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ArribaAbajoI. Gliptografía oriental, por M. Menant

El Sr. Presidente de nuestra Academia ha tenido á bien, en uso de las facultades que le competen, designarme, en 5 de Febrero último, para informar lo que se me ofrezca y parezca sobre la obra, que nuestro corresponsal extranjero Sr. D. Joaquín Menant, acaba de publicar en Francia sobre la glyptografía oriental.

Sin desconocer y agradeciendo de lo íntimo de mi corazón el alto honor que me ha dispensado el Sr. Presidente, hubiera podido excusarme legítimamente de admitirlo, no solo por mi octogenaria edad, sino más aun por el estado á que ella me ha reducido, completando mi antigua falta de oído y privándome de la vista, que tengo casi perdida; pero sobre todo de la memoria, incapaz de retener algunos minutos lo que leo en cualquier libro. No he querido hacerlo, sin embargo, atento á cumplir el deber que me impone el honroso aunque inmerecido cargo de Académico.

El libro de que se trata ha exigido largas y penosas investigaciones sobre una parte de la historia del arte, que hasta el presente había sido olvidada ó mal comprendida, y que el Sr. Menant ha puesto por primera vez en evidencia. Verdad es que el autor estaba ya preparado por trabajos anteriores que la Academia conoce. Cuando me habéis honrado llamándome á tomar   —206→   asiento entre vosotros, elegí para asunto de mi discurso los descubrimientos de la ciencia moderna sobre la escritura de las antiguas lenguas egipcia y asiria. Al hacerlo respecto de la última, no podía dejar de indicar la parte que el Sr. Menant había tomado en estos trabajos. El Sr. Menant es uno de los pocos sabios que más han contribuido á popularizar en Francia los estudios asirios, no solo por el contingente propio con que contribuye anualmente de un cuarto de siglo á esta parte, sino por la lucidez con que ha sabido poner al alcance del público ilustrado los descubrimientos hechos por los cuatro ó cinco sabios que hasta entonces se habían ocupado en estos estudios. Sucedióle al señor Menant, respecto de la lengua asiria, lo que al ilustre matemático inglés Simpson respecto del cálculo infinitesimal, conocido solo entonces de Newton y Leibnitz (sus inventores) y de los célebres hermanos suizos Bernoulli, el inglés Heujes y muy pocos más. Simpson, dotado de una eminente perspicuidad, consiguió vulgarizarlo entre sus compatriotas con la publicación del «Nuevo tratado de las fluxiones», impreso en 1737. Del mismo modo el Sr. Menant supo popularizar en Francia los descubrimientos sobre la lengua asiria, conocidos tan solo entre los Rawlinson, Talbot, Oppert, Saulcy y otros pocos sabios. Pero prescindiendo de este mérito, que es de gran importancia en este ramo, como en todas las ciencias, la biblioteca de nuestra Academia contiene casi todos los numerosos opúsculos y múltiples obras publicadas por nuestro infatigable corresponsal. En ellas se encuentra, en efecto, el silabario de esta singular y caprichosa escritura, á la que se dió el nombre de escritura cuneiforme, la gramática de esta misma lengua asiro-caldáica, tal al menos como nos la ha dado á conocer el desciframiento de sus caracteres; como también numerosas traducciones de las inscripciones descubiertas en las ruinas de Asiria y de la Caldea que nos permiten apreciar en globo los anales de los reyes de Nínive y la historia, todavía bien incompleta, de los reyes de Babilonia; algunas de las leyes que regían en el comercio y trasmisión de los bienes raíces, y finalmente, el valor absoluto de sus principales pesas y medidas.

Al presente nuestro sabio asiriólogo, apoyándose en los resultados de sus estudios filológicos, se concreta particularmente á   —207→   iniciarnos sobre el estado del arte en esta gran civilización, quo ha aparecido tan de improviso á la vista de los sabios de Europa, gracias á las excavaciones emprendidas por orden de los gobiernos de Francia y de Inglaterra.

Los numerosos bajos relieves desenterrados de las ruinas del Asia superior, existentes hoy en las extensas galerías del Museo del Louvre en París y del Británico en Londres, habían hecho ya vislumbrar el alto grado de cultura artística á que habían llegado los habitantes de las orillas del Tigre y del Eufrates.

Desgraciadamente estos monumentos no abrazan sino un período muy limitado, y lo que es más, se consideran hoy como restos de una civilización relativamente moderna de esta grande historia. El palacio asirio más antiguo, cuyas ruínas pueden admirarse hoy, data del año 880, antes de Jesucristo. El más moderno se ha reducido á escombros cuando la destrucción de Nínive, hacia el año 625, antes de nuestra era. Así, pues, abraza un período de doscientos cincuenta y cinco años á lo sumo, durante el cual puede apreciarse el estado de las artes en la Asiria. La Caldea carece de estos monumentos, porque la naturaleza de los materiales, de que estaban formados sus colosales edificios, no permitía los bajos relieves que se conservan en el palacio de Sargón, y por eso no se ven alrededor de sus ruínas sino fragmentos sueltos, especialmente en Babilonia, en la cual los vestigios de los templos y de los palacios solo están indicados por montones de ladrillos.

Existían, sin embargo, otros monumentos en que apenas se había fijado la atención. Tales eran estas numerosas piedras grabadas, conservadas en las colecciones públicas y privadas. El señor Menant se propuso estudiarlas, y con el auxilio de los datos que estos documentos le han ofrecido, nos hace comprender el origen y desarrollo de las artes que, habiendo nacido en la Caldea, se habían perpetuado durante todo el período de la civilización asiro-caldáica.

Estos pequeños monumentos afectaban diferentes formas, ya cónica, ya piramidal, algunas veces la escaraboide; pero la más general la cilíndrica. Hoy sabemos que todas estas piedras servían á la vez de adornos, de amuletos y de sellos, grabados en   —208→   hueco sobre su base ó sobre la superficie convexa del cilindro. El grabador representaba en ellas ya símbolos, ya animales ó personajes, y escenas que tenían evidentemente un carácter religioso. En algunas de estas se distinguían inscripciones en caracteres diferentes, que indicaban desde luego su procedencia.

Cuando el desciframiento de los textos asirios había progresado lo bastante para permitir leer estas cortas inscripciones, no se fijaron por el pronto sino en algunos nombres propios, que hacían conocer el propietario del amuleto ó del sello, igualmente que su filiación. La mayor parte de estos sellos pertenecían á personajes oscuros y se dejaban á un lado.

Sin embargo, uno de los primeros nombres, leídos sobre los cilindros, fué el de Darío; y aunque sin conocer á cual de los Daríos había pertenecido esta alhaja, no podía dudarse de su procedencia persa.

A mayor abundamiento esta procedencia estaba corroborada por la indicación del traje del personaje, de todo punto semejante al de los reyes de Persépolis. Es un hermoso cilindro en calcedonia quemada, conservado en el Museo británico, y que el Sr. Menant ha reproducido en su primera lámina.

Se leían igualmente sobre algunos de estos cilindros los nombres de otros soberanos; pero estos nombres se referían á la Caldea y á una época anterior en más de tres mil años á nuestra era. En un principio se adoptó con desconfianza esta indicación, porque el trabajo del buril era tan maravilloso que podía atribuirse á una falsificación hecha, ya de muy antiguo, hacia fines del último imperio de Caldea (siglo VI, antes de nuestra era). Se necesitaron largas y laboriosas investigaciones antes de hacer entrar en el dominio de la historia positiva estos monumentos, pertenecientes á antiguos reyes, cuyos nombres resisten todavía una lectura definitiva.

Mientras tanto, todos estos monumentos se consignaban sin orden en los rarísimos catálogos que de ellos se habían hecho. Fué necesario demostrar para cada uno su origen y su procedencia. Para llegar á este resultado, el Sr. Menant ha tenido que registrar las principales colecciones de Europa, y cuando no ha podido visitarlas ha procurado obtener moldeados los monumentos   —209→   que no lo era posible examinar de otra manera. Los ha estudiado todos, comparándolos con los bajos relieves de la Asiria y de la Persia, ha leído las inscripciones que los acompañaban, llegando así á asignar la data de cada uno y su procedencia.

Los que consideraban estos objetos tan solo como amuletos no se equivocaban del todo, porque los orientales, aún los más ilustrados, unen siempre una idea supersticiosa á la posesión de ciertas piedras, tanto más justificada en este caso, cuanto que sobre algunas se veían grabadas escenas religiosas. Sin embargo, el uso más común en que se empleaban era para servirse de ellas como sello. Se ha dudado, no obstante, por mucho tiempo de este empleo, porque la forma cilíndrica de estos objetos no era la más propia para ese uso. En efecto, las primeras veces que se intentó obtener la impresión de uno de estos cilindros, salía en extremo defectuosa, y aún hoy día solo á fuerza de precaución y de habilidad se consiguen producir, sobre una sustancia plástica, esas hermosas copias que permiten estudiar los detalles de la escena que representan. Por lo visto sus antiguos dueños no eran tan exigentes, y se contentaban con simples indicaciones. Es bien sabido hoy que los contratos se escribían en la Asiria y en la Caldea sobre barro ó arcilla, la misma materia con que se habían construido los palacios de Babilonia, y que servía también á los monarcas de estos países para escribir la historia de sus victorias, á los sacerdotes sus fórmulas religiosas, á los sabios sus observaciones astronómicas y á los particulares las actas de la vida privada. Concluido de extender el contrato, las partes imprimían su sello una ó más veces, si lo creían necesario, y sometían el documento así sellado á una cochura apropiada para convertir estos seudo-ladrillos en un título firme é indeleble, que acreditase en todo tiempo la voluntad de las partes.

Pues bien, entro las riquezas del Museo británico se encuentran contratos de esta naturaleza pertenecientes á todas las épocas de la historia asiro-caldáica. Los más antignos se extendieron bajo el reinado de un monarca de la Caldea llamado Hammurabi. Debo insistir sobre las circunstancias que permiten indicar la data del reinado de este soberano, porque esta data tiene grande importancia y se encuentra irrevocablemenfe fijada por documentos irrecusables.

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Hammurabí fué el fundador del primer imperio de Caldea. Después de haber destronado al último rey de Sippar, llamado Naram-Sin, estableció en Babilonia la capital de su reino. Naram-Sin había fundado en Sippar un templo, cuyas ruinas hizo explorara Nabonido, último rey del segundo imperio de Caldea, para descubrir en sus cimientos las tablas conmemorativas que Naram-Sin, siguiendo la costumbre de todos los antiguos soberanos asiáticos, habría allí depositado. Nabonido, más afortunado que sus predecesores (los cuales habían hecho las mismas investigaciones), halló dichas tablas y consignó su descubrimiento en un texto que ha redactado así: «Las tablas de Naram-Sin, hijo de Sargón, que durante tres mil doscientos años ninguno de los reyes mis predecesores había podido ver, Samas, el gran Omnipotente, me las ha revelado.»

Prueba este texto que Naram-Sin, vivía tres mil doscientos años antes que Nabonido; y como este subió al trono quinientos cincuenta y cinco años antes que J. C., tenemos así una data de tres mil setecientos cincuenta y cinco años, como límite inferior del reinado del último rey de Sippar. Los contratos, extendidos bajo el reinado de Hammurabi, son de consiguiente de esta remotísima época, y las marcas impresas por los cilindos que los autorizan han permitido apreciar los objetos corrientes en aquel entonces.

En fin, para no omitir nada, debo añadir que existen numerosos documentos que nos permiten subir mucho más arriba en la historia de los reyes de Caldea; documentos que nos dan á conocer las listas de los reyes anteriores á Hammurabi, y cilindros con los nombres de algunos monarcas, cuya remotísima antigüedad no es dable fijar todavía. En efecto, el Sr. Menant nos presenta cilindros que han pertenecido á un rey de Sippar llamado Segani-Sarluh; otro á un rey de una ciudad, aún no determinada, el cual se denominaba Kamuma; y otros finalmente á reyes de Ur, de esta antigua ciudad, que fué más tarde la patria de Abraham.

Si ahora nos proponemos explicar las escenas que representan estos cilindros, veremos que todo lo que antes tenían de misteriosas ha desaparecido completamente. Ya no pueden atribuirse á las supersticiones en que el Oriente había caído en una época de decadencia y que las tradiciones griegas nos hacían presumir.   —211→   Tampoco pueden servir para apoyar los desvaríos en que se complacían los sabios del último siglo que querían explicar estos signos, cuando desconocían la civilización que los había inspirado. Estas escenas están tomadas de las ceremonias religiosas y de leyendas antiguas que empezamos á comprender. Son en efecto, ya animales fantásticos, ya objetos caprichosos á que tan aficionados son los artistas de las épocas primitivas, y que reconocen fácilmente por su ejecución superficial y atrevida, como nuestro autor indica apoyándose en varios ejemplos.

Cuando el arte ya desembarazado de estos primeros esbozos, cuyo candor y naturalidad nos hace comprender el autor, y que indican una época verdaderamente primitiva ó arcaica, entonces se llegaron á fijar en la Mesopotamia Inferior verdaderos centros ó escuelas, si así pueden llamarse, en las cuales, los artistas se dieron más especialmente á la representación de tales ó cuales objetos. Así en Sippar, por ejemplo, vemos dominar los objetos tomados de leyendas, mientras que en Ur, al contrario, están copiados de las escenas religiosas. El autor traza de este modo grandes líneas que completa con ejemplos sorprendentes. Entre las múltiples ceremonias que representan, hallamos ofrendas, oraciones, sacrificios sangrientos, desde los humanos hasta los de simples cabritillos.

Todo se liga y encadena en el libro de nuestro corresponsal. Cada uno de los elementos históricos se completa y se corrobora con los datos que nacen del examen de los pormenores. ¿Se trata de las inscripciones? El estudio de la paleografía viene en apoyo de la historia; la forma de las letras ha variado en esta complicadísima escritura; pero se han estudiado todas sus variaciones, de modo que hoy puede conocerse la data de un monumento por la forma de las letras de sus inscripciones con la misma seguridad que se sabe la época de los contratos asirios por la data en ellos consignada; ó bien como nuestros paleógrafos fijan la época de un manuscrito.

Los documentos examinados en este libro son numerosos, como lo indican los ciento sesenta y cuatro grabados que los representan. Esta obra es la primera parte de una historia que abrazará el conjunto del arte del grabado en piedra en la región del Oriente.   —212→   Excedería, ciertamente, los límites de este informe, si intentase descender á los pormenores de este conjunto. Sin embargo, no terminaré sin indicar el notabilísimo resultado á que este detenido y erudito trabajo nos conduce. El autor lo ha recapitulado en su introducción materializándolo, por decirlo así, en una lámina que comprende los asuntos ó motivos de tres cilindros. El primero corresponde á una época anterior á la fundación del primer imperio de Caldea, es decir, al siglo XL antes de J. C.; y el segundo al grande imperio de Asiria y que puede considerarse de la época de los Sargónidas, hacia el año 700 antes de J. C. Finalmente, el tercero es el sello de Darío de que dejo hecha mención al principio, y pertenece al siglo VI anterior á nuestra era.

Podemos de consiguiente formarnos una idea del estado de las artes en cada uno de estos períodos. Así, por ejemplo, para la época Persa tenemos el sello de Darío y los palacios de Persépolis; para el período de los Sargónidas el cilindro asirio y los bajos relieves de Nínive; pero para el imperio de Caldea sólo tenemos el cilindro caldeo y lo que la razón y la sana crítica nos permitan adivinar. Citando fijamos la atención en la distancia que separa siempre las obras de los escultores de las de los grabadores, nos asalta á la mente la idea de inquirir ¿á qué altura llegaría el desarrollo de las artes para producir obras tan vigororas y admirables como las que nos muestra el cilindro de Sippar? Había pues, en la Mesopotamia, cuarenta siglos antes de nuestra era, una poderosa civilización que se deja presentir, y en la que podemos casi penetrar á consecuencia de las recientes excavaciones de M. Sazzec. Esta civilización supone un conjunto de conocimientos, cuya memoria nos ha conservado la tradición. No podemos, pues, dudar ya que á esta civilización se debe todo lo que los griegos nos han dicho acerca de los conocimientos de los caldeos en matemáticas y astronomía. Nuevas exploraciones sacarán á luz cualquiera día los monumentos de esta gran civilización; y así como sucedió para el Egipto, nos inclinamos á creer también, que la fase de decadencia empezaba en el Oriente cuatro mil años hace, para terminar en la aurora de las civilizaciones griega y romana, como nos lo indica nuestro mismo autor. «A orillas del Nilo (dice) el apogeo (de las artes) se manifiesta en las gigantescas proporciones   —213→   de los sepulcros de los reyes de sus primeras dinastías, mientras que en la Caldea no podemos descubrirlo, sino en las obras microscópicas de los artistas del primer imperio.»

Hubiera podido continuar á grandes rasgos el examen del libro del Sr. Menant, si no tuviera que llamar la atención de la Academia acerca de un punto que le da una grande importancia. Las descripciones del autor van acompañadas, como he dicho, de ciento sesenta y cuatro grabados intercalados en el texto que reproducen, con la más escrupulosa fidelidad, los monumentos que le propone estudiar. Estos grabados hacen comprender mejor que todas las descripciones posibles, la ingenua rudeza de algunos asuntos de la época arcaica y de todas las extravagancias que no tienen la menor relación con la de cualquier otra civilización.

Finalmente, para dar á estas apreciaciones toda la exactitud de que son susceptibles, ha intercalado algunas láminas, en que los objetos están representados por el método del heliograbado, con una perfección y precisión que nada dejan que desear. Creo, pues, con fundamento, que esta obra y la publicación de la segunda parte que nos promete, dejarán fuera de toda duda la alta civilización á que había llegado el antiquísimo imperio de la Caldea, cuarenta siglos antes de nuestra era; y me parece que la Academia debería, si así lo estimase conveniente, dar las gracias á nuestro corresponsal por su interesante y sabia comunicación.

VICENTE VAZQUEZ QUEIPO.

Madrid 20 de Junio de 1884.