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Autor, narrador, lector en «Amalia». Algunas precisiones

Beatriz Curia





Desentrañar las relaciones entre autor, narrador y lector en Amalia de José Mármol es hoy una tarea por demás ardua. La proliferación en las últimas décadas de enfoques críticos disímiles y hasta contradictorios sobre este aspecto de las obras narrativas impide contar con una visión unitaria y, por consiguiente, con una nomenclatura unívoca. Puesto que cada obra requiere un particular y exclusivo modo de acercamiento, utilizaré conceptos provenientes de autores y corrientes críticas diversos, aunados de forma que, sin perder de vista la coherencia, permitan iluminar el tema según las exigencias de la novela misma1.

Distingo a continuación algunos conceptos, a fin de evitar anfibologías y previsibles confusiones. Autor: un hombre de existencia histórica, con una biografía, nombre y apellido, rasgos físicos y psíquicos, que ha producido una obra literaria. Su realidad es extratextual. Autor implícito: la versión de sí mismo creada por el autor en la obra; un «segundo ego» que es el «resumen de sus propias elecciones»2. Autor ficcionalizado: el que aparece expresamente en la novela, mencionado como tal, o con su nombre, o con sus datos biográficos3. Narrador: un personaje inventado por el autor, que tiene la función de narrar. Lector real: cualquier hombre que, mediante la lectura, actualiza la obra. Su realidad -al igual que la del autor- es extratextual. Lector virtual: el que el autor implícito tiene en vistas como posible receptor de la obra. Su presencia condiciona en buena medida la elaboración de la novela y está implícita en todo su desarrollo. Lector ficticio: el destinatario, en el texto, de lo contado por el narrador. Coincide en Amalia con la ficcionalización del lector virtual; en consecuencia, denomino lector tanto al uno como al otro, salvo que la discriminación sea necesaria.

El texto de Amalia no puede reducirse -como tradicionalmente se ha venido haciendo- a cinco partes y una «Especie de Epílogo». En su estructura han de distinguirse además otros ingredientes que resultan ineludibles para una adecuada captación de la obra: un prólogo, una explicación y una serie de notas a pie de página.


Prólogo

En la edición de última mano, Amalia va encabezada por un prólogo que lleva el título «Los Editores»4. Aunque no existan pruebas al respecto, estimo probable que haya sido escrito por Mármol y no por los editores. El empleo de la primera persona del plural y las referencias al «Señor Mármol» o a «el autor» como alguien distinto del enunciante no impiden al lector familiarizado con la obra de Mármol reconocer su estilo5. Tan así es, que Juan Carlos Ghiano, sin ningún tipo de aclaración sobre este punto, afirma: «Este texto [la advertencia de "Los Editores" resume distintas consideraciones del narrador sobre su quehacer: el interés acuciante de los lectores, la crítica social y política de su obra, las relaciones entre el novelista y el historiador, el anuncio de nuevas producciones sobre la tiranía»6. Ghiano establece, además, una identidad entre autor implícito y narrador, identidad que, como se verá, es corroborada por la explicación que precede al desarrollo de los acontecimientos novelescos.

El prólogo persigue fundamentalmente despertar el interés del lector, tanto por Amalia como por las otras novelas que Mármol publique en el futuro referidas a la época rosista, y además recalcar la verdad histórica de la obra.




Explicación

La «Esplicacion» tiene funciones de importancia en la novela. Es ella la que orienta al lector acerca del modo en que debe acercarse a la obra. Por empezar, deja sentada una supuesta referencialidad de lo narrado en cuanto a los personajes y sucesos históricos -«La mayor parte de los personajes [...] ecsiste aun, y ocupa la posición política ó social que al tiempo en que ocurrieron los sucesos que van á leerse» (T. I, p. 5)-, referencialidad que se torna imprescindible para la concreción de dos objetivos buscados por Mármol: hacer una novela histórica y combatir al régimen rosista7. Además determina cuál es el destinatario virtual de la novela -tanto el lector contemporáneo como el perteneciente a generaciones venideras- y establece con él un pacto acerca de la perspectiva temporal -pretérita- desde la que debe leerla8.

¿Quién enuncia esta explicación no personal? Sin duda el autor implícito9 identificado con el narrador. Aquél aparece ficcionalizado a través de las referencias a «el autor» y del agregado, al final del texto, del lugar y fecha de su composición -«Montevideo, Mayo de 1851»10-, que vincula al sujeto de la enunciación con circunstancias biográficas concretas. La identidad entre autor implícito y narrador surge nítida en el siguiente párrafo: «[...] el autor [...] supone que escribe su obra con algunas jeneraciones de por medio entre él y aquellos. Y es esta la razón porque el lector no hallará nunca los tiempos presentes al hablar de Rosas, de su familia, de sus ministros &a.» (T. I, pp. 5-6)11. Aunque sea obvio, conviene recordar que quien verdaderamente narra en la novela es el narrador y que, por consiguiente, él es quien empleará los tiempos verbales. Esta identificación de autor implícito y narrador anticipa de alguna manera al lector la presencia de un narrador fidedigno12 a lo largo de la obra.

Las importantes funciones del prólogo y de esta explicación no han sido advertidas por la crítica en todo su valor. Así lo demuestra el hecho de que el primero no figure en ninguna de las ediciones posteriores y la segunda haya sido omitida en buena parte de ellas.




Las cinco partes

En las cinco partes de la novela el punto de vista narrativo13 es el de un narrador omnisciente; tiene el don de saber lo que ninguna persona podría conocer: lo que sucede a la vez en ámbitos privados a los cuales un testigo corriente no tendría acceso, los pensamientos y emociones más recónditos de los personajes, lo ya sucedido, lo que va a suceder.

Hay que tener en cuenta dos factores que matizan esta perspectiva. Por un lado, el uso de pronombres y verbos en primera persona del plural y, por otro, la esporádica limitación de la omnisciencia. Con respecto al primero, se manifiesta como convención literaria habitual en la narrativa del siglo XIX y muy particularmente en el campo de la novela histórica. Basta examinar algunos de los más clásicos exponentes del género para comprobarlo: Los novios, Waverley, Los tres mosqueteros, El doncel de Don Enrique el Doliente, Nuestra Señora de París, entre muchos otros14, son pródigos en ejemplos.

Mediante este recurso se logra una conveniente proximidad entre narrador y lector ficticio que permite el tono amistoso, irónico o confidencial y redunda en un acercamiento entre autor implícito y lector real. No se trata, entiéndase bien, de intrusiones esporádicas de la primera persona en un texto no personal -«en tercera persona», dirían algunos críticos-, sino efectivamente de narración en primera persona. El narrador está representado -el solo hecho de usar la primera persona indica un principio de representación-: no tiene aspecto físico reconocible, pero deambula por el espacio que él mismo conforma -se acerca y se aleja para observar el detalle o contemplar el panorama, transita por las calles, se introduce en los edificios y recorre las habitaciones o se instala en ellas-, evalúa sucesos y personajes -ya sea mediante el comentario extenso, a veces apasionado, ya sea a través de un simple adjetivo-, manifiesta sus sentimientos e ideas. Este narrador, que se autodenomina «romancista»15 y se identifica en toda su escala de valores con el autor implícito, se presenta como un peculiar testigo, aun cuando no sea personaje de la novela en el mismo sentido que lo son los otros16.

Por momentos resulta imposible precisar -sobre todo en lo referente al plano histórico- si el narrador ha presenciado los hechos o si se los han contado, si los ha recogido de la tradición oral o de documentos -salvo en los casos en que lo explícita-, pero jamás induce a pensar que los está inventando. Aparece en suma como un testigo en sentido amplio, aunque su omnisciencia no coincida con las capacidades propias de un testigo humano corriente. Es un testigo-narrador, pura palabra, no una persona. Si se pretende verlo como a un narrador real en la vida de todos los días, resulta inaceptable su omnisciencia sobrehumana. Pero tal dificultad sólo surge cuando se mezclan inadvertidamente los planos de la enunciación lingüística y de la psicología, de la literatura y la vida; una separación clara de estos planos y una consideración complementaria de cada uno de ellos permite una más efectiva captación del fenómeno17: como señala Kayser18, el narrador es en la novela «el creador mítico del universo».

Con respecto a la limitación de la omnisciencia, obedece en Amalia tanto a convenciones propias del género como a exigencias de la obra misma. Cabe subrayar que no se trata de una verdadera limitación de la omnisciencia: la información se retiene a fin de obtener determinados efectos sobre el lector, tales como alejamiento con respecto a los personajes o a los hechos, interés, verosimilitud.

En el plano de los acontecimientos históricos o de la vida pública, la omnisciencia del narrador es casi absoluta. Conoce lo que sucede en Buenos Aires, en Montevideo, en las provincias, en el mundo. Bien claro se evidencia esto en el capítulo IV, I -en cuyo transcurso se ofrece el cuadro político de la Argentina en 1840, incluidas las relaciones internacionales- el capítulo VII, I, o el capítulo VIII, IV. El narrador conoce también el presente, el pasado y -como puede advertirse al final del capítulo IV, III- el porvenir.

Más limitado se presenta en relación con los personajes históricos convertidos en personajes novelescos. Aunque sigue evidenciando el privilegio de la omnisciencia, lo dosifica. Muestra las expresiones, gestos, movimientos, acciones de estos personajes y los interpreta; pero las referencias a pensamientos y emociones son fugaces y no alcanzan la minuciosidad de que el narrador hace gala cuando trata a los personajes sin base real verificable. En el capítulo IV, I, Rosas clava los ojos en la carpeta colorada «como si quisiera grabar con fierro en su memoria, los nombres que acababa de oír» (T. I, p. 119)19. Manuela, en el mismo capítulo, «guardaba silencio con los labios, mientras bien claro se descubría en las alteraciones fujitivas de su semblante, la sostenida conversación que entretenía consigo misma» (T. I, p. 130). Más adelante se afirma de Rosas: «La espresion de su semblante era adusta y siniestra como las pasiones que ajitaban su alma» (Cap. II, V, T. VII, p. 19). Mayor omnisciencia que ésta no ha de buscarse con respecto a Rosas y a su hija. Hay también cierto grado de omnisciencia en relación con la vida anímica de federales como Felipe Arana, María Josefa Ezcurra, Juan Enrique Mandeville, el general Mansilla, Santa Coloma y sus hombres, Nicolás Marino, etc.; pero aunque supere con mucho la que el narrador se permite con respecto a Rosas o Manuela, es apenas la necesaria para hacer avanzar la acción o caracterizar a los personajes de acuerdo con la escala de valores propuesta en la novela.

Esta limitación de la omnisciencia en el caso de los personajes con base histórica evidencia una premeditada cautela, que se orienta a reforzar la verosimilitud de la obra, sobre todo para el público contemporáneo. Lo que piensan y sienten esos personajes obedece a la lógica interna de la novela, gobernada por la actitud antirrosista del autor implícito y del narrador que con él se identifica; pero no conviene a los fines buscados por aquél que el narrador tenga poderes sobrehumanos de conocimiento sobre los federales en grado superlativo: se acerca así más al nivel cognoscitivo del lector y los personajes parecen más reales.

En el caso de los personajes secundarios sin base histórica, la limitación de la omnisciencia es sólo cuantitativa. Interesan menos al narrador como caracteres que como ingredientes funcionales de la novela: lo que piensan y sienten importa sobre todo -aunque no exclusivamente- en la medida en que incide en el desarrollo de la trama.

La omnisciencia más plena y frecuente se da en relación con los protagonistas Como no tienen base histórica comprobable, el narrador puede explayarse, sin riesgo de caer en inverosimilitudes, en la presentación de su vida psíquica. Es notoria, además, la cercanía afectiva, moral e intelectual del narrador -y por consiguiente del autor implícito- con respecto a ellos. De modo particular, Daniel Bello y Eduardo Belgrano constituyen en buena medida ficcionalizaciones de Mármol20. Esto no impide al narrador renunciar en ocasiones a su privilegio, si con ello ha de obtener efectos más adecuados: «su imajinación [de Amalia] se había preocupado de mil ideas diversas, y que solo Dios y su espíritu podrían explicarnos» (Cap. I, II. T. II, p. 157). En este caso, aunque todo el capítulo tiende a sugerir que en Amalia está naciendo el amor por Belgrano, no conviene todavía al narrador explicitarlo, deja que el lector lo vaya descubriendo poco a poco.

El grado de omnisciencia está en proporción directa a la distancia del narrador con respecto a cada uno de los personales, así como a la distancia que desea imponer al lector en este sentido.

Otros controles de la omnisciencia tienden a favorecer la expectativa, a sostener el interés del lector. Así, el arma desconocida que usa Daniel desde el comienzo de la novela sólo se identifica en el capítulo XIV, IV. Hasta entonces, sigue rodeada de misterio: «[...] Daniel sacó entonces de su bolsillo aquel mismo instrumento mortífero [...] que todavía no hemos podido ver á clara luz para dar su nombre ó su definicion» (Cap. II, II. T. II, p. 169).

Como presencia correlativa a la del narrador, existe un lector ficticio representado, sin nombre ni rostro, pero corpóreo, capaz de instalarse en el mundo novelesco, de acompañar a aquél en sus desplazamientos y observaciones, de compartir sus estados anímicos, de participar en la acción. Tal lector -interno a la obra- convoca en la lectura al lector real, quien tiende a identificarse con él21. La ilusión de verdad resulta así más intensa y tal vez sea ésta una de las claves del éxito de la obra. Se trata de un lector argentino, contemporáneo o posterior a la época de la narración, que comparte la escala de valores del autor implícito o puede ser persuadido para adoptarla y pertenece a su misma clase social.

Son múltiples los recursos que conforman la imagen de este lector ficticio. Señalo algunos de los más notorios, acompañados de unos pocos ejemplos. Obsérvese que todos ellos contribuyen, a la par, a la representación del narrador.

-Mención explícita de las palabras «lector» o «lectores», con verbos y pronombres en tercera persona:

Ya que hemos dejado al lector en conocimiento de la situación política y militar [...] es necesario conducirlo [...].


(Cap. IX, IV. T. VI, p. 71)22                


-Apelaciones al lector con verbos correspondientes a la segunda persona del plural:

Agregad á esto [...] y tendreis [...].


(Cap. IX, I. T. II, p. 18)23                


¡oh! no toqueis entonces su conciencia; no le mireis el alma, si quereis bajar á la tumba con una ilusion y una esperanza!


(Cap. V, IV. T. VI, p. 21)24                


-Verbos, pronombres y adjetivos correspondientes a la primera persona, en un plural que incluye al narrador y al lector, en su común acercamiento a hechos, lugares, personajes, o en su compartida condición de hombres -a veces, más precisamente, de hombres argentinos-:

Pero antes de seguir nosotros el paso y el pensamiento de Amalia, echemos una mirada sobre estas dos últimas habitaciones.


(Cap. II, I. T. I, p. 59)25                


Los sucesos que se precipitan, anudándolos con los sucesos anteriores que se conocen ya, nos van á dar á comprender [...].


(Cap. X, V. T. VIII, p. 17)26                


«esa voluptuosidad del alma y los sentidos á los veinte y cinco años de la vida, que nos hace perezosos esteriormente [...].


(Cap. IV, II. T. III, p. 25)27                


Nuestro sol meridional descendía [...] sobre los desiertos de la Pampa.


(Cap. VIII, IV. T. VI, p. 50)28                


-Referencias aun contexto compartido por narrador y lector, a veces por medio de demostrativos:

Pero á su más completa intelijencia, es necesario hacer revivir en la memoria del lector, el cuadro político que representaba la República en esos momentos.

Era la época [...].


(Cap. IV, I. T. I, pp. 95-96)29                


Los que alguna vez hayan tenido la fantasía de pasearse en una noche oscura á las orillas del Río de la Plata, en lo que se llama el Bajo de Buenos Aires, habrán podido comprender [...]. Pero aquellos que hayan llegado á ese paraje, entre las sombras de la noche, para huir de la patria [...] esos solamente podrán darse cuenta de las impresiones que inspiraba ese lugar [...].


(Cap. I, I. T. I, pp. 12-13)                


á quien Daniel saludó [...] con esa sonrisa que nada tiene de familiar, aun cuando mucho de animador que es un atributo de las personas de calidad acostumbradas á tratar con inferiores.


(Cap. X, I. T. II, p. 52)30                


-Interrogaciones que parecen recogidas de boca de un interlocutor y sus correspondientes respuestas:

Donde dormia Rosas? En el cuartel jeneral tenia su cama; pero allí no dormia.


(Cap. II, V. T. VII, p. 18)                


En algún caso, la pregunta es indirecta o queda implícita:

El lector querria saber, qué clase de negocios tenia Doña María Josefa [...]. Más adelante lo sabremos. Baste decir, por ahora, que [...].


(Cap. IX, I. T. II, p. 23)                


No. Ni Roma bajo los emperadores militares.


(Cap. I, V. T. VII, p. 14)                


-Exclamaciones e interrogaciones que suponen la presencia de un interlocutor con quien el narrador desea compartir un estado emotivo:

¡Ay, de la madre que tenia un hijo fuera de su casa!

¡Ay de la amada que esperaba á su amante!


(Cap. I, V. T. VII, p. 13)                


De qué han sido las familias de Buenos Aires? Cómo se ha podido vivir [...]?


(Cap. I, V. T. VII, p. 14)                


-Empleo -en muy contadas ocasiones- de bastardillas. Carga los vocablos de un sentido irónico que requiere la presencia de un lector cómplice31:

se demostraban mutuamente [...] lo terrible que era el no poder vivir en paz y tener que pelear con sus hermanos.


(Cap. I, IV. T. V, p. 104)                


Pero ¡cosa singular! el champagne de la federacion parecia no fermentar ya en el pecho de sus entusiastas hijos; pues que salian sin espuma las preguntas, las respuestas, las conversaciones todas [...].


(Cap. XVI, IV. T. VI, p. 206)                


-El lector presencia con el narrador el desarrollo de los hechos; observa con él las realidades del mundo novelesco; suele hacer con él las transiciones de un lugar a otro, los avances y retrocesos temporales:

Pero dejemos la ciudad un momento; y desde la barranca de Balcarce, antes de descender, contemplemos la naturaleza un momento tambien.

La luz es un oceano de oro en el espacio [...].

Pero bajemos [...].

Entremos [...].


(Cap. XIII, V. T. VIII, pp. 54-55)                


Tenemos que retroceder con el lector para recojer ciertos personajes de esta historia, pocos dias despues de aquella noche [...]


(Cap. XIV, V. T. VIII, p. 71)                


Pero [...] salgamos del baile con el lector y vamos un momento a recojer los pormenores de otra escena bien diferente en otra parte [...] y del brazo con el lector [...].


(Cap. VII, II. T. III, p. 104)                


Entretanto [...], el lector tendrá que acompañarnos, con la misma prisa que esos sucesos, á todas partes y con toda clase de personas. Y al llegar [...] á la ciudad, y al correr sus calles [...]; sea teniendo que empujar y codear para abrirnos camino por medio á una oleada de negras [...]; ya teniendo que ampararnos del umbral de una puerta, para que los caballos á galope, azuzados por el rebenque de la Mashorca, que pasa en tropel [...], no invada la vereda y nos lleve por delante; ó ya en fin andando más de prisa para evitar la mirada curiosa [...].


(Cap. IV, V. T. VII, pp. 74-76)                


En este último ejemplo, el narrador y el lector ficticio alcanzan su mayor grado de corporeidad32.

-El narrador se refiere al manejo de la materia narrativa, al hecho mismo de escribir, explicita sus dudas, sus dificultades para narrar los acontecimientos o para ser fidedigno:

Después del cuadro político que acaba de leerse, y que la necesidad [...] nos obligó á delinearlo [...].


(Cap. VI, III. T. IV, p. 89)                


Si los capitulos anteriores han podido dar una lijerísima idea [...], tambien habrán hecho refleccionar [...].

Hay resistencia en el espíritu para creer [...] Y nada hay más cierto, sin embargo.


(Cap. IV, V. T. VII, pp. 71-72)                


La pluma, el pensamiento mismo, no puede alcanzar todos los accidentes de esta escena, en todo su movimiento súbito y veloz.


(Cap. XIX, V. T. VIII, p. 167)                


[...] á los diez años, el escritor se halla en conflicto para saber donde comenzaba esa imposicion, y donde terminaba la acción espontánea [...].


(Cap. I, IV. T. V, p. 115)                


Se configura así -los ejemplos citados constituyen sólo una pequeña parte de la totalidad de los casos en que el narrador se refiere a su tarea- la imagen de un lector crítico, que evalúa el quehacer del narrador, su disposición de la materia narrativa, el grado de confianza que en él se puede depositar. Por extensión, el lector real siente que hace el camino con un compañero confiable -el autor implícito-, interesado en el éxito de su tarea33 y, por ello, empeñado en hacerla lo más eficazmente posible, en transmitir verdades.

No hay cambios del punto de vista, aunque éste asuma algunos matices. El lector real -identificándose con el ficticio- capta la existencia de un narrador único, omnisciente, que maneja a su arbitrio los hilos de la trama, que lo lleva «del brazo» a través del mundo novelesco, que a veces «se detiene con él» para observar algún aspecto de esa realidad y otras le ofrece documentos, información adicional, resúmenes de hechos34. Advierte también que la limitación de la omnisciencia es voluntaria y la admite como una regla más del juego al que se ha prestado en la lectura.




Especie de Epílogo

En la «Especie de Epílogo» (T. VIII, pp. 175-176) el narrador alude al cuerpo de la novela como «larga narración», agrega datos proporcionados por «La crónica», lo que «Se cuenta», lo que «se sabe», y adopta -siempre en primera persona del plural- una visión muy limitada. El único signo de primera persona es un «nos», que coloca al narrador en una posición apenas diferente de la del lector ficticio: ambos sólo pueden saber lo que otros cuentan. Aunque no está ausente la valoración de los hechos ya narrados -«sangriento drama»35-, se produce cierto desasimiento por parte del narrador con respecto al mundo configurado en la obra36. Tal vez la clave de su casi hermética ignorancia deba buscarse en una voluntad de efecto sobre el lector, convocado por el pronombre en primera persona: se cierra por el momento la narración, está vedado vislumbrar el destino de los personajes; pero «La crónica [...] nos revelará más tarde quizá, algo interesante sobre el destino de ciertos personajes que han figurado en esta larga narración [...]». El autor implícito aspira a excitar la curiosidad del lector virtual para que en el futuro lea las otras novelas que tiene planeadas -tal vez escritas- sobre la época de Rosas37. Así vistas las cosas, se justifica el título de este final - no se trata de un epílogo sino de una especie de epílogo, ya que el cierre de la narración es transitorio, no le da un «definitivo remate»38 - y se afianza el efecto buscado en el prólogo.




Notas a pie de página

Para manejar adecuadamente esta relación de autor, narrador y lector en Amalia es imposible dejar de lado las notas a pie de página: son en extremo reveladoras si se considera el sujeto de la enunciación, la persona gramatical empleada, la presencia o no del comentario, su relación con el cuerpo de lo narrado.

Cuatro de ellas revisten particular importancia. Una -en el capítulo XIII, I (T. II, p. 123)39- lleva de modo expreso la firma40 «El Autor». Además de esta firma, el uso de la primera persona del plural, las referencias a la supresión de datos en la novela, los comentarios valorativos, la mención de lugar y fecha de la enunciación -«Buenos Aires, Mayo de 1855»-, contribuyen a ficcionalizar al autor implícito. La nota avala, por otra parte, la confiabilidad del narrador y fortalece la ilusión de verdad.

Otra nota, en primera persona del singular -capítulo XV, III. T. V, p. 58-, va firmada «Mármol». Cargada de afectividad y de efusión subjetiva, pródiga en el comentario y en la valoración política, corrobora mediante la opinión del autor implícito y sus recuerdos autobiográficos lo que afirma el narrador acerca de Victorica. Es éste el único caso en toda la novela -salvo cuando hablan los personajes- en que se utiliza la primera persona del singular. El cambio de persona apunta a establecer matices distintivos entre narrador, autor implícito y autor. Demuestra que Mármol era consciente de tales diferencias: el autor implícito se distingue aquí absolutamente del narrador y se ficcionaliza como autor.

Aunque sin firma, la tercera de las notas que he destacado -capítulo III, V. T. VII, p. 36-, en primera persona del plural, corresponde inequívocamente al autor implícito, quien pretende consolidar la veracidad de lo narrado y llamar la atención del lector para que advierta cuán interesante es el material inédito que le proporciona:

(*) Entre los curiosos documentos inéditos, que poseemos hoy, del tiempo de la dictadura, se hallan las famosas clasificaciones [...]

Cuando escribimos la AMALIA, en el destierro, nos referimos á ellas, pero, como se comprende, no poseíamos los documentos. Hoy que están en nuestro poder, insertamos en el testo de la obra, que se conservaba inédito, una pequeña parte de ellos, para que se vea el orden y la prolijidad de esas tablas.

Buenos Aires, 1855.



El autor implícito se ficcionaliza a través de la primera persona del plural, de las referencias autobiográficas, de la tematización del hecho de escribir Amalia y de la indicación del lugar y fecha al pie de lo enunciado.

Finalmente, en el capítulo I, V (T. V, p. 89) se aclara:

(*) En la primera edición se puso Quinta á esta parte Cuarta, por error tipográfico, y ese error se ha repetido en las líneas de introducción de esta segunda edición41.



Si es el autor implícito quien enuncia al prólogo, también ha de atribuírsele esta enmienda.

Las notas examinadas plantean un intrincado sistema de relaciones entre autor, autor implícito y narrador. Con evidencia, el sujeto de la enunciación no es el narrador que tiene a su cargo el cuerpo de la novela, aunque el uso de la primera persona del plural en la mayor parte de los casos induzca a asimilarlos: conoce más que ese narrador, lo apoya en sus aseveraciones, agrega datos; está más ficcionalizado, tiene biografía, apellido, se ubica en circunstancias espaciales y temporales concretas, y el lector real -que posee otros datos no incluidos en el texto- tiende a identificar sin más al locutor con el autor.

Solamente hay dos notas en las que, sin lugar a dudas, el sujeto de la enunciación es el mismo que en el cuerpo de la novela. Una de ellas, en el capítulo VII, III (T. IV, p. 115) aclara la comisión voluntaria de un anacronismo, utilizando la primera persona del plural y haciendo referencia al hecho de narrar:

(*) En esta referencia cometemos un anacronismo; [...]. Y así, no se mirará estraño que para retratar la moral política [...] de los amigos de Rosas en 1840, nos sirvamos en esta larga obra de un documento publicado pocos meses después á aquel en que están ocurriendo los sucesos que narramos42.



La otra, incluida en el capítulo I, IV (T. V, p. 117), permite identificar al narrador a través de los mismos indicios:

(*) El carro, según el documento que estamos citando, tenia nueve varas de elevacion [...]43.



Aunque vibre tras las palabras el apasionamiento del autor implícito, también parecen atribuibles al narrador dos notas insertadas en el capítulo XII, V (T. VIII, p. 48) y en el capítulo XV, V (T. VIII, pp. 101-102). Ambas establecen la continuidad de la narración por medio de un demostrativo:

(*) Muchos ejemplos hubo de esto [...]44.



(*) En algunas de las publicaciones de la época se encuentra la torpe y calumniosa acusación á este noble ciudadano [...]45.



El mismo recurso logra tal efecto en una nota del capítulo III, V (T. VII, p. 61):

(*) Todas las palabras que en este documento [...]46.



El resto de las notas -no personales o en primera persona del plural- corresponden, ambiguamente, al narrador o al autor implícito. En ellas se aportan documentos -probatorios de lo enunciado en el cuerpo de la novela o que agregan datos47, se recalca la autenticidad de las piezas documentales incluidas en la obra48, se hacen aclaraciones49.

En su conjunto, las notas están destinadas a afianzar la verosimilitud de lo narrado. No sólo apuntan a consolidar la imagen de un narrador fidedigno sino que evidencian la voluntad, por parte del autor implícito, de proporcionar los materiales necesarios para una correcta captación -de acuerdo con sus valores- de los acontecimientos históricos tratados.

Por su doble carácter de novela histórica y de instrumento para el combate político, Amalia fue elaborada por Mármol con vistas al logro de dos objetivos indispensables: ofrecer un mundo ficticio verosímil y obtener la adhesión del lector a la escala de valores que se sustenta en la obra. El examen efectuado en las páginas precedentes lleva a comprobar que no son ajenas a ese logro las relaciones entre autor, narrador y lector en la novela.







 
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