y delirio hubo, es verdad, en que creí ser amada, creí amar yo misma con ese amor que había yo concebido y nunca gozado, con ese amor de mis sueños, que ocuparon con frecuencia mi imaginación, y que ningún hombre me había todavía inspirado. Hubo un momento que ya pasó, como todo pasa. Si en dicho momento osé pedir su corazón todo entero y me indigné de verle partido, en el momento actual no lo deseo ni lo admito.

Usted me ha ofrecido hace tiempo su amistad, y yo la he correspondido con toda la sinceridad de mi alma. Ésta sólo acepto y ésta sólo doy. ¡Amor! No; yo lo abjuro para siempre; este corazón mío no sabe sentir tibias pasiones, y el amor le devoraría. Deseo y quiero evitarlo. Hasta ahora no había amado, tengo de ello un íntimo conocimiento; ningún hombre llenó mis votos, ninguno me inspiró el sentimiento de hierro y de fuego, que junto a usted ha oprimido y quemado mi corazón. Al principio de mi vida yo ambicionaba amar de este modo y buscaba el objeto capaz de inspirar un férvido entusiasmo. Entonces no lo hallé, y hoy día ni lo busco ni lo deseo, y, sin embargo, lo hallo. Yo le amo a usted con vehemencia, con ternura, con idolatría; pero usted que ha podido hacerme sentir de este modo, usted no puede hacerme feliz. Poseyendo todas las cualidades que inspiran amor, usted carece de aquellas que prometen ventura. Por tanto, yo no quiero amar a usted: he aquí la verdad. Yo triunfaré del sentimiento que me domina, antes que él se haga omnipotente: ésta es mi resolución, respétela usted. Mi amistad es suya y puede usted disponer de ella; mi amor usted lo conoce, yo lo confieso, pero no lo doy, ni reconozco su yugo. Usted no tiene que pedirle nada, ni yo ofrezco nada por él. Usted es libre de continuar sus compromisos en otra parte, yo no me ligaré en ninguna clase de empeños; pero para distraerme de usted aceptaré los obsequios de otros, a quienes por usted desdeñaba. Ésta es mi contestación a su carta de usted; nada más tengo que decir.

Ayer envié a usted un billete de entrada para la función del Liceo; no estaba usted en su casa y se lo dejó la criada a un caballero, que creo sería su patrón. También (envié) otro billete para ver las pinturas, cuya Exposición se hace hoy.

Tendrá usted la bondad de transferir a otro día su visita, pues verosímilmente esta noche no estaré en casa, porque mamá quiere ir a visitar a unas paisanas, que viven muy lejos, y siempre que hacemos dicha visita, es larga. Mañana, si no hay teatro, estaré en casa.

Adiós, concluiré por unos versos de no sé qué poeta:


«De todos es el errar,
pero de cuerdos ha sido
de un error ya cometido
las consecuencias cortar.»

(Hay una rúbrica.)




ArribaAbajoCarta 16

He leído tu carta, y no puedo acostarme sin contestarla al momento. Cepeda, ¡tu carta es dura, bien dura! Ella me enfría el alma, me desilusiona, me vuelve al estado de disgusto y de hastío de la vida y del amor en que estaba cuando te conocí, y del cual tu afecto pudo sacarme..., ¿no te acuerdas, Cepeda? Yo te lo dije muchas veces, y constantemente lo sentía, que el amor no tenía ya atractivo a mis ojos, mejor diré, que el amor se me presentaba un enemigo traidor, que halaga para vender, que acaricia para matar. Yo te había dicho que era infeliz, porque, muy joven aún, la vida había perdido para mí sus brillantes quimeras, y los afectos su dulce ceguedad; porque, voluntariamente, yo me consagraba a una existencia sin goces, sin amores, sin ilusiones; porque veía todas las cosas por el lado odioso que presentan; porque, temiendo entregarme a afectos que sólo me dieron pesares y decepciones, cerraba mi corazón, todavía nuevo, todavía lleno de calor y de sentimiento, lo cerraba a toda esperanza; porque yo buscaba una sociedad, que despreciaba, a fin de hallar en ella nuevos motivos de cerrar mi corazón a todos los engañosos halagos que pudiera ofrecerme; buscaba los obsequios de todos, a fin de gozar en mi vanidad lo que perdía de goces del corazón; buscaba diversiones para aturdirme y no sentir la devorante necesidad de una felicidad que no esperaba; buscaba galanteos pasajeros para divertirme y evitarme la ociosidad del pensamiento; porque, mientras me entretenía con las vaciedades de un amante, que no me interesaba, acaso me distraía del pensamiento peligroso de que podía haber uno que me interesara, que se hiciera dueño de mi alma, que me diese una felicidad suprema o una desventura irremediable. ¡Éste era mi pensamiento, que yo desechaba porque no sé qué instinto del corazón me anunciaba que no hallaría fácilmente un hombre al cual pudiera amar con toda mi alma, y que sería para mí desgracia si llegaba a encontrarle. ¡Ésta era mi situación cuando te conocí! ¡Te amé, y todo varió! Ilusiones, esperanzas, dulces sueños del corazón, confianza pura del alma..., todo me fue devuelto, y tu amor me dio nueva vida, nueva alma. Te amé y me creí feliz, y creía que tenía el poder de darte lo que de ti recibía: alegría, esperanza, ilusiones, felicidad... ¡Oh, qué crueldad es la tuya en arrancarme de este dulce error y en arrojar sobre mi naciente ventura el velo negro y fúnebre de la desconfianza y la desilusión!

He aquí dos líneas de tu carta «Cuando miro a otros jurar por su amor y creer en la amistad, una pena amarga hiela mi corazón, y le maldigo porque se ha dejado escapar tamaño bien...», etc. ¿Con que es así, Cepeda? ¿Tú no das culto ni fe a tu amor ni a la amistad? ¿Tú no jurarías por el uno, ni crees en la otra? ¿Y me lo dices a mí, que soy tu amiga y que te amo?... ¡A mí, que cuando te he conocido he creído en la amistad, y cuando te he amado he creído deberte culto como a Dios!96

Y luego añades a la crueldad la injusticia, y me dices que sea yo feliz, porque yo busco el mundo y lo hallo, porque yo no te entiendo. ¿Cómo te he de entender, Cepeda? ¿Por qué sufres? ¿Qué te aflige? Eres joven, tienes una familia que te ama, una posición social que te lisonjea, una amiga, una amante que te idolatra... ¿Cómo comprender tu desaliento y tu dolor? ¿Es que no basto yo a llenar los votos de tu corazón? ¿Es que no te da mi amor la felicidad que me da a mí el tuyo y sientes la necesidad de otro más poderoso? Si así es, ¿por qué no me lo dices, por qué? ¿Crees que te haría un crimen de no amarme? ¿Me supones tan egoísta, tan poco generosa, que no compadeciese tu dolor y desease sinceramente hallar esa mujer feliz que alcanzase el secreto de tu corazón y le diese toda la ventura que merece? ¿Temes que deje de ser tu amiga? ¿Me conoces tan poco que dudas de la delicadeza y desinterés del afecto que te tengo?

Si no es ésta la pena que te aflige, fuerza es que tengas algún secreto; ¡secreto para mí, que te digo todo lo que pienso y hago, todo lo que siento y espero, todo lo que gozo y padezco! Fuerza es que algo sepas, que algo preveas doloroso, y que yo ignoro.

Mil cosas me pasan por la imaginación. No sé callarte nada, y así te apuntaré algunas. ¿Tendrás inquietudes por el porvenir?¿Te afligirá el pensar que podamos separarnos algún día? Si fuera así, ¿por qué callarme esta pena que me lisonjearía, esta previsión que me probaría tu amor? No adivinarías tú con qué placer calmaría tus temores jurándote por mi amor (porque yo tengo fe en mi amor y puedo jurar por él) que, nunca te dejaré, porque yo soy libre de fijarme en el país que me agrade, y madre, hermanos, patria, todo lo dejaría para habitar bajo el cielo que tú habitaras, si tú me dijeses que necesitabas mi presencia para ser feliz. ¿Sería acaso tu pena nacida, no del temor del porvenir, sino de inquietud de lo pasado? ¿Te aflige que yo haya creído amar antes de conocerte? ¿Tendrás celos de ese pasado, que no conoces sino por lo que yo mismo te he dicho? En ese caso, tu pena me afligirá sin ofenderme, porque no es culpa tuya ser celoso, si lo eres; pero haría por tranquilizarte lo que puedo, que es jurarte que no he amado a ningún hombre cual te amo a ti, y que soy digna, Cepeda, de tu aprecio: porque ninguna falta tengo que reprocharme de esas que el mundo llama irreparables y que manchan con un borrón eterno la vida de una mujer. Ninguna, ¡gracias al cielo!, y espero morir diciendo lo mismo, porque cualquiera que sea la indulgencia (que yo tenga en mi corazón para todas las faltas que dimanan del sentimiento, debo y quiero respetar las condiciones buenas y puras y las creencias que el mundo cristiano ha adoptado como justas y santas; debo y quiero conservar puro el nombre que mi padre me ha legado, y me moriría mil veces antes de grabar una mancha de vergüenza en mi familia. Porque yo podré amar a un amante más que a mi familia, pero respetaré el decoro de ésta más que mi propia ventura.

¿Provendrá, pues, tu pena de lo presente? ¿Hay algo en mí que te desagrada? Mi conducta, mis sentimientos, ¿qué cosa? ¿Tendrás celos de alguno? ¡Oh!, no, esto es imposible, porque nunca te he visto propensión a los celos y sabes harto que sólo a ti amo, que sólo a ti doy mi corazón. ¿Será que no te agrada el que vaya a las diversiones y tenga tantas amistades de jóvenes de tu sexo? Si fuera así, ¿no sabes tú que yo renunciaría toda sociedad, toda diversión, a una sola insinuación tuya?

Y si nada es de todo esto, ¿qué puede ser? ¿Acaso, ¡oh, Dios mío, qué espantoso pensamiento!, ¿acaso prevés que tendrás que casarte con...?97 Si así es, Cepeda, dejemos esta horrible vida, este mundo en el cual ya estaríamos separados por una barrera insuperable. Muramos ambos, vida mía, y vamos a buscar juntos, delante de Dios, esa felicidad que no pudimos conseguir en la tierra. Esta mujer que busca el mundo98, Cepeda, esta mujer, que tú crees acaso alegre y ansiosa de diversiones, estaría pronta, a una palabra tuya, a dejarlo todo y a morir contigo, si tú le decías: ¡Yo soy desgraciado y quiero morir!

Pero yo me confundo en conjeturas y tú sufres y, me callas los motivos de tu pena, y me escribes una carta dura, fría, atroz..., que está aquí delante de mí, helándome con cada una de sus líneas. La leí algunas horas después de leer otra... ¡Qué diferencia! ¡Qué cotejo me haces hacer, Cepeda! Esa carta que te di en prueba de una confianza sin límites99, esa carta está llena de amor, culpable, loco, ofensivo, sí; pero ardiente, entusiasta, enérgico. ¡Y la tuya!... Mira, soy tan franca, tan sincera, que no te ocultaré que ha habido un momento en que me he dicho: ése hombre sabe amar acaso mejor que Cepeda, y si fuese libre, si yo le amase, él sería feliz con una felicidad suprema y no se quejaría y no me pediría olvido y paz: me pediría amor ardiente como suyo, me pediría amor, amor y tanto amor, que todo éste que guardo en mi alma, no me ahogaría ya, porque él lo recibiría...

Mira, ni desprecio a ese hombre ni le aborrezco; si no te amase le temería, y porque te amo le compadezco únicamente y no le temo. Ese hombre no me inspira hoy día indignación, aunque me ofende; ni desprecio, aunque le creo un insensato. Porque él sabe amar, ¡ese hombre sabe amar!, yo le estimo y le comprendo fácilmente, porque él hace lo que yo haría en su caso. A ti no te comprendo, porque no haces lo que yo haría en el tuyo. ¡Cepeda!, ¿será posible que nos hayamos engañado creyendo que había simpatías poderosas entre nuestras almas? ¿Seremos, por el contrario, dos naturalezas opuestas que se contrastan?100 ¿Será nuestro amor una nueva ilusión que debe acabar como las otras? Ve aquí una triste duda, que me ocurre en este momento por primera vez. ¿Tomaremos por amor lo que no lo es...? ¿Será que no nos amamos...? Porque yo creo que es el cielo, la bienaventuranza de los ángeles, un amor mutuo e inocente, y supuesto que tú dices que eres desgraciado y que yo en este momento no soy dichosa, fuerza es pensar que no nos amamos. ¡Cepeda, Cepeda! ¡Qué frío de muerte cae en mi corazón a esta idea...! ¿Ves lo que ha hecho tu carta, hombre cruel? Me haces dudar hasta de mi amor... ¡Más vale morir! Adiós.

(Hay una rúbrica.)




ArribaAbajoCarta 17101

Curro102 le dijo a mamá la noche del primer baile que estabas malo, pero yo creí fuese un pretexto tuyo para no asistir siguiendo en tu sistema de retraimiento. Sin embargo, viendo que no estaba Curro en el otro baile y que no has venido por casa, empiezo a inquietarme y a creer estés efectivamente indispuesto. Envíame a decir lo cierto, y si no vas al Liceo esta noche.

Estoy harto fastidiada ya de diversiones, pero por ser cosa del Liceo tengo que ir a pesar mío. Te aseguro que de tal modo me estoy poniendo misántropa como tú, que cuantos esfuerzos hago para ser lo que era son infructuosos y sólo sirven para fatigarme. Hago todo lo posible para aparentar alegría, animación, coquetería... (pues la coquetería es un gran recurso contra la tristeza), pero nada consigo. Mi corazón está herido de muerte, amigo mío.

Tengo mucho que contarte. En un rapto de mal humor he rasgado dos actos de mi drama103. En otro rapto de mal humor hice trizas el vestido, que debía ponerme esta noche...; no será extraño que en otro me arroje por un balcón.

Estoy qué sé yo cómo: mi espíritu no es el que era, nada me sale bien, nada me satisface. No sé qué influjo de fatalidad ejerces en mí. Has apagado mi talento y mi alegría, y hasta en mi corazón has abierto una fuente de amargura. Y a pesar de esto, tengo que pedirte perdón de una locura que he hecho, aunque ya está remediada. Seré franca hasta el exceso contigo, aunque mi franqueza me haga culpable a tus ojos. Sí, te diré que en un momento de rabia contigo, conmigo, con la suerte... ¡qué sé yo con quién!, quise sustraerme al dolor, que me oprimía, quise... te lo diré cuando te vea y me perdonarás, ¿no es verdad? ¡Necia de mí! Pude pensar que el amor de otro me distrajera. Pude pensar reanimar el tuyo dándote un rival..., me avergüenzo y juro por Dios no incurrir otra vez en una falta que me remorderá hasta obtener tu perdón.

Adiós, ten compasión de una mujer que pudo ser algo en el mundo y que ya es nada. Ámame o mátame...; no hay para mí otra alternativa. ¡Tantos días sin verte! ¡Tienes de hielo el corazón! ¿Qué significa esto? ¿Te pesa ya mi amor?... Acaso te pese, pero no tanto como a mí la vida.

(Hay una rúbrica.)




ArribaAbajoCarta 18

A la una de la noche:

No robaré sino un momento de estas horas que consagras al estudio; sólo un momento, y perdóname. Acabo de leer tu carta y me es imposible dormir esta noche sin decirte que eres un ángel, y yo... una loca. Mira, lloro y lloraré muchos días mi conducta de esta noche. ¡Cepeda, perdón! Yo debí conocer que las pueriles arterías, que acaso se usan con razón y utilidad con hombres vulgares, no debían emplearse con un corazón, con un carácter tan superior como el tuyo. Yo debí conocer que una ruin venganza era indigna de ti y de mí. ¿Qué podré decirte? Tú no sabes aún cuán frívola, cuán loca he sido; porque acaso te habrás creído que el deseo de ver la comedia, o de complacer a Ojeda, como te dije, me impulsaba a ir al teatro. Lo habrás creído, y me juzgarás pueril solamente; ¡ah!, soy más; soy injusta, suspicaz, orgullosa, neciamente orgullosa y vengativa. He ido al teatro, y estaba resuelta a ir, aunque lloviesen rayos, porque estaba incomodada, ofendida; porque soy tan loca, que me llené de sospechas al saber que no estabas en tu casa cuando mandé mi carta; porque cuando vi que viniste de tarde a casa, me figuré que lo hacías para poder retirarte temprano y marcharte a otra parte; porque en aquel momento, mi fatal imaginación, me pintó toda tu conducta conmigo como tibia, calculada, cautelosa; porque hubo un momento en que me atreví a decirme a mí sola: «Ese hombre no me ha amado nunca, y sólo ha querido aprovecharse del afecto que conoció me inspiraba.» Y a esta terrible sospecha, mi orgullo me dictó mil necedades. Aun hay más; cuando bajé y te dije que iba al teatro, me enfadó la frescura con que lo oíste. Yo deseaba que te incomodases, que te quejases, que te dieses por sentido. Tu frialdad me pareció una prueba de indiferencia, y la oposición que hiciste a ir al teatro fue, en mi concepto, una consecuencia de tu resolución de hacer alguna otra visita en esta noche. Yo hubiera sido feliz si me hubieses dicho: yo no quiero que vayas a la comedia. Esto deseaba... ¡Ve cuán loca soy! Y por mucho que quise disimular mi incomodidad, creo que tú debiste conocerla. El ver que te quedaste en el teatro disipó una parte de mis inquietudes, y tu carta..., ¡bendita sea!..., tu carta me ha hecho conocer cuanto es tu corazón más tierno, más confiado, más hermoso que el mío; me ha hecho conocer que soy más ligera que una niña, más injusta que la mujer más inferior, y que tú eres siempre tierno y sincero. Es verdad que yo amo con más vehemencia, más exclusivamente que tú; pero tú me aventajas en que, amando menos, sabes amar mejor. Tu ternura sufrida, confiada, sublime en su nobleza, vale más que mi amor de fuego, injusto, sospechoso y tirano. Ya estoy arrepentida y te pido perdón, jurándote, por la memoria de mi padre y por la de tu madre, que jamás volveré a incurrir en semejantes necedades. ¿Me perdonas, no es verdad? Porque tu alma, llena de nobleza, debe estar también llena de indulgencia. En lo sucesivo, manda, dispón, yo quiero obedecerte en todo, y tú obra libremente, porque todo lo que hagas será bueno y justo. ¿Lo oyes?...

Ven cuando puedas, yo no te exigiré ya nada; pero cuando te vea, dime que me perdonas y déjame besar tu mano; ¡tu mano querida que esta noche no quise acercar a mis labios!... Adiós, tengo tu carta aquí sobre mi corazón. Yo no debí esperar otra cosa de ti; esta carta no debe admirarme. Y bien. ¡Tú eres mi amigo, mi hermano, mi ídolo...; nada tengo que temer de ti, y mi sola obligación es adorarte! Adiós.

(Está rubricada.)



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