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¿Vale la pena evocar a un poeta que, a los cien años de su muerte, ya nadie lee? Sin ánimo reivindicatorio pero sí para una mejor comprensión, tal vez merezca señalarse algunos aspectos de su obra en la que es posible reconocer valores, si no poéticos, indicativos del espíritu y los gustos de la sociedad española de fines del siglo XIX y principios del XX.
No debemos olvidar la importancia que su obra adquirió en
esa época, la insoslayable adhesión de muchos lectores y lectoras
y también de notables poetas de su tiempo, como Rubén
Darío, que le expresó su admiración y cariño en un
poema donde dijo que la poesía de Campoamor «deja en los labios
la miel / y pica en el corazón».
Hoy no se lee, es verdad, pero en las primeras décadas del siglo que acaba de expirar, muchas señoritas españolas aficionadas a las lecturas románticas se sentían atraídas por este poeta que inventaba historias entre sentimentales y costumbristas y exponía ingeniosamente sus observaciones sobre los hombres y sobre las mujeres. Una de esas señoritas españolas que sabían de memoria sus versos fue mi madre quien, al casarse y seguir a su marido a la Argentina, traía entre sus pertenencias más preciosas las partituras de Enrique Granados y un par de gruesos tomos con los «Cantares, —78→ Dolores y Humoradas», de don Ramón de Campoamor; volúmenes impresos aún en vida del autor, con ingenuas ilustraciones, que fueron los primeros libros de versos que yo leí a los doce o trece años y que, desdichadamente, desaparecieron en el naufragio de alguna mudanza.
Ramón de Campoamor y Campoosorio nació en Navia, Asturias, en 1817, y murió en 1901, hace un siglo. Su larga vida se desarrolló prácticamente durante todo el siglo XIX pero su repercusión como escritor, compartida con Zorrilla y Núñez de Arce, corresponde a la segunda mitad de esa centuria. Después de ejercer diversos cargos en la Administración pública, fue gobernador civil de Alicante -donde casó con la irlandesa Guillermina O'Gorman- y gobernador de Valencia. De ideas conservadoras, se lo eligió diputado a Cortes, senador y director general de Beneficencia. Finalmente fue consejero y amigo del rey Alfonso XII. Su fama de poeta llegó a eclipsar la de casi todos sus contemporáneos. Recordemos, entre ellos, a Gustavo Adolfo Bécquer y a Rosalía de Castro, dos altas voces de su siglo que superaron líricamente la suya pero no conquistaron en vida equivalente reputación.
Leopoldo Alas afirmó en 1889 que el autor de «El tren expreso» era «nuestro mejor poeta», y Juan Valera lo caracterizó como «un poeta delicado y gracioso». No faltó quien lo ensalzara, además, como «poeta-filósofo», valoración exagerada, sin duda, pues la suya era una filosofía casera, nutrida de lugares comunes, pero expuesta con cierto donaire, como en aquellos archiconocidos versos:
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Los mucho más enjundiosos poetas de la Generación
del 98, Miguel de Unamuno y Antonio Machado; el Modernismo
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llegado
desde América a través del magisterio de Rubén
Darío y de sus discípulos españoles Ramón del
Valle-Inclán y Francisco Villaespesa, así como el posmodernista
Juan Ramón Jiménez, a los que siguió el insuperado
esplendor poético de la Generación del 27 fueron ensombreciendo
la memoria de Ramón de Campoamor. Críticos como Ángel
Valbuena Prat condenaron sin la menor misericordia lo que consideraban una mera
superficialidad, inspiración de vuelo corto, trivialidad con ficticio
ropaje poético. Muchos compartieron y comparten, hasta hoy, esos
juicios, pero algunos estudiosos modernos parecen no estar totalmente de
acuerdo. Guillermo Díaz Plaja caracterizó así al escritor
asturiano: «Poeta de tono medio, ingenioso y amable, habría de
encontrar un amplio eco en la mesocracia española que vio en él a
un poeta representativo. Su obra no tiene valoración enfocada
según nuestro actual sentir estético, pero es innegable que
Campoamor inaugura una manera personalísima de versificar, sin
precedentes ni seguidores afortunados».
Díaz Plaja dio en el blanco. En esa «manera
personalísima de versificar» que apartó a Campoamor de
neoclásicos y de románticos, se encuentra el matiz original que
muchos le negaron pero que Luis Cernuda, nada menos, uno de los más
lúcidos poetas españoles del siglo XX, corrobora en su libro
Estudios sobre poesía española
contemporánea. No deja de ser significativo que al referirse a
poesía «contemporánea» en España, Cernuda
empiece hablando de Campoamor. En las primeras páginas de su ensayo,
aparecido en 1957, se lee: «Campoamor ha pasado a ser para nosotros,
aunque no se lo lea, el poeta prosaico por excelencia, y su expresión y
lenguaje, ejemplo de vulgaridad. Sin embargo, al juzgarlo así se olvida
su mérito principal: haber desterrado de nuestra poesía el
lenguaje preconcebidamente poético... Digan lo que se quiera de
Campoamor como poeta, no por eso debe dejar de reconocerse la deuda que nuestra
poesía tiene con él por haber desnudado el lenguaje de todo
oropel viejo, de toda fraseología
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falsa... Conviene
releerlo a cierta altura de la vida (Campoamor nunca parece haber sido joven)
para aprender a tolerarle, por lo menos, y entonces tal vez comencemos a dudar
cuando composiciones más cercanas en el tiempo, como la "Marcha
triunfal", de Darío, nos parecen ya muertas, y en cambio otras
más distantes como "¡Quién supiera escribir!", de
Campoamor, guardan todavía algún rescoldo vivo».
Cernuda cita el poema «¡Quién supiera
escribir!», composición narrativa y dialogada que yo leía
con candorosa fruición en mi edad preadolescente y prerromántica,
y me acompaña todavía. El poema de Campoamor cuenta la historia
de una joven analfabeta que pide al cura del pueblo le escriba una carta para
su novio: «Escribidme una carta señor cura. / -Ya sé
para quién es. / -¿Sabéis quién es? Porque una
noche oscura / nos visteis juntos. Pues...».
Ante la dificultad para
transmitir sus sentimientos y ante la facilidad con que el cura los traduce en
palabras, la joven repite entre suspiros: «¡Quién supiera
escribir!».
Dije que esos versos me acompañan. Es cierto, especialmente cuando permanezco, absorto y pensativo, ante la página en blanco, o cuando me empeño en corregir un texto balbuceante. Entonces recuerdo a la joven enamorada de los versos de Campoamor y yo también me digo: ¡Quién supiera escribir!