Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajoIII. La reacción individual en tres leyendas cristianas

Desde el punto de vista del manejo del elemento sobrenatural, las tres leyendas menos interesantes son aquellas en que interviene en forma directa y clara la voluntad divina cristiana: «La ajorca de oro», «El Cristo de la Calavera» y «La rosa de Pasión». Al hacer tal afirmación doy, naturalmente, al adjetivo sobrenatural la acepción de «fantástico, prodigioso, espectral» que suele tener en la crítica relativa al género del que se trata aquí, y no su otra acepción teológica. Aunque sean en muchos casos alusiones puramente ornamentales, no hay ninguna leyenda becqueriana que no contenga detalles cristianos (salvo «El caudillo de las manos rojas», que queda excluido de nuestra consideración). Mas para comprender los diferentes papeles que desempeña lo cristiano en las Leyendas, es preciso distinguir entre ambientación y fuerza motriz. Donde el desenlace de un relato es determinado por la mediación de un agente sobrenatural en el sentido teológico (Dios, Jesucristo, la Virgen), el efecto que se nos causa participa forzosamente de la unción religiosa; la emoción que sentimos es admirativa, consoladora, positiva, y por ende, totalmente diferente de la inquietante perplejidad, desorientación espiritual o desconocido terror que experimentamos ante la solución del típico cuento fantástico con su motivación, ya inexplicable, ya siniestra, y su subversión de la realidad normal.

Por razones evidentes, entre los seres sobrenaturales reconocidos por los teólogos, el Ángel Caído es un caso aparte; y en «La cruz del diablo», donde un siervo del demonio es la figura central, el ambiente, la solución y el efecto son completamente sobrenaturales en el sentido que acostumbramos dar a este calificativo en el presente libro. La mayoría de las Leyendas representan así variantes a lo largo de una gama que va desde fenómenos fantásticos de tipo paga no como los que se dan en «Los ojos verdes» y «La corza blanca» hasta casos singulares y sobrenaturales, consistentes con la moralidad cristiana, pero no ocasionados por ninguna persona sagrada ni en nombre de la Iglesia, por ejemplo, los que se narran en «Maese Pérez el organista» y «La promesa». A primera vista, «Creed en Dios» podría parecer la cuarta excepción a la regla mayoritaria de las catorce leyendas que nos ocupan, pues en este cuento se castiga a un enemigo de Dios, pero la voluntad divina castigadora se representa como fuerza puramente física, como vendaval que lleva al mal caballero y su corcel siempre tras sí, por todo el mundo y aun por el espacio, y es a la vez tal la porfía del caballero ateo, que parece desatarse ante nuestros ojos un desafío a muerte entre dos ciclones; y aun en las líneas finales de esta cantiga, donde por fin sí se toca el tema de la contrición, nos interesa muchísimo más el asombroso descubrimiento de que la cabalgata de Teobaldo de Montagut ha durado más de cien años, y su despertar le presenta un mundo tan cambiado como se puede suponer. Es más: tan sorprendente dato cronológico es sobrenatural, no en el sentido teológico, sino, muy evidentemente, en el otro sentido de «fantástico».

Hemos dicho varias veces que, según la definición clásica del género fantástico, los relatos pertenecientes a éste se caracterizan por la irrupción de lo peregrino en un medio normal y realista con tal fuerza, que se nos impone e l asentimiento. Pues bien, en los cuentos fantásticos compuestos en la España del siglo XIX, lo católico no es sino una de las caras de ese medio normal que será repentinamente alterado por la intrusión del prodigio. La prueba de esto es que en las mejores Leyendas el cristianismo sólo está presente al nivel de la arquitectura religiosa y las costumbres populares. Examinemos primero las reacciones individuales ante el milagro en las tres leyendas en las que la voluntad divina es el principal móvil sobrenatural para así poder pasar más pronto al análisis de las once restantes, que son las más típicas.

La dialéctica entre el escepticismo y la fe ante lo sobrenatural tiene su forma más sencilla en la leyenda más cristiana, que es «La rosa de Pasión». Trátase en ésta de la crucifixión en Viernes Santo de la joven judía Sara, convertida al cristianismo por la influencia de su amante. A lo largo del relato se representan las costumbres de los judíos toledanos «según los rumores del vulgo» (OC, 292). Un «sobrenatural presentimiento» (OC, 298) parece guiar a Sara hacia la ruinosa iglesia bizantina en las cercanías de Toledo donde los hombres judíos celebran sus misteriosos ritos, y donde después, en recuerdo del martirio de la joven conversa, brotará la rosa de Pasión, en la cual se ven figurados los atributos del martirio del Salvador (único fenómeno en realidad fantástico). Sara intenta sobreponerse a la opinión vulgar, batalla con sus propios presentimientos, y sin embargo... «Una idea espantosa cruzó por su mente: recordó que a los de su raza los habían acusado más de una vez de misteriosos crímenes; recordó vagamente la aterradora historia del Niño crucificado, que ella hasta entonces había creído una grosera calumnia inventada por el vulgo para apostrofar y zaherir a los hebreos» (OC, 299).

A esto se limita la dialéctica entre el rechazo o la aceptación del concepto popular de las costumbres religiosas supuestamente siniestras de los hebreos. Sara cede a los rumores vulgares sobre las inhumanas prácticas de los judíos, y merced a su cesión acaba por entrar en las páginas del martirologio. Es una narración bellamente escrita, mas el mecanismo del martirio cristiano es demasiado conocido, demasiado confortante, para que con él se logre un ambiente plenamente sobrenatural en el sentido literario; no se describen en detalle las misteriosas prácticas de los judíos; y al mismo tiempo el estilo narrativo terciopersonal se utiliza en tal forma, que se excluye de esta historia la expresión directa por los personajes de la pavorosa reacción individual ante el portento.

Yo diría que en cuanto a la calidad literaria de la página individual «La rosa de Pasión» es muy superior a «La ajorca de oro», y no obstante, como cuento de terror, este último relato es más interesante. Sería tentador pensar que entre los centenares de libros sobre las más variadas materias que el Bécquer adolescente devoró en la biblioteca particular de su madrina, doña Manuela Monnehay, pudo leer los Discursos forenses (Madrid, Imprenta Nacional, 1821), del célebre poeta y jurisconsulto Juan Meléndez Valdés, y en particular su «Acusación fiscal contra Manuel C..., reo confeso de un robo de joyas, de diamantes y perlas hecho en la iglesia y a la santa Imagen de Nuestra Señora de la Almudena» (1798); pues en «La ajorca de oro» se relata un crimen del mismo tipo, cometido esta vez contra la Virgen del Sagrario en la catedral de Toledo. En la leyenda becqueriana, Pedro Alfonso de Orellana, por complacer a su novia María Antúnez, roba la aludida ajorca a la famosa imagen.

El paralelo entre los crímenes se hace cada vez más interesante, pues incluso el desenlace de la narración becqueriana se sugiere por la tétrica retórica del discurso forense de Batilo. Meléndez Valdés increpa a su reo en los términos siguientes:

¡Desventurado! ¡y lo pudiste hacer! ¡y no temblabas poner tus impías manos en aquel venerable simulacro [...]! ¡No temblabas que su cólera vengadora descargase al instante sobre tu culpable cabeza [...]! ¡No temblabas, no te estremecías a cada presea que arrancabas [...]! ¡No temblabas, impío, considerando la religión augusta del lugar, el lúgubre silencio, las tinieblas que te cercaban, la soledad espantosa en que te veías, el contemplarte ya como fuera del mundo y en la habitación de la muerte, bajo mano del Señor, entre las imágenes de los santos, los cadáveres de los fieles, la trémula luz de las lámparas que parecen sólo arder para aumentar con las sombras el pavoroso horror, el miedo involuntario, irresistible, santo que inspiran a todos estas cosas [...]31


Parece mentira que no se haya vuelto loco de terror el ladrón que robó a la iglesia de la Almudena en 1798; y esto es precisamente lo que le pasa a Pedro Alfonso de Orellana, en «La ajorca de oro», cuando en medio de su peligrosa hazaña nocturna se animan y descienden de sus huecos todas las imágenes y estatuas de santos y muertos que hay en la catedral de Toledo para rodear al enamorado reo y ver «con sus ojos sin pupila» el sacrílego crimen. (Téngase en cuenta al mismo tiempo que la descripción becqueriana del ambiente, semejante a la de Meléndez Valdés, es de tonalidad aún más terrorífica.) Al otro día los dependientes de la catedral encontraron a Orellana al pie del altar con la ajorca de oro todavía en sus manos. «El infeliz estaba loco» (OC, 122).

Ambas definiciones de sobrenatural son operantes en «La ajorca de oro»: frente al carácter sobrenatural (divino) de María, Madre de Dios, se coloca otra María, la ya dicha María Antúnez, la novia de Orellana, quien es «hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra» (OC, 115; la cursiva es mía). La diabólica novia de Orellana, quien envidia a la Virgen esa espléndida ajorca, revela su satanismo por su propia boca al bromear irreverentemente sobre el criminal símbolo de amor que exige a su pobre novio. «Desperté -dice María Antúnez, refiriéndose a su sueño de la noche anterior sobre las joyas de la Virgen-; pero con la misma idea fija aquí, entonces como ahora, semejante a un clavo ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el mismo Satanás» (OC, 118). Las dos Marías constituyen las fuerzas concentradas entre las que se desgarra el espíritu de Orellana; y «en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada de una idea» (loc. cit.). Nótese la referencia a la influencia maléfica en la repetición de la voz idea, que he escrito en letra cursiva en los dos últimos pasajes.

Ahora bien: se introduce tal influjo en un alma que siente una profunda devoción «a nuestra santa Patrona», y el choque se refleja en la misma voz del joven por un nuevo «acento de terror» (loc. cit.). De acuerdo con este esquema, en la misma catedral, al ir ya Orellana a realizar su robo, no se da tanto una oposición entre escepticismo y fe (aunque algo de eso hay), como una serie de atracciones y rechazos entre los dos poderes sobrenaturales ya indicados. Orellana siente miedo al verse entre las llamas moribundas de las lámparas y las sombras de la catedral, pero luchando consigo: «¡Adelante!» -exclama (OC, 121)- (¿equivalente del escepticismo en otros cuentos fantásticos de Bécquer?). Nueva oscilación. La dulce sonrisa de la Virgen del Sagrario parece atraerle y consolarle. Mas mientras meditaba en su criminal intención, «aquella sonrisa muda e inmóvil que lo tranquilizara un instante concluyó por infundirle temor» (loc. cit.). Otra oscilación, la última, la que le lleva a la realización de su fechoría contra la Virgen; nuevo equivalente acaso de lo que representa el escepticismo en los relatos fantásticos no religiosos; me refiero a estas palabras del narrador sobre la realización del atentado de Orellana: «Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla [a la Virgen], extendió la mano, con un movimiento convulsivo, y le arrancó la ajorca» (loc. cit.). Los ojos, cuando los abrió, fue para ver la multitud de animados testigos de piedra que ya le rodeaban.

De los tres relatos en cuya acción se interpone la divinidad, el que se acerca más a los once restantes es «El Cristo de la Calavera», quiero decir, el que se acerca más a ellos por su manera de aprovechar esa indispensable oposición entre el descreimiento y la credulidad con la que arteramente se va poco a poco rindiendo la resistencia del lector dudoso. En «El Cristo de la Calavera», dos amigos fraternales van a batirse en duelo a muerte porque están enamorados de l a misma beldad, quien resulta que no merece en absoluto el noble y puro amor que Alonso de Carrillo y Lope de Sandoval le profesan; pues ella, doña Inés de Tordesillas, además de coquetear con ambos amigos, franquea por la noche su balcón a por lo menos un caballero más. En la calle del Cristo, de Toledo, hay un retablo, con una imagen del Redentor que tiene una calavera a sus pies, empotrado en un muro e iluminado de noche por un farolillo. A la luz de éste se realizará el desafío.

Mas cada vez que se tocan las espadas, por tres veces, se apaga la luz; cada vez que se separan, vuelve a arder la mecha del farolillo como por milagro. Evidentemente, el Señor no quiere que dos fieles y tiernos amigos de toda la vida se maten; incluso el número de apagones, tres, revela que es la voluntad del Señor, si se piensa en la frecuencia de ese número en el cristianismo: la Trinidad, las tres negaciones de Jesucristo por San Pedro, etc. Pero Alonso y Lope, tan insistentes en imponer cada uno su voluntad humana, se olvidan de que existe otra Voluntad superior, y ese olvido por poco se convierte en escepticismo. La primera vez que se apaga el farolillo, uno de los jóvenes dice con tono de hombre razonable, casi escéptico: «Será alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar» (OC, 210). La segunda vez que sube la llama, el otro duelista titubea, movido por el ambiente fantástico y el miedo a algo suprarracional: «En verdad -dice- que esto es extraño» (loc. cit.). El otro, Alonso, más escéptico que nunca, replica: «¡Bah! Será que la beata encargada de cuidar el farol del retablo sisa a las devotas y escasea el aceite» (loc. cit.).

La tercera vez, empero, que se apaga la luz, se oye una voz desconocida y medrosa que lleva a la victoria de la fe sobre la desconfianza, como sucede siempre en esta pugna que se da en toda la literatura sobrenatural, salvo que en los tres cuentos que nos ocupan de momento fe tiene evidentemente dos sentidos. Sin embargo, las líneas de «El Cristo de la Calavera» que se refieren a la extraña voz que se oye en la oscuridad, no sorprendería hallarlas en las otras once Leyendas estudiadas aquí o en cualquier cuento fantástico desde los de Poe hasta los de nuestros días:

Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero al oírla ambos jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus manos, el cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y por sus frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a correr un sudor frío como el de la muerte.


(OC, 211)                


En realidad, no son once, sino solamente diez, los cuentos fantásticos becquerianos que nos restan por analizar desde el punto de vista de la contienda entre el escepticismo y la aceptación de lo sobrenatural; porque, aunque «La cueva de la Mora» pertenece al grupo de leyendas cuyo estudio abordamos ahora, puesto que en ella dos aparecidos vuelven a visitar la escena de su muerte y no interviene la divinidad, el enfoque narrativo de este relato está limitado casi exclusivamente a su fase prefantástica, y la presentación terciopersonal se utiliza hasta tal punto, ni que ninguno de los personajes tiene ocasión de expresar reacciones ni escépticas ni crédulas. En efecto: no habla sino en una sola ocasión un solo personaje, quien no es capaz ya de decir otra cosa que el que tiene sed y se muere. (El lector sí se acordará de que «La cueva de la Mora» tiene una interesante introducción, y también es notable en esta leyenda el aparato folklórico habitual de las narraciones fantásticas de Gustavo.)




ArribaAbajo IV. La reacción individual en cinco parejas de leyendas

Las diez leyendas restantes pueden dividirse en cinco parejas de acuerdo con las circunstancias que acompañan a la lucha entre la duda y la credulidad sostenida por las diversas figuras que se hallan enfrentadas con el prodigio. «La cruz del diablo» y «Maese Pérez el organista» contienen líneas que pudieran ser declaraciones críticas generales sobre la función de la dialéctica entre el escepticismo y la fe en el género fantástico. En «El miserere» y «La promesa» la credulidad del personaje más afectado por el portento resalta aún más debido a su locura o aparente locura. El protagonista de «Creed en Dios» y el de «El beso» son llevados a castigos tanto más severos cuanto que los dos son irreverentes y descreídos. «Los ojos verdes» y «La corza blanca» se unen por el hecho de que aparecen en estas dos relaciones personajes femeninos caracterizados por un taimado escepticismo hipócrita. Se utiliza en «El monte de las Ánimas», así como en «El gnomo», una serie de ecos o repeticiones -en el primer caso, de un detalle descriptivo, y en el segundo, de una palabra- por las que se realza el siniestro efecto de lo sobrenatural.

La primera expresión del escepticismo en «La cruz del diablo» -escepticismo retórico más bien que sincero-, puesta en boca del «guía natural del país» que hace de narrador omnisciente a partir del capítulo II, constituye al mismo tiempo la formulación de un importante precepto de la poética del género fantástico. (Se trata en el pasaje siguiente de la historia que los labradores repetían sobre el satánico señor del Segre.)

Cuanto queda repetido, si se lo despoja de esa parte de fantasía con que el miedo abulta y completa sus creaciones favoritas, nada tiene en sí de sobrenatural y extraño.


(OC, 104)                


Unos setenta años más tarde, en su libro Supernatural Horror in Literature, Lovecraft reitera el mismo punto de estética (¿metafísica?) fantástica: esto es, que la aparente violación de las leyes de la naturaleza que caracteriza a la narración sobrenatural depende de que los personajes y los lectores lo miremos todo a través del prisma del miedo:

Tiene que estar presente [en el relato] cierto ambiente de terror jadeante, inexplicable, ante fuerzas exteriores, desconocidas; y debe haber, ajustada a lo serio y lo portentoso del tema, cierta insinuación de ese más terrible temor del cerebro humano: una suspensión o derrota de aquellas leyes fijas de la naturaleza que son nuestra única salvaguardia contra los asaltos del caos y los demonios del espacio sin sondar32.


Y tan bien se realiza este principio en «La cruz del diablo», que ningún lector deja de temblar al escuchar los satánicos y atormentados gemidos del hirviente metal de la armadura del mal señor del Segre mientras lo funden en la hoguera y lo martillean sobre el yunque para formar los brazos de la temida cruz. (El alma del malvado señor parece que se había unido con el metal de su siniestra armadura, y ni en la muerte se había podido liberar del instrumento de sus maldades.) Mas el verdadero papel del trozo de «La cruz del diablo» que queda citado, al igual que de otros expresivos del escepticismo, es el de alternar con expresiones de credulidad en la persistente disputa entre estas actitudes que informa las mejores leyendas becquerianas.

Temía la gente que se hubiese resucitado el sangriento cadáver del señor del Segre, porque había quienes aseguraban que de noche se oía otra vez el metálico son de las piezas de su armadura; en todo caso, una banda de malhechores merodeaban otra vez en el campo y aterrorizaban a los humildes. Al principio se desechaba como patraña la idea de que el señor del Segre pudiese resucitar, pero «las fábulas, que hasta aquella época no pasaron de un rumor vago y sin viso alguno de verosimilitud -nos dice el guía- comenzaron a tomar consistencia y a hacerse de día en día más probables» (OC, 103). En este pasaje se dan juntos, casi confundidos, escepticismo y credulidad, aunque se medio prevé ya la victoria final de ésta. Luego, en la página siguiente, se pasa al otro extremo, pues encontramos ya las desdeñosas líneas sobre el miedo que reproduje antes.

Pero, pese a las primeras apariencias, tanta insistencia en la visión escéptica de las cosas no lleva a ninguna aplicación más aguda de nuestra razón a la aclaración científica de los rumores vulgares sobre los fenómenos sobrenaturales. Entonces, ¿por qué se insiste tanto en las objeciones ya citadas? Pues bien, porque no se captará la tensión psicológica que sienten los aterrados personajes sin que se representen en forma absolutamente clara los dos polos entre los que se produce esa tensión, y uno de esos polos es desde luego la duda. Mas, al mismo tiempo -y esto es todavía más importante, en lo que se refiere a la recepción de la ficción fantástica por el lector-, la insistencia en el escepticismo sirve para escudar un poco ese delicado honor de personas ilustradas y lógicas que los lectores compartimos con el autor. Una vez ofrecido este sacrificio al buen sentido y el rigor científico, podemos ya, sin más vergüenza, permitirnos el exquisito lujo -¿escapismo controlado?- del terror ante lo desconocido. Luego otra ciencia, menos rigurosa, eso sí, el folklore, acudirá a reforzar nuestro goce en lo irracional.

Pero la gente sencilla de Bellver, en el antiguo feudo del señor del Segre, no es la más apta para formular tan finas distinciones; y lo peor es que las noticias sobre los bandidos son tales, que cada vez más van ya «preocupando el ánimo de los más incrédulos» (OC, 104). La lucha interior en el alma de «los más incrédulos» moradores de Bellver se inflama aún más cuando, al morir, un antiguo siervo del señor del Segre emite ciertas inquietantes revelaciones sobre éste. «El autor de estas revelaciones -apunta luego el narrador- murió con la sonrisa de la mofa en los labios y sin arrepentirse de sus culpas» (OC, 106). Veremos sonrisas escépticas en los labios de ciertos personajes de otras leyendas, pero la presente sonrisa, lejos de significar el desprecio de un ilustrado ante los extraños acontecimientos nocturnos en Bellver, confirma a los humildes en su miedo y credulidad, pues es la maliciosa sonrisa de quien regocijado cree prever una venganza satánica. Al final del relato, las autoridades debaten sobre lo que habría que hacer con la endemoniada armadura, y ya «la multitud [...] aguardaba impaciente el resultado del juicio», cuando vino a rematar su crédulo terror la «relación del aterrado guardián» de la cárcel: se había escapado la armadura. Tal revelación en boca del guardián era tanto más arrolladora cuanto que en este señor la superstición popular había tenido que librar repetidas batallas contra una fuerte inclinación escéptica: «Yo no acertaré nunca a dar razón -dice el guardián introduciendo su relación-; pero es el caso que la historia de las armas vacías me pareció siempre una fábula [...], tanta era mi fe en que todo no pasaba de cuento». Así se animó el guardián a penetrar una noche en el calabozo de la armadura. «Nunca lo hubiera hecho» -dice el antiguo escéptico, dominado todavía por su terror- (OC, 110-112).

El elemento sobrenatural y así las reacciones individuales estimuladas por él no se introducen en «Maese Pérez el organista» hasta las cuatro últimas páginas. El mal organista de San Bartolomé ha querido suceder a Maese Pérez en la fama, tocando el órgano de la iglesia del convento de Santa Inés en la Nochebuena siguiente a la de la muerte del simpático viejo. Mas al bajar de la tribuna, después que el público con mucha sorpresa ha escuchado una música tan maravillosa como todos los años, el pedante les sorprende todavía más con estas palabras: «Por todo el oro de la tierra no volvería a tocar este órgano» (OC, 155). Preguntado por qué, dice que porque el órgano es viejo y malo, pero ya sospecha el lector que es porque el alma de Maese Pérez, y no el mal organista, ha pulsado las teclas. Sospecha lo mismo la ladina demandadera: «Aquí hay busilis» -afirma- (OC, 156). Hasta aquí los que están en el secreto (solamente el organista sustituto y la demandadera) son crédulos.

No se ofrece, empero, oportunidad de reflexionar sobre tan espeluznante fenómeno hasta la próxima Nochebuena cuando le corresponderá a la aterrada hija de Maese Pérez, novicia ya en el convento de Santa Inés, tocar el afamado instrumento de su padre. Sermoneando a la hija del organista, la superiora del convento le dice en tono escéptico, nada compasivo: «Vuestro temor es sobremanera pueril». «Tengo... miedo -le responde la joven- [...]. No sé..., de una cosa sobrenatural» (OC, 156). Luego la novicia le cuenta a la superiora cómo la noche anterior había subido a la tribuna a templar el órgano y cómo el horror le había helado la sangre en las venas al ver al espectro de su padre recorriendo con una mano las teclas.

Sin embargo, sigue la contienda entre la incredulidad y la fe. La superiora replica con un nuevo aviso aún más frío que el precedente (pero mucho más interesante para el estudioso del género fantástico): «¡Bah! Hermana -le dice-, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles» (OC, 157). En realidad, estas palabras poseen dos sentidos, uno literal al nivel de la ficción, y otro irónico y exegético para el lector y el crítico. Pues en el género fantástico el cometido de la disputa entre el pirronismo y la ingenuidad es precisamente machacar tanto, que se nos imponga la fantasía, que se nos turbe la imaginación, que nos hagamos en fin tan débiles, que nos sea imposible ya resistir a los espectáculos sobrenaturales que se proyectan en nuestra traviesa pantalla mental. Y escarmienta aún esa antipática priora, porque durante la misa del Gallo fue de los que acudieron al espantoso grito de la hija de Maese Pérez, y así, junto con los otros, vio que habiéndose levantado la joven del banquillo del órgano, éste seguía sonando aparentemente por sí solo.

En las ficciones fantásticas cuyo tema se remonta a épocas y ambientes medievales, como «El miserere» (el incendio del monasterio de la Montaña y su iglesia es un suceso de tiempos muy lejanos), la disputa entre el escepticismo y la credulidad trae inevitablemente a la memoria las famosas disputas entre el alma y el cuerpo, el agua y el vino. Y en efecto: en «El miserere», del que quisiera hablar ahora, la alternación entre posturas escépticas y posturas crédulas, por ser mucho más regular, se asemeja mucho más a la forma de la disputa o el debate. Las circunstancias vitales del músico y peregrino alemán que llega a la abadía de Fitero en la noche de un Jueves Santo no dejan de ser misteriosas e intrigantes aun antes de su horripilante visita a las ruinas del monasterio para oír El miserere de la Montaña; y así al empezar el extranjero a relatar sus antecedentes, se va produciendo, por lo menos en los más inocentes entre los pastores y frailes de la abadía que forman el público de la relación, cierta identificación imaginaria con lo contado, cierta disposición para creer.

El anciano que lo ha contado todo al narrador omnisciente, comenta así la recepción de la relación del músico alemán: «Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado por ésta continuara en sus preguntas, su interlocutor prosiguió...» (OC 191). Poco después la voz narrativa cambia: un campesino cuenta al mismo círculo de oyentes la historia del horrible pero fascinante Miserere de la Montaña: «una historia muy antigua -según el nuevo narrador-, pero tan verdadera como, al parecer, increíble» (OC, 192). Esta última frase me parece singularmente importante, porque revela que el hablante se siente mentalmente sacudido, ya en una dirección, ya en la otra, entre la creencia y la desconfianza; la antes mencionada disputa y sus dos posturas se interiorizan en el espíritu de este zarandeado relator. El constante alternar entre las dos actitudes a lo largo de cada una de estas relaciones cumple a la vez el mismo fin en conexión con el lector: a éste se le sacude tanto con esos cambios de postura, que pronto, al igual que los personajes, no sabe a qué atenerse, y por muy sofisticado que sea, en alguna página no podrá menos de creer momentáneamente. La verosimilitud se refuerza también en otro sentido con este agitado oscilar; cada repentino cambio de postura intelectual o afectiva es para el lector como el repentino descubrimiento de una nueva cara de la verdad de la intrigante situación.

No bien hubo concluido el campesino de Fitero su historia, «los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad» (OC, 193). Sin embargo, el músico extranjero, hombre mucho más culto que los frailes y campesinos que dudaban de la verdad de la historia del Miserere de la Montaña, no vacila, al contrario, en absoluto en abrazar con su fe la pavorosa leyenda sobre esos monjes milagrosamente resucitados que vuelven cada año a morir entre las llamas de su monasterio, mientras se funden los últimos acordes del famoso Miserere que cantan y los alaridos de su propia agonía. «Sus nervios saltaron al impulso de una conmoción fortísima -nos dice el anciano refiriéndose al alemán-, sus dientes chocaron, agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetró hasta la médula de los huesos» (OC, 197). Reaparece la ironía de que aquí los escépticos son los incultos, pues el hermano lego vuelve a representar la postura de la duda. Habiendo regresado el compositor alemán de su visita de Jueves Santo a las ruinas:

-¿Oísteis, al cabo, el Miserere? -le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.


(OC, 199)                


De todo esto hemos de concluir quizá que el hombre verdaderamente inteligente es el que es capaz de reconocer la posibilidad de que todo cuanto tenemos en torno nuestro tenga también una cara oscura que normalmente no se manifiesta.

Obsesionado con el melancólico miserere de los monjes muertos, el único de cuantos ha oído que le parece captar adecuadamente el gigante grito de contrición de la humanidad, el alemán intentó trasladar esa música al papel, y «proseguía escribiendo notas con una rapidez febril, que dio en más de una ocasión que admirar a los que lo observaban sin ser vistos» (OC, 199). En esto hay, evidentemente, una nueva expresión de escepticismo, pues basándose en estas observaciones suyas los frailes de la abadía de Fitero, donde el alemán se aloja, cuestionan que éste esté en su cabal juicio. Sin embargo, en la misma locura del alemán -sigue el plan irónico del relato- tenemos probablemente el mejor motivo para prestar fe al milagro anual de Jueves Santo en el monasterio de la Montaña. La locura del músico extranjero fue producida por su visita al monasterio, pero, ¿cómo precisamente? La terrible ceremonia descrita en la tradición popular fue confirmada por los cinco sentidos del alemán en el mismo lugar de su representación: así fue, y todos los años es, un suceso auténtico, aunque de esos excepcionales que acostumbramos a llamar sobrenaturales. Mas por esto mismo resulta un espectáculo demasiado fuerte para la mente humana, y de ahí también el rarísimo carácter de la música con que el peregrino intentó en vano imitar lo que había oído aquella fatal noche.

Compuso música para todos los versículos hasta la mitad del salmo. Pero luego todo cambió para el desventurado pecador y peregrino. «Su música no se parecía a aquella música ya anotada -todo esto lo observan en la abadía-, y el sueño huyó de sus párpados y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió» (loc. cit.). Léase esta última oración en voz alta. Su pausado ritmo marcado por la repetición de la conjunción y cuatro veces representa el lento deterioro a través de diferentes fases claramente observables: nuevos datos objetivos para la autenticación del portento que fue la causa. Al alemán por su extraño carácter y costumbres le habían llamado «loco» en la abadía desde el día de su primera llegada (OC, 194), mas su verdadera locura viene al final, con lo cual se corrobora un punto muy importante para la confirmación de lo sobrenatural en este relato: no es que el alemán crea ver y oír a los monjes resucitados por estar ya loco, sino que se enloquece porque de hecho los ha visto y oído. ¿Cómo vamos a dudar del milagro del monasterio de la Montaña?

En «La promesa», el conde de Gómara parece haberse vuelto loco, aunque en realidad no enloquece. Fuera de esto, el tema de la locura se maneja aquí en la misma forma que en «El miserere»: los que consideran insano al noble señor, descubren por fin que esa «locura» tiene una causa muy concreta que sería capaz de producir el mismo efecto en cualquier prójimo, por fuertes que tuviera los nervios, con lo cual se consolida una firme base para la sorprendente realidad de lo que sucede en este mundo fantástico becqueriano. En los reales cristianos y en la batalla contra los moros se observa en el conde «esa vaguedad del que parece mirar un objeto y, sin embargo, no ve nada de cuanto hay a su alrededor»; y durante «aquellas horas de negra melancolía» que pasa a solas no se atreve a hablarle ningún otro sino «el más antiguo de los escuderos de su casa» (OC, 246). «Abrís los ojos -le dice éste, en la misma página- y vuestro terror no se desvanece». Todo nos induce a creer que acontece algo extraordinario, y la confesión siguiente del conde confirma nuestra impresión con creces:

-He sufrido demasiado en silencio. Creyéndome juguete de una vana fantasía, hasta ahora he callado por vergüenza; pero no, no es ilusión lo que sucede. Yo debo hallarme bajo la influencia de alguna maldición terrible. El cielo o el infierno deben de querer algo de mí, y lo avisan con hechos sobrenaturales.


(loc. cit.)                


El atormentado guerrero explica que una misteriosa mano, pálida y hermosa, mano de mujer, sin cuerpo, le ha salvado la vida en la lid, que la misma mano le descorre las cortinas de su lecho y le atiende en todo cuanto precisa. Con tales pormenores cambia nuestra impresión, y se nos hace imposible creer; incluso en el alma del mismo conde el escepticismo luchaba con la convicción: «Creyéndome juguete -decía- de una vana fantasía...»; y el escepticismo es ya la única actitud posible, aun para ese más antiguo y más leal escudero, quien mal de su grado cede a la conclusión que en ese momento parece inevitable:

El escudero se enjugó una lágrima que corría por sus mejillas. Creyendo loco a su señor, no insistió, sin embargo, en contrariar sus ideas, y se limitó a decirle con voz profundamente conmovida:

-Venid... Salgamos un momento de la tienda. Acaso la brisa de la tarde refrescará vuestras sienes, calmando ese incomprensible dolor, para el que yo no hallo palabras de consuelo.


(OC, 248)                


En el paseo que dieron amo y servidor por el campamento, aquél «andaba maquinalmente, a la manera de un sonámbulo, cuyo espíritu se agita en el mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la conciencia de sus acciones y como arrastrado por una voluntad ajena a la suya» (OC, 249); palabras que representan al conde como poseído y que así servirán a la vez para confirmar, ya el punto de vista de Gómara (la realidad del fenómeno sobrenatural), ya el del escudero (la lo cura de su señor). Creencia y escepticismo siguen enfrentados a lo largo del relato hasta que se han acumulado suficientes pormenores para que todos abracemos la primera de esas actitudes, convencidos ya en el alma y en el cuerpo.

Como ya sabe el lector de Bécquer, el conde de Gómara, haciéndose pasar por su propio escudero favorito, ha dado un anillo y su palabra de casamiento a una niña humilde llamada Margarita con el fin de seducirla. Ésta al ver salir la mesnada del conde para la guerra con su amado «escudero» a la cabeza de la tropa, en el sitio de más honor, se da cuenta de su propio deshonor, y después el hermano de Margarita la mata para desagraviar la ofensa a su honor. Es, claro está, la mano de la pobre chica muerta, con el fatal anillo puesto, la que se le aparece al conde en el campo de batalla y en su tienda; pues cuando han enterrado a la doncella desflorada, por mucha tierra que le echaban encima, la mano del anillo ella siempre la sacaba; y al final ya de la leyenda, con autorización del Papa y arrodillado sobre la fosa de su humilde súbdita, el conde de Gómara tendrá que casarse con esa mano para conseguir que ella se hunda para siempre.

Ahora bien: ¿cómo se lora inclinar la balanza en la dirección de la fe en el milagro? ¿Cómo se consigue que los lectores suspendamos nuestro descreimiento? Pues, llegó al real de los cristianos un juglar, y no tardó en formarse en torno suyo un corro de soldados y pajes ansiosos de escucharle. Mas también se unieron al grupo otros oyentes más distinguidos.

El conde se acercó al grupo y prestó atención. Por una coincidencia, al parecer extraña, el título de aquella historia respondía en un todo a los lúgubres pensamientos que embargaban su ánimo. Según había anunciado el cantor antes de comenzar, el romance se titulaba el Romance de la mano muerta.


(OC, 250)                


Los que acudimos con predilección a la literatura fantástica nos caracterizamos por una fuerte disposición a creer en lo que reconocemos por física y lógicamente imposible; nos deleita ceder a las temibles fuerzas de lo ignoto en las obras de imaginación, porque se trata de una deliciosa purgación de nuestros temores reales; y añádase a todo esto una coincidencia como la descrita en el párrafo que acabo de citar. En el nivel estético no nos cabe ya la menor duda de que en los asuntos del alevoso conde media un poder superior a nuestra comprensión. Nuestra nueva fe viene a confirmarse también por la actitud del juglar (¿agente de ese poder superior?) ante el seductor, «clavando sus ojos en los del conde con una fijeza imperturbable» (OC, 252). Ya en páginas anteriores hemos comentado el carácter objetivante de la función «periodística» del romancero, así como el efecto corroborativo de la aceptación del portento en masa por un auditorio numeroso. Bien es verdad que con el posible fin de consolar un poco nuestro siempre susceptible orgullo intelectual, por si esto sea todavía necesario, se introduce un último gesto escéptico, mas ya no nos disuade. «Al oír el escudero tan extraño anuncio [el del título del romance], pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio» (OC, 250). Evidentemente, el fiel servidor temía todavía que su señor pudiera estar loco. Desde luego, «la extraña ceremonia del casamiento del conde» es la prueba más inconcusa de la asombrosa «verdad» de este tan nuevo como tradicional caso. Ninguna boda, ni aun ésta, se hace sin testigos, ni aun es necesario que Bécquer mencione a éstos; su tácita presencia, junto con la declarada del «sacerdote autorizado por el Papa», nos asegura de la autenticidad de lo que podía verse allí ese día (OC, 253). He aquí a la vez otra variante del auditorio implícito.

Si pensáramos solamente en el título de la leyenda «Creed en Dios» y el arrepentimiento de Teobaldo de Montagut, barón de Fortcastell, sería posible clasificar este relato junto con los tres primeros en los que hemos analizado la dialéctica entre la credulidad y el escepticismo, es decir, aquéllos en cuyo desenvolvimiento interviene lo sobrenatural en el sentido religioso cristiano. Sin embargo, en esta narración lo religioso se limita casi exclusivamente a los dos elementos ya mencionados. El horrible castigo del perverso noble se realiza por una fuerza sobrenatural, innominable, no sabemos si divina, satánica, o física, cuya terrorífica presencia se hace sentir sólo por el movimiento; y por consiguiente, el miedo estimulado en el lector es tanto más profundo cuanto que éste ignora la proveniencia de la fuerza. Lo cierto es que resulta mucho más obsesionante tal miedo que el inspirado por cualquier cuento religioso de tipo más convencional. Montagut por su parte desarrolla otra fuerza tan violenta, que sorprende que se manifieste en la persona de un solo hombre, y así el habitual debate entre fe y duda ante el prodigio se da aquí como un choque entre dos voluntades, dos poderes, ambos impertérritos y hasta el final ambos aparentemente invencibles. (El barón de Fortcastell no se arrepiente sino en el mismo momento en que termina el texto de esta poderosa leyenda.)

La fuerza de Montagut es la de su acerado descreimiento. En la mayoría de las Leyendas el protagonista es crédulo, se inclina a la credulidad, o muy pronto pasa a esa facción, mas Teobaldo de Montagut es escéptico, y es tal su escepticismo («¡No creo en Dios! -sigue diciendo desesperado-. ¡No creo en Dios!»), que no sólo nos recuerda los orígenes del género fantástico en la época de los ateos y libertinos por excelencia, la Ilustración dieciochesca, sino que la febril militancia de su descreimiento nos lleva a pensar en esa noción unamuniana de que el ateo es en el fondo uno de los más firmes creyentes en la existencia de Dios, pues dedica su vida entera a luchar contra Él (y contra el vacío es muy difícil luchar). En efecto, Montagut daba incesantemente guerra a todo lo humano y todo lo divino: «Ahorcaba a sus pecheros, se batía con sus iguales, perseguía a las doncellas, daba de palos a los monjes, y, en sus blasfemias y juramentos, ni dejaba santo en paz ni cosa sagrada que no maldijese» (OC, 175).

Ya a la hora del nacimiento de este barón de Fortcastell, se había presagiado su temible temperamento: «Cuando la noble condesa de Montagut estaba encinta de su primogénito, Teobaldo, tuvo un ensueño misterioso y terrible. Acaso un a viso de Dios; tal vez una vana fantasía que el tiempo realizó más adelante. Soñó que en su seno engendraba una serpiente, una serpiente monstruosa», etc. (loc. cit.). Éste y otros detalles altamente significativos bastan para convencer a los otros habitantes del mundo de Teobaldo, al lector y, según veremos, aun al narrador de que por allí anda un espantoso influjo sobrenatural. Por ejemplo, ¿qué lector no siente su espíritu invadirse por una primitiva credulidad ante la descripción del aciago paje que trae al barón de Fortcastell el corcel negro que correrá con él sobre sus lomos por más de cien años antes de pararse? «El paje, que era delgado, muy delgado, y amarillo como la muerte, se sonrió de una manera extraña al presentarle la brida» (OC, 179). Al más crédulo no le gusta nada que se le llame crédulo, y de este punto de psicología práctica precisamente se aprovecha el narrador para activar las creederas de todos sus oyentes, desde los más refinados hasta los más ingenuos. «Nobles caballeros sencillos pastores, hermosas niñas que escucháis mi relato -les apostrofa-: si os maravilla lo que os cuento, no creáis que es fábula tejida a mi antojo para sorprender vuestra credulidad» (OC, 181). Se refuerza esta táctica con la negación del «antojo» personal del relator, negación que equivale a una afirmación de la objetividad del espeluznante milagro.

En cierto momento de su incesante cabalgata, el mismo Montagut se ve forzado a reconocer que interviene en su horrorosa experiencia un agente sobrehumano, mas reconocer tal intervención no es lo mismo que reconocer a Dios -en esto hay que insistir-, y así todavía no cejará el furioso caballero en su ateísmo.

Cuando Teobaldo dejó de percibir las pisadas de su corcel y se sintió lanzado en el vacío, no pudo reprimir un involuntario estremecimiento de terror. Hasta entonces había creído que los objetos que se representaban a sus ojos eran fantasmas de su imaginación, turbada por el vértigo [...]. Ya no le quedaba duda de que era el juguete de un poder sobrenatural que lo arrastraba, sin que supiese adónde, a través de aquellas nieblas oscuras, de formas caprichosas y fantásticas, etc.


(OC, 181)                


Por estas líneas se ve que se interioriza en Montagut, como en algún otro personaje que ya hemos considerado, la perenne disputa entre escepticismo y fe que informa el género fantástico. Nótese, en particular, al comienzo de este trozo, que el barón razona muy a lo siglo XVIII, muy a lo Feijoo, en lo que toca al papel de la imaginación en los fenómenos fantasmales. (Aludo desde luego a la conocida aventura de Feijoo con un espectro que resultó no ser sino la sombra de su propio cuerpo reflejado sobre la niebla.)

«Más allá del paraíso de los justos -dice el narrador tres páginas más abajo-; más allá del trono do se sienta la Virgen María. El ánimo de Teobaldo se sobrecogió temeroso, y un hondo pavor se apoderó de su alma» (OC, 184). La convicción ha vencido al escepticismo en el sector de los portentos que Montagut ve y toca con la mano, mas todavía no en ese otro sector sublime de las cosas de Dios. Y seguía airoso su infatigable corcel: «Atravesaba esa fantástica región adonde van todos los acentos de la Tierra, los sonidos que decimos que se desvanecen, las palabras que juzgamos que se pierden en el aire, los lamentos que creemos que nadie oye» (loc. cit.). Luego Teobaldo comienza a ceder en su lucha contra Dios; pero, auténtico personaje unamuniano antes de Unamuno, si decir tal no es excesivamente anacrónico, lucha también contra su cesión:

-¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios! -decía aún su acento, agitándose en aquel océano de blasfemias; y Teobaldo comenzaba a creer.


(OC, 185)                


Subrayé el verbo comenzaba, porque lo que es comenzar a creer subconscientemente, el barón de Fortcastell sí ha comenzado. Mas de modo consciente no ha concedido todavía que exista Dios, y de modo voluntario aún menos. Así sigue la dialéctica.

En cuyo punto casi se sobrecoge el narrador al proseguir la descripción del itinerario de Teobaldo: «Dejó atrás aquellas regiones y atravesó otras inmensidades llenas de visiones terribles, que ni él pudo comprender ni yo acierto a concebir» (loc. cit.). Por fin, arrancado del corcel y lanzado al vacío, cae, cae, cae; y al incorporarse sobre el codo y restregarse los ojos, descubre que está entre los árboles del bosque donde empezó su cabalgata, y resurge al parecer tan fuerte como siempre su escepticismo: «Habré soñado» -dice- (OC, 186). En efecto: por el espacio de dos páginas, en medio de los nuevos asombros que cien años de cambios en el mundo le producen, lucha aún por no ceder, por no confesar que cree ya. Habiéndose enterado, empero, al volver a su castillo familiar, de que esa noble mansión se había convertido en monasterio más de cien años antes, no puede ya mantener su firmeza, y preguntado quién es por el religioso que acude a la puerta, responde: «Yo... yo soy... un miserable pecador» (OC, 188). ¿Significan estas palabras, emitidas por el barón al final mismo del texto becqueriano, una cesión absoluta? ¿O queda de algún modo incompleta esa cesión? Lo que Montagut no dice todavía, lo que no dirá nunca, es: «Yo creo en Dios», a despecho del imperativo contenido en el título de la leyenda. «Creed en Dios» es una de las menos conocidas entre las Leyendas de Bécquer, pero artísticamente es una de las más logradas.

El descreimiento ante lo religioso, mejor dicho, la irreverencia ante los cristianos muertos, también hace un papel en «El beso», no sé si menos importante que en «Creed en Dios», o simplemente distinto. Aunque Teobaldo de Montagut es -se supone- un personaje provenzal, su ateísmo es de desesperado signo heroico hispánico; y en cambio, la irreverencia del capitán francés y la mayoría de los oficiales franceses que aparecen en «El beso» no tiene mayor profundidad que la de las ironías y agudezas que se oyen en un salón elegante. La importancia para esta leyenda de tan trivial actitud ante las cosas de la Iglesia estriba en el hecho de que es una consecuencia de cierto concepto clásico pagano del arte que mantiene el referido capitán, un francés muy culto a lo siglo XVIII. Pues es esta veneración materialista al arte antiguo, y no una cesión a ninguna superstición de tipo cristiano, lo que poco a poco lleva a la derrota del escepticismo por la credulidad en este relato.

La primera noche que el capitán durmió en la desmantelada iglesia toledana donde le habían alojado, le despertaron «en lo mejor del sueño» los golpes de la campana gorda «que los canónigos de Toledo han colgado en su catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de reposo» (OC, 281). Nótese, de paso, en estas palabras puestas en boca del capitán, el ya aludido tono de frívola irreverencia. No bien hubo despertado el capitán -nos sigue diciendo él mismo-, «vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna [...] vi a una mujer arrodillada junto al altar» (loc. cit.). He aquí la primera mención de la hermosa estatua sepulcral de doña Elvira de Castañeda (a cuyos labios de piedra el intentado ósculo del capitán había de costarle la vida), y ya en esta escueta presentación se acusan los tres elementos esenciales a la ficción fantástica: (1) el elemento «extraordinario» o sobrenatural; (2) la «imaginación» y el efecto que produce en ésta el elemento extraordinario (principio de la creencia); y (3) la función del testimonio de los sentidos («mis ojos») como prueba de la autenticidad del portento frente al escepticismo. Y no amainará ya el arrebatamiento del francés ante esta obra de arte, que se le traduce en «nocturna y fantástica visión» (OC, 281-282).

Porque incluso cuando asoma por un momento en el capitán materialista el buen sentido en relación con la deliciosa visión pétrea, lucha consigo por sofocar esa voz interior:

Yo me creía juguete de una alucinación, y, sin quitarle un punto los ojos, ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto. Ella permanecía inmóvil. Antojábaseme, al verla diáfana y luminosa, que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna, etc.


(OC, 282)                


Estas líneas son de una gran importancia, porque revelan todo el alcance de la animación, humanización y espiritualización de la escultura en la mente del capitán: «permanecía inmóvil», como si gozara, no obstante, de la capacidad de moverse; revestía alguna vez «la forma humana»; pero no era «una criatura terrenal», sino «un espíritu». El presente pasaje es a la vez ejemplo de ese singular y encantador carácter unitario de las diversas obras de Bécquer por el que rasgos esenciales de las unas se reflejan en las otras: he aquí una clarísima alusión a la narración psicológica (no fantástica) «El rayo de luna», que Gustavo había publicado un año y medio antes, en febrero de 1862; mas mientras que en el cuento anterior no se trata sino de la alucinación, en el presente el mismo tipo de engaño a los sentidos lleva al desatamiento de fuerzas auténticamente sobrenaturales y al vencimiento del escepticismo por éstas.

Decía antes que cierto concepto del arte es una condición determinante del desenlace de «El beso», y los términos en que el último trozo citado está redactado descubren que el poder alucinante de la estatua ha nacido de una contemplación estética más bien que histórica, filosófica o religiosa. La escuela artística del capitán francés se revela cuando uno de sus compañeros le embroma observando que su extraña obsesión acabará por «probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea» (OC, 283), a lo cual el enamorado responde:

-Por mi parte, puedo deciros que siempre la creía una locura; mas desde anoche comienzo a comprender la pasión del escultor griego (loc. cit.).


Ahora bien: en este brevísimo parlamento, con respecto a la fábula de la bella estatua que Venus convirtió en mujer de carne y hueso para que fuese esposa de su creador, el escultor Pigmalión, se nos traza toda la trayectoria desde el escepticismo hasta la fe. Reitero que se trata, sin embargo, de una fe artística; la fe «cristiana», que ha de ser la castigadora de esta última, se hará esperar hasta las líneas finales del cuento.

El capitán creía ver en la bella dama medieval de piedra los comienzos de una animación semejante a la de Galatea: «... parecíale que la marmórea imagen se transformaba a veces en una mujer real; parecíale que entreabría los labios como murmurando una oración, que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante», etc. (OC, 287-288). La teología profana (en parte, alcohólica) de este irreverente ante Dios pero devoto ante el misterio del arte -la doctrina estética por la que en su cabeza se funden la idea del hombre como ser creado, la creación artística, la fábula de Galatea y la alucinación producida por la obra del desconocido escultor medieval- es esa vieja y conocidísima alegoría clásica sobre el artista que dejaremos al mismo capitán explicar: «Indudablemente, el artista, que es casi un dios -dice-, le da a su obra un soplo de vida que no logra hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una vida incomprensible y extraña, vida que yo no me explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando bebo un poco» (OC, 289). Con las palabras finales de esta reflexión surge de nuevo el escepticismo ante la autenticidad de la animación de la amada estatua, pues apenas sorprendería que ésta bailara un chotis en vista de la cantidad de champagne que se consume entre los oficiales franceses durante su sacrílega velada.

Merced a este acicate, en la tétrica iglesia arruinada, inconstantemente iluminada por la fogata que se ha hecho en la capilla mayor, la Galatea toledana vuelve a tentar al intruso galán francés, o así le parece a éste: «Parece incitarme con su fantástica hermosura -dice el alocado capitán-, que parece que oscila al compás de la llama y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡oh, sí!... Un beso..., sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume» (OC, 290).

Mas los cristianos muertos impondrán el respeto que se les debe. El capitán será castigado al ir a imprimir un beso en los labios de la bella mujer de piedra; y viéndolo, los demás franceses creerán, creerán con toda la devoción del más profundo y paralítico terror. «Los oficiales, mudos y espantados -habla el narrador-, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro. [...] habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarlo con una espantosa bofetada de su guantelete de piedra» (loc. cit.) El «inmóvil guerrero» es desde luego la estatua del esposo de doña Elvira, arrodillada al lado de la de ésta, y los labios de este noble compañero del Gran Capitán en la campaña de Italia también habían sido profanados momentos antes por el vino que había intentado hacerlos beber el miserable y descreído capitán de c minúscula del vecino reino de Francia. En lo que quisiera insistir es en que los amigos del capitán «habían visto» la sublime venganza de los esposos del siglo XV. En el género fantástico, por mucho que se recurra al razonamiento y la ciencia para rebatir el portento, los datos de la experiencia siempre acaban por substanciarlo. Bécquer nos lleva a un mundo tan paralelo y semejante al nuestro, que todo cuanto existe y acontece en aquél parece natural y creíble, hasta el punto de que también allí la observación es la fuente de los conocimientos más seguros; pero he aquí la diferencia: se ha desplazado la raya que separa lo natural de lo sobrenatural, y así los cinco sentidos en esa esfera no hallan dificultad alguna en confirmar fenómenos que serían físicamente imposibles en la nuestra.

«Los ojos verdes» y «La corza blanca» se unen por la atribución de una forma de escepticismo hipócrita al fascinante y misterioso ser femenino en torno a quien gira toda la acción de cada leyenda. Cada uno de estos personajes finge despreciar como superstición vulgar el prodigio del que depende su propia existencia. En «Los ojos verdes», incluso en el amante, que no es hipócrita, se da una aproximación tan sutil entre las habituales posturas crédula y escéptica, que apenas es posible distinguir entre ellas; y merced a esta casi fusión se logra ese grado especial de irrealidad o realidad encantada tan notable en este famoso relato. En «Los ojos verdes», únicamente el viejo montero Íñigo, de la casa de los marqueses de Almenar, es absolutamente crédulo; pues la tradición de aquella sirena del bosque se la dijeron mil veces sus padres, como ya sabe el lector, y él siente un hondo terror a «la fuente de los Álamos, en cuyas aguas -dice- habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente -sigue diciendo- paga caro su atrevimiento. [...] Pieza que se refugia en esta fuente misteriosa, pieza perdida» (OC, 134-135; la cursiva es mía).

Sin embargo de este aviso, como no ignora ningún lector de habla castellana, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar, persigue hasta la misma fuente al primer ciervo que ha herido su venablo de cazador novel; y empieza como consecuencia a sumirse en el misterio, voz cuya forma adjetival subrayé ya en el último pasaje reproducido, porque aunque no deja de hallarse en alguna otra narración becqueriana, esta palabra es especialmente frecuente en «Los ojos verdes», donde tiene una acepción semejante a la teológica de «veritates quae humanam rationem superant»33, que la Academia en su Diccionario glosa así: «cosa inaccesible a la razón y que debe ser objeto de fe». En este sentido es una voz clave en «Los ojos verdes», según se verá. Fernando está empeñado en que no se le escape su primer ciervo, y por esto no hace caso a la advertencia del leal montero sobre ese «misterio» u «objeto de fe». Pero es más bien por su empeño de cazador novel que por cualquier hondo desprecio a la vieja leyenda de la moradora de la fuente, por lo que Fernando irrumpe en la prohibida alameda. «Primero perderé yo el señorío de mis padres -dice-, y primero el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo [...]. Y si llegase [a la fuente], al diablo ella, su limpieza y sus habitadores» (OC, 135). Pues estas palabras, si bien por un lado pudieran tomarse por mofa de lo sobrenatural, por otro pueden significar una bizarra voluntad de arriesgar la vida contra algún poder ineluctable (en el cual se insinúa que se cree).

Mas no se funden del todo en Fernando escepticismo y fe hasta después que él ha visitado por primera vez la temible fuente. El hecho de que el joven amo, frecuentador ya de la alameda, no quiera ver sino poesía donde su anciano servidor ve peligro, es lo que posibilita este sorprendente acoplamiento de actitudes de otra manera antagónicas. Tomarlo todo como poesía equivale, por una, parte, a dudar del poder efectivo del misterio; pero al mismo tiempo creemos al nivel de la poesía muchas cosas que negamos al nivel de la razón; y por ende, se refuerza la fe en el portento con aquel mismo proceso mental que parecía ponerlo todo en duda. De ahí la inquebrantable verosimilitud de lo fantástico en este delicado poema en prosa.

A partir del capítulo II del relato hay numerosos pasajes en los que Fernando se expresa poéticamente sobre la fuente de los álamos, pero miremos los primeros, que son acaso los de poesía más pura. Fernando habla con Migo:

-Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella. [...] se llenó mi alma del deseo de soledad. [...] Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa [...]. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía.


(OC, 136-137; las cursivas son mías)                


Las primeras líneas de esta cita son en realidad una paráfrasis de las definiciones de misterio que reproduje más arriba; y esa «cosa inaccesible a la razón», en lugar de ceder ante el espíritu investigador que por un momento parece apuntar en Fernando, se nutre de la mayor familiaridad que éste va adquiriendo para acabar por envolverle a él entre los atractivos y las ataduras de la fuente y su moradora. No se viola el misterio, no se explica nunca; por esto, en las seis últimas páginas de «Los ojos verdes», en la edición de Aguilar, entre el sustantivo y su derivado adjetival, hay seis textos de misterio, misterioso.

Lo más sorprendente de «Los ojos verdes» en el aspecto de la acostumbrada dialéctica entre el escepticismo y la credulidad es que el personaje más escéptico (escepticismo hipócrita) y el personaje fantástico de la leyenda son una misma figura. La hermosa mujer «incorpórea» de la fuente -recuérdese la atrayente mujer «incorpórea» de la rima XI- finge un hondo desprecio por los crédulos y supersticiosos, y expresando esta actitud asegura a Fernando de su amor:

-Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes lo premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi cariño extraño y misterioso.


(OC, 140)                


Se desprende de estas líneas una singular distinción: creer en mi existencia es una superstición vulgar si se me teme -afirma la misteriosa mujer-; pero creer en mi existencia es una actitud culta si se me ama. Estos dos niveles de creencia en lo sobrenatural corresponden respectivamente a las posturas de Íñigo y Fernando, y el parlamento de la vaporosa dama que acabamos de escuchar es un anzuelo muy astuto si resta en el enamorado Fernando algo del desdén que él antes afectaba por las creencias supersticiosas de su fiel sirviente. Pues, por un lado, la fatal mujer de los ojos verdes concede que todo aquello se explica por la credulidad del vulgo; pero, por otro, reconoce la creencia estética, el creer de los poetas. Así se resguarda el delicado orgullo del hombre ilustrado -ya Fernando, ya el lector- de que al dar fe a lo fantástico se ponga en ridículo. En «Los ojos verdes», ser crédulo es creer en el misterio de la fuente de un modo, ser escéptico es creer en él de otro modo.

De nuevo, en «La corza blanca», el escepticismo hipócrita se halla asociado al concepto del personaje fantástico, Constanza o Azucena, hija del «famoso caballero» don Dionís, quien tiene su torre señorial en un pequeño lugar de Aragón. Azucena es al mismo tiempo la corza blanca y señora de las corzas ordinarias que corren con ella por campos y bosques, y en los escondites más remotos de éstos todas ellas se convierten en lindas muchachas para triscar, reír y bañarse en el río. De donde se colige que el escepticismo hipócrita de Constanza no será anzuelo, como en «Los ojos verdes», sino defensa. El zagal Esteban cuenta a la compañía de cazadores cómo al llevar sus corderos a la orilla del río él ha encontrado entre el rastro de las reses «las breves huellas de unos pies pequeñitos» de doncella (OC, 258), y don Dionís y todos los que forman su partida de caza dirigen instintivamente los ojos a los pies de Constanza, quien, escondiéndolos, exclama:

-¡Oh, no! Por desgracia, no los tengo yo tan pequeñitos, pues de este tamaño sólo se encuentran en las hadas cuya historia nos refieren los trovadores.


(OC, 258)                


Constanza finge no creer en sí misma, esto es, en su otra existencia de corza, y tan vulgares supersticiones las achaca a los simples al expresarse así mientras habla con Garcés:

-¡Bah, bah! [...] Déjate de cazas nocturnas y de corzas blancas. Mira que el diablo ha dado en la flor de tentar a los simples.


(OC, 264)                


El desprecio de esta aristócrata por la gente ruda e ingenua revela otra semejanza entre este relato y «Los ojos verdes». En la mayoría de las Leyendas la lucha entre el escepticismo y la credulidad se desata en el alma del personaje individual; mas en la pareja de cuentos que nos ocupa ahora cada postura se identifica con una clase social. Por tanto, el caballero don Dionís no manifiesta ante la relación del zagal Esteban sino un «aire de curiosidad picada» (OC, 255). La escéptica hipócrita Constanza «parecía la más curiosa e interesada en que el pastor refiriese sus estupendas aventuras» (OC, 256), en donde habría que subrayar el verbo parecía. Y Garcés, hijo de un antiguo servidor de la casa y el más querido entre los monteros de don Dionís, representa algo así como un nivel medio entre aristócratas y plebeyos en lo que atañe a escepticismo y credulidad. Garcés está enamorado de su ama y en un principio se propone cazar a la corza blanca para ofrecérsela a Constanza como prenda de lealtad; y así al contar Esteban lo que le había sucedido en el bosque, «Garcés fue acaso el único que oyó con verdadera curiosidad los pormenores de su increíble aventura» (OC, 263). He aquí un a curiosidad más vecina a la credulidad que al rechazo de lo «increíble», y veremos que tal actitud llega muy pronto a dominar en el montero.

Pero interesa considerar antes cómo se describe al zagal Esteban, el más vulgar, inocente y crédulo de los personajes.

Era Esteban un muchacho de diecinueve a veinte años, fornido, con la cabeza pequeña y hundida entre los hombros, los ojos pequeños y azules, la mirada incierta y torpe, como la de los albinos; la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos, la frente calzada, la tez blanca, pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía parte sobre los ojos y parte alrededor de la cara en guedejas ásperas y rojas, semejante a las crines de un rocín colorado.


(OC, 256)                


Evidentemente, se trata de una caracterización exclusivamente física, y aun al nivel físico no hay nada de finura; aquí tampoco puede haber nada de agilidad mental ni distinciones filosóficas entre la realidad y las alucinaciones. Esteban sólo sabe lo que ve, y lo que ve es lo que cree. Ni un preste de la Santa Iglesia Católica Romana a quien ha consultado el inocente zagal le ha disuadido de creer en la existencia de las corzas sobrenaturales; el preste le ha dicho simplemente que rece mucho.

Va quedando claro que Garcés es el único personaje que tendrá que convencerse de la realidad del prodigio. La «escéptica» doncella-corza Constanza no duda en verdad de nada. Don Dionís nunca abandona su actitud irónica ante la superstición sobre las corzas, hay que reconocerlo, mas él es un personaje secundario que no aparece sino en la primera mitad de la leyenda. Por lo demás, el espíritu de Garcés, muchacho enamorado, caracterizado por extravagantes nociones poéticas, está muy bien preparado para la sofocación de sus últimas dudas bajo el peso de una inaudita realidad nueva.

No bien ha concluido Esteban su asombrosa relación, Garcés pregunta para sus adentros: «Pero ¿quién dice que en lo que refiere ese simple no exista algo de verdad?» (OC, 263). De aquí a aludir el autor, en su comentario de estilo terciopersonal, a «la credulidad del joven montero» (OC, 265), no hay sino un paso. Garcés tarda hasta el final de la leyenda en lograr la triste confirmación del carácter sobrenatural de la corza blanca (herida ésta por una saeta de la ballesta del enamorado montero, se convierte al morir en Constanza), mas ya muchas páginas antes «el joven se sentía dispuesto a ver en cuanto lo rodeaba algo sobrenatural y maravilloso» (OC, 269).

Tal disposición mental en Garcés, unida al testimonio de sus sentidos, le hunde pronto a él y a nosotros en la realidad cierta de lo imposible. Pues, según suele suceder en el género fantástico, los datos de la experiencia no confirman la que normalmente consideraríamos como la realidad objetiva. A la luz de la luna, Garcés ha visto a las corzas convertirse en hermosas mujeres, registrando esta mágica metamorfosis con un «involuntario grito de asombro»; y junto al río, bajo un pabellón de verdura, en medio de la corte que formaban las corzas transformadas, «a cuál más bella», y atendido por todas ellas «creyó ver el objeto de sus ocultas adoraciones: la hija del noble don Dionís, la incomparable Constanza» (OC, 270, 271). Ante tal escena, Garcés «no se atrevía a dar crédito ni al testimonio de sus sentidos» (OC, 272); mas, aunque no se atreviera todavía a creerlo, se insinúa aquí que sus sentidos seguían fielmente presentándole datos y confirmando el fenómeno que tenía delante de los ojos. Ya he dicho que Garcés representa un nivel medio entre las dos clases sociales asociadas en esta leyenda con las posturas del escepticismo y la credulidad, y por ende es lógico dentro de tal esquema que él sea el único personaje en quien tienda a interiorizarse el conflicto entre esas actitudes. El último trozo citado, con su tensión entre creer y no creer lo visto con los ojos, revela precisamente esta especie de contienda en el espíritu del asombrado Garcés, y no para allí.

Continúa en las líneas inmediatas la oposición entre el Garcés escéptico y el Garcés creyente; pues el pasmado montero «creíase bajo la influencia de un sueño fascinador y engañoso» (OC, 272), mas se sobreentiende por estas palabras, señaladamente por el verbo creíase, que no sufría tal influjo. En la página siguiente encontramos a Garcés todavía «deseando romper de una vez el encanto que fascinaba sus sentidos»; y si bien, por una transformación instantánea de las doncellas en corzas al sorprenderlas el montero, se convence éste al pronto de que «el encanto se rompió» (nunca había habido allí doncellas); al contrario, la metamorfosis final de la corza blanca en Constanza-Azucena a la hora de la muerte da el más eficaz mentís a la opinión escéptica de que allí no hubo nunca más que corzas. Los al parecer engañosos sentidos de Garcés fueron, en efecto, siempre fieles; los órganos que en nuestro mundo sirven para el descubrimiento científico y el estudio objetivo de la realidad, en el mundo paralelo de la ficción fantástica sirven para la confirmación u objetivación del hecho sobrenatural, que allí viene a ocupar el lugar de uno de los hechos naturales y a ser por consiguiente una de las bases de una nueva realidad y un nuevo realismo inauditos.

«El gnomo» y «El monte de las Ánimas», la última pareja de relatos que nos toca analizar en conexión con la dialéctica entre el descreimiento y el candor, tienen en común el hecho de que en cada caso por la repetición confirmatoria, ya de palabras clave, ya de un pasaje descriptivo simbólico, se consolida el término dialéctico que acostumbra a llevar al vencimiento de toda posible duda. En «El gnomo» las muchachas del lugar son unas simples que después de fingirse incrédulas y reírse como locuelas del tío Gregorio, se tragan enteras las fabulosas consejas del nonagenario, especialmente Marta y Magdalena, dos hermanas huérfanas que ansían escaparse de alguna manera de su vida vacía y desesperanzada. Su misteriosa conversación nocturna con el agua y el viento (que son los servidores del gnomo y esperan a las hermanas en la fuente donde ellas y todas sus compañeras del lugar van a buscar agua) resulta en la desaparición definitiva de Marta, a quien el hombrecillo por lo visto se ha llevado a la caverna del Moncayo de donde brota esa fuente y donde, según el cuento del tío Gregorio, los gnomos guardan sus ricos tesoros.

La postura escéptica está mucho menos representada en «El gnomo» que en la mayor parte de las Leyendas, y como consecuencia, el elemento fantástico resulta tal vez menos creíble, menos imponente, por no haber tenido que allanar tantos obstáculos para dominar el campo. Sobre la especie de que se oye todavía de noche en la fuente el llanto de Marta, el narrador se expresa así, al final del relato: «Yo no sé qué crédito dar a esta última parte de la historia» (OC, 233); y casi podría generalizarse esta observación a toda la leyenda; pues, aunque en los demás aspectos tiene los habituales encantos de la prosa becqueriana, aquí no hemos temido tanto, no nos sentimos tan hondamente impresionados; precisamente porque ningún repentino reconocimiento de la realidad sobrenatural ha venido a sacudirnos de una fuerte actitud escéptica. La expresión más fuerte de duda en toda la narración es la que acabo de citar, y parece sintomático que no se refiera sino a un detalle de poquísima importancia para el argumento.

Las restantes notas escépticas son meras insinuaciones que dependen de adverbios, conjunciones, verbos en el subjuntivo y el sentido normal de algún otro verbo o sustantivo, verbigracia: «tesoros, en fin tan fabulosos e inmensos, que la imaginación apenas puede concebirlos»; «Al menos, el pastor refirió que así le había parecido»; «como si hubiera salido de un sueño»; «les pareció percibir» (OC, 221, 221, 222, 228, respectivamente; las cursivas son mías). En fin, en «El gnomo» no se da la acostumbrada oposición entre escepticismo y credulidad debido a la ausencia prácticamente total del primer contendiente. Mas no pensemos que se trate solamente de un defecto. Bécquer acaso ha ya visualizado el predominio absoluto del término credulidad como un medio mimético para captar también por la perspectiva narrativa la simpleza de las muchachas. Para que esto quede claro hablemos ya de las repeticiones léxicas a las que aludí al comienzo de estas consideraciones sobre «El gnomo».

El adjetivo estupendo, en su acepción de «maravilloso para el observador lerdo» (< lat. stupere, «contemplar con estupor») se utiliza cuatro veces, el sustantivo estupor una vez, y el sustantivo vértigo dos veces para hacer hincapié en el atolondramiento y la simpleza de las muchachas. He subrayado los vocablos indicados en los siete trozos reproducidos a continuación, seis de los cuales forman parte de la narración terciopersonal, ya del narrador omnisciente, ya del narrador ficticio tío Gregorio.

Nadie [...] sabía historias más estupendas [que el tío Gregorio].


(OC, 216)                


[Un pastor, en la historia contada por el tío Gregorio] antes de morir refirió cosas estupendas.


(OC, 219)                


[El pastor], sin saber cómo ni por dónde, se encontró fuera de aquellos lugares y en el camino que conduce al pueblo, echado en una senda y presa de un gran estupor.


(OC, 222)                


La estupenda relación del tío Gregorio [...] exaltó nuevamente las locas fantasías de las dos enamoradas hermanas.


(OC, 226)                


La noche siguiente a la tarde del encuentro con el tío Gregorio, todas las muchachas del lugar hicieron conversación en sus casas de la estupenda historia que les había referido.


(OC, 226)                


A medida que transcurrían las horas, aquel sonar eterno del aire y el agua empezó a producir una extraña exaltación, una especie de vértigo que, turbando la vista y zumbando en el oído parecía trastornarlas por completo.


(OC, 228)                


MARTA.-... mi inteligencia flota en un vértigo...


(OC, 228)                


El hecho de que las reacciones de Marta, Magdalena y las demás muchachas reflejen las de los personajes del relato del tío Gregorio, ilustra al mismo tiempo el poder de la ficción para amoldar la vida real del oyente o lector y sugiere indirectamente cuál ha de ser nuestra reacción ante las presentes páginas de Bécquer. Las palabras de Marta dirigidas a Magdalena que aparecen a la cabeza de este libro: «Yo también creo en todo: En todo... lo que deseo creer» (OC, 223), alegorizan a la par otra condición imprescindible para la recepción más oportuna del material sobrenatural por el lector. Al poder de la misma ficción fantástica tiene que unirse la voluntad de creer y aterrarse que deberá aportar el lector.

En Soria es la noche de Difuntos -pasemos a comentar «El monte de las Ánimas»-, y Alonso, hijo del conde de Alcudiel, y su amada prima y huéspeda Beatriz, hija del conde de Borges, junto con sus padres y su séquito, se retiran temprano de la caza; porque en esa noche todos los años, en el ya mencionado monte, los espectros de los templarios y los de los nobles de Castilla, envueltos en jirones de sus sudarios, vuelven a representar, «como en una cacería fantástica» (OC, 125), la sangrienta batalla que se libró allí entre ellos en otra época. Recogidos en el palacio gótico de los condes de Alcudiel, caballeros, damas y dueñas se dividen en varios grupos para conversar; y con ocasión del recuerdo de los finados, cuentan historias temerosas de espectros y aparecidos. Aun por esta brevísima recapitulación queda claro que el ambiente de esta leyenda se presta desde el comienzo a una acción sobrenatural, y Bécquer insistirá repetidamente en esta puesta en escena para afianzar el término credulidad de la oposición escepticismo-credulidad.

La insistencia del autor en el ambiente toma la forma, no solamente de una repetición verbal, sino de la reiteración a lo largo del texto de ciertos detalles descriptivos conducentes a la fe en lo maravilloso. Empieza ya esta reiteración descriptiva en la introducción a la leyenda, mientras el autor compone ésta, y sigue todavía al final de la ficción, mi entras Beatriz yace aterrada en el lecho en el que morirá de miedo a la mañana siguiente, al ver sobre su reclinatorio su perdida banda azul, ahora sangrienta y desgarrada, que el ánima de Alonso ha recuperado de en medio de la batalla de los espectros en el vecino monte.

... y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.


(OC, 123)                


... algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.


(OC, 125)                


Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y...


(OC, 129)                


El aire azotaba los vidrios del balcón [...]. Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz.


(OC, 131)                


Tal técnica de repetición tiene ya algo de azoriniano y mucho de poético, funcionando como estribillos las sacudidas de los cristales que se vuelven a oír a intervalos regulares. ¿Cuántos lectores habrán leído «El monte de las Ánimas» en una noche tormentosa cuando sus propias ventanas se sacudían bajo las ventoleras, buscando así la adecuación emocional entre la vida del escritor, la experiencia de los personajes y la propia existencia? Lo cierto es que en la presente leyenda se logra una unidad total de ambiente y reacción, y hasta la escéptica y fría Beatriz es por fin vencida por los numerosos motivos de terror que tiene en torno suyo y que Bécquer resume en el símbolo sinóptico de los cristales sacudidos por el viento. Volveremos sobre la noche de terror de Beatriz en el capítulo VI, pero por de pronto veamos cómo se articula el escepticismo de la prima de Alonso.

Beatriz es encaprichada, voluntariosa y mundana como habituada a la vida de la Corte francesa, y siente un desprecio absoluto por las tradiciones de las áridas llanuras de Castilla. Al empezar a oscurecer en el monte, le dice su primo que pronto los templarios difuntos tocarán la campana en la capilla, y Beatriz responde: «¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?» (OC, 124). De vuelta en el palacio, Alonso le propone a Beatriz un intercambio de presentes y recuerdos, porque presiente que muy pronto se ha de privar de la compañía de su amada parienta, quien no se quedará en Castilla. Al darse cuenta la hija del conde de Borges de que en el monte ha perdido su banda azul, se le ocurre poner a prueba la absurda fe de Alonso en la cacería fantástica de la noche de Difuntos: la mirada de Beatriz -dice el narrador- «brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico» (OC, 127). Ella le habría dejado su banda azul como recuerdo, dice, pero... Al no ofrecer Alonso volver esa misma noche a buscar la banda, porque la vista nada más de las ánimas hiela de horror la sangre de los más valientes, según explica él, «una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz» (OC, 128). Al fin, «su amarga ironía» (loc. cit.) convence a Alonso, que no quiere quedar mal a los ojos de su bella prima, y cuando a los pocos minutos ésta oye alejarse el galo pe del caballo del primogénito de Alcudiel, se le colorean las mejillas «con una radiante expresión de orgullo satisfecho» (OC, 129). Parece haberse llevado la victoria el escepticismo de esa hermosa pero atormentadora forastera.

Mas, luego de acostarse Beatriz, las horas pasan cada vez más despacio, una tras otra, sin que vuelva Alonso del monte, sin que ella concilie el sueño, llenándose los minutos de espantosos ruidos y visiones que la víctima del insomnio no sabe si serán reales o soñadores. Si es verdad, como dice Mesonero Romanos en alguno de sus artículos, que los nervios son un invento de los modernos, Beatriz es muy moderna en este aspecto: «Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas las direcciones, y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada; oscuridad, las sombras impenetrables» (OC, 130). El escepticismo de la orgullosa hija del conde de Borges va cediendo a las circunstancias ambientales de una noche horripilante (de cuya descripción hablaremos en el capítulo VI), aunque ella no acabará de convertirse en creyente en lo sobrenatural hasta el mismo momento de su muerte de terror. Su vacilación entre descreída y creyente se revela por la forma interrogativa, desesperada, en que, agitada con el insomnio, lucha todavía por mantener su habitual desprecio ante la superstición: «¿Soy yo tan miedosa como esas pobres gentes cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura al oír una conseja de aparecidos?» (loc. cit.). Ella misma no contesta nunca -con palabras- a esta pregunta.

Hasta su encuentro con el portento Beatriz hubiera aceptado la idea del pensador ilustrado dieciochesco inglés Edward Burke, de que la superstición es la religión de los débiles. Mas los desenlaces de las Leyendas becquerianas constituyen argumentos en apoyo de una visión mucho más romántica, semejante a la de Goethe de que la superstición es la poesía de la vida, o a la noción de Barbey d'Aurevilly de que en las almas más grandes hay rincones de debilidad en los cuales duermen las supersticiones. Nada característico de las almas grandes puede ser enteramente malsano; y de esto dista poco el sostener, como lo ha hecho un crítico actual, que la lectura de los cuentos de terror tiene cierto valor terapéutico para el alma humana34. Después de todo -creo que es Emerson quien lo dice-, el escepticismo es un suicidio lento.





Anterior Indice Siguiente