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Benjamín Jarnés

Ricardo Gullón





En Benjamín Jarnés hemos perdido uno de los escritores representativos de la generación de la anteguerra. Durante la década 1925-1935 produjo con regularidad biografías, novelas, libros de ensayos y multitud de artículos en periódicos y revistas. Ausente algún tiempo de España, desde su retorno hallábase enfermo y alejado de la literatura. Su libro Eufrosina o la gracia, escrito hace años, le puso de nuevo en contacto, meses atrás, con los lectores peninsulares. Seguía siendo el escritor fino y sensible revelado en El profesor inútil y su prosa conservaba la tersura juvenil, la casi excesiva gracilidad de los primeros tiempos.

Pero no es tanto del escritor como del hombre, de quien quiero decir dos palabras. Pues durante bastantes años mantuve con Jarnés una amistad leal, que me permitió conocerle bien y a la que debo momentos inolvidables. Hacia 1929 ó 1930 conocí a Jarnés. Vivía él en un piso alto del paseo de Santa María de la Cabeza, con balcones sobre la Glorieta de Atocha: un piso simpático y modesto, de habitaciones pequeñas, llenas de libros. Con ocasión de cierta nota crítica que dediqué a una de sus obras, me escribió invitándome a visitarle y en su casa le vi por vez primera. Era un hombre de tez pálida, nariz aguileña, ojos claros, menudos y miopes, vivo de ademanes, rápido de paso, sonriente y cordial. En su actitud no había reserva alguna, mostrándose tan acogedor y amable que aun los más jóvenes de sus visitantes se encontraban a gusto en seguida, atraídos por la gentileza de su trato y por el halago de sentirse situados al mismo nivel de quien con admirable tenacidad estaba procurando la renovación de los viejos módulos novelísticos.

En el soleado despachito de Atocha conocí a otros muchachos -entonces ¡ay! muchachos, hoy ya todos frisando en los cuarenta años- que, como yo, intentaban penetrar en el problemático mundo literario: Ildefonso Manolo Gil, Enrique Azcoaga, Antonio de Obregón, Julio Angulo, y dos o tres hombres maduros, un tanto «tocados», como el sargento Paniagua, que había escrito un libro sobre Dostoiewsky y pugnaba por leérselo a cuanto posible oyente se ponía a tiro. Tenía Jarnés discreto tino para gobernar o sus amigos, que por otra parte raramente se reunían en pandilla o grupo; a lo sumo coincidían casualmente dos o tres de ellos, casi siempre en días que Benjamín estaba en cama, sujeto por los ataques de reuma que le inmovilizaban dos o tres veces cada invierno.

Jarnés amaba las calles de Madrid y le gustaba pasear sin prisa por ellas, deteniéndose en los tenderetes, contemplando los escaparates de los comercios, oyendo a los charlatanes que con ágil cháchara entretenían a los viandantes para, luego de sugestionarles, hacerles comprar los más estupendos específicos. Todo le asombraba y todo le divertía. Quizá esta capacidad de asomarse a las cosas descubriéndolas, viendo en ellas cuanto había e incluso algunas cosas añadidas por su imaginación, fuera el mejor signo de su condición de hombre ingenuo, capaz de deleitarse con poco y de extraer a la vida sus dones en cualquier circunstancia. Gustaba también de sentarse en las terrazas de los cafés, con preferencia en lugares concurridos: Atocha, la glorieta de Bilbao, Alcalá, hacia Goya... Su rincón preferido era, con todo, menos ruidoso: una cervecería de la calle del Carmen, donde, acompañado de algún amigo, solía recalar antes de subir, a final de la tarde, a la tertulia de la Revista de Occidente, instalada hasta 1936 en los altos del edificio de la librería Calpe.

Fue visitante asiduo de la feria de libros del Botánico y de las librerías de viejo de la calle de San Bernardo y aledañas. A diferencia de otros hombres de su generación, sentía verdadero placer por la lectura y una desparramada curiosidad, que le incitaba a interesarse por cuanto de cerca o de lejos se refería a los libros. Tal vez influyó este hecho en su intermitente dedicación -más por gusto que por oficio- a la crítica literaria, menester que ejerció con buen tino y con aquella amable benevolencia suya, inclinada a registrar y valorar las cualidades positivas de obras y autores, callando o excusando lo acreedor de la censura.

Por amor al libro y con el deseo de animar un poco la vida literaria española, dando a los jóvenes una oportunidad cicateramente negada o regateada por los editores al uso, emprendió aventuras editoriales como la de nuestra P. E. N. Colección, planteada sin otro capital que el entusiasmo y con la clara consciencia de que económicamente la empresa resultaba sobremanera problemática. Suya fue la idea de llamar P. E. N. Colección a la serie de volúmenes que, juntos con Manolo Gil, publicamos bajo los auspicios de la revista Literatura: las iniciales P. E. N. (pues de iniciales se trataba, y no, como creyeron algunos, del substantivo inglés pen = pluma) querían significar que la colección no sería exclusivamente poética, como solían serlo las editadas por revistas minoritarias, sino que en ella se acogerían obras de tres géneros: poesía, ensayo y novela.

El deseo de ayudar a los jóvenes, de convivir con los jóvenes, facilitándoles de alguna manera el tránsito de lo inédito a lo conocido, ayudándoles a encontrar un público, le llevó a colaborar con generosidad poco usada en la mayoría de las llamadas revistas jóvenes de la época. La modestia de su tesorería no le permitía otro tipo de ayuda, pero nunca vaciló en regalar a la hoja juvenil el original que, bien pagado, hubiera podido publicar en publicaciones de gran circulación.

En los días a que me refiero solía trabajar toda la mañana y parte de la tarde. Durante algún tiempo escribió cinco o seis artículos a la semana, sin desatender por eso sus libros y las colaboraciones de otro tipo. En la Revista de Occidente fue de los colaboradores más asiduos, uno de aquellos cuyo nombre está íntimamente asociado a la considerable tentativa renovadora de tal empresa literaria. Figuró entre «los nuevos» vinculados a ella, y Ortega y Gasset le señaló un puesto remunerado en el equipo redactor de su revista, para ayudarle a resolver el problema financiero que, como a toda persona decidida a vivir de la pluma, se le planteaba incesantemente con carácter perentorio.

Jarnés tenía el encanto de la sencillez, de la cordialidad espontánea, del humor igual y apacible. Su modestia no excluía la convicción de que el escritor, por el don de la gracia artística, posee una fuerza viva y soberana, que, por los caminos de la creación, le exalta sobre la masa y le acerca al heroísmo. Nada admiraba tanto como la rectitud de carácter, la prudente energía y la pureza de corazón. Recordaba al hermano mayor, el Mosén Pedro de su primera y casi ignorada novela, como a un ser extraordinario, lleno de dulzura y de amor a los hombres. Durante años tuvo el propósito (que no sé si llegó a realizar) de escribir de nuevo esa novela primeriza, aportando a la pintura del hombre excepcional que había sido su hermano, la sutil capacidad de penetración en las almas, visible en sus obras posteriores. Millonario de proyectos, no pudo realizar algunos ni completar otros de los que soñó con más esperanzado fervor. Para escribir partía de la sensación: sus novelas son una continuidad de sensaciones eslabonadas en una sucesión de metáforas. En sus libros la sensación es lo esencial y aparece ligada a la imagen, expresada y fundida en la imagen.

Puro escritor y escritor puro podía llamársele; ya sé que al decir «escritor puro» le señalo con una locución que inspira cierto desdén, cuando no recelo, a los empecinados del «engagement». Sonreirán algunos pensando que el término «puro» alude aquí a mundos tan alejados de nosotros como los de la Edad Media. Y, por desgracia, algo hay de cierto en eso. Pero esa aspiración dependía en Jarnés de su voluntad de mantenerse al margen, no en fantásticas torres de marfil, sino como quien se piensa obligado a defender por encima de otras consideraciones la libertad de criterio del escritor, su posición de testigo, salvaguardando la posibilidad de ver claro y de juzgar con independencia, sin dejarse arrastrar por la corriente.

Esta tendencia a ver y juzgar con serenidad, desde cierta distancia, a testimoniar objetivamente, fue favorecida en Jarnés por una cierta reserva connatural, por alguna instintiva desconfianza hacia los escritores cuyo esfuerzo no se encaminaba derechamente a la creación literaria. No era un creyente en la teoría del arte por el arte; creía en algo más claro y noble: en la dignidad del arte al servicio del hombre, al servicio de cuanto hay de no caduco e imperecedero en el espíritu humano. Jarnés tenía fe en su obra y deseaba que sus libros alcanzaran el punto de perfección capaz de hacerles durar: por eso nunca los creyó acabados; no podía considerarles como algo total y definitivamente desprendido de él. ¡Grande amor, el suyo, a la obra bien hecha, y gran dolor advertir cuánto distaba lo realizado de la ideal perfección imaginada! Al evocarle ahora pienso que su ausencia habrá de notarse en la literatura española, donde no es frecuente hallar ni tan paciente voluntad de perfección estética ni entrega tan plena y sin reservas a la grandeza y la servidumbre de la condición de escritor.





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