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ArribaAbajo Capítulo VI

Realismo y fantasía: El medio


La nature dite inanimée participe de la nature des êtres vivants, et, comme eux, frissonne d'un frisson surnaturel et galvanique.


BAUDELAIRE, Edgar Poe, sa vie et ses oeuvres.                


En las descripciones becquerianas del medio de la acción sobrenatural se manifiestan la misma técnica y la misma finalidad que en las de los personajes. Quiere decirse que las descripciones de los lugares de la acción son también enumerativas, pormenorizadas, en una palabra, fotográficas, y que también su función es entretejer el hilo sobrenatural con tantos otros reales, que el tremebundo portento parezca, aunque excepcional, sin embargo, físicamente posible en el mundo cotidiano. No es nada anacrónico utilizar en el presente contexto el adjetivo fotográfico, pues a partir de los años cuarenta del siglo pasado los costumbristas y los novelistas pretenden representar los medios lo mismo que las figuras humanas «al daguerreotipo»44, y unos veinte años después se les aplicará a tales descripciones el interesante término «fotografías escritas», que aparece en el título de una colección de cinco novelas costumbristas de Juan Cortada, estampada en 1867, La voz de la conciencia o fotografías escritas (Barcelona, Biblioteca Ilustrada de Espasa Hermanos). Que yo sepa, la crítica moderna nunca ha considerado el término de Cortada en relación con el archiconocido concepto del «realismo fotográfico», pero parece especialmente feliz tanto para las ya estudiadas descripciones becquerianas de los personajes como para las de los medios, y tal vez aun más afortunado para éstas que para aquéllas, porque es sin duda menos difícil simular la dura objetividad de la fotografía al describir un lugar físico que al someter un cambiante ser humano al inconstante poder reproductivo de la palabra.

Ni aun cuando la finalidad del arte descriptivo becqueriano es realizar una escena en la que predomina lo fantástico, resulta inválido el paralelo con la fotografía decimonónica. Casi desde el principio, en ciertas placas suyas los fotógrafos han buscado efectos misteriosos, mas en el ochocientos, debido al estado primitivo de la tecnología, se presentaban a veces de improviso muy sugestivas nieblas, sombras, siluetas y luminosidades, como se puede apreciar en libros como The Art of French Calotype, de André Jammes y Eugenia Parry Janis (Princeton University Press, 1983), o la admirable obra de Lee Fontanella titulada La historia de la fotografía en España, desde sus orígenes hasta 1900 (Madrid, El Viso, 1981).

En conexión con el medio de los relatos fantásticos de Bécquer, debe tenerse presente que en ciertos casos se utiliza un tipo especial de descripción para producir en el lector la impresión de que una fuerza sobrenatural va poco a poco envolviéndolo todo. Sin embargo, es difícil, por no decir imposible, separar muestras de tales descripciones del conjunto del texto para su análisis crítico, porque los elementos descriptivos a los que me refiero de momento se hallan entremezclados, en unos mismos períodos gramaticales, con la narración, el diálogo y las acotaciones dialogales. Estas descripciones juegan un papel indispensable en la fusión de realidad y fantasía que realiza este último componente; porque, en términos generales, como he sugerido en otro capítulo, la descripción representa lo real, la narración representa lo fantástico, y al asimilarse estos dos factores en pasajes descriptivo-narrativo-dialogales, se capta la nueva percepción del cosmos que conduce al inesperado desenvolvimiento de la historia. Por la razón expuesta en este párrafo, nos concentraremos en esas otras «fotografías escritas» del medio que por constituir unidades puramente descriptivas pueden mirarse como entidades en sí; mas en vista del singular efecto unido de la típica leyenda becqueriana es posible al mismo tiempo calcular por estas descripciones relativamente independientes la aportación de esas otras descripciones fragmentarias liadas con otros elementos del estilo imitativo.

Los medios más frecuentemente descritos ya hemos dicho, en el capítulo V, que son los edificios, en especial los religiosos -iglesias y conventos-, mas se describen también con importantes efectos fantástico-realistas castillos y casas. Estas fábricas tienen en común el curioso detalle de que casi todas ellas son ruinosas, lo cual obedece no tanto a ese gusto romántico que busca en las ruinas una metáfora de la melancolía (aunque no deja de haber melancolía en la prosa posromántica de Bécquer), como a esos orígenes que el género fantástico trae de la novela gótica de fines del setecientos y principios del ochocientos, en la que ocurren a menudo casos sobrenaturales en abadías, catedrales y fortalezas en ruinas. En el capítulo precedente se mencionó ya la Historia de los templos de España, de Bécquer, como antecedente de las Leyendas en lo que se refiere a la utilización en éstas de construcciones sagradas como recurso ambiental.

Comencemos por mirar una casa muy sencilla, la de Daniel y Sara, en «La rosa de Pasión». La descripción realista de esta vivienda casi se reduce a dos apuntes, pero son significativos:

En una de las calles más oscuras y tortuosas de la ciudad imperial, [...] tenía hace muchos años su habitación raquítica, tenebrosa y miserable como su dueño, un judío llamado Daniel Leví.


Sobre la puerta de la casucha del judío, y dentro de un marco de azulejos de vivos colores, se abría un ajimez árabe, resto de las antiguas construcciones de los moros toledanos. Alrededor de las caladas franjas del ajimez, y enredándose por la columnilla de mármol que lo partía en dos huecos iguales, subía desde el interior de la vivienda una de esas plantas trepadoras que se mecen verdes y llenas de savia y lozanía sobre los ennegrecidos muros de los edificios ruinosos.


(OC , 291-293)                


Sobre la relación entre Mme. Vauquer y la pensión de que era dueña, Balzac escribía en las primeras páginas de su novela Le Père Goriot (1834): «... enfin toute sa personne explique la pension, comme la pension implique sa personne». También se descubre una ilación entre Sara y su casa (el ajimez corresponde al cuarto de la bella conversa), mas no es materialista y determinista como ocurre con la casera balzaquiana, sino que representa una profecía de lo que hará obrando libremente la cristiana nueva. Aún más importante es el hecho de que tal profecía se posibilita por el tantas veces aludido artículo fundamental de la metafísica fantástica según el cual lo sobrenatural no es sino la cara oculta de lo natural, pareciendo así lo uno proceder de lo otro. En la función de la arquitectura como profecía de lo que hará después un ser vivo, tenemos a la par una ilustración muy clara de lo dicho por Baudelaire en el pasaje que he colocado como epígrafe a la cabeza de este capítulo.

Ahora bien: ¿cómo en el prosaico boceto arquitectónico de la casa de Daniel está prefigurada la crucifixión de Sara y la ya mencionada conmemoración botánica de este martirio y el de nuestro Salvador? Pues, en la forma del ajimez con su columna central desde la que se abren o se extienden los brazos de sus dos arcos se dibuja como una cruz; y desde dentro del ajimez o cruz, como si naciera de ésta -insinuación importante para lo que sigue-, va subiendo una planta trepadora. Aun esta modesta planta es profética porque después nacerá de la cruz y los restos mortales de la pobre crucificada otra planta, la rosa de Pasión o pasionaria, que se describe en esta forma al final del relato: «... flor extraña y misteriosa, que había crecido y enredado sus tallos por entre los ruinosos muros de la derruida iglesia» (OC, 301). Fijémonos en dos paralelos esenciales para la ya indicada profecía. Primero: ambas plantas son trepadoras. Segundo: la de la casa de Sara es de aquéllas que prefieren «los ennegrecidos muros de los edificios ruinosos», y acabamos de ver que la rosa de Pasión trepó enredándose «por entre los ruinosos muros de la derruida iglesia». En el Toledo de Daniel y Sara parece natural lo sobrenatural; aun en sus facetas más humildes el medio físico está potenciado para lo fantástico. ¿Habrá algún lector que no crea con todo el ardor de su fe estética en la realidad del milagro ocurrido en esta historia? Nótese, por fin, en el último pasaje de «La rosa de Pasión» que cité, la presencia de dos adjetivos que para Bécquer son sinónimos de sobrenatural y fantástico, y de los que hablamos en este sentido en otros apartados del presente libro: quiero decir, extraño y misterioso.

Vaticinio de maldad sin límite, en lugar de vaticinio de bienaventuranza para los fieles, tenemos en «La cruz del Diablo», aunque la palabra vaticinio no sirve para captar todos los tonos de la descripción del castillo arruinado del difunto señor del Segre, cuyos feudos según pública voz habían pasado en herencia al diablo.

El tiempo pasó; comenzaron los zarzales a rastrear por desiertos patios, la hiedra a enredarse en los oscuros machones y las campanillas azules a mecerse colgadas de las mismas almenas. Los desiguales soplos de la brisa, el graznido de las aves nocturnas y el rumor de los reptiles que se deslizaban entre las altas hierbas, turbaban sólo de cuando en cuando el silencio de muerte de aquel lugar maldecido; los insepultos huesos de sus antiguos moradores blanqueaban al rayo de la luna, y aún podía verse el haz de armas del señor del Segre colgado del negro pilar de la sala del festín. [... y creíase] percibir en las altas horas de la noche el metálico son de sus piezas, que chocaban entre sí cuando las movía el viento, con un gemido prolongado y triste.


(OC, 102)                


Para entender esta descripción lo mismo que la leyenda entera, hay que recordar que una vez muerto el señor del Segre, el diablo se instaló en su armadura; y al frente de una banda de malhechores, el espíritu maligno renovó las fechorías que el Mal caballero y su gente habían cometido contra todos los campesinos de la redonda. La descripción que comentamos se halla inserta en el relato poco antes de la satánica «resurrección» del señor del Segre; y el orden de estos elementos es importante para la explicación del presagio que hay aquí.

Las líneas que acabo de copiar recuerdan la actitud nostálgica de los románticos ante las ruinas, mas en vez de añorarse un tiempo pasado en que todo era mejor, rememórase con extraño cariño la maldad pasada porque se teme que la venidera será peor. No hay nada de por sí fantástico en este dibujo pormenorizado, que es tal que casi parece haberlo realizado al carboncillo uno de los hermanos Bécquer a la vista de las mismas ruinas. Se da, empero, en toda la flora y la fauna que ha invadido los patios y las salas del castillo tan caótica, tan siniestra feracidad, selvatiquez y pujanza, que seguramente «aquel lugar maldito» podría aún ser el vivero de incalculables crímenes jamás soñados. Si bien se atreve a crecer allí alguna delicada planta romántica como la campanilla azul (que acostumbramos asociar con las Rimas de Gustavo), su color deviene borroso en el claroscuro del conjunto, en el que los únicos contrastes se producen entre elementos como la blancura de los huesos insepultos y la negrura del pilar del que penden las armas del Mal caballero. Aves nocturnas, reptiles, símbolos del peligro inminente y del pecado sin penitencia, son los únicos moradores vivos de los abandonad os patios y salas. Los elementos proféticos de tan oscura «fotografía escrita» son semejantes a los que hemos destacado en la descripción de la casa de los Leví en «La rosa de Pasión».

Una efigie humana (la armadura del señor del Segre) colgada de un pilar es un conjunto muy parecido por su forma a un crucifijo, y se fundirán por fin las armas del Mal caballero para elaborar esa cruz que no obstante la nueva forma más digna impuesta al metal será todavía funesta para los fieles. Al fundirse el metal de las infernales armas, a la conclusión ya de la despeluznante historia, «largos y profundos gemidos parecían escaparse de la ancha hoguera», y mientras resonaban los martillos, el hirviente hierro «palpitaba y gemía al sentir los golpes» (OC, 113-114). El lector ya sabe que estos gemidos los emite el pobre demonio que tuvo la mala suerte de instalarse en la armadura del señor del Segre, pero sobre lo que ahora quisiera llamar la atención es sobre el hecho de que al final de la ya reproducida descripción del castillo, en la primera mitad del cuento, esa armadura, movida por el viento, emitía ya «un gemido prolongado y triste». Tanto el medio como el personaje pueden ser pergeñados con todo el realismo que se quiera, con tal de que en medio de lo más o menos prosaico se establezca también la potencialidad para lo singular. Las descripciones de las moradas en «La rosa de Pasión» y en «La cruz del diablo» representan al mismo tiempo ilustraciones no poco convincentes del clásico axioma crítico de que en las obras maestras el plan del conjunto se recapitula en el detalle; y cuando se da este primor en la literatura fantástica, la naturaleza inanimada parece estremecerse con el mismo estremecimiento sobrenatural y galvánico que se acusa en los seres vivientes cuyos días están amenazados por un ominoso desenlace, según Baudelaire.

Cinco de los catorce relatos que estudiamos en este libro contienen descripciones de iglesias: «La ajorca de oro», «Maese Pérez el organista», «El miserere», «El beso», y «La rosa de Pasión»; y entre los tres últimos casos existe la nota común de que son iglesias arruinadas. Excluiremos de nuestro análisis las descripciones de iglesias contenidas en «Maese Pérez el organista» y en «La rosa de Pasión», la primera por hacerse junto con la de los fieles, de cuya representación hemos hablado ya, y la segunda por ser breve y no ofrecer nada notable que no se encuentre en las tres restantes que examinaremos. En el examen de los dibujos de iglesias intercalados en «La ajorca de oro», «El miserere» y «El beso», buscaremos como de costumbre una nueva comprensión del arte pictórico becqueriano en su aplicación a situaciones narrativas individuales; mas a la vez por el cotejo que se hará entre esos dibujos nos será posible formular un nuevo corolario de dicho arte: a saber, que el mayor grado de intervención fantástica en el desenlace de la leyenda se acompaña por el mayor grado de realismo en la descripción del medio; y contrariamente, el mayor grado de realismo en el desenlace del relato se manifiesta junto con el mayor grado de fantasía en la descripción del lugar. Esto es así porque, según viene haciéndose cada vez más claro, la posibilidad física del suceso sobrenatural se simula con un delicado equilibrio entre elementos reales y elementos fantásticos.

Hemos visto descripciones realistas por su forma pero fantásticas por su temática; ahora, en la descripción de la catedral de Toledo, en «La ajorca de oro», veremos una que es real por su temática pero fantástica por su forma. Se trata de compensar el hecho de que la fuerza sobrenatural desempeña quizá un papel menos importante en el desenvolvimiento de esta leyenda que en el de otras muchas. Explicaré este último aserto, mas primero veamos la aludida descripción, que recuerda páginas de la Historia de los templos de España, de nuestro autor.

¡La catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantescas palmeras de granito que al entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica, bajo la que se guarece y vive, con la vida que le ha presentado el genio, toda una creación de seres imaginarios y reales.

Figuraos un caso incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan y confunden con las tinieblas de las naves los rayos de colores de las ojivas, donde lucha y se pierde con la oscuridad del santuario el fulgor de las lámparas.

Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no tendréis una idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo y la fe de nuestros mayores, sobre el que los siglos han derramado a porfía el tesoro de sus creencias, de su inspiración y de sus artes.

En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo y un santo horror que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos y las mezquinas pasiones de la tierra.


(OC 118-119)                


Desde luego, la sintaxis, el estilo, no tiene nada de fantástico, ni sería verosímil que lo tuviera en un escritor como Bécquer, quien en el fondo es siempre clásico en cuanto a la forma expresiva. Los elementos que dan un aire fantástico a esta descripción son ciertas figuras retóricas, ciertos efectos de luz y ciertas reacciones subjetivas ante el arte de la catedral: el bosque, las palmeras, las ramas de éstas, los seres imaginarios hijos del genio, el incomprensible ambiente de sombra y luz, el mundo de piedra inmenso, sombrío, enigmático, la poesía del misticismo y el santo horror que hacen del suntuoso templo un sitio tan terrorífico como admirable. El intento becqueriano de superar la realidad de la catedral se señala por la presencia de la voz poesía y por un recurso estilístico que es de tipo poética o retórico, quiero decir, la repetición del imperativo Figuraos al principio de cada uno de los tres primeros párrafos. (Por ejemplo, el contemporáneo y émulo de Gustavo, Ángel María Dacarrete, tiene un poema, de tipo becqueriano, de cuatro estrofas, cada una de las cuales empieza con el imperativo Dime.) Es más: el sentido del verbo figurarse, cuyo imperativo de segunda persona de plural se repite, alude al ejercicio de la imaginación, y con la repetición de tal imperativo se insiste en que los lectores enfoquemos lo descrito en forma fantástica.

El primer párrafo de la descripción de la catedral de Toledo contiene unas palabras que parecen apuntar al primer párrafo de la célebre «Introducción» o «Introducción sinfónica» que Gustavo redactará siete años más tarde en junio de 1868. Bajo la bóveda de la catedral, según recordará el lector, «se guarece y vive, con la vida que le ha prestado el genio, toda una creación de seres imaginarios y reales». Pues bien, al mismo comienzo de la «Introducción» de 1868, Bécquer escribirá: «Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar después en la escena del mundo» (OC, 39; las cursivas son mías). Todos son hijos de la imaginación creativa, ya pertenezca ésta al literato, ya al arquitecto o escultor; la única diferencia es que en un caso los extravagantes partos de la mente están todavía desnudos, y en el otro se han vestido ya del arte. Mas para el presente comentario es menos importante esta diferencia que el hecho de que tanto antes como después de vestirse estas criaturas se mueven entre lo imaginario y lo real, como se desprende de las palabras que vuelvo a subrayar: «seres imaginarios y reales» («La ajorca de oro»); «hijos de mi fantasía» que van a vestirse para salir a «la escena del mundo» («Introducción sinfónica»). En otro párrafo de la misma «Introducción», Bécquer reitera esta dicotomía apostrofando a la progenie de su imaginación que le interrumpe el sueño «pidiéndome con gestos y contorsiones que os saque a la vida de la realidad del limbo en que vivís, semejantes a fantasmas sin consistencia» (OC, 41; las cursivas son mías). Ahora bien: ¿por qué tiene este consorcio de elementos contrarios todavía más importancia en «La ajorca de oro» que en las otras artes imitativas, los otros géneros literarios y la mayoría de los cuentos fantásticos? En el presente relato se deja en duda si la muerte del sacrílego ladrón por miedo es de hecho producida por la animación de todas las estatuas e imágenes de la catedral para hacer de testigos del escandaloso robo, o si esa animación no es sino el efecto de la aterrada imaginación del avergonzado cristiano que quita a la Virgen la hermosa ajorca de oro que piensa regalarle a su novia. Hemos excluido «El rayo de luna» del canon de las narraciones fantásticas becquerianas porque allí la visión de la hermosa mujer vestida de blanco no existe sino en la imaginación enferma de Manrique (a quien el narrador analiza objetiva y clínicamente, incluso usando términos facultativos), y en realidad no interviene nunca ningún agente sobrenatural. «La ajorca de oro», en cambio, pertenece al canon fantástico precisamente porque existe aquí una duda gracias a la que es por lo menos posible que haya pasado algo fuera del orden de lo físicamente posible.

En relación con las diversas explicaciones del desenlace implícitas en la forma del cuento, la incorporación a la descripción de la catedral de Toledo de las ideas de Bécquer sobre los papeles de la imaginación y la realidad en la creación artística tiene dos finalidades diferentes. Por un lado, los términos estéticos o psicológicos imaginación y realidad, contenidos en la descripción del santo templo, sirven para identificar las dos diferentes fuentes posibles del terror del ladrón; distinción en la que, paradójicamente, la explicación sobrenatural está representada por la palabra realidad. Por otro lado, en la medida en que el terror mortífero del ladrón tiene sus orígenes en su propia imaginación, éste procede a la inversa del artista. Quiero decir que el desventurado saqueador de la catedral parte de las obras artísticas ya perfeccionadas (las esculturas sagradas) y vuelve a recorrer el camino del artista, pero en dirección contraria, dejando atrás la forma dura y constante de los santos de piedra y volviendo a las figuras fantásticas, oscilantes, fluidas, ya oscuras, ya luminosas, mas siempre inquietas que tanto habían obsesionado al creador en los más escondidos recintos de su mente antes del acto creador. ¿Cómo pudiera haber simulación más eficaz de estatuas animadas en la parpadeante penumbra de un vasto templo religioso?

La frase «mundo de piedra», contenida en la descripción de la catedral, es otro presagio del final de esta historia, producido no se sabe si por las alucinaciones -el «santo horror»- de un pecador aterrado, o por formas pétreas milagrosamente dotadas de movimiento. Mas, sea la que sea la explicación, Pedro Alfonso de Orellana, el enamorado ladrón, por su parte, veía, con sus ojos, y no dudaba que las imágenes y las estatuas, «semejantes a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas de rumores temerosos y extraños [...] habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la iglesia y lo miraban con sus ojos sin pupila», etc., etc. (OC, 122). Ello es que la descripción del medio, por regla general realista en las Leyendas, es más fantástica en «La ajorca de oro» para contrapesar el hecho de que el posible papel del medio en el desenlace de este relato quizá pueda reducirse a poco más que la visión deformada que un hombre horrorizado tiene de su entorno. En cualquier caso, el mismo ambiente físico si parecía respirar cierta potencialidad para lo sobrenatural.

En «El miserere», la oscilación (¿fusión?) entre la realidad y la fantasía no sólo se da entre el prosaico mundo de los monjes de Fitero y la pasmosa existencia de los monjes muertos de la Montaña que resucitan todos los años en Jueves Santo para entonar el Salmo 50 (portento en el que cree el loco o genial músico alemán), sino que esa oscilación entre lo real y lo fantástico se reitera también dentro de la misma descripción del templo que se reconstruye milagrosamente todos los años, al volver a la vida los monjes que murieron en su incendio en aquel remotísimo Jueves Santo. Quiero decir que la descripción de la iglesia del monasterio de la Montaña se hace en dos tiempos: en el primero, que es de espera, se describe el aspecto natural de las ruinas; en el segundo, que es de realización del prodigio, se describe el ya mencionado fenómeno sobrenatural. Veamos el primer tiempo, en el que el peregrino alemán, lleno de expectación, aguarda el milagro anual de Jueves Santo:

... el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por los desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación. Al que había dormido más de una noche s in otro amparo que las ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario; al que había arrostrado en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran familiares.

Las gotas de agua se filtraban por entre las grietas de los arcos y caían sobre las losas con un rumor acompasado [...]; los gritos del búho, que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen [...]; el ruido de los reptiles, que [...] sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde duermen o se arrastraban [...], todos esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad, de la noche llegaban perceptibles al oído del romero, que, sentado sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse el prodigio.


(OC, 194-195; las cursivas son mías)                


¿Dónde se ha de inscribir la línea que separa lo natural de lo sobrenatural? En los renglones que acabo de copiar, con las palabras impresas aquí en letra bastardilla Bécquer insiste en la absoluta naturalidad de todo cuanto escucha el romero en la oscuridad de este primer momento: no hay en todo ello «nada sobrenatural». Y sin embargo, cada uno de esos ruidos nocturnos parece decir lo contrario, cada uno de ellos parece el prólogo a algún acontecimiento fantástico. El músico peregrino, por estar habituado a tales sonidos, seguramente entendería lo que anunciaban esos prólogos. Mas lo que por de pronto deseo destacar es que, además de su función como prólogo a un prodigio concreto, las voces del aire, del agua, del búho y de los reptiles nos están iterando por insinuación ese artículo de fe fundamental para el género fantástico según el cual lo sobrenatural y lo natural no son más que el anverso y el reverso de la misma moneda: lo irreal está latente en lo real, y deviene más real que su antigua envoltura. En fin, los ruidos y murmullos del campo nocturno eran, nos dice el autor, «familiares», pero eran a la par «extraños y misteriosos» (recuérdese el sentido que tienen estos dos últimos adjetivos en toda la cuentística fantástica becqueriana).

Pareciendo extensión o derivado de lo natural, lo sobrenatural se hace inmediatamente aceptable, sobre todo si al mismo tiempo se le dota de cierta objetividad, ya por la técnica de su representación literaria, ya por cierta explicación científica de la índole del portento. Pues bien, la prodigiosa reunión de piedra con piedra, de hueso con hueso, al levantarse de nuevo el templo arruinado, al salir los esqueléticos monjes del fondo de las aguas donde habían sido arrojados después de muertos: todo este portento se describe con el mismo estilo sencillo y enumerativo con que se representa el aspecto más pedestre de la realidad cotidiana. Al mismo tiempo se nos propone una elucidación científica apelando a una teoría en la que los más cultos creían en el siglo pasado: esto es, el uso del galvanismo o corrientes eléctricas para estimular el movimiento en los cadáveres. (En esta idea, por ejemplo, se inspiró en gran parte Mary Wollstonecraft Shelley para la animación del monstruo fabricado de retales humanos en su novela Frankenstein.)

Mas veamos ya el aludido pasaje de «El miserere». El asunto gramatical de los verbos parecía y pareció en las líneas siguientes es el conjunto de la iglesia de la Montaña.

Parecía como un esqueleto de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad con una luz azulada inquieta y medrosa.

Todo pareció animarse, pero con este movimiento galvánico que imprime a la muerte contracciones que parodian la vida, movimiento instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que agita con su desconocida fuerza.


(OC, 196)                


El tono científico de este trozo con el que se «autentica» la posibilidad de tal reanimación forma un interesante paralelo con el tono técnico semejante de la descripción paleográfica de los antiguos y polvorientos cuadernos de música del romero alemán, los cuales se conservan en la abadía de Fitero (véase la introducción a la leyenda). La intervención del galvanismo y la paleografía en «El miserere» nos brinda nuevos ejemplos de un frecuente recurso de la literatura de terror del que hemos hablado ya en el capítulo II, sobre la presencia del folklorista en las Leyendas: quiero decir, la utilización de cualquier disciplina científica, o cualquier combinación de tales disciplinas, que sir va para confirmar los antecedentes y las circunstancias de un portento determinado y así para garantizar también hasta cierto punto la «realidad» de éste.

Pero volvamos a la relación entre lo natural y lo sobrenatural; tan estrecha es que sus respectivos componentes se hallan inseparablemente entretejidos, y paradójicamente la realidad vulgar viene así a ser alguna vez garante del prodigio. Resucitados los monjes de la Montaña y en pie otra vez su templo, se describe la música que acompaña a las voces de los muertos en su interpretación del miserere. El lector encontrará aquí unos detalles muy significativos, que le serán familiares por haberlos conocido ya en el penúltimo pasaje que reprodujimos, el cual se refería al momento en que el peregrino, rodeado de ruinas aparentemente normales, aguardaba el prodigio. La nueva descripción, que alude ya al fenómeno sobrenatural, reza en parte:

La música sonaba al compás de sus voces: aquella música era el rumor distante del trueno, que, desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era el monótono ruido de la cascada que caía sobre las rocas, y la gota de agua, que se filtraba, y el grito del búho escondido, y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la música y algo más que no puede explicarse ni apenas concebirse; algo más que parecía como el eco de un órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del rey salmista con notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles.


(OC, 197)                


Naturalmente, las notas comunes de los dos trozos en las que pienso son: el aire que temía, el agua que se filtraba, el grito del búho, y el meneo de los reptiles. A la vista de las dos apariciones de estos melancólicos pormenores, habría que preguntar si no serán al fin y al cabo más que meros prólogos de la irrupción de lo sobrenatural en «El miserere»; si no serán, en efecto, algunas de esas hebras con las que se unen las dos caras de la realidad, la natural y la otra sobrenatural que tenemos siempre a mano, la cual acecha siempre, por mucho que queramos negarla. Sobre el ir y venir de un personaje suyo entre los dos mundos, natural y sobrenatural, Ambrose Bierce escribe: «Hacía atrevidas excursiones por el reino de lo irreal sin renunciar a su residencia en la región parcialmente explorada y medida de lo que nos place llamar la certitud»45, donde se observa la misma inseparabilidad de las dos vertientes de la realidad que tantas veces nos ha llamado la atención en las páginas fantásticas de Bécquer. Los fragmentos de la descripción del templo milagrosamente reconstruido que he citado, no se refieren acaso directamente al edificio en sí; mas como los aspectos clave considerados aquí se verifican todos entre esas ruinas, encajan en estas páginas donde estudiamos los cuadros arquitectónicos y el ambiente.

«El beso» es otro relato en el que debido a la desconcertante inventiva de Gustavo la misma voz realidad llega a significar lo mismo que fantasía. Una noche, en Toledo, en la ruinosa iglesia de convento que da aposento a cien dragones franceses recién llegados y su capitán, se reúnen con éste varios oficiales de otros regimientos galos para pasar la velada bebiendo champán y admirando a la «mujer bonita» (OC, 280) -estatua sepulcral- que su anfitrión ha conocido en ese templo. El arte de la escultura es tan fiel a la vida, que casi respira, casi parece repetirse el milagro de la estatua de Galatea, como se ha dicho en un capítulo anterior; y a la vez se hace de ella una descripción detenida en la que entran muchos de los recursos estilísticos utilizados para representar a la mujer ideal becqueriana en las Rimas. Comentando el asombro de sus compañeros, el capitán hace una pregunta de intención retórica: «¿Queréis más vida?... ¿Queréis más realidad?...» (OC, 289). Y efectivamente, momentos después, invitados y anfitrión son respectivamente testigos y víctima de mucha «más realidad», o lo que es lo mismo, en este mundo becqueriano, mucha más fantasía. Pues al acercar el capitán sus ardientes labios a los de la estatua sepulcral de la dama medieval, doña Elvira de Castañeda, de la que está delirantemente enamorado, la estatua del marido guerrero de la dama, inmóvil un momento antes, levanta la mano y derriba al atrevido francés con una bofetada de su guantelete de piedra, que le deja la cara deshecha y sangrienta.

En «El beso», mediante la descripción realista de la iglesia la realidad vulgar se hace heraldo de la nueva realidad pétrea que se nos impone tan de repente al final de la narración, con lo cual se demuestra una vez más la habitual función de la descripción arquitectónica en las Leyendas. La referida descripción arqueológica es en conjunto muy objetiva, muy semejante a las de los «Templos de Toledo», en la Historia de los templos de España; mas a la conclusión de lo descrito parece anunciarse algo de carácter menos normal.

... la iglesia estaba completamente desmantelada: en el altar mayor pendían aún de las altas cornisas los rotos jirones del velo con que lo habían cubierto los religiosos al abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse algunos retablos adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aún anchas losas sepulcrales llenas de timbres, escudos y largas descripciones góticas, y allá a lo lejos, en el fondo de las silenciosas capillas y a lo largo del crucero, se destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles fantasmas, las estatuas de piedra que, unas tendidas, otras de hinojos sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos habitantes del ruinoso edificio.


(OC, 277)                


La palabra clave para descifrar el presagio contenido en las líneas finales de este cuadro arquitectónico es habitantes, que sugiere un modo más activo de ocupar el espacio que el acostumbrado de las estatuas fijas y estacionarias, y consideremos también el símil «semejantes a blancos e inmóviles fantasmas», pues las dos últimas palabras casi forman un oxímoron porque es difícil concebir fantasmas sin movimiento. La contradicción anima en cierto modo a estas estatuas, y tal animación se completa por el hecho de que inmóvil encierra el otro adjetivo móvil, insinuándose que estos extraños seres pétreos no están necesariamente privados de movimiento, sino que de momento prefieren no usar de esa capacidad. Es más: en este vaticinio descriptivo incluso está aludida la habitual postura de las efigies de piedra individuales que intervendrán en la violenta acción del desenlace: «otras de hinojos». La realidad latente en la fantasía y la fantasía latente en la realidad, la percibe Bécquer, la percibe el capitán francés, que sobre todo por la ya mencionada descripción idealizadora de doña Elvira; puesta en su boca, se revela como alter ego de Gustavo, y la percibe el lector, hábilmente preparado por el autor; mas no la percibe el oficial medio del ejército francés, como se ve por estas palabras: «Los oficiales del ejército francés, que [...] de todo tenían menos de artistas o arqueólogos, no hay para qué decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad de los Césares» (OC, 279). He aquí un curioso contraste con el que se vuelve a confirmar la importancia para esta leyenda de la sensibilidad para las artes plásticas.

Las descripciones de la naturaleza y del ambiente, que son la tercera y la cuarta de las cuatro divisiones del acervo descriptivo becqueriano que hemos definido al inicio del capítulo V, se refieren por la mayor parte a escenas exteriores, ya en el medio natural, ya en las calles de una ciudad; y aun cuando la descripción ambiental se hace bajo tejado, se teme algún peligro que viene de fuera, como es el caso de la descripción de la larga y horrible noche que Beatriz pasa en vela en su dormitorio en el gótico palacio de los condes de Alcudiel, en «El monte de las Ánimas». Además de este relato, los que contienen elementos especialmente pertinentes a las presentes manifestaciones del medio son «Creed en Dios», «El Cristo de la Calavera», «La corza blanca» y «La rosa de Pasión». Como ya decíamos en el último capítulo, se acercan en muchas ocasiones las categorías de naturaleza y ambiente, casi llegando a fundirse; y así para distinguir lo más claramente posible entre ellas, comencemos por mirar las dos ambientaciones en las que interviene menos directamente la naturaleza: la de la terrorífica noche de Beatriz y la de la calle del duelo en «El Cristo de la Calavera».

El miedo infundido en Beatriz por la tremenda atmósfera de la noche de Difuntos, así como por sus crecientes remordimientos por haber mandado a Alonso a buscar en tal noche la banda azul que ella perdió en el monte de las Ánimas; este miedo, digo que produce un efecto infinitamente más espeluznante que el sorprendente recobro de la banda azul o la muerte del primogénito de Alcudiel y su vuelta como espectro o cuerpo astral para devolver la banda. La debilitación causada por ese prolongado terror no cabe duda que ha contribuido tanto como la reaparición de la ya sangrienta banda a la muerte de miedo de Beatriz. Durante esa larguísima última noche suya, llena de tormento y horror, no le interesa ya para nada a Beatriz la pérdida de su banda; y deja muy pronto también de interesarle su deseo de probar el valor de su primo. En efecto: con los primeros ruidos nocturnos que escucha después de acostada, Beatriz abandona su escepticismo y se convence de que muy posiblemente renovarán su contienda en esa tremenda noche los espectros de los templarios y los hidalgos de Soria. Teme ya que Alonso correrá un peligro incalculable al salir para el monte, donde combaten esos aparecidos. Inesperadamente, Alonso también le resulta ahora mucho más amable de lo que antes quería reconocer.

Acompañemos unos momentos a Beatriz en su terror. Comentaré luego las palabras que he escrito en letra cursiva.

Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y grave, y aquéllas con un lamento largo y crispador. Después, silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la medianoche; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad.

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio.


Y cerrando los ojos, intentó dormir... pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y rebujándose en la ropa que la cubría escondió la cabeza y contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas de aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos.

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz.


(OC, 130-131)                


No habrá ningún lector que no se identifique, carne y alma, con el espanto de Beatriz, porque no habrá ningún lector que no haya pasado en vela alguna noche de hondo terror; y en su larga y maestral descripción del pánico de la hija del conde de Borges, Gustavo ha captado seguramente algún elemento de la peor noche de cada uno de nosotros. Por mi parte, valga como ejemplo, los obsesionantes ladridos de los perros distantes y cercanos son la nota más significativa. Pues teniendo yo trece años, me dijo una vieja lunática que cuando tuviera catorce, oiría una noche ladrar un perro y enseguida moriría; con el paso de los días, las semanas, los meses, me iba entrando más y más miedo a mi próximo cumpleaños, y después de ese ominoso aniversario yo perecía en cada ladrido, cada gruñido, cada aullido nocturno; ¡recuerdo aún la alegría que me dio cumplir quince años! De tales identificaciones, pese a su vulgaridad, dependen todas las Leyendas de Bécquer para una parte no despreciable de su efecto singular.

Ahora bien: ¿cómo consigue Bécquer que el lector, igual que Beatriz, penda de cada sensación de las descritas en el pasaje reproducido? Las palabras en cursiva -adverbios, adjetivos, sustantivos, verbos de imperfecto, de forma progresiva, repeticiones de una misma voz, series de voces análogas de construcción idéntica-, todos estos elementos léxicos y sintácticos, por su sentido habitual o por el que reciben en su contexto, representan repeticiones de sonidos; y la mitad o más de ellos sugieren que los mismos sonidos se oyen desde diferentes distancias, con lo cual van alargándose los angustiosos momentos y llenándose las lejanías de los mismos ruidos que se oyen de cerca hasta que la espesa noche amenaza con toda su interminable inmensidad impasiva. Esa noche parece, en efecto, tener un siglo de duración; mas también parece tener un mundo de extensión su fría indiferencia. Tal impresión es tanto más fuerte cuanto que, en la descripción de la larga noche de Beatriz, se repiten elementos descriptivos que se encuentran en apartados anteriores de «El monte de las Ánimas»: me refiero, por ejemplo, a los aires que azotan los cristales de las ventanas de diferentes aposentos del palacio de Alcudiel.

Entre los recuerdos léxicos utilizados para formar el espantoso cuadro nocturno en «El monte de las Ánimas», habría que destacar un grupo de vocablos que significan cierta vaguedad, ya en los sonidos, ya en los movimientos: sordo, confuso, ininteligible, suspiro, respiración, estremecimiento, tembloroso, rozar, imperceptible. La función de estas palabras en la descripción de la horrible noche de Beatriz es idéntica a la que suelen cumplir las metáforas en la literatura fantástica. Expliqué anteriormente que la fusión de lo concreto y lo abstracto a través de la relación entre la metáfora y lo metaforizado sirve para borrar la raya entre prodigio y realidad en la ambientación de los sucesos sobrenaturales. En «El monte de las Ánimas» es esencial tal esfumación de la línea entre mundo sobrenatural y mundo natural, porque Beatriz no sabe en ningún momento si el peligro que la acosa viene de la tierra o de más allá, pero en el presente relato Bécquer logra fundir los dos polos de la realidad con el sencillo medio de la hábil selección de voces individuales, sin ninguna necesidad de recurrir a las figuras retóricas, con lo cual el paso a la cara oculta de nuestra existencia parece más directo.

El alargamiento del tiempo y la distancia no sólo es la medida del alcance del terror de Beatriz, sino que es a la par el más claro testimonio de que su vivencia de esa emoción obedece a la interiorización psicológica de un horroroso acontecimiento anual que se verificaba dentro de límites mucho menos estrechos que los de su sola habitación y la sola noche de su muerte. Importa al mismo tiempo la descripción de toda la extensión de estos confines espacio-temporales, porque el espíritu aterrado de Beatriz abarca ya en su fantástica visión todo el monte de las Ánimas y todas las noches para siempre jamás en las que se volverá a librar la espectral batalla entre las osamentas de los templarios y las de los hidalgos sorianos. Su vivencia es al mismo tiempo evocativa y profética. En todos esos sonidos que no se sabe si vendrán de dentro o de fuera, de cerca o de lejos, ni cuánto tiempo habrán durado o durarán, Beatriz está recapitulando psíquicamente la cacería de los espectros, según se la había descrito Alonso por la tarde; y como se ve por el último apartado de la leyenda, también ha estado anticipándose a otra versión aun más macabra del drama de las Ánimas, en la que ella y su primo harán ya papeles centrales.

En relación con esto, compárense los dos trozos reproducidos a continuación, tomados respectivamente de los capítulos I y IV de «El monte de las Ánimas». En el primero habla Alonso, y en el segundo se oye la voz del narrador omnisciente.

... dicen que cuando llega la noche de Difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltos en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos.


(OC, 125)                


Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de Difuntos sin poder salir del monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, se asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada que, con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.


(OC, 132)                


En esta maestral estructura fantástica, tanto la realidad natural (el miedo de una mujer mortal) como la realidad sobrenatural (la cacería anual de los espectros) funcionan como presagios del horror final. De la eficacia de este último vaticinio se nos brinda una notable demostración en los paralelos temáticos y estilísticos que se acusan entre los dos pasajes que acabo de copiar. Existe a la vez todavía otro anticipo de los varios elementos del tétrico final de la leyenda: me refiero al miedo de Alonso, caracterizado a lo largo del capítulo I.

En «El Cristo de la Calavera» el poder sobrenatural no se hace sentir sino por un solo momento, mas este punto está tan bien preparado por una descripción realista del retablo dedicado al Redentor en la calle del Cristo, así como de otras circunstancias aparentemente normales, que retrospectivamente todo lo que lleva a ese instante parece prodigioso. En el instante aludido se oye esa «voz medrosa y sobrehumana» (OC, 211) que sale no se sabe si de la sacra imagen o de la calavera que hay al pie de su cruz. Pero veamos primero la ya aludida descripción pormenorizada de la calle del Cristo. Al hablar precisamente de la arquitectura religiosa toledana, en la Historia de los templos de España, Gustavo aserta que «la tradición es al edificio lo que el perfume a la flor, lo que el espíritu al cuerpo, una parte inmaterial que se desprende de él, y que dando nombre y carácter a sus muros les presta encanto y poesía»46. Estas palabras podrían haberse aplicado a alguna de las descripciones de edificios que ya hemos analizado, pero ningún mejor ejemplo de la poesía de la tradición arquitectónica que el ambiente nocturno de la calle del Cristo, presidido por el retablo del Cristo de la Calavera, y la poesía de éste debe mucho a su sencillez y humildad.

He aquí el trozo de calle tan hábilmente pintado por la pluma realista de Bécquer en «El Cristo de la Calavera». Alonso Carrillo y Lope de Sandoval, amigos fraternales que se han desafiado por ser rivales por el amor de una mujer indigna de ellos, como ya sabe el lector, buscan en el Toledo nocturno un sitio iluminado para su duelo.

Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas desiertas, pasadizos sombríos, callejones estrechos y tenebrosos, hasta que, por último, vieron brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y moribunda, en torno a la cual la niebla formaba un cerco de claridad fantástica y dudosa.

Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en uno de sus extremos parecía ser la del farolillo que alumbraba en aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da su nombre.

Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo, y, apresurando el paso en su dirección, no tardaron mucho en encontrarse junto al retablo en que ardía.

Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía la imagen del Redentor enclavada en la Cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo de tablas que lo defendían de la intemperie, y el pequeño farolillo colgado de una cuerda, que lo iluminaba débilmente, vacilando al impulso del aire, formaban todo el retablo, alrededor del cual colgaban algunos festones de hiedra que habían crecido entre los oscuros y rotos sillares, formando una especie de pabellón de verdura.


(OC, 209-210; las cursivas son mías)                


A continuación de estas líneas, sobre las que volveremos, Alonso y Lope cruzan los estoques, y como queda dicho en otro capítulo, tres veces intentan agredirse, y tres veces se apaga el farolillo. El cielo no quiere permitir un combate a muerte entre dos jóvenes que se han jurado una amistad eterna. La tercera vez que se apaga el farolillo,

no tan sólo volvió a rodearlos una sombra espesísima e impenetrable, sino que al mismo tiempo hirió sus oídos el eco profundo de una voz misteriosa, semejante a esos largos gemidos del vendaval, que parece que se queja y articula palabras al correr aprisionado por las torcidas, estrechas y tenebrosas calles de Toledo.

Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero al oírla ambos jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus manos, el cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y por sus frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a correr un sudor frío como el de la muerte.


(OC, 211)                


El parentesco entre los dos pasajes de «El Cristo de la Calavera» que quedan reproducidos, confirma una vez más que la realidad sobrenatural no es sino la natural desdoblada. Aquí, empero, la forma en que se revela esta relación es nueva; pues por una ironía ingeniosamente elaborada, se corrobora la autenticidad del portento negando uno tras otro todos sus elementos hasta llegar a uno que es tal, que no hay mente ni voz humana que sea capaz de cuestionarlo, y en momento de revelación tan sublime el lector es llevado también a rechazar todas las objeciones anteriores, por lo cual tenemos en esta leyenda una muestra, no de esa técnica del «casi creer» tan frecuente en el género fantástico, sino de otra contraria que pudiéramos llamar del «casi dudar». Con el fin de ilustrar estos asertos, examinemos ahora en detalle la oposición (y conciliación final) entre los dos trozos de descripción ambiental de «El Cristo de la Calavera».

Cada vez que se apaga el farolillo, uno de los amigos desafiados propone una explicación racionalista: será una ráfaga de aire; la beata encargada de cuidar el farol será sisona, y escaseará el aceite, etc. Mas tales motivos para dudar de la intervención divina, así como otros varios, ya estaban implícitos en el primero de los pasajes que vimos, y aún se reiteran en el primer párrafo del segundo, donde incluso se llega a sugerir que la aparente voz del cielo no será tal vez más que el viento que gime al colar por la angostas calles de la ciudad imperial.

Mas esta explicación escéptica de la voz divina por lo menos se presagia ya en el primer párrafo del primer pasaje. En ese lugar tenemos ya los «callejones estrechos y tenebrosos», que Bécquer volverá a nombrar con una fraseología apenas variada -«estrechas y tenebrosas calles»- precisamente en ese momento del segundo pasaje en que parece ser el viento el que al pasar por esas vías articula palabras en tono de gemido. La luz que los amigos ven a lo lejos, al principio de la primera selección, es «moribunda», «dudosa», y uno de los más frecuentes motivos de que sea así la llama de una lámpara que arde al aire libre es el viento, de donde se deduce ya en este punto la intervención de ese otro componente de la dudosa «voz». Está a la vez anticipada así, en el primer pasaje, la explicación racionalista que más tarde Alonso y Lope ofrecerán de las tres extinciones de las inciertas llamas de la lámpara. Y tal explicación vuelve a preverse, en el párrafo final del primer trozo descriptivo, con las palabras «vacilando al impulso del aire».

En las primeras líneas del primer pasaje está anunciado a la par ese momento final del segundo cuando por el terror de ambos jóvenes, por las trémulas manos de ambos, por el sudor frío que corre por la frente de ambos, y en fin, por el acuerdo absoluto de ambos testigos, no cabe ya ninguna duda que fue «sobrehumana» la voz que pronunció el misterioso aviso. La forma del anticipo de esto último es la siguiente: desde lejos, a través de las sombras, la oscuridad y la niebla, siguiendo un camino malseguro («plazas desiertas, pasadizos sombríos», «la niebla»), las figuras se acercan poco a poco a la iluminación («vieron brillar a lo lejos una luz»). Evidentemente, tenemos aquí la viva imagen de quienes, cegados por la ira y la oscuridad de esta emoción, llegan al borde del crimen antes que Dios ilumine otra vez la virtud que mora en el fondo de sus almas. El carácter sobrenatural de la voz de la revelación que llenará los corazones de Alonso y Lope de santo terror, en la segunda selección, también se presagia por una palabra significativa contenida en el primer párrafo de la primera selección: fantástica, en la frase «claridad fantástica».

Es más: en el primer pasaje se da todavía alguna vislumbre más de que se ha de escuchar una voz sobrehumana y de lo que significará escuchar su mensaje. En el segundo párrafo, al describirse el farolillo del Cristo de la Calavera, se nos dice que «alumbraba en aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da su nombre»; frases cuyo sentido y pausado ritmo sugieren la eternidad, atributo de la divinidad. En el párrafo siguiente, hay otra curiosa alusión a la luz del farolillo en relación con los jóvenes que buscaban un sitio con luz para su duelo. «Al verla -escribe Gustavo-, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo». Y he aquí un nuevo anticipo del futuro inmediato, porque el efecto de «aquella voz medrosa y sobrehumana», que después les hablará desde el cerco de la luz del farolillo, será precisamente de júbilo para ellos; pues reconciliados merced al aviso del cielo, «ambos jóvenes se dieron toda clase de muestras de amistad y cariño».

El realismo de la técnica descriptiva aprovechada en el primero de los dos pasajes descriptivos de «El Cristo de la Calavera», en los que hemos estudiado la ambientación, no es desde luego desinteresado; no se trata de montar una visión objetiva de cierto segmento del mundo material, sino de buscar en la superficie de éste grietas por las que sea posible descubrir el trasmundo donde se agrupan esas desconocidas fuerzas que en el momento menos pensado pueden dejar una impronta única, imborrable, prodigiosa, en el perfil de nuestra existencia. La realidad, precisamente al representarse en su forma más reconocible y convincente, es la puerta por donde ha de entrar lo inefable.

Es interesante también la descripción urbana que se halla en el capítulo II de «La rosa de Pasión», que no obstante referirse a las calles de Toledo, como la que acabamos de analizar en «El Cristo de la Calavera», se asemeja tal vez más por su técnica al memorable retrato psíquico de Beatriz en su última noche de vida en «El monte de las Ánimas». Lo que quiero decir es que en cada caso hay contrastes entre ambientes interiores y exteriores; en el presente relato, según verá el lector a continuación, se asocia a este tipo de contraste otro semejante entre grandes extensiones lejanas y un reducido punto cercano, buscándose en cada caso una traducción gráfica de emociones contrastadas.

Era noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo, después de haber asistido a las tinieblas en su magnífica catedral, acababan de entregarse al sueño, o referían al amor de la lumbre consejas parecidas a la del Cristo de la Luz, que, robado por unos judíos, dejó un rastro de sangre por el cual se descubrió el crimen, o la historia del Santo Niño de la Guardia, en quien los implacables enemigos de nuestra fe renovaron la cruel Pasión de Jesús.

Reinaba en la ciudad un silencio profundo, interrumpido a intervalos, ya por las lejanas voces de los guardias nocturnos que en aquella época velaban en derredor del alcázar, ya por los gemidos del viento, que hacía girar las veletas de las torres o zumbaba entre las torcidas revueltas de las calles, cuando el dueño de un barquichuelo que se mecía amarrado a un poste cerca de los molinos, que parecían como incrustados al pie de las rocas que baña el Tajo, y sobre las que se asienta la ciudad, vio aproximarse a la orilla, bajando trabajosamente por uno de los estrechos senderos que desde lo alto de los muros conducen al río, a una persona a quien, al parecer, aguardaba con impaciencia.


(OC, 296)                


Con estas líneas caracterizadas por un realismo al parecer convencional, Gustavo logra sin embargo una ingeniosa transición a lo sobrenatural. Los contrastes ya mencionados permiten al lector sentir el miedo a lo desconocido. Al mismo tiempo, la transición del nivel de la realidad cotidiana (vida prosaica de Sara) al plano sobrenatural (crucifixión de Sara y su conversión en rosa de Pasión) se prefigura en esta descripción por una serie de pasos, ya de lo humano a lo sobrehumano, ya de lo real a lo fantástico, ya de lo seguro a lo inseguro.

Del primer párrafo del trozo de «La rosa de Pasión» reproducido se desprende que los vecinos de la ciudad imperial tienen tres vías abiertas a la esfera sobrenatural: la intervención divina a través de los maitines a los que han asistido; la vaporosa aparición de moradores de la esfera preternatural en los sueños de los fieles toledanos; y los portentos descritos en las consejas que los buenos cristianos escuchan con arrobo y horror. Las «lejanas voces» humanas de los guardias ceden a voces más que humanas: «los gemidos del viento». La seguridad del barquichuelo amarrado amenaza transformarse en inseguridad: se mece; y por camino incierto, desde el asilo de la urbe desciende a lo desconocido una figura misteriosa. Incluso el barquero por su impaciencia parece ponerse a tono con la creciente impresión que apunta a un encuentro con el destino.

Los dos párrafos que he reproducido para este comentario se hallan a la cabeza del capítulo II de «La rosa de Pasión», por lo cual se ve que el lector de estas líneas no sabe todavía quién será la «persona» que marcha inexorablemente hacia la fatalidad; y este nuevo elemento de incertidumbre realza el efecto que Gustavo busca. El misterio no se aclara hasta que al comienzo del párrafo siguiente a los citados el barquero murmura las palabras: «¡Ella es!». Pero aún hay más: la descripción del ambiente que hemos examinado encierra todavía otro arcano que sabemos y no sabemos: posteriormente el lector descubre que ya sabía la horrible muerte que esperaba a Sara, pues es la misma que la del Santo Niño de la Guardia, cuya historia los toledanos escuchaban la noche de Viernes Santo al amor de la lumbre. Lo brillante de la técnica de Bécquer como prosista fantástico es que toda esta expectación fatídica nos la va infundiendo con una descripción al parecer desinteresada y objetiva, pero en el fondo desde luego interesadísima.

Las descripciones ambientales que quedan por considerar, en «Creed en Dios» y en «La corza blanca», sirven para situar las acciones de esas leyendas en la naturaleza, celeste en el primer caso, terrestre en el otro. En «Creed en Dios», como sabe el lector, Teobaldo de Montagut, caballero en un corcel negro, es llevado a paso vertiginoso por los espacios celestes durante cien años. Mas, paradójicamente, cuando Bécquer consigue captar en forma más convincente la frenética sensación de esta portentosa cabalgata, veremos que es en su primera etapa antes de que el mágico corcel se lance por los aires, mientras sus pisadas todavía se oyen dar contra la tierra. Después del «despegue» del inaudito cuadrúpedo, el autor intenta representar el carácter fantástico del vuelo del cruel barón de Fortcastell por el firmamento con frases descriptivas como «a través de aquellas nieblas oscuras», «aquel océano de vapores caliginosos y encendidos», «cabalgando sobre las nubes», etc. (OC, 181-182). Pero la deficiencia inherente a tales descripciones -no es un fallo de la técnica becqueriana concretamente- radica en el hecho de que, sin términos de comparación que le sean familiares en la región celeste, el lector ordinario no puede medir con su propia experiencia la prodigiosa velocidad de la nunca vista caballería ni así identificarse plenamente con el terror sentido por Teobaldo.

La descripción más eficaz de la asombrosa cabalgata es, por ende, la ya aludida de los últimos momentos antes del inicio del vuelo. Aquí se casan conceptos geográficos archiconocidos en nuestra baja esfera y el procedimiento acumulativo-enumerativo de la representación realista:

El corcel corría, corría sin detenerse, y árboles, rocas, castillos y aldeas pasaban a su lado como una exhalación. Nuevos y nuevos horizontes se abrían ante su vista; horizontes que se borraban para dejar lugar a otros más y más desconocidos. Valles angostos, erizados de colosales fragmentos de granito que las tempestades habían arrancado de la cumbre de las montañas; alegres campiñas cubiertas de un tapiz de verdura y sembradas de blancos caseríos; desiertos sin límites, en donde hervían las arenas calcinadas por los rayos de un sol de fuego; vastas soledades, llanuras inmensas, regiones de eternas nieves, donde los gigantescos témpanos asemejaban, destacándose sobre un cielo gris y oscuro, blancos fantasmas que extendían sus brazos para asirlo por los cabellos al pasar: todo esto, y mil y mil otras cosas que yo no podré deciros, vio en su fantástica carrera, hasta tanto que, envuelto en una niebla oscura, dejó de percibir el ruido que producían los cascos del caballo al herir la tierra.


(OC, 180; la cursiva es mía)                


Considero sintomático de la técnica que se nos va descubriendo el hecho de que el calificativo fantástico no vuelva a aparecer en el texto de «Creed en Dios» después del presente pasaje; quiere decirse que no se utiliza tal adjetivo precisamente en las páginas donde se pretende describir la parte más fantástica del viaje astral del malvado señor provenzal. Árboles, rocas, castillos, aldeas, horizontes, valles, tempestades, montañas, campiñas, arenas, llanuras, nieves, todos estos elementos son objetos de la experiencia cotidiana para el lector más vulgar; e introducido en tal contexto, un grado antes insospechado de velocidad se hace gráficamente concebible para todos, se sujeta inmediatamente a sus vivencias individuales. Al mismo tiempo, tan tremenda celeridad se realiza por medio de la ya mencionada enumeración y por medio de la repetición, cuyo efecto es causarnos la impresión de que sin parar, sin parar nunca, pasamos en revista millares, millones, de objetos diferentes. Las repeticiones que coadyuvan a la enumeración en la simulación de esta incalculable velocidad en recorrer tierras son: «corría, corría», «Nuevos y nuevos horizontes», «horizontes [...] horizontes», «más y más», «mil y mil»; y la sensación de conjunto lograda por esta hábil descripción se resume con el sustantivo exhalación, utilizada al final del primer período. En fin, pasar, enumerar, repetir a un mismo tiempo captan la experiencia de la singular rapidez del extraño corcel del barón de Fortcastell; a la vez, la vulgaridad de los objetos pasados, enumerados, repetidos, hace verosímil esa singular rapidez.

Mas no para aquí el arte de este agitado cuadro. La identificación del lector con la experiencia del personaje se completa por la función de los dos pronombres contenidos en la oración relativa «que yo no podré deciros». El yo es la primera persona de un desconocido narrador omnisciente (que sin embargo no lo sabe todo a juzgar por estas palabras); no es Bécquer, sino una figura mucho más cerca en el tiempo de Teobaldo, y por lo visto un trovador, puesto que esta leyenda ha de leerse como si fuera una «cantiga provenzal», según el subtítulo que le puso Gustavo. El lector, por lo tanto, toma contacto con la terrorífica prueba del barón de Fortcastell a través de un cantor que ya se siente en gran parte identificado con esa experiencia. El pronombre os representa a los nobles aventureros, pastores y niñas de cercanas aldeas, que forman el público del trovador, quien se dirige a ellos desde los primeros apartados del relato (hablamos ya de este auditorio en el capítulo IV). Estos fascinados oyentes del trovador son los delegados en tierra artística del lector moderno; y es significativo que en medio de la descripción de la angustiosa cabalgata de Teobaldo, Bécquer nos recuerde la reacción de esos remotos antecesores nuestros, aún más inclinados acaso que nosotros a prestar fe a la maravilla. Lo fantástico tiene profundas raíces en nuestro mundo, pero en ciertos casos la ubicación histórica del oyente-lector afecta notablemente a su reconocimiento de lo prodigioso en el marco cotidiano.

Se hallan distribuidos a lo largo de todo el texto de «La corza blanca» deliciosos fragmentos de descripción ambiental, y la naturaleza en la que se desarrolla esta narración es especialmente digna de atención por la poesía que respira. Sin embargo, el único conjunto de descripción ambiental más o menos independiente contenido en «La corza blanca» es de un estilo que sin carecer de belleza parece relativamente severo para este relato; mas aquí la ironía hará un papel importante, y Bécquer necesita el mayor contraste posible entre el medio y el milagro que se producirá en él.

El río, que desde las musgosas rocas donde tenía su nacimiento venía, siguiendo las sinuosidades del Moncayo, a entrar en la cañada por una vertiente, deslizábase desde allí bañando el pie de los sauces que sombreaban sus orillas o jugueteando con alegre murmullo entre las piedras rodadas del monte [...].

Los álamos, cuyas plateadas hojas movía el aire con un rumor dulcísimo; los sauces, que inclinados sobre la limpia corriente, humedecían en ella las puntas de sus desmayadas ramas, y los apretados carrascales, por cuyos troncos subían y se enredaban las madreselvas y las campanillas azules, formaban un espeso muro de follaje alrededor del remanso del río.

El viento, agitando los frondosos pabellones de verdura que derramaban en torno su flotante sombra, dejaba penetrar a intervalos un furtivo rayo de luz, que brillaba como un relámpago de plata sobre la superficie de las aguas inmóviles y profundas.


(OC, 266-267)                


Este paisaje lo contempla el montero Garcés desde el escondrijo donde acecha a las corzas-mujeres, y éstas vendrán luego a bañarse al remanso descrito aquí. Este trozo de naturaleza es completamente normal, y dos páginas más abajo Bécquer insistirá en esa normalidad en relación con las corzas que habitan estos lugares naturales: «... ni en la forma de las corzas, ni en sus movimientos, ni en los cortos bramidos con que parecían llamarse había nada con que no debiese estar familiarizado un cazador práctico en esta clase de expediciones nocturnas» (OC, 264). Así se trata de un realismo absoluto en el contexto de la belleza del mundo natural. La táctica de Gustavo es conseguir que los lectores abracemos el mismo escepticismo que Garcés ante las historias del simple de Esteban sobre esas corzas que cantan y ríen (la normalidad del medio lleva a cuestionar lo que supuestamente ha sucedido en él), para que el inconcebible desenlace nos coja a nosotros tan desprevenidos como al enamorado montero. Entre los recursos léxicos empleados en esta descripción, a diferencia de los que hemos visto en otros pasajes descriptivos, no se presenta ninguna voz, ni en sentido literal ni en sentido figurado, que apunte a lo sobrenatural. Mas aquí entra lo irónico de la aparente oposición entre medio y desenlace, porque la total normalidad del escenario sugiere al mismo tiempo que allí no podrá ocurrir sino lo que es físicamente posible; pero ¿por qué, precisamente por esto, no podrá producirse en tales circunstancias aquello que, aunque ninguna o rara vez observado, es, no obstante, factible, por ejemplo, la metamorfosis de la corza blanca, herida de muerte por Garcés, en la bella mas ya muerta Constanza? No hay que olvidar que en el mundo de la ficción fantástica lo sobrenatural no se ve como antinatural.

Los términos realismo y realista existían ya en la centuria XIX, y de ellos se servían ya tanto los creadores como los críticos. Sin embargo, algunas figuras relevantes de esos años no daban su beneplácito a tal etiqueta. Champfleur y la desaprobaba en su obra Le Réalisme (1857), que no obstante tituló así; y Baudelaire veía en ella, ya una «injuria asquerosa», ya una «palabra vaga y elástica». Shoemaker cita dos trozos galdosianos en los cuales, con todo menos que entusiasmo, el por otra parte gran realista utiliza respectivamente las voces realista (1877) y realismo (1879)47. Añádase a estas objeciones de los contemporáneos de Bécquer la índole del tema tratado aquí, y se me podría preguntar por qué he usado tal terminología para el análisis de las descripciones becquerianas en los capítulos V y VI del presente libro. Pues bien, aparte de su comodidad para denotar una de las esferas contrarias entre las que se produce la sacudida de asombro necesaria para el género fantástico, el propio Bécquer utiliza el término realismo en pasajes muy iluminativos. Subrayo la voz importante en los ejemplos siguientes. En medio de la ensoñación fantástica de «La mujer de piedra», Gustavo destaca el «extraordinario sello de realismo» de la preciosa estatua que ha encontrado en un templo antiguo (OC, 766); y en «La Semana Santa en Toledo», observa que algunas de las santas imágenes llevadas en andas en la procesión pueden parecer «de un realismo tal, que casi degenera en lo grotesco» (OC, 1158). En fin, sin los términos realismo, realista, no se dilucida claramente la dialéctica entre lo real y lo fantástico, como a la verdad ya lo preveía Baudelaire al definir otro género análogo al fantástico pero para él realista: «Tout bon poète fut toujours réaliste -escribe el autor de Les Fleurs du mal-. [...] La poésie est ce qu'il y a de plus réel, c'est ce qui n'est complétement vrai que dan un autre monde»48.

En las líneas de Baudelaire que el lector acaba de leer, las cursivas son del propio autor y son significativas para nosotros. En las palabras del poeta francés queda implícita una definición de la realidad que, aunque no es exactamente nueva, difiere de la usual: esto es, que tan real, tan capaz de afectar a nuestra existencia, es lo que imaginamos -lo poético, lo fantástico-, como lo es la morcilla o la sopa de ajo. (Según las viejas teorías fisiopsicológicas que suscribía el doctor don Diego de Torres Villarroel, las visiones fantásticas tenían en efecto su principio en la cocción de los manjares en el estómago.) No obstante, por mucha influencia real que ejerza en el mundo de los hombres lo poético o lo fantástico, su misma naturaleza nos está diciendo que no encuentra su plena realidad sino en otro mundo. De ahí la perenne sorpresa del importante componente realista del género sobrenatural, el cual se manifiesta tanto en la representación de la realidad intrusa como en la de la cotidiana. Mas el escritor de creación no es catedrático de metafísica; son muy limitados los medios expresivos de que dispone el hombre; y en el fondo, todo concepto de realidad es comparativo, ora se trate de la realidad natural, ora de la sobrenatural.

Todo ello resulta tanto más lógico cuanto que la segunda de estas realidades, la foránea, sólo se nos manifiesta en el marco de la primera, la familiar. (Decíamos hace un momento que en el mundo de la ficción fantástica sobrenatural no significa «antinatural», sino solamente «excepcional».) La aplicación del sencillo estilo enumerativo, fotográfico, del realismo a la realidad sobrehumana es a la par el testimonio más fehaciente de que en ese mundo de ficción paralelo al nuestro se toma muy en serio la fuerza preternatural que irrumpe en la pedestre existencia de los personajes: lo primero que haría falta para vencer al elemento invasor o llegar a una acomodación con él, sería observarlo detenidamente y conocerlo exhaustivamente.

Para hablar del género fantástico en relación con una época en la que todavía no estaba bien visto el término realista y en la que no había dejado aún de hacerse sentir la poética tradicional, el calificativo verosímil, característico por otra parte de esta última disciplina, podría a primera vista parecer más apropiado, y lo hemos usado aquí con cierta frecuencia. Este término, cuando se considera bien, resulta, empero, menos adecuado debido al segundo de los dos elementos que lo componen. Pues, en la medida de lo posible Bécquer quisiera quitar de en medio la idea del parece (-símil), porque todo su arte consiste precisamente en lograr que el lector acepte lo fantástico como verdad, como res, de donde realis, realitas, realismus, etc.




ArribaAbajo Capítulo VII

Perspectiva y fe en la leyenda individual


Para concluir nuestro recorrido por los nuevos mundos descubiertos por el Colón de la fantasía que fue Gustavo Adolfo, creo útil ilustrar en varias leyendas muy conocidas cómo se enlazan los distintos elementos que en los capítulos anteriores hemos separado sin más motivo que el de facilitar la disertación crítica. Al realizar tal separación hemos vuelto en cierto modo al estado preliterario de las narraciones, a ese momento que precedió al proceso elaborativo que llevaría al perfeccionamiento de los cuentos individuales, ese momento en el que se le brindaban a la consideración de Bécquer técnicas y combinaciones de técnicas muy variadas entre las que habría que escoger a cada paso durante el ardoroso trabajo de la composición. El «descubrimiento» representa ese momento posterior en que después de dudas y vacilaciones se acaba de hallar la combinación justa de elementos y procedimientos para la leyenda individual.

Es a tal solución feliz a la que alude Bécquer al final de un bello pasaje de la Historia de los templos de España, en el que al reconstruir el proceso creativo del arquitecto del convento de San Juan de los Reyes, de Toledo, reconstruye el de todos los artistas serios, sea el que sea el arte y el género que cultiven:

... Toledo duerme. Tú no, un mar de lava arde en tu fantasía y entre las hirvientes crestas de sus olas se agitan y confunden las partes del todo que buscas. Tú las sigues con la mirada inquieta, las ves unirse, deshacerse, tornarse a encontrar y desencajarse de nuevo, formando cien y cien combinaciones de cada vez más extravagantes y locas, hasta que al fin prorrumpes en un grito, un grito de alegría sin nombre, el grito de ¡Tierra! de Colón.


(OC, 832; ed. facsimilar ya citada, p. 23)                


Habiendo morado algún tiempo, en los capítulos precedentes, en esa sugerente pero primitiva región de «deformes siluetas / de seres imposibles; / paisajes que aparecen / como a través de un tul» (rima III, OC, 403), nos toca ahora repetir el proceso por el que Bécquer reunió todos esos materiales, no ya en forma creativa, pero al menos en forma conceptual que simule aquélla con suficiente fidelidad para que nos sea posible comprender la conexión orgánica entre acción del autor y reacción del lector. El «descubrimiento» becqueriano, que significa esa perfecta armonía existente entre todas las partes de una obra genial, es en el fondo lo mismo que Edgar Allan Poe entiende por ese «certain unique or single effect» que se produce por la unívoca acomodación de lugar, tiempo, ambiente, suceso y personaje en el cuento (género del que el escritor norteamericano da su clásica definición al reseñar los Twice-Told Tales, de Nathaniel Hawthorne, en los que interviene lo sobrenatural)49.

La palabra perspectiva utilizada en el epígrafe del presente capítulo fue escogida pensando precisamente en la conciliación de todas las facetas del cuento para el logro del efecto único, que en el género fantástico es la sacudida de la aceptación inesperada o la extensión de la fe bien a nuestro pesar. Habríase podido usar el término punto de vista, pues coincide con perspectiva en algunas de sus acepciones, mas he preferido esta última voz porque en la teoría crítica actual el primer término está estrechamente identificado con varias categorías de autores, narradores, personajes y lectores; y es aquí cuestión de una visión comunicada no solamente por tales entes, ya de ficción, ya de carne y hueso, sino a la par por otros factores muy variados, como son el ambiente, la cronología, las tradiciones literarias y folklóricas, los documentos, los conflictos entre las clases sociales, las ideas sobre la música, etc., etc. Evidentemente, la atalaya para la contemplación de lo fantástico que se erige con tales materiales de construcción va a revelarnos un panorama mucho más amplio y de sentido mucho más profundo que el abarcado por el punto de vista de un solo autor, personaje o lector.

Para estudiar la unidad de efecto en las narraciones de Bécquer, será preciso desde luego volver sobre algunos aspectos de su técnica que quedan analizados en forma general en otros capítulos, pero lo haremos ahora buscando en cada caso la aportación de los diferentes aspectos al diseño unitario del relato fantástico individual. No cabría dentro de los límites del presente libro un extenso examen individual de cada una de las catorce leyendas consideradas aquí, mas en realidad bastará para nuestro propósito que se aplique tal enfoque a cuatro de las leyendas más representativas y más conocidas: «Los ojos verdes»; «Maese Pérez el organista»; «El miserere»; y «La promesa». Esta selección no significa de ningún modo que yo vea como inferior la calidad artística de otras leyendas igualmente estimadas, como «La cruz del diablo» o «El monte de las Ánimas», por citar dos ejemplos; al contrario, la única razón por la que he dado la preferencia a las cuatro indicadas es que en ellas se combinan para la consecución del efecto único mayor número de recursos diferentes que en la mayoría de los cuentos fantásticos de Gustavo, y son en este sentido más representativos. Estos recursos los enumeré en parte en el párrafo precedente; y en cada uno de los cuatro apartados que siguen, procuraremos ver cómo ellos y otros semejantes se conciertan para el logro del efecto buscado, que por mucho que parezca variar de una relación a otra, siempre se traduce por la sorpresa con que llegamos a creer en lo imposible, o lo que antes lo parecía.


ArribaAbajo I. El misterio que envuelve a esa criatura: «Los ojos verdes»

De las cuatro leyendas que vamos a examinar como muestras de esa completa coordinación de los elementos cuentísticos en una perspectiva que seduzca al lector, la de la mujer de la fuente de los Álamos es la más sencilla, pero no es por esto la menos sofisticada. Desde su introducción a esta leyenda el autor insiste en la importancia de la colaboración de los lectores para el logro de la fe en la existencia de la mujer misteriosa: «cuento con la imaginación de mis lectores -dice- para hacerme comprender en este boceto de un cuadro que pintaré algún día» (OC, 133). Anticipemos el hecho de que un importante elemento para dotar a esta narración de la necesaria credibilidad es el uso de una cronología vaga, la ubicación del suceder fantástico en un momento remoto pero no declarado del pasado, cuando la lógica no era tal vez tan enemiga del prodigio. Porque, teniendo esto presente, se verá que ya en su citada petición de colaboración a la imaginación de los lectores, Bécquer empieza a revelar la índole del marco creencial de «Los ojos verdes».

Boceto es un borroncillo preparatorio para una pintura, una visión todavía no perfectamente clara; mas al mismo tiempo, en relación con la literatura del siglo XIX, los términos cuadro y pintar (también utilizados en el pasaje citado en el párrafo precedente) traen a la memoria el cuadro de costumbres, género por la mayor parte objetivo, realista, cuyo contenido resulta por tanto creíble. Así, a partir de las primeras líneas de «Los ojos verdes», queda implícito que vamos a ponernos en contacto con algo impreciso, fluido (boceto), quizá poético o portentoso, pero que sin embargo es merecedor de nuestra fe (cuadro). No es nada sorprendente que estas ideas se le ocurrieran ya a Gustavo al redactar el principio de «Los ojos verdes» (1861), pues no habría que olvidar que solamente dos años más tarde, en «La promesa» (1863), se sirve de una curiosa variante del nombre de la forma literaria cultivada por Mesonero Romanos, Larra y Estébanez Calderón: me refiero a la ya citada frase «cuadro de costumbres guerreras» (OC, 249); y tampoco habría que olvidar que el autor de las Leyendas lo es también de numerosos cuadros de costumbres en el sentido habitual, incluidos por su mayor parte en la edición que manejamos para este estudio. Ya hemos observado que la novela histórica romántica se caracteriza por cierto realismo o costumbrismo de tiempo pretérito, y algo hay también de esto en «Los ojos verdes».

Veamos ahora precisamente cómo colabora el lector de «Los ojos verdes» en la creación de un ámbito «histórico» en el que lo insólito se presente como fidedigno. Bécquer no nos da ningún indicio concreto de cuál sea la época de la acción de «Los ojos verdes»; pero, eso sí, va sembrando su texto de una serie de elementos léxicos y alusiones que dan a entender que el lector tiene que imaginarse situado en otro momento histórico para poder comprender el desarrollo del cuento. Tales referencias remiten a otras centurias, desde la oncena hasta la decimoséptima, pero en su mayoría a las medievales; y la eficacia de la ubicación temporal de la leyenda en un pretérito impreciso pero lejano dependerá de la experiencia de lectura de textos antiguos y románticos que tenga el lector, así como de la imaginación de éste.

Como ejemplos de palabras, utilizadas en «Los ojos verdes», cuyo primer uso se remonta a la Edad Media, pueden citarse las siguientes, para cada una de las cuales doy la fecha aproximada, según los diccionarios de Joan Corominas y Martín Alonso: villana, en el sentido de mujer no noble (siglo XI), escaño (siglos IX-XII), ballesta (siglo XIII) y montero (siglo XIV). El sustantivo corcel, en esta forma, data de mediados del siglo XVII, y se halla en Calderón; mas por ser palabra poética y por ser de frecuente uso en la novela histórica romántica, se halla asociada con la Edad Media ya antes de Bécquer. Es más: las variantes arcaicas cosser y corser datan respectivamente de 1375 (Crónica de Pedro I) y de fines del siglo XV (Cancionero de Stúñiga). El montero mayor en «Los ojos verdes» se llama Íñigo, forma medieval de Ignacio, siendo célebres, verbigracia, Íñigo Arista, rey de Pamplona (siglos VIII-IX) e Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana (siglo XV); todavía en el siglo XVI, por tomar un último ejemplo, se le llamaba a San Ignacio de Loyola el capitán Íñigo.

Los padres de Fernando, el malhadado protagonista de «Los ojos verdes», son los marqueses de Almenar. Ahora bien: no existe tal título en la nobleza española, pero sí existen tres de Almenara, uno de Almenara Alta y dos de Almenas, de los cuales el más antiguo, el de conde de Almenara, se remonta a 1483 (hay dos títulos diferentes de marqués de almenara, creados en los siglos XVI y XVII)50. La voz almenar suscita a la par otras ideas que contribuyen a un vago y misterioso aire medieval, idóneo para prestar verosimilitud a lo transcurrido en «Los ojos verdes»: dicho vocablo sugiere ya las almenas de un castillo medieval, ya la almenara (sustantivo de origen árabe, usado ya en el Libro de Alexandre), que era una señal que se hacía con un fuego colocado en un lugar elevado, muchas veces entre las almenas de un castillo, según ciertas autoridades citadas por Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana o española. Almenara era a la vez el nombre de cierta clase de lámpara conocida en la Edad Media: según el Vocabulario de romance en latín (1495), de Antonio de Nebrija, tratábase de una «lucerna polymyxos», o. sea, una lámpara de muchas mechas.

Puesto que el lector encuentra a cada paso tales señas y vislumbres, se le va haciendo cada vez más claro que la acción se realiza en el medievo; como al mismo tiempo, empero, el autor no se refiere a ninguna fecha concreta, ningún rey o guerrero concreto, ningún suceso público concreto, la imaginación del lector se va instalando muy cómodamente en un medievo de contornos imprecisos, nublados, casi de ensueño, en el que, aún más que en la Edad Media histórica, parece factible el milagro. Merced a lo vago de tal marco cronológico puede a la vez admitirse más fácilmente en «Los ojos verdes» una licencia poética -un anacronismo- que no por serlo deja de ser otro toque genial, con el que se enriquece todavía más el ambiente que va creándose. El apellido del primogénito de Almenar que se enamora de la misterios a mujer de la fuente, es Argensola -Fernando de Argensola se llama-, apellido de poetas, con alusión a los dos grandes líricos hermanos del Siglo de Oro, Leopardo Leonardo de Argensola y Bartolomé Leonardo de Argensola. Bécquer nombra así a su protagonista en la primera aparición de éste en la leyenda: «En aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar» (OC, 134). De modo que lo fantástico, además de parecer más posible por encuadrarse en un medievo vago, es visto aquí a través de los ojos le un poeta, y esto todo lo parece posibilitar. («El rayo de luna» queda excluido de este estudio por los motivos ya expuestos, salvo en la medida en que representa una poética de lo fantástico, pero es interesante notar que también en este relato la visión poética que el protagonista tiene de la realidad se recapitula en su apellido, otro apellido de poetas: Manrique.)

Volveremos sobre la percepción poética de la realidad que es característica de Fernando de Argensola, mas por de pronto es menester tomar en cuenta otro importante factor en la producción del efecto único de «Los ojos verdes»: quiero decir, la deuda de esta leyenda con el folklore universal y la figura de la dama del lago que interviene en muchos relatos tradicionales. Aquí no nos interesa tal deuda en sí, porque ésta ha sido muy bien estudiada por Rubén Benítez en su ya citado libro, Bécquer tradicionalista, pero sí tiene gran interés para el análisis de la técnica becqueriana la misma presencia de esta clase de deuda en «Los ojos verdes». Pues la presencia de tan conocida tradición folklórica actúa como un documento, dotando de cierta objetividad a la parte sobrenatural de la leyenda; y sin que lo fantástico llegue a cobrar cierto grado de objetividad en el mundo «real», no hay literatura fantástica propiamente dicha.

Nosotros no podemos creer directamente en la mujer de la fuente; mas de igual modo que nos parece menos inverosímil el suceso fantástico en el contexto de un pasado nebuloso, sí podemos creer que un hombre de aquella época, especialmente un poeta, podía creer en esa mujer -creencia de segundo grado-. Sin embargo, para que nos sea posible compartir de algún modo la vivencia de Fernando, ésta tiene que poseer cierta medida de objetividad para los demás -de ahí la importancia de los ya mencionados «documentos» folklóricos-. La documentación concreta de la relación entre la tradición folklórica de la dama del lago y el contenido de la leyenda becqueriana se incorpora a ésta a través de las palabras de Íñigo, estudiadas antes en conexión con otro tema: «mis padres [...] me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color» (OC, 138). La visión del poeta es un adminículo muy útil para la consecución de la credibilidad en el género fantástico, mas no basta. Por esto precisamente, «El rayo de luna» no pertenece al género sobrenatural; la visión de Manrique resulta que es solamente la de un loco; y no hay en la historia del enamorado de la luz lunar nada que a los lectores nos haga cuestionar nuestra experiencia de la realidad, ni nada que documente la de Manrique.

Existe en «Los ojos verdes» todavía otro «documento» jamás advertido por los críticos, el cual también sirve para confirmar en cierto modo la «realidad» del portento de la mujer de «ojos de un color imposible». Me refiero a la historia mitológica de la diosa Diana y el arrogante cazador Acteón, quien la sorprendió mientras se bañaba en la fuente de Parteinos, con el fin -dice una tradición- de requerirla de amores; mas la diosa, ofendida por tal profanación, le convirtió en ciervo. Nótese que en el mito antiguo tenemos ya todos los elementos esenciales de «Los ojos verdes»: la mujer sobrehumana, la fuente, el cazador temerario, el ciervo (en el cuento de Bécquer, según sabe el lector, el impetuoso cazador novel, no queriendo que se le escape el primer ciervo que ha herido su venablo, insiste en seguirlo hasta la fuente de los Álamos), y por fin, la perdición del profanador mortal de la fuente. Este «documento» mitológico, igual que el folklórico ya comentado, sugiere que no se tratará en el caso de Fernando de Argensola de los desvaríos de un solo loco; pues otros hombres -y sus historias son muy conocidas- han visto a tales mujeres sobrenaturales.

En fin: la verdad de «Los ojos verdes» se apoya en su nebuloso marco histórico, en la visión poética de Fernando y en cierta clase de «documentos»; pero estos sostenes de la verosimilitud son más complejos de lo que parecen a primera vista. Por ejemplo: los «documentos» folklóricos se filtran a través de las supersticiosas creederas del viejo siervo Íñigo, por lo cual se acercan también en esta faceta de la obra esas socias de la perenne dialéctica del género sobrenatural: la objetividad y la fantasía; y la visión crédula del anciano complementa al mismo tiempo la visión poética de Fernando, extendiéndose así más el velo fantástico que se echa sobre la realidad.

La visión poética de Fernando requiere asimismo más comentario. En los entresijos de los personajes «medievales» de las novelas y las leyendas románticas late a menudo algo de la descreída mentalidad decimonónica, tan influida por la crítica ilustrada del siglo XVIII. Fernando no se permitirá creer en la existencia de esa mujer de brazos flexibles y besos fríos hasta después de haberse asegurado de que no se deja influir en absoluto por las consejas vulgares de su servidor Íñigo, a quien reconviene en estos términos: «recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir» (OC, 137). Es más -y esto es de una ingeniosidad poco frecuente en cualquier escritor-: Bécquer hace que la misteriosa mujer nacida quizá de la superstición niegue esa misma superstición: «Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro -le persuade a Fernando-; antes le premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo» (OC, 140). Al negar la superstición, la sofisticada mujer de los ojos verdes pasa en cierto modo a situarse en la realidad de nuestro mundo; quiere decirse entonces que los prodigios se producen entre nosotros. He aquí una fantasía a prueba de duda, pero ante todo una fantasía en la que pueden creer los personajes más escépticos y de mentalidad más ochocentista que aparecen en la ficción de Bécquer, y en la que, en fin, podemos creer los lectores modernos, sin tener que renunciar a nada de nuestra susceptible y quisquillosa sofisticación.

En Fernando de Argensola y su encantador demonio femenino, quienes simultáneamente se rinden a la superstición a lo medieval y la rechazan a lo Feijoo, tenemos en cierto modo antecedentes de los personajes de Los intereses creados: «Son las mismas grotescas máscaras de aquella Comedia del Arte italiana -dice Benavente de sus personas dramáticas en su prólogo-, no tan regocijadas como solían, porque han meditado mucho en tanto tiempo». En esta aparente broma, Benavente nos ha dado un comentario muy agudo sobre la experiencia psíquica de todos esos llamados personajes autónomos (Rodrigo Díaz de Vivar, Celestina, don Quijote, don Juan, Raquel, etc.) que se reencarnan una y otra vez en diferentes obras literarias a lo largo de los siglos, y así sufren forzosamente profundas alteraciones espirituales, sin dejar de ser al mismo tiempo fieles en algo a su esquema original.

Después ya de su fatídica cacería, la única actividad de Fernando es la meditación, pero la melancólica meditación de este amante «medieval» no la habría comprendido el lector medieval ni acaso ningún lector que hubiera vivido antes de la época de Larra, Espronceda y la Avellaneda. Los personajes de los géneros clásicos, medievales, renacentistas, etc., así como los de las consejas folklóricas, al ser reencarnados por un escritor de período muy posterior, reflejan inevitablemente algo del creciente cansancio de la raza entera en ese momento, y de ahí justamente el contagioso encanto de estas «viejas» figuras para los lectores modernos y su eficacia para sumirnos a nosotros en su experiencia de su mundo épico, dramático, novelístico, poético, o aun fantástico.

En el presente texto, por fin, se le brinda al lector un ejemplo especialmente elocuente de la capacidad de absorción que el género fantástico tiene para los más ilustrados espíritus modernos. Pues el mismo autor se ha entregado totalmente, no sólo a su proceso de creación, sino también al encanto de lo que él ha creado, produciéndose una identificación absoluta entre autor y obra. Me refiero al heclio de que el «poeta» Fernando de Argensola, a la vez que personaje de «Los ojos verdes», es el mismo Bécquer y compone las mismas rimas que éste, no siendo difícil encontrar, en las páginas de esta leyenda, anticipos o reflejos temáticos y estilísticos, según el caso, de las rimas XI, XII, XIV, XV y XXIII, por no señalar sino los paralelos más evidentes. Baste citar aquí un solo ejemplo: En la leyenda de «Los ojos verdes», impresa en El Contemporáneo en diciembre de 1861, Fernando expresa su fascinación por los ojos del trasgo de la fuente con las palabras: «Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos...» (OC, 139), y así hace a la vez eco a la célebre rima XXIII de Bécquer, publicada también en El Contemporáneo en abril del mismo año de 1861: «Por una mirada, un mundo», etc. (OC, 419).



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