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ArribaAbajo- XXVI -

Cantarela


Dejamos a la joven pescadora caída y sin conocimiento, delante del lecho en que expirara de una manera suave y tranquila Carlo Roveda, en altas horas de una noche.

Su grito de suprema angustia, al palpar la lúgubre realidad, atrajo inmediatamente al aposento mortuorio las personas reunidas en el de las redes; quienes, olvidando en ese instante sus prevenciones y severidades, coincidieron en el impulso espontáneo de lamentarse por el muerto y de compadecer al infortunio.

Levantaron, pues, el cuerpo inerme de Cantarela y lo colocaron en su propio lecho, en la pieza del fondo, por ella abandonada hacía tantos días: la pobre ribereña volvía a ocupar, enmedio de un espasmo, lo que creyera dejar tal vez para siempre, enmedio de un delirio. Dos o tres mujeres del barrio, de buenas entrañas, provistas de asafétida y vinagre, y de un celo laudable, emprendieron la tarea de restablecer su salud.

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A pesar de esos esfuerzos y cuidados, Cantarela sólo recobró los sentidos para ser muy pronto presa de una fiebre ardiente, que le duró en su intensidad hasta cinco días después de la muerte del pescador. Las fuertes emociones y amarguras que habían abrumado su organismo, produjeron al fin sus efectos, entregando su cerebro, al vértigo y al delirio.

El mal sólo empezó a ceder cuando hubo consumido sin piedad aquel cuerpo hermoso, a grados, lentamente, después de una serie de intermitencias peligrosas.

Zelmar Bafil se había embarcado para Buenos Aires, ignorando este suceso. Antes de hacerlo, acudió a la casita de la ribera, y allí fue informado de la salida brusca de Cantarela con motivo de la enfermedad de su padre. Limitose entonces a dejar en su gabinete una esquela de adiós, prometiendo corta ausencia, y partió. Este billete no llegó a manos de la joven, que sólo tenía noticia del viaje en proyecto.

Reinaba en el barrio esa atmósfera de tristeza y de pesar que cunde muy pronto, tras un suceso luctuoso, a manera de una bruma opaca y resistente por muchas horas al calor solar. Los espíritus se sentían abatidos y habían cesado, en parte las murmuraciones y censuras crueles, ante los nuevos episodios desagradables.

En una de sus últimas excursiones por la ensenada de Santa Rosa y los Bajos de Solís a la   —345→   pesca de bogas, Gerardo fue acometido de un mal serio, que se renovó distintas veces en lo sucesivo, y que concluía por dejarle lívido e inmóvil después de frecuentes sacudimientos y espasmos. Esto alarmó a sus compañeros, que nunca lo vieron enfermo. En una de estas ocasiones, Gerardo cayó del combés al fondo del barco, enmedio de convulsiones violentas, con las pupilas contraídas, la respiración difícil y un poco de espuma en los labios. Los pescadores tuvieron que sostener una lucha vigorosa con aquel organismo de acero, que se movía con la furia de un pez potente herido de una lanzada.

Ya había pasado por él el aura epiléptica.

En el brioso corazón del pobre joven, todo lleno de una pasión férvida y fatal, parecía haberse roto una válvula. El corazón anda como un barco contra el viento -había dicho Marcelo aterrado, al poner la mano en el pecho del timonel-. Y se habían vuelto al fondeadero, bajo el peso de presentimientos fúnebres.

Bien pronto, sin embargo, en estos ataques repentinos, Gerardo recobraba su estado normal y reiniciaba sus faenas, quejándose tan sólo de alguna languidez y de dolores en los músculos. Sus compañeros, no le referían nada de lo acaecido, manifestando verdadero júbilo ante sus rápidas reacciones.

Él se informaba todos los días del estado de Cantarela; y solía permanecer largos momentos   —346→   en el cuarto de las redes, con los brazos sobre el pecho, escuchando desde allí las palabras incoherentes que la enferma profería en su delirio. Después bajaba a la costa, y se unía a sus compañeros dispersos sobre las rocas, plateadas por la luna.

Una noche lloró como un niño, tirado en la arena, sintiendo en su cráneo la caricia suave de la onda amarga que venía escarceando a deponer en la playa su orla de espuma. Aquel beso frío del mar ahogó sus sollozos y absorbió las lágrimas.

¡Qué yertos los labios de las hadas marinas!

Él había soñado que una vez lo besó Cantarela, con su boca coralina cuajada de perlas, dejando en la suya el calor de un ascua; y al pensar que todo eso era mentira, alargaba el puño hacia el abismo, barbotando roncos juramentos...

¡Maldecía de su suerte negra!

Los pescadores le sorprendieron otra vez con los pies dentro del agua, caminando como un sonámbulo a lo largo de la ribera; y lleváronle entonces al sitio en que antes se reunían para cantar en coro sus playeras.

Ocurría esto en la noche designada por Areba, para su visita, de regreso de la casa-quinta.

En ese día había declinado algo la fiebre que consumía a la joven pescadora, entrando ésta en un período de reposo. El doctor de Selis se presentó al oscurecer, y previo un examen prolijo   —347→   de la dolencia, prescribió el tratamiento enérgico que debía detener con eficacia sus estragos en caso de una recaída grave. Cantarela hallábase en una especie de sopor, caídos los párpados, marchitos y ardiendo los labios, como las sienes. Su lindo rostro, de hermosa criolla, mostraba hundidas las mejillas y surcados los ojos por curvas de un azul oscuro; de su boca seca y entreabierta salía una respiración corta y agitada, y de vez en cuando alguna palabra vaga y sin sentido, entre alientos de fuego.

No obstante, a cierta hora abrió los ojos, sintiendo un grande alivio; y encontrose con Areba, de pie y silenciosa junto al lecho, que la miraba con un aire noble y compasivo, puesta la mano en la cabecera, cual si en rigor abrigase un interés profundo por su suerte infeliz.

Esta aparición inesperada, conmovió a la enferma, que al principio dudó de su realidad.

Estaba lejos de saber que actos personales semejantes eran propios del carácter original y extraño de aquella dama austera, a cuyas larguezas debió su padre el sustento, y a quien había visto en otro tiempo deslizarse en su hogar pobre como una sombra bendita para esparcir en él, con ánimo piadoso, gérmenes de paz y de ventura. Ahora, aquel ángel tutelar de sus días de inocencia, perdonando tal vez lo que todos condenaban inflexibles, venía en sus noches de expiación y de duelo a derramar en las anchas heridas   —348→   esencia pura de amor y de piedad. ¡Cuán grata aparición, blanca y serena, en la hora tristísima del anonadamiento! Allí estaba, de pie a su lado, joven, bella, opulenta, altiva, digna representante de las altas clases, en una actitud de extrema bondad y filantropía, la misma mujer que tendiera a sus padres la mano llena de beneficios, velando siempre desde lejos por la oscura existencia de los humildes. ¡Había que convencerse! No se encontraba ella todavía sola en el mundo.

Así, clavó en Areba sus ojos brillantes, mirándola atentamente algunos segundos. Separándolos luego con languidez, murmuro muy quedo:

-¡Gracias!... ¡Qué feliz debe ser un ángel como usted!

Una sonrisa vagó por los labios de Areba.

-No hables -dijo dulcemente-, que eso no hace bien, y has de sufrir mucho.

-Ahora, no... Estoy débil, pero sin llamarada en la cabeza... ¡Qué buena es usted! Nunca me han hablado así... desde que mi madre murió.

Cantarela cerró los ojos, con un gesto amargo.

Areba guardó silencio.

Empezaba a oírse un canto cadencioso y lejano que parecía elevarse de la costa al ritmo de las ondas, entonado por voces robustas y sonoras, cuyas notas llegaban altas a intervalos en alas de la brisa, o se perdían a la distancia en débiles rumores como los de una serenata en la mar.

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La enferma dio un suspiro, y sacando su mano enflaquecida, hizo un movimiento de súplica, pidiendo a Areba se sentase.

Así que ésta accedió, Cantarela la impuso en frases breves, entrecortadas y confusas -deteniéndose a cada instante- de su historia de amor, y de los pesares cuyo rigor inexorable no bastaba a debilitar su pasión por Bafil. Después, pareció resignada. Areba concretose a aconsejarla el silencio y la quietud, luego de oírla con grave continente y deslizar algunas palabras de consuelo, en las que parecía ir oculta una intención firme y resuelta de no abandonarla a su mísero destino.

Poco después, se despidió, haciéndola promesa de verla de allí a algunos días, y de enterarse con frecuencia de su estado. Ella atendería a todo durante su enfermedad.

El señor Leoncio Perea disertaba, entretanto, sobre industrias extractivas en el cuarto de las redes, con dos mujeres viejas, muy versadas en materia de pesca.

Una de ellas aseguraba que nada era tan difícil como el coger un pez ya entrado en edad, que se hubiese llevado más de dos anzuelos y roto otras tantas la red de jorro. Cebado y con extremo amor a la vida libre, al llegar a viejo se le endurecen las agallas, de modo que pueden romper un quinto anzuelo, si de ellas llegara a prenderse por casualidad.

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Era un pez mañoso y escamado.

-¡Me vienen con indirectas! -pensó don Leoncio.

Asintió, con un grave movimiento de cabeza, ofreciendo un polvo a sus interlocutoras, y sorbiendo otra a su vez, ante una absoluta negativa; y luego dijo: que en su tiempo había suma dificultad en coger corvinas negras, en la misma Punta Brava, sin que antes los tales pescados, se diesen de golpes contra las toscas, hasta quedar la carne inservible. De este modo, nadie las apetecía, y la persecución había cesado por completo. Era bocado poco exquisito.

La aparición de Areba cortó este diálogo curioso. La joven cambió algunas frases con aquellas dos mujeres, que la hablaron llenas de respeto y admiración; y salió enseguida con Perea. Ya en la calle, detúvose un momento, antes de subir a su carruaje, y dijo, como obedeciendo a una preocupación que la había distraído:

-¡No cantan ya!

-Cierto, señorita -contestó don Leoncio-. Ha callado la gente de mar.

-¡Qué expresiva esa playera! -murmuró Areba.

Callaron en lo mejor. Entre esas voces había alguna hermosa y sentida, que parecía lamentarse.

-Así es -repuso Perea, que no había distinguido una mejor que otra-. ¡Una voz extraordinaria!

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-¿Qué timbre?

-Me pareció de bajo profundo.

Reprimiose la joven para no reír, y sin agregar palabra más, ocupó su asiento en el cupé, designando a su acompañante el del frente. Hasta el instante de partir el carruaje, estuvo ella con el oído atento a los rumores de la ribera.

Pero reinaba completo silencio.

Era que, enmedio de su coro sencillo, los pescadores habían sido sorprendidos por un incidente doloroso, momentos antes.

Gerardo, presa de un acceso terrible, había caído desde la peña que le sirviera de asiento, y revolcádose en los guijarros de la costa, cambiando por un alarido, la inflexión dulce y argentina de su voz, y sometiendo a ruda prueba la fuerza muscular de sus más robustos amigos.

¡Cuadro extraño a la claridad de la luna, entre las piedras y al borde de las aguas, el que formaban aquellos hombres en grupo rodando por el suelo, como un solo monstruo de muchos brazos y cabezas, que subían o bajaban en tumulto, siempre en compacto pelotón, entre gritos sordos y enérgicos, cual si disputasen la vida a dentelladas y contorsiones furibundas en la pendiente de un abismo!



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ArribaAbajo- XXVII -

Los recuerdos de Diego Lampo


Al otro día, por la mañana, la señorita de Linares encontrábase en su gabinete de labor, muellemente sentada en un diván, y entretenida en hacer pasar por entre sus finos dedos un rosario de marfil con cruz de oro. Muy temprano, como de costumbre, había oído misa en la catedral, en el fondo de una nave solitaria, en donde tenía su facistol y silla de reclinatorio, acolchada y de alto respaldo. También, siendo día de ciertas prácticas invariables de su culto, habíase confesado con el obispo, contrita y respetuosa. Pero no eran estas confidencias, que mueren sin eco bajo las anchas bóvedas, ni las absoluciones obispales las que podían absorber su espíritu en la hora de que hablamos: de lo que ocurriera ante el tribunal de la penitencia, en su confesión auricular, no hacia memoria. La vida, con sus hechos positivos, sus severas realidades y sus pasiones tumultuosas, se entraba en su mente envuelta en la luz de la mañana, para advertirla   —353→   que había pasado el minuto, estéril para otros, de pensar en lo extrahumano; y así, era cierto que no vagaban por sus labios los últimos ruegos de la oración en semitono cual última espiral del incensario ante una imagen, sino pensamientos mundanales llenos de acritud y tristeza que, al bullir en su cerebro, la hacían hablar en voz alta, como si ella tratara de buscar en el sentido de la frase la verdad de la intención. Lógico es creer que sus ideas del momento se vinculasen de una manera estrecha con otra especie de confesión, que ella debía oír en breve, de labios de Diego Lampo, el sujeto que había presenciado el episodio de la muerte de Pedro Delfor.

Con la cabeza inclinada hacia el hombro izquierdo, por habitud, el gesto grave, y su vestido negro bien ceñido al talle, de modo que luciesen sus correctas formas, Areba esperaba con alguna impaciencia a este personaje, a quien diera cita, en el interés de que disipara la menor duda posible acerca del acontecimiento luctuoso.

Pronto la anunciaron su presentación.

La joven dispuso que lo hicieran pasar al gabinete, sintiendo cierto íntimo goce, que se reflejó sin disimulo en su rostro de ángel herido.

Algo debemos decir aquí sobre este sujeto, aunque su personalidad sólo se exhiba para desempeñar un papel accesorio. Con todo, en nuestro concepto, no carece de interés.

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Diego Lampo era uno de esos tipos que despuntan de agudos y que su desvergüenza deben siempre la facilidad de medrar, en las mismas situaciones difíciles y angustiosas. Tenía la conciencia maleable y dúctil, como el metal fino. Los rasgos prominentes de esta persona extravagante, predisponían muy en su disfavor a primera vista, y la hacían antipática en extremo; rasgos de fealdad poco común, aumentada por una perpetua expresión maligna, y un ceño de insolencia osada.

Mediana estatura, movimientos de hombros continuos, que suplían la giba de Rigoletto, por razón de similitudes accesorias y complemento típico, ojos negrillos, llenos de malicia, nariz torcida, casi inverosímil, mordida en parte por la viruela, que había burilado en su semblante penínsulas y continentes; lóbulos aplanados, sobre los que caían algunos rulillos negros, a manera de racimillos de saúco; barba corta, labios recogidos, y esas arrugas extrañas que la intención cínica cincela en la carne a fuerza de imperar en el cerebro, y de traducirse en momos, morisquetas y visajes burlones; lo mismo que la piel de cabritilla, al perder por el uso su tersura, calca las uñas, nudos y puntas de huesos de las manos. Véase ahí de cuerpo entero a Diego Lampo. No se crea por esto, que era un personaje en extremo vulgar. No carecía de dotes. Con más suerte que el héroe de Le Sage, había recorrido y explorado todo género de profesiones, hasta   —355→   lograr adherirse a un excelente empleo. Simple oficinista muchas veces; concurrente asiduo a los despachos, otras, en busca de oportunidades; visitante de redactores y cronistas de diarios, como eco autorizado de opinión; amable órgano de elogios y adulaciones serviles, en las salas de gobierno; trompa de órdenes de los poderosos de circunstancias, fuesen o no, éstos, régulos o dictadores; mantenedor del chiste y de la broma bizarra en los festines oficiales o en las mesas revueltas de los calaveras; periodista declamador; miembro obligado de los clubs turbulentos; agente indispensable de policía secreta; comisionista de escritorio modesto y empolvado, con puerta a la calle; procurador de una honradez intachable, en su propio concepto; proveedor grave y sesudo en los momentos calamitosos, para explotar bien la veta de circunstancias; comodín de las antesalas, en donde sabía entretener a los dependientes de ministerios con historias sabrosas, para abrirse luego paso hasta el secretario del Estado o el gobernador, con todo desembarazo, como quien lleva el capital fijo en su aire y figura; todo esto había sido y había hecho Lampo, con más o menos fortuna antes de afirmarse en terreno sólido, de igual manera que un molusco largo tiempo soliviado por las corrientes, logra al fin adherir su dura membrana a la roca protectora.

Así, Diego Lampo había conseguido muchas veces beneficios y holganzas, por medio del chiste   —356→   y del gracejo, cotizándose sus ocurrencias a mejor precio que las del talento serio y pensador. «Hacer retozar la risa en todo el cuerpo, y dar azogue a los sentidos», era profesión harto lucrativa, para que él no la ejerciese en oportunidades, y se abriera el camino de las simpatías y de los favores.

En otros tiempos, según la historia, hacían lo mismo aquellas entidades de cabeza enorme y tronco de enano, de birrete y talabarte, borceguíes y guanteletes, ya obesos, ya sin vientre, espaldas de escuerzo, rostro cínico y osado, contrahechos y disformes: mezcla híbrida de risas y rabias, frutos del consorcio de la satiriasis y del tubérculo, henchidos de orgullo en la medida de su quinta sangre negra, que eran, sin embargo, como pensamientos alegres de los señores melancólicos; caricaturas del dolor que hacían el dolor pasable, puesto que así se exhibía en carne y hueso, no para llorar, sino para hacer reír; estériles momos lanzados a la lucha de la vida, cuyo peso soportaban no obstante en sus gibas repletas de humor negro, en tanto caían en desgracia y se anulaban las personalidades de hierro. Estos personajes se han ido transformando con las costumbres, y hasta perdiendo la corcova, por selección, pudiéndose apenas distinguirlos entre la muchedumbre. Pero, si ha cambiado la fisonomía, persiste la esencia, y por ahí vagan muchos, sin destino.

Nuestra entidad era uno de ellos.

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Con ingenio, y ciertas disposiciones naturales, él, como tantos de su especie, no tenía la culpa de los extravíos de la juventud. La educación que se le diera en un hogar lleno de preocupaciones, vanidades y ridiculeces, obligole, ya hombre, a darse una segunda educación que sólo conservó de la primera el hábito o prurito de reírse del honor ajeno, a fuerza de haber servido él mismo mucho tiempo, de blanco al sarcasmo y al ludibrio de los demás. Vengábase cuanto podía, sin esfuerzo y sin remordimiento. Le servían de armas ofensivas sus propias amarguras, y no le hacían mella los rudos golpes de la reprobación y del desprecio.

De esta manera, Diego Lampo se había constituido en personalidad aparente para una indignidad cualquiera, o acto indecoroso. Delatar le era tan fácil como encubrir lo ilícito, siempre que la recompensa alcanzara a la importancia de la denuncia, de la traición, del espionaje o de la intriga.

Tales tachas podían oponerse al testigo que venía a constatar la identidad del matador de Pedro Delfor: pero justo es advertir que en su declaración no adulteró ni el menor de los detalles, de los hechos ocurridos en una época ya remota.

Decirse puede que en menos tuvo el huevo que el fuero. Estuvo verídico, fiel y correcto.

Julieta Camandria, en caso análogo, habría llevado   —358→   el rigor de las fórmulas hasta preguntarle si le comprendían las generales de la ley.

Areba limitose a comparar los datos suministrados por el testigo con los de la señora de Nerva, hasta deducir una perfecta conformidad en las deposiciones y adquirir absoluta certidumbre de los hechos.

Una vez en su presencia, pidiole que refiriese nuevamente el lance, y le explicara la causa de encontrarse él en el establecimiento de campo de Nerva en ese día.

Diego Lampo, reconcentrándose en sí mismo, con aire grave, pensó que era llegado el momento de justificar ante todo su conducta de entonces; y en ese propósito, contestó con acento reposado y tranquilo, apoyando en la mano la barba:

-Razones de un orden privado, me indujeron desde el principio de aquella guerra a prescindir de un papel activo, aun cuando mis naturales ímpetus pugnasen con ese criterio, aconsejándome con vehemencia que ciñera el sable. De por medio había causal de fuerza; y era ésta la de una promesa solemne hecha a mi señora madre, ya finada, de no marchar nunca a combate oscuro y sin bandera, en que se matase por el solo prurito de violar el quinto mandamiento.

Aparte de ese deber filial, respetable, que yo no podía desoír sin pecar de cruel e indigno, concurrían otros motivos poderosos, que al rozar   —359→   mis firmes convicciones, las advertían de no incurrir en claudicación denigrante; los cuales motivos se fundaban en el sabio precepto de no quitar ni poner rey, y de estarse a la expectativa, cuando las simpatías no arrastran de por sí a las filas de uno u otro bando, para servir de blanco al cañón.

Tosió, aquí, Lampo; repantigose con aspecto muy serio; y sabiendo con quien hablaba, se aventuró una frase canónica:

-La causalidad expuesta, me absuelve a cautela, por lo menos.

Areba permaneció callada.

-Pero -prosiguió él- lo que ocurría en mi foro interno, importaba poco al beligerante que resumía el poder, y fui perseguido de un modo implacable para que prestase mis servicios en sus filas. Se buscaba una máquina, y no un partidario convencido. Consecuente, entonces, con mis resoluciones y principios inconmovibles, no pudiendo expatriarme, procuré refugio en la misma campaña sublevada, por aquello de que al peligro se le burla en casa, y sirviome de asilo seguro por muchos días el gran edificio de campo de la respetable señora Orfila de Nerva, grande alma, honra de su sexo, sin agravio a la presente, a quien la gratitud ha elevado altar en mi pecho.

Allí estaba esa dignísima dama, cuando se libró en las cercanías la batalla y se produjo   —360→   el episodio de mi referencia. La refriega fue muy dura, de casi todo el día, y dejó llenos de sangre los surcos. Desde el ventanillo alto de mi habitación, próximo a un balconcillo que correspondía a la de la señora propietaria, y desde donde se dominaba la misma extensión de campo, podían verse por encima del monte, el ribazo opuesto del arroyo y las sinuosidades del, terreno.

Alguna vez asomé la cabeza, atraído irresistiblemente por el belicoso son de los clarines; y en ese momento pasaban por el frente balas encadenadas con ruido de grilletes.

-¡Temeridad, hacer muecas al peligro! -observó la joven con sorna, fijos sus ojos en la extraña nariz del narrador.

-No tanto -repuso éste en el acto- pues los proyectiles rodaban ya por el suelo, con desgane, trabándose el uno al otro, como piernas de ebrio, o consortes que resisten y se arrepienten del vínculo indisoluble a media jornada de la capilla.

-¡Ah! -exclamó Areba, sin apartar la vista de la nariz torcida y hoyosa-; creí que pudiera usted haber sufrido allí algún desperfecto. Continúe usted.

-El caso es, que al caer la tarde de aquel día caluroso, como ya he tenido el honor de informar a usted, apareció de súbito sujetando el caballo transido, junto al paso del arroyo que estaba muy cerca, frente al edificio, un joven   —361→   oficial que venía al parecer del campo de batalla, con ánimo de vadearlo a priesa; y acaeció esto, en momentos que por la parte opuesta, montado en un tordillo negro de arranque y corvetas, de esos caballos que gustan de la pólvora y del rumor de las trompas como los dragones viejos, se dirigía al vado otro militar, con divisa contraria, bizarro y apuesto.

El uno era Raúl Henares; el otro Pedro Delfor...

-¿Qué aspecto físico y edad tendría entonces el primero? -preguntó la joven, interrumpiéndole con interés.

-Veinte años, más o menos; poca barba, de complexión recia, cabello negro, perfiles enérgicos, aire atrevido y mucho garbo. Traía espada y pistola al arzón.

Le reconocí al instante, pues habíamos sido compañeros de aulas, en estudios secundarios. Era el mismo Raúl Henares de la clase de latín, enamorado de Ovidio hasta saberlo de memoria, librejo que nunca pude pasar, refractario como yo era al idioma muerto, así como la Eneida, otro libritín intraducible para un estudiante de buen gusto, por lo que el presbítero Giralt, mi respetable profesor, solía lanzarme alguna frase mallorquina, que más bien quería significar mamacallos que otra cosa lisonjera.

-¿Y bien?

-Al lance iba ahora, precisamente, distinguida   —362→   señorita. Las reminiscencias agradables se me agolpan profusas, y me desvían del relato, lo mismo que los árboles cargados de frutas sabrosas cuando uno va por un camino carretero.

Sucedió, pues, que estando ya el joven en la pequeña barranca que daba acceso al vado, la señora de Nerva, temiendo un choque funesto, cuyas consecuencias podía presenciar como yo, desde el balcón en que se encontraba hacía momentos, hízole señas repetidas y dirigiole la palabra varias veces, llena de zozobra, para que volviese sobre sus pasos.

Aunque Henares se detuvo para mirar al balcón con extrañeza, no accedió al angustioso ruego de la anciana; y picando su caballería, se lanzó al paso sin recelo. El coronel Pedro Delfor entraba a su vez, por la parte opuesta, armado de lanza con que denunciaba a lo lejos su campo y filas mejor que una cimera. Tal vez el tumultuoso tropel de algunos regimientos que corrían dispersos de este lado del arroyo, precipitó a Henares a cruzarlo sin vacilar; el hecho es que, en mitad del paso, ni muy largo ni muy angosto, tuvo lugar el encuentro, resultando mortalmente herido el coronel Delfor.

-¿Fue leal la pelea?

Diego Lampo se acarició suavemente la nariz, y extendiendo luego la mano, dijo con acento seguro y cierta cómica entonación:

-Y sin preámbulos, señorita. Pedro Delfor   —363→   cargó sobre su adversario clavando espuelas, y logró hundirle su lanza en el brazo izquierdo; pero, para su desgracia, Henares no fue arrancado de la silla, y pudo este hacer fuego sobre él, poniéndole la bala en la frente de una manera artística y correcta por demás. El tordillo negro dio un balance, y arrancó hacia la casa, arrastrando cae un estribo a su jinete muerto, que sólo abandonó en una enramada donde se entrase ciego y despavorido, abatiendo todo cuanto encontró en su carrera. Raúl Henares desaparecía en tanto por la ribera opuesta a toda brida, hacia el campo de la pelea, desangrándose, sin duda, porque la moharra de Delfor, según yo vi, había entrádose en su carne sin consideración alguna.

-Luego ¿fue Delfor quien hirió el primero?

-Así es, si no me traiciona la memoria, que nunca la tuve mala, señorita; excepción hecha de su rebeldía en estudios de lenguas muertas y de ciencias exactas. Lo que en ella está en depósito, sólo sale a luz cuando conviene.

-Convendría por ahora -replicó Areba pensativa-, que todo lo hablado volviese a la oscuridad y al secreto, conforme a las estipulaciones propuestas y mutuamente aceptadas.

-A este respecto, seré de piedra.

-Por lo demás, mi administrador está encargado de entenderse con usted y de cumplir el pacto fielmente.

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-Quedo muy reconocido a sus bondades, que son ya proverbio para el común de las gentes; pues a la mano próvida y regia de tan nobilísima dama debe su consuelo todo un enjambre de menesterosos.

-A propósito -dijo Areba, sin atender a las palabras de Lampo-, desearía que usted consignase por escrito a lo relativo a este asunto de un modo claro y conciso, y lo pusiera en manos del señor Perea en breve tiempo.

-¡Perfectamente!

Y notando que la señorita de Linares no parecía dispuesta a prolongar más aquella entrevista, pidió con el mayor respeto permiso para retirarse, ofreciéndose en todo lo que pudieran ser estimables sus servicios en lo futuro.

Areba le despidió con un ligero movimiento de cabeza, desde el diván en que le había escuchado, observando sus frecuentes cambios de fisonomía e inflexiones de voz.

Cuando él hubo salido, después de una tercera reverencia, pensó la joven que aquélla debía ser la única vez quizás, que un ente semejante hubiese sido verídico.

Cayó luego en meditaciones serias.

Faltaría oír a él, se dijo al fin.

De todo se desprende que el lance fue fatal, inevitable, digno, sin sombras para los dos. Él   —365→   defendió su vida. Fue afortunado. La buena estrella de entonces sigue brillando con un esplen dor nuevo. Es querido. Mató al padre, sin saber de quién lo era, ignorando que de esa planta salió la flor de su amor que él acaricia ahora, pensando hacerla feliz, y ser a la vez dichoso. ¡Bella ventura! Destruido el tronco, se encuentra a la vuelta de los años con un vástago tierno y hermoso, una mujer delicada, dulce, capaz de comprenderlo y estimarlo; se miran, se hablan, se sonríen y se apasionan sin esfuerzo, inocentes del secreto que hubiese abierto antes entre ellos el abismo de una tumba, y que ahora puede al descubrirse poner a prueba las conciencias y retorcer el corazón. ¡Quién sabe! El drama va a su desenlace: esperemos.

Cuando Brenda, la deliciosa Brenda, llegue a saber de esta historia, ¿qué mirada para el amante soñado y querido, brotará de sus ojos tiernos y azules, hasta ahora ávidos y brillantes por el fuego de la pasión? ¿qué frase de sus labios, donde él ha posado los suyos en dulce deliquio tras una nota ardiente de amor intenso, sin ajarlos al encenderlos? ¿qué gemido de su alma blanca y pura, cuando levante el recuerdo excitado un fantasma en su conciencia, pálido y sangriento, que la ofrezca su sudario frío para aplacar el ardor del corazón?

No sé. Pero hay ciertos escrúpulos superiores, al criterio de una felicidad exclusivista, que están   —366→   en la sangre y vienen de herencia, y se imponen tiránicos en el realismo de la vida. Basta uno de esos escrúpulos para rozar las pasiones e instintos enérgicos que duermen en el fondo de toda naturaleza, e increparlos hasta el odio o la venganza en hora oportuna; que hay de sobra con un grano de cal viva para poner en ebullición, y enturbiar en su copa cristalina el agua pura y transparente. ¿Qué llegaría a pensar la huérfana?




ArribaAbajo- XXVIII -

El último régulo


En uno de los más hermosos días de Enero por la mañana, Brenda Delfor recorría el jardín separando con cuidadosa elección las mejores flores de sus múltiples plantas, que echaba en un canastillo de mimbres pendiente del brazo, casi lleno ya de variados y ricos ejemplares. Debía ocuparse ella misma de la confección de una guirnalda, destinada a Areba, con aquel esmero y arte delicado que su amiga había tenido motivo de admirar otras veces.

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Con sus trenzas recogidas negligentemente, y un sombrero de pajilla semicubierto de tul celeste, con las alas abatidas a los lados, y sujetas por una cinta, de modo que preservasen de los ardores del sol, la joven iba de uno a otro lado, afanosa y diligente, cortando tallos y aspirando aromas antes de arrojar sus víctimas al cesto. Creía justo gozar de las primicias, en compensación de sus afanes.

La señora de Nerva no había abandonado aún su dormitorio, cuyas ventanas se abrían al jardín.

Brenda, aprovechándose de aquellos instantes, que de otro modo habría consagrado a la anciana, ponía apuro en concluir la tarea. Para andar más rápida dejó el canastillo en el sendero que conducía a la gran puerta de la quinta; y preocupose de escoger rosas, entre las más bellas, y gajos de nardos dobles.

En esa agradable labor la sorprendió Zambique, lujosamente vestido, como ella nunca lo hubiera soñado.

El viejo liberto se exhibía bajo una transformación completa -pues era día de Reyes- y él, el monarca con mejores títulos y más amplias prerrogativas entre los de su raza.

Presentose erguido, merced a un corsé que daba tiesura y firmeza a su esqueleto; risueño y alegre, y como esperando de su reina una lisonja o una gracia inocente.

Al principio, la joven se asustó sin poderlo   —368→   evitar, ante la extraña figura que se ponía a su vista de una manera inesperada; pero, advirtiendo en el acto que aquélla no era una visión, exclamó, sin separar los ojos del antiguo esclavo e incorporándose de súbito en un arranque de júbilo:

-¡Zambique! ¡Estás deslumbrante!

Y la joven golpeaba sus manos, llena de entusiasmo y contento, corriendo hacia él, para mirarle más de cerca los galones y bordados, y ponerle en el ojal del frac como una traviesa aturdida, un gran clavel rojo, que arrancó al paso para obsequiarle.

El viejo liberto la dejó hacer inmóvil, con su sonrisa de máscara, balbuceando frases cariñosas que parecían gruñidos.

Después, sacó de entre las solapas una carta pequeña, como la mejor retribución a los halagos de su reina; y fue silencioso a depositarla encima de las flores del canastillo.

Brenda, que seguía con la mirada ansiosa sus movimientos, adivinó al instante la procedencia de aquel billete, y lanzose veloz al canastillo, cogió la carta y la ocultó en su seno, poniendo encima sus dos manos cual si temiese se perdiera; y quedándose quieta, blanca, trémula, azorada de tanta dicha:

-¿Quién te la dio? -preguntó respirando apenas.

-Selim.

  —369→  

-¡Ah!... ¿Y hoy es para ti día de jolgorio? -siguió la joven, procurando reprimir los violentos latidos de su pecho.

-Fiesta grande, niña. Iba a saludar y a pedir permiso al ama.

-Luego lo harás. ¡Qué gusto va a tener madre, Zambique! Pareces un brigadier arrogante y soberbio. Yo te doy licencia para que te ausentes hasta la hora que desees, que ella no te ha de reñir por eso, bien lo sabes. Yo quiero que goces mucho y me lo cuentes todo, luego al regreso, que vendrás aquí a recibir mis parabienes.

Con esta autorización, el honrado liberto salió ufano y satisfecho, saludando militarmente a su reina y haciendo sonar la vaina de su espada en las baldosas. Brenda le siguió mirando, hasta que desapareció, entre raptos de ingenua y graciosa alegría; sin notar que, durante la escena, se había abierto un postigo de la ventana de la señora de Nerva, y cerrádose sin ruido en ese momento. Alguien había estado observando desde allí.

En rigor, el fausto del viejo negro llegó hasta levantar rumores entre el resto de la servidumbre. Nunca había él desplegado tanta pompa. Vestía Zambique traje serio y de parada, compuesto de prendas de un general retirado que de ellas le había hecho en tiempos finados donación   —370→   graciosa, para su uso en día solemne como el de Reyes. El donatario procuró siempre conservarlas ilesas contra polillas y humedades; de manera que podía exhibirlas, sino intactas, con alguna decencia.

Llevaba entorchados en un frac militar de coronel mayor de paño oscuro, que había perdido mucho de su frisa en varios sitios, y no desprovisto de algunos remiendos en pequeñas ranuras; pero muy presentable todavía, mediante unas frotaciones con té y caña convenientemente hechas por debajo del alto cuello y costados. Relucíale la botonadura con escudos de relieve, sin abollones ni cardenillo. Las charreteras que adornaban los hombros no eran de lana o de estambre, sino de canelones gruesos y fornidos de gusanillo de oro en diez vueltas trenzado, sin desflecos ni manchas grises, merced al cuidado de su dueño que las limpiaba siempre con suma prolijidad. Podía observarse, a este respecto, que el cepillo delgado y la tiza en polvo habían convertido en espejos las lentejuelas y botones de todo el uniforme. En los dos extremos del cuello, forrado en su interior de paño rojo, se destacaban primorosos bordados y hojas de palma. Por encima del uniforme y del chaleco blanco de piqué con botoncillos de vivos reflejos, ceñía su talle de gran esqueleto una faja deslucida azul y blanca, y sobre ésta ajustaba un cinturón elástico a listas, del que pendía un espadín de   —371→   empuñadura de oropel y nácar con vaina de metal amarillo y dragona respetable.

Los pantalones blancos se habían echado a perder, y reemplazádolos Zambique con unas bombachas de paño color sangre, provistas de anchas franjas de oro, que se escondían con las piernas dentro de botas de grandes campanas, con borlillas, y espolines de bronce. En cuanto a la cubierta, él había preferido al sombrero de dos picos de plumas matizadas y escarapela, una gorra de torta un tanto levantada por delante, con galón de dos pulgadas, visera de charol y filete dorado. Cubrían sus manos guantes de hilo de bastante holgura. En vez de collarín severo, llevaba en el pescuezo un pañuelito de borra de seda; y aparte de las condecoraciones y cintillos del pecho -de origen desconocido-, lucía orgullosamente en el ojal del frac, como adorno indispensable, el clavel rojo de su reina en estrecha compañía con una ramita de albahaca.

Con este traje inusitado y estos atavíos fastuosos, el viejo liberto podía considerarse como un personaje tripartito: dragón de los pies a la cintura, mariscal de campo de la cintura al cuello, y de aquí para arriba, retinto comodoro.

Zambique creía correcto imitar en los movimientos y modales a los prototipos del género; y por ese motivo marchaba con aplomo y dignidad, majestuosamente, con ese aire de grandeza plebeya que descubre al instante su origen,   —372→   en el modo de afirmar las plantas, o en los afollos del frac en las corvas, o en la sandunga de las caderas, conforme al ritmo musical de los bailes de academia. Salíasele, andando, el zancajo para un lado y la rótula para otro. Su figura atraía la atención, y a su paso se aglomeraban los ociosos, diciéndose unos a otros, muy seriamente:

«¡Es el rey de Mozambique!»

El honrado negro, que esto oía, levantaba un poco más los hombros, balanceándose al compás de sus piernas, y sacudiendo el brazo derecho, de manera que el codo se moviese en ángulo con la regularidad de un péndulo. Parecía dirigirse a comandar en jefe una batalla.

En algunas se había encontrado, en calidad de soldado en el batallón de libertos de Zufriategui, durante las gloriosas guerras de la independencia, y de sargento segundo, a partir de la acción de Yucutujá. De ésta y otras, conservaba en su piel recuerdos indelebles; cinco cicatrices de bala y lanza, certificaban bien su foja de servicios. En el último combate a que asistiera, revistando en caballería de extramuros de Montevideo, un pequeño casco de metralla habíale alcanzado en la cabeza y derribádole sin sentido en un barranco. Fue entonces, según se verá después, que la intervención de Raúl salvó su vida.

Este héroe oscuro y olvidado, como tantos, bien podía darse una vez el placer, siquiera fuese   —373→   en día de Reyes, de vestir algunas horas un uniforme lujoso y dorado. Con ello a nadie ofendía, y simplemente podría recordar a los cronistas imparciales y concienzudos, que a pesar de haber él recibido cinco heridas graves, en épocas en que se cargaba el fusil a baqueta y se mordía el cartucho, y de ser pulcro y honesto como la misma probidad y el honor mismo, pues a pie firme las recibiera todas en línea, no había logrado pasar de sargento segundo, en sus recias y peligrosas campañas.

Ahora se veía con charretera en vez de gineta, por obra de circunstancias, y muy dispuesto a hacer honor al grado. Tomó a lo serio, su papel con el mismo derecho que otros en el mundo, por identidad de causas concurrentes; y se infló.

El hecho es que dentro de su uniforme, se sentía soberbio y se forjaba la ilusión de igualarse a un caudillo.

Acometíale en ese día algo muy semejante al delirio de las grandezas.

Fue iluminándose poco a poco; apareciéronsele más lúcidos los recuerdos, y excediose a sí mismo, en la fuerza del raciocinio. En su cerebro endurecido se reflejaron imágenes de hombres que fueron semidioses armados de lanzón o sable, tan espantables como fantasmas de fuego, que acaudillaron gentes y dispusieron de mil vidas impávidos y serenos, quemando todo a su contacto,   —574→   lo mismo que un árbol encendido hace arder y estallar todos los demás árboles del bosque. Comparábase con alguno de ellos y se creía con idéntico prestigio, pensando que la piel de los poderosos podía cambiar como en diversas serpientes de su país nativo; es decir, a la cáscara gruesa, pálida y deslucida de escamas duras, sucederse otra de brillantes colores y reflejos, que hiciera más señores e imponentes a los hombres de valor.

A pesar del encallecimiento de su masa encefálica, Zambique infería que este cambio debía haberse operado en él, como acaece en el injerto, el apareamiento o proximidad sensible, o en el cruzamiento para conservar un distintivo; fenómenos que al fin convierten al botón de rosa en mosqueta, la gallina batará en blanca, el conejo manchado en negro y el ratón libertino de apéndice, en tucutucu, que es rabón. Sus hábitos y tareas de criador le habían dado cierto sentido práctico acerca de la selección, ya fuere ésta natural o inconsciente.

En su fausto y posición del momento, hacía memoria de que nunca llevaron tales galas y arreos magníficos los soberbios de la campaña que él había visto en sus días de grandeza, sobre caballos briosos, negros como la noche y cola blanca, o blancos como el alba y cola negra, vestidos de humildes ropas y preseas, prefiriendo poner todo el lujo en el rendaje y   —375→   la montura con carona de cuero de tigre y boleadoras de marfil o plata, robustos y forzudos, de ceño siniestro, barba cerrada, abundosa melena, brazo de guayabo y puño gordo de dedos cortos, con pelos a veces y uñas de tocadores de guitarra, siempre adherido a la lanza; jinetes, bravos, mal avenidos, temerarios, indómitos, duros en la pelea franca y valiente hasta meterse los rejones en el alma, sin encomendarse antes a la Virgen siquiera por respeto o devoción.

Verdad que, prescindiendo del esplendor de los arreos e insignias, él no se andaba por montes y sierras sobre los lomos equinos como aquellos hombres descomunales, señores de espuela y banderola, en busca de temerosas aventuras. Pero ahí estaba el secreto. Llegar a la alta dignidad que investía aquél, y cambiar de forma a favor de las circunstancias, sin otro esfuerzo que el de decidirse a desempeñar el papel que le asignaban, y mostrarse imponente en su corte de carnaval.

Con este motivo, olvidose por algunas horas de las diferentes transiciones de su suerte: de esclavo a liberto, de liberto a soldado, de soldado a sargento, de sargento a jardinero y criador de plantas; que ante todo, era rey de pura estirpe e hijo de sus obras, y con él rezaba el principio de que «las virtudes adoban la sangre, y en más se ha de tener y estimar un humilde virtuoso, que un vicioso levantado».

  —376→  

Así, forzando en exceso su entendimiento, muy grave iba Zambique a ocupar su asiento en el carruaje detenido por los setos en la calle más próxima. Le esperaban allí otros reyes nubios y congos, si bien de menor categoría, que con él tenían que pasar a saludar los altos mandatarios en el palacio de gobierno. No le preocupaban tanto los asuntos de su reino, como la apostura y el aire que debía asumir cuando la tropa de servicio le rindiera los honores de ordenanza; y el estilo especial a emplearse en la conferencia con el primer magistrado de la nación. Éstos eran puntos capitales. Tenía que debatirlos con los suzeranos, y adoptar al efecto un temperamento definitivo.

Al pasar por delante de la casa-quinta de Henares, se detuvo.

Pensó que un deber de gratitud le imponía la obligación de saludarlo en primer término, y de ofrecerle sus servicios reales sin reserva. La oportunidad era excelente, para retribuir actos magnánimos; y resolvió aprovecharla.

Subió la escalinata con arrogancia y un gesto de protección, que puso asombro en el ánimo de Selim, parado en el vestíbulo. Zambique cogió el espadín por la mitad de la vaina, y dio una tos, sin dejar de mirar al doméstico, con aire majestuoso.

El cambujo incomodado abriose de piernas y echando atrás la cabeza, preguntó con gravedad:

-¿Qué se ofrece, mojiganga?

  —377→  

-Vengo a saludar a su merced el capitán -contestó Zambique, un poco picado.

-No está. Cuando vuelva le diré que estuvo su alteza... Deseos me dan de hacer andar la almohaza.

¡Véanle la facha!

Selim, cruzado de brazos, rompió a reír con estrépito, mostrando una dentadura de lobo de un esmalte extraordinario.

Zambique había dado un paso para retirarse; pero al sentir la pulla, se volvió con dignidad, diciendo en voz cavernosa y trémula de cólera:

-¡Cambujo bozal!

-¡Cállate negro!

Zambique diole la espalda sofocado, y fuese refunfuñando:

-Culpa de la laya de morena que se juntó con el gorrino, y lo parió...

Las majestades nubias, impacientes, se habían acercado entretanto con el carruaje para ahorrar camino a Zambique. Traían un regular cortejo de curiosos de las cercanías, y de los pilluelos que zumbaban en derredor del vehículo como un enjambre de moscardones. Este honor sólo se dispensaba siempre a los payasos de los circos, a los volatines llenos de escamas relucientes, y a los toreros de trajes vivos y deslumbrantes, cuando subían al coche que debía conducirlos a la plaza de lidia. En esta ocasión, la costumbre tropezaba con una novedad poco frecuente, y la incluía en   —378→   el programa de los atractivos que se gustan sin erogación pecuniaria. De manera que la voluntaria y bulliciosa cohorte se iba engrosando por momentos, a pesar del polvo de la vía y del ardoroso sol pendiente como un horno en su meridiano, cuyos rayos caían verticales sobre las cabezas amenazando su lluvia de fuego con ataques fulminantes y repentinas congestiones.

En realidad, las extrañas figuras y atavíos de los príncipes o reyezuelos negros, eran alicientes bastantes a justificar la afluencia del vecindario, aunque en parte acostumbrado a análogas escenas y parecidos cuadros en otro orden de espectáculos públicos, en plena calle o plaza. Uno de estos personajes, a falta de bicornio o de morrión con crin, o de bonete de pelo, llevaba sombrero alto de felpa con una piocha, y un uniforme de teniente coronel de caballería; otro, algo más correcto, tenía hundido hasta las orejas uno de dos picos, con presilla dorada y pluma blanca, pantalón del mismo color con franja y sable muy curvo a la cintura, ceñido sobre faja granate. Dos iban de diplomáticos con el mismo aire de los que sirven de ministros a todos los gobiernos, vestidos de negro con distintivo en los ojales, corbatas y guantes blancos, bien compuestos y espigados, no sin cierta gentileza de prosapia.

El protomonarca era Zambique, por la edad y la estirpe, y el mismo arreo militar. Tan alto cargo le venía de herencia, no por elección.

  —379→  

Bien distribuidos los asientos del carruaje, partió éste hacia la ciudad, con destino a palacio. Desde ese momento, hasta las cinco de la tarde, Zambique fue el objeto de obsequios y demostraciones especiales en todos los barrios, donde se celebraba la fiesta del día con regocijo y estrépito.

Las marimbas resonaban por doquiera en esos barrios, en los determinados sitios de reuniones, atrayendo numerosa concurrencia de color; y pocas veces estas ceremonias extravagantes, que van desapareciendo por completo, revistieron un carácter tan singular, el sello originalísimo, la pompa abigarrada, el entusiasmo delirante de las fiestas presididas por Zambique. Él pasó sus buenas horas entre aquella atmósfera de humo y fiebre, acompañando con palmoteos los instrumentos de música y la algazara del baile, que se hacía en ruedas y en cuclillas, al son de cánticos desacordes y plañideros, enmedio de inhalaciones extrañas y polvo sutil que formaba bajo los techos deprimidos densos torbellinos o espirales dantescos; se permitió dirigir ocurrencias galantes a las mujeres vestidas de borra de seda y adornadas con flores en la cabeza y pecho, de colores vivos, que ellas lucían airosas y ufanas, como las plantas del tabaco sus pintorescos ramilletes rosados entre acres perfumes; recorrió en ciertos lugares de los suburbios regular número de habitaciones estrechas, pero   —380→   bien arregladas, cuyas paredes grises se veían cubiertas de grabados grotescos, crucifijos de madera e imágenes en repisas con luminarias de colores y jarrones de barro llenos de siemprevivas y claveles, y en donde se exhibía el niño Jesús en cuna de mimbres provista de ajuar de algodón, entre luces y flores caprichosas; posó sus dedos en las mejores marímbulas, sin hallar ninguna tan templada y sonora como la suya, haciendo oír sus aires africanos con admirable eco de rugidos en lo hondo de una caverna; tomó parte en las danzas principales lleno de un ardor juvenil, y libó para su mala suerte, diversas copas de licor en otras tantas estaciones de su marcha triunfal, pecando de intemperancia.

El cerebro del monarca, que sentía ya los efectos de una fuerte insolación, fue entonces presa de la fiebre. Sus acompañantes notaron, al caer la tarde, que las verrugas de Zambique aumentaban de volumen; y esto era en él un signo grave. Resolvieron en consejo volverlo a su choza; y así lo realizaron, después de las cinco.

Zambique, sin embargo, creyose con fuerzas suficientes al llegar, para cumplir con el ama, como él llamaba por antigua costumbre a la señora de Nerva.

Él no debía recogerse a su choza, sin saludarla, aunque se sintiera enfermo.

Despidió, pues, a sus compañeros a la entrada de la casa-quinta, muy reconocido a sus bondades,   —381→   y dirigiose al patio, con la mayor firmeza posible en el andar, la gorra en una mano, y apoyado con la otra en el espadín, para mantener el equilibrio que iba perdiendo por momentos.

La señora de Nerva se encontraba en su silla de preferencia, en la galería. En su noble semblante se reflejaba alguna pena, que no provenía tal vez de su afección cardíaca, y sí, más bien, de la preocupación moral que la dominaba cruelmente. La escena ocurrida por la mañana entre Brenda y Zambique, y especialmente el detalle de la carta, cuyo origen no podía serle desconocido, mantenía en agitación su espíritu. Ella había presenciado todo desde su dormitorio, de una manera casual, al abrir uno de los postigos de la ventana y sorprendidos de una manera agradable a la vista de Zambique con aquel raro traje; impresión que se desvaneció muy luego, cuando le vio una carta en la mano, que pasó al canastillo, y de éste al seno de Brenda. Las prevenciones de Areba la asaltaron entonces.

Zambique, pues, había escogido mal momento para ofrecer sus respetos. Su señora le reservaba un trance amargo, que debía ser el último para él.

Apenas ella le vio, sumiso y humilde con todas sus galas pomposas, y disponiéndose a balbucear algunas de las frases favoritas que guardaba para los instantes en que quería arrancar una sonrisa de cariño, extendió el brazo con imperio, señalándole la puerta que daba al campo.

  —382→  

-¡Vete de aquí! -prorrumpió colérica.

Zambique hizo un ademán de asombro, dando vuelta a su gorra con inquietud febril. En vano trató de hablar. Su lengua no obedeció. Hincháronsele aún más las verrugas de la frente, y todos sus miembros se agitaron con fuerte temblor. ¡Era la primera vez que el ama le hablaba así!

La señora de Nerva se indignó de verle todavía en su presencia; aumentándose su irritación por grados, irguiose casi en el asiento sofocada sin servirse de sus brazos, y en un arranque de enojo le arrojó al rostro su pañuelo hecho un ovillo, exclamando:

-¿Qué esperas ahí, estafermo?

Algo percibió Brenda, de su gabinete, y salió afligida, acercándose a la anciana con los ojos muy abiertos, preguntando:

-¿Qué le has dicho a Zambique, madre?

  —383→  

-Nada de particular, hija mía... Este negro viejo se está echando a perder.

-¡Ay! yo algo oí, madre. ¡Si supieras cuánto él te adora! Por ti diera el pobre dos vidas.

-Siempre fue bueno y fiel -dijo la anciana conmovida-. No te disgustes por esto, mi corazón. Ve tú misma y consuélale.

La joven echó los brazos a su cuello, con ternura, y la besó en la frente.

Corrió enseguida a la quinta, en donde se detuvo para mirar en todas direcciones.

Zambique iba lejos, cerca del estanque, moviendo los brazos, cual si quisiera en sus rápidos voleos asirse del aire a falta de firmeza en las piernas.

Sembraba el camino con sus prendas: había dejado los guantes de hilo sobre las yerbas de un flanco, el espadín con sus tiros cerca del eucalipto, la gorra de torta suspendida en un barrote de hierro de la verja que circuía el estanque, en donde se había apoyado sin duda para tomar aliento, y más allá un ramo pequeño de rosas y resedá que traía para Brenda como un recuerdo de sus triunfos.

La joven echó a andar en pos de él, llorosa, inclinándose a recoger esos objetos, y clamando a veces en tono de enfado unido a dulce afecto:

-¡Zambique! ¡Zambique!... ¡Espérame!

Pero el liberto seguía su marcha difícil, sin volver el rostro, no oyendo quizás aquella voz   —384→   tan querida. Un extremo de la faja de seda, que se le iba desciñendo, le colgaba por encima de los faldones arrastrando en el suelo su borlón dorado.

La joven al mirarlo tuvo un presentimiento amargo y aceleró sus pasos, murmurando llena de pena:

-¡Pobre Zambique!... Buen amigo mío; yo no quiero que te mueras... Acaso he sido la causante de tu mal momento y debo consolarte. ¡Espérame!

Así diciendo, Brenda reunía en una mano a modo de panoplia, arma y atavíos, y con la otra enjugaba sus ojos cuajados de llanto.

Zambique llegó a la choza arrastrando los pies, sin fuerzas, con las sienes ardiendo y el cerebro torturado por una congestión terrible. Cuando se echó en la banqueta circular, apenas pudo reclinarse en el madero; y quedose con los brazos tendidos, casi sofocado por el corsé que oprimía su tronco, y con un dolor en el cráneo agudo e implacable. Martirizábalo la luz, tenía el rostro y los ojos inyectados de sangre, la boca seca, entrecortada la respiración; escalofríos frecuentes recorrían sus extremidades. El pobre monarca nadaba en el abismo del vértigo.

Todo anunciaba en él una pronta terminación. Despeñábase de la cumbre de su grandeza sin que nadie presenciase su agonía, a semejanza de la piedra que se derrumba de lo alto de un cerro, para perderse en lo sombrío del valle solitario.

  —385→  

¿Nadie? No.

Una figura de ángel surgió de pronto en el umbral; forma encantadora y bella que no era engendro de su delirio, y hacia él se avanzaba blanca y vagarosa, entre esplendores que no le ofendían como la luz del sol.

Cerró los ojos; algo parecido a una sonrisa dilató sus gruesos labios, y balbuceó apenas, en instantes en que un grito de angustia hería el aire:

-¡La reina!

Brenda retrocedió paso a paso, con la vista fija y desolada, dejando caer los diversos objetos que traía en la mano; atravesó la plazuela, traspuso de súbito con pasmosa rapidez la distancia hasta el estanque, en donde ella había visto al pasar, dos peones de la quinta, hízoles señas de que viniesen, y les señaló la choza, trémula, muda, vencida por la congoja y ahogada por las lágrimas.

Ella nunca pensó que los seres que amaba pudiesen morir.

Los dos peones se lanzaron veloces hacia la choza, presintiendo un suceso grave.

También ellos querían a aquel pobre Zambique, tan inofensivo y humilde, objeto de sus burlas amistosas, siempre que se cruzaba al paso con su sombrero alto de felpa y su levita sin faldones, callado, respetuoso, mísero, huraño, desabrido para otros que su reina, empuñando la azada o la regadera; o cuando hacía oír su marimba   —386→   en las horas más ardientes del estío en concierto con las cigarras importunas, los insectos zumbadores y las alegres golondrinas que formaban con sus nidos bajo el alero en redor de la choza estrecho círculo de inocencias y de amores palpitantes.

Cuando llegaron, el cuadro les impuso con su solemne colorido. Reinaba en la choza un silencio de muerte.

Zambique estaba en el suelo, sobre un costado, las manos juntas, sin brillo los ojos, los labios blanquecinos, contraídos los miembros, en una inmovilidad absoluta -dentro de un gran marco de luz que arrancaba destellos a su uniforme y difundía en su semblante lívido, ya menos negro, intensa claridad-. El pobre rey de un día era cadáver.




ArribaAbajo - XXIX -

Sospecha


Hasta muchos días después de este suceso, no pudo Brenda resignarse ante el vacío que dejara Zambique en su vida retraída y solitaria. El pobre liberto había sabido granjearse buena   —387→   porción de su cariño, y llegado a constituir para ella un confidente y un guardián mudo, dócil, y discreto de sus amores.

Entristecíala en esos días, la profunda inquietud de los lugares apartados, donde en otras horas resonase con estruendo el instrumento musical de Zambique; y no se atrevía a llegar a la choza abandonada y fría, que se levantaba como una vivienda africana en el confín de aquel oasis, única en su estructura e inhabitable en lo venidero. Pareciole un panteón cerrado para siempre, que nadie debía violar.

La señora de Nerva sintió también, sinceramente, el triste suceso; y dispuso que el cuerpo de su antiguo servidor fuese conducido al cementerio del Buceo, y depositado en un sencillo sepulcro de piedra, construido con ese objeto en el pequeño sitio de su propiedad.

La señorita de Linares, que había excitado los celos de la anciana contra el infeliz Galeoto, como ella le llamaba, condoliose del hecho; sin dejar de pensar que esta primera víctima del drama -la más inocente, sin haber dejado de ser por eso peligrosa-, había desaparecido en hora oportuna de la escena. Ya Brenda no iría a la choza ni al seto de los agaves, en los crepúsculos, pues que le faltaba su fiel custodia negra; y se contentaría con mirar desde lejos la zona intermedia de la quinta a las playas, sin ánimo para aventurarse en los bosquecillos.

  —388→  

Una tarde, sin embargo, la sorprendió en el seto donde cayera la perdiz moribunda, de pie y apoyada en el banco de piedra, fijos los ojos en la extensión de mar, que de allí se percibía azul y serena. Seguía acaso con su mirada el derrotero de algún buque a vapor que salía de balizas, perdiéndose poco a poco detrás del horizonte; o con ansiedad suspirante, la de otro que se dirigía al puerto, remontando veloz la inmensa curva lejana y tendiendo sobre su estela en el espacio transparente, una ancha faja de humo color de plomo. Pero, las más veces eran barcos de pescadores que surcaban a todos rumbos, infladas las velas; quizás el de Gerardo, que recogía la red tendida hacia la costa del levante, para volver al ancladero y plegar el paño en la hora de la puesta, inquieto y caprichoso en la virada cuanto debía de estar de nerviosa y febril la mano del pobre timonel.

-Piensa en Raúl y aguarda su pronto regreso -se decía Areba, al observarla en aquella actitud contemplativa.

Mucho de cierto tenía esta sospecha. Henares prometía a Brenda, en la carta de que fuera portador Zambique, y que ella había leído multitud de veces, encontrándola en cada una nuevos encantos y emociones, una rápida vuelta de aquella hermosa tierra del Brasil llena de prodigiosos paisajes que subyugaban sus sentidos, sólo para aumentar las ansiedades de su espíritu y los impacientes   —389→   impulsos de volverla a ver. Añadía que esto no podía demorar; y a más, la agradable noticia de que se presentaría inmediatamente de su llegada en la casa-quinta de la señora de Nerva, aprovechándose de la circunstancia feliz de ser conductor de cartas para ella de dos hermanas políticas, residentes en Porto Alegre, donde las conociera en una de sus excursiones. Creía él que su lectura sería muy grata a la anciana viuda, por referirse a recuerdos que se ligaban a la vida de su esposo. La carta concluía con algunas de esas expansiones ardientes y apasionadas, propias de los que aman, que significan lo mismo en todas las lenguas, y que aun habladas y escritas en todos los idiomas, siempre tienen la elocuencia vehemente del cariño y la originalidad especial de quien lo siente y sabe hacerlo acrecentar en otra alma a través de la distancia y del tiempo.

De ahí que Brenda contemplase la mar lejana con más interés que nunca, forjándose ilusiones a la vista de cada nave que aparecía de repente y cruzaba la zona, para ocultarse al momento tras el verde marco que formaban las arboledas de las quintas como en los cuadros diorámicos; y enardeciendo su imaginación con la sola idea del deleite que el regreso de Raúl le reservaba.

Nada más bello que el ensueño que la fantasía de la mujer dora en sus días de espera, y que al anticiparle el goce de las fruiciones de   —390→   la existencia real, depura el placer, le exorna con detalles preciosos y lo aleja de sus fuentes naturales, hasta transformarlo por completo y reducirlo a dulce y engañoso halago de una vida superior a la positiva y verdadera.

Estos mirajes se disiparon a la aproximación de la señorita de Linares. Brenda abandonó sus paisajes celestes, súbitamente impresionada por una ráfaga fría, de esas que a cada hora llaman a la realidad y recuerdan que la existencia es lucha severa en que triunfan siempre las pasiones mejor dirigidas. Púsose sobre sí.

Venía Areba un poco agitada y seria.

En su conversación estuvo llena de reticencias. Había estado hablando con la señora de Nerva desde media hora antes, sobre paseos, fiestas y bailes, con la intención de entretenerla, pues la había encontrado bastante marchita y ensimismada.

-Y a propósito -dijo- ¿hace mucho tiempo que estás aquí?

Brenda reveló inquietud.

-¿Por qué me lo preguntas, Areba?

-No te alarmes. Deseaba saber eso porque he creído observar en tu protectora nuevos síntomas de la dolencia que parecía extinguida, y sería prudente precaver que se acentúen.

-¡Ay, y yo que la dejé tan bien! -exclamó Brenda afligida-. ¡Corramos allá! ¿Crees que pueda ser eso grave?

  —391→  

-No diría tanto. Sin embargo, no ignoras cuánto ha sufrido de su enfermedad al corazón, que parece ser la que se renueva. Conversando conmigo se quejó varias veces, y me manifestó su temor de ataques más violentos que los anteriores. Bien pudiera juzgarse ésta como una presunción infundada; con todo, a su edad provecta cualquier novedad debe infundir recelo y cuidado.

Manifestose Brenda muy pesarosa.

Sin decir palabra, cogió el brazo de su amiga, y juntas, encamináronse rápidamente a la casa. En un instante recorrieron el sendero central.

Cuando las jóvenes entraron, la señora de Nerva, que aún permanecía en el corredor, acababa de ponerse de pie con intención de pasar a su dormitorio. Se sentía en realidad desazonada, y con alguna fatiga.

Brenda corrió a su lado, prodigándola suaves caricias y ofreciéndola su apoyo. La anciana la miró con ternura, diciendo:

-Estoy un poco indispuesta, otra vez... Pero no te aflijas por eso, hija mía, que no ha de tener importancia.

-Así me dice Areba, madre -contestó la joven apenada-; pero yo quiero que te recojas hasta que el médico disponga. Este malestar que sientes me disgusta, aunque nada sea de grave. ¿Cómo quieres que no me aflija, si a los pocos minutos de dejarte buena y tranquila, te encuentro   —392→   demudada y con fiebre? Vas al lecho ¿verdad?... ¡Yo te lo ruego!

Era tan dulce y persuasivo el acento de Brenda, que la anciana no opuso objeción alguna.

Una vez en su lecho, parecieron disiparse los amagos de recaída a las solícitas atenciones prodigadas; y un sueño oportuno y reparador se sucedió a las perturbaciones del momento.

Esto llevó calma y alegría al ánimo de Brenda, que estaba en extremo desasosegada y nerviosa. Para no interrumpir el reposo de la enferma, llevó a su amiga a la habitación contigua, en donde podían hablar a media voz, sin recelo, invitándola a sentarse a su lado en un diván, puesto al frente de la ojiva que se abría al jardín.

Suspiró allí, como aliviándose de un peso mortificante; y dijo, enmedio de ese goce fugitivo que invade al espíritu al desvanecerse una zozobra y devuelve su luz a los ojos y su calor a la sangre:

-¡Qué dicha! Se ha dormido de un modo apacible, respirando sin esfuerzo. Bien decías que no había por qué alarmarse tanto.

Areba contestó con un movimiento de cabeza, volteando sin cesar suavemente el abanico.

Después de una corta pausa, en la que había estado meditando, fijó la mirada en su amiga, diciendo con tono reflexivo:

-Estos amagos se han seguido muy pronto a la última crisis, en la querida señora, y podría   —393→   suponerse que en ellos influían causas morales desconocidas.

¿No crees que algún afecto de ánimo contribuye al mal, precipitando su reaparición inesperada?

Brenda se estremeció.

Sin volver la vista y reprimiendo su emoción, repuso:

-Tal vez. Pero la aqueja desde mucho tiempo atrás, con la misma intensidad siempre. La muerte de Zambique la disgustó, y yo temí por su salud en los primeros días...

-Otras circunstancias quizás -insistió Areba-, sin ser eso, y que pudieran relacionarse contigo.

-¿Conmigo? -interrumpiola Brenda con vehemencia e inquietud pintada en el semblante.

-Yo no sé, pues que tú, nada me has dicho -repuso Areba acentuando sus palabras-. Sólo he aventurado una frase.

-¡Ah, no! -dijo Brenda, turbada y sobrecogida por una angustia indecible, al propio tiempo que lastimada en lo más vivo. Incurres en un grave error, si supones que alguno de mis actos pueda ocasionarla tan grande amargura.

-No he querido avanzar eso precisamente; aun cuando no se me oculte que tú eres la preocupación tenaz de la señora de Nerva, y que por lo mismo ella haya notado en tus sentimientos una tendencia contraria acaso a la felicidad que te desea.

Areba pronunció estas frases con alguna acritud.

  —394→  

La joven la miró con dignidad y esa expresión enérgica que el carácter más dulce sabe comunicar al rostro en momentos de excitación.

-¿Y bien? -preguntó con firmeza.

-Habría estado entonces yo en lo cierto, al inferir que de las preocupaciones sobre tu suerte emanaban sus tristezas profundas. Aunque no me lo hayas revelado, sé tanto como ella lo que pasa en tu corazón; sin otros antecedentes, bastarían para denunciarte, tus dulces emociones en el sitio en que cayó la perdiz moribunda. Estaba yo allí, ¿te acuerdas?

-Sí -dijo Brenda en el mismo tono firme y resuelto-, ¡allí estabas!

-De este amor, cuyas menores escenas pareces conocer, he impuesto a quien todo lo debo en mi orfandad, sin que de sus labios saliese un reproche que obligase mi gratitud a un sacrificio, o por lo menos, la pusiera en conflicto con la pasión que se ha adueñado de mí. A ti, nada dije, es verdad. Pero ¿crees que en mi afán no he deseado cien veces depositar en tu cariño todas mis alegrías y secretos, como un tesoro que sólo se entrega a quien bien se ama y estima? ¡De ese impulso espontáneo, sincero, me ha apartado sin embargo otras tantas, algún pensamiento, alguna sospecha amarga, cuyo origen no conozco, de no ser acogida con una indulgencia digna de mis expansiones! Que no me engañaba, acabas tú de indicármelo en tus frases,   —395→   en el tono de tus confidencias, en tu susceptibilidad herida, cuando yo menos debía esperarlo. ¿Es acaso un delito amar? Responda de ello mi corazón que sintió, antes que yo pensase. Si el objeto de esa pasión, que con ser grande no entibia otros afectos entrañables, fuese indigno de mi culto, ya habría recogido la dolorosa confidencia de labios de mi bienhechora; y, ¡cuán afligente me es recibir de los tuyos un reproche que ella no intentó lanzarme!

-¡No eres justa, Brenda! -profirió Areba en un arranque de cariñosa reconvención, que ella sabía fingir admirablemente-. Yo he estado lejos de afirmar lo que imaginas; mas a pesar de mis fervientes votos por tu dicha, no debo halagarte con frases banales, ni hacer ahora una defensa de mis sentimientos, que tan mal interpretas. Concretándome, pues, al hecho principal, ¿ignoras acaso que tu protectora te deseaba a de Selis por esposo, y que resiste a Raúl Henares?

El rostro de la huérfana se cubrió de una palidez, que dejó en transparencia sus venas azules al oír aquel nombre querido en boca de Areba.

-No me lo ha dicho -murmuró con los labios trémulos-, pero lo adivinaba, y siempre supuse que su resistencia desaparecería cuando él viniese. Así que le conozca, ella llegará a quererlo, porque es noble, abnegado y bueno.

-¡Quién sabe! -repuso Areba con un aire de despecho y de misterio-. Los motivos pueden ser poderosos.

  —396→  

Brenda la miró fijamente en las pupilas, levantando su bella cabeza airada, y preguntó llena de una emoción profunda:

-¿Crees que puede haberlos en contra de aquel que por ti expuso su vida, en un arranque de sublime desprendimiento?

Los ojos de Areba resplandecieron de pronto con un fulgor extraño, y agitósele el seno violentamente, como si aquellas palabras hubiesen ido a remover todas las pasiones encadenadas por la altivez y el orgullo en el fondo de su alma; contrajo la ironía su boca pronta a despedir a manera de dardo emponzoñado una frase cruel e irreparable, y moviose de arriba abajo su cabeza con un ceño duro y siniestro de leona encelada, que inspiró temor a Brenda. Pero, haciendo un esfuerzo sobre sí misma logró dominar con la voz de su gratitud y de su amor desdeñado, el escozor agudo de los celos que sugerían a su mente terribles sarcasmos; y limitose a responder con acento incisivo y penetrante:

-¡Sí! Razones dolorosas: ¡barrera insalvable, tal vez!

Al oír esto, Brenda se levantó llena de sorpresa, la mano puesta en la mejilla, la vista clavada en Areba excitada, confusa, cual si aquella frase hubiese suscitado en su cerebro cien ideas y recuerdos.

En ese instante, el doctor de Selis apareció en el umbral.



  —397→  

ArribaAbajo- XXX -

En las costas


Dirijamos ahora una mirada a la ribera.

Pasado un mes, desde el primer día de su enfermedad, Cantarela fue sintiéndose con fuerzas, acentuose la mejoría, volvieron a llenarse sus mejillas descarnadas, los colores hermosearon el rostro, y abandonó por fin el lecho para recuperar muy en breve todo el vigor de su juventud. En los primeros días de convalecencia no quiso salir del interior del pobre hogar, complaciéndose en recorrerlo a pasos lentos, callada y mustia, sin una lágrima ni una queja. La acción benéfica de Areba se había hecho sentir en él con frecuencia. Marcelo solía acompañarla, compasivo, en tributo a su antigua amistad con el viejo pescador; y ella compensaba esa conducta con humilde afecto y las únicas sonrisas que entreabrían sus labios. En la última visita, el doctor de Selis prescribió el ejercicio, indicando a la joven la conveniencia de cortas excursiones por el río o las pesqueras, siempre que saliesen   —398→   botes de la costa. Le eran necesarios aire puro e impresiones. Cantarela, sin embargo, no se había resuelto a ello. Inspirábale temor y tristeza la simple vista de la ribera y de las aguas, teatro de sus primeros años juveniles y amores desgraciados. Las rocas eran como recuerdos informes y sombríos, que renovaban en su cerebro débil, escenas que quisiera olvidar. Junto a ellas la habían vejado en otro tiempo, y mostrádole el puño las mujeres descalzas y remangadas de la orilla. Gerardo debía vagar también por allí mudo y fatídico, amarrando barcas y revisando las redes, o recorriendo el interior del casco de La Madrépora, de cuyo aseo él cuidaba con preferencia. Este pequeño y airoso barco que la joven veía algunas veces desde el ventanillo del cuarto de las redes, columpiándose al suave vaivén de la marea, recogida su vela de polacra en el mástil enhiesto, en forma de huso de hilandera, con una faja blanca sobre la línea de flotación, y un gallardete ahorquillado de lanilla azul con una letra inicial roja en el centro, acariciado en lo alto por el alisio, recordábale los días tranquilos de los derroteros atrevidos, cuando casi lamiendo con su borda la espuma bullidora, hinchado el velamen y crujiendo el aparejo, dócil la caña a la mano de Gerardo, partía veloz la golondrina de mar, dejando en su camino luminosa estela, adonde bajaban entre notas estridentes las aves de las costas.

  —399→  

La sombra de su padre se dibujaba entonces en la proa, viejo, activo e infatigable, tirando de los cabos y atendiendo a la vela, hasta perderse la visión en el sinuoso litoral del oriente.

Pero, nada la perturbaba tanto como el recuerdo de Zelmar, cuya conducta había herido profundamente su corazón y disipado todos sus míseros ensueños. Cantarela tenía también su fondo bravío, sus instintos ásperos y temibles de carácter hereditario, junto a aquellas pasiones vehementes de abnegación y de amor que la habían arrastrado a entregarse sin reservas. Ciertas ideas y planes siniestros la absorbían, por instantes. En otros, divagaba pensando si ella no sería injusta; y formábase el propósito de volver a la casita de la ribera, arrojar de allí a la odiosa Gertrudis, a quien ya no podría ver sin repugnancia, y esperar resignada el regreso de su querido, con cien caricias imaginables. Él volvería tal vez a amarla como antes, en presencia de los nuevos incentivos con que ella se reservaba reavivar sus deseos. Mas, pronto recaía en las dudas y desesperaciones crueles; en la idea constante y amarga de que Zelmar necesitaba de otras mujeres, de otros gustos, de otras satisfacciones que ella no podía proporcionarle en su humilde esfera. Cegábala entonces una cólera sorda, que estremecía sus carnes flácidas aún, y daba a sus ojos un reflejo color de sangre. Un pensamiento de venganza concentraba todo su ser, y el odio subía   —400→   hasta su boca para brotar entre frases saturadas de veneno.

En ciertas noches de estrellas, tibias y azules, dejaba el ventanillo con los ojos llenos de lágrimas, e iba a arrojarse del rostro en su lecho entre hondos quejidos, revolviéndose irascible con el furor de una pantera. Las que la escuchaban no se atrevían a acercarse, temiendo un acceso de demencia, por efecto de una renovación del mal y del delirio. Pero, a estos arrebatos violentos seguíase una calma profunda, y un sosiego semejante al marasmo. Cantarela se quedaba quieta y silenciosa, con el cabello desprendido y enredado, cuyas hebras se caían de la piel sin esfuerzo al arreglarlo, lacias y sin brillo. El sueño venía bien pronto a devolver sus fuerzas al organismo y el reposo necesario al espíritu abatido.

En una hermosa tarde apacible y sin celajes, Marcelo, el buen amigo de Carlo Roveda, adusto y tosco, pero leal y sincero, invitó a la joven a un paseo en su barca hasta el sitio en que se había tendido la red corvinera. Ella se rehusó al principio, excusándose con vaguedades y frases sin sentido. Marcelo, por primera vez, se mantuvo firme en insistir, invocando en su apoyo lo ordenado por el médico, y la necesidad de un completo restablecimiento; añadiendo que, en eso de hacerla gozar de los aires puros del agua salada, era en lo único que le reconocía tino al médico. Había estado muy sabio. Sobre el líquido   —401→   elemento se respiraba un vientecillo sin mezclas, que parecía venir del fondo, con olor a marisco, que daba contento al ánimo y fuerza a los pulmones.

Cantarela concluyó por ceder, sin expresar la menor alegría, de una manera voltaria e inconsciente.

En esa tarde, la ribera presentaba un aspecto muy risueño y pintoresco. Veíanse esparcidas a lo largo de la costa muchas mujeres de caras redondas y coloradas, con las polleras levantadas hasta las rodillas y las piernas desnudas, ocupadas unas en lavar ropas en las pequeñas cuencas de los peñascos, llenas de agua de lluvia; y otras en tender redajas en las mesetas de piedra y hacer inspección de corchos, relingas y plomadas, sirviéndose de los vértices de los ángulos agudos que formaban las rocas con sus erizadas excrecencias, para suspender los extremos y revisar las mallas. Regular número de criaturas descalzas y desgreñadas, con calzones sostenidos por tirantes y camisas en parte flotando al aire, alegres y bulliciosas, corrían en bandas por la orilla con los pies en el agua, ya escarbando la broza y reuniendo fragmentos de madera, ya persiguiendo a los cangrejos negros y rosados que abrían sus pinzas amenazadoras al buscar refugio en sus secretos asilos, ya a las medusas pesadas y torpes, que el agua arrastraba a la arena en mansas ondulaciones.

  —402→  

Los de mayor edad entre ellos, desprovistos de ropas, se arrojaban a la parte honda de cabeza, desde una peña algo sumergida, unos en pos de otros, formando un conjunto de pies en la superficie que se agitaban en círculo entre la espuma para desaparecer y resurgir por momentos, hasta que salían las cabezas sonrientes y sacudíanse las cabelleras, celebrándose con alegres risas las burlas y juegos entre dos aguas. No pocos se entretenían en escoger las más lindas y caprichosas conchas y piedrecillas, que tentaban con sus colores la vista a través del líquido transparente. Los menos, sentados con gravedad en las peñas entrantes, botaban barquitos de madera o cartón; y alguno, más paciente y reposado, se mantenía atento a su caña de pescar, fijo el ojillo ansioso y vivaz en el corcho, por si picaban las sardinas.

Al pasar Cantarela, acompañada de Marcelo, un grupo de mozas frescas y rollizas que cerca había, suspendió su faena, y todas se incorporaron poniéndose las manos sobre los ojos en forma de viseras, para evitar los resplandores del sol, agitadas y curiosas, mirando a la convaleciente de arriba abajo con aire de malicia, y cambiándose entre ellas irónicas frases. Más lejos, desde el fondo de una concavidad abierta en las peñas, no faltó alguna que profiriese un sarcasmo en voz hiriente, mostrando con el puño el brazo remangado. Uno de los pequeñuelos traviesos,   —403→   cesando de súbito en sus diversiones, exclamó con mucho asombro:

-¡Mira! ¡la Cantarela!

El resto de la cuadrilla quedose en suspenso, poniendo cada uno sus manos juntas detrás, en actitud de contemplación, como si se tratase de una cosa rara y extraordinaria.

Cantarela llegó hasta la barca con la vista baja, el paso lento, e insensible al parecer, a aquellas demostraciones de menosprecio. Sólo allí, a un metro de las aguas, experimentó un estremecimiento notable, y volviose hacia Marcelo, interrogándole con la mirada. Mostrábase indecisa, con un poco de fatiga, falta de ánimo y cavilosa.

El marinero la ayudó a subir, diciendo:

-Siéntate ahí, a popa, que es más cómodo. De aquí a cinco minutos estoy de vuelta.

Tras estas palabras, el pescador se dirigió rápidamente hacia la rampla, en busca de algunos útiles de pesca, recogiendo a su paso ligeros murmullos.

De entre unas rocas, a cuyo pie había estado sin duda sentado, saliole Gerardo al encuentro, y le detuvo. El aspecto del pescador parecía tranquilo y su voz revelaba perfecta calma.

-Te he visto pasar con Cantarela -dijo.

-¿Adónde la piensas llevar?

-Se ha resuelto a paseo, hasta las pesqueras de la Punta. Como necesita de aires la triste   —404→   me he avenido en embarcarla, con algún trabajo.

Gerardo pensó un momento, y repuso:

-Ocupa tú mi barca, y déjame la tuya.

-¿Con la carga?

-Sí. De otro modo no habría motivo. Deseo hablar un poco con ella, y tú debes complacerme.

Marcelo se acarició la barba cana, preocupado, diciendo luego:

-Tú habías prometido no ir hoy a las pesqueras, y todos estábamos en ello muy conformes, porque tu salud no anda bien hace días. ¿A qué exponerse, y en esta ocasión del diablo? ¡Maldita idea la que tuve!

-Fue buena, al contrario, y te la agradezco tanto como ella. Mi cuerpo está sano y fuerte; y si los aires de la mar vienen bien al débil, igual provecho han de hacerme a mí, caso de que algún daño leve tenga.

-Sí -replicó Marcelo, pasando la mano por debajo de la gorra, que echó un poco sobre la frente-. Pero el caso es que yo me he comprometido a acompañar a la hija del viejo Roveda...

-Te disculparé, y no ha de serla tan repugnante mi presencia.

-¡Oh! por eso, no digo... Mas, tu no puedes embarcarte, Gerardo; y después, es serio desplegar velas en la boca de la tormenta...

  —405→  

-No temas. Te esperaré en la pesquera, sin novedad. Y mira, ya es tiempo: veo que Carolo desata el cabo de su barca, allá junto a la canaleta.

Marcelo lo miró con aire de duda y desconfianza, rascándose la nuca; y moviendo la cabeza lleno de contrariedad siguió despacio su camino, murmurando palabras ininteligibles.

Gerardo, por su parte, fuese a pasos lentos también hacia la playa, sigiloso, ceñudo, huraño, cual si presintiera una mala acogida, o las congojas rudas de un encuentro a solas.

Deslizábase sin ruido sobre los guijarros, deteniéndose de vez en cuando, con los ojos clavados en el suelo, como a escuchar los latidos de su pecho y los gritos interiores de su alma conturbada.

Al pisar la playa, volvió a detenerse, ya cerca de la barca, sumergido en honda reflexión.

En aquella playa había nacido su esperanza de ventura, allí había muerto y estaba sepultada, como el áncora rota en que apoyaba su pie, hundida en la arena batida y cubierta sin cesar por las mareas. Al contemplar ese despojo pareció sentir una conmoción profunda, que dejó blanco su rostro, algo semejante a los extremos arrebatos de rabia terrible que concluía por asomar a sus labios en forma de espuma, como si en la rota áncora viese la fiel imagen de su corazón partido. Instintos encontrados trabáronse   —406→   en lucha sorda bajo su cráneo; una nube de sangre veló sus ojos; vaciló en avanzar, temiendo llevar su planta al borde de una sima insondable; pero, bien pronto, ahogando una especie de aullido, pasose la mano por la frente cubierta de sudor, aspiró con ansia el aire puro de la ribera, y poco a poco fue serenándose, hasta adquirir cierto dominio sobre sí mismo. ¡Cuán fatídicas eran aquellas llamaradas espantosas de sus pasiones!

De súbito, dirigiendo la mirada vaga y torva a la superficie de las aguas, para observar si las surcaban ya los botes, notó que estaban aún desiertas, y encaminose resueltamente a la barca de Marcelo.




ArribaAbajo- XXXI -

La red corvinera


El mar estaba tranquilo, terso, quieto como una costra de hielo; la barca inmóvil, con los remos caídos a las bandas; la atmósfera tibia. Allá en lo alto, entre sus ondas de luz, vagaban con las alas tendidas en círculos majestuosos   —407→   algunas grandes gaviotas de pico dorado, cuyas notas vibraban claras y sonoras en el espacio límpido y sereno.

Cantarela se había sentado en una banqueta, junto a popa, de espaldas a la playa, débil y abatida.

Con el índice en los labios y la vista en la línea del horizonte, dejó transcurrir largos minutos, sin darse cuenta de la demora de Marcelo.

Parecía absorta en la contemplación de aquellos dos espacios azules, que la línea ideal confundía como una alianza de profundidades y misterios, entre el abismo y el vacío; pero, en realidad, estaba ella mirándose en su interior, donde también coincidían por otra línea ideal las soledades de su alma, con lo incierto de su destino. Su organismo trabajado por la dolencia, y su cerebro combatido por tantas emociones, la hacían pensar sin consistencia, de una manera extraña y fantástica, cual si todavía las visiones de la fiebre cruzasen veloces de vez en cuando, así como cruzan las últimas rachas de una tormenta renovando en el ánimo del marino los horrores del conflicto.

¿Se habría olvidado de ella Zelmar? ¡Qué hermoso se le aparecía el seductor, enmedio de sus penas! Quizás, a su regreso se arrepintiera. Si no fuese así... ¡qué cosas horribles pasaban por su cabeza! Se sentía tentada del delito. Un ángel negro que había visto en sueños, la había   —408→   ofrecido una vez una redoma de cristal, con un licor rojo, y una espina afilada y aguda en forma de cuchillo.

De repente se estremeció todo su cuerpo.

La maroma se había desprendido del aro y entrádose un hombre en la barca, que apartose en el acto de la orilla, tras un empuje rudo y calculado.

Cantarela se puso lívida, y quedose inmóvil, sobrecogida por una sorpresa profunda.

Aquel hombre era Gerardo.

Estaba pálido, nervioso, la vista algo nublada y lánguida. Echose la gorra atrás, y empuñando los remos en silencio, azotó las aguas, imprimiendo a la barca un impulso poderoso.

La joven se levantó tambaleante, y alargó el brazo, mirando angustiada la ribera que se alejaba por momentos. Quiso balbucear un ruego y no pudo. Juntó las manos despacio, temblorosa, y alzó sus ojos al pescador con una expresión tan triste y suplicante, que éste dejó caer los remos un momento, y mirándola, más pálido aún, dijo con suavidad:

-Siéntate. Vamos a recoger la red corvinera no muy lejos, allí donde han de reunirse las otras barcas, y pronto daremos vuelta.

Cantarela se sentó más tranquila.

El pescador pasó por su frente un extremo del pañuelo que llevaba ceñido a su cuello robusto; y callado, rígido, volviendo la espalda a   —409→   la joven, dio expansión a un intenso sollozo, levantando el puño al cielo.

Cantarela volvió a temblar.

Gerardo oprimió con fuerza los remos, y la barca siguió deslizándose con pasmosa rapidez hacia el levante.

A intervalos, él se inclinaba a una de las bandas, disminuyendo el esfuerzo, como si se sintiera languidecer por grados. Después proseguía la maniobra con nuevo ahínco. Cantarela observaba el acompasado movimiento de los brazos y de las palas, sin desplegar los labios; la invadía una zozobra inmensa, y pensó que nunca había ella sospechado un tormento parecido. De pronto, ya muy apartados de la orilla, Gerardo volvió el rostro, cubierto siempre de una palidez extrema, y murmuró:

-Marcelo me pidió que lo disculpase. Tenía que guiar otra barca, que ha de juntársenos en breve. Me dijo dónde estabas, y allí vine... ¿Te ha disgustado esto?

-¡Oh, no!...

Una sonrisa esforzada se dibujó en los labios del pescador, que siguió bogando con brío alguna distancia.

No muy lejos de la costa, por la parte del este, y delante de la embarcación, veíanse ya cerca varios botes solitarios, de que partían los cabos que sujetaban la red.

Gerardo condujo la barca a un espacio intermedio y largó los remos.

  —410→  

Enjugose las sienes, y pasose por la boca el pañuelo, respirando con ansia las emanaciones salinas. Luego dijo:

-Yo quería acompañarte. Marcelo se oponía, porque no estaba yo hace días bien de salud; pero insistí... El verte y hablarte, con ser una amargura, se me hacía gustoso. Tú te pareces a un cuchillo que está en la herida hasta el mango, y que al salirse se lleva también el último aliento. Por eso te miro con placer y no quiero arrancarte de la entraña que has partido, y te acaricio, para que me dejes vivir un poco más.

-¡Por favor!

Gerardo fuese adelantando paso a paso, y se sentó junto a ella, sin responder. Su cabello lacio, largo y negro le caía sobre la frente y ojos, húmedo y enredado, velando la mirada torva y huraña. En su semblante todo, varonil y enérgico, se esparcía espesa sombra de horrible desaliento.

Hallole Cantarela desfigurado, melancólico, fatídico, no pudiendo menos de experimentar fuertes sensaciones de inquietud y congoja.

Por doquiera la extensión desierta, la soledad, el silencio, sólo interrumpido a ocasiones por el leve ruido de los alegres saltos de los pececillos en torno de la barca: ningún indicio se ofrecía que anunciara aun, a la distancia, la venida de los otros pescadores.

Dirigiose entonces, con la vista desolada, hacia   —411→   la costa, que se perdía en curvas a lo largo del lontananza con sus orlas de arenas y peñascos; alcanzando a distinguir sobre la loma verde que se destacaba detrás, uno que otro jinete lanzado al galope, cuya figura concluía por desaparecer en las laderas de las cuchillas, al son quizás de algún aire alegre de la tierra. La luz del sol, viva y deslumbrante doraba los trechos de playa circundados de granitos, quebrándose en el manto de intensa blancura que en los médanos formaba con su plumaje, una legión de gaviotas. Sobre una res muerta en la barranca se abatían los gavilanes en grupos, disputándose los sitios de preferencia en el festín, entre lúgubres chillidos.

¡Ninguna esperanza por allí!

Al frente, en la línea del horizonte, distinguíanse puntos oscuros a flor de agua, que desfilaban en batalla mar adentro, que eran manadas de delfines escoltados por algún albatros vagabundo; y muy cerca, a pocos metros de la barca, se veía cierto hervor extraño y continuo que ampollaba la superficie, como si debajo se deslizaran fugaces chocándose en tumulto, multitud de peces, de los que más de uno surgía del elemento, brillando con lúcidos destellos en el aire para sumergirse de nuevo en rápido chapuz.

Por un instante, creyó Cantarela que Gerardo observaba con interés los progresos de aquel desorden submarino; pero, notó bien luego que no   —412→   era el enjambre turbulento con su rica variedad de especies, lo que embargaba su ánimo.

El pescador la había mirado con fijeza obstinada por entre el pelo revuelto semejante a un jirón de luto; y ella había sentido el rigor acerbo de aquel duelo, al recordar su propia desventura.

¿Por qué creer que su pena era mayor?

Gerardo sacudió la cabeza, cual si quisiera imponerse al amago de un vértigo y dijo al fin, con acento de amargura:

-Sabes cuánto te quise... El pobre timonel soñaba siempre contigo aun bajo la niebla de la borrasca y el rebramido del trueno; linda estrella que alumbrabas la misma noche oscura y el derrotero del barco, allá en el agua profunda del cabo, jugando en ella como una platija... ¡Mira que yo era crédulo y bruto!

Se acercó más a la joven, sacando el busto fuera de la borda, y poniendo su mano curtida, trémula en ese instante, sobre las rodillas de Cantarela. Ella puso las suyas en su brazo, separándosela con un movimiento brusco y enérgico.

La mano cayó pesada a un flanco, y un relámpago de ira brilló en el semblante del pescador.

-Este aire del mar te hará bien -añadió reprimiéndose.

Te siento estremecer... No tengas miedo. En la tormenta que está en mi cabeza, no hay ningún rayo para ti; que todos ellos me han de partir el alma sin dañarte.

  —413→  

Y la miró febril y sombrío. Sus palabras eran lentas y fatigadas; su expresión estúpida y salvaje.

-Ganas tengo de darte un beso...

De tus ojos sale una luz parecida a la que viene a veces de lo hondo del agua. ¿Por qué los bajas?...

¡Si tú supieras cómo algo se me ha roto dentro, y quiere saltar por los míos, como los peces de esa red!... que nunca he sentido esta ansia de llorar sin poderlo, cayéndose el llanto en las entrañas cual espíritu fuerte que se enciende y me quema el corazón

-¡Gerardo, por piedad! -prorrumpió Cantarela con voz ahogada.

No obtuvo ya respuesta. La diestra del pescador se alzó lentamente, abierta y sudorosa, para volver a caer con el peso del plomo sobre la falda de la joven.

Ella miró aquella mano con terror.

El rostro de Gerardo fue poco a poco demudándose. De improviso, tras una violenta sacudida, sus párpados se cerraron, y la cabeza cayó sobre el pecho, vencida al parecer por un dolor agudo. Sucediose un temblor, y luego una especie de letargo.

Enmedio de profundos sobresaltos y fúnebres presentimientos, Cantarela tocó su mano. Estaba fría.

Volvió entonces a llamarle con un grito de angustia; Gerardo continuó mudo e inerte.

  —414→  

-¡Qué horror! -exclamó a voz herida-. ¡Y nadie viene!

Nada en efecto, había cambiado en el solitario panorama; el resplandor del sol se dilataba en la superficie en inmensa llamarada, y en la altura se cernían los audaces cormoranes repitiendo sus monótonas quejas como una música funeral. La vista casi extraviada de la joven alcanzó, sin embargo, a percibir dos puntos negros hacia el sur, que eran sin duda los barcos de Marcelo y Carolo; pero, cuán lejos se veían todavía. El auxilio iba a llegar tarde.

¿Qué pasaba por Gerardo? Lo ignoraba; no sabía que su mal extraño era efecto de la pasión infeliz, y que aquel desvanecimiento siniestro era prólogo de una tragedia.

Presintió no obstante, alguna cosa espantosa, y arrepintiose de haber accedido a embarcarse. ¡El abismo parecía abrirse a sus pies!

Llamó a Gerardo por tres veces, frenética, y arrojó a su semblante lívido un poco de agua amarga.

El pescador en ese momento echó atrás la cabeza, lanzando su gorra al mar; las pupilas se contrajeron, dobláronsele los miembros con fuerza y los músculos adquirieron la dureza del hierro; crujió la dentadura cual si desmenuzara un vidrio, y su mano derecha levantándose temblorosa y crispada, se asió del cuello de la joven, con la presión de una tenaza.

  —415→  

Cantarela lanzó un quejido sofocado, y fue atraída vigorosamente.

Ocurrió entonces algo pavoroso.

El robusto cuerpo de Gerardo, presa de convulsiones epilépticas, dio un salto en la banqueta, levantando con él a la infeliz que se agitó desesperada en el vacío, y ambos rodaron con sordo golpe al fondo de la barca. Allí, la lucha fue lúgubre y horrible. Gerardo se había mordido la lengua dando un rugido; de sus labios violáceos brotaban bocanadas de sangre y espuma; los dos cuerpos se revolvían entrelazados, chocándose con furia en los maderos, y la mano poderosa seguía ceñida a la piel, como un resorte férreo, bajo las contorsiones supremas de la víctima, por cuyos ojos fuera de órbitas y abierta boca, parecía escaparse la última esperanza.

Con todo, ella había sentido renacer sus fuerzas en aquel lance espantoso; y obluctaba con una energía increíble, pretendiendo arrancar con sus dos manos del cuello los dedos acerados.

Pareció de pronto que iba a seguirse una ligera tregua al combate horrible.

Pero inmediatamente, tras de un segundo de sosiego, Gerardo alcanzó enmedio de convulsiones formidables la banqueta, arrastrando a Cantarela; cogiose de la borda con la nuca, hasta hacer inclinar la barca; su tronco atlético formó como una arcada de puente, y a un empuje de los pies apoyados en el fondo, entre las barras del lastre, los dos cuerpos cayeron al mar.

  —416→  

No se oyó ningún lamento. Grandes burbujas surgieron de la superficie, enmedio de círculos concéntricos; y momentos después, recobraba su aspecto sereno el agua profunda.

Seguían, en tanto, aproximándose los dos botes tripulados por cinco pescadores. En uno de ellos venían Marcelo y Carolo. Estos apuraban la marcha, hundiendo con vigor los cuatro remos, cuyas palas al levantarse deslizaban una lluvia de vívidos cambiantes al resplandor solar; halaban, uno sentado y el otro de pie, sin darse tregua, como si hubiesen distinguido a lo lejos la lucha y el desastre, impacientes y sudorosos. Y así era, en efecto. Ellos habían presenciado la caída, con su vista de albatros, y un grito de estupor había escapado de sus pechos. Vieron también agitarse en el aire el vestido de Cantarela como una vela suelta, y sobrenadar luego un segundo, siempre adherida al cuerpo del formidable timonel. ¿Cómo llegar a tiempo?

-¡Gran naufragio! -barbotó Marcelo rugiente.

-¡Hala por los remos! -aulló Carolo sofocado.

Y la barca arrollaba las aguas con la velocidad de una ráfaga. Los que bogaban detrás oyeron la voz, desplegando al unísono pujante esfuerzo. ¡Afán estéril!

Carolo y Marcelo llegaron los primeros a la barca de Gerardo, que se había mantenido inmóvil, junto al bote estacionario. Estaba éste inclinado   —417→   por la banda de babor, como atraído hacia el seno de las aguas; el cabo unido a la relinga de la red aparecía fijo y tirante; los grandes corchos correspondientes a la cuerda de cáñamo hundidos a una profundidad considerable, e iguales boyas de otros costados, en todo el largo de su línea, se sumergían por intervalos, cual si las mallas soportasen el peso de una roca. En la banqueta y lingotes de hierro de la barca de Gerardo, podían verse manchas de sangre revuelta con espumas.

Ante aquellas huellas terribles los pescadores se miraron consternados, y Marcelo, cruzándose de brazos, lanzó una especie de alarido.

Carolo, que se había quitado las ropas, miró el agua.

Los aguamares con sus babas blancas y rojas, flotaban por doquiera en el haz apacible: ni un indicio denunciaba el sitio de la inmersión. El pescador, con todo, púsose la mano en el cráneo, y se lanzó a lo hondo como una saeta.

De la segunda barca cayó otro cuerpo al mar.

El resto quedó en silencio, abrumado el ánimo por la catástrofe, fijos los ojos en el líquido agitado, cuyos remolinos se extendieron hasta el centro de la red.

Momentos después, los dos pescadores reaparecieron en la superficie. Carolo volvió a sumergirse; el otro subiose al bote, con desaliento. No había encontrado nada, sino peces en tumulto.

  —418→  

La ansiedad crecía, cuando de improviso Carolo surgió de nuevo junto a la barca, despidiendo agua por boca y fosas. Traía la vista irritada, y venía pálido en extremo.

-¡Ahí están! -dijo con acento lúgubre.

Marcelo aprestose a desvestirse; pero el pescador lo detuvo con una seña. Se entró en la barca, respirando con fuerza algunos instantes; y agregó:

-No es preciso... Vamos a recoger la malla.

Minutos después, los pescadores callados y sombríos, retiraban la red con lentitud, estrechando el círculo con las barcas, sin preocuparse del enjambre de brótolas y lenguados que ascendía aleteando y revolviéndose enmedio de los más brillantes reflejos. La red debió aglomerar un número mayor de peces que el que aparecía a la vista; pero, la caída de los dos cuerpos hundiendo una de las relingas, había facilitado la fuga de las corvinas. Hubo que extraer la pesca en parte y dejar libre una gran porción de ejemplares pequeños de aquella fauna moteada de oro, plata, rubí y violeta, para asir los cadáveres de Gerardo y Cantarela.

La mano terrible no oprimía ya la garganta de su víctima; pero los dos cuerpos estaban unidos: los brazos de Gerardo estrechaban contra el suyo el busto de la joven, que tenía el rostro escondido en su cuello y suelta la profusa cabellera negra hasta envolver la cabeza del desventurado como un fúnebre crespón.



  —419→  

ArribaAbajo - XXXII -

Revelación


Raúl Henares tomó pasaje en Río Grande para Montevideo, tres días antes de que se produjeran los hechos que quedan relatados.

Sus trabajos profesionales habían obtenido buena acogida, y si bien recién iniciadas, las obras quedaban en vía de gran desenvolvimiento bajo la dirección secundaria de otros ingenieros, en la parte que a él correspondía en el contrato y que se limitaba a una corta pero difícil y ardua zona.

Más de un mes empleó en estas tareas laboriosas, sin flojedad ni decaimiento, conciliando los afanes del trabajo penoso con las halagadoras perspectivas de un porvenir lisonjero.

Desmontar, nivelar, echar puentes, desecar lagunas, trepar collados, escalar cumbres, cegar torrentes, horadar granitos, flanquear sierras, al golpe incesante y transformador del hacha, del pico, de las máquinas de fábrica, confundiéndose el sudor caliente de los rostros y de las manos   —420→   con la humaza de la hulla y el vapor de las calderas, en esa actividad febril y vertiginosa que abate en cada árbol del bosque viejo un siglo de vida vegetativa; que burla al abismo apoyando en sus riscosas pendientes los estribos del pasaje de hierro; que lleva al valle salvaje el despertar de otra aurora, y el ruido de ruedas más rápidas que los potros soberbios y los gamos de sus malezas; que hace irrupción en las montañas arrastrándose paciente por sus desfiladeros, en forma de inmensa culebra de acero que alargara su cabeza hasta el nido de las águilas y de los buitres; que hiende moles y descuaja espesuras para que entre por vez primera con la luz del sol, el correo misterioso y formidable del mundo que piensa, anda, reacciona, combate, transforma, avasalla, utiliza y proyecta a la distancia los rayos de su foco poderoso: todos estos esfuerzos, estas empresas audaces, estos prodigios de la humanidad luchando con el obstáculo y abriendo puertas anchurosas a la corriente de vida que desborda, en el campo de una naturaleza ubérrima, cuya savia salta a chorros, a la menor presión de las fecundísimas mamarias, eran fuertes estímulos para su espíritu elevado, que veía en la existencia personal, en otra escala, los mismos períodos de fiebre, las mismas batallas rudas, los mismos sacrificios y abnegaciones, cuando ella desea obtener la realización de sus ideales íntimos por complemento de victoria, y   —421→   esa plácida ventura a que se aspira como último premio, en pos de la lucha ardiente que determina y precisa sus rumbos fatales con el triunfo o la caída.

Trabajó, pues, con fe y ardimiento, fortalecido con la convicción de que era preciso poner a prueba todas las fuerzas del cerebro y del músculo en la lucha despiadada e implacable, que es levadura de virtudes, para gustar sin mezcla de penas, un poco del placer de la vida. Y volviose contento, lleno de esperanzas, henchido de nobles ambiciones, a aquel su bello país que lo atraía ahora con la magia de un encanto y la realidad de un ensueño.

Confiaba encontrar en el regreso de esta segunda partida, aquellas gratas ilusiones y goces que no hallara al volver de Europa. Deparábaselos el amor, ya que no las amistades nacientes o la estimación de los extraños adquirida por sus méritos: la escena aparecía diferente, ornada de atractivos seductores a los ojos de su alma, sin aquellos tintes oscuros y vagarosos de otros días, después de una larga ausencia. Las costas que la nave recorría, rumbo a Montevideo, exhibíanse ahora bajo un aspecto nuevo y encantador para su imaginación apasionada, y complacíase en contemplar con secreto deleite bajo la tolda sus relieves caprichosos, sus cabos y puntas avanzadas, sus coronamientos de fantásticos peñascos, sus empinados cantiles, sus playas   —422→   blancas y movibles cordilleras de arena, sus islotes, de piedra en que se agrupaban los lobos marinos al amor del sol, sus lejanas lomadas verdes y serranías azules, detrás de la línea de roca viva que lamía el oleaje espumoso y turbulento. Volaba entonces su espíritu hasta los sitios queridos, después de resbalar su mirada por la costa, las colinas, las crestas de los montes, ansioso de anticiparse el placer de la grande emoción suspirada, y sonriéndose a la idea de que la dicha estaba a un paso, lo mismo que para los ojos parecía estarlo aquel horizonte lleno de luces y colores.

Estas impresiones fueron haciéndose más dulces y agradables, conforme avanzaba la nave e iba descubriéndose entre los celajes de la tarde la bella península en que se asienta la ciudad natal. Delineábase con su enorme mole de edificios entre contornos dorados y celestes, empinada con osadía en las alturas, como para inquirir allende el horizonte el derrotero de los buques que traen semilla de progreso, polen de artes y porvenir de razas, e indicarles las latitudes privilegiadas y puertos de arribada forzosa, en donde el mismo derecho inviolable protege y ampara la virtud y el trabajo, y la libertad fuerte en sí misma, respeta y saluda a todas las banderas del mundo. ¡Cuán hermosa se le aparecía ahora, a través del prisma de sus ideales, esta ciudad erguida y risueña, promesa de oro en el grande   —423→   estuario, que incita al navegante a internarse en busca de próvidos y ricos dones en los ríos gigantescos, como una sonrisa de la fortuna aquende la soledad de los mares! Contemplábala con esa dulce fruición del que se aparta de las cosas transitorias y abriga fe en las lecciones del tiempo; y presentía en ella un vasto emporio, cabeza de regiones, que debía animar quizás con el soplo de su vida, en los misteriosos años del futuro.

Cruzábanse así, patrióticas visiones con sus ensueños apasionados, a medida que la vista iba dominando el conjunto y distinguiendo los detalles; brillante panorama, al principio, realzado por los cuadros y paisajes de las quintas y jardines de los contornos entre cuya verde espesura se destacaban aéreas moradas blancas, algunas torres, luego conos enhiestos, iglesias dispersas, campanarios atrevidos, airosos minadores, fugaces agujas, aquí y acullá diseminadas entre millares de azoteas; después el cerro, con su morrión de almenas y su faro de eclipses, solitario gigante que enseña a lo lejos su ojo de fuego, burlando las celadas tenebrosas de la bruma y el escollo; el anfiteatro enseguida, con su vasto cinturón de edificios, árboles y palacios de verano, visibles a través de un bosque de mástiles y vergas que cubrían la rada, balanceándose al ritmo de la marea; al frente, los fuertes murallones y el viaducto de la playa, por donde se deslizaba la locomotora con su flotante cimera de vapores y   —424→   sus resoplidos de dragón formidable; y más al fondo, el montículo legendario en cuya cumbre se asentaron gloriosas banderas de guerra, punto estratégico de sitios desoladores, teatro de salvas y dianas de victoria, donde se batieron veinte ejércitos en duelo a muerte y se desplegó a cada lustro aciago el pabellón negro de las luchas civiles. Pero este cuadro panorámico, por hermoso que fuera, no había logrado agitar tanto su corazón como el paisaje bello y risueño de las colinas al naciente que dejara a sus espaldas al doblar las puntas del mediodía; lugares caprichosos de vegetación lujuriante y suelo de arenas que refresca el viento de las orillas, donde la naturaleza parece conservar sus rasgos distintivos enmedio de los mismos esfuerzos del arte, llenos de sombra y callada soledad, aunque animados y luminosos para él, por el encanto que les prestaba su blonda y virginal Armida. Ella, Brenda, estaba allí, y esto sólo era lo bastante para que revistiesen a sus ojos majestad, poesía y colorido. ¡Cuánto ansiaba el delicioso momento de volverlos a ver!

Apenas desembarcó, dio orden al cochero de conducirlo sin demora a su casa-quinta. Contra la costumbre proverbial de los aurigas alquilones, éste hizo volar su vehículo por los rieles del tren del Este, y no se detuvo hasta llegar a la verja, obligando su pareja a una carrera para él fabulosa. Raúl le compensó con largueza.

  —425→  

Todo estaba en orden en la casa-quinta, desde la sala de recibo al gabinete de estudio; nada podía observarse a la escrupulosidad de Selim. El fiel doméstico experimentó gran satisfacción por el regreso, e impuso a Raúl minuciosamente de las ocurrencias -como él decía-, sin excluir la del fallecimiento de Zambique, que describió con vivos colores, y su visita, horas antes del desgraciado suceso. Con este motivo, añadió en su pintoresco lenguaje, que desde aquel día abundaban los perdigones en el baldío, sin duda porque los ecos de la marimba no les ponían ya miedo.

Lamentose el joven de la fúnebre nueva; más aún, al pensar en la pena que el hecho habría causado en el ánimo de Brenda. ¡Sobrábanle a él motivos para destinar un sitio de preferencia en sus afecciones y recuerdos al buen Zambique!

Informole también Selim, de que la correspondencia de Río Grande había sido entregada en el acto de su recibo; y entre otros datos, la noticia del próximo regreso del caballero Zelmar Bafil de Buenos Aires, según anuncio trasmitido por su criado de confianza, que había recibido orden de esperarle en el muelle en la siguiente mañana.

Mucho complacieron a Raúl estos informes.

Apenas se restauró de las fatigas del viaje y húbose cambiado de traje, resolvió trasladarse   —426→   a la casa-quinta próxima, munido de las cartas a que hiciera referencia en su esquela a Brenda.

No podía decidirse a aplazar aquella visita, tan interesante para él, de la que se prometía dulcísimas impresiones. Era tiempo de definir una situación que podría hacer la inercia intolerable, y complicar otros sucesos inesperados: los propios impulsos de su amor le llevaban adelante, después de una tregua demasiado larga para las impaciencias del corazón.

A pesar de todo, dirigiose no exento de dudas y de extrañas ideas a casa de la señora de Nerva; preocupación fundada en los móviles secretos que inducían a ésta a resistir a sus amores.

Al aproximarse a la verja exterior del edificio sintió precipitarse los latidos en su pecho.

Por entre los primeros pilares, pudo percibir una gran parte del jardín; y aquellos sitios tan queridos, que en nada habían cambiado, los árboles altos e inmóviles, la poética glorieta, los bancos de piedra pulida, los bustos marmóreos entre el follaje, los senderos de brillante arena de las playas, las flores meciéndose al arrullo de las auras tibias, la fuente con su pez de greda, los verdes festones de bejucos, los criaderos vestidos de galas irisadas en torno de los que solía deslizarse la falda blanca o celeste de Brenda, por las tardes, hablaron a su espíritu con el lenguaje de otros días, llenándolo de reminiscencias e ilusiones adorables.

  —427→  

Las dudas y pensamientos importunos se desvanecieron. Sólo quedó una imagen, que bien pudiera ser luz, aroma y melodía en el circumambiente de sus ideales. No necesitaba más para los raptos de su mente, contenida por hábito y tendencia -a pesar de las afirmaciones de Bafil-, dentro de los límites de ese amor humano, sin extremos arrobamientos místicos; pero férvido, generoso, profundo, capaz de las grandes acciones y sacrificios que dignifican y enaltecen la vida.

Raúl siguió avanzando con más ánimo y brío, en pos de estas alternativas y entusiasmos, propios del estado de su espíritu.

Dos carruajes veíanse frente a la verja. Este detalle no dejó de preocuparle un poco.

Asaltolo entonces la sospecha de algún incidente extraordinario.

Precedámosle algunos momentos en su visita.

De pocos días atrás, en realidad, a partir de aquel en que Areba insinuara en el ánimo de Brenda una cruel sospecha, la anciana guardaba el lecho, llegando a inspirar nuevamente su salud serios temores. Parecía aproximarse una crisis peligrosa. El acendrado cariño de Brenda y su inagotable fuerza de celo, constituían el gran consuelo de la enferma en su quebranto; aunque los torcedores de una pena honda desgarraban implacables el corazón de la pobre niña, adquiriendo sus incertidumbres las formas más negras   —428→   y fantásticas en las largas y frías horas de vigilia. Dividían los grandes y distintos afectos, carísimos amores que empezaba a cubrir lo oscuro impenetrable, al flotar sobre ellos la duda con sus pliegues siniestros, sin que la fuera dado confiar a la que tanto veneraba, por el momento, las expansiones íntimas de su acerbo dolor.

La súbita aparición del doctor de Selis, durante su diálogo con Areba, y cuando ella se disponía bajo la influencia de la ruda emoción que la causaran las últimas palabras de su amiga, a precipitarse en brazos de la anciana para arrancarla con el ruego la clave del horrible secreto, previno una escena tocante y conmovedora; y ahogó ella sus lágrimas y acalló sus penas resignándose a esperar con la vuelta de aquella salud querida, el regreso del ausente amado.

Esos dos seres eran su único culto. Ante las revelaciones misteriosas de Areba y su actitud apasionada, casi irascible e hiriente, deseaba no pensar, no creer, no recordar, reprimir el vuelo de su imaginación y la actividad febril de su inteligencia que pedía a su memoria, infatigable, materiales de un pasado ya lejano con que iluminarse entre las tinieblas del enigma. ¿Sería que Areba amaba a Raúl, y quería robarla su dicha? ¡Amarga duda! ¿Cuál sería aquella barrera insalvable a que ella aludiese en su despecho, levantada por una suerte impía, como una amenaza de perdurable desventura? ¡Terrible   —429→   incertidumbre! Esta última pregunta, hablando consigo misma, mantuvo por largas horas en excitación su cerebro; el secreto se hacía de instante en instante más oscuro y temible, y ante él llegó a cerrar los ojos, como sucede cuando amaga un vértigo en la altura que domina a un precipicio.

En su imaginación herida llegó a reflejarse alguna vez con todos sus detalles y accidentes la última escena con Raúl, el banco cubierto de enredaderas frente a la choza, el pasaje de Zambique, la emoción y la palidez de Henares cuando la preguntó «cómo era su padre», el ceño adusto y triste de su semblante al satisfacer ella su deseo; y en armonía con estas reminiscencias, la conducta de la señora de Nerva para con él, sus recelos, sospechas y resistencias silenciosas, la actitud recogida y llena de misterio de Areba: todo esto se agolpaba en tumulto a su mente y se desvanecía pronto, para dejar su sitio a nuevas memorias e inquietudes.

¡Cuán diferentes preocupaciones, qué opuestos pensamientos, qué encontradas emociones, qué proyectos insólitos y luchas sin tregua en el fondo de su conciencia!

¿Había, acaso, algún genio adverso envenenado el aire de su soledad?

Sentía en su cabeza un peso que la agobiaba y la abatía, privando a los ojos de su brillo y a la piel de su rosa admirable; y en el seno un   —430→   escozor sin alivio, persistente, dilacerante, crueles efectos de sus insomnios y torturas morales.

En todas partes se notaba su presencia, y la servidumbre que la veía agitarse de continuo y andar inclinada, silenciosa, abstraída, concluyó por someterse al influjo del contagio, difundiéndose en la morada hermosa una gran nube de pesar y de tristeza. Si ella, que era el encanto de todos los ojos y el tema de todas las lenguas, había perdido su alegría, ¿qué ánimo podía aparecer contento y feliz mientras la septuagenaria al recobrar su salud, no volviese a su pupila su esplendor de primavera?

En la tarde de que hablamos, encontrábase la joven a la cabecera del lecho de la enferma pasándole cariñosa su blanca mano por las sienes, en el ansia de que disminuyera la fiebre que consumía aquel cuerpo frágil y endeble.

Areba estaba cerca, callada y quieta en su asiento, con un brazo apoyado en el velador y la mano en la barba, en actitud de recogimiento.

El doctor de Selis, a la espera de la hora de una junta con otros dos facultativos, había salido, hacía momentos, y se paseaba impaciente en el vestíbulo, moviendo a uno y otro lado la cabeza cual si sostuviera con la ciencia un debate grave, en nombre de la duda y de lo imprevisto. La digital purpúrea ¿qué podía contra el vicio orgánico?

En la habitación de la enferma, semi oscura,   —431→   reinaba ese silencio que en determinadas horas parece imponerse a los mismos insectos alados que zumban en el aire.

La anciana había tenido un rato de reposo. Al despertar, nombró a Brenda.

Contestola ésta, con dulzura:

-Aquí estoy. ¿Qué me quieres, madre?

-¡Ah! -murmuró ella mirándola con los ojos muy abiertos y una expresión indefinible.

Los dirigió enseguida a Areba.

Ésta se apresuró a preguntar con cariñoso interés:

-Siente usted algún alivio ahora, ¿verdad?

-Un poco, felizmente. No tengo la cabeza pesada y débil como anoche... Este corto sueño ha sido sin embargo bastante intranquilo.

-La fiebre tal vez, madre -dijo Brenda, acariciando solícita entre las suyas una de las manos de la enferma-. No debes hablar mucho, que eso puede agravarte.

-En este instante, no; y quiero aprovecharlo en todo lo posible... El sueño fue extraño, como propio del delirio: pero de él no recuerdo nada con lucidez, sino un detalle interesante.

-¿Cuál?

-Que hablaba con tu padre, sobre aquel que le quitó la vida.

Brenda experimentó una fuerte conmoción, y sus mejillas palidecieron.

Areba hizo un ademán de ansiedad.

  —432→  

-Eso me induce a hacerlo ahora contigo -continuó la anciana con la voz trémula, sin apartar la vista de la huérfana-, por el cariño que te profeso y por esa memoria para ti querida y venerable... Consuélame la idea de que no tienes queja de mí, y de que me quieres siempre con la misma ternura.

-¿Podías dudarlo, madre mía? -balbuceó Brenda ahogada por las lágrimas.

-Ya ves que no. Pero anhelo desvanecer en tu ánimo cualquier duda sobre mis intenciones acerca de tu porvenir.

-¡Oh, qué cruel estás! -dijo Brenda con acento de dolor-; yo te suplico me dejes ahora concentrar en ti mis afanes y cariños... ¡Olvida lo que me interese, por favor!

-¡No! Es preciso que me escuches -replicó la anciana temblando, con los ojos muy animados, y el ademán febril-. Lo exige mi conciencia.

-¿Tu conciencia? -exclamó la huérfana estremecida-. ¡Oh! ¿Qué significan esas palabras en tus labios, madre mía?

Brenda hizo esta pregunta llena de sorpresa. Habíanse abierto cuan grandes eran sus ojos azules que, fijos, inmóviles, empezaban a reflejar los fenómenos de una honda tribulación. Aquellos lejanos recuerdos, aquellas frases extrañas, aquellas palabras significativas o intencionadas, por lo menos, en aquel instante triste, introducían el sobresalto en su ánimo, poniendo a prueba la delicadeza   —433→   de sus fibras. ¡Parecía empezar a comprender!

Areba aproximose a una seña de la enferma.

Ésta oprimió una mano de Brenda contra su pecho, cual si quisiese atenuar con su suave roce los golpes rudos y tenaces del corazón; y empezó a hablar agitada, nerviosa, llena de verbosidad, como si deseara al precipitar sus palabras, arrojar cuanto antes de sí un peso intolerable.

-Hasta hace poco tiempo -dijo- fue mi deseo, desinteresado y cariñoso, que tú contrajeses enlace con el doctor de Selis, presintiendo que mi vida no podría prolongarse mucho, sin que este deseo debiera interpretarse jamás como una violencia moral o una imposición indigna del grande afecto que te he prodigado siempre... Después que me revelaste sin reservas el estado de tus sentimientos, y las ilusiones que abrigas, respecto de otro amor que vino a ti fatalmente, no podía yo insistir en mis propósitos, y preferí guardar silencio para no marchitar quizás de pronto aquéllas con vanos disgustos y pesares... al menos, mientras no adquiriera la certidumbre de ciertos hechos que consideraba y juzgo deber de conciencia no ocultarte...

Detúvose un momento: estaba un poco fatigada, con el rostro ligeramente encendido y la mirada brillante.

Brenda, por cuyo corazón pasaban fenómenos inexplicables, hizo un ademán de ruego, conteniendo   —434→   el llanto; pero ella, después de un fuerte suspiro, siguió diciendo:

-¿Cómo podía yo obligarte? Dueña eres de seguir los naturales impulsos de tus sentimientos... ¡Nosotras las ancianas nos forjamos a veces la ilusión de poderlos dirigir sin pena ni esfuerzo! Es una ficción con que nos halaga la experiencia, esta memoria triste inseparable del frío de los años... La juventud vive de pasiones, y hay que dejarla horizontes y ensueños; pero debo instruirte de cosas de otros años, mi querida Brenda, para que las medites a solas y decidas de tu suerte sin hacerte violencia, despreocupada y libremente; y he de referírtelas no sólo para mi satisfacción propia, sino también en homenaje a la memoria de aquel cuyo retrato colocado junto al de mi esposo -su amigo fiel e inseparable-, contemplas tú todos los días con cariñoso respeto.

Así diciendo, la enferma tendió el brazo enflaquecido hacia uno de los retratos en tela, pendientes de la pared del fondo.

Brenda siguió el movimiento con otro rápido de su cabeza.

-¡Mi padre! -profirió, dominada por una emoción profunda.

-¡Sí, Pedro Delfor! -dijo la anciana con tono grave y solemne-, que hace años sucumbió en un lance de guerra. Tú recuerdas bien el suceso, origen de tu orfandad. No ignoras tampoco que   —435→   una circunstancia casual me hizo testigo de la sangrienta aventura... ¡Conservo aún grabadas en la memoria las facciones del matador!

Se calló otra vez, clavando en la joven su vista turbada e inquieta, en que parecían reflejarse todas las congojas de su ánimo.

Brenda sintió helársele la sangre en las venas; miró a su vez a la enferma con una expresión de desvarío, casi atónita, y exclamó enmedio de fuerte zozobra:

-¡Madre querida, concluye por piedad!... ¿Qué relación existe entre esa muerte y mi amor?

La anciana ahogó en su garganta un ronco sollozo, clamando rígida y angustiada:

-¡Yo nunca te dije quién le mató!

-Y ¿quién fue, Dios piadoso? -balbuceó Brenda retrocediendo un paso, con las manos tendidas hacia adelante, y pintado en su rostro el más vivo sentimiento de terror.

La enferma incorporose de súbito en el lecho llamándola a sí, con los labios trémulos y violáceos, como pidiéndola que viniese a compartir con ella su amargura, y mientras Areba silenciosa y conmovida enlazaba con su brazo la cintura de la joven, dijo ella, imponiéndose por un esfuerzo supremo a su pena indecible:

-Le conoces. ¡Se llama Raúl Henares!

A estas palabras, Brenda arrojó un grito herido, llevando las manos a su pecho, cual si allí hubiese entrado un dardo de fuego; y arrancándose   —436→   desesperada de los brazos de Areba, agitose vacilante y ciega, presa de un vértigo, y fue a caer de rodillas frente al lecho, posando en él su cabeza, que sacudió con los últimos estremecimientos de un dolor agudo y horrible.

A aquella voz desgarradora, la anciana postrada por el esfuerzo se desplomó en los almohadones lívida y sollozante, murmurando frases ininteligibles y misteriosas, como esas que vagan por los labios ya incoloros y secos en la hora de morir.

Areba, perpleja ante este cuadro afligente, corrió al fin veloz a la galería, dando paso a las sirvientas que a su llamado acudían en tumulto, y de allí al vestíbulo, en busca del doctor de Selis.

Minutos antes, Raúl Henares había salvado la gran puerta de rejas que daba al camino.

Algo sucedió entonces.

La presencia de Lastener de Selis operó en él una transformación repentina. Desechando todo escrúpulo, atravesó con firmeza el sendero y subió las gradas.

El doctor que se paseaba con la cabeza descubierta, impaciente y agitado, se detuvo al verle venir, haciendo un brusco movimiento de sorpresa. La visita, a no dudarlo, era inopinada.

Mas reponiéndose bien pronto, cruzose de brazos y esperó.

Una sonrisa irónica se dibujó en sus finos labios,   —437→   animando su fisonomía con una expresión de placer singular. Aquel encuentro parecía propicio a sus planes de desagravio y de amor. La fatalidad arrastraba a su adversario a un trance amargo y duro, de cuyas consecuencias difícilmente podría librarse, y que debía herir sus fibras en lo más hondo, envolviendo su conciencia de improviso en la túnica encendida del remordimiento y de la desesperación. El despecho y el celo que bullían en el fondo de su ser, sin nublar la visión clara de su espíritu, prometíanse un triunfo incomparable. Su rival bajaba al terreno de un modo inesperado, y en hora solemne para la huérfana, que en ese instante ante el lecho de la enferma, presentía tal vez un nuevo y grande infortunio.

Raúl fijó en él su mirada al poner el pie en el vestíbulo.

El doctor de Selis se mantuvo quieto, mirándole a su vez, la diestra puesta en los labios, cual si buscase detener la explosión de sus resentimientos; y volviéndose de lado, dijo, procurando dar a sus palabras una entonación reposada y fría:

-Llega usted en un instante sólo útil a la ciencia.

-Lo deploro -contestó Henares reprimiendo una fuerte sensación-. Pero eso me estimula a no desistir de mi propósito, aunque el caso sea grave...

  —438→  

-¡Por demás! Lo singular del hecho, es que bastaría a la anciana enferma el anuncio de su visita, para que se produjera en ella una crisis funesta.

-¿Es el facultativo el que me hace una advertencia discreta, o es el pretendiente que intenta lastimarme?

El joven acompañó la pregunta con un ademán vehemente, y un sobresalto que no intentó disimular, dirigiéndose a la entrada.

De Selis, sin contestarla, dio dos pasos hacia la puerta, diciendo en tono helado y grave:

-Apele usted a lejanas memorias, que es posible duelan a usted recuerdos.

Raúl se detuvo, irguiéndose altivo.

-Ninguno de ellos me avergüenza -contestó, midiendo a su adversario con una mirada enérgica y resuelta-.

-¡Lo propio fuera, que jamás hubiese puesto usted aquí la planta!

-¿Por qué?

-Su conciencia lo dirá.

-¡Error! Al lado de la que empaña la suya, mis culpas leves se disipan. ¿No será usted víctima de una torpe alucinación?

-Lejos de eso. ¡Lavó usted en su mano una mancha de sangre, pero en su memoria quedó otra indeleble!

-¡Aclare usted esa frase! -prorrumpió Raúl con asombro, y conteniendo apenas los impulsos de su cólera.

  —439→  

-¡Fácil es!

Tenía de Selis el color de la cera y creeríase que hincaba sus uñas en la piel, conteniendo un arranque violento. En sus labios morados no había desaparecido la sonrisa esforzada e irónica del primer instante.

-La prueba de lo que una tradición oral cuenta, está aquí; y tiene a más por testigo el hecho en que ella se funda, a una anciana venerable.

Al expresarse de este modo, de Selis llevó la mano al pecho, en donde sin duda guardaba el memorándum de Diego Lampo, exigido a éste por Areba.

Un recuerdo luctuoso cruzó entonces por el cerebro de Raúl, y una nube negra por su vista.

-¿Qué afirma la tradición? -profirió sin reprimir un arranque de ansiedad mortal.

Su adversario se alejó un paso, exclamando lleno de vengativo encono:

-¡Ella afirma que en el vado de un arroyo, el coronel Pedro Delfor, padre de Brenda, murió a manos de Raúl Henares!

Raúl retrocedió, así como aquel que recibe un golpe de maza en mitad de la frente -y al golpearse aquélla con extrema violencia, lanzó una gran voz:

-¡Fatalidad!

-¡Sí! -prosiguió de Selis con ensañamiento cruel-, ¡por ahí le entró al padre la bala, dirigida por la mano del que ahora pretende la posesión   —440→   de la huérfana, como un derecho o despojo opimo de la victoria!

Raúl se alzó desencajado y convulso sacudiendo la cabeza con ademán imponente, y se lanzó con ímpetu sobre él, gritando de ira y de dolor:

-¡Calle usted, o le arranco la lengua!

Por un movimiento simultáneo, de Selis se abalanzó a su vez, al proferir una interjección enérgica, y los rivales, cogidos de los brazos con rencor fiero, se miraron lívidos, frenéticos, implacables, buscando aniquilarse, con el solo fulgor siniestro de sus pupilas.

De súbito, resuena la voz de Areba, alterada y llena de congoja:

-¡Doctor de Selis, urge su presencia! ¡Acuda usted pronto!

Tras de estas palabras, la joven apareció en el vestíbulo con la rapidez que imponen los casos graves y la agitación propia de una hora de angustia.

La escena que allí se desenvolvía, la impuso y sobrecogió, arrancándola un grito de espanto y de sorpresa.

Este grito contuvo a los adversarios.

Los brazos cayeron de improviso; los dos hombres se apartaron ceñudos algunos pasos y miráronse silenciosos, una vez más, con una expresión de concentrado encono.

Al fin de Selis entrose mudo y sin color, moviendo   —441→   inquieto los hombros, cual si en ellos se hubiesen posado dos zarpas poderosas y desgarrádole las carnes.

Areba le dejó pasar, callada, transparente de emoción, colocándose entre él y Raúl, que se había descubierto un instante, y daba un paso para alejarse.

Ella le miró al rostro, página viva de los tormentos que dominaban su alma varonil, y en su alma se confundieron vehementes e intensos el amor, la admiración, el despecho, los celos, el enojo, para sucederle después, otra, con un reflejo de pesar infinito.

Raúl se detuvo.

Areba se acercó más a él, con esa audacia adorable que la pasión concede y que estimula un gran dolor extraño. ¡Cuánto darla ella por restañar la cruel herida abierta en aquel noble pecho!

Al verla aproximarse, con los ojos puestos en los suyos, y un aire de profunda simpatía, suave, pálida, bella, emocionada, el joven intentó sobreponerse al peso de su desventura, y descubriéndose de nuevo, dijo con acento bajo:

-Séame permitida una pregunta, por favor... ¿Es para Brenda ese auxilio que usted ha reclamado?

-No -respondió Areba con premura, y acallando todo sentimiento de despecho u orgullo-; es para la señora de Nerva, cuyo estado inspira seria inquietud.

  —442→  

-Gracias y perdón, si he osado detener a usted en este momento de conflicto; pero su bondad me dio ánimo. De regreso de un largo viaje, aquí vine para cumplir un grato deber, ajeno a lo que ocurría, y muy distante de pensar que la suerte me reservase un amargo sinsabor. Me aparto sin cumplirlo; y al hacerlo, agrego a mi desdicha propia la penosa certidumbre de que aquí se sufre y se presiente un suceso irreparable.

Alzó enseguida sus ojos a Areba -que le contemplaba turbada y suspirante-, y añadió en tono de melancólico ruego:

-Si de labios de la enferma recogiera usted mi nombre envuelto en un trágico episodio, ¡oh, que no se me condene en absoluto! siquiera en nombre del principio de justicia que permite su descargo al reo.

¡Sea usted piadosa! ¡Del sacrificio que me impuso un destino adverso, al arrancar con mi mano la vida a un hombre, en época apartada, la conciencia no me acusa, aunque el corazón protesta lacerado, y llena mi alma toda con sus gritos de dolor!

A estas palabras, inclinó Areba su cabeza, uniendo las manos, cual si aquel hondo duelo hubiese encontrado en ella un eco intenso y conmovido las fibras más sensibles de su ser.

Saludó Raúl, y de allí apartose con la frente baja, un brazo recogido sobre el pecho y el otro   —443→   doblado hacia adelante, turbia la vista, el cuerpo erguido y rígido, cual si todos sus músculos en acción conservasen aún la actitud agresiva del primer momento.

Viole ella alejarse, con un sentimiento de profunda pena; irse anonadado, sin haber gustado el placer inefable de una entrevista con la que amaba, como un pobre viador a quien se arrebata el último consuelo; y cuando él se detuvo un segundo, sin volver el semblante, en la puerta de la verja, oprimiósele a ella el seno con amargura y desaliento.

¡Ni una mirada! Por primera vez las lágrimas saltaron a sus ojos, y al rodar, cayeron en sus labios como gotas de fuego.




ArribaAbajo- XXXIII -

Los dos amigos


El golpe, como se ve, había sido rudo.

Muchas horas pasaron antes que Raúl pudiera recobrar la calma y el reposo necesarios ara darse cuenta del hecho y de sus consecuencias ulteriores.

  —444→  

¡Cuán tristes las primeras que se siguieron a la revelación!

La noche fue velada, llena de sombras, de fiebre y de pesar. Los abismamientos interiores se sucedieron en serie no interrumpida, a cada excitación nerviosa, lo mismo que acaece en los días de duelo. Todas las ilusiones que había acariciado en la ausencia, todas las esperanzas dulcísimas que la pasión fomenta y la fantasía engalana, surgían y revolaban en la boca de la sima en que se hundía su pensamiento atormentado, para desaparecer fugaces a cada asomo de la amarga realidad de su destino.

En el fondo de aquella sima, no menos oscura y honda que un espacio insondable, vio agitarse la sombra muda y fatídica del padre de Brenda, que se alzaba lenta y manchada de sangre, para ahuyentar de su cerebro los ensueños de ventura; y luego, en los bordes, con las manos tendidas y demudado el semblante por una inmensa pena, la blanca imagen de la huérfana, que pedía al fantasma le revelase un nombre...

Acordábase después, de la escena en el cementerio, de la fecha inscrita en la piedra negra del sepulcro de Pedro Delfor, de su encuentro con la joven, y de la impresión que su presencia causara en el ánimo de su protectora, renovada la noche del baile en casa de Stewart. Estas reminiscencias iluminaban su espíritu, a intervalos; hasta que otras, más lejanas, acudiendo   —445→   en tropel, concluían por vencer toda duda acerca del sangriento episodio, de que él fuera protagonista. Ante ese convencimiento íntimo doblegábase su ánimo al peso formidable del recuerdo, y desvanecíase la más humilde esperanza de piedad y de perdón.

¿Podría ella, acaso, imponerse al hecho tremendo; a la ley moral que lucha con el sentimiento en las profundidades del alma, al que vulnera cuando no domina, y provoca las reacciones severas que postran y abaten los organismos delicados?

¡Y él! ¿Qué podría exigir al amor casto y puro, amargado por la certidumbre absoluta de ese hecho, u ofrecerle en desagravio, que no fuese una corona de azahares adornada de crespón?

Había que rendirse a una realidad inflexible y abrumadora.

¡Ah! Fácil era al ingeniero inteligente y hábil, vencer los obstáculos de la naturaleza, corrigiendo sus formas y modificando su estructura; abrir caminos a través de las moles de granito haciendo bóveda inmensa de una montaña; lanzar hilos por encima de los esteros y boscajes espesos y hundir cables hasta donde no alcanza el furor de las tormentas; descender audaz a la mina oscura, a las criptas pavorosas y a los declives de los torrentes, donde apoyar un machón de fábrica; desviar las aguas de un río, ahondar su cauce y convertir con su riego en suelo fértil   —446→   una pampa desolada; hacer palacio aéreo de lo que fue choza humilde y espléndido parque de la floresta virgen; improvisar vergeles llenos de florescencia, vigor y fecundidad allí donde nunca creció arbusto, y como a un golpe de vara mágica, erigir monumentos al trabajo y a la industria que difundan en contorno el calor de las fraguas y la fiebre de los talleres: fácil era todo esto, a la audacia y a la iniciativa del talento. Pero ¿era posible reanudar los lazos de una pasión que la adversidad destruye o abate, como al echarse sobre él un puente se unen los bordes de un precipicio, o vuelven a ligarse arrancados al abismo de las aguas los extremos de un cable que se rompe?

En la triste imaginación de sus amores, halagábale la idea de que ella lo querría siempre como él la querría, aunque nunca más pudieran encontrarse.

Parecíale que en estas líneas paralelas del sentimiento, la regla matemática se imponía en rigor de una manera inexorable.

Felizmente, Raúl tuvo un verdadero momento de goce y satisfacción como tregua a su amargura, en ese día. La visita de Zelmar -cuyo regreso había él olvidado enmedio de sus desazones-, vino a confortarle y a ofrecerle la ocasión, tan rara, y por lo mismo tan preciosa, de conceder ensanche y desahogo a su espíritu sin temor de que se perdieran sin eco sus confidencias   —447→   graves en el vacío que el criterio egoísta e indiferente abre sin escrúpulo ni reserva al pesar ajeno. ¡Ya era esto bastante! Su espíritu, por firme y seguro que fuese, necesitaba expandirse y proyectarse, buscar en esa amistad sincera y noble, cuyos caracteres distintivos parecen irse perdiendo de día en día, al paso que asume mayor rigor la lucha por la vida y los instintos hereditarios, refinándose, reemplazan a los sentimientos grandes y elevados, las inspiraciones puras y felices, que la tiranía del dolor no permitía sugerir a su propia inteligencia.

Zelmar se presentó contento, casi radiante, abrazando efusivamente a su amigo, inquiriendo con interés el éxito de su empresa, y mezclando a sus preguntas impresiones personales, llenas de gracia y colorido.

Raúl lo acogió con alegría y emoción, significándole en sus elocuentes pruebas de afecto, cuán grato le era el volverle a ver en esos momentos, tan nutrido de buena savia y animado de tan envidiables satisfacciones morales.

-No te equivocas, mi querido amigo -decía Zelmar-; efectos de la vida porteña, que si en mucho difiere de la parisiense, tiene en cambio su sabor original. Pero, no está ahí precisamente la causa de este estado especial de nervios que te sorprende: hay varias concurrentes, ¡y a fe que muy dignas de apreciarse!

-Te escucho con placer.

  —448→  

-Mis exámenes, en primer término; éxito completo, notas excelentes, felicitaciones honrosas de la mesa, tesis de sensación, diploma de suficiencia, adquirido a todo rigor, sin balbuceo ni dudas en la prueba. Así lo dijeron, y aunque me esté mal, yo te lo repito en confianza. Te aseguro que nunca supuse tal denuedo en mis fuerzas.

-Jamás dudó de tu triunfo.

-Los encantos y placeres de la gran ciudad, enseguida; ciudad de agitación perpetua, de intercambio enorme, de millones circulantes, de vitalidad absorbente, de atracción insaciable, foco de cultura y de esplendor intelectual nativo, centro de clases que la fortuna gradúa y la igualdad protege, englobamiento de razas laboriosas y fuertes, diversidad de lenguas que se refunden en el idioma democrático, ancho asilo de costumbres de todos los climas y latitudes, condensadas en un grande espíritu nacional que evoluciona y deriva, utilizando los mismos desechos y brozas que arrastran las corrientes migratorias en la gran fábrica de la transformación, y cincelando pacientemente el tipo singular del porvenir, en ese prodigioso conjunto de materiales vivos, soldados por la libertad y el trabajo, que se llama cosmopolitismo... Pero, mira Raúl, a fuer de caballero, por arriba de todo eso, están sus mujeres, como están las agujas sajonas y torrecillas elegantes por encima del conjunto arquitectónico sólido y chato de los barrios populosos. ¡Oh, las porteñas!   —449→   Tú las conoces. Cultura, gracia, donaire, atractivo, seducción, aticismo, todo ello encuadrado hasta en los rostros feos, ¡que los hay, por vida mía! como si allí fuese atributo indispensable de la juventud, lo que en otras partes la naturaleza niega a las mismas hermosuras. Bellezas arrogantes, en plenas actitudes para disputarse el premio en concurso, que subyugan al pasar y no se olvidan, grabándose en la mente como imágenes sobre acero. De bustos interesantes, y de cabezas encantadoras ¡qué torbellino, en un paseo por Palermo! Contemplándolas una vez desde un montículo del parque ocurrióseme pensar que en esas figuras graciosas, agitándose a una en espiral de ricas carrozas y soberbios troncos, la delicadeza del gusto estaba en el examen recíproco de adornos y semblantes, sin voces ni risas, ni otro rumor que el sordo de los rodados. En cuanto a estaturas, te diré: escasas palmas, muchos lirios de tallo elegante y esbelto, no pocos arbustos lánguidos; pero en general, donosura, espiritualidad, gusto exquisito para apartar al ojo observador de los defectos y concentrarlo en la faz saliente de los méritos.

-Veo que vas desertando -observo Raúl, que hacía momentos esforzaba una sonrisa.

-No creas; y en prueba de ello, vengo a mi tercera razón de regocijo, que es la primera en grado de importancia: la buena acogida de Areba. Acabo de saludarla; nunca la hallé tan afable,   —450→   tan comunicativa y llena de promesas. Baste afirmar que mi esperanza se ha confortado, mi fe robustecido y elevádoseme la mente al poético devaneo; el recibimiento fue más que cordial y amistoso, intencionado y sentimental. Lamenté un detalle: la presencia de Julieta. Estuvo agresiva, rebosante de malicia en sus preguntas y ocurrencias. En justa represalia, pude haberle narrado el sueño que en la noche anterior me solazó en mi camarote; pero, me tenía Areba demasiado entretenido, para darla el placer de una réplica. En realidad, amigo mío, hasta ese sueño me había predispuesto a dudas y sospechas graves: cerrado apenas el párpado, en altas horas, exhibióseme primero Julieta, disfrazada de india, con plumas de loro en la cabeza y cintura, carcaj lleno de flechas con curaro y hacha de piedra, a propósito para derribar un jaguar de un solo golpe. Si bien esta visión me hizo gracia, y me distrajo, a pesar de sus gestos y vaticinios acerca de lo que me reservaba el regreso, lo cierto es que no sucedió así con Areba, la cual se me representó silenciosa y fatídica, con una pluma de ave en la cabellera, el pie sobre sandalia y la pierna desnuda -como la Güendolen de la leyenda de Scott-, invitándome a beber en un vaso de plomo cierto líquido extraño. Parecíame que estábamos en máscaras, a juzgar por los detalles; y en rigor, son pocos los días que nos separan de aquellos en que muchas caretas de carne,   —451→   graves, tersas y falaces todo el año, sudan libremente sus rubores bajo los de seda. El hecho es, que esta parte interesante de mi sueño no dejó de impresionarme, cuando al reproducirlo en mi memoria, tuve en cuenta la conducta de Areba desde la noche del baile, artificiosa, suspicaz y prevenida. Y ya lo ves: ¡me he encontrado con un cambio notable! Reputo de excelente augurio para nuestros amores esta nueva campaña, en que empiezo recogiendo lauros, o por lo menos marcadas simpatías de parte de quien no las prodiga fácilmente. Para tus cosas íntimas, importa mucho que esta potencia se incline de mi lado, pues de esta manera los grandes peligros se neutralizan. ¿Sabrás que ahora soy su médico de confianza?

-Es eso muy honroso para ti, y te felicito de veras, Zelmar. Tales distinciones de parte de la señorita de Linares significan elocuentemente, o una promesa muy agradable, o un designio oculto, dado que ella se determina siempre por los extremos. El término medio no parece entrar nunca en sus resoluciones prácticas.

-Así es. Pero ¿un designio oculto? no creo... Hablome de un reconocimiento médico que debía practicarse esta tarde en el cadáver de una mujer, pidiéndome me prestase a acompañar a de Selis y otro facultativo en la autopsia. Según sus informes, se trata de un crimen misterioso por las circunstancias que lo rodean, y en cuyo   —452→   esclarecimiento la justicia se preocupa con excesivo celo. Añadió -interrumpiendo a Julieta empeñada en demostrarme cuán enterada estaba siempre de las tragedias de amor-, que la victima había sido uno de los seres infortunados a quienes ella protegía; y que la interesaba vivamente el triste drama en todos sus pormenores, por lo que se había permitido hacer esfuerzos en sentido de que yo interviniese en el reconocimiento, con éxito satisfactorio. Manifestó que mi regreso no podía, pues, haber sido más oportuno, y que empezaba por utilizar mis servicios en un caso que la afectaba hondamente. Lejos de rehusarme, agradecí la distinción, prometiendo instruirla mañana en todo lo relativo al suceso de la muerte de su infeliz protegida...

¡Pero, estoy advirtiendo, Raúl, que tu semblante denuncia algo anormal! Esa palidez, ese gesto de disgusto, esa mirada lánguida, esa tristeza en el sonreír, esa concisión en el hablar, esa actitud, en fin, de encogimiento y de reserva, me indican que tú sufres...

-Y no te engañas. Algunas horas llevo ya de dolorosa tribulación.

Zelmar le miró con asombro.

-Me he contenido en lo posible, para no interrumpir tus expansiones, feliz al oírte relatar con entusiasmo los primores y emociones de la vuelta, que yo también soñé tan llena de encantos y nutrida de promesas, desvanecidas a un   —453→   soplo de aciaga suerte. Pues que me interpelas, y adivinas lo que en mi interior ocurre, no debo seguir callando, y he de confiártelo todo. Siento necesidad de hacerlo, y te ruego me escuches.

-Estoy ansioso, Raúl -repuso Zelmar aproximando su silla, y disponiéndose con verdadero interés a recoger sus confidencias-. Mas, ante todo, dime: ¿es de tus amores que se trata? y esto pregunto, porque en casa de Areba, donde hallé reunido selecto número de damas, nada pude sorprender que tuviese atingencia contigo o se refiera a Brenda. Aunque... aguarda... ¡ahora infiero! Julieta hablaba a media voz, a priesa y casi febril con algunas de esas damas, mientras yo lo hacía con Areba; sus flechillas bañadas en curaro atravesaban la sala diestramente dirigidas. Luego aquéllas me observaban con cierto disimulo y extraño aire de discreción, y hasta de impaciencia, agregaré, como si mi entrada al salón hubiese interrumpido el relato de una grave historia. ¡Me explico por qué los semblantes revelaban tan distintas impresiones, y fluía misterio, de los ojos y corrían frases singulares en el círculo! Empiezo a sospechar que fueran el tema tus amores, es decir, lo sensacional y reciente, que otros comentan, expurgan y critican antes que aquel a quien interesan haya podido penetrarse bien, muchas veces, de la importancia o trascendencia de sus actos.

-Tal vez. No sería eso tampoco de extrañarse;   —454→   lo que voy a referirte no es ya un secreto, para los que pudieran interesarse en conocerlo. Cuando el rigor del destino abruma, nada escapa a los vientos de la publicidad, ni el sollozo íntimo que se confía al silencio y a la noche. De tal modo las alegrías o los infortunios de un solo ser, traen consigo mismos un rumor que al propagarse, se entra en todas las almas, y despierta cien ecos, como el cuerpo vivo que al rodar de lo alto de una montaña arranca con sus voces en las concavidades y vacíos, lo único que el desierto puede dar, en su alivio: ¡inútiles y vagas repercusiones!

Sincero, apasionado, henchido de esperanzas, y de fe -¡cual se está una vez siquiera en la vida!- yo he sido a mi regreso, ese viajero que pierde pie en la cumbre al fin de la ímproba jornada y vese arrastrado en la caída, sin fuerzas ni voluntad para asirse a los arbustos espinosos que cubren el áspero declive.

¿Recuerdas que más de una vez hemos departido acerca de la causa que podía obrar en el ánimo de la señora de Nerva para hacer oposición a mis pretensiones?

-¡Sí!

-Pues bien: de esa causa he de enterarte ahora.

En la ausencia no dejó ella de preocuparme, sin conseguir, sin embargo, dominar mi espíritu, que dividía su actividad entre las atenciones propias   —455→   de mis tareas, y las memorias del amor en las horas de descanso, bajo la tienda del campamento.

Pero lo cierto es que fue indispensable una escena violenta, a mi regreso, para que yo advirtiera el error en que vivía, y de la poca importancia que había dado a aquella conducta, o al móvil que la aconsejaba. Me penetré recién del alcance de la duda o incertidumbre que me asaltó alguna vez, y deseché luego, cuando al recordar uno de mis hechos pasados -precisamente el del fatal secreto-, creí descubrir en él cierta relación misteriosa con los sencillos recuerdos de Brenda sobre la muerte de su padre.

¿Podía yo, acaso, por vagas presunciones, rendirme a la terrible evidencia de haber causado su orfandad? ni ¿cómo esperar, en mi tranquilidad de espíritu al respecto, que más tarde de Selis me arrojara el apóstrofe de matador, firme y resueltamente?

-Luego, ¿eso era cierto? -preguntó Zelmar, con estupor, recalcando en cada una de sus palabras.

-Amarga verdad -dijo Raúl-; hace años, en un lance de la guerra civil, lance singular e inesperado, yo di muerte a un adversario cuyo nombre he conocido recién ahora: ese adversario era el coronel Pedro Delfor, padre de Brenda.

Zelmar se quedó aturdido, mirando a su amigo   —456→   fijamente, sin desplegar los labios. Parecíale aquello extraordinario e inaudito.

-Por qué causas, y en que sitio, lo sabrás pronto -continuó Henares-. Antes quiero referirte lo acaecido ayer en casa de la señora de Nerva, adonde me trasladé dos horas después de mi llegada a Montevideo. De ese instante data este pesar.

Bafil recobró su serenidad y fuese recogiendo en sí mismo, callado y serio, como sucede cuando se someten todas las facultades del espíritu al estudio de un tema arduo y complicado.

Su amigo hizo un fiel relato de los hechos, que él escuchó atentamente.

Así que hubo concluido, Raúl agregó:

-Debo ahora enterarte del episodio, que a través de los años, viene a ejercer tan grave influencia en mi destino. Deseo que lo conozcas en todas sus circunstancias y detalles, y lo juzgues con la mayor severidad de conciencia, si consideras que así debes hacerlo, desligándote por un momento del estrecho vínculo amistoso que nos une. A nadie lo he revelado, y serás tú el único que lo recibas en confidencia.

¡Cuán lejos estaba yo de imaginarme en la época en que se consumó el hecho -sin mayor trascendencia entonces-, que él llegaría a decidir de mi suerte en lo futuro, como si constituyera un delito expiable y ominoso!

Después de meditar mucho sobre ese suceso,   —457→   he inferido, la situación difícil del que escribe historia al ligar circunstancias y escenas separadas por el tiempo, que coinciden y se traban para poner de relieve el espíritu y tendencias de una época sin confundir las causas primitivas con lo derivado, y dar la razón de episodios dramáticos cuando no de hechos extraordinarios, que hagan surgir del olvido las pasiones de los hombres, más poderosas a veces que las ideas. La verdad, que es su luz, suele perderse en los fondos ya sin ecos del pasado; y cuánto tino y sagacidad deben emplearse, al ahondar y escudriñar!

-Algo análogo sucede al anatómico -observó Bafil, como hablando consigo mismo-, que busca en labor delicada y paciente, y logra al fin coger con la pinza, entre carnes trituradas y deshechos tejidos, el extremo de la arteria que desangra.

- Sí -prosiguió Raúl, reuniendo sus recuerdos-, paso a buscar el perdido eslabón, transportándome para ello al tiempo de los entusiasmos ardientes, o edad en que nada se rehúsa, cuando una grande ilusión de la patria, pura y radiante, llena todo el espíritu de ideales y de ensueños, y confunde en estrecha alianza las últimas inocencias del niño con las primeras pasiones del hombre.

Pero, ante todo, lee estas líneas que escribí hace años, y que he hallado entre mis papeles.

Así que concluyas, reanudaré el relato.

  —458→  

Y Raúl dio a su amigo unas cuantas páginas manuscritas, que en la noche había colocado en la mesa, después de pasar por ellas, su vista con precipitación febril.

Zelmar las desdobló silencioso, y se puso a leer.