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ArribaAbajoCarta 19104

No me será posible decir verbalmente nada de su carta porque ya usted me conoce: soy propensa a conmoverme hablando de los objetos que me interesan. Prefiero tomar la pluma para dar a usted gracias por la pura alegría que me ha hecho sentir con su carta tierna, entusiasta y lisonjera.

¡Yo la acepto!, yo acepto esa amistad que me lisonjeo merecer, y la correspondo con la mía. La mía exclusiva, Cepeda, que no partirá usted con nadie, que poseerá solo, único. Cuando fuese preciso retirarla no sería para colocarla en otro, no. ¡Ningún hombre, después de Cepeda, la obtendrá de mí! ¡Ninguno, querido mío! Cuando se apagase en mi corazón este santo fuego que tú has encendido, incapaz quedaría de otro alguno: sólo muriendo a todo sentimiento podrá cesar de amarte a ti.

Esta confesión no me causa ni rubor ni embarazo, porque te creo digno de oírla y capaz de comprenderla. El sentimiento que me anima no necesita rodeos misteriosos para expresarse, ni debe ser ultrajado con arterías. Cuando te digo que te amo, te lo digo sin turbación ni inquietud, porque este amor no es el amor vulgar de una mujer a un hombre, es el casto y ardiente amor de una alma pura y apasionada a otra alma digna de ella. Sentirlo, inspirarlo, me llena de orgullo, me engrandece a mis ojos y me hace probar un placer indefinible, celestial, que debe semejarse a la felicidad de los ángeles.

¡Cepeda!, ¡querido de mi corazón!, perdóname haber interpretado siniestramente algunas acciones tuyas, haber dudado momentáneamente de tu afecto y sinceridad. Ya se disiparon todas mis dudas y temores: tu carta ha bastado. Cada letra tuya es a mis ojos un sello de sentimiento y de verdad. Yo he llorado sobre ella, dulce amigo, lágrimas deliciosas, cual no han salido otras de mis ojos; he llorado, y hubiera querido en aquel momento verte y que llorases también. ¡Ese llanto hace tanto bien! ¡Mi corazón desde entonces está tranquilo, gozoso, feliz!...

Cuarenta o cincuenta días pasarán sin vernos; yo quiero que en ese tiempo se consagre usted todo al estudio; lo quiero, pero no lo deseo. Mi razón forma un voto y otro mi corazón. Yo, que no tengo estudios forzosos, me prometo pensar mucho, muchísimo en mi amigo ausente.

Adiós; recibe mi más tierno adiós, pues no podré dártelo, sino muy frío verbalmente, ¡y ojalá que aun así pueda dominarme lo bastante para no manifestar una emoción demasiado visible! Los ojos indiferentes, que nos observan, verían en mi enternecimiento el dolor de una mujer que se separa de su amante, y esta suposición sería una injuria, una profanación. Tú solamente, tú eres el que sientes como yo, y el que apreciarás este adiós que te doy sólo a ti. Recíbelo; yo imprimo en él mis labios y deposito en él la expresión más tierna del más puro y santo afecto.

(Está rubricada.)




ArribaAbajoCarta 20105

Sevilla, 15 de abril de 1840.

Teniendo la convicción de que me habrá usted escrito, aún no he podido ir al correo a sacar la carta, que duerme indudablemente en aquellas cajas106. Siempre que he salido me han acompañado tantas personas, que no me he atrevido a llegar al correo, y tampoco me he resuelto a fiarme de las criadas de casa, pues son nuevas las que hay ahora y no sé si merecen confianza. Pienso mañana, si ya no llueve tanto como hoy, proporcionar salir con Carmen y Concha107 bajo cualquier pretexto y llegar por el correo; pero no quiero perder la oportunidad del que sale hoy para escribir a usted, porque deseo abrir nuestra correspondencia con una explicación, que evite a ambos embarazos en lo sucesivo.

En la separación acaso eterna a que pronto nos veremos condenados, será para mí un consuelo recibir algunas cartas de usted y dirigirle las mías; pero es preciso para que esta correspondencia esté exenta de inconvenientes determinar su naturaleza, amigo mío. Nuestras cartas serán las de dos amigos, no amigos como lo hemos sido en algún tiempo, porque aquella amistad era una dulce ilusión; la de ahora será más sólida porque no será hija del sentimiento, que antecede al amor; seralo, sí, de aquel que sobrevive a él y que se funda precisamente sobre sus desengaños. No sé si hablaría así otra mujer en mi posición respecto a usted; pero ya he dicho mil veces, que no pienso como el común de las mujeres, y que mi modo de obrar y de sentir me pertenece exclusivamente.

Usted me ha dicho, juzgándome por ajenas opiniones, que soy inconstante, y yo, sin negar que en cierto modo merezco este nombre, me atrevo a asegurar a usted, con la franqueza que me caracteriza, que no lo he sido nunca con usted ni podré serlo en ninguno de los afectos, que justa y profundamente haya sentido mi corazón. Pero soy, como ya le he dicho a usted, incapaz de imponer cadenas al sentimiento más espontáneo y más independiente, ni de admitir como amor todavía lo que ya no es más que el esfuerzo de un corazón noble y agradecido, que quiere engañarse a sí mismo. ¡Cuán poco me conoces, Cepeda, si has pensado un momento que podía yo imitar a aquellas que, cuando cesan de ser amadas, aun quieren oprimir con el peso de su cariño! Porque el amor que ya no se participa, no es un bien, no, es un mal, una tiranía.

Largo tiempo me he hecho ilusión sobre tus sentimientos y he interpretado lisonjeramente la frialdad de tu conducta. ¡En vano se me decían cosas, que debían desengañarme! Pero por fin te he visto anunciarme fríamente una separación acaso eterna, te he visto desechar sin conmoverte las proposiciones que una loca pasión me dictaba, te he oído confesar que tienes secretos, que no me juzgas digna de saber... Últimamente he sabido, positivamente, que otras distracciones más nuevas te ocupaban en las horas en que yo suspiraba por verte, y como no soy tonta, aunque sí sobrado confiada, vi por fin rasgarse el velo, que yo misma había puesto sobre mis ojos. ¡Sábelo Dios!, desde aquel momento miré rotos para siempre todos nuestros vínculos, pero no formé la menor queja de ti. Sólo una cosa pudiera reprocharte, y es la falta de franqueza, es no haberme dicho ya no te amo. Porque la inconstancia no es un vicio, ni un crimen, es solamente una debilidad del corazón o acaso una cualidad inherente a la naturaleza humana; pero la falsedad, el engaño, es un delito, una bajeza indigna de todo corazón noble. Nunca creo que tiene motivo de quejarse el amante, que cese de ser amado, si no es cuando cesa de serlo sin que se le diga. El amor es un fuego divino, que Dios enciende y apaga a su voluntad, y la voluntad del hombre es impotente para mantenerlo, o reanimarlo una vez extinguido. Pero cada uno puede ser sincero siempre que quiera, y yo no puedo perdonar al pérfido, mientras que sólo compadezco al inconstante. Pero adiviné, que si tú no habías sido franco conmigo era electo de una suma delicadeza y quise ahorrarte el embarazo de una declaración penosa, o la perseverancia en una conducta violenta y aun culpable, pues hay culpa donde hay artificio. En efecto, yo me he adelantado a decirte: eres libre; y hoy te lo repito con toda la solemnidad posible.

No es del caso decirte si he padecido mucho o poco al tomar la resolución de romper nuestros vínculos... ¿a qué conduciría eso? Basta que sepas que me hallo con valor para renunciar tu amor sin morir, y que después de penosas luchas conmigo misma he triunfado de una pasión insensata. ¿Acaso no te amo ya? Soy demasiado franca para ocultar que te amo tanto como el día en que más te lo haya manifestado; pero confieso también que tengo en mí fuerzas superiores a las que creía encontrar, y que no creo difícil convertir mi amor en el afecto de una hermana. Como quiera que sea, es cierto que sólo deseo hoy ver a usted tranquilo y dichoso y merecer una amistad menos viva, pero más durable, que aquella que me hizo algún tiempo tan dichosa. Todos los otros vínculos, que nuestros corazones hayan imprudentemente formado, quedan rotos desde hoy... ¡y ojalá pudiéramos aniquilar su memoria! ¡Adiós!: escríbame usted directamente.

(Está rubricada.)




ArribaAbajoCarta 21

Sevilla, 21 de abril de 1840.

Por fin logré poder salir sin muchos testigos y fui al momento al correo. He visto su carta de usted, y antes de contestar a ésta quiero advertirle que en lo sucesivo, siempre que me escriba usted, rotule las cartas con mi nombre, para lo cual ya he hablado al cartero diciéndole la hora en que debe traerme mis cartas, a fin de recibirlas yo misma de su mano. Siéndome tan difícil poder salir sin personas de mi familia, tendría que mandar sacar las cartas de doña Amadora de Almonte a alguna criada, o al mozo, lo cual quiero evitar, porque habría de decirles el nombre mencionado, y sabiendo que no es el mío desde luego se creerían instruídos en una correspondencia secreta: lo saldrían diciendo por todas partes, y yo temo mucho dar a esta clase de gentes el derecho de creerse enteradas de mis asuntos. Además, las criadas no saben leer, y el mozo cuando acaricia demasiado la botella habla más de lo que conviene. Aunque no sea nuestra correspondencia epistolar una cosa que requiera tan escrupuloso secreto, yo no gusto de mezclar criados en nada que me interese, y prefiero recibir sus cartas de usted como las demás, aun cuando tenga el trabajo, por mejor decir la molestia, de levantarme temprano los días de correo, a fin de que nadie reciba mis cartas, sino yo misma. Ahora voy a contestar la grata de usted brevemente, pues tengo una jaqueca que me atormenta desde anoche cruelmente.

No sé cómo entender aquellas palabras: «Tú has amargado mi destino». Dios me es testigo que he deseado hermosearle en vez de amargarle, y que mi propia ventura me interesa menos que la de usted. Si hay un destino obscurecido, amargado, si hay entre los dos un porvenir destruido no es el de usted, Cepeda, no. ¿Dice usted que mi imaginación vistió con sus galas el sentimiento vago, sin color, que yo le inspiraba, y que le hizo elevar hasta el cielo para descender luego convertido en verdad...? Lo comprendo, sí, lo comprendo. Yo misma he visto descender esa verdad destruyendo mis más dulces ilusiones; pero ciertamente mi imaginación al engañarme no ha hecho mal a nadie sino a mí. Y bien: por una ley eterna de la naturaleza, todo lo que tiene principio, tiene crecimiento, plenitud, decadencia y fin. Yo no pude esperar nunca sustraer de esta ley al sentimiento que inspiraba, ni al que me animaba. Harto preveía, que una pasión que coloca al alma en una situación violenta no podía ser eterna, y que su misma actividad excesiva debía acelerar su destrucción.

Yo comprendía, que el encanto que me inspirabas, ese perfume del amor, que se evapora como una esencia preciosa, debía forzosamente agotarse con el tiempo; pero tenía la convicción de que al marchitarse esa ilusión, frágil y pasajera como las flores, quedarían llenando su vacío sentimientos más sólidos y no menos hermosos. El aprecio de tus virtudes, la estimación de tu carácter, el tierno cariño debido a tu corazón noble y sincero, la consideración y el agradecimiento, que toda mujer sensible profesa toda su vida al hombre a quien ha elegido libre y espontáneamente por su protector y su amigo. Estos sentimientos no están sujetos, como las ilusiones de la pasión, a mudanza forzosa, y ellos llenan el alma cuando la pasión ha desaparecido. Yo no podía asegurar cuánto tiempo conservaría el hechizo de mi amor, que te transformaba a mis ojos en un ser ideal y celeste; pero sé que con el cabello blanco y la tez llena de arrugas, aún serías para mi corazón, helado por los años, el primero de los hombres y el objeto de mi estimación y mi ternura. Esto que creía respecto a mí, esto pensaba también de ti. Sin esperar hacer eterna en tu alma la ilusión del amor, me lisonjeaba con creer que nunca desaparecerían de ella la amistad, el afecto profundo, que sobrevive a la juventud y aun a la muerte. Sí, a la muerte; porque el principio eterno de la vida que sentimos en nosotros y que vemos, por decirlo así, flotar en la naturaleza; este soplo de la Divinidad, que circula en sus criaturas, no puede ser sino amor. Amor espiritual, que no se destruye con el cuerpo y que debe existir mientras exista el gran principio, del cual es una emanación.

He visto huir de tu corazón el amor, y, si he llorado, no he osado al menos quejarme. Es una desgracia para la cual estaba preparada. Siento yo misma entibiarse mi corazón progresivamente con la frialdad del tuyo, y preveo la destrucción de mis últimas ilusiones; pero me resigno. Lo que no puedo soportar es la idea de que una separación eterna va a ponerse entre los dos, y que tú has tenido el valor cruel de anunciármela; que tienes secretos y me los ocultas; que tienes pesares y me los callas; que nuevos amores te ilusionan y no has querido tener la franqueza de confesármelos; en fin, lo que me aflige, lo que roba todas mis esperanzas no es perder al amante, no, es buscar al amigo y no encontrarlo. ¡Esto no lo preveía!; para este desengaño no estaba mi corazón preparado. Precisada a estimarte menos, a mí misma no puedo estimarme, y rebajándote a ti me humillo yo propia.

Pero, ¿a qué conduce todo esto...? ¡Cepeda!, olvidemos todo lo pasado; aún podemos ser amigos, porque aún nos estimamos lo bastante para creernos recíprocamente dignos de este título. Coloquémonos en lo positivo y no queramos con un idealismo, que no puede realizarse, prepararnos cada día nuevos y dolorosos desengaños. Ni el amor ni la amistad son tales como los sueña una imaginación poética y cual los apetece un ardiente corazón. Mucho tiempo había que yo lo sospechaba y entreveía esta triste verdad. Usted pudo obscurecérmela o, mejor diré, usted logró encubrírmela con un velo de oro, y le soy a usted deudora de unas ilusiones que ya no esperaba gozar. ¿Serán ellas las últimas de mi vida? Lo ignoro. Paréceme que aún tiene mi corazón tesoros de afectos y que aún necesita para agotarlos muchos desengaños. Pero, ¿podré sentir por otro lo que usted me ha hecho sentir? ¿Es ya digno mi corazón de ser legado a un noble corazón? Este fuego divino que le ha abrasado, ¿le ha envilecido en vez de sublimarle...? No lo sé. Una cosa únicamente puedo asegurar, y es, que si yo fuese hombre y encontrase en una mujer el alma que me anima, adoraría toda la vida a esa mujer. Marchita mi alma a fuerza de desilusiones, aún se siente con fuerzas para amar, y no atreviéndose a enlazarse con otra acá en la tierra, siento que ansía desprenderse de su cárcel e ir a buscar en el cielo una fuente de eterno amor. Esto me da placer, porque jamás me siento tan infeliz como cuando, en momentos de desaliento, creo que estoy destinada a sobrevivir a mi corazón. Déjame, pues, Cepeda, déjame aún la postrera ilusión. Déjame creer que no has despreciado mi corazón por hallarle indigno del tuyo. ¡Ah! ¿Será preciso que al perder la dicha sienta también abatido mi orgullo...? Adiós.

(Está rubricada.)




ArribaAbajoCarta 22

Sevilla, 29 de abril de 1840.

Querido amigo: tengo a la vista la grata de usted última. ¿Qué más podré decir respecto a ella...? Vale más no tocar nuevamente un asunto que hemos hablado ya. Estoy, además, tan agobiada de negocios de toda especie, que apenas tengo lugar para respirar.

¿Se hará mi drama108 sin que usted le vea? Estamos ya en los ensayos, y creo que para el 15 de mayo se podrá ejecutar. No puede usted figurarse lo mala que es la compañía dramática que nos ha venido, y el trabajo que me dan en los ensayos. Asisto a todos, como también Ojeda; pero por más que hacemos, tenemos ambos la desagradable persuasión de que saldrá muy mal el drama. Por lo demás todo se me presenta del modo más lisonjero. Las Empresas de Valencia, Sevilla y Granada se han disputado el drama, como si fuese una obra sin segunda, y lo he cedido a las tres (prefiriendo a Sevilla para que lo ejecute primero) con convenios ventajosos para mí. Lombía, primer actor de esta compañía, hombre de talento y más buen literato que cómico109, ha hecho tales elogios del drama a la Empresa de Madrid, que, según me anuncian, se me harán pronto proposiciones por aquellos teatros, cosa tanto más lisonjera para mí cuanto que Figueroa y Fernández, que han hecho los mayores empeños porque se ejecuten sus dramas en Madrid, aún no han conseguido que se hayan aceptado por la Empresa. Tampoco Granada ha admitido, ni la Estela ni Isabel de la Paz, y a mi Leoncia, no solamente la piden con los términos más honoríficos para la autora, sino que los periódicos (que tendré el gusto de enseñar a usted cuando nos veamos) están llenos de elogios más lisonjeros, no del drama, que aún no conocen, sino del talento que suponen generosamente a la autora, Málaga, en su lindo periódico El Guadalhorce, redactado por los hombres más distinguidos de aquella ciudad, hace también un anuncio del drama muy lisonjero para mí, manifestando el mayor deseo de que se haga en aquel teatro. No sé cómo ha cundido tan pronto la especie, que en todas partes se sabe ya que he hecho un drama; pero esto me ha proporcionado el placer de conocer las simpatías, que mis composiciones líricas han tenido en todas partes.

Aquí sólo El Sevillano ha dicho algo, pues los otros periódicos los reserva la Empresa para cuando esté en víspera de ejecutarse.

Respecto a la novelita, aún antes de haber abierto la suscripción, tengo aquí 20 suscriptores, que, a los primeros rumores que corrieron de esto, fueron a sentar sus nombres en la imprenta de El Conservador, que es donde se hará la impresión110; de Granada me escriben lo mismo los redactores de La Alhambra, que apenas ha corrido la voz de que iba a abrirse suscripción para una novelita de La Peregrina111, cuando todos los socios de aquel Liceo habían acudido a sentar sus nombres; y de Málaga me dicen que tengo ya 12 suscriptores y 18 suscriptoras. Me dicen que el bello sexo malagueño está decidido en mi favor, y que mis versos han hallado entre ellas una extraordinaria simpatía. He dado tres o cuatro composiciones nuevas en días pasados a periódicos de Granada y Málaga, que ya verá usted cuando venga; la última que di a La Alhambra ha agradado mucho, según me dicen. Por este último correo me escriben de Valencia los redactores de Psiquis, periódico de literatura, pidiéndome composiciones con grandes elogios de las que han visto en otros periódicos, y enviándome de regalo una porción de poesías, música y figurines.

Ya ve usted como debo estar muy satisfecha con el éxito tan brillante de mis ensayos literarios. Dios quiera que al conocer la novela y el drama no decaiga el entusiasmo, y que por querer ser dramática y novelista no pierda el concepto que como poeta lírico he adquirido. Dicen que el que mucho abarca poco aprieta.

No sé cómo me he distraído, que escribiendo en esta página me he pasado a la otra, como usted notaría arriba. Pero así va; no deja de entenderse.

Mi padrastro está en Madrid; acaso muy pronto se marchará la familia a dicha villa. Lo que es yo, vaya la familia o no, cuento marcharme a fines del verano.

Mi hermano112 se ha ido a Constantina porque mi tío113 está muy malo; y mi tía114, abuela de las de Fajardo, murió el 25 de éste.

Adiós, amigo mío, crea usted que al renunciar el derecho de dar a usted nombre más dulce, no han variado los sentimientos de aprecio y ternura con que será siempre su más amante hermana,

Gertrudis.




ArribaAbajoCarta 23

Sevilla, 12 de mayo115.

Querido amigo: ignoraba que usted estuviese enfermo, y al saberlo me ha sido extremadamente sensible. No estoy, como usted supone, tan preocupada con mis obras, que no sea sensible a todo cuanto tenga relación con usted, y ciertamente el éxito del drama me ocupa mucho menos que su salud de usted. Cuidarse, querido, y no ser injusto otra vez.

Leoncia no está aún capaz de salir al público, pues necesita ensayarse más. Los actores están más interesados que yo en su lucimiento, y, por lo tanto, no se ejecutará hasta el 29. Ya me lo piden de Madrid también, y mando una copia por este correo.

Estoy tan ocupadísima este correo con un sin número de cartas que tengo que contestar, que me veo precisada a dejar a usted por hoy, rogándole que se cuide, y que crea le quiere con inalterable afecto su amiga, Gertrudis116.




ArribaAbajoCarta 24

Sevilla, 26 de mayo117.

El haber tenido muy mala a mamá, y el no estar tan ocupada, como usted supone, en admirar mis obras, es la causa de no haber vuelto a escribirle después de mi última. No por esto niego que me hallo bastante molestada con mi drama y novela, porque me roban más horas de aquellas que yo quisiera consagrarles; pero no me ocupo de ellos para admirarles, sino para corregirles. En fin, creo que si usted quiere ver la primera y segunda ejecución de Leoncia, debe salir para ésta incontinenti. Para el 29 y 30 de éste, está señalada, y aunque haré lo posible por retardarla, a fin de que usted la vea, no sé si lo conseguiré. Hoy mismo he hablado respecto a esto con Lombía, y a la dama, y me han dicho que era un gran trastorno esta nueva dilación, pero que verían con el empresario si se transfería para el 1.º de junio. La novela tiene ya muchos suscriptores, pero ni aún la he copiado en limpio, por lo cual está Ojeda enfadadísimo conmigo. Ya ve usted cuán negligente estoy con mis obras.

Los males de usted, querido, más son aprensiones que otra cosa.

Usted se figura que padece, y padece realmente en esta aprensión: yo soy el reverso de la medalla. Física y moralmente estoy enferma, pero me engaño a mí misma, diciendo que nada sufro. ¡Ah, Cepeda...! sus males quiméricos y mi felicidad mentida deben pasar del mismo modo... Pero no hablemos de eso; sería infringir un solemne propósito.

Por Sevilla no ocurren novedades dignas de ser referidas. Solamente que se espera de un día a otro al hermano del Rey de Inglaterra, y que se preparan bailes, toros y otros festejos.

Usted sabrá ya la muerte del desgraciado Córdova, y que ha pasado por ésta su cadáver, que según sus últimos deseos, debe descansar en su país de usted118. De todos los amigos y partidarios que tenía en Cádiz y Sevilla en los días de su prosperidad, no ha habido uno solo que acompañase los restos mortales del proscripto. Temerían contagiarse con su desgracia... ¡Qué lección! ¡Qué despreciable es el voto de un público tan mezquino y tan inconstante! ¿Cree usted que pueda yo, aun cuando tuviese la aptitud de conseguir cierta gloria, dar un valor real a ese fantasma impostor que llaman opinión, aprecio público, etc., etc.? ¡Ah, no! Yo nací para tener mi mundo en un corazón que me amase..., no lo he conseguido, y permanezco peregrina en medio de la tierra, aislada en medio de la creación.

Adiós, Cepeda; venga usted a ver mi drama, aunque luego se marche, y a despedirse de su autora, que acaso no volverá a ver jamás. El mes que viene parto para Madrid119.

(Está rubricada.)




ArribaAbajoCarta 25

Junio 3 de 1840120.

Dos líneas nada más: estoy en guerra otra vez con mis muelas y no me atrevo a escribir sino lo preciso para decir a usted que por interés de que usted vea el drama, he ido dilatando su ejecución en términos que el público se ha enfadado, pues dos veces se han fijado los carteles anunciándole y dos veces se han quedado esperándole. Definitivamente, se hace el 6 de éste sin falta alguna, y si usted no viene, habrán sido infructuosas las detenciones, y nunca conseguiré mi objeto.

Mi viaje a Madrid acaso sea el 1.º de julio, acaso se dilate hasta fines121, pues esto depende de la compañera, que llevo, que es la viuda de mi primo Castro, que ha venido de Madrid a conocer la familia y retorna el mes que viene, pero aún no sabe con fijeza el día. Mi padrastro está también en Madrid.

¡Busco yo la opinión pública con preferencia a los más dulces afectos!... ¡los más dulces afectos! ¿es usted quien lo dice? Usted, a quien mi corazón los ha prodigado. Usted, que era mi universo, y por quien yo hubiera sacrificado no solamente los inconstantes y frívolos elogios del mundo, sino también todo aquello que no era usted... ¿Usted dice que yo aprecio más que a los afectos el sufragio del mundo?... ¡Ah!, no sé si es ésta la sola vez que habla usted lo que no siente.

Cuando venga usted verá varias composiciones mías, que no conoce, y que no incluyo porque las tienen los amigos, como sucede siempre; una que acabo de recibir va adjunta122.




ArribaAbajoCarta 26

Madrid, 24 de noviembre de 1840.

Señor don Ignacio Cepeda.

Mi nunca olvidado amigo: hasta hace muy pocos días no ha llegado a mis manos una carta de usted, y me apresuro a contestarla tan pronto me lo permiten mis ocupaciones.

Por Perico Bravo123 he sabido que está usted mejor de sus calenturas: le doy la enhorabuena y deseo se restablezca pronto y perfectamente.

Aquí me va muy bien en esta corte, adonde vine (poco después que usted dejó a Sevilla) por motivos de intereses y asuntos domésticos, que tenía que arreglar con mi padrastro, y también para probar si variando de clima y de objetos llenaba el inmenso vacío de mi alma o aturdía por lo menos mi devorante pensamiento. En efecto, estoy algo mejor, moralmente, que en Sevilla, pero no en amores, como usted supone (que ya para mí no existen), sino porque aquí me he consagrado exclusivamente a la literatura.

He debido a este Liceo la más lisonjera acogida; estoy relacionada con los talentos más notables de la época y con varias familias, que me proporcionan amable sociedad. Mi hermano se ha venido también, y lo que es ahora, estamos en perfecta armonía y en perfecta independencia124.

He hecho muchas composiciones para este Liceo que han agradado mucho, especialmente la última, que saldrá un día de estos en la Revista Española. He vendido toda la colección a un empresario de libros y se darán en un tomito para el mes de enero125. El drama Leoncia se ha hecho en Cádiz y Granada con feliz éxito, principalmente en Granada, y ahora se está ensayando aquí. Pronto daré al teatro otro drama, y espero que será muy superior al primero126.

Ya ve usted que no pienso en amores...; para mí pasó la juventud del corazón, amigo mío. Sólo me queda de sus últimas ilusiones un recuerdo profundo de amargura y una cicatriz eterna que señale el lugar en que estuvo la herida, como la losa que marca un sepulcro... ¡Ah, sí!... La comparación, aunque triste, es exacta: mi corazón es el sepulcro en que yacen yertas e inanimadas todas mis esperanzas de ventura.

Deseo se conserve usted bueno y le ruego no olvide que tiene su más sincera amiga en

Gertrudis G. de A.

P. D.: La dirección para las cartas a mí es calle del Clavel, núm. 3, cuarto segundo.




ArribaAbajoCarta 27

Madrid, 13 de marzo de 1843.

Señor don Ignacio Cepeda:

Después de tan largo silencio, fuerza es que tome yo la iniciativa para restablecer la antigua armonía que hubo y que siempre debió haber habido entre Cepeda y su amiga.

Olvidádose ha ya tan repetido nombre; nada han tenido que decirse en el espacio de más de dos años aquellos que en otros días se confiaban secretos íntimos del corazón. ¿Cuál de los dos puso la primera piedra para esta muralla de separación? No quiero decirlo; sólo me basta para mi satisfacción el saber que soy la primera en derribarla.

¿Con que me suponía usted enojada? Injusticia es ésa que no debió cometer quien asaz conocida tenía la indulgente y siempre confiada naturaleza de mi carácter.

No estoy enojada, no, ni indago si debiera estarlo. Cepeda siempre será para mí lo que ha sido.

He tenido el placer de abrazar a mi cara familia. ¿Cuándo tendré el de ver a mi olvidadizo amigo? Verosímilmente dentro de pocos meses me iré más lejos, y sentiría mucho no poder dar a usted un largo y afectuoso adiós. Me voy a Italia; mi suerte tiene que ser la de las hojas que el viento combate y que


Vuelan, vuelan resignadas
y no saben dónde van,
pero siguen el camino
que les traza el huracán.

Venga usted, venga usted a vernos y a leer conmigo mi novela de Las dos mujeres, que no le daré sino en manos propias, y reciba mientras tanto, con mil afectos de mamá, Pepita y hermanos, el más sincero de su amiga y hermana (¡así me llamaba usted en algún tiempo!),

Tula.

P. D.: Mi dirección: calle del Desengaño, número 15, cuarto segundo de la izquierda.




ArribaAbajoCarta 28

Madrid, mayo 13127.

Señor don Ignacio Cepeda:

Con tus apariencias y fama de sincero, eres a veces un poquito mentiroso, y muchas sobrado, sagaz y astuto. ¿Me lisonjeas en tu carta para que envueltas en dulzuras trague las mentirillas que me envías, y no eche de ver la sutileza de ciertas explicaciones?

Bien; yo soy la criatura más fácil de engañar, o por lo menos de darse por engañada. Hago por creer todo aquello que me halaga, y no hay para mi estómago manjar indigesto con tal que me lo den con azúcar.

No te mando mis poesías, no; ni te digo si has entrado en algo en el pensamiento de alguna de sus composiciones128. Si quieres mis obras y mi retrato, que saldrá pronto en mi tercer novela129, ven a buscarle. Aquí te daré libros y explicaciones; allá nada te mando.

Es una vergüenza que no vengas a Madrid, y una ingratitud que dejes se marche sin verte una amiga que, si no la más querida, es sin duda la más apasionada de cuantas tienes.

Pienso marcharme en este año, bien sea a un país extranjero, bien a América. Necesito extender mis conocimientos y mi reputación literaria, y ya nada nuevo me ofrece España. Pero quisiera verte antes y decirte un largo y tierno adiós.

Mi corazón primitivo o no130, siempre es fiel a la religión de los recuerdos, y hay cuerdas en él que no se gastan, aunque tal vez enmohezcan.

Tus cartas, cuando con ellas quieras complacerme, dirígelas con solo mi nombre, que esto basta. Pensamos mudar de habitación, no sé dónde iremos a parar; pero soy muy conocida, y los carteros buscarán mi casa.

Adiós, no seas perezoso y ven a ver a tus amigas, ya que una sola no puede amarte. Siempre tu apasionada, Tula.




ArribaAbajoCarta 29

Madrid, 24 de abril de 1844.

Señor don Ignacio Cepeda.

Si pudieras adivinar las ocupaciones, displicencias, disgustos y perezas que me agobian de continuo, bien cierta estoy que no atribuirías a olvido mi silencio. A nadie escribo absolutamente; aún los asuntos de un interés positivo y material, los descuido hace mucho tiempo por no escribir, porque estoy hastiada de la pluma.

¿Y deberías tú ver en mi cansancio un síntoma de indiferencia? No, amigo mío; si la mano está fatigada, el corazón jamás, y en medio de mi silencio me acuerdo de ti y te quiero tanto, tanto como en cualquiera de los más felices días de nuestra amistad. Tus cartas las recibo siempre con regocijo, y puedes creer que aunque otras sean contestadas con más exactitud, ninguna con más placer.

Quedo enterada de tu empeño a favor de tu amigo131, y procuraré, en cuanto alcance, el buen resultado de su pretensión, a pesar de que ésa mi influencia de que te hablan no existe en manera alguna: puedes creerlo. Por algunas distinciones con que me ha honrado la Reina, distinciones de mera apariencia, y porque me visitan algunos de los hombres del Poder, suponen las gentes que gozo de algún valimiento; pero puedo asegurarte, sin miedo de que me cojan en mentira, que mis relaciones con las personas influyentes no pasan de superficiales, que jamás las he ocupado y que dudo valiese mucho mi empeño.

Mamá ha estado mala de los ojos, Pepita sigue tan guapa y creo que te escribe hoy132. De mí nada más te digo, sino que siempre soy la misma y que deseo probártelo.

Tu apasionada amiga,

G. G. de Avellaneda.




ArribaAbajoCarta 30

Madrid, 24 de junio133.

Con el pie en el estribo, como suele decirse, recibo la tuya y te contesto estas líneas, querido Cepeda.

Salgo para La Granja y Segovia, donde pasaré algunos días; a mi vuelta te escribiré largamente. Te mandé el (correo) pasado un ejemplar de mis odas premiadas, y por éste va un periódico en que verás los pormenores de la función de adjudicación134.

Adiós, hasta otra; estoy mejor, y soy siempre tu más amante amiga,

Tula.




ArribaAbajoCarta 31

Madrid, 5 de julio135.

Apenas vuelvo de mi paseo tomo la pluma para ti, aunque nada puedo decirte que no sepas. A pesar de tus quejas te creo profundamente convencido de lo mucho que te quiero. Pero me supones distraída en lo que llamas mi gloria, me supones perdida en una inmensidad de goces; das por cierto que soy feliz, y he aquí por qué no quisiera escribirte. Sé que me quieres; que padecerías si destruyese esas ilusiones que te formas respecto a mi destino; y ¿cómo conservártelas sin mentir...? ¿Ni qué decirte si no te hablo de mí?

Abrumada con el peso de una vida tan llena de todo, excepto de felicidad; resistiendo con trabajo a la necesidad de dejarla; buscando lo que desprecio, sin esperanzas de hallar lo que ansío; adulada por un lado, destrozada por otro; lastimada de continuo por esas punzadas de alfiler con que se venga la envidiosa turba de mujeres envilecidas por la esclavitud social; tropezando sin cesar en mi camino con las bajezas, con las miserias humanas; cansada, aburrida, incensada y mordida sin cesar..., he aquí un bosquejo de esta mi existencia, que tan fausta y brillante te finges.

Envejecida a los treinta años, siento que me cabrá la suerte de sobrevivirme a mí propia, si en un momento de absoluto fastidio no salgo de súbito de este mundo tan pequeño, tan insuficiente para dar felicidad, y tan grande y tan fecundo para llenarse y verter amarguras.

Ya lo ves: nada grato puedo decirte; en otros días buscaba un corazón que recibiese al mío: ahora no busco más que los medios de aturdirle o aniquilarle. Todos, hasta tú mismo, han tenido una gota de hiel que dejar en mis recuerdos; todos, hasta tú mismo, han tenido una esperanza que marchitar en mi alma, y ahora cogéis todos el fruto; ahora para nada os sirvo, ni aun para escribiros una carta agradable.

Sin embargo, sabes que te quiero, y que con estas insulsas o amargas líneas, te envío un sentimiento, un afecto de inalterable amistad.

Tula.

P. D.: ¿Querrás hacerme un pequeño obsequio? Una persona desea, por motivos personales que sería largo explicar, saber cómo se llamaba el padre de Gabriel García Tassara, sevillano, que reside en ésta136. Si puedes averiguarlo, sin que nadie sospeche el motivo porque lo haces, te estimaré me lo digas. La misma persona desea saber qué concepto merece en esa nuestro joven, dónde reside su familia y qué antecedentes tiene. Se me ha recomendado el secreto y yo fío en tu discreción, que sabrás guardarlo. Estas averiguaciones no son, ni pueden ser en perjuicio del tal; no media otro interés que el del corazón. Adiós. Dime también el nombre de su madre y padrastro.




ArribaAbajoCarta 32

Madrid, 25 de julio137.

Querido Cepeda: perdona el innoble papel en que te escribo; se va el correo, estoy demudada y no encuentro otro papel a mano. Te ofrezco, antes de todo, mi nueva habitación, calle del Horno de la Mata, núm. 9, cuarto principal, y luego voy a contestar brevemente tu grata última.

No he visto la carta a que te refieres, ni mamá la ha recibido, según dice; por consiguiente ignoro qué solicitud es la que en ella me recomendabas: mi influjo es poco o ninguno, pero, si me explicas el negocio, haré en tu obsequio cuanto pueda para que consiga tu amigo lo que pretende.

Te doy gracias por las noticias que me das del joven consabido138. ¿Has sospechado acaso que fuese Pepita139 la interesada en ellas? No, amigo; te aseguro que no bajo mi palabra140: te aseguro también que no es cuestión de matrimonio141.

Ese joven, es decir, el sujeto de quien te demandé informes, no trata apenas a mi familia, y por lo que respecta a mí puedo asegurarte que creo concluida para siempre la amistad que le tuve. Es una de aquellas personas que juzgué ligera y ventajosamente, y que en el día no juzgo ni bien ni mal. Es para mí un ente nulo. La explicación del interés que tenía en saber el nombre de sus padres y el concepto que gozaba en ésa, sería cosa larga y hoy inoportuna. Te repito, sí, que no es cosa de matrimonio.

¿Con que piensas en casarte?... No te lo censuro, ni lo apruebo. Para mí la verdadera felicidad no consiste en el estado que se tiene; así como no creo que la bondad de los Gobiernos consista en su forma. El matrimonio es mucho o poco según se considere: es absurdo o racional según se motive.

Yo no me he casado, ni me casaré nunca142; pero no es por un fanatismo de libertad, como algunos suponen. Creo que no temblaría por ligarme para toda la vida, si hallase un hombre capaz de inspirarme una estimación tal, que garantizase la duración de mi afecto. Mas, tengo la convicción de que no hay dicha en lo que es pasajero, y digo, como Chateaubriand, que si tuviese la locura de creer en la felicidad la buscaría en la costumbre. El matrimonio es un mal necesario del cual pueden sacarse muchos bienes. Yo lo considero a mi modo, y a mi modo lo abrazaría. Lo abrazaría con la bendición del cura o sin ella: poco me importaría; para mí el matrimonio garantizado por los hombres o garantizado por la recíproca fe de los contrayentes únicamente, no tiene más diferencia, sino que el uno es más público y el otro más solemne: el uno puede ser útil a la impunidad de los abusos y el otro los dificulta: el uno es más social y el otro más individual. Para mí es santo todo vínculo contraído con recíproca confianza y buena fe, y sólo veo deshonra donde hay mentira y codicia. Yo no tengo ni tendré un vínculo, porque lo respeto demasiado; porque el hombre a quien me uniese debía serme no solamente amable, sino digno de veneración; porque no he hallado, ni puedo hallar un corazón bastante grande para recibir el mío sin oprimirlo, y un carácter bastante elevado para considerar las cosas y los hombres como yo los considero.

Tú no estás en ese caso; eres el hombre y puedes buscar felicidad en una mujer aun cuando ella no esté a tu altura. Créeme, sin embargo; no te cases con una tonta: la mayor virtud no compensa el defecto del talento, y aún me atrevo a decir, que no hay virtud en la estupidez. Las ligerezas, las faltas mismas de una mujer son males más remediables, que la incapacidad de comprender aún las mismas virtudes, que acaso se practican. El talento se extravía, pero la tontería no sabe siquiera que sigue el buen camino, y si lo deja no lo recobra jamás. Cásate, si lo crees conveniente; pero acuérdate siempre de que una amiga te aconseja no juzgar nunca virtud la frialdad de las almas ineptas, ni pensar, como algunos, que la ignorancia garantiza el corazón.

Ésta es ya muy larga, y aún no te he dicho que pienso establecerme en París. Sí, amigo mío; parece que en aquella capital puedo prometerme mayores ventajas de mi pluma, y como no soy rica y quiero asegurarme una vejez sin privaciones, pienso en irme adonde mejor paguen. Esto, sin embargo, aún no es cosa decidida. Veremos143.

Estoy cansada del mundo, de los obsequios, de las calumnias, de la adulación, de la gloria y hasta de la vida. Necesito otro espacio mayor o menor que éste, otra vida de más calma o de más agitación. El amor no existe ya para mí; la gloria no me basta: quiero dinero, pues: quiero la vida de los viajes o la vida del retiro muelle y lleno de goces del lujo. Tampoco me sería ingrato irme a una pobre aldea a criar pichones y a cultivar flores; pero aún no puedo, porque necesito de mi pluma.

En fin, si tú te casas con una buena chica, que tenga talento, que sea bonita para que no sea celosa, que te quiera mucho y merezca ser correspondida, suspenderé mi curso vagabundo para ir adondequiera que estéis a cantaros un lindo epitalamio y a pasar ocho días con vosotros. ¿Aceptas?

Adiós; acabo de publicar una oda, que ha alborotado a Madrid, y que me ha valido un gran regalo del Infante don Francisco de Paula144. Te la mandaré un día de estos, y hoy me repito tu amiguísima,

Tula.

P. D.: La gota de hiel145 no encerraba acusación ninguna. No era hiel de engaños, ni perfidias, no: yo no escribo a gentes que engañan: era hiel de otro género. Hay hiel en el fondo de todo cáliz dulce: hay hiel... ¡y bien amarga!... en la indiferencia, que sigue a un sentimiento, que se creyó inmutable.

Yo he dicho en una novela: «No acuséis al corazón de perder sus ilusiones; así como no se acusa al árbol por ceder sus hojas al inclemente soplo del viento.» ¿Pero el árbol desnudo y el corazón desengañado no pueden llorar la pérdida de sus flores? Sin acusar a nadie se puede decir: han hecho a mi corazón un daño con voluntad o sin ella.




ArribaAbajoCarta 33

Madrid, 26 de febrero de 1846.

Señor don Ignacio de Cepeda.

En la tuya, que con algún retraso recibo, te refieres a otras, que no he recibido, acaso por venir mal dirigidas en atención a que no vivo ya donde vivía, sino calle de Fuencarral núm. 2, casa grande de Astrarena, entresuelo izquierda.

Dime qué me decías, qué quieres, qué puedo hacer en tu obsequio, y no seas tan fácil en pensar mal de tus amigos.

No creo que vengas, no: estás como la tortuga unido indivisiblemente a tu concha. Yo me encuentro ocupadísima y de mal talante, pero siempre muy tu amiga,

Tula.




ArribaAbajoCarta 34146

Madrid y abril 17-1846.

Señor don Ignacio Cepeda.

Mi querido amigo: habiendo estado bastantes días enferma, como sabrás por las Noriegas, me ha sido imposible escribirte como deseabas y debía para contestar al encargo que me haces en la última tuya. La caída de Narváez me priva de la poca influencia que podía emplear en tu servicio; pero, sin embargo, haré cuanto pueda a fin de que se haga lo que deseas.

Una de tus cartas me hizo concebir la esperanza de verte en ésta; pero la voy perdiendo ya, y creo que se quedará, como todas tus cosas, en proyecto.

Recibe mil expresiones de mi familia, y cree que, aunque mis enfermedades, ocupaciones y fastidios no me permitan escribirte tanto como lo deseara, soy siempre tu mejor amiga.

Gertrudis Gómez de Avellaneda.

(Hay una rúbrica.)




ArribaAbajoCarta 35

Madrid, 14 de febrero de 1847.

Señor don Ignacio Cepeda.

Desde que recibí la tuya última deseaba tener un día libre que dedicar a ti; pues no podría satisfacerme el limitarme a las fórmulas de una lacónica contestación; pero está escrito, que yo me vea incesantemente contrariada, y sucede que hace más de un mes me encuentro con las manos tan cuajada de sabañones, hijos legítimos del cruel frío que aquí está reinando, que no puedo mover la pluma sin padecer atrozmente. No quiero, sin embargo, retardar por más tiempo el darte noticias mías, diciéndote que me he mudado a la calle de San Marcos, núm. 18, cuarto principal, adonde debes dirigirme tus cartas, siempre que te dé la humorada de recordar mi existencia.

Siento mucho que no salieras diputado, aunque des por tu parte tan mezquino valor a una circunstancia que te obligaría a volver a ver a tus antiguas y leales amigas. Siéntolo, digo, porque a pesar de todo, tendría un placer, de los poquísimos de que soy ya susceptible, en charlar largamente contigo de aquellos días, ya lejanos, en que tan sinceramente nos llamábamos amigos. Acaso no me conocerías ya: he envejecido veinte años en estos siete que han pasado. Mi alegría huyó para no volver: desapareció aquella coquetería, que alguna vez te dio enfado, pero acaso era lo que más te agradaba en mí: porque tal es el corazón del hombre. Todo pasó, todo como nuestros sentimientos de entonces, y resta de la Tula que conociste una sombra pálida y fría, que va por momentos diafanándose más. ¿Quédame siquiera el talento? No lo sé; pero siento que se apagó la última chispa de la creadora llama de la poesía. Se empeñan en probarme que soy hoy más gran poeta que antes; mienten, equivocan la rima con el estro; la mano y el oído hacen los versos; la poesía necesita del corazón, y el mío es un cadáver lleno de heridas que ya no brotan sangre.

Te hago un retrato que de seguro no despertará en ti los deseos de volver a verme. Sin embargo, escucha: ven deja por un mes siquiera ese clima de juventud y ardores; ven bajo el templado y con frecuencia nublado cielo de Castilla. Aquí se siente de otro modo, y creo que todavía tendría yo un destello de poesía para celebrar tu venida, y un lado vivo en el corazón para aposentar recuerdos que nos habían de enternecer. ¿Y no se goza en la ternura?

Tú has sido más dichoso que yo, y acaso tu corazón pudiera aún rejuvenecer un poco el mío fatigado. Tu amistad conservará tal vez perfumes que le asemejen al amor, y la mía podrá participarlos. ¡Pero no quieres! Amas tu Sevilla con su implacable sol, con sus flores impertinentes de lozanía perpetua, con sus mujeres, que no envejecen a los treinta años porque no sienten nunca; la amas y es probable que yo encuentre el reposo final antes que tú el cansancio de esos goces. Creo que debo morir pronto, que me llama imperiosamente mi pobre amigo, el compañero de mis últimos días de juventud, alma ardiente y generosa, que también envejeció y murió a los treinta años147. Ya ves que mi carta no es divertida, pero allá va a probarte, al menos, que no te olvida tu siempre fiel amiga,

Tula.




ArribaAbajoCarta 36

Madrid, 10 de agosto de 1847.

Señor don Ignacio Cepeda:

Te escribo, querido Cepeda, en un día de triste aniversario para mí: en el día en que en el pasado año quedé viuda148; pero he recibido hoy tu carta de Cádiz y no quiero que quede justificada la acusación que en ella me haces de ser tarda en contestarte.

Celebro que no haya tenido efecto la semipensada boda de que me hablaste. Tú no eres para casado; pocas mujeres entenderían tu carácter, y acaso no hay una sola que te pudiera hacer feliz. Pero, ¿de qué modo se alcanza la felicidad en la tierra?... ¿Cuál es el camino que conduce a ella?... Tú, como yo, acabarás por remontar tus esperanzas más allá del mundo visible; como yo, creerás en Dios, y de Dios sólo esperarás esa dicha, que perseguimos en vano durante nuestra fiebre juvenil, como el niño que corre tras las caprichosas formas de la bruma, empeñado en abrazarlas.

Me voy haciendo devota; no devota vulgar, ya comprenderás que esto no es posible, pero devota a mi modo.

A propósito de matrimonio; te diré que a pesar de mis treinta y un años149 y de mi aspecto de sepulcro de ilusiones, un joven de veinticinco, que diz que es muy rico, se empeña en hacerme contraer segundas nupcias. Es habanero, lo cual es para mí un gran defecto; es más joven que yo, lo cual aún es un defecto mayor; es de un talento mediano, de esos que se encuentran sin dificultad; de una figura que no es mala, pero que me causa mala impresión, porque tiene un aspecto marchito, ajado, y cuando esta clase de deslustre en una cara juvenil no es efecto de un ardoroso pensamiento, de una alma devastadora, se me antoja que debe causar asco, porque revela secretos vicios. Mi apasionado, sin embargo, pasa entre los que le conocen por hombre de buenas costumbres y hasta frío. En efecto, se me figura que ese pobre joven es todo hueso y fibra; allí no hay ni sangre ni nervios, quiero decir, ni pasión ni sentimiento. La echa de joven pensador, inglesado, melancólico, excéntrico; pero a mí sólo me parece un pedante de cierto género, propio del país en que nació; parece un ser muy vulgar con pretensiones de no serlo. ¿Me ama ese hombre? Creo que no es posible; nos divide un abismo. Lo cierto es que me dice que quiere casarse conmigo; que aparenta un entusiasmo por mí, del cual no le creo capaz, y ya sea que todo lo que dice se aparte de la verdad y hable, como buen americano, sin pensar lo que dice; sea que por vanidad quiera comprar con su libertad la posesión de una mujer que tiene alguna celebridad, lo cierto es repito, que está empeñado en sacarme un sí, que rehúso con más fastidio que enojo de su pretensión.

Mi familia me hacen muy sensatas reflexiones para probarme que seré una loca, sino lo agarro a dos manos: mis amigas se conjuran para convencerme de que es un joven interesantísimo y que nació para mí; pero yo me empeño en creer que merezco mejor destino, que el de pertenecer a un hombre como él, y a pesar de que me espanta la soledad que me amaga, a pesar de que siento necesidad de lazos, de hábitos, de deberes domésticos; en fin, te lo confesaré, a pesar de que creo, que el ser madre me reconciliaría con la vida que empiezo a aborrecer, no me resuelvo a unirme a un hombre a quien me es imposible respetar y del cual me río muchas veces, aunque no soy maligna.

Mamá y Pepa se van por fin a Galicia; ambas te dicen mil cosas y ofrecen escribirte antes de su marcha. Los hermanos varones siguen buenos: Felipe no está en Madrid, aunque viene a menudo. Manuel, tan calavera como siempre. Emilio en la Academia de Artillería150. Las Noriegas151, buenas y pobres. Los chicos cada día más monos y guapos. Ya ves que soy extensa y exacta en cuanto me preguntas.

¿Por qué no te haces sacar diputado y vienes a vernos, amigo ingrato? Si la política no te agrada, hacerlo debes por la amistad al menos. El papel se acaba, pero no el deseo de charlar contigo, que siempre tengo, para que conozcas que te quiere sin alteración,

Tula.




ArribaAbajoCarta 37

Hoy miércoles 6 de octubre152.

Recibo en cama todavía tu contestación a la mía de anoche, y veo en ella palabras y aun párrafos enteros, que no puedo dejar un momento sin respuesta. Dices que haciéndote entender que me pareces de poco valer no espere yo jamás que tú deduzcas la consecuencia de que te quiero. Desde luego es indudable que no podía yo esperar tan anómala consecuencia, ni creo que, si ella existiera, tu aceptarías ni estimarías en nada un cariño semejante. ¿Qué es el afecto que no se funda en la estimación?; pero tú tergiversas de una manera increíble el sentido de mis palabras, y te agravias y me agravias al interpretar mis sentimientos. ¡Yo creerte de poco valer!... ¿En qué fundas tan inconcebible suposición? Yo, es verdad, te he dicho, más o menos acaloradamente, que no hallaba en tu corazón aquel grado de calor en los afectos que el mío siente y busca en los corazones que ama; te he dicho (no sé si con justicia, pero si sé que con indicios claros de no ser absurda mi creencia), que tú no posees una de aquellas almas expansivas y tiernas, que simpatizan con todos los ajenos pesares, adivinan todos los combates y borrascas del sentimiento y suavizan con su ternura activa y férvida las mismas pasiones que excitan. He creído, y lo he dicho con mi natural veracidad, que eres más sentimental que sensible profundamente, más amable que amante; que tienes más bondad que pasión y menos ternura que talento. ¿Pero se deduce de esto que te tenga por de poca valía? ¿Es la facultad de amar, por ventura, la sola excelencia del hombre? ¿Tu honradez, tu veracidad, tu clara inteligencia, tu lealtad de alma, tu carácter, frío si se quiere, pero noble y digno son cualidades de poca valía? ¿Tan vulgares las crees, que puedas suponer, que pasen para mí desapercibidas? No; siempre te he visto digno de ser amado, aun cuando alguna vez haya creído que tú no sabes amar. Acaso ni aun eso he creído sólo he comprendido que a mí no me amabas. Pero ni tu falta de amor a mí, ni aun la tibieza, que en general pudiera tener tu corazón en la región de las pasiones, es motivo para que yo piense que vales poco. ¡Qué absurdo, amigo mío! Napoleón no sabía amar, y ciertamente que a nadie se le ha ocurrido, que por razón de su poca ternura dejase de ser el primer hombre del mundo. Newton, dicen que jamás tuvo una querida153, y yo me hubiera enorgullecido de tenerlo por amigo.

Yo no creo que Tasso, porque amó hasta morir de amor y sin juicio, valiese más que Newton o Napoleón; diré, sí, que el alma de Tasso simpatiza más con la mía; que lo comprendo mejor; que si lo hubiera conocido y amado, lo hubiera creído más capaz de hacerme dichosa que lo fueron Newton y Napoleón. El gran genio de Tasso nacía de un alma eminentemente apasionada; el de los otros, de un español altivo y profundo; todos valían mucho y se asemejaban poco.

Perdona esta especie de digresión: yo no he pretendido nunca que puedas ser otro de lo que Dios te hizo, ni menos he pensado que debas estar descontento de lo que eres. ¡Oh, no!; al contrario, poseer lo necesario para hacerse estimar y estar exento de la cruel facultad de amar mucho es un privilegio envidiable que sólo reciben los que nacen para ser felices. Puedo haberme engañado al creerte de este número, pero ciertamente que no te he ultrajado; que mi creencia exacta o errónea no te es en manera alguna ofensiva. Esto sólo he querido probarte.

Yo misma soy juzgada mal: muchos, que creen conocerme, dicen que yo soy lo que creo de ti, esto es, que tengo más espíritu que corazón: se engañan torpemente, pero jamás les acuso de que me agravian: me desconocen, esto es todo.

Dices, además, que te parezco singular, y creo que lo soy por mi mal. No pretendo que mis singularidades sean virtudes; sé, sí, que nacen de origen elevado. Impetuosa y sincera, puedo parecer inconsecuente, pero lo que hallarás siempre en el fondo es verdad. Ni quiero pasar por mejor de lo que soy, ni siendo lo que soy me hallo descontenta de mi suerte. Sé que hay en mí mucho bueno y mucho malo; que todo el que me conozca debe forzosamente estimarme como yo me estimo, y no más, ni menos. Estimarme, no como a ser perfecto, no lo soy ni quiero parecerlo, pero sí como alma elevada, incapaz de bajezas; capaz de extravíos y de grandes virtudes. No sé si soy siempre prudente; temo alguna vez no lo seré nunca; pero desafío que se me pruebe que he sido falsa, o mezquina. Mis defectos tienen la talla de mis cualidades, y tal cual soy me he presentado a ti. ¿Me amaste tú como soy? ¿Me crees digna?... no lo sé; pero sí sé que, tal cual soy yo, no hallarás otra en el mundo. Serán peores o mejores, pero no serán como

Tula.




ArribaAbajoCarta 38

Anoche hemos hablado mucho de mi marido y te he dicho que una de sus cualidades, no la más apreciable en él, era un talento profundo y luminoso. Como quisiera hacerte amigo suyo; esto es, ligarte en cierto modo a la respetuosa y tierna memoria, que de él conservará eternamente mi corazón, te mando hoy esas páginas, acaso las más notables que existan de nuestra historia contemporánea, como una muestra de la verdad, que te dije. Los cuadernillos adjuntos son las primeras entregas de una obra extensa, que trabajaba mi pobre amigo cuando la muerte lo arrebató en la flor de sus años. Obra que hubiera sido admirable y que desde su comienzo fue juzgada tal por los hombres eminentes de todos los partidos. Verás en esas pocas páginas, únicas que se imprimieron anónimas y sin pretensiones, verás, digo, la revelación de un genio observador y perspicaz; verás la elevación de ideas y la rectitud de juicio, que anuncian, que el autor hubiera llegado a una altura grande como historiador, si la muerte no hubiera cortado su carrera; y te agradará su estilo sencillo, puro, elegante siempre y a veces brillante y enérgico a la par.

Quiero que conozcas lo posible al hombre que fue mi esposo y que era digno de ser tu amigo: me parece que puede existir estimación aun cuando ya no exista quien la inspira, y yo deseo tu estimación no solamente para mí, sino para todo lo que me toca; para todo lo que vive en mis recuerdos. Esto te probará una verdad, que yo misma conozco hoy mucho mejor que hace tres días, y es que siempre ocupas un lugar muy distinguido en la región de mis afectos, que eres una de las poquísimas personas a quienes yo aprecio de corazón.

Además, paréceme que quiero ahora, que necesito, tomar alguna influencia en tu alma: ¿sabes por qué? Porque intento convertirte: intento hacerte creyente; porque te quiero y estoy cierta de que no hay felicidad posible para un alma escéptica154. Puesto que es preciso creer algo, tener una fe, y que es absurdo y peligroso buscar esto en los hombres, menester es elevarnos humillándonos: éste es el gran secreto. La verdad está cerca, el orgullo la busca allá donde no puede hallarla: no comprende que en su vuelo insensato se aleja del blanco a que quiere encaminarse. Y bien, yo quiero que cuando nos separemos otra vez, ¡ay!, acaso por la última; yo quiero que lleves de mí un recuerdo eterno sagrado; una esperanza inmortal: quiero que hablemos mucho de Dios, de esa verdad única, y para ello necesito que me concedas un poco de aquella amistad, que me daba en otro tiempo algún derecho a ser entendida por tu corazón. Esta amistad no nos será peligrosa; no: Dios, a quien invoco para que se haga conocer de ti, la santifica; y éste mi corazón, herido e incapaz de ilusiones, responde de que no puedes ya hacerle ningún daño, ni recibirlo de él. Así, pues, amigo mío, concédeme sin temor tu afecto fraternal, y dame ocasiones de traspasar a tu alma, que me es querida, el celestial consuelo, que dulcifica la mía: ¡la religión! Créeme; las almas elevadas no pueden vivir sin ella: necesitan esa escala divina para remontarse fuera de la tierra. Yo... perdona mis delirios, y aunque me llames loca, yo siento en mí una misteriosa revelación, que me dice, que esa luz que brilló para mí, que estaba en las tinieblas, no se me ha dado para mí sola: que eres tú el destinado a verla, a sentirla en mí, y que tu camino futuro será alumbrado por ella. ¡Oh! si yo pudiera hacerte este inmenso bien... entonces tu afecto hacia mí sería inacabable.

Pensaba ponerte dos líneas y he emborronado un pliego. Ya lo ves: he dado en la manía de hacer prosélitos, y eres ahora el objeto de mis tiros.

¿Te veré esta noche? ¿Sí? Adiós: te quiere con un afecto puro y tierno de hermana tu antigua amiga.

Tula.




ArribaAbajoCarta 39

Anoche te escribí y rompí la carta; esta noche te escribo también; pero salga como quiera no la romperé. Resígnate.

Mis nervios siguen en su agitación y no me dejan dormir, sin embargo no me hallo mal; casi estoy contenta. He pasado más de tres horas a tu lado y aunque no hayas estado muy afectuoso, tampoco has dicho de esas palabras tuyas, que alarman a mi vivísima susceptibilidad. Te escribo, pues, en primer lugar, porque te quiero esta noche casi tanto como antes de la maldita noche de mi dolor de estómago; y en segundo lugar, porque se me ocurre decirte dos palabras sobre una que te he oído y que te rebatí. Dijiste que deseabas hablar de mí con Tassara. Escucha: yo no temo que hables de mí con Tassara, porque yo te he dicho más de lo que por él puedes saber; esto es, no es porque recele que le oigas nada en mi daño el haberte suplicado que no me nombres a él. He sido su amiga155 y si él es caballero, como creo, no puede hablarte mal de mí, por orgullo al menos. Si no es caballero, si me tiene mala voluntad, si su franqueza contigo es mayor que con otros de sus amigos, te dirá que soy un carácter voluble, inconsecuente ligero, que no tengo corazón, que he querido hacer con él una comedia, etc.; pero aún cuando tenga de mí el peor concepto posible, y sea capaz de expresarlo, es bien cierta, que no puede decirte cosa más grave, que lo que por mí misma sabes; esto es, que lo he querido: esto no te lo dirá, porque él no lo sabe tanto como yo, y tú por mí.

Siendo yo tan franca que te he dicho, con admiración tuya, las borrascas que mi imaginación levantó por ese hombre, el extremo con que me empeñé en hacerme amar y el valor que di a los sentimientos que le inspiré, por dudosos que fueran, te he dicho más que tú me preguntabas y más de lo que tienes derecho a saber. Si llegara un caso que creyera de mi deber darte cuenta de cada palabra o afecto de mi vida anterior, lo haría también, como lo hice noble y lealmente cuando hubo un hombre sincero y amante, que me dijo: yo te amo. Es, pues, indudable, que yo no temo que tú sepas por T. más de lo que por mí sabes, y que estoy tan lejos de temer, que lo que sabes y más (y cuanto he pensado y obrado e imaginado) te diría yo propia, aún cuando fuese en mi daño, si tú me dijeses algún día: «mi corazón, que te ama, quiere leer en el tuyo página por página.»

Aún sin esto tú sabes que soy franca contigo y aún con todo el mundo. ¿Sabes, pues, por qué sentiré mucho que hables de mí a Tassara? Te debo esta explicación y te la daré en dos palabras.

Tengo orgullo: por exceso de él, sí; por exceso de orgullo he sido y soy muy indulgente con tu amigo. Sé que él no me conoce, que se ha formado de mí un ente ideal, que no soy yo; al paso que yo lo conozco a él mejor que su madre. Porque lo conozco, lo aprecio; porque no me conoce, no es él capaz de comprender que le aprecio. Yo soy indulgente como Dios cuando me siento superior, y por eso soy indulgente con T.; tengo sobre él la superioridad de conocerlo sin ser conocida, y además la de haber sido mejor y más leal y más generosa que él. Yo sólo pudiera odiar a la persona con quien hubiese sido yo misma mala o falsa, porque esa persona tendría en ese caso la superioridad única que me irrita, la del obrar mejor que yo. Con T. no hay eso; piense de mí tan mal como quiera, no puede decir jamás que él ha obrado mejor que yo, y acaso lo que le haga aborrecerme es el sentirse en este punto en posición desventajosa respecto a mí. Pero por mucha que sea mi indulgencia y mi orgullo, tengo también mi poquito de vanidad, y sabiendo que ese hombre no quiere ocuparse de mí, que hasta grosero se me ha manifestado, que lo es no solamente conmigo sino con mis mayores amigos, sólo porque lo son; no puedo prescindir de la repugnancia que siento a que tú, u otro que me trate, le busque una conversación que él, en su orgullo inmenso, pueda creer se le suscita con anuencia mía. Yo le perdonaría desde luego el que hablase de mí con odio, con desprecio, como quisiera; no le doy en el día bastante valor para ofenderme por lo que piense de mí; pero me desagradaría mucho que él pudiese suponer que yo tornaba interés en averiguar ahora lo que él cree y dice de mí, cuando tengo motivos para saber que no se ocupa de mi existencia ni para bien ni para mal. Su ambición, su deseo de figurar lo absorbe completamente, y la mujer con quien está enredado es la única que le conviene. ¿A qué, pues, irle a recordar mi nombre? ¿A qué exponerme a la humillación de que él sospeche que se hace con mi anuencia?

Éste es mi solo temor, y en prueba de ello te digo, que lo que únicamente te suplico, te exijo, es que jamás le digas que yo he pronunciado su nombre en tu presencia; que no le dejes el menor pretexto para creer que yo sé que es tu amigo, o que tú sabes por mí que lo ha sido mío. Por lo demás bien puedes, si tanta curiosidad tienes en saber cómo piensa respecto de mí, decirle cuando venga al caso, que te han dicho que lo ha amado mucho una amiga tuya, y nombrarme en buen hora; no me importa, como tampoco el que te diga cuanto mal quiera de mí. Sólo exijo que no sepa jamás que su nombre se ha pronunciado entre tú y yo, y que es por mí por quien sabes lo que sabes.

Si él se estima, creo que te dirá, que soy una persona a quien aprecia: si es fatuo, te dirá que sí, que he estado loca por él, y acaso añadirá, como en gloria suya, que él jamás me amó: en esto no sé si mentiría. Si es que realmente me amó y que ahora me aborrece, te dirá que soy el diablo y que me desprecia o me detesta..., esto último me lisonjearía. Dile, pues, lo que quieras, con tal que alejes todo indicio de ser yo sabedora. Éste es mi solo interés.

Pero quisiera yo saber... ¿esa curiosidad tuya, el disgusto mal disimulado con que me oías esta noche cuando te ensalzaba mi pasado ídolo, qué significan? ¿Me amas tú realmente? ¿tienes celos...? Si tal creyera... no sé: sería infeliz, pero tendría placer, doloroso placer. De ex profeso te hablaba de él esta noche: me extendía, ponderaba de intento; es la única vez que he visto en tu cara la expresión de la pasión; y esta confesión, que ahora te hago, te explicará por qué después he estado más cariñosa contigo. Sí; cuando te hablaba de T. me pareció que tenías celos; me pareció que me amabas, todo lo que dijiste no bastó a destruir en mí la impresión de aquella idea. Y bien, Cepeda; si tú me amases y tuvieras celos de un afecto anterior a mi casamiento, serías más riguroso que aquel que me dio su nombre; pero no te tacharía de injusto. Yo no podría mentir negando lo que realmente fue; esto es, que fuese por capricho o sin él, fuese una pasión fatal o un acaloramiento del orgullo, yo he querido a ese otro, que no eres tú, ni es Sabater; pero ¿puedes tú suponer que quede de aquello nada en mi alma? ¿Pedirías a una viuda cuenta de su corazón en un pasado, que cesó de pertenecerle a ella misma desde que un hombre incomparable la colocó bajo la égida de su nombre respetado? Además, ¿es tan grave delito amar en una mujer que era libre? Severo has estado, muy severo, y sin embargo siento que te perdonaría de todo corazón si fuese tu severidad efecto de celos. Si no es así, no me lo digas, no; porque un rigorismo frío me parecería hasta ridículo.

Te he dicho que soy un poco loca y ya ves cómo te lo pruebo enviándote esta larga carta; y para que sepas que además de un poco loca soy loca por completo, acabo diciéndote que te amo, y que te he mentido siempre que lo contrario haya dicho. Haz tú de este amor lo que quieras, hazlo un culto, una pasión loca o una amistad tierna; creo que puedes darle carácter a tu placer, y que yo siempre quedaré contenta con tal que, ya me hagas tu amiga, ya tu amante, sepas comprender que soy exclusivista y exigente y que no tolero nada a medias.

Es casi de día y aún sigo viendo visiones, tal está mi cabeza.

Adiós, te abraza, Tula.




ArribaAbajoCarta 40

Siento que te hayas creído en el deber de escribirme: para darme noticias de tu salud era bastante un recado verbal. Has querido, sin duda, atenuar el disgusto que iba a causarme el saber, que no habías dormido bien y que te sentías malo, con decirme que me estimas profundamente y que eres el más sincero de mis amigos. Te doy gracias por estas líneas de tu billete. Yo no sé si eres mi amigo; no sé siquiera si yo deseo que lo seas; pero en lo tocante a la estimación, que dices tener de mí, te aseguro que creo merecerla, y que espero conservarla. Yo no sé por qué añades, que debo estar muy satisfecha de mí misma. Para merecer tu aprecio y el de todas las almas nobles, creo que es suficiente la lealtad de la mía y la honradez de mis sentimientos; pero para estar satisfecha de mí misma, como presumes debo estarlo, menester sería que gozase ya esa paz que me deseas, y que en vano pido cada día a Aquel que únicamente puede dármela: ¡a Dios!

Anoche te reías de mí, porque entiendo como lo entiende la Iglesia católica, en la cual he nacido, los preceptos divinos156; hoy me dices, casi en tono de zumba, que nada temeré de Dios, ni de los hombres. Si yo fuese una de esas almas que recelosas de patentizar su flaqueza, hacen profesión de sprits forts, como dicen los franceses157; si tuviera la desgracia de pertenecer a la numerosa clase de gentes menesterosas de cierto género de triste celebridad, acaso al oírte me amedrentaría con el recelo de parecerte vulgar, acaso creería que la fe de mis padres era una cosa ridícula y que mi gloria consistiría en ocultar la veneración que me inspira. Pero no es así: yo no temo jamás el ridículo; es un traje que no le viene a mi talla: tengo orgullo en profesar las creencias en que fui educada y que he adoptado libre y meditadamente después de muchos años de examen profundo. No busco la reputación de espíritu fuerte; desprecio íntimamente a los que hacen alarde de incredulidad, que creen necesaria para probar su inteligencia, y doy gracias a Dios porque la mía, la que Él me concedió, es capaz de llegar a la altura en que se ve la mezquindad lamentable de aquellas que sólo alcanzan la despreciable gloria de escarnecer lo que no son capaces de admirar.

Yo temo a Dios; pero sólo a Dios. Los hombres pueden inspirarme compasión, si son débiles y sin justicia; afecto, si son rectos y capaces de dignas acciones; pero temor, jamás. Si yo desdeño la opinión del vulgo, es porque conozco a los hombres: conociéndolos no es posible ni temerlos ni respetarlos.

Cuando yo obro bien adoro la mano soberana, que me ha sostenido: yo, por mí, soy como todos los hombres: frágil y culpable; no puedo estar satisfecha de mí misma nunca, jamás; porque lo bueno que en mí exista me ha sido dado gratuitamente. Mi libre albedrío, que es lo que tengo, no me lleva forzosamente al bien, y he aquí por qué yo lo esclavizo a los preceptos de Aquel, que me los dio.

Todo esto no te parecerá muy sublime; si andas a caza de peregrinas ideas, las mías no te satisfarán; pero yo estoy muy contenta con ellas; muy contenta; ellas han sido el áncora que he encontrado en este proceloso océano de la vida, en que tantas tempestades han turbado mi juventud: ellas son mi esperanza para los años de la vejez. Yo que, como Salomón, puedo decir he examinado y juzgado cuanto existe bajo del sol y he visto que todo es vanidad, yo que nada he poseído que me satisfaciera, y que he conocido que existía una distancia inmensa entre el vacío de mi corazón y los goces de la vida humana; yo que no anhelaba gozar, sino saber, esperar y amar... yo, repito, he visto asombrada, que esas creencias sencillas, al alcance del vulgo, pueden lo que no han podido ni el amor, ni la gloria mundana, ni los esfuerzos de la inteligencia: han llenado aquel vacío; me han enseñado la ciencia mayor; me han alumbrado con la luz de una esperanza más grande que mi propia ambición. Si no gozo todavía la paz, la espero al menos; y esto es un gran bien, créelo. ¡Oh!, para almas como la mía se necesitan grandes sacrificios, grandes luchas, grandes esperanzas. Todo esto lo he hallado en esas creencias que te causan risa. He hallado más aún: he hallado una fuerza que desafía al mundo, que se burla de las opiniones humanas. Si lo que produce tales resultados es una mentira risible, preciso es que la mentira sea lo más grande que existe: que la mentira sea Dios.

Esta larga carta no te robará ninguno de los instantes que necesitas para tus ocupaciones y visitas, la mandaré de noche para que la halles al irte a acostar y la leas en cama, mientras esperas el sueño.

Y bien, aún tengo que hablarte de tu billete, aunque tan corto sea. Dices en él, que si meto la mano en mi corazón no encontraré nada que me alarme. Lo he hecho, sí; he examinado mi corazón, y creo que, pasada la terrible excitación de anoche, en medio de la cual lanzó a mis labios un grito de pasión, creo, digo, que en efecto se ha calmado.

Si no lo hubieras excitado tanto, si respetándolo más hubieras gozado de lo que él te daba sin precipitarlo en una región peligrosa, creo que acaso le hubieras hecho mayor mal que el que hoy siente. Hubieras sido muy peligroso, siéndolo menos en apariencia. Anoche he visto al hombre; mi corazón le amó sin embargo; hoy se ha dado cuenta de todo aquello y me parece que, libre de la emoción física, que entonces le turbaba, ha comprendido que un hombre siempre es un hombre, y que para él es poco temible siempre que, como lo has hecho, se apresure a arrojar el ropaje de Ángel con que se le presentaba.

¿Sabes tú lo que es un hombre a mis ojos?... Un hombre, que no es más para mí que un hombre, ora tome el nombre de amante, ora el de amigo, profana entrambos nombres y me parece indigno de ellos El amor y la amistad, tal cual yo las considero, son otra cosa muy diferente de lo que ofrece el hombre material. ¿Eres tú capaz de comprender el sentimiento?... Lo creía ayer, y lo dudo ahora.

Yo no quiero ni tu amor ni tu amistad, si no puedes darme uno u otra tan grande y tan noble como yo los necesito, y dale el nombre que quieras; el nombre no mudará su ser. El amor que yo puedo aceptar de ti no es más que una amistad exclusiva, profunda, ardiente; y la amistad, que puede existir entre un hombre y una mujer de nuestra edad, no será nunca sino un amor disfrazado. Yo no cuestionaré, pues, el nombre: meditaré en el sentimiento ya venga con una careta, ya sin ella. Yo no creo que Dios condena ningún afecto noble: Dios es amor. Yo no escrupulizaré de amar. Pero creo que Dios me prohíbe buscar en ese sentimiento goces brutales, siempre que él mismo no me impone un deber de materializarlo por un objeto santo, cual es la maternidad. Siento, además, que yo no tengo una necesidad de arrancar al amor todas las perlas de su corona casta para devorarlas en placeres insuficientes para mi felicidad.

Esto no me hace digna de tu aprecio profundo, porque esto es común a todas las almas, que no se han corrompido. La mía no lo está: esto es todo. Ni el mundo, ni las pasiones, ni la calumnia de que he sido objeto han podido arrancarme mi rectitud natural y la elevación en el sentir. Si no lo comprendes así, te compadezco.

Te veré mañana y siempre que quieras. Tu presencia me es grata. Eres para mí algo tan dulce y melancólico como un recuerdo, aunque no me des nada, que se asemeje a la esperanza. Te veré y estaré, como deseas, contenta y serena; pero, después de la extensión y franqueza con que te he hablado en esta enorme carta, bien comprenderás que, si hubiese de tener otra noche como la de ayer, me sería forzoso renunciar al placer de verte. Yo no me creo fuerte: no busco los peligros segura de la victoria. Me conozco y huyo, sin avergonzarme de huir.

He leído parte de tu manuscrito, y acaso te hablaré de él largamente.

Te ofrecí anoche algunas cartas de mi Sabater: sagradas para mí, sólo a ti se las fiaría; y créelo, te doy al enviártelas la más alta prueba de estima y de confianza. He cogido al acaso las primeras de un grueso volumen que poseo, segura de que en todas ellas hay las mismas bellezas de estilo y calor de sentimiento. Al leerlas verás que es verdad lo que te dije, que nadie usa con más sencillez y elegancia el estilo familiar, y que el corazón que amé era digno de los eternos pesares, que hoy consagro a su memoria.

Mi pluma es tan mala, que no sé si entenderás ésta.

Adiós; he pasado la mañana escribiéndote; no me lo agradezcas, pero sábete que no lo haría con nadie sino contigo. Mi pereza es grande; pero lo es más mi afecto.

Te quiere siempre,

Tula.




ArribaAbajoCarta 41158

Puesto que crees que te hará bien el que vuelva a escribirte, para decirte que estoy bien, lo hago gustosa y, al mismo tiempo, ratifico mi petición. Anoche también estuve en el circo a ver al Corsario, y siento no haberte visto allí. Esta noche, de las diez en adelante, estoy en casa; mañana, no, pues voy a la ópera; pero pasado mañana, después de las nueve, me hallarán visible mis amigos. Te doy cuenta de mis horas para que escojas, y te ruego que no dejes de traerme mis cartas159 la vez primera que me des el gusto de verte.

Tú me dijiste anteanoche clara y terminantemente las palabras primeras subrayadas en mi anterior; por eso te las recuerdo: yo no era capaz de inventarlas. Las dijiste con franqueza que vale mucho, con un candor y una sencillez que no son de este siglo; te las oí con sorpresa, pero me ha agradado cada vez más esa veracidad un poco ruda, pero siempre estimable.

Tengo visitas; voy a salir; pero, aunque tan deprisa y tan mal, te repito que soy siempre tu amiga,

Tula.




ArribaAbajoCarta 42

No, no me enojé de que te marcharas, aunque extrañé la precipitación con que lo hiciste. Yo, menos prudente que tú, insistí en que prolongases tu visita, porque tenía un deseo irresistible de oírte una palabra de cariño; de darte alguna nueva prueba del que me inspiras. Pesado por demás estuvo G., pero no le falta ni talento, ni bondad. Es que se ha acostumbrado a verme indiferente con todos, es decir, sin predilección por nadie, y no sospecha, que entre tú y yo medie cosa alguna, que nos haga enojosa su presencia. Se llenaría de pena, si supiese que nos había molestado. Es un excelente chico.

Dices en la tuya que vendrás esta noche a las nueve: estaré en casa a esa hora; pero te ruego, que no te hagas una obligación de venir. Tus visitas no me son gratas, si no son espontáneas: en lo que tú no tengas placer no puedes dármelo a mí.

Mira, ya hemos hablado bastante de la naturaleza de nuestro afecto; de la santidad que debe tener y de los peligros que puede correr ésta: creo que conviene no hablar más de esto. Hay cosas, cuyo solo recuerdo hace daño: la virtud es más fuerte cuando se piensa menos en aquello que la combate. Los peligros con los cuales se familiariza el corazón, cesan de inspirar miedo. Yo no te dejo a ti solo la responsabilidad de ambos, no; sería egoísmo. Yo, sin confiar en mí neciamente, me atrevo a esperar que sabré conservar tu estimación y la mía propia, sin que te cueste mucho trabajo el sostener mi ánimo. No veas en esto orgullo, no; es sólo verdad de afecto. Te quiero mucho para arriesgar locamente tu cariño.

No hablemos más de esto. Yo no quiero prever nada, temer nada; creo en ti, te estimo y esto me basta. ¿Sé yo acaso si tengo amor? ¿Sé si lo que siento por ti necesita tu posesión? Paréceme a veces que me sería tan imposible llegar a tus brazos con ardor de amante, como a los de mi propio hermano. No se me ocurre jamás desear pertenecerte para siempre, y alguna vez me parece que los impulsos de mi corazón a tu lado, que tanto me han alarmado, no se diferencian gran cosa de los que tendría por mi madre. Yo no sé, te lo confieso, si te amo; sé sí que te quiero más que a ninguno de los hombres que conozco, y que tu aprecio es para mí una necesidad.

¿Por qué, pues, hemos de recelar anticipadamente, ni empeñarnos en ver combates en nuestras propias aprensiones? Acaso nuestra imaginación va más lejos que nuestro corazón, y esto es un mal, porque puede engendrar ese peligro que sueña: ¡oh!, y no tendríamos disculpa, porque no tenemos el delirio del amor, que es lo único que justifica extraviando.

Amigo mío, quiéreme sin examinar la naturaleza de tu afecto y cree que, tal cual es, basta a tu

Tula.




ArribaAbajoCarta 43160

Me levanto hoy despertada por una carta de mamá que me ha traído el correo161. En ella he visto muchas veces tu nombre; se habla de ti largamente, con abandono, con ternura, haciendo castillos en el aire. Esta carta, llegada en tales días, me ha hecho extraña impresión; no sé cómo; siento que, exaltando mi pesar, ha quebrantado mi cólera. Siento que tengo necesidad de decirte algo de lo que he leído, no todo, no, jamás, porque si fueras capaz de leer con tu pachorra habitual los delirios apasionados de un corazón de madre, te cobraría horror y yo no quiero aborrecerte.

Me dice mamá:

«Háblame mucho de C.; bien sabes que lo quiero como a un hijo; mi deseo sería... Es tan buen sujeto, estoy tan persuadida de que te tiene mucha simpatía y que tú eres una persona que te haces querer por todos los que te tratan, que no me sorprendería que tú y él se hiciesen algo más que amigos, y yo, Tula mía, me alegraría en el alma, porque es un sujeto que merece el mayor aprecio y es digno de todo», etc., etc.

En otra parte dice:

«Siempre deseo con impaciencia tus cartas; pero ahora más, porque se me figura que he de ver alguna en que me digas que C. te quiere y que tú le quieres a él. Pienso mucho en eso, porque..., etc., etc. Yo no he de ser tan dichosa que vea realizado mi deseo, pero me sirve de gusto el pensar en eso y ver que no es imposible.»

Te copio con exactitud, aunque no por completo, los párrafos que mi buena madre te dedica; el alto concepto que tiene de ti y la ternura con que lo expresa no pueden menos de lisonjearte. No sé si estás en Madrid o te has ido a Aranjuez; de todos modos, mando a tu casa estas líneas, porque me es imposible resistir al deseo de hacerte saber lo buena que es mamá y lo que de ti se ocupa, aunque yo me arriesgue con esta larga carta a que tú sientas aquel disgusto, que otras te han causado por su extensión.

Adiós; créeme siempre tu amiga,

Tula.




ArribaAbajoCarta 44

Como me ofreciste poner dos líneas tuyas en la primera carta que escribiese a mamá; como sé que a ella le servirán de gran placer, porque te quiere más que mereces, y como el correo sale esta tarde, es decir, antes que vengas a casa, te incluyo la mía, para que cumplas tu oferta y me la devuelvas en seguida.

Al mismo tiempo quiero decirte, por si esta noche hay visitas que me lo impidan, lo que en la de ayer te expliqué mal. Quede consignada en este papel mi breve, pero clara explicación, a fin de que jamás me acuses de inconsecuencia.

Mi carta de ayer, dices, era menos afectuosa que la anterior a ella. Yo te dije más, te dije que era fría, y lo era en efecto. Para disculpar la inconsecuencia que parece resultar de algunas de sus palabras, comparándolas con las que contenía la otra, no te diré que esta última a que me refiero no te fue dada, sino que me la quitaste, y que con el hecho de no habértela enviado, te di una prueba de que mi corazón no la aprobaba, de que algo de su contenido no estaba acorde con mis deseos. No te diré esto, repito, porque no he menester abjurar o desmentir conceptos que trazó mi mano, para probar que no soy inconstante ni contradictoria.

El mismo sentimiento que dictó una carta presidió a la otra. ¿Pero no sabes tú que los mismos vapores que forman las nubes azules y nacaradas son los que tiñen de un color fúnebre o sangriento esos densos nublados que preceden a la tempestad? ¿Es inconsecuente el sol porque tiene el poder de engendrar el rayo, así como el de abrir el delicado capullo de una flor? Ya te lo dije ayer: cuando te escribí mi última carta estaba descontenta de ti; no salió ella fría, la hice yo que lo fuera. ¿Estoy hoy más satisfecha? No; acaso sería más digno de mi orgullo no decirte esto, pero te lo digo, sin embargo.

Voy a ser franca contigo hasta un extremo increíble; escucha.

Tú, según he comprendido, viniste a Madrid huyendo de un amor profundo, que acaso quieres vencer, amor que juzgaste tan fuerte, que dijiste: yo no viviré mucho, cuando muera, decidle que la he amado. Esto es muy novelesco, muy heroico; esto debiera estar en una de las novelas de Ana Rachelif o en una leyenda de Demestilay. Viniste, y mientras llegaba el caso de morir, víctima de tan acendrada pasión, quisiste que mi amistad te endulzara la expectativa, que te entretuviera, como se te escapó decir anoche. Pero era preciso para entretener un alma tan herida por el dardo de Cupido (hablaremos en términos poéticos), era preciso que mi amistad no fuese una cosa vulgar, sino ardiente, exclusiva, profunda. Cuando así la creíste la aceptaste, y aun dijiste: «Deja correr tu corazón, no le opongas la menor resistencia; ámame cuanto puedas, que así lo necesito». Sí, lo necesitabas para entretenerte. Por eso ayer todo lo más que decías lisonjeramente en tu carta era que me tenías predilecto afecto, en la misma carta en que tan satisfecho te mostrabas de mi amor, tan ciego lo creías, que me ofrecías defenderme de mí misma; tomar la responsabilidad de mi destino, o mejor dicho, salvarme con tu respeto de mi propia flaqueza. ¿Sabes que nada tienes de galante? Eres singular. Tu talento se eclipsa a las veces de una manera inverosímil. Escucha: tú no me has conocido sino por una de mis fases, por la de mi corazón, ignoras completamente cuál es la de mi cabeza, ignoras que si yo quisiera consultar solamente mi talento y mi conocimiento del corazón humano, si dejase obrar a mi vanidad de mujer y a mi experiencia de filósofo, ni tu amor a esa que lloras, ni tu calma, ni tu hastío, ni nada te salvaría, a ti que quieres salvarme. Sí; yo te dominaría con mi cabeza fría; te subyugaría a mi placer; te volvería loco si se me antojase. ¡Oh! ¡Guárdate de enfriar mi corazón y de excitar mi orgullo! Guárdate de despertar en mi voluntad un deseo, que nadie ha resistido hasta hoy, porque yo puedo cuanto quiero, mi voluntad es de aquellas pocas, que hallan en su fuerza una omnipotencia terrestre. Pero no, no tienes necesidad de guardarte, no. Al decir esto, que acabo de decirte, te he dado una prueba de que no aspiro a lo que creo poder, me desarmo ante ti con la conciencia de la bondad de mis armas; en una palabra, quemo mis naves como Cortés.

Lo hago, porque yo no deseo que tú me ames, al contrario, mi razón me dice que sería un mal grande para mí tu amor. Pero ¿por qué quieres tú jugar con mi corazón, como el niño que pone el fuego en la pólvora, sin prever que puede él mismo abrasarse? Tú me agitas, me incitas, me ofendes en mi orgullo, me hieres en mi sensibilidad; todo con una calma admirable, sin comprender siquiera que estás jugando con fuego peligroso. Si yo te amo, tu conducta es cruel: si no te amo, es ridícula. Porque en fin, ¿sé yo hasta ahora si eres mi amigo, mi amante, o si no eres nada? Como amigo pides mucho al decir que no admites más restricciones, que las que yo ponga; porque si yo te amase, acaso no pondría ninguna. Como amante das poco; porque hasta ahora todo lo más apasionado, que te he oído, es que yo te entretengo; que te consume el hastío; que no crees en la felicidad; que te vas a París; y que amaste, o amas, a una mujer de quien huyes. Y para esto, sin embargo, dices que me necesitas, y me buscas, y te enojas porque no estamos solos, y me preguntas si te amo tanto como amé a mi esposo; al hombre que más amó; ¡al más digno de ser amado! ¿Te comprendes tú?, yo confieso que no. Tu amistad sería un bien para mí; tu amor, un mal: no sé, empero, si yo deseo aquel bien, ni si aborrezco este mal. Sé solamente que tu conducta me hiere, y que no sabiendo qué eres para mí, qué soy yo para ti, comienzo a creer que vale más que no seamos nada el uno para el otro, porque ya sabes que no sufro medianías: que lo indeciso no me place.

Esta carta te va a parecer loca, tonta: vas a leer todas las mías que tienes para notar las contradicciones, las inconsecuencias... las hallarás, no lo dudo; un célebre moralista ha dicho: la verdad es una en su esencia y múltiple en sus formas; sólo la mentira es consecuente, porque la mentira no es natural.

Acaso ésta es tu propia disculpa: por eso yo no te acuso por inconsecuente, sino por orgulloso y frío. Es preciso que sientas más o que procures inspirar menos. Querer reinar absoluto y no decir siquiera cuál es tu derecho, es una tiranía absurda.

He descargado en ti mis bilis, pero con todo, nadie te quiere como yo. (No está firmada ni rubricada.)

P. D.: Lo ininteligible de ésta te probará que aún no he hecho uso de tus plumas. No he querido que me sirvieran de armas contra ti.




ArribaAbajoCarta 45

Antes de decirte, según te ofrecí, cuál es el teatro a que iremos, quiero pedirte perdón por mi impertinencia de anoche. Pesada estuve, -¿no es verdad amigo mío?- pesada en extremo al obligarte a prolongar tu visita sabiendo que te sentías malo. Como aquella exigencia mía debió parecerte extraña, permite que te dé ahora una semiexplicación de ella. La importuna visita de mi vecina sobrevino en un momento en que, entendiendo mal ciertas palabras, que te dije, te atrevías a sospechar que yo recelaba mudanzas en el aprecio, que en mi carta de anteayer te manifestaba: me lastimaste con aquel tono frío, con aquel gesto severo, con aquellas palabras injustas, en que me vi reconvenida por una cosa, que no pudo pasar por mi pensamiento. Es verdad que te dije, que empezaba a temer llegase un día en que tú vieras una mentira en cierto párrafo de aquella carta: pero te aseguro, y lo creerás sin dificultad, que no me refería al afecto, que en ella te expresaba; afecto cuya constancia garantiza una separación de siete años, que ha pasado por él sin destruirlo. Esto era lo que quería decirte, y por decírtelo he querido prolongar tu visita. Me era amarga la idea de que te fueras de mi lado con la sospecha injusta, y hasta absurda, de que yo había querido indicarte la posibilidad de cesar de quererte. ¿Cómo has podido concebir semejante disparate? No, Cepeda, no; en ese punto mi carta de anteayer no será jamás desmentida.

Yo hablaba de otra cosa, de una cosa que anoche te hubiese dicho, porque hubo un momento en que mis propios labios se abrieron para desmentirla; gracias al cielo no lo hicieron; llegó aquella visita, que entonces maldije y que bendigo hoy; porque a no sobrevenir en aquel momento, hubiera tal vez cedido a la impresión, que entonces sentía, y mis palabras, escapadas sin aprobación de mi razón, me causarían hoy grandísimo disgusto. No exijas que te diga más; te lo suplico. Ayer todo el día me ha dominado una emoción extraña; he estado descontenta de mí misma; en vano he intentado disfrazar a tus ojos mi interior tristeza con un atolondramiento y jocosidad, que no me son naturales. No sé qué inconcebible impulso me arrojaba a la boca palabras insensatas, que felizmente no llegaron a ser articuladas. Hoy me siento más tranquila, y te ruego que creas, que no quise decir lo que supusiste, sin pedirme mayores explicaciones. No; mi carta de anteayer no contiene mentira alguna, al escribirla era completamente sincera, ayer me parecía que algo había estampado en ella que mi corazón abjuraba ya; pero hoy creo que me asusté sin motivo, que calumniaba a mi corazón, que todo lo que aquella carta decía pudiera ser ratificado en ésta. ¿Y por qué amargarme yo misma los momentos de dicha que tu amistad puede darme? No, amigo mío; yo quiero gozarlos, porque he padecido tanto que soy digna de ellos. Pero no vuelvas a decirme que tú no sabes si me amas fraternalmente; no vuelvas a exagerar tu afecto diciendo cosas, que quitan a la amistad su dulce y apacible e inofensiva ternura para prestarle el peligroso encanto de otra pasión que temo, que he renunciado para siempre, que colmaría hoy, si la sintiese, la medida de mis desgracias. ¿Sabes tú por ventura si una palabra tuya, si una mirada pueden trocar el sosegado afecto, que me inspiras, en un sentimiento poderoso, irresistible, que vivió en mi alma y que dejó en ella restos dolorosos, calientes todavía? ¿Sabes tú, si anoche un momento más hubiera bastado para producir un trastorno completo en mi actual destino, sí, muy triste, pero resignado, sin tempestades, sin dolores acerbos?... ¡Oh! ¡amigo, hermano mío! respeta este pobre corazón, que tanto ha padecido y que por mi desgracia no está muerto todavía, aunque haya sido destrozado. El mundo me juzgará como quiera, nada le pido, nada le doy; pero tú debes conocerme: tú tienes el deber de no sospechar nunca, que un corazón como el mío merece ser ligeramente tratado.

Tu amistad tierna, pero calmada, sin transportes, sin ardor, sin excesiva predilección será un gran bien para mí, que creo en ti y te quiero: pero cuenta, que esa amistad no se exprese con las miradas, con los acentos, que anoche sentí y oí: cuenta que no despiertes de súbito un recuerdo fecundo en agitaciones, y que por ocho, quince días o veinte que pases aquí, no me dejes años de lágrimas y de dolores crueles. No temo yo lo que hagas, no caigas en tal error, temo lo que sientas y lo que inspires. Las acciones se dominan, los sentimientos no. En fin, ¿por qué no he de decirlo claramente?, temo amarte. Esto es todo. Ésta es mi melancolía de ayer, mi locuacidad de anoche, el mentís que temo dar a mi carta anterior. La confesión se me ha escapado, y no la borraré. Allí va: temo amarte; ¡ah!, sí; lo temo mucho, y sin embargo no puedo renunciar a verte, no puedo. ¿Cómo tres o cuatro días han producido en mí un trastorno como éste? Me creía incapaz de amar de amor, la misma amistad era tibia y lánguida en mi alma abatida. ¿Cómo es que tres días han rejuvenecido mi corazón y...? perdona, amigo mío, yo digo desatinos. No; soy tu hermana; esto me basta; esto es lo que deseo; pero sé generoso, no me quieras tanto, no vuelvas a decirme que yo te hago olvidar hasta tu país, hasta tus afecciones más dulces... No quieras que al oírte lo olvide yo todo, excepto que soy libre y que me amas.

¡Y bien! Yo quería ir al teatro para no verte esta noche; pero era una locura, un exceso de miedo: ¡qué vergüenza!... Iremos, si tú quieres, al circo, allá arriba, de incógnito; si prefieres que estemos en casa, evádete de los compromisos, de las visitas, y ven: me hallarás gozosa con verte; con saber que vienes. Decide tú, y respóndeme, si hemos de ir al circo o no.

Pero ya lo sabes: yo no tengo el orgullo de ocultarte lo que siento, ni la prudencia de huirte. Quiero verte y oírte; pero quiero que vengas a mí como un afectuoso hermano, y que conozcas que el salir de los límites de esa fraternidad en lo más mínimo puede hacerme mucho mal.

Ya ves que soy la misma: la franca india; la semisalvaje, que no sabrá jamás ser coqueta, ni aun ser cauta. Ponme dos líneas diciéndome cómo estás, cómo has pasado la noche, y qué haremos ésta. Tula.




ArribaAbajoCarta 46162

Martes, a la una de la noche.

Supuesto que has determinado establecer tus visitas a manera de calenturas, que llaman tercianas dobles, es decir, que aparecen un día sí y otro no, y que mañana es uno de los días de no, y que la taza de café que he tomado en tu presencia me desvela atrozmente, y que hace dos horas que me dejaste, y que me parece que son dos siglos, y que he vuelto a leer tu carta, y me parece cada vez más grata y lisonjera, y y y y otras mil y y, que pudiera añadir para justificar mi deseo de comenzar esta carta, que no sé si tendrá fin hoy o mañana; supuesto, digo, todo lo expuesto, y lo más que no expongo, determino charlar un poco contigo en estas altas horas de la noche en que todo reposa, menos mi cabeza: con esto lograré que, en los días en que no me veas, vaya a recordarte mi existencia un papel garabateado por mi mano. Por lo dicho comprenderás que resuelvo escribirte en todos los días, que me prives de tu visita, porque a toda costa es preciso impedir que me olvides; y ya que no tengo derecho para exigir que me consagres todas tus horas de la prima sera, o, según otro idioma, tus soirées (en castellano no tenemos voz equivalente a esas dos extranjeras), lo tengo al menos para consagrarte yo algunos momentos de mis mañanas o madrugadas, escribiéndote cartas, aunque sean como ésta, que lleva visos de ser una cosa estupenda. He aquí un comienzo o introducción que promete. Las oraciones no son muy gramaticales, y el estilo no peca por sublime; pero a bien que yo no voy a enseñarte gramática, ni a darte muestras de mi talento epistolar, sino a pasar contigo mi vigilia nerviosa, diciéndote que pienso en ti.

Pienso en ti, sí; y tan tenaz va haciéndose este pensamiento, que no sé cómo libertarme de él ni un solo instante. Pero, escucha: tu carta, que tengo ante mis ojos; algunas de tus palabras de esta noche; tus tiernas caricias; la dulzura y purísimo placer que en mi alma han derramado; todo me tranquiliza, y me hace no considerar como un mal la fuerza que va adquiriendo en mi corazón el cariño, que siempre te he conservado. Sí tú me quieres; si me respetas; si estás resuelto a conservarte siempre digno de mi aprecio y a no hacerme desmerecer del tuyo; si deseas y procuras prolongar tu permanencia en Madrid, yo debo considerar un bien, y no una desgracia, el afecto que me inspiras. ¡Estaba mi alma, tan sola! La ausencia de mamá, mi mejor amiga, la sola persona en cuyo amor confío, me había dejado en soledad espantosa. Mi corazón, que tanto ha padecido, no tiene ya aquella fuerza orgullosa que se contenta con la independencia y que desdeña los consuelos, que no le vienen de sí mismo. Yo sentía que necesitaba un pecho amigo, en el que pudiera descansar mi frente, cuando fatigara mi cabeza el peso de los amargos pensamientos: necesitaba una voz querida que me alentase y me dijese yo te quiero; una voz que no fuese engañosa, que no me excitase desconfianza, que no me mintiese nunca; una voz como la de mi madre, veraz, indulgente, amada. ¡Oh! ¡Tú no sabes cuán sola estoy aun en medio del mundo! La sociedad me hastía; por un sentimiento de religión lucho contra el desprecio que me inspiran los hombres; pero no puedo estimarlos. ¡He visto en ellos tanta pequeñez! ¡He sido víctima de tan mezquinas y ruines pasiones!... Hubo un tiempo en que mi orgullo, mi fuerza juvenil, la conciencia de mi superioridad, me hacían buscar esas mismas luchas del mundo; y correspondía al mal que recibía, con una sonrisa desdeñosa: era todo aquello punzadas de alfiler, que no me hacían salir sangre. Ahora, después de haber sido desgraciada, mi fuerza es menos; mi vigor, fatigado, anhela reposo; y el mundo no tiene nada que me ofrezca una esperanza de paz, ni nada tampoco que me excite a volver a desafiarlo. Sus punzadas de alfiler no me harían daño; pero ya han perdido hasta el poder de excitar mi orgullo para ostentar mi desprecio. Perdiendo al hombre que amé, y que me amó cual jamás merecí ser amada; lejos de mi buena madre; sin fe en ninguno de los que se llaman mis amigos, sin deseos ni capacidad de tener amor, mi vida había llegado al extremo mayor del aislamiento, cuando el cielo te trajo, querido mío. ¿Por qué, pues, he de desechar yo el consuelo inesperado de esa tu amistad, que, si no es tal y tan grande como yo la desearía, es, por lo menos, lo creo así, la más sincera y noble, que puedo esperar de los hombres? No; yo no creo que Dios, ese Dios que es todo amor, juzgue un crimen mi cariño hacia ti; no creo que, celoso de mi pobre corazón, me lo exija tan exclusivamente, que deba yo lanzar de él un sentimiento que endulza mis desgracias. Por lo que respecta a la cara memoria de mi esposo, tampoco me avergüenzo de unir a ella el cariño que me inspiras. Vivo él, mi alma toda era suya; muerto, ¿me reconvendrá porque acepto un pecho amigo, en el que lloro mi infortunio? No; su alma grande y generosa es acaso la que te ha inspirado el deseo de venir hacia tu pobre amiga; él te ha juzgado digno de ser el consuelo de la mujer que amó, de la mujer que no le ocultó que te había amado, y que él sabe, sin duda... ¿pero adónde voy a parar con estas reflexiones?... Para probarme a mí misma que no soy culpable, ¿no basta esta dulce calma de mi corazón? El delito es intranquilo; nadie que es culpable es tan feliz como yo lo he sido al llorar hoy en tu pecho.

Tú me dices que sea virtuosa; que tú no serás jamás un enemigo de la virtud; que la mía, si la alcanzo, aumentará tu cariño. Amigo mío, yo no soy virtuosa, no; soy una débil criatura, que ha cometido muchas faltas, que se reconoce muy frágil; pero amo a la virtud, la busco, la pido, la deseo. Preferiría morir cien veces a perder este noble instinto, que me lleva al bien. Pero, ¿no crees que tú puedes contribuir mucho a que yo alcance esa virtud que me deseas, y que yo busco con todas las aspiraciones de mi alma? Sí; tú puedes hacerlo; ámame con un amor digno, eleva mi alma con el vuelo de tus propias virtudes. ¡Oh!, ¡yo te lo juro, yo no soy una de esas mujeres que aman impunemente a un hombre digno! Yo sabré levantarme hasta la altura que llegue mi amado; yo no sufriré jamás que para hablarme tenga que bajar sus ojos. Por mí sola no sé si tendré fuerzas para alcanzarla perfección; mucho espero en el poder de Dios, pero me parece que mucho esperaría también de ti, si tú me amases. Yo no quiero indagar si me amas así, tanto como acaso deseo allá en el secreto de mi alma; ¡lo quiero pensar en el nombre que conviene a tus sentimientos; no me pregunto nada sobre el porvenir, ni quiero recordar lo pasado. Si me amas, si amas la virtud, si me das aliento para buscarla y esperanza de verla pagada por tu estimación; si me ofreces no irte tan pronto; si puedo gozar tu compañía algún tiempo, creo que recibiré mucho bien de ti, y que cuando nos separemos mi recuerdo será eterno en tu alma.

Éste es todo mi deseo; te lo digo con la mano sobre el corazón. Si hay momentos en que tu proximidad me agita y no sé qué inquietud dolorosa me hace sentir, que algo falta a mi corazón, luego que se pasa aquel momento de turbación y pasión, veo que lo que faltaba no era nada en comparación de lo que poseía; y la satisfacción de haber conservado pura y tierna nuestra ardiente amistad vale cien veces más que todo aquello, que hemos negado a nuestro amor. ¿Te amaría más, por ventura, si fueras más mío, que te amo ahora?

Llegará, sin embargo, un día en que tú ames de otro modo: tendrás una mujer para tu cuerpo; sé que es preciso; tendrás una querida o una esposa. Lo primero creo que no me haría desgraciada, creo que podría soportarlo; lo segundo... no sé, no quiero saberlo. Vivo del día presente; no sé si él me basta, pero no quiero ver más allá.

Son las tres: voy a mis oraciones, por escribirte las olvidé; tú duermes en tanto. ¡Oh, que tu sueño sea dulce! Que un ángel te cobije con sus alas. ¡Qué bella religión ésta que tiene ángeles; puras y amorosas inteligencias, que se asocian en misteriosa comunión con la inteligencia del hombre...! Que los ángeles guarden tu sueño, querido amigo mío, y que ellos te inspiren palabras consoladoras y dulces que escribirme mañana: ¿no es verdad que lo harás?

He pasado contigo mi insomnio; he engañado al corazón que te buscaba. Te abrazo ahora con mi alma, recibe esa caricia, recíbela en mitad de tu sueño y que ella te halague tanto como tu recuerdo a tu

Tula.

La pluma es tan mala, que dudo entiendas ésta.




ArribaAbajoCarta 47

La mujer a quien acusas, a quien llamas tu verdugo, te ha amado con un amor que no volverás a inspirar; con un amor que ninguna otra mujer es capaz de sentir. Ayer eras todavía a mis ojos el hombre de mis sueños; la adorada realidad del idealismo de mi juventud. En mi carta de ayer te he llamado mi vida, mi esperanza, mi bien; te pedía que vinieses a mí en aquel momento, en que te escribía para jurar en tus brazos ser tuya hasta morir, y morir cuando te perdiese, cuando cesases de amarme. Viniste, en efecto, poco después y fue para decirme tranquilamente, tan tranquilamente que no pude creer fuese verdad, que te marchabas mañana a París. ¡Y bien! ¿de qué te quejas? ¿de qué me acusas? ¿Hay algo que me reste que hacer para probarte mi amor? ¿Y si te lo he probado, si lo conoces, podrás dudar que tu partida ahora me iba a destrozar el alma? Porque yo era delicada y generosa y no quería exigirte lo que sólo deseaba y esperaba deber a tu corazón, ¿debías tú, uniendo la injusticia a la más fría indiferencia, lanzarme esa terrible palabra, me voy, como si me dieses la noticia más indiferente? Dijiste después que me huías a mí: y bien ¿es esto más lisonjero que el decirme que te vas, porque nada valgo para ti, ni yo, ni mi amor, ni mi pesar? Tú te has decidido a irte ahora, sabiendo que poco más tarde hubiéramos podido hacer juntos el mismo viaje; sabiendo que ahora más que nunca me había de lastimar tu ausencia. Sea esta resolución tuya indiferencia y desamor absoluto; sea, como dijiste, que me huyes por demasiado amor, yo tendría que ser un ser degradado y privado de todo sentimiento, si no viese en tu resolución el golpe, que rompe para siempre toda clase de vínculos entre nosotros. Si te vas porque te soy indiferente, yo no debo, no puedo, ni quiero molestarte con mi cariño, ni con ningún recuerdo de los pesares que sufro. Si realmente me huyes, mi orgullo, a par de mi corazón, gritan ofendidos y me mandan morir antes que continuar relaciones de ninguna especie con el hombre que huye de mi amor, como de cosa que puede perjudicarle. Yo no soy ni monja, ni casada, tú no eres tampoco esclavo de ningún juramento, que te haga un crimen del amor; por consiguiente, amando y siendo amado, yo no concibo que nadie pueda huir, a menos que el objeto que ama no sea tan indigno, que a toda costa quiera salvarse de sus redes. Y bien, Cepeda; Tula tiene, tú lo sabes, un alma demasiado noble, demasiado altiva; tiene un corazón demasiado apasionado y lleno de delicadeza para dejar lazo alguno al hombre, que quiere romperlos. Si tú quieres huir, ¿puedes reconvenirme de que yo te deje el campo tan libre como necesitas? ¿Es que crees que al huirme tú debo yo perseguirte? ¿Es que exiges, que cuando tú huyes yo quede preparando los lazos para volver a asirte, si la casualidad puede darme ocasión? No, tú me conoces bastante para no pedirme ni esperar de mí cosas degradantes y viles.

Tú no eres ya mi amigo; eres mi amante; el amante a quien adoro, a quien he entregado toda mi alma, toda mi existencia; si tú huyes después de esto, bastante causa es para que yo muera de dolor y de vergüenza; pero no para envilecerme hasta el punto de seguir contigo, como si tal cosa. Para no sentirme herida hasta el fondo del alma e incapaz de volver a sostener tu mirada, sería preciso que yo fuese una mujer perdida, que con nada obliga, ni se obliga.

Yo no estoy colérica, no; estoy indignada, sí, y, sobre todo, dolorida. Creo que si te hubiese visto como tú me viste, aun cuando el viaje fuese la cosa más urgente, más precisa, hubiera volado a devolver el billete y a decir a veinte amigos que fueran: no voy. Sí, eso hubiera yo hecho en vez de pedir al cielo la muerte y llamar verdugo a la persona a quien haces infeliz; eso hubiera hecho yo, si fuese tú, y luego te hubiera cogido en mis brazos y te hubiera dicho: perdóname; estaba loca cuando creí posible dejarte por mi voluntad; dame la dicha o la desgracia, lo que tú quieras, con tal que te des tú con ella. El dolor, el remordimiento mismo, es dulce en tus brazos, cuando se bebe en tus labios.

Esto hubiera yo hecho, porque yo tengo corazón. Tú haz lo que quieras, lo que has resuelto; pero olvida para siempre a una mujer que sería digna de lo que haces, si fuese capaz de sufrirlo pacientemente. ¡Tú rompes todos nuestros lazos antiguos y nuevos: todos!

Tu amante, ultrajada, no puede ser tu amiga.

(No tiene firma ni rúbrica.)




ArribaAbajoCarta 48

He recibido la tuya en cama, pues mi jaqueca se ha hecho tan fuerte, que no puedo tenerme en pie, y tomé y conservo la cama, donde permaneceré hasta la hora de comer, por si el descanso me alivia. Comemos a las seis, regularmente, y me es imposible recibir antes de las siete. Si quieres absolutamente que te vea hoy, será preciso que vengas a dicha hora, por solo una; pues a las ocho espero a Concha y estoy comprometida con ella para ir al teatro.

Te recibiré, pues, a las siete, y estarás hasta las ocho, si gustas; pero ten entendido, que no te recibo para reconvenirte ni para quejarme, ni para mandarte que te quedes o que te vayas, como tú me autorizas. No, Cepeda; te recibo porque lo deseas y porque yo no quiero que nada en mí parezca capricho y obstinación de orgullo. Te recibo porque no veo un gran mal en ello, porque será la última vez que nos hablemos en este mundo, y porque no trato ni de quejarme, ni de reconvenirte, ni de mandarte.

Te he dicho lo que debía, y obro como me ordena mi delicadeza. Te he dicho que, si te vas, todo queda roto, todo queda concluido entre nosotros de una manera absoluta, y en esto mi resolución es irrevocable, porque es necesaria. Yo te lo perdono todo, te dejo completamente libre para disponer de tu persona, según tu antojo o conveniencia; te declaro que nada tienes que ver conmigo en lo sucesivo, ni como amante, ni como amigo, ni como mero conocido; porque yo todo lo renuncio hoy; tu amor y tu amistad y tu recuerdo; todo lo renuncio para que seas tan libre como necesitas y vivas tan tranquilo como apeteces. En esto, repito, es imposible que yo cambie de modo de pensar. Tu marcha es el golpe que todo lo rompe, y lo más que yo puedo hacer y tú puedes pedirme, es que sufra ese golpe sin quejarme. ¡Eso es lo que deseo hacer, eso lo que haré!

Te suplico, pues, que si vienes esta noche, me evites escenas dolorosas e inútiles. He padecido mucho; mis dolores no han sido esos dolores tuyos, que no son más que fantasías; yo he sido desgraciada, tú lo sabes; la suerte ha querido que yo lo sintiese todo; lo poseyese todo, y todo lo perdiese. No juegues con este corazón lastimado. Él te perdona, si le has ofendido, te desea toda felicidad, que para sí mismo no espera, y te dirá un adiós irrevocable y eterno; pero sin acrimonia ni amargura.

En este instante vienen a decirme de parte del Mayordomo de Semana Trujillo, que el sábado me espera en Palacio para la función de no sé qué cruces que van a darse, y que hoy a las seis me espera a comer en su casa, pues es el padrino y reúne hoy a sus amigos. He contestado al ayuda de cámara, que me trajo el recado, que le diga a su señor que estoy en mis días de esplín, que él sabe son horribles, y que, por consiguiente, soy mujer muerta por ahora.

Adiós, Cepeda; sé justo con la que te ha amado, con la que te amaría eternamente, si tú lo hubieras querido.

(Está rubricada.)




ArribaAbajoCarta 49

Siento que me digas que sigues enojado, aunque lo que añades y el tono general de tu carta me tranquilicen suficientemente. Celebro que tus disposiciones actuales te parezcan menos amargas, que las que dices haber tenido; yo deseo más que nada tu dicha, tu sosiego, que te es tan caro. También yo me siento en mejores disposiciones que hace días tenía, y si tu enojo se disipase me hallaría contenta.

Escucha una súplica, y por Dios no la interpretes mal. Tú crees y dices que la posesión de un objeto mata el cariño que inspiraba; yo no soy tan material, y sea orgullo, sea espiritualismo excesivo, amo y aprecio todo lo que poseo, todo lo que me pertenece. En este concepto amo las cartas porque las poseo, porque son mías; y, sin embargo, como por idéntica razón, las que te he escrito en estos últimos días debe valer poco para ti; quisiera deberte un favor, y es que me dejes tus cartas y me devuelvas las mías; es decir, las que te he escrito desde que estás en Madrid. Han sido un episodio extraño en nuestra amistad, y me darás un placer en devolverme esas páginas intrusas, que te disgustaban por ser largas. No dudo que te deberé este obsequio, que sabré apreciar debidamente, y si exiges que lo pague dándote tus cartas, lo haré, aunque con disgusto.

Me traerás, pues, esos papeles cuando vengas por primera vez a esta tu casa, en la que siempre serás recibido con satisfacción por tu amiga

Tula.

Dios quiera, amigo mío, que ésta no te parezca muy larga. Habituada a escribir a personas que siempre me acusan de laconismo, aún cuando les mando volúmenes, no acierto a escribir a manera de partes oficiales, y así es que temo fatigar tu atención por mucho que simplifique. Perdóname, pues, si ésta no tiene dos líneas solamente en atención a que no lleva la pretensión de ocuparte de su autora, que sólo desea no ser jamás molesta y no turbar en lo más mínimo esa calma que apeteces y estimas como bien supremo, y que, en efecto, debe ser cosa muy buena.




ArribaAbajoCarta 50163

Madrid, 12 de noviembre de 1847.

Señor don Ignacio Cepeda.

Mi siempre caro amigo: recibí a su debido tiempo la grata tuya de Burdeos, celebrando saber que parte de tu viaje ha sido feliz. No he contestado antes porque he estado retirada algunos días en el convento de Loreto de esta corte, y había hecho voto de no distraer mi corazón con nada en esos días consagrados a Dios. Tu estada en ésta me había hecho dar al mundo más de lo que debía, y cuando mi alma volvió a la soledad sintió justos remordimientos y la necesidad de una expiación. Ríete, si quieres, no por eso me avergonzaré de confesar que sólo después de haber llorado mucho el afecto que te he tenido, me atrevo a decirte que te lo tengo todavía.

Mi mamá me escribe dándome el encargo de participarte la boda próxima de Pepita164 con Castillo. Yo nada tengo por mi parte que noticiarte. Vivo muy retirada y algo enferma desde tu partida; pero deseando siempre tu felicidad y que me creas tu mejor amiga.

Tula.




ArribaAbajoCarta 51

Madrid, 10 de diciembre.

Mi siempre estimado Ignacio: veo por la tuya, que con placer he recibido, aunque algo atrasada, tu deseo de prolongar tu estada en ésa, y siento no sea cosa a la cual pueda yo contribuir, sino en mis estériles deseos de que alcances cuanto apetezcas.

Carpegna (conde por su voluntad) no viene a casa hace mucho tiempo, ni sé dónde vive, por lo que no he podido indagar por medio de él, si se ha recibido la carta de que me hablas. Creo, empero, y deseo que Tassara165 te consiga de su amigote Sartorius la prórroga deseada166, y aunque no soy amiga de dicho ministro, me ofrezco, si fuere necesario, a rogar a Narváez le hable sobre el particular.

En casa no ocurre cosa que de contar sea. Madrid muy animado con las soirées de invierno, los teatros, los paseos y las Cortes. Yo, a pesar de mi apatía, tengo que dejar llevarme a veces por la corriente de la animación general, y asisto a las Cortes muchos días, al paseo pocos, y algunos a las reuniones.

Mi familia de Galicia, sin novedad. Parece que la boda de Pepa167 se realiza en las próximas Pascuas.

Estoy semicomprometida a aceptar un empleo en Palacio168. Digo semi comprometida, porque aún no me he resuelto a dar contestación aceptando, pero mi ánimo se halla algo dispuesto al sí, a pesar de mi repugnancia a todo lo que parezca dependencia. No sé si variará mi actual disposición; probablemente, eso dependerá de otras circunstancias, que aún sólo son previstas. De todos modos, y aun cuando acepte mañana mismo, mi empleo no se me dará hasta principios de año, tiempo en que se hará un arreglo en la servidumbre real. Si antes de dicha época cayese el ministerio, es fácil que no me colocasen, aun temiendo mi aceptación. Dios dispondrá.

No he recibido la cajita de papel, pero te la agradezco mucho aun antes de recibirla, pues veo lo activo que has estado, y que depende del posma del cónsul el retardo. ¡Que todos los viejos han de ser pesados!

Monsieur Patorni me ha escrito de París y me habla de ti, estimándome la visita que hiciste a su señora en mi nombre. Hoy le contesto. Saluda a madame Patorni afectuosamente de parte mía: es una amable persona.

Adiós, mi buen amigo, toujours t'aime, Tula.

Estarás hecho un parisién, ¿no es verdad? Hablarás la lengua de Racine a maravilla. ¡Oh, qu'il m'ennuie, mon ami, de passer tant de temps sans t'entendre parler! Sans ton amitié je suis abandonnée a ma propre indigence; á cet vide de mon ame si grand, si deplorable. Man coeur s'attriste, s'ennuie de vivre si long-temps sans entendre une voix amie; mais il reconnait alors mieux que jamais qu'il est icibas dans un lieu d'exil, et qu'il ne doit mettre son esperance en aucune chose du monde. Pour te dire celà il faut t'ecrire en français: j'ai fait serment de ne pas te dire jamais mes sentiments secrets dans la langue avec la quelle je t'ai dite pour la derniere fois adieu.




ArribaAbajoCarta 52169

Madrid, 4 de febrero de 1850.

¡Una carta tuya después de un siglo de un silencio de muerte!... Gracias; te doy gracias de no haberme arrebatado para siempre mi última creencia, la última fe que he fundado en la tierra. Sí, he creído en ti, en tu corazón, en tu lealtad; tu silencio me había casi persuadido de que no valías más que la generalidad de los hombres, de que tu corazón era uno de tantos, de que tu lealtad no llegaba hasta decir noblemente -nada eres ya para mí-, y esto me hizo padecer mucho, créelo. ¡Nos aferramos tan tenazmente a nuestras ilusiones cuando son pocas las que nos quedan! En fin, he aquí una carta tuya. ¡Nada!, no hablemos nada de lo pasado en cuanto pueda acarrear recriminaciones mutuas y que son inútiles por lo menos. Ni aun quejarme quiero de la interpretación que me confiesas haber dado a mi última carta, bien que a la verdad me haya parecido extravagante y desnuda de sentido común. Pero he aquí una carta tuya, y yo no veo más sino esto, que tu corazón lanza un acento preguntando por el mío, y que el mío debe responderte sin amargura, sin vehemencia, olvidando todo lo que pudiera hacer dolorosa la comunicación, tanto tiempo interrumpida, que hoy se restablece. De quién fue la culpa, no es ocasión de indagarlo; tuyo es el mérito de que haya cesado, y esto basta a mi alma, y esto borra todo otro recuerdo.

Y bien, has trabajado, viajado y padecido; de lo primero y de lo segundo me alegro, de lo tercero no me admiro, pero me apesadumbro. Padecer es nuestro destino, amigo mío; trabajar y viajar suele aturdirnos y librarnos algunos momentos de aquella terrible necesidad y por eso me complazco en pensar que tus viajes y tus trabajos habrán acortado y aligerado la última parte de tu vida a que haces referencia, la parte de padecimientos. Y sin embargo, tengo muy presente aquellas palabras de madame Stäel, verdaderas como todas las revelaciones del genio: «Viajar, por más que se diga, es uno de los placeres más tristes de la vida. Apresurarnos por llegar adonde nadie nos espera, impacientarnos por una tardanza que a nadie afecta sino a nosotros, llegar adonde nada nos recuerda lo pasado ni tiene relación con nuestro porvenir...», etc.

Esto decía, poco más o menos, aquella mujer de tan gran talento como corazón, y esto habrás tú sentido, aunque no lo digas. Yo también sé por experiencia que la atmósfera de un país extranjero encona más las llagas del corazón, y rara, rarísima vez caen sin acrecentamiento de amargura las lágrimas que se derraman sobre un suelo que no es el nuestro. Pero tú tenías sed de cosas nuevas, gustas ver y estudiar, esto te habrá embriagado algunos momentos y entretenido muchos días. Luego, París es el centro de los amores fáciles y de los placeres tumultuosos. Habrás tenido también tus horas de fascinación y de vértigo: llevabas una organización joven y una cabeza poco gastada. Habrás gozado, habrás creído amar tal vez, y sobre todo esto, ¡cuántas emociones nuevas para tu alma en todas esas terribles peripecias políticas y sociales!... Un trono que se hunde, una revolución que amenaza invadir a Europa y no dejar en pie nada de todo aquello que había parecido eterno en otros tiempos170. Sí, habrás vivido, si la vida debe medirse por las sensaciones; habrás vivido y, por consiguiente, habrás padecido; pero todo eso te convenía; todo eso te era necesario. Has estado enfermo, me dices, y me dejas entrever que el mal comenzó en la región del alma; que tuviste pérdidas sensibles, ¡ay, amigo mío! Hace años que yo escribía estos versos en que le decía a Dios.


Rompes mis lazos cual estambres leves;
cuanto encumbra mi amor, tu soplo aterra,
y haces, Señor, exhalaciones breves
las esperanzas que fundé en la tierra.
Así tal vez tu voluntad me intima
que sólo busque en ti sostén y asiento;
que cuanto el hombre en su locura estima
es humo y polvo que dispersa el viento171.

¡Humo y polvo, Cepeda, humo y polvo, y nada más! Así vemos ir desapareciendo unos tras otros nuestros ídolos de un día. A veces ellos propios se hunden por su flaqueza; a veces nosotros los pisoteamos en la rabia de la decepción: a veces, y esto es lo menos malo, Dios nos los arrebata ofendido de nuestro profano culto. De todos modos, llega un día en el cual comprendemos por qué no hallamos nada en torno nuestro; por qué el abismo inmenso de nuestra alma está siempre sediento y vacío; por qué todo ha pasado menos nuestro anhelo inmortal: entonces es preciso creer que hay algo que corresponda a Él, algo que sea, como Él, eterno; como Él, infinito, en fin, amigo mío, entonces creemos en Dios y buscamos a Dios. Permites que aún te cite con este motivo otros versos míos:


¡Tú eres, Señor, amor y poesía!
¡tú eres la dicha, la verdad, la gloria!
¡todo es, mirado en ti, luz y armonía!
¡todo es, fuera de ti, sombra y escoria!172

¡Dichoso aquel que de pérdida en pérdida y de dolor en dolor llega a comprender esta gran verdad, y más dichoso, querido Ignacio, quién, después que la comprende, sabe sacar provecho de ella! Yo he llegado al primer caso; pero no sé qué fatalidad inexplicable me retiene frente a frente de aquella luz, encadenada y sin valor para acercarme más al calor de sus rayos. Hastiada del mundo; despreciando todos sus oropeles; necesitada de reposo y paz; anhelante de grandes objetos; yo, sin embargo, sigo aquí en medio de las pequeñeces tumultuosas de la vida social, que me pesa, que me fastidia, que me da lástima y risa; y sigo no sé por qué, ni hasta cuándo.

Escribo: mi última tragedia ha hecho mucho ruido173; se ha dicho mucho bien y mucho mal de ella; que es lo bastante para darle celebridad. Se han gastado gruesas sumas en ponerla en escena; augustas distinciones la han favorecido, severos críticos la han encomiado; un público ávido y curioso ha llenado el teatro largo tiempo; en fin, ha sido un suceso teatral, que me ha puesto más en evidencia que lo estaba ya. He sido colmada de lisonjas en bailes de altas regiones; en saraos particulares; en todas partes. Parece que la sociedad toda quiere desde entonces probarme que vale algo ella y que valgo algo yo; pero, amigo, la venda está caída; yo la veo y me veo, y me río de ella y de mí. Ni sus calumnias cuando me calumnia, ni sus elogios cuando me ensalza, ni sus desprecios, ni sus adulaciones, nada llega ya a mi alma; todo resbala como una gota de agua sobre una superficie lisa y sin poros. ¡Y heme aquí sin embargo!

No sé si deseo algo, si algo espero; a veces me parece que hay cierta cosa providencial en esta pereza mía, que estoy así inmóvil en el desierto de mi vida, porque el cielo lo dispone a fin de cumplir algún designio suyo. ¡Qué sé yo! Me parece que lo que es por mí no me estaría aquí; que me hubiera ya huido muy lejos del mundo. Alguna vez, sin embargo, me pone miedo la idea de la absoluta soledad: no puedo aislarme de mí misma y esto me intimida, porque creo que separarme de todo y llevar mi propio pensamiento es entregarme desarmada a mi mayor y más fuerte enemigo. En esos momentos de pavor y de duda y de afán y de cansancio, en esos momentos todavía vuelvo los ojos hacia la tierra, falta de fuerzas para fijarlos en lo alto, y me parece que me hace falta un corazón amigo, que debo buscarlo, todavía, que es posible hallarlo. En esos momentos deseo oír un acento veraz, que me diga: «Ven a mí»; y ya fuese el acento de un hombre, ya el de un ángel, ya el de un demonio, aquel acento en aquel momento pudiera llevarme muy lejos; pero, por fortuna, aquel momento pasa y los acentos que oigo no se parecen al que yo sueño alguna vez, y que no debo escuchar jamás... ¡Oh!, no es amor lo que puede ya anhelar mi alma, no; ¡es algo más profundo y más santo! Es la ternura; pero una ternura..., en fin, ¿á qué viene hablar de esto? El caso es, amigo mío, que tú vives y padeces, y yo, pobre alma poética metida entre lodazales, yo no vivo ni padezco más, sino en mis instantes de delirio; mi vida habitual es la inercia, la postración, la ausencia de toda sensación poderosa.

Te he escrito esta larga carta en medio de un ruido infernal; mi casa está llena de gentes, que vienen a ver a mamá, que llegó hace tres días de Segovia a pasar algún tiempo conmigo. La he dejado recibiendo, y yo me he entretenido en charlar contigo, aunque sin orden ni concierto.

De mi familia todo lo que puedo decirte de nuevo es que Pepa174 tiene ya un niño, y está en vísperas de otro. Se lleva bien con su marido, aunque él es la antítesis de Salomón, según indicios. Felipe, mi hermano, está en América. Emilio, siempre misántropo y raro, está ahora en Madrid con mamá. Manuel, tan bueno y siempre calavera, aunque dice que piensa en casarse. Concha, tan impasible como de costumbre y con sus tres chicuelos. Carmen, su tía, en La Habana.

Ya ves que te pago con usura tus letras, y como no quiero que, a fuerza de ser pródiga, te canse a ti mi amistad, me determino a concluir, sin necesidad de asegurarte, que siempre es tu mejor amiga

Tula.

Vivo en calle de la Puebla, núm. 19, cuarto segundo derecha.




ArribaAbajoCarta 53175

Madrid, 26 de marzo de 1854.

Querido Ignacio: ¡Gracias al cielo que te has acordado de mi existencia y que me envías noticias de la tuya! Me había llegado a persuadir, en vista de tu largo silencio, de que te habías quedado entre los turcos, renegando de todas tus afecciones de España. La última tuya que llegó a mis manos fue la de Constantinopla176. Nada más he sabido de ti desde entonces, ni sabía cómo escribirte ignorando tu paradero. En este tiempo de incomunicación, amigo mío, grandes y muy tristes trastornos han ocurrido en esta pobre familia. Mi hermana murió hace dos años de una tisis violenta, dejando tres hijos, el mayor de menos de cuatro años. Mamá, acabada por aquel golpe, se halla paralítica, sobrellevando penosamente una vida miserable, llena de achaques continuos. Yo, dedicada a su cuidado, ni aún tengo tiempo para mis trabajos literarios; porque a más de los disgustos de mi familia, el cansancio del mundo, el hastío de las realidades de esta pícara existencia y el vacío profundo de mi pobre corazón, que tanto ha amado y tan mal ha sido comprendido, todo se reúne para inspirarme lejanía de la sociedad y afecto al retiro.

El año pasado compré una casita de campo y me fui a ella resuelta a no dejarla más. El mal estado de mi salud me obligó a no cumplir mi promesa, llevándome a Santander durante el verano para tomar baños de mar. A mi vuelta cayó mamá postrada, y me fue preciso volver a Madrid para atender a su asistencia. Así me tienes otra vez, muy a pesar mío, metida en este mundo que desprecio y más sola mi alma que lo ha estado nunca. Mi bello ideal es, hace tiempo, el absoluto aislamiento, y es precisamente lo que no alcanzo de Dios. Con todo, es probable que este año, si se realiza el infausto suceso que temo, si pierdo a mamá, mi suerte se fije por último, definitivamente, y me verás en un convento, o bien (si a tanto no me decido) sabrás, que surco nuevamente el Atlántico buscando, como el pobre Heredia, otro cielo y otra tierra. Siento la necesidad de algún cambio grande que saque mi vida del estado de marasmo en que ha caído. Aquí todo me cansa ya.

Y bien: tu carta ha llegado cuando estoy cercana a una crisis decisiva. ¿Será disposición del cielo? ¿Será que debamos no separarnos, acaso para siempre, sin vernos todavía una vez y darnos un tierno adiós? Lo pienso así, amigo mío, y casi me persuado de que es cosa segura que vengas este año a Madrid, que te vea en él, y que tal vez tus consejos me guíen en la elección del partido irrevocable que pienso abrazar, si Dios dispone de mi madre y yo la sobrevivo. Mi corazón, que ha sido tachado de inconsecuente, es, respecto a ti por lo menos, de rara perseverancia. Siempre que los busco, encuentro en su fondo adormecidos, pero no debilitados, los sentimientos que supiste inspirarle. Siempre eres mi primer amigo; el hombre de mi confianza; de mi estima; de mi fe. Todos los indicios, que en tu proceder haya podido ver de que, no eres mejor que el resto de la humanidad, no han sido bastantes a destruir aquella persuasión instintiva de que eres bueno, de que eres leal, de que eres una noble naturaleza excepcional en esta mísera raza; y yo soy una criatura que, a pesar suyo, consulta más a sus instintos que a su razón. Te quiero, pues, todavía; todavía creo, a pesar de todo, en tu amistad; y todavía anhelo que tengas alguna parte en la decisión de mi destino futuro. Ven, pues, este verano o este otoño; ven para que tu amiga te cuente todas sus vacilaciones y disgustos, y para que la dirijas en sus resoluciones.

Respecto a lo que me consultas sobre mis cartas, sólo puedo responderte que no recuerdo exactamente lo que contienen. Ignoro si hay en esas cartas confidenciales cosas que puedan interesar al público, o si las hay de tal naturaleza, que deban ser reservadas. Cuando nos veamos, hablaremos de eso y examinaremos dichos papeles. Cuando nos veamos, sí; porque cuento que nos veremos sin falta177.

Adiós, Cepeda: dirige tus cartas para mí a la calle de San Quintín, número 8, cuarto 3.º de la derecha.

Mamá te saluda; lo mismo Manuel, aunque no vive con nosotras; Emilio nos acompaña, y Felipe está en Valladolid con su regimiento.

Ya sabes que tenemos en el poder a tu amigo (y enemigo mío) Sartorius178, que está haciendo lindezas. Este pobre país da lástima. Adiós otra vez, querido; cree que es tu mejor amiga,

Tula.

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del Ilustrísimo señor don Ignacio de Cepeda y Alcalde


El 16 de noviembre de 1906 falleció en su casa solariega de la villa de Almonte, llorado de propios y extraños, el Ilustrísimo señor don Ignacio de Cepeda y Alcalde, varón insigne por sus talentos y sus méritos, dejándonos trazado con el ejemplo de sus virtudes cívicas un camino que seguir y un modelo que imitar. Su varia cultura, adquirida en buenos libros y en el trato del mundo durante sus largos viajes por España y por el Extranjero, la amenidad de su conversación, lo afable de su carácter, la prudencia en sus palabras, lo reservado en sus juicios y, sobre todo, la bondad de su corazón, donde no tuvo asiento jamás el engaño ni la mentira, le hicieron ser respetado y admirado como ninguno de sus convecinos, por cuantos tuvieron la fortuna de tratarle.

Había nacido en Osuna el 21 de enero de 1816 de nobles padres, que, por tener grandes bienes de fortuna, no escatimaron lo más mínimo en la esmerada educación de aquel niño, en quien, por azares de la suerte, habría de continuar la casa y apellido de los Cepeda, descendientes de la familia de Santa Teresa de Jesús179. Hizo los estudios de Humanidades en el Colegio de la Asunción de Córdoba, el más famoso entonces en Andalucía180, donde con la enseñanza de celosos maestros, y bajo la dirección moral y religiosa del señor Cascallana, Canónigo penitenciario de aquella Santa Iglesia181, fue cultivando su espíritu naturalmente reflexivo y observador para cursar el Derecho en la Universidad de Sevilla, logrando las mejores calificaciones, hasta recibir la investidura de licenciado, con la de nemine discrepante, en la expresada Facultad el 18 de febrero de 1840182.

Su afición al estudio, que tanto le había distinguido entre sus compañeros de Universidad, la constante lectura de los tratadistas de Derecho y de las obras de los pensadores de allende el Pirineo, y el trato y comunicación intelectual con la parte más culta y virtuosa de la buena sociedad hispalense, que frecuentara, completaron la educación de su bien equilibradas facultades, para hacer de él un hombre de ciencia, el estudiante del hombre, como le plugo llamarse algún día, y le llevaron en plena juventud a ocupar la Asesoría de Rentas y un puesto entre los Consejeros provinciales de Sevilla183, no impidiéndole el desempeño de tan honrosos cargos el alistarse como soldado en 1843 con otros distinguidos jóvenes sevillanos en la Compañía de Tiradores de San Fernando, cuando la ciudad se vio sitiada por las tropas del General Van-Halén, que obedecía las órdenes del Regente Espartero184, ni el asistir como alumno al curso extraordinario de Humanidades e Historia, que explicaba (1845 a 1846) en el Colegio de San Diego el eminente maestro don Alberto Lista.

Empero su ambición insaciable de saber (que no de otra cosa fue avaro el señor Cepeda) le impulsó a ampliar la esfera de sus conocimientos fuera de España; aspiró a europeizarse, como ahora decimos, con un fin harto noble, cual era el de ser útil a su patria, el de ver las mejoras que podía importar en su país, y al efecto emprendió larga peregrinación por diversas naciones, estudiando los ramos de la administración pública y especialmente los de Agricultura, en cuya honrosa empresa ostentaba una misión honorífica, una especie de representación del Gobierno español para el más acertado desempeño de su generoso cometido. Francia y Austria, Grecia y Hungría, el reino de Prusia, que florecía como ahora con todos los esplendores de la civilización, la poética Italia, entonces fraccionada en pequeños Estados, Turquía y Palestina fueron el campo recorrido por su actividad no cansada y fueron también el objeto peculiar de su fina observación y de sus curiosos estudios, que dejó consignados, ya en luminosas Memorias e informes, que remitía al Gobierno, con quien mantenía frecuente comunicación sobre puntos comerciales, agrícolas o económicos185, ya en muy eruditas cartas dirigidas a personas de la más alta significación política conteniendo sus impresiones y juicios sacados de la realidad sobre cada pueblo importante que iba visitando186.

Una labor tan meritoria como venía realizando a sus expensas el señor Cepeda durante varios años, sin recibir subvención alguna oficial de ningún género, no pudo menos de llamar poderosamente la atención del Gobierno de Su Majestad, que quiso recompensarle de algún modo, concediéndole el nombramiento de Consejero Real de Agricultura, cuando aún no había terminado su largo viaje, como una muestra del Real agrado con que se habían visto sus servicios187.

Era en Diciembre de 1853, esto es, después de seis años de continua peregrinación, cuando regresaba a su patria el señor Cepeda; y, renunciando a vivir en la corte, adonde le llamaban sus amigos y le esperaba un porvenir digno de su talento y de sus conocimientos, decidía establecerse en Almonte, lejos del bullicio de las grandes ciudades, para dedicarse por completo a sus estudios favoritos.

Uno de sus primeros cuidados fue el implantar en la villa algo de lo que había visto en el Extranjero, que pudiera ser beneficioso a sus conciudadanos. A éste, su deseo, obedeció la creación del Banco Agrícola, a estilo de los que había visto funcionar en Prusia y Bohemia. Era Monte de Piedad, en cuanto facilitaba modestas cantidades (en general de 50 reales a 1000) a los pequeños propietarios, para hacer las labores de sus campos, al módico precio de 6 por 100, con lo que se destruía el vicio tan arraigado de la usura, a la vez que favorecía a las clases menesterosas, y por ende a los intereses morales del pueblo: «Sirve al necesitado y no se sirve de su necesidad, ni exige los recargos cuando la dilación en el pago procede de alguna singular desgracia que sea notoria o de la que se haya avisado en tiempo oportuno», como se consignaba en el artículo 1.º de su reglamento188. Y era Caja de Ahorros en cuanto admitía imposiciones en metálico, desde 10 reales abonando por ellas el 4,4 y medio y hasta el 5 por 100 anual, según las condiciones en que eran recibidas las cantidades189, con lo que indicaba que su creación obedecía a estimular por medio de la economía el amor al trabajo, la moralidad y el buen orden doméstico, ya que proporcionaba a las personas menos acomodadas, como artesanos, jornaleros y sirvientes, el medio de formar un pequeño ahorro con que pudiesen auxiliarse en sus enfermedades o en su vejez.

Empezó a funcionar el Banco el 1.º de enero de 1856, y diez años después hubo necesidad de reformar su reglamento. Sucedió en el otoño de 1866, que habiendo sido muy escasa la cosecha subió extraordinariamente el valor del dinero y los imponentes en la Caja de Ahorros, unos necesitados de numerario y otros, los más, estimulados ante la idea de mayor ganancia, comenzaron a retirar sus capitales, lo que obligó al director y fundador a subir el rédito a los que recibían fondos del Banco, como único medio de poder aumentar el interés a los imponentes, a fin de disminuir o evitar los retiros. Pero la medida adoptada no dio resultados prácticos, y esto unido a que el Monte de Piedad iba aumentando progresivamente su pasivo, representado por las cantidades no satisfechas, fueron a la larga causas inevitables de la supresión del Banco Agrícola. La ambición de unos pocos y la incultura general del pueblo labraron a medias su ruina. ¡Cuántos bienes hubiera proporcionado la permanencia de aquella hermosa institución!

No estuvo afiliado el señor Cepeda a ningún partido político, «y la causa fundamental -decía- es, que en todos he visto la falta más o menos disimulada de imparcialidad, base de toda justicia»190; pero no pudo impedir que sus numerosos amigos, conocedores de su rectitud y honradez inmaculadas, le eligieran diputado a Cortes por el distrito de La Palma, elevado cargo que desempeñó con el carácter de independiente, votando unas veces con las oposiciones, otras con el Gobierno, según su leal saber y entender, sin que pudieran jamás apartarle de esta línea de conducta las sugestiones de la amistad, ni las múltiples deferencias que recibía, ya del presidente de la Cámara popular, el fogoso orador Ríos Rosas, ya del primer duque de Tetuán, presidente a la sazón del Consejo de Ministros.

Su mejor discurso fue, sin duda, el pronunciado en las tardes del 21 y del 25 de junio de 1866, consumiendo un turno contra la totalidad del presupuesto de Hacienda191. El sistema tributario implantado en 1845 había descubierto la riqueza particular, que se escondía de tal modo, que según las cifras oficiales no quedaba en algunas provincias a todos los contribuyentes, unos con otros, ni medio real por cabeza para atender a todas sus necesidades; este absurdo demostró sencillamente que había una inmensa ocultación en la masa imponible local y general. Mas el sistema tributario, que nació para remediar ese mal, trajo tales armas, que produjo un cambio extraordinario, un aumento pasmoso en la tributación, que reconocía por causa los grandes errores de las estadísticas oficiales, llevadas a cabo por empleados del Ministerio de Hacienda, sin oír a los Consejos Provinciales, a los cuales correspondía conocer contenciosamente de todas las cuestiones sobre repartimiento o exacción individual de toda especie de cargas generales, provinciales o municipales. Como la Hacienda era juez y parte, resultaba que de 90 pueblos, verbi gracia, que tuvieran perfecto conocimiento de haber sido gravados en demasía, sólo 30 incoaban el expediente de agravio y sólo 3 lo llevarían a cumplido término; de donde dimanaba el error de estar orgulloso el Gobierno de los progresos de nuestra agricultura, calculados por su rendimiento, y el silencio de la mayoría de los pueblos era interpretado por el reconocimiento de su falta de razón, mientras que el aumento progresivo de tributos seguía empobreciendo los manantiales de riqueza192.

Las cartillas evaluatorias, de donde se había formado la estadística tributaria, eran nacidas de la ignorancia, de los odios y pasiones políticas en que ardían los pueblos, y como no había, fuera de las oficinas de Hacienda, medios hábiles de hacer las reclamaciones, el Gobierno había venido a invalidar los más legítimos derechos del contribuyente, sin que éste tuviera en el Alcalde un poder tutelar y moderador. «El cargo de Alcalde -decía- no está rodeado de la consideración que merece, por lo cual se retiran los prudentes y se apoderan de él los hombres de menos valía, disputándose el triunfo en proporción, que es menor lo que arriesgan o tienen que perder de crédito y de fortuna, pues ambas cosas se comprometen grandemente.» Terminaba su discurso el señor Cepeda pidiendo que los expedientes de comprobaciones sobre agravios no se confiaran a agentes, vulgarmente llamados lechuzos, que ofenden y desautorizan la administración pública, sino a personas las más dignas y sensatas, conocedoras de las localidades, para que esas comprobaciones no vinieran a enmarañar más nuestra Hacienda. «Preciso sería -dice- que la estadística se plantease bajo bases de unidad comparativa, que garantizase mejor la proporcionabilidad o nivelación, que no nos darán nuestras Comisiones aisladas trabajando simultáneamente. Pero, ¿quién o qué cosa impide que se haga equitativa la distribución y exacción de los impuestos? ¿Qué cosa impide que se regularice la administración municipal y que se ponga coto a la creciente desmoralización que nos está devorando? Señores: yo creo que nuestras grandes y no interrumpidas contiendas políticas vienen formando la ocupación esencial de los que debieran dedicarse al estudio y mejora de nuestra administración, sin dejarles tiempo para el examen de sus vicios, ni imparcialidad para juzgar las personas y las cosas, ni vigor para ajustarse constantemente a la justicia. El Ministerio, que no tiene lugar ni aun para defenderse, ¿tendrá el tiempo y la calma indispensable para examinar y corregir bien los vicios de nuestra administración?»

Pero otro hecho de más relieve que los discursos parlamentarios vino por aquellos días a hacer resaltar, especialmente en los Círculos políticos, la personalidad ilustre del señor Cepeda. Me refiero a la aparición de su folleto titulado Roma193, escrito hacía catorce años en forma de carta y no publicado hasta esa fecha, en que la cesión del Véneto, que acababa de hacer Austria, como consecuencia de la batalla de Sadowa, había puesto sobre el tapete, por centésima vez, la cuestión romana, o sea, el sostenimiento del poder temporal de los Papas, ardua materia que se debatía en los gabinetes diplomáticos. Había estudiado el señor Cepeda durante su permanencia en la ciudad eterna la defectuosa constitución de los Estados pontificios, sujetos mal de su agrado a la autoridad de Pío IX; había observado de cerca con la serena mirada del filósofo la fuerza propulsora de aquella revolución que avanzaba como ola gigantesca al grito de la Italia irredenta; y dedujo lógicamente de aquellas premisas, que de no cortar el mal se corría el inminente riesgo de ver convertida a Roma en capital política del reino italiano, cosa que sería indigna del mundo católico, pues aquella ciudad no era exclusivamente italiana, sino propia de todos los Estados cristianos, que con sus donaciones y sus limosnas habían contribuido a engrandecerla. No entraba en la cuestión de derecho de si el Papa debía, o no, ser rey temporal, sino que partiendo del hecho innegable, de la realidad cruel, proponía, como remedio al mal que amenazaba, el que el Pontífice, de acuerdo con los Príncipes católicos, renunciase voluntaria, generosamente el título de rey de aquellos pequeños Estados, que abiertamente le eran hostiles, y se limitase a ser soberano de Roma, que, al estilo de Hamburgo, quedaría como ciudad libre, respetada al igual por propios y extraños: «Siendo las consecuencias -decía- de esta medida salvadora, o de este magnánimo ejemplo de abnegación y prudencia: 1.º, que conservando el Papa la única ventaja que le ofrecen hoy sus dominios temporales, que no es otra que la de vivir en un territorio materialmente independiente, quedaría libre de las mortales congojas e insuperables inconvenientes que la pésima y hoy incorregible administración de sus Estados le ofrece; porque si la bella Italia no es ahora el país más envidiable, moral, política, ni aún científicamente considerado, los Estados Pontificios son evidentemente inferiores a todos los demás; 2.º, que las cualidades de un gran príncipe no son las de un santo sacerdote; y si apenas hay quien pueda hoy sostenerse como rey ¿cómo no apartar del Padre común de los fieles los sinsabores y peligros, que le está ofreciendo su reino temporal? Y puesto que la flaqueza humana llega a desastrosa siempre que el hombre desconoce su propia y natural limitación, manifiesta prudencia es abandonar la carga innecesaria cuando las dificultades del camino crecen hasta poder apenas conducir lo más indispensable; 3.º, que desembarazado el Papa del peso cada día más insoportable de su administración temporal, se entregaría todo a su primitivo y santo ministerio, con gran provecho de la Iglesia universal y satisfacción de sus propios súbditos, ahora rebeldes, porque exagerando todos los errores del poder temporal del clero, llegan con esta pesadilla, que les abruma, hasta poner sus más naturales penalidades a cargo del gobierno político del Estado; 4.º, que no teniendo el Papa más que la ciudad de Roma, encargaría su gobierno temporal al Municipio, o a un príncipe romano, que administraría con sujeción al Papa, quien se reservaría la alta protección de las prerrogativas civiles que diera a su delegado; 5.º, que en lugar de la violenta y por lo mismo cada vez más insuficiente y más incierta dotación, que los Estados Pontificios dan a su soberano, todos los pueblos cristianos llenarían noble y dignamente este deber común, materialmente imperceptible para cada uno. Deber católico que ampliaría o completaría este pensamiento con solo incluir en la cuota de cada nación la suma con que todos sus individuos contribuyen hoy por gracias apostólicas al sostén de la curia romana...; 6.º, que esta dotación colectiva, que debería distribuirse con arreglo al número de católicos de cada país, podría y acaso convendría mucho, que tuviera un pequeño aumento respecto a los Estados del Papa; aumento que, con el carácter de reconocimiento de su soberanía temporal, no sólo dejaría vivos esos derechos para las eventualidades del porvenir, sino que contribuiría poderosamente a salvar los graves obstáculos que para una renuncia pura y absoluta de los Estados temporales, pudieran presentarse; 7.º, que las condiciones de la soberanía temporal, que para el Papa es lo accesorio, no pueden llevarnos hasta desconocer, que la violenta conservación de estos Estados y sus rencorosas protestas contra el Soberano temporal van desviándoles del Soberano Pontífice y constituyéndoles en verdaderos protestantes. Mal inmenso que, si se reconociese posible atajar con la indicada renuncia, ésta sería dulcísima para nuestro santísimo padre Pío IX, cuyas grandes amarguras afligen también profundamente a toda la cristiandad.»


Tan sana doctrina fue recibida, sin embargo, con recelo por las personas timoratas, que la conceptuaron ofensiva a los oídos piadosos, al paso que tachaban de liberal a su autor; y como éste no se había propuesto en modo alguno disminuir el respeto y la admiración que debe inspirar el Santo Padre, sino defender su independencia y la dignidad de la Iglesia católica, se apresuró a retirar de la circulación su folleto. ¡Con cuánta sorpresa verían cuatro años después esas personas piadosas, que se habían confirmado, por desgracia, aquellos temores y aquellas predicciones!194

Desde esa época, la más culminante de su vida ejemplar, habitó constantemente el señor Cepeda su casa de Almonte, que, según su propia frase, tiene tanto de palacio como de cortijo. De allí le sacó el pueblo en masa para darle la vara de Alcalde la mañana del 22 de septiembre de 1868, al recibirse la noticia del comienzo de la Revolución; allí fue el consultor constante de todos los Ayuntamientos que se sucedieron en la villa; el abogado gratuito de cuantos demandaron su dictamen o su consejo; el bienhechor más decidido de los pobres, que pronunciaban su nombre con respeto, porque jamás cerró sus oídos a las miserias ajenas, y su dinero fue siempre el primero para remediar las calamidades públicas o las necesidades privadas.

Aristócrata por su cuna, por condición ingénita y por sus aficiones, tuvo por rara cualidad inherente a su carácter la de ser afable, llano y cortés en su trato, a estilo de los grandes señores, lo mismo con el rico que con el pobre, con el rudo que con el instruido, con el anciano que con los niños. Vivió, no obstante, en cierto distinguido aislamiento de sus convecinos, único medio de conservarse inmune a las rencillas y pasiones políticas locales; mas su casa estaba siempre abierta a todo el mundo, que por tradicional costumbre entraba y salía por ella con plena libertad como en la suya propia, pero con un respeto extraordinario, como si aquel recinto fuera un templo.

Obró siempre el bien, practicó las virtudes cristianas, fue amante de la verdad, generoso y caritativo, no hizo mal a nadie, no tuvo enemigos. ¡Dichoso él, que al bajar al sepulcro cargado de años y de merecimientos, pudo decir desde lo íntimo de su conciencia: ¡amé la justicia, aborrecí la iniquidad, por eso he sido querido y respetado de todos!

LORENZO CRUZ DE FUENTES

Huelva a 16 noviembre de 1907.