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ArribaAbajoÉpoca segunda


ArribaAbajoCapítulo I

Estado del Perú en el tiempo de San Martín


La historia del mundo rara vez ofrece un espectáculo más interesante que aquel que presentó la América Meridional en el tiempo de la guerra de su independencia; nunca tal vez el espíritu humano había recibido en sus diversas fases un impulso tan notable como el que recibió en esta parte del nuevo continente, cuando sacudiendo como por encanto el polvo de tres siglos de sombras, y esforzándose generosamente por romper las cadenas con que el viejo mundo lo había atado a su carruaje, invocó a su favor las luces del siglo XVIII y se apropió de los restos de libertad, que las revoluciones antiguas habían depositado en su historia: ¡nunca hubo teatro tan vasto, ni mayor número de actores! La naturaleza moral y física se sometió en esta época singular a la prueba de la luz meridiana. Una multitud de estados repartidos bajo diversos climas, sobre lugares en todo diferentes, aparecieron de pronto en la escena del mundo, colocáronse separadamente, o en grupos, en posiciones análogas, y por la primera vez se vieron obligados a pensar y a obrar por sí mismos; las opiniones, las costumbres, las leyes y aun las antiguas preocupaciones se confundieron con las nuevas instituciones, con los nuevos conocimientos, con los nuevos usos y con los nuevos principios. Llevando al frente el pabellón de la libertad, marcharon pueblos   —65→   distintos afrontando las eventualidades y situaciones, que el acaso y mil incidentes imprevistos hicieron nacer en medio del choque de los intereses y de las pasiones, porque todas se desencadenaron obrando con violencia para crear nuevo orden de cosas.

En este inmenso teatro de la lucha de la libertad con la tiranía, representó el Perú un papel notable, tanto por la fama que su riqueza le había dado, como por el recuerdo de sus hechos históricos; pero, fue el último país donde se proclamó la independencia y donde se enarboló el pabellón de la libertad. Fue su situación geográfica la causa de esta demora. Buenos Aires, por su aproximación al cabo de la Buena Esperanza y por la facilidad de sus comunicaciones con Europa había adquirido, hacía ya mucho tiempo, medios de proveerse de una suficiente masa de conocimientos, que no pudo introducirse en el Perú. Chile, al principio debió a Buenos Aires sus luces, y después, a sus relaciones directas con Inglaterra y con la América del Norte. Colombia, aunque teatro de guerras sangrientas, tenía la ventaja de estar cerca de las Antillas y de América del Norte. México se comunicaba no sólo con estos mismos países, sino también con Europa. Así, todos ellos tuvieron por uno o por otro motivo ocasión de juntar gran riqueza de luces; y aun cuando el tiempo no les hubiera permitido aprovechar de ellas, era un germen que debía desarrollarse más tarde. Mientras tanto el Perú, desgraciadamente privado de comunicaciones directas con las naciones ilustradas de la tierra, fue el último lugar donde los primeros rayos de aquellos conocimientos penetraron a través de las nubes del error y de la superstición. El pueblo, ignorando aún sus derechos, necesitaba de tiempo y dirección para llegar a conocerlos. El progreso gradual de la inteligencia humana entre los otros estados de la América Meridional preparó insensiblemente los ánimos para un nuevo orden de cosas. En Chile y en otras partes los elementos de explosión se acumularon en silencio; bastaba poner fuego para causarla; pero, en el Perú, donde las materias no habían sido predispuestas, se dependía de más tiempo para consumar la obra de la independencia. En verdad, el Perú, mucho antes que algún otro estado de América, había ya sido el teatro de insurrecciones y guerras revolucionarias, en las cuales se derramó la sangre de los primeros mártires de la independencia. Túpac Amaru, Ubalde y Aguilar, Pumacahua, Farfán, Angulo, Villalonga, Picoaga, y otros hombres eminentes, habían   —66→   dado ya el ejemplo de un noble sacrificio por la causa de la libertad, pero esto no era el resultado de grandes combinaciones políticas, ni el efecto de la disposición de masas para dar una nueva faceta a sus destinos; era la consecuencia de la opresión llevada al extremo, eran a veces algunos rayos de inspiración, que bajaban de lo alto sobre el espíritu de algunos hombres privilegiados; eran en fin revoluciones parciales cuyas argollas se quebraban con el peso del sistema reinante.

En medio de estas tempestades la capital del Perú permanecía tranquila; sus habitantes mantenían el mismo lujo y el mismo carácter de negligencia hasta el día en que el General San Martín tocó sus puertas de oro. El estruendo de los cañones de este guerrero fue lo primero que despertó a este pueblo de su letargo. Entonces el Perú sufrió un cambio prodigioso y repentino en su estado político, moral y literario.

Acostumbrados los limeños a gozar de todas las comodidades de la vida por una serie ininterrumpida de siglos, se vieron reducidos a la más deplorable situación, al encontrarse de pronto sitiados por mar y tierra, en medio de sus placeres y de su ocio. Los españoles, tan orgullosos de su nacimiento y educación, fueron doblemente ofendidos por la vergüenza de sus reveses y por las privaciones que nunca habían antes experimentado. En medio de esta sorpresa y agitación causadas por la transición repentina del reposo a las conmociones, comenzaron a aflojarse los lazos sociales, y a confundirse las afecciones y los sentimientos. La influencia del tiempo llevaba su acción al seno de las familias; los vínculos de consanguinidad se hallaban relajados por efecto de la disensión en opiniones públicas; unos consultaban sus conciencias, otros sus intereses, éstos sus temores, aquéllos sus esperanzas. La sinceridad, la confianza, que hasta allí caracterizaron los días felices de paz, desaparecieron en el mismo momento en que la unión podía ser la única salvaguarda y la garantía única contra los embates del tiempo. En épocas anteriores se denominaba Lima el paraíso de las mujeres, y desde ese momento perdió para siempre esa soberanía, y su sociedad no ofrecía ya ningún atractivo; la miseria y las vicisitudes políticas ocupaban el pensamiento a todas horas. El recuerdo del prolongado reposo que antes se gozara, hacía más sensible la presencia de las calamidades actuales. En otros tiempos, decían los habitantes de la capital, era nuestra ciudad la morada de los placeres: la fortuna y la felicidad eran nuestras   —67→   fieles compañeras; no teníamos otra ocupación que gozar de los dones del cielo, ni otro recelo que un temblor de tierra.

Mientras que el ejército libertador hacia brillar sus armas frente a la capital, y los pabellones de Chile, ya libre, se enarbolaban en el palo mayor de los barcos que entraban al Callao, los españoles, que no tomaban jamás una resolución, sin antes haberla estudiado largamente, sólo se ocupaban de repetir enfáticamente las desgracias del tiempo, y de recriminar a los anteriores gobernantes del Perú: así, se dejaba de lado el objeto principal del asunto, el medio de salir de embarazos y el partido que se debía tomar. Entretanto, los cimientos del grotesco edificio de la administración colonial se desmoronaban sensible y rápidamente. Una revolución militar, la primera que tuvo lugar en todo el tiempo que duró la dominación española en el Perú, fue el primer revés que anunció su última ruina. Sin que los españoles comprendieran, que el torrente de los acontecimientos se precipitaba con ímpetu de todos los ángulos de América en favor de la causa de la independencia, atribuyeron los males que sufría el país a la administración del poder ejecutivo, y, concluyendo de una manera decisiva, que el virrey era incapaz de sustentar las riendas del gobierno, lo depusieron del mando y lo substituyeron por el General La Serna.

La superioridad de los talentos políticos y militares de San Martín, los atractivos con que presentaba la causa que defendía, y el arte con que sabía apoderarse de la imperiosa influencia de la opinión pública, bien prontamente hicieron desvanecer las esperanzas lisonjeras que se habían depositado en aquella mudanza. Los principios liberales propagados por aquel hábil guerrero germinaban y dejaban profundas raíces en el ánimo de los habitantes de Lima; el virrey, conociendo este cambio fatal en los sentimientos nacionales, se juzgó en la necesidad de abandonar la capital, con el propósito de mantener un nuevo sistema de guerra.

Una proclamación apoyada en fundamentos aparentemente sólidos, y escrita en un lenguaje insultante para los Americanos, anunció la intención del nuevo virrey de abandonar la capital. Entonces los incrédulos que hasta ese día se negaban a admitir como verosímiles estos acontecimientos, se entregaron a la desesperación y al pesar. Una consternación general cubrió de luto el horizonte de la ciudad de los reyes. Los hombres marchaban sin un fin determinado: todos temían   —68→   la crisis: los que no tenían energía no ocultaban su terror, los que estaban dotados de valor no sabían como emplearlo; los irresolutos se encontraban en deplorable situación; los extranjeros que a nadie querían ofender ni enemistarse con los otros partidos, inculcaban prudentemente el principio de seguridad. El bello sexo, si bien profundamente conmovido, obraba mejor que los hombres, desarrollaba más energía, se mostraba menos atemorizado, no se quejaba tanto por más que sufriese, encaraba las cosas desde un punto de vista más ventajoso, y sin afligirse ni afligir a los demás con quejas inútiles o predicciones siniestras.

Obligado el virrey por las circunstancias a cumplir el texto de su proclamación abandonó la gran ciudad, dejando a sus habitantes entregados a temores y a esperanzas; alternativa cruel que tuvo origen en la política del gobierno español, el cual supo insinuar a los Peruanos que considerasen a San Martín como a un hidalgo enemigo, y hasta pensasen que al entrar San Martín a la capital ejercería venganzas en las familias más respetables, sus tropas saquearían las casas y se degollaría a sus habitantes. Acostumbrados los españoles a tratar a sus colonos con bastante malicia en asuntos de política, no querían caracterizar de buena fe el procedimiento generoso de aquel General que les concedía las mayores garantías y grandes consideraciones, en el caso de que consintieran en declarar la independencia del Perú. No obstante, el comportamiento de San Martín, siempre sustentado en su plan de llevar a cabo la independencia, dirigiéndose más a la opinión que apoyándose en la fuerza, y confiando más en la convicción de los pueblos que en los resultados de los combates, acabó con las sospechas que se habían levantado contra sus intenciones.

Desocupada así la mente de los habitantes de Lima de sus nebulosas incertidumbres, los negocios de la capital volvieron a su curso ordinario. Entonces el General San Martín hizo su entrada en la opulenta corte de los virreyes, en medio de las aclamaciones de un pueblo numeroso, que se agrupaba para ver por primera vez los colores del pabellón de la libertad, y la fisonomía del hombre ilustre que la había conquistado. Fue éste uno de los días más memorables en la historia de la república; porque cualesquiera que hayan sido los cambios intermedios por los que atravesó, su libertad fue proclamada en ese día, y porque es al genio de San Martín a quien se debe esa dicha; fue él quien propuso el plan de la empresa,   —69→   quien le dio el primer impulso, quien lo ejecutó; y también quien enseñó a los peruanos a pensar y a obrar por sí mismos.

Con la entrada de este jefe, se encontraron los españoles confundidos y con gran ansiedad; formaban ellos la clase más acomodada, y por lo tanto, muy delicada era su situación. Si se negaban a abrazar el partido de San Martín, corrían el peligro de ver confiscados sus bienes; si secundaban los proyectos de este general, debían temer a las venganzas del antiguo gobierno, que podía reasumir el mando y castigar a los que lo habían abandonado. Los hijos del país, aunque apoyados por la justicia de su causa, temían igualmente las consecuencias de su procedimiento, tanto más, porque dudaban algunos del éxito de la nueva causa. En general las circunstancias eran melindrosas para la mayor parte de los habitantes de Lima; y el temor y la duda agitaban el pensamiento de cada uno.

En medio de esta confusión de ideas y opiniones la posición de San Martín debía ser la más crítica; porque encontrándose frente a los negocios, era de él de quien todos esperaban protección y seguridad cualquiera que fuese el partido al que ellos perteneciesen; y porque la importancia de sus deberes exigía una extraordinaria habilidad y un profundo conocimiento del corazón humano, especialmente en una época en que se exponía a grandes pasiones y a grandes intereses; pero, San Martín era un genio, y sus ministros poseían grandes talentos y una instrucción vasta, hallábanse entusiasmados por la causa de la patria, y estaban acostumbrados a obrar y luchar en el campo de las conmociones políticas.

La primera medida que tomó este general filósofo fue la de imprimir firmemente en el corazón de los peruanos el sentimiento de la independencia por medio de un acto solemne que los ligaba a esta causa. Fue ésta proclamada el 28 de julio de 1821 bajo juramento de defenderla y conservarla en todo momento. En ese día el Perú se mostró al resto del mundo como una nación, enarbolando un pabellón que era únicamente suyo.

«¡Desde este momento, decía San Martín, el Perú es libre e independiente por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de la causa que Dios defiende!». Si hubiese dicho, desde este momento comienza el Perú a dar los pasos para su libertad e independencia, sería más exacto, pues, exceptuando la capital, todo el vasto territorio peruano se encontraba ocupado por los   —70→   españoles, y porque había aún que pasar una larga serie de vicisitudes y de calamidades antes de conquistar esta libertad y esta independencia. Los patriotas entusiastas, en la exaltación de sus ideas, en medio de aquellas ilusiones seductoras que cercan las esperanzas de un ente a quien los acontecimientos hacen sentir que no ha nacido para la desgracia y esclavitud, pensaban que la simple formalidad del establecimiento de las instituciones liberales era bastante para conseguirlas y gozarlas, cualquiera que fuese el anterior estado de la sociedad. «Desde este momento, exclamaban, el Perú es grande, poderoso, feliz...» ¡Cuán lejos estaban entonces de pensar en los reveses, que habrían de sufrir hasta conseguir quedar definitivamente libres del yugo español! ¡Y cuán lejos aún se encontraban de presentir aquellos tiempos de consternación universal, que caracterizaron la época de su independencia!

Después de las ceremonias de proclamación y juramento de la independencia, la política de San Martín se dedicó al importante aspecto de conciliar las opiniones divididas de los españoles y de los hijos del país, y de hacer que la causa de ambos fuese una sola. Esta política fue digna de su talento, y de sus sentimientos de humanidad. El General San Martín prometió solemnemente respetar sus bienes y sus personas, en el caso de que no contrariasen la marcha de la nueva administración; por una proclamación escrita en lenguaje enérgico y conciso, declaró, que los españoles que continuasen ejerciendo pacíficamente su industria, y que prestasen juramento al gobierno y a las leyes, encontrarían protección y seguridad; que los que no estuviesen de acuerdo con este sistema, se presentasen ante las autoridades a fin de recibir sus pasaportes, para dejar el país, con la facultad de llevar sus bienes muebles; -que todo español que, después de haber aceptado el gobierno establecido se declarase culpable de maquinaciones contra su estabilidad, sufriría irremisiblemente todo el rigor de las leyes.

Los españoles no supieron corresponder a este acto de generosidad; murmuraban en secreto, realizaban reuniones clandestinas, y en sus maniobras sordas propagaban maliciosamente el odioso rumor de que San Martín trataba de engañarlos para abusar de su confianza y sumisión. No fue menos odiosa su conducta con respecto a los hijos del país, pues con amargura en el corazón miraban con desprecio insultante a este pueblo pacífico y hospitalario que nunca les hizo sufrir las humillaciones que en otras partes atravesaron en los tiempos de su decadencia. Bien caro pagaron sus imprudencias.

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En la época que estamos tratando, el pueblo aún no tenía los conocimientos y capacidad necesaria para formar un gobierno verdaderamente liberal; aún no sentía en toda su intensidad aquel amor por la libertad, de cuya ausencia las instituciones liberales son más perniciosas que útiles, considerando que sus efectos engañan las esperanzas que lo hicieron nacer, y envilecen así ante la opinión pública los principios inmutables sobre los que descansan. Antes del establecimiento de instituciones públicas duraderas, era necesario destruir insensiblemente los preconceptos y el error que se encuentran diseminados por el país, a fin de levantar sobre un suelo virgen los fundamentos del nuevo edificio social.

San Martín, que estaba convencido de la verdad de estos principios, y a quien la experiencia había hecho conocer las desgracias resultantes en otras partes de la América Meridional, al haberse adoptado inmediatamente un gobierno representativo popular, consideró necesario revestirse del poder supremo de la nación bajo el título de protector, prefiriendo así apoderarse del mando de una manera franca y abierta a entretener al pueblo con un simulacro de república, cuando únicamente la mano de un solo mandatario podía salvarla. Una de las causas más poderosas que en otros estados de la América meridional impidió al principio el progreso de las instituciones republicanas, y el establecimiento de un sistema de administración capaz de hacer la grandeza de los pueblos, fue la concurrencia numerosa de candidatos y pretendientes a la suprema magistratura. Aquí el General San Martín se encontró en una posición tan elevada por sus prestigios, por las circunstancias y por la época en que apareció en el Perú, que nadie tenía la pretensión de creerse su rival en talento y merecimiento, y más que todo en la confianza que en él depositaban el ejército y el pueblo. Con semejantes ventajas le fue fácil lanzar las primeras bases de su administración, y hacer marchar las cosas en orden progresivo de adelanto.

Sin embargo, habían aún grandes obstáculos que vencer y muchas contingencias que temer en el curso de acontecimientos futuros. El virrey se hallaba en el interior, preparando elementos para una guerra asoladora; sus intenciones ulteriores eran ignoradas; las probabilidades indicaban que, después de reforzar su ejército volvería sobre la capital para hacer salir de allí al General San Martín. Este plan parecía tanto más susceptible de realizarse, por cuanto las fortalezas del Callao, reputadas como inexpugnables, continuaban reconociendo la autoridad de   —72→   España. La conquista de esta plaza era, pues, de enorme importancia para el buen éxito de la causa de la libertad.

Este estado vacilante de la nueva administración, el choque que la sociedad había recibido con los cambios repentinos, y la incoherencia de los elementos con que ésta se hallaba confundida llenaban de inquietud a los habitantes de la capital, y hacían más crítica la situación de los españoles. Sabiendo éstos que se encontraban expuestos a las sospechas y desconfianza del gobierno, trataban de salir del Perú; por otro lado, los peligros que los cercaban, los pesares que sentían estaban contrarrestados por la consideración de las pérdidas que seguían a su mudanza del país. La mayor parte tenía grandes capitales empleados en el comercio o propiedades locales; otros estaban casados; sus mujeres, sus hijos, todas sus afecciones, todos sus intereses los ligaban al país. Era, luego, para ellos un terrible sacrificio abandonar sus comodidades presentes por una tranquilidad incierta, puesto que la anarquía reinaba igualmente en España como en sus colonias. La política más segura en tales circunstancias hubiese sido seguir la suerte del país, adhiriéndose francamente al nuevo sistema de gobierno; pero esta resolución era penosa para hombres educados y alimentados con ideales de monopolio político. La mayor parte de ellos deseaban vivamente el regreso del ejército real, y habían algunos que hasta desconfiaban de la sinceridad de San Martín; y todos actuaban con tanta imprudencia que dejaban translucir su descontento y aversión a la causa de la independencia. Este proceder antipolítico obligó al protector a tomar una serie de medidas violentas, cuyo resultado fue la ruina de muchos españoles y su destierro del país.

Fatigada así la sociedad con tal sucesión de cambios, temía a cada instante nuevos desastres; un egoísmo notable dominaba el corazón de los habitantes, una zozobra profunda imprimía la irresolución de sus actos. Estos sentimientos que eran naturales al comienzo de la revolución, sólo podían modificarse después de pasado el peligro y como resultado de un sistema estable. La capital había disfrutado, como ya dijimos, durante un largo período de paz y de placeres; despertando de pronto en presencia de desgracias y peligros. En los primeros instantes difícil le fue distinguir entre lo útil y acertado y lo arriesgado y contrario a la honra. Las circunstancias que sobrevinieron de improviso le eran, totalmente nuevas; por consiguiente, excusables eran su inquietud y su egoísmo. No era una sola la clase que se hallaba afectada por estas pasiones; estaban ellas repartidas por todas   —73→   partes. La marcha de la sociedad fue de nuevo encadenada, después de haber sufrido las vicisitudes de un sitio; después que la exaltación de los primeros momentos del grito de la libertad había causado males positivos, antes que las cosas se hubiesen colocado en su verdadero lugar; y antes, por último, que la confianza hubiese renacido.

Corrieron algunos meses en estas convulsiones y en tales vacilaciones bajo el gobierno protectoral, hasta que a su término llegó a presentar la capital del Perú un aspecto enteramente nuevo.

El pabellón español ya no ondeaba sobre los castillos del Callao; el puerto, que antes estuviera bloqueado por la escuadra chilena se hallaba abierto a los navíos de todas las naciones; en lugar de algunas naves de guerra desarmadas y de seis a siete embarcaciones mercantes, podía apenas contener el gran número de las que llegaban allí para depositar las producciones de todo el mundo; la bahía, a una milla de distancia del puerto se encontraba cubierta de otras que esperaban su turno para descargar sus mercaderías; una actividad y un estrépito continuado animaban las playas. El pueblo ya no tenía motivos para envidiar a sus vecinos; ya no había contra los extranjeros ni odio ni desconfianza, era la primera vez que podían éstos entrar al Callao sin temer insultos ni vejámenes. Los oficiales de la expedición chilena, cuyo único encuentro había otrora ocasionado una lucha sangrienta, eran entonces los hombres más importantes y más populares del lugar; habiendo ellos mismos formado relaciones de amistad con los que en otros tiempos habían sido sus enemigos.

Esta nueva prueba de versatilidad política, esta facilidad e indiferencia con que una ciudad entera muda de pronto de sentimientos, cuando se trata de sus intereses, debería de haber servido de lección a cuantos tuviesen siquiera un interés o alguna participación en la nueva organización del país. Desgraciadamente los acontecimientos se sucedían con tanta rapidez, que no dejaban detrás de sí los vestigios de su primera impresión; el espíritu de análisis moral que caracteriza los grandes hombres y las grandes épocas de las naciones, aún estaba lejos de este tiempo de infancia.

La capital experimentó también un gran cambio, a pesar de que las circunstancias eran aún inciertas para esperar que el bienestar y la confianza se hubiesen establecido sólidamente.   —74→   Los antiguos señores de la sociedad se habían retirado, el coloso de sus instituciones estaba por tierra, sus costumbres habían cambiado en parte; pero, nada de durable se había substituido y, como las circunstancias variaban en todo momento, los nuevos usos no habían aún recibido la sanción de la opinión. El conjunto de cosas parecía también diferente; en lugar de las formalidades y lentitud que antes se daba al despacho de los negocios, todo era rápido y decisivo en estos tiempos. El tumulto de las calles y plazas contrastaba con el carácter de los peruanos. Los almacenes estaban llenos de mercaderías inglesas; se veían las calles transitadas por una multitud de negociantes de todas las naciones. La población parecía haber aumentado prodigiosamente.

Este espectáculo agradable de mejoría en la condición peruana se presentaba a la vista bajo los aspectos más placenteros; los grandes beneficios que el progreso de la cultura y de la libertad, producido por los cambios recientes, trajo como consecuencia, eran sentidos por todas las clases; pero, el último resultado probable de los acontecimientos era una materia complicada, si bien que interesante para la previsión de la política. El mal estaba al lado del bien; ¿de qué modo podría pues este bien organizarse; cuándo y de qué manera obraría; en una palabra, bajo qué forma de gobierno podría el estado descansar de sus fatigas y de sus desgracias? He aquí lo que no se podía predecir. Si en medio de esta confusión de ideas, existiese alguien que hubiese podido alcanzar a ver el triste estado a que el Perú fue conducido por sus propios hijos; sí, a través de la obscuridad que rodeaba la atmósfera de estos días, hubiese podido entrever aquella época de sangre, de lágrimas y de crímenes que manchó la historia del Perú constituido en anarquía; habría tal vez preferido permanecer en la esclavitud, antes que ver a su patria sucumbir bajo el peso de los males hechos en nombre de la libertad, o de las calamidades ocasionadas por el abuso de ella, mil veces más terribles que la propia tiranía.

Cuando se esperaba, pues, de un momento a otro que la guarnición del Callao se rindiese obligada por la necesidad, un cuerpo respetable de tropas españolas, venidas del interior, pasaron por delante de la capital y entraron en aquella plaza, con gran admiración de todo el mundo; permanecieron en ella algunos días, y obligadas por la falta de víveres la evacuaron nuevamente, llevando consigo los tesoros, que habían depositado en aquellas fortalezas a la retirada del virrey de la capital.

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Tanto en una como en otra ocasión no quiso San Martín aventurar una refriega, a pesar de que las ventajas estaban a su favor. Esta apatía fue fatal para sus triunfos en el Perú; desde ese momento perdió gran parte de su popularidad.

San Martín que no se detenía en consideraciones parciales; cuyo objeto era consumar la independencia peruana, marchando siempre con pasos firmes, dando siempre golpes certeros, sin dejarse nunca deslumbrar con las aparentes ventajas de un triunfo incierto, se dedicó después de estos sucesos a instituir la Orden del Sol, cuya ceremonia tuvo lugar con toda la pompa y magnificencia que podía hacer más ostentoso el acto de ofrecer premio a las virtudes republicanas. En este sentido; obraba conforme a los principios eternos de la naturaleza; conociendo profundamente el corazón humano, a éste se dirigía para hacer más interesante la causa que defendía, para rodearla de todos sus encantos, para asegurarle, en fin, el triunfo que la América esperaba con impaciencia. Así, abría un camino amplio a nobles estímulos y a ambiciones encomiables, a esfuerzos de valor y a sacrificios de patriotismo.

Después de preparar la opinión pública, se ocupó San Martín en reforzar y disciplinar el ejército, en disipar los abusos locales que existían en la administración de los negocios, en confeccionar y promulgar un estatuto provisional que sirviera de base al gobierno, mientras llegaba el momento de adoptar una constitución permanente. Llamado después para atender asuntos en Trujillo, puerto de mar al norte de Lima, nombró para substituirlo en su ausencia, al marqués de Torre Tagle. Don Bernardo Monteagudo, hombre de gran talento, y de un patriotismo exaltado, si bien que impopular y enemigo encarnizado de los antiguos españoles, fue el que se encargó esencialmente del poder ejecutivo. Después de una corta ausencia regresó San Martín a Lima, y ya no quiso tomar ostensivamente las riendas del gobierno, vivió retirado en su quinta de Magdalena, a pequeña distancia de la capital.

Para fines de 1821, se publicó un decreto prescribiendo el destierro de los españoles solteros con la confiscación de la mitad de sus bienes; algunos meses después se aplicó la misma medida a los españoles casados. En esa ocasión más de 400 individuos, de los más distinguidos y ricos de Lima, fueron sacados de sus casas y obligados a caminar a pie hasta el Callao, cercados de guardias y seguidos de sus mujeres y sus hijos, a los cuales no les fue permitido ni aun dar el último adiós, antes de   —76→   ser puestos en el barco que los transportó inmediatamente para Chile. Por el primer decreto no se debía confiscar a los españoles más de la mitad de sus bienes; por el segundo fueron despojados de todo. En junio de 1822 se consumó la ruina de todos los antiguos españoles.

Bajo la administración nominal de Torre-Tagle se ejecutaron esos actos de crueldad, sugeridos por el primer ministro Monteagudo. En estas persecuciones, estos reveses de la fortuna que los españoles establecidos en el Perú sufrieron tan cruelmente, se reconoce, sin embargo, una terrible represalia por el ultraje que su gobierno prodigó con no menos violencia en las colonias. En igual sentido era inevitable la reacción que sufrió España en lo que se refiere a su decadencia y ruina de sus finanzas. El inmenso patronato perteneciendo exclusivamente a la corte debilitó las libertades de la metrópoli; los tesoros ilegítimos que llevaban de América, no siendo el producto de la industria española, pasaban a otras manos sin dejar atrás de sí ningún vestigio de la verdadera riqueza nacional; el comercio limitado, que sólo debía hacerse en beneficio de la Península, aniquiló su crédito, arruinó sus manufacturas, y acabó por hacerle perder el mercado de sus colonias. Después de algunos otros reglamentos y mejoras que realizó San Martín en el sistema de la administración pública, tuvo noticias de la derrota del ejército que había mandado a órdenes del General Tristán contra las fuerzas españolas. Después de este acontecimiento inesperado permaneció en una inacción que anunciaba su deseo de retirarse del teatro de la guerra y de la política.

En julio de 1820 dejó por segunda vez la capital del Perú y fue a Guayaquil, donde tuvo una entrevista con el General Bolívar. Durante su ausencia, el pueblo, exasperado por las violencias del ministro Monteagudo, lo depuso con estrépito de su puesto, llevándolo a una prisión y desterrándolo, en seguida, a Panamá. Otro hombre de mucho menos talento y menos exaltado fue nombrado ministro por elección del supremo delegado, y confirmado por el General San Martín a su regreso de Guayaquil, de donde llegó con un cuerpo de colombianos que Bolívar le había confiado.

El voto de los pueblos ya clamaba enérgicamente, a estas alturas, por la reunión de un Congreso, formado de representantes electos por las provincias libres. Este fue el error más funesto que retardó la emancipación del Perú y lo condujo a mil desastres que el tiempo no ha podido reparar. En una época en   —77→   que el país aún no estaba constituido, en que las nuevas instituciones aún vacilaban, en que la guerra se hallaba en todo su vigor y el enemigo estaba orgulloso de su anterior triunfo y con el brillante ejército que había formado en las vastas y ricas regiones del interior; era necesario que las determinaciones, las leyes, los decretos, las providencias gubernamentales y de guerra fuesen rápidas, decisivas y enérgicas, y podían tener únicamente ese carácter, al salir de la concepción de un solo hombre y al ser ejecutadas por la acción de ese mismo hombre. Una asamblea integrada por muchos individuos que difieren en pensamientos, en ideas, en cultura, en carácter, en inclinaciones, en talento, elevados por la primera vez a esta posición eminente, antes de estar acostumbrados a marchar de acuerdo, con voluntad igual, con uniformidad de opiniones, con conocimientos de las necesidades actuales del país, venía a ser infaliblemente un cuerpo que con mil pies podría apenas dar un paso; era un monstruo en política que, si bien no hacía retrogradar la libertad y la civilización, había de, por lo menos, detener la marcha de la sociedad y de sus instituciones. ¡Qué fatalidad en los destinos humanos, que todo un pueblo sea susceptible de equivocarse en lo que más conviene a sus intereses, y que la experiencia de un largo tiempo y el sufrimiento de grandes calamidades no le hayan enseñado el camino del acierto!

Varias veces había sido convocado el Congreso, y otras tantas se había ordenado la suspensión de su reunión, lo que dio motivo a que muchas personas creyesen que San Martín aspiraba a la permanencia del poder supremo del Perú. Finalmente, el 20 de Setiembre de 1822 tuvo lugar esta deseada reunión. Inmediatamente después de su instalación le entregó San Martín la autoridad que había ejercido hasta entonces, porque así lo exigían imperiosas las circunstancias actuales en que se hallaba el país. El Congreso, como reconocimiento muy justo a los eminentes servicios que este hombre ilustre había prestado al país, y también porque consideraba que su presencia en el Perú era de la más absoluta necesidad para la causa de la independencia, lo eligió por unanimidad de votos Generalísimo de las Armas del Perú. San Martín, declarando que juzgaba el mando de las fuerzas nacionales como incompatible con la autoridad del Congreso, solamente aceptó el simple título, y aun así como un voto de aprobación de su comportamiento y de confianza por parte de los peruanos. El Congreso no quiso que San Martín recibiese de esa manera el ofrecimiento que le hacía con tanta sinceridad y confianza, le escribió suplicando que tomase el comando de las   —78→   armas, recordándole las palabras que pronunciara en el momento de su reunión: «La voz de la autoridad soberana será siempre escuchada con respeto por San Martín, como ciudadano del Perú, y le obedecerá como el primer soldado de la libertad». Esta nueva tentativa no pudo hacer cambiar su decisión y haciéndola pública, se dirigió al Callao donde se embarcó inmediatamente a Chile, dejando a los peruanos, como ellos lo desearon, bajo la dirección del Congreso, que libremente habían elegido. Por más que se haya dicho que San Martín fue culpable por haber así abandonado la causa de la patria, en momento de crisis y de peligro, al contrario, se reconocen en esta conducta los rasgos característicos de la vida pública de Washington. El Perú no habría sido desgraciado si sus gobernantes hubieran estado dotados de este temple de alma, de esta grandeza de sentimientos, de este noble desinterés con que se abandona voluntariamente el poder y sus prestigios para volver a la vida privada y confundirse con el último de los ciudadanos.

El Congreso viéndose abandonado de esta manera procedió a nombrar una junta de gobierno, compuesta por tres individuos de diferente cultura, cualidades sociales y prestigios; la cual se ocupó de hacer un gran número de decretos de poca importancia, contradictorios a veces, y que en general no indicaban ningún fin de mayor alcance; bajo su administración y por falta de experiencia, tornaron los negocios a envolverse en un caos. Las leyes dadas por el Congreso no eran tampoco las más adecuadas a las circunstancias del país; el mayor número de diputados se componía de hombres sin gran cultura, y extraños a los asuntos de política y legislación.

En Noviembre de 1823 se envió a Lima una escuadra a la costa del sur, y en Enero siguiente, pocos días después del desembarque de las tropas, fueron éstas completamente derrotadas por el ejército español. Un descontento general fue la consecuencia de este desastre, al cual siguió la disolución violenta y anticonstitucional del Congreso, hecha por el presidente Riva-Agüero, que veía obstaculizada su administración por la autoridad de aquel cuerpo. Tal debía ser forzosamente el resultado de dos poderes que pugnan entre sí, sin llegar a ponerse de acuerdo. A estos sucesos siguió una época de desórdenes en la marcha general de la sociedad. La diversidad de opiniones, la inestabilidad de los gobiernos, la agitación del espíritu público, la falta de confianza entre los diferentes poderes del estado, la novedad de cada institución, todo en fin ayudaba a complicar más y más la causa nacional ya bastante oscura y delicada por sí misma.

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Los españoles supieron aprovecharse de este estado de cosas y de la falta de jefes en el ejército nacional. En Junio de 1823 el General Canterac entró nuevamente a Lima, después de derrotar a los patriotas en el Callao; durante quince días ejerció las mayores violencias y crueldades en esta ciudad; levantó grandes contribuciones, alistó en sus filas a hombres decentes y destruyó la Casa de la Moneda, enviando su maquinaria para el Cuzco.

Mientras estos desastres tenían lugar en el Perú, Bolívar ponía fin a la guerra en Colombia; no ocultándose a su penetración que, si los negocios de Lima no tomaban un aspecto feliz, no tardarían los españoles en restablecer allí su autoridad, y amenazar en seguida la independencia de su patria, emprendió su marcha al Perú al frente de sus mejores tropas. Ante su cercanía, volvieron los españoles a retirarse al interior. Con su entrada en la capital tomaron los negocios un aspecto enteramente diferente; el teatro fue mayor, la escena más majestuosa, las opiniones e ideas se elevaron a gran altura, como veremos en el siguiente capítulo.

Este largo período de lucha de todo un pueblo contra el poder colosal que lo tuviera sujeto a la esclavitud por más de 300 años, presenta un admirable cuadro de contrastes. Las calamidades por las que pasó el Perú durante este extenso período han sido tan grandes y continuas que difícilmente podrían ocultarse a la vista del mundo; pero, fueron ellas una consecuencia indispensable del tributo que todas las naciones pagan al destino para conseguir el bien inestimable de la libertad; no hay ningún estado libre que no la haya comprado al mismo precio; es esta una especie de prueba que sirve para sanar a los pueblos de sus males y a levantarlos de su antigua degradación.

Las guerras y las revoluciones, cualesquiera que sean sus resultados, causan necesariamente un gran mal momentáneo, y casi siempre son fecundas en crímenes y desastres. Así, en las crisis terribles que conmovieron el Perú en los tiempos de que hablamos, los sentimientos, los intereses, los derechos individuales, fueron suplantados y arrastrados por el torrente del espíritu de innovación, sacrificados en aras del interés general y tal vez, no pocas veces de la malevolencia de algunos, de su codicia y ambición. No obstante, a pesar de esta convicción, no es posible ver solamente el mal y cerrar los ojos a las mejoras a que en todos los sentidos fue llevado el Perú en medio de estas tempestades.

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El verdadero espíritu y las virtudes de este pueblo, cuyo nombre era apenas conocido en Europa porque sus derechos habían sido enajenados, se manifestaron en esta época de convulsiones bajo un punto de vista muy distinto a aquel, que le habrían permitido presentar los tiempos de su tranquilidad. Por primera vez las diversas clases de la sociedad se encontraron en condiciones de participar de todos los goces y comodidades de la vida; y el sentimiento de esta dulce comunión creó los síntomas de un carácter nacional, que antes no había presentado. El amor a la independencia hacía tal vez en ese momento una impresión más viva; sin embargo, no era tan general que, como éste, se encontrase tanto en la casa opulenta del rico, como en la humilde cabaña del pobre.

En tiempo del gobierno español, en que el monopolio y las restricciones obstaculizaban las empresas agrícolas y comerciales, en que las ventajas y los sufragios del pueblo eran contados por nada, en que toda tentativa, todo esfuerzo era absolutamente inútil; los hombres estaban abandonados a la indolencia y a la inacción; nada de lo que se refiriese a la opinión pública tenía parte en sus pensamientos. En la época de la guerra de la independencia, tomaron los ciudadanos mayor interés en su propio bienestar, y la más viva solicitud por cuantos negocios estuvieren ligados a la prosperidad pública. El pueblo aprendía a conocer su fuerza y su importancia; ya no sufría, como antes, cuando todo lo concerniente a sus intereses era ejecutado con restricciones.

La opinión que los españoles habían propagado, de que los indígenas eran estúpidos e incapaces de cualquier empresa (cruel ironía lanzada a hombres, a los cuales se negara toda ocasión de mostrar aquello de que eran capaces), fue desmentida en esta oportunidad ante los ojos del mundo entero. La masa de la población, que en ninguna parte comprende las ideas abstractas de la felicidad, ni toma expansión para aumentar el círculo de sus goces, cuando estos se le presentan aislados, pero, que cuando están asociados a ventajas evidentes de un gozo positivo e inmediato, adquieren un grado de ilustración que ningún otro medio puede darles; manifestó en el Perú su capacidad fecunda, cuando la revolución, desencadenando el pensamiento, le proporcionó oportunidad de ejercer su inteligencia y de gozar el fruto de sus trabajos.

En anteriores tiempos el Perú se encontró sometido a un monopolio muy vejatorio; el derecho de importar las mercaderías y de exportar las producciones del país estaba, como   —81→   hemos dicho, exclusivamente reservado a los negociantes de Cádiz, y este sistema fatal de comercio mantuvo el país paralizado y se reflejó funestamente sobre el destino del pueblo. Cuando la revolución, trayendo la libertad, mudó la forma de gobierno, se conoció toda la extensión de este mal y se destinó un pronto remedio para acabarlo. Se establecieron instituciones liberales; los extranjeros, protegidos por las leyes y alentados en sus especulaciones por todo cuanto no era contrario al interés público, llegaban de todas partes del mundo a las costas del Perú.

Se establecieron en la capital grandes casas de comercio inglesas, francesas y alemanas; todos podían entrar libremente a ella, cualquiera que fuese su patria y su religión; cada uno tuvo la entera libertad para sus acciones, nadie tenía necesidad de aprobación y permiso para tratar de sus negocios. La competencia libre bajó el precio de los artículos necesarios para el consumo del país, y elevó el de las producciones destinadas a la exportación. Los efectos saludables de esta libertad de comercio fueron sentidos en todas las clases; las inferiores podían comprar por menor precio aquello que en otro tiempo les habría costado un inmenso sacrificio, y, las acomodadas podían aumentar y mejorar el círculo de sus placeres y de su lujo.

La libertad civil y política nació en medio de las tormentas de la guerra de la independencia. Los peruanos fueron hechos ciudadanos, y ciudadanos libres que podían disponer a su buen arbitrio de su persona y de propiedad. Por primera vez tuvieron participación en el gobierno, pudieron aspirar a empleos más elevados, les fue permitido hacer ostentación de sus riquezas y expresar públicamente sus opiniones.

Las luces, finalmente, que entraron con la revolución, ejercieron una rápida influencia en las costumbres, en la literatura, en las ideas políticas y hasta en el seno de la familia. Los hombres encontráronse al alcance de materias que dos o tres años antes habrían asustado al más audaz en sus opiniones y sus pensamientos; sus maneras y sus pasatiempos anunciaban la conciencia de su libertad y de su independencia. El bello sexo se interesaba más por la instrucción; su vestir era más elegante, a la moda europea, muy distinto al grotesco de otros tiempos; finalmente, todos aquellos pequeños objetos, de que se compone la masa de la felicidad común, y que sirven para establecer el paralelo de un pueblo entre su situación anterior y la presente, recibieron una mejoría palpable y extensa.



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ArribaAbajoCapítulo II

Juicio sobre San Martín


La opinión pública ha estado dividida en cuanto al juicio que se formó sobre los actos principales del proceder de San Martín. Unos han aprobado y aplaudido esos actos, otros los han censurado y condenado soberanamente. En lo que se refiere a nosotros, sin entrar en los pormenores de esta controversia, nos ocuparemos solamente de dos sucesos... verdaderamente notables, que marcaron el curso de las operaciones políticas y militares de este general en el Perú, o sea, su retirada de la causa de la independencia y la abolición de la esclavitud.

Fue acusado San Martín de haber abandonado de pronto el Congreso que él mismo convocara; pero esta acusación no es justa, si se consideran las circunstancias en medio de las cuales se hallaba colocado el general.

En primer lugar, nunca hizo él un misterio del vivo deseo que sentía de vivir retirado del teatro del mundo, y nunca perdió oportunidad para declarar en público y en privado la intención muy positiva de realizar este proyecto desde el momento en que estuviese firmada la independencia del Perú.

En segundo lugar, San Martín defendió y protegió el Perú, mientras estuvo el poder concentrado en sus manos. Cuando, después de un año entero de reflexiones, los peruanos juzgaron conveniente reclamar el privilegio de ser gobernados por leyes hechas por representantes de su elección, juzgó el General San Martín no tener derecho ni motivo para repeler un pedido que se le ofrecía, revestido de todos los caracteres de justicia, si bien las circunstancias en que se hallaba el Perú, le impusiesen el deber de lanzar aún un pretexto sobre esta prerrogativa de la nación; no se olvidó, sin embargo, al mismo tiempo, que pertenecía a otra nación; no se juzgó obligado a servir un país que, bastante lejos de solicitar su protección, quería por el contrario,   —83→   gobernarse por sí mismo, fin difícil de conseguir mientras él ocupase el lugar adquirido. De otro lado, era absolutamente contrario a sus principios, así como a su proceder, emplear la fuerza para hacer prevalecer su opinión. Viendo en fin que había perdido toda su influencia, que todas las poblaciones de Buenos Aires y el CLUB lo acusaban altamente de querer ceñirse la corona resolvió abandonar, por el momento, una causa a la cual no podía ser útil.

El segundo artículo de la acusación hecha contra San Martín, está relacionado con la libertad que concedió a todos los esclavos que existían en el Perú. Nos apresuramos a reconocer en esta medida la pureza de las intenciones, y la elevación de los sentimientos filantrópicos de este filósofo; a pesar de haber visto los males incalculables que de estos fueron las tristes consecuencias. Sin duda pertenecía a la causa americana elevar a la dignidad de hombres esta parte de la humanidad, que, sin otro motivo que el color, o su nacimiento en los climas abrasadores de África, era condenada a la triste condición del bruto; sin duda pertenecía también al primer campeón de la libertad restituir a esta clase proscrita ese precioso don que la naturaleza otorga igualmente a todos los hombres, y que la avidez y el orgullo del mismo hombre habían tan injusta y tan cruelmente despreciado; pero no era de una manera sabia y prudente, la manera en que fue concedida esa libertad: era sí dar un golpe funesto a la prosperidad del país y otorgar un bien peligroso a esos esclavos que no estaban en condiciones de apreciarlo ni tenían la capacidad para gozarlo.

Verdad es que San Martín no declaró textualmente libres a todos los esclavos; designó a todos aquellos que habían nacido después del 15 de Julio de 1822, día en que fue fijada la independencia peruana, pero declaró también que los esclavos que se alistasen voluntariamente en las filas del ejército de la patria, quedarían libres por el solo hecho de esta declaración, la cual resultó también una apelación por la libertad de todos los esclavos sin distinción, porque no hubo uno solo que no se aprovechase de esta ocasión para romper sus cadenas. Además, muy difícil sería explicar en este punto los principios políticos de San Martín, que había dicho que, a pesar de ser la libertad el más ardiente deseo de los pueblos de América, sólo debía ser concedida con precaución y de tal forma que no se perdiesen los sacrificios; que, si todo pueblo civilizado era capaz de llegar a ser libre, debía esta libertad ser relativa, y en exacta proporción con el grado de civilización que gozaba; que la extrema libertad,   —84→   con respecto a la civilización adquirida, conducía a una anarquía inevitable, y que, en caso contrario, el de una civilización excesiva en cuanto a la libertad otorgada, tornaba la opresión una consecuencia inevitable.

Fue contra esta declaración solemne de principios tan profundos y tan verdaderos que el General San Martín pronunció, aunque de un modo indirecto, la abolición de la esclavitud; y, si se le tiene que censurar algún error político, fue éste el que produjo tantas desgracias para el Perú. Parece que, en un momento de debilidad, cedió en parte a la urgencia del momento, y en parte también a las instancias de su primer ministro, Don José María Pando, que dos veces fue llamado al ministerio y del cual aún tendremos oportunidad de hablar, escribió una obra llena de juicios y observaciones profundas, en la cual combatió los principios sobre los cuales Monteagudo, su predecesor, tentó justificar el decreto de manumisión, y más tarde de la abolición absoluta de los esclavos. Tomando la propia historia de la esclavitud desde el tiempo de los hebreos hasta los tiempos de la Europa moderna, supo lanzar contra esta medida argumentos irrefutables, oponiéndole poderosos hechos.

Sea cual fuere la opinión que se haya podido formar acerca del proceder de San Martín, nunca se le podrá negar gran talento como militar, ni aquel arte que poseía en grado supremo para ganar corazones y crear partidarios. Si a estas cualidades se une la celebridad que le granjeara la conquista de Chile y el establecimiento de las instituciones de estos países, a pesar de la acusación hecha por sus enemigos contra su modestia en el Perú, que él abandonó, desde el momento en que no le era más lícito gobernarlo de un modo acorde a sus ideas; no se le podrá al menos negar la gloria de haber abierto a este país el camino de la emancipación.

Esta parte de los triunfos de San Martín sería sin duda más que suficiente para dar gloria a su nombre; sin embargo, si él expresó sinceramente su pensamiento cuando manifestó el deseo de retirarse del poder y del teatro de su gloria, según nos llevan a creer todas las probabilidades, ¿cómo negarle nuestra admiración, cómo no rendir un homenaje respetuoso a este espíritu público tan desinteresado, a este amor generoso por la libertad que, durante tan largos años, lo privaron de los encantos de la vida tranquila? ¡Es tan raro encontrar los atractivos y las seducciones del poder, ligados a los gustos y a los goces de la vida privada, que se hace difícil creer en una alianza tan extraña!

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Si se aparta esta dificultad, si se considera el carácter de San Martín como presentado de buena fe, mucho más fácil será explicar su proceder; y mucho más cerca se estará de la verdad, si se supone que, en esa época en que se retiró del Perú, juzgó sinceramente haber hecho bastante para este país, juzgó no poder serle más útil en el sentido de sus ideas, y que, en las circunstancias que entonces sobrevinieron, no podía su presencia servir de ninguna ventaja. Finalmente, pensó sin duda que, retirándose por cierto tiempo, podría después servir más eficientemente a los intereses de la causa que defendía, y alcanzar en ese momento, luchando contra votos tan vivamente manifestados, tan solemnemente expresados por la población entera.

Algunas personas atribuyeron a debilidad de carácter este modo de obrar, esta contemporización con las circunstancias del país ¿habría sido más favorable a la causa de la independencia aquel que, actor principal en esta época, hubiese exhibido un carácter más firme y exaltado? Es este un asunto tan grave y complicado, que, para elevarnos a la dignidad del tema, menester sería ir en busca del auxilio de las luces de una política profunda.

Finalmente, también se le sacó en cara a San Martín haber imitado a Cromwell, tomando el nombre de Protector. Independientemente de la puerilidad de la crítica, ¿qué calificación más conveniente y más propia, podía entonces atribuirse un general que había ejercido el poder supremo en la nación peruana, y quien cargaba sobre su cabeza toda la responsabilidad de la guerra contra los españoles? Cromwell se calificó protector para usurpar el trono de Inglaterra; San Martín tomó el mismo título para sustraer al Perú de una soberanía usurpada. También el General Santa Cruz tomó más tarde el título de protector, para establecer la gran confederación Perú-Boliviana; el carácter sombrío e inflexible de Santa Cruz y de Cromwell, su ambición y sus atrevidos proyectos, contrastarán admirablemente con el carácter suave y accesible y con los principios moderados de San Martín.



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ArribaAbajoCapítulo III

Estado del Perú en tiempo de Bolívar


Simón Bolívar, nació en Caracas, el 25 de Julio de 1785; perdió a sus padres en la primavera de la vida, y a la edad de 16 años fue enviado a Europa a fin de concluir su educación. Viajó por Francia y por Italia; se casó en Madrid, y embarcó para Venezuela, donde falleció su esposa poco después de su llegada. Volvió nuevamente a Europa y estuvo presente en la coronación de Bonaparte. Fue sin duda aquí donde sintió esa sed de gloria que manifestó después con tanto ardor, donde, tal vez, su alma republicana, deslumbrada por el brillo del cetro imperial, pasó por su mente un deseo de poder que después volvió a su mente, cuando medio continente esperaba la ley de sus labios.

De España regresó a Caracas en compañía de Emperam, nombrado capitán general de Venezuela por la junta gobernadora de Sevilla.

Poco tiempo después de haber izado el estandarte de la independencia en aquel país, Bolívar fue enviado a Inglaterra, para solicitar su protección en favor de esta causa. El ministro de relaciones exteriores, Marqués de Wellesley, le brindó cordial acogida, y habiéndole el gobierno inglés ofrecido su mediación entre España y sus colonias, la misma fue rechazada por la corte de Madrid.

Bolívar regresó a su país en compañía del General Miranda, a quien se confirió el comando de las tropas de Venezuela. Hallándose, sin embargo, el gobierno de los patriotas aún mal   —87→   organizado como para poder impulsar la fuerza militar, se originaron algunas disensiones que demoraron la causa de la independencia hasta que con el terrible terremoto de 1812 y con la subsecuente invasión de los españoles, al mando del General Monteverde, se perdieron casi todas las esperanzas de realizarla.

Alegando Bolívar que Miranda había traicionado a su patria capitulando con Monteverde, lo capturó en la Guaira, y pidió después su salida del país, solicitud que le fue concedida inmediatamente con la declaración de ser la recompensa por el servicio que prestó al rey de España entregando a Miranda... Indignado con esta interpretación que se daba a su proceder, respondió con arrogancia «que él había entregado al General Miranda, no para prestar un servicio al rey de España, y si para castigar al traidor de su patria». Esta respuesta lo puso en peligro de ser comprendido en la proscripción general; pero los empeños de D. Francisco Iturbe, secretario de Monteverde, lo libraron de tamaña desgracia y le consiguieron su salida. Bolívar viajó a Curacao y de allí pasó a Cartagena, donde obtuvo el comando de una pequeña fuerza con la cual empezó su carrera de gloria y emprendió la gran obra de libertad de su patria, que consiguió después de largos años de una lucha sangrienta, de esfuerzos extraordinarios, de acciones asombrosas y de inmensos sacrificios personales y económicos.

Cuando terminaba la guerra de Colombia, dirigida por Bolívar, se encontraba ya Guayaquil constituida en república independiente, y el Perú, alegaba derechos para incorporar este pequeño estado. El Libertador, que era el nombre que daban a aquel general, sin hacer mayor caso a las reclamaciones, enarboló su bandera victorioso en el país que comenzaba a ser motivo de discordia para las dos repúblicas que lo cercaban. Con la intención de regularizar este asunto, y sobre todo de combinar los medios para dar término a la guerra en el Perú, donde se habían concentrado los restos del poder español, derrotado en Chile, en las provincias argentinas y en Colombia, deseaba el General San Martín tener una entrevista con Bolívar. Con este propósito, se embarcó en el Callao el 8 de Febrero de 1822; pero, habiendo tenido noticias de que asuntos de guerra mantenían a Bolívar aún apartado de Guayaquil, regresó al Callao, de donde volvió a salir en el mes de Julio para el mismo punto y el 26 de este mes tuvo su entrevista con el libertador de Colombia. Las doce horas que San Martín pasó en dicha ciudad   —88→   fueron casi todas empleadas en aquella conferencia reservada, cuyo asunto y cuyos pormenores aún son hoy en día un misterio para la historia.

Por lo que aparece en el Resumen de la historia de Venezuela en la discusión de los tres puntos siguientes, pretendía San Martín interesar al libertador en: lº la unión de Guayaquil al Perú; 2º la substitución de los soldados muertos de la división peruana durante la campaña sobre Quito; 3º los medios de concluir la guerra en el Perú. Era éste sobre todo el asunto capital. El General San Martín, que veía reducidas a la mitad de su número las divisiones de Chile y Buenos Aires, y que se acordaba del triste ensayo que se acababa de hacer con las tropas peruanas, preveía las dificultades que se oponían a la pronta derrota del poder español en el Perú, y reclamaba la ayuda de las fuerzas colombianas, que esperaba obtener tanto más fácilmente, puesto que el gobierno peruano se comprometía a pagar y armar esas tropas mientras luchasen por la independencia de su suelo.

No se discutió el primer punto, ni era presumible que Bolívar estuviese de acuerdo con las aspiraciones del Perú, en este sentido. Sobre el segundo, respondió Bolívar, que debía someterse al acuerdo de los gobiernos. Sobre el punto más importante, aseguró al General San Martín que Colombia simpatizaba con la lucha del Perú, y ofreció para ayudar a su triunfo dos mil hombres de su ejército, a las órdenes de uno de sus jefes, ya que el presidente de la república no podía abandonalos límites de su territorio.

El Coronel Gabriel Lafond de Lurcy que no hace mucho anunció la publicación de una obra intitulada: Voyages dans l'Amerique espagnole, se juzga por los documento y datos que posee, autorizado para correr el velo detrás del cual se ocultaba un hecho histórico del más alto interés, y que permite penetrar en los secretos del carácter político de los dos hombres más notables que combatieron por la emancipación de la América española.

Asegura el autor de esta obra que obtuvo de los labios del propio San Martín y del ayudante de órdenes de Bolívar, que le servía de secretario durante su permanencia en Guayaquil, los datos preciosos para aclarar dos hechos notables de la historia de la América del Sur, como son la entrevista de los   —89→   dos libertadores de la América Meridional y las causas que obligaron al General San Martín a abandonar el Perú.

San Martín, dice el Coronel Lafond, se alarmó mucho cuando supo a su llegada a Puno, que el asunto más grave e importante (alude a la incorporación de Guayaquil a Colombia) había sido cortado por Bolívar; sin embargo, otros intereses aún mayores lo hicieron continuar su viaje, y llegó a Guayaquil triste, descontento y hasta presintiendo que aquella entrevista, de la cual esperara resultados tan felices, sería el fin de su carrera política.

Estado de las cosas en la capital después de la partida de San Martín hasta la entrada de Bolívar

Después de la retirada del General San Martín, se formó en la capital del Perú una junta de gobierno, integrada por D. José La Mar, D. Felipe Antonio Alvarado y por el Conde de Vista-Florida, nombrados para este efecto por el congreso.

El ilustrado y elocuente Luna Pizarro era el presidente del Congreso, cuya primera medida fue conferir a San Martín, el título de fundador de la libertad del Perú y asignarle una pensión de veinte mil pesos anuales durante su vida, donde quiera que se encontrase; decreto digno de la generosidad y justicia que caracterizaron los primeros días de la independencia peruana, pero que, en los tiempos posteriores no fue cumplido, con mengua para la honra nacional.

El plan de campaña en esta ocasión (año 22) era que el ejército de la patria, que se hallaba al mando del General Arenales, amenazase a los realistas por los valles de Jauja, a fin de impedir que, de este lugar donde se encontraba Canterac se mandase refuerzos para el Sur, donde estaba el General Valdez y que, en caso de concretarse el envío de cualquier tipo de auxilio, avanzase Arenales para adelante y obrase decididamente sobre la ofensiva.

El no haber Arenales observado este plan por cobardía o falta de pericia, la extremada apatía e indecisión de la junta y las perniciosas consecuencias de sus medidas equivocadas, ocasionaron la caída del triunvirato, poco después que se supieron en Lima los desastres del General Alvarado.

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El 26 de Febrero de 1823, los jefes y oficiales del ejército de observación, que así se llamaba el grupo comandado por el General Arenales, capitaneados por el General Santa Cruz, que era el segundo jefe, hicieron un pedido enérgico al Congreso acusando a la junta de los desastres que había sufrido el ejército nacional por causa de su ignorancia y solicitando que fuese el Coronel D. José Riva-Agüero nombrado presidente provisional de la república. El congreso aceptó este pedido, que ciertamente se presentaba revestido de justicia, y cuyas medidas eran imperiosas exigidas por las circunstancias. El Coronel Riva-Agüero subió al poder, y las cosas tomaron nuevos rumbos. El General Arenales abandonó repentinamente el campo y se embarcó para Chile. El General Santa Cruz fue nombrado para sustituirlo, el Coronel Gamarra para Jefe del E.M.I. y el General Herrera (presidente del Estado Sur-Peruano en tiempo de la Confederación Perú-Boliviana), para ministro General de Riva-Agüero. «Es digno de notarse, dice un extranjero ilustrado que sirvió en el Perú, que Santa Cruz, Gamarra, Herrera y Riva-Agüero, que llegaron a ocupar ahora los destinos más elevados del estado, hayan sido comisionados del rey de España hasta mucho tiempo después que el General San Martín desembarcó en el Perú, y en un período en que tenía ya once años de comenzada la revolución. Aquí se comprueba la parábola de que «aquellos que vienen a las once horas reciben tanto como aquellos que soportaron la carga y el calor del día». Cuando este jefe expresó estos sentimientos aún no se había entreabierto la cortina que cubría las futuras escenas del Perú y de Bolivia; ¿qué habría dicho entonces, si hubiese visto después a Santa Cruz y a Gamarra disputándose con la punta de la espada el poder supremo de aquellas naciones, y subiendo y bajando alternativamente del solio republicano?

Riva-Agüero no duró mucho tiempo en el poder. Sin genio ni talento para conservarse en él y menos para dirigir la marcha de los negocios públicos en la situación complicada y crítica en que se hallaba el Perú, cercado de una atmósfera nebulosa y con el enemigo en el interior concentrando en un punto sus fuerzas del Norte y del Sur; se vio obligado a dejar la suprema magistratura y la capital, refugiándose en la capital de Trujillo, donde, con una parte del ejército patriota y algunos diputados que convocó, sustentaba aún un simulacro de gobierno y de representación nacional.

En su lugar, nombró el Congreso Presidente Provisional de   —91→   la República, al Marqués de Torre-Tagle, que en tiempo de San Martín había ya ejercido el cargo de supremo delegado, como vimos anteriormente.

Era éste el estado de las cosas cuando el General Bolívar marchó de Pativilca a Lima, llamado con instancia por el Congreso. Inmediatamente después de su entrada a la capital, el lº de Setiembre de 1823, fue investido de la suprema autoridad política y militar. El Marqués de Torre-Tagle retenía el título; era sin embargo, tal su admiración y respeto por Bolívar, que con su propio consentimiento fueron sus facultades de presidente reducidas a mera sombra.

Una de las primeras medidas del héroe de Colombia fue conciliar las desavenencias de Riva-Agüero con Torre-Tagle, para cuyo efecto envió al primero un comisionado con oficios y comunicaciones particulares en que invitaba a un acuerdo, haciéndole ver elocuente y extensamente la necesidad de esta conciliación para llevar a cabo la independencia americana, pero habiendo éste rechazado entrar en los términos que le propuso, pensó Bolívar seriamente en abandonar el Perú a su propia suerte. Mientras tanto, sus mismas tropas, capitaneadas por el General La Fuente, apresaron a Riva-Agüero el 25 de noviembre; y este suceso hizo a Bolívar desistir de su determinación de abandonar el país. Continuó entonces sin obstáculos en el manejo de los negocios, hizo muchos y grandes reglamentos en la administración y en el ejército, asistió a la proclamación de la primera Constitución peruana, dada por el Congreso Constituyente, y dejó la capital en 1823 para iniciar su campaña en el interior.



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ArribaAbajoCapítulo IV

Campaña del año 24


Paso de los Andes.- Paso del desierto.- Batalla de Junín.- Batalla de Ayacucho

La grandeza de los acontecimientos y el esplendor de las virtudes patrióticas que se desarrollaron durante este segundo período de la guerra de la independencia, tienen todo el carácter solemne de antigüedad y exigen otra pluma y otras circunstancias para describirlas. Sólo la imaginación de quien las contempló de cerca, de quien las vio desarrollarse con tan prodigiosa fecundidad podrá apreciarlas en toda su magnitud; los actores y los espectadores vieron desaparecer los lugares y las distancias, y se juzgaron contemporáneos de los Camilos, de los Pericles, de los Epaminondas de otros tiempos. Roma, Atenas, Esparta, en los días más puros del heroísmo y de la virtud, tal vez no presentaron escenas tan sublimes. La retirada de los diez mil capitaneados por Xenofonte, que éste embelleció con las ventajas de su lengua y de su genio histórico, no se iguala a las marchas y contramarchas que realizó el ejército libertador por los desiertos de la costa del Perú. Las batallas de Marathonia y de Platea, que fueron doblemente célebres por su propia grandeza y por los sublimes apóstrofes con que las eternizó Demósthenes, no son comparables con las batallas de Junín y de Ayacucho, ya también inmortalizadas por el cantor de Bolívar.

El paso de las Termópilas y el sacrificio de los trescientos espartanos, al mando de Leónidas, no están en igual paralelo con el paso de los Andes y con la conflagración del castillo de Niarumi. No es ahora que se pueden apreciar debidamente los grandes rasgos de las virtudes republicanas, cuyos testigos y cuyos espectadores aún existen. Cuando todo lo que es débil, todo lo que es pequeño en nuestros días, las pasiones, los intereses, la envidia, hayan desaparecido, y cuando sólo resten   —93→   los grandes hechos y los grandes hombres, entonces se presentará también con los grandes colores de la historia y de la verdad el cuadro de las campañas de este período de la guerra de la independencia.

Mientras tanto, a fin de ser consecuentes con nuestro propósito, haremos una leve mención de los cuatro acontecimientos principales y admirables que distinguen la campaña del año 24, campaña que decidió para siempre la suerte de la América Meridional, pues hacer un bosquejo de todos los pormenores y todas las circunstancias particulares de esta campaña, todos también grandes y muy interesantes, sería un trabajo que llenaría volúmenes.

I.- El paso de los Andes

El paso de los Andes, realizado por el ejército unido libertador para ir en busca del enemigo en el interior del Perú, para donde se retirara concentrando allí todas sus fuerzas, basta por sí solo para inmortalizar el nombre de los jefes que lo dirigieron y para dar una idea de la constancia y fortaleza de los soldados que lo cumplieron. El paso celebrado de los Alpes, emprendido en los días heroicos y dirigido por un héroe cuya fama va siendo transmitida con entusiasmo a través de los siglos, no es tal vez comparable con este famoso paso de los Andes.

El trabajo de abrir caminos, o mejor dicho, sendas transitables por encima de las montañas tan elevadas y escarpadísimas y por entre tan tremendos precipicios, sólo puede ser apreciado por aquellos que han atravesado las faldas más que majestuosas de los Andes. La dificultad de levantar cuarteles ambulantes o tiendas de campaña portátiles, si se puede decir, en los intervalos de un país inmenso y despoblado, la casi imposibilidad de encontrar y transportar los materiales para su construcción, además de la madera necesaria para la leña, y la formación de almacenes de cebada y otros accesorios de la caballería, exigieron el talento de un Bonaparte.

Las divisiones cruzaban la cordillera generalmente en la distancia resultante de un día de jornada entre una y otra. La caballería y aun los batallones se separaban con frecuencia de la línea general de marcha; y, como las sendas abiertas sobre las escarpadas faldas de los Andes eran tan estrechas   —94→   que apenas podían los soldados pasar uno por uno, y aun eso, a veces, con riesgo de precipitarse, había una sola hilera que se alargaba a una distancia asombrosa en los pasos peligrosos formados por la interrupción frecuente de la senda causada por las puntas prominentes de las rocas y por las innumerables y terribles cascadas. Estos obstáculos eran particularmente más difíciles de vencer por la caballería, ya que cada soldado tenía que conducir, además de su bestia, un caballo de tiro, destinado solamente para ser montado frente al enemigo.

La sucesión continuada de estos obstáculos hacía muchas veces imposible que la caballería, que iba a la retaguardia, pudiese concluir la jornada del día antes de llegar la noche, en cuyo caso se tornaba indispensable que los soldados prosiguiesen su marcha a pie, llevando dos bestias a su cargo, a fin de evitar que se desviasen o se despeñasen por los precipicios. A pesar de estas precauciones y del auxilio de los cornetas que se colocaban en distancias regulares, expresamente para impedir la separación de los grupos, no siempre se podía conseguir este objetivo. Se escuchaba frecuentemente una partida gritando, allá de un pantano, al perecer insondable, a otra que iba pasando por una cima elevada, a fin de certificar el camino; ésta respondía con las cornetas; no obstante, sucedía muchas veces que ambos habían perdido la senda. El sonido continuado de las cornetas a lo largo de las líneas cortadas, la vocería de los oficiales que animaban a sus soldados desde considerable distancia, el relincho de los caballos, el bullicio bronco de las mulas, la ansiedad de los hombres y de los animales por llegar al lugar de descanso, manifestada por una respiración cansada y jadeante, producían un estruendo espantoso que, repetido por los ecos en la oscuridad de la noche, desde las horribles soledades de los Andes, habría sido material precioso para un pintor histórico decidido a presentar el cuadro verdadero de lo sublime.

En caso de errar el camino, eran imponderables los conflictos de la caballería, porque, siendo tan estrecha la senda, le era imposible hacer que los caballos dieran la vuelta; y, en tal circunstancia, forzoso le era continuar con la marcha hasta encontrar un lugar aparente para esperar el paso del último soldado y poder dar marcha atrás. Pero sucedía también, a veces que, después de esta operación penosa, se encontraban con otro escuadrón avanzando por la misma senda. En tal situación, era inevitable que los hombres y las bestias se precipitasen y fuesen rodando hasta los abismos que esperaban abiertos a sus pies.

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A estas dificultades se añadía que el ejército libertador tenía que luchar contra todos los elementos conspirados conjuntamente para hacerlos sufrir, así como para cobrarles el más subido precio por la libertad por la que combatían. Días enteros tenían que caminar, sufriendo tremendos aguaceros, sin otro abrigo que una leve manta, y penetrándoles el frío y el agua hasta los huesos. Algunas veces la nieve cubría todo el paisaje por donde debían necesariamente atravesar, y entonces tenían que avanzar con esfuerzo y penuria imponderables, con la nieve hasta las rodillas, en cuyo caso eran inevitables las víctimas que perecían de frío o que quedaban enterradas y petrificadas en el campo. Otras veces el hielo y la helada blanqueaban las quebradas o los valles por lo que era forzoso bajar, y entonces era tan agudo e intenso el frío, que quedaban los soldados sin movimiento, con los pies y manos congelados, sin que en esas ocasiones tuviesen una gota de aguardiente o de cualquier otra bebida que los reanimase, como generalmente tienen las tropas de Europa con bastante abundancia en sus campañas de invierno. De este exceso de frío de noche o de mañana, pasaban al calor causado por los rayos de un sol abrasador del mediodía. Coronaban estos martirios el hambre y la sed que estos héroes tenían que sufrir infinidad de veces, desprovistos como iban de la mayor parte de los recursos necesarios para las campañas de esta naturaleza.

Sería cansar a los lectores el referir otros obstáculos que tuvieron que superarse en el famoso paso de los Andes, pues aun lo que se acaba de referir es únicamente para que no se atribuya una especie de orientalismo y admiración, a lo que se ha hablado en este bosquejo sobre las campañas de la independencia.

II.- El paso del desierto

En el capítulo II de la primera parte de esta obra, hicimos una descripción sucinta del espantoso desierto de Atacama. Esta descripción habría bastado para dar una idea de la grandeza e importancia de las marchas que hizo el ejército de la patria por esas solitarias y abrasadoras regiones de arena; con todo, como una descripción que no va acompañada de la relación de algunos hechos nunca podrá trazar en el pensamiento todos los horrores por los que tuvieron que pasar aquellos mil héroes redentores de la América Meridional, sólo referiremos   —96→   una de las catástrofes sucedidas en esos países de desolación.

Cuando, en 1823, los restos de las tropas del General Alvarado fueron embarcadas de Lima para los puertos intermedios, un transporte de guerra que conducía cerca de trescientos hombres de caballería, encalló desgraciadamente, despedazándose contra las rocas de la costa, a doce leguas al sur de Pisco y catorce al este de Ica. Felizmente se salvó toda la gente en la playa, sin embargo, al querer encontrar el camino para el primero de aquellos puertos, perdiéronse por espacio de 36 horas, en las cuales se vieron entregados a la última desesperación. Llegando noticias de esta desgracia al conocimiento del gobierno de Pisco, mandó éste un regimiento de caballería con provisión de agua para auxiliar a los náufragos. El comandante de estos, que fue uno de los que sobrevivieron a la catástrofe, hizo el relato de los sufrimientos que experimentaron en esta tremenda calamidad.

Tenía este jefe un ordenanza que combatiera a su lado en las acciones de Maipú, de Nazca, de Chacabuco, Pasco, Riobamba y Pichincha, y que en una ocasión le salvó la vida a costa de la suya propia; pero que en esta oportunidad se mostró tan insensible a los padecimientos de su amo, como a los de sus compañeros y camaradas.

Vencidos por la fatiga y devorados por la sed, dejábanse los desgraciados náufragos caer sin aliento sobre el abrasador suelo, cavando la arena con indefinible ansia, para descubrir una gota de agua, pero, viendo que no encontraban sino arena y fuego que les quemaba las manos, dejándolas en miserable estado, hacían nuevo y sobrehumano esfuerzo para proseguir su marcha incierta. Después de algunas horas de este andar lento e interrumpido, divisaron a lo lejos algunas palmeras, en cuyos contornos generalmente se encuentra agua. Un débil grito, salido instantáneamente de aquellos labios resecos, hizo sentir a los que iban atrás la impresión de un goce repentino; pero este grito no era el efecto de un sentimiento de humanidad, ni el deseo de consolar a los demás; era sólo la expresión involuntaria de la sensación del placer. Ante la vista de este aspecto de consolación, todos se reanimaron para acelerar sus pasos, mas, en este esfuerzo cayeron la mayor parte al suelo desfallecidos antes de llegar al lugar deseado. Aquellos que aún tuvieron fuerzas para caminar hasta las palmeras, se pusieron   —97→   luego a excavar la arena, encontrando solamente un poco de agua turbia y enlodada, que tampoco les sirvió de mucho, porque la precipitación y el ansia con que todos se arrojaban a un tiempo sobre el lugar, hicieron casi imposible que pudiese alguno de ellos saciar su sed. Nadie tenía valor para dar un paso más allá de las palmeras; todos permanecían pasmados, como por encanto, en torno de ellos, y finalmente se extendían sobre el suelo con muda desesperación.

Cuando por fin se presentaron a su vista los Húsares de Junín, las emociones fueron más sentidas que expresadas. Ninguno pensaba en sus compañeros de infortunio; cada cual se ocupaba de sí mismo, como si se hallase solo batallando en el desierto. Aun aquellos recuerdos de familia y de los amigos, que en tierra extraña son las últimas cosas que se abandonan a la hora de la muerte, parecían haberse extinguido enteramente de la memoria de todos ellos. Los primeros sentimientos de gozo súbito fueron ahogados por la presencia de la angustia anterior; ninguno de los que quedaron atrás podía atinar a ponerse en dirección al lugar de las palmeras, sin que viniesen los Húsares a encaminarlos; hallábanse tan extenuados, que ninguno tenía aliento para hacer una seña a los otros, vagando apenas cada uno solo y arrastrándose con indecible esfuerzo por el arenal, olvidado de cuanto lo rodeaba en esa hora. Sólo podían dirigir algunas miradas amortecidas hacia el grupo de los Húsares, cuya armadura relucía a la distancia con brillo fúnebre, causado por la luz amarillenta de los rayos reflejados en la arena. Todos los corazones estaban enteramente poseídos de una esperanza deliciosa; pero todo esto era porque nadie articulaba una sola palabra.

Llegaron finalmente los Húsares, y fueron poniendo apresuradamente sobre los labios abrasados de los infelices, a medida que los iban encontrando extendidos sobre el suelo, sin movimiento, sin aliento para pedir la gota deliciosa, sin poder manifestar su agradecimiento sino por la lejana expresión de placer que débilmente se les dibujaba en los semblantes. Muchos perecieron antes de poder ser aliviados; cerca de doscientos cadáveres, amontonados sobre la arena sin sepultura, señalaron por siglos la terrible senda por donde el ejército de la patria se vio forzado a emprender sus marchas en este vasto y horroroso desierto, para conquistar una libertad encadenada durante más de tres siglos.

Los jefes extranjeros que se hallaban en estos lugares, haciendo   —98→   justicia a la verdad, dudaron si las fatigas de las marchas más dificultosas de los ejércitos de Europa podrían ser comparadas con las que sufrieron las tropas de la patria en la campaña del año 24. Hechos como estos pertenecen a los siglos heroicos, y, si no fuesen tan recientes, serían tal vez considerados como fabulosos. No obstante, son de esta naturaleza los que caracterizaron el paso del desierto, emprendido por el ejército libertador.

Podríamos relatar otros hechos y otras circunstancias de este tipo; pero sería eso cansar a nuestros lectores.

III.- Batalla de Junín

Las batallas de Junín y de Ayacucho fueron ya descritas por la pluma de muchos escritores ilustres, entre los cuales se encuentran algunos jefes que presenciaron estas memorables acciones; ninguna descripción, sin embargo, se iguala a la que se encuentra en los detalles hechos por el elocuente General Sucre, que se hallan insertados en los Registros Oficiales del Perú, los cuales recomendamos a nuestros lectores. Nosotros recordando lo que quedó en nuestra débil memoria, hacemos aquí una breve pintura de estas célebres batallas, últimas y principales que concluyeron con la guerra más sangrienta y decidieron para siempre los altos destinos de América.

Cuatro días antes de la batalla de Junín, después de haberse consumado el asombroso paso de los Andes, pasó el General Bolívar revista a su ejército, sobre las elevadas faldas del Rancas. El aspecto de las tropas era verdaderamente majestuoso y solemne; las enérgicas proclamas del libertador, que fueron leídas al mismo tiempo a cada uno de los batallones, produjeron un entusiasmo inexpresable; nada podía exceder el impulso que recibieron los ánimos en este instante. Todo contribuía a dar un interés romántico a la escena. Cerca del mismo lugar, habían sido los españoles derrotados por el General Arenales. La falda donde se pasó la revista se halla a una elevación de más de doce mil pies sobre el nivel del mar; la vista que de este sitio se descubre es tal vez la más magnífica que haya en el mundo. Para el occidente se levantaban majestuosamente los Andes, cuyo paso acababa de ser vencido con tantas fatigas. Al oriente, dilatábanse para el Brasil las enormes ramificaciones de la cordillera. El norte y el sur   —99→   terminaban en las serranías cuyas cimas se escondían en las nubes. Sobre este lugar, circundado de tan sublimes escenas y situado a las márgenes del magnífico lago de los Reyes, naciente de uno de los mayores tributarios del monarca de los ríos, el vasto Amazonas, se hallaban ahora hombres de diferentes puntos de la América, de Caracas, de Panamá, de Quito, de Chile, de Buenos Aires, hombres que habían combatido en Maipú y en San Lorenzo, en las playas de Panamá, en Carabobo y Pichincha al pie del Chimborazo. Entre estos celosos americanos se hallaban también algunos extranjeros fieles a la causa en cuya defensa habían sucumbido tantos compatriotas suyos, y entre estos pocos habían igualmente hombres que habían peleado en las márgenes del Guadiana y del Rhin, militares que habían presenciado el incendio de Moscú y las capitulaciones de París. Tales eran los que se hallaban reunidos en este lugar de gloria. Americanos o europeos, todos se sentían animados de un mismo deseo, el de asegurar para siempre la independencia del Nuevo Mundo. Los repetidos vivas de las tropas, sus prolongados bravos, inflamaban los pechos y llenaban los corazones de profética esperanza.

Cuatro días habían transcurrido de esta escena, cuando el ejército unido avistó repentinamente de lo alto de una montaña al enemigo que, a una distancia de más o menos dos leguas, iba marchando por las planicies de Junín, con dirección al oeste de Reyes. ¿Quién podría dar una idea adecuada del efecto que produjo esta vista repentina del enemigo? Un grito involuntario, soltado a un tiempo por todos los soldados, retumbó en todo el campo. Aquellas fisonomías, tostadas por el sol y por la nieve y desfiguradas por las fatigas de la campaña, se animaron repentinamente con un aire salvaje y con una terrible expresión de ironía; los ojos llenos de fuego seguían en silencio solemne las columnas enemigas que se movían majestuosamente a sus pies; el sentimiento general era, en ese instante, de que pudiesen ellas en su marcha retardar la hora del combate.

El ejército de la patria constaba de 9.000 veteranos disponibles, y los españoles contaban 10.000 guerreros atletas, incluyendo la artillería. Apenas se colocaron a una distancia de legua y media, cuando desprendiéndose repentinamente las columnas de caballería de ambos lados, marcharon al galope hacia el medio de la planicie...   —100→  


«...y al punto cual fugaces carros
que dada la señal parten, y en densos
de arena y polvo torbellino ruedan;
arden los ojos, se estremece el suelo,
estrépito confuso asorda el cielo,
y en medio del afán cada uno teme
que los demás adelantarse puedan...»


(OLMEDO)                


En el primer encuentro, fue rechazada la caballería de la patria, y parecía estar en duda el triunfo y el destino de América. ¿Quién podría pintar la fisonomía fiera de Bolívar y de los demás jefes en este instante supremo?


«Si el fanatismo con sus furias todas
hijas del negro Averno me inflamara,
y mi musa y mi pecho enardeciera
en tartáreo furor, del león de España
al ver dudoso el triunfo me atreviera
a pintar el rencor y horrible saña».


(OLMEDO)                


Sin embargo, cuando más ensoberbecidos perseguían los españoles a los escuadrones desordenados de los patriotas, fue entonces que un regimiento peruano, que había sido colocado por el genio de la guerra a un lado del campo de combate, al borde de un pantano, cargó sobre ellos con tal ímpetu y valentía, que en un momento los desbarató, dando entonces oportunidad para que los de la retaguardia, reanimados de nuevo vigor, los acometiesen también, y consiguieran así las armas de la libertad un triunfo completo.


Ruje atroz y cobrando nueva fuerza
de su ira y despecho se abalanza,
abriendo una ancha calle entre las haces
por entre el fuego y las opuestas lanzas.
Rayos respira mortandad y estrago
y sin pararse a devorar su presa
prosigue en su furor, y en cada huella
deja de negra sangre un hondo lago».


(OLMEDO)                


  —[101]→  

Esta sublime escena tuvo lugar en medio de un silencio sepulcral, y durante ella permanecieron inmóviles los cuerpos de infantería de ambos lados; no se dio ni un sólo tiro de fusil; sólo se veían volar en los aires las cabezas cortadas de húsares, granaderos y dragones, y reflejar las lanzas y las espadas a la luz del sol que ya comenzaba a descender por el horizonte en un cielo azulado. Tres cuartos de hora bastaron para alcanzar esta victoria; sin embargo, aún no era esa la hora del destino.


«Una hora más de luz... Pero esta hora
no fue la del destino.- El Dios oía
el voto de su pueblo; y de su frente
el cerco de diamantes desceñía
el horizonte fugazmente dora
en mayor disco menos luz ofrece
y veloz tras los Andes se oscurece».


(OLMEDO)                


Después de este grandioso suceso, ocurre una circunstancia que juzgamos oportuno referir, en vista de que hace parte del conjunto de incidentes románticos y misteriosos que marcaron aquel día memorable. Recorriendo Bolívar solo el campo de batalla a la luz de la luna de media noche, se dio con el cadáver de un capitán español de Granaderos del Infante (lo que se leía sobre el metal esculpido en su morrión) en quien la muerte no había apagado las bizarras facciones, y a cuyo lado aullaba triste e incesantemente un hermoso perro de pelo castaño y encrespado. Conmovido el General ante la vista de esta escena rara de aquella expresión melancólica del dolor de la naturaleza irracional, bajó de su caballo y trató de llevar consigo este amigo más fiel que los hombres; no obstante, viendo que eran vanos todos sus esfuerzos, porque el noble animal permanecía al lado del cadáver de su señor, llorando y lamiéndole a veces las manos y la frente, se retiró para su tienda de campaña sin que su alma de acero hubiera podido resistir por más tiempo aquella aflicción dolorosa. Al día siguiente, pasando por el mismo sitio una partida de Húsares de Junín, recogió al perro, poniéndole el nombre de perro del regimiento.

¡Qué gran verdad es que entre los grandes hombres se encontrarán siempre relaciones y semejanzas hasta en las circunstancias particulares y más pequeñas de su carrera! Cuando Napoleón Bonaparte andaba meditando por el campo   —102→   de Marengo, en la noche del día en que fue realizada la célebre batalla de este nombre, encontró igualmente un perro llorando la muerte de un general francés a quien pertenecía, y cuyo cuerpo, mezclado con otros mil cadáveres que quedaron en el campo, ofrecía a la claridad de la luna un espectáculo bárbaramente grave y lúgubre. «Mientras que este hombre se halla ahora olvidado por todos sus amigos, su perro, más fiel que todos ellos, llora aún sobre sus restos», dijo el general, derramando algunas lágrimas de sus ojos de águila.

IV.- Batalla de Ayacucho

La noche del 10 de Diciembre de 1824, fue la más interesante para la causa de la independencia. Nunca tan grandes y tan proféticas habían sido las esperanzas del ejército unido libertador. Al día siguiente era inevitable una batalla, y ésta debía decidir los futuros destinos de la América del Sur. Bien sabían los patriotas que tenían que combatir contra fuerzas mayores en número, que nada los podía salvar, ni a ellos ni a su patria de una ignominiosa servidumbre. Los soldados podían al menos esperar que escaparían con vida, quedando reducidos a la mísera condición de esclavos, pero los jefes y oficiales sólo tenían que escoger entre la muerte y la victoria, pues sabían cuál sería su destino en caso de ser vencidos.

La mañana del día 9 rayó con una belleza singular. La intensidad del frío parecía al principio desalentar los ánimos, pero, tan pronto el sol se irguió majestuosamente sobre los montes, se manifestaron luego sus efectos en el entusiasmo de las tropas.

Ambos ejércitos parecían poseídos de igual confianza. La fisonomía fiera y aire soberbio de los españoles revelaba su orgullo y su desprecio, y los semblantes pálidos de los patriotas, en los cuales el sufrimiento y el amor a la patria habían imprimido un aire solemne, manifestaban el valor y la constancia del heroísmo.

Diecisiete mil veteranos robustos, alimentados con abundancia, bien descansados, vestidos con lujo oriental, con sus caballos de raza arábica, y trayendo por delante al virrey del Perú y a los grandes generales de los ejércitos del Norte y del Sur, Canterac y Valdez, venían bajando por las faldas de los montes   —103→   de Ayacucho, haciendo reverberar sus armas y sus bordados de oro y plata a los rayos del sol; y los cuatro mil soldados de la libertad, con los ojos hundidos, las caras huesudas, con la epidermis tostada y el cuerpo cubierto de heridas y de andrajos avanzaban a doble paso con los corazones palpitantes y con el pecho inflamado de entusiasmo, sin el apoyo de su Bolívar, su héroe y su Dios.

Pero esta enorme desigualdad en número, en fuerza, en lozanía, no hacía vacilar ni un sólo instante, ni la esperanza ni el decidido denuedo de los segundos. El genio de la libertad y del destino parecía presidir este pequeño grupo de soldados.


   Peruanos,
mirad allí los duros opresores
de vuestra patria. Bravos colombianos,
en cien crudas batallas vencedores,......
..........................................................
Suya es la fuerza, y el valor es vuestro,
    Y vuestros los agüeros...
Combatir con valor y por la patria
es el mejor presagio de victoria.
Acometed, que siempre
de quien se atreve más el triunfo ha sido;
quien no espera vencer ya está vencido».


(OLMEDO)                


Cuando los dos ejércitos se aproximaron, la respiración parecía pesada por el sentimiento de ansiedad mezclado con el de esperanza. En este momento, el General Sucre, montado en su «águila blanca» (así se llamaba su caballo de batalla) recorrió sus filas con una actitud grave, dirigiendo a cada uno de los batallones palabras enfáticas con que les recordó sus antiguas hazañas. Colocándose después al frente de su ejército, les dijo en tono de inspiración: «¡Soldados, de los esfuerzos de este día dependen los altos destinos de la América!» Y, apuntando luego para las huestes enemigas que venían descendiendo por la planicie, agregó: «Otra gloria mayor que las que hasta ahora habéis adquirido os está reservada para coronar en este día vuestra constancia!» Estas últimas palabras, expresadas con el fuego de la elocuencia, produjeron un entusiasmo eléctrico que imposible sería describir.

  —104→  

Habían las columnas acabado de bajar, y ya estaban formadas en la arena, cuando, a la voz del General Sucre que ordenó la carga, el valiente y bizarro Córdova, saliendo unas quince varas al frente de su división, formada en cuatro columnas paralelas, y con la caballería en los intervalos, exclamó con la sangre ardiente de sus veintidós años: «¡Adelante, a paso de vencedores!» Y estas tres palabras mágicas, acompañadas del prestigio de la gallarda presencia del joven héroe, hicieron avanzar la división en orden con un ímpetu irresistible.

En los primeros momentos, el igual esfuerzo con que luchaban ambos ejércitos hacía incierto el éxito de la batalla. Pero llegó el gran día señalado en el libro de los destinos: vencieron los patriotas, y la América fue libertada para siempre de la dominación española.


    «Se turban las legiones altaneras,
huye el español despavorido
    o pide paz rendido.
Venció Bolívar, el Perú fue libre.
Y en marcial triunfo, libertad sagrada
en el templo del Sol fue colocada».


(OLMEDO)                


Esta batalla fue una de las más célebres que ofreció al mundo la historia de la libertad. Los mismos jefes extranjeros que en ella tomaron parte aseguraron que ambos ejércitos se hallaban en un estado de disciplina que habría honrado a los mejores de Europa; en ella participaron los más hábiles generales de ambos partidos; el valor reemplazó al número en el ejército de la patria y finalmente fue esta victoria el resultado del más decidido coraje y de la carga más impetuosa e irresistible, concebida y ejecutada al mismo tiempo y animada por una inspiración superior.

La batalla habría sido más sangrienta si los españoles no hubiesen solicitado capitular, y si los patriotas no hubiesen consentido en eso, como consintieron, con una nobleza que revela el carácter americano que les honrará y que excitará la admiración en las edades más remotas.

Después de concluida la batalla, era un espectáculo enorme y solemne ver a los soberbios Granaderos de Cantabria, en   —105→   grandes grupos, hechos prisioneros por un puñado de Cazadores de Pichincha y a los presumidos Soldados de la Reina recibiendo rendidos la generosa mano de los ¡Lanceros de Junín! ¡Era un espectáculo interesante a la contemplación del filósofo aquel cuadro en que se presentaba la caída total de ese poder inmenso que había dominado una mitad del Nuevo Mundo por más de tres siglos y que había uncido a su carruaje de victoria veinte pueblos diferentes! Para el poeta era también un argumento religioso la idea de que en el mismo lugar, Ayacucho (montón de cadáveres, en la lengua quechua), donde en tiempo de los incas se realizara una batalla sangrienta en que quedó formado un montón de cadáveres, se acababa de realizar ahora otra igual que devolvía la independencia a los descendientes de aquellos.

Fueron muchas las circunstancias que realzaron o dieron un carácter particular a este día memorable; pero, en conclusión, sólo referiremos una.

El virrey La Serna había sido conducido, después de la batalla, al mejor aposento que se podía encontrar entre los miserables ranchos de Quinua. Allí estaba sentado sobre un banco de tosca madera con las espaldas recostadas en una pared inmunda que ya se estaba desmoronando de vieja, cuando entró para verlo el vencedor de la batalla. Las nobles facciones de este ilustre desgraciado, sombreadas por sus blancos y largos cabellos que le caían desgreñados y llenos de polvo, y que estaban salpicados con la sangre de la herida que recibiera en el combate, se distinguían a través de la débil luz que ofrecía una inmunda lámpara sujeta a una pared. La estatura elevada y el aspecto grave que en todo momento habían distinguido al virrey, eran ahora más venerables en la desgracia. Aquella actitud, aquella situación, el conjunto de la escena, eran precisamente lo que un pintor maestro habría escogido para representar la dignidad de la grandeza en la caída. ¡Con cuanto interés no se habría un hombre aproximado a aquél que pocas horas antes ejercía el poder de un rey!