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Este texto es una prueba evidente de la prevención ante el estreno del drama de Hugo. Con grandes recelos, la obra se presenta como un experimento («faltaba hacer la prueba más esencial...», «ha elegido la empresa para tan importante ensayo..., «tentativa... útil al interés del arte») realizado con «buena fe y con sana intención» y de resultados inciertos («sea cual fuere su éxito», «si fuere adverso el fallo del público...). El Artista, II, pp. 34-35.

 

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En Francia, sin embargo, fue criticado por no respetar la historia especialmente en lo relativo a su maternidad. Anne Ubersfeld: Le roi et le bouffon, Paris, José Corti, 1974, pp. 164-166.

 

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También Ubersfeld destaca la ambigüedad de la protagonista y su eficacia dramática: «L'effort principal de Hugo porte sur le personnage central: il en accentue la monstruosité en en faisant la responsable ou l'auteur des crimes fraternels, mais du même coup il donne à ces crimes leur poids familial et tragique. En même temps Hugo met en lumière ce qui n'intéressait nullement le tandem Gaillardet-Dumas, c'est-à-dire la positivité du personnage criminel». Anne Ubersfeld, Le roi et le bouffon, op. cit., p. 162.

 

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Bretón siempre mostró admiración hacia aquellas criaturas complejas y empujadas a cometer los más crueles delitos por amor. Lucrecia Borgia sería el caso más cercano, pero también podrían mencionarse otros como Tisbe, el personaje femenino de Ángelo, o Clotilde, en el drama homónimo de Soulié. Sin embargo, todos los seres malvados que caen en el vicio sin justificación alguna merecen su abierta repulsa. Tal ocurriría, por ejemplo, con Rochester, protagonista del drama de Víctor Ducange traducido al castellano con el título de Seducción y venganza. Para Bretón, este personaje «tramposo, borracho, pérfido, cruel, licencioso hasta la insolencia; y [...] necio» no tiene razón de ser en el teatro por estar falto de toda «circunstancia que lo haga digno a lo menos de compasión, ya que no de disculpa». No es, por tanto, el vicio en sí lo que hace que un personaje sea indeseable, sino su falta de fundamento. Para Bretón, tan ruin como Rochester era don Juan Tenorio pero este último, en contrapartida, era «valiente, galán y discreto», atributos que confieren credibilidad y alto valor artístico y moral (La Abeja, 30 mayo 1835).

 

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Pensemos que más tarde, en su crítica a Catalina Howard, equipararía el talento y la energía de pasión de Hugo y Dumas, aunque haciendo notar que éste último tenía un mayor conocimiento del efecto teatral.

 

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La capacidad por mantener la intriga con alternancias entre la compasión y el terror (las dos pasiones que para Aristóteles debía provocar la tragedia en el espectador) es un tema recurrente en las críticas bretonianas. Así, su reseña a la tragedia de Martínez de la Rosa, Edipo, Bretón expone su concepción -esencialmente clásica- de la estructura de la tragedia. La principal diferencia entre la tragedia griega y la moderna es que «ahora se requiere más acción, más movimiento». M. Bretón de los Herreros: Obra Dispersa, op. cit., pp. 187-192.

 

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En muchos artículos criticó Bretón la excesiva uniformidad gestual de los actores. Frente a la rigidez de los manuales de declamación todavía vigentes en aquel tiempo, nuestro autor reclama una gesticulación más natural basada en la observación de la realidad. En este caso, resulta necesario traer a colación uno de los primeros artículos de Bretón, el titulado «Sobre la risa», donde analiza las características de una veintena de risas, entre las cuales se encuentra la risa sardónica. Y comenta a ese propósito con gran ironía: «¡Dios nos libre de ella! Toda es veneno. Regularmente es precursora de alguna maldad o signo de haberse consumado alguna impía venganza. Apenas baña la superficie de la boca: en las demás facciones dominan el furor y la amargura». M. Bretón de los Herreros: Artículos de costumbres. Ed. de Patrizia Garelli, Madrid, Rubiños, 2000, pp. 31-32.

 

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Concepción Rodríguez, esposa de Grimaldi, fue una de las actrices más elogiadas por nuestro crítico. Especialmente en sus reseñas a Camila (M. Bretón: Obra Dispersa, op. cit., pp. 77-79) y Gabriela de Vergi (M. Bretón: Obra Dispersa, op. cit., pp. 405-407), confiesa Bretón su entusiasmo por la capacidad de la actriz para crear efecto en el espectador, combinando siempre la belleza y la verdad. En este último texto llegará a sostener que «no cabe en el teatro más sublime, más perfecta imitación de la naturaleza». No menores alabanzas le prodigaría Larra. También para el crítico madrileño el estilo interpretativo de Concepción Rodríguez demostraba que «en las artes de imitación la perfección consiste, no en representar a la naturaleza como quiera que pueda ser, sino de aquella manera que más contribuya al efecto que se busca» (Larra, Artículos de crítica literaria y artística, Ed. de José R. Lomba, Madrid, Espasa Calpe, 1975, p. 70). Un buen número de detalles sobre la vida de esta actriz pueden localizarse en David T. Gies: Theatre and politics in nineteenth-century Spain; Juan de Grimaldi as impresario and government agent, Cambridge: Cambridge University Press, 1988.

 

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Carlos Latorre fue otro de los actores más prestigiosos del momento. Tuvo el honor de ser uno de los primeros maestros de declamación en el Real Conservatorio creado por María Cristina en 1831. Bretón, siempre muy respetuoso con su trabajo, sostuvo que en su persona se reunían «las dotes que constituyen un buen actor», exhibiendo siempre «actitudes bellas sin dejar de ser naturales, transiciones felices, oportuna expresión en su rostro y ademanes» (La Abeja, 12 de marzo de 1835). Asimismo, Julián Romea -discípulo de Carlos Latorre en el Real Conservatorio-, es considerado por su biógrafo R. Calalt como «el precursor del naturalismo llevado a la escena» (Ramón Caralt: Siete biografías de actores célebres, Barcelona, Castells-Bonet, 1944, p. 62). Sus ideas acerca de los métodos de interpretación quedan reflejadas en obras suyas como Ideas generales sobre el arte del teatro, Manual de declamación o Los héroes en el teatro. En esta última asegura que «el arte es la verdad» para, acto seguido, verse como el «jefe, y hasta cierto punto fundador, en nuestro país de esa escuela de la verdad bien entendida» (Julián Romea: Los héroes en el teatro, reflexiones sobre la manera de representar la tragedia, Madrid, F. Abienzo, 1866, pp. 45 y 58). Bretón siempre se declaró admirador y defensor del trabajo de Romea, quien llegó a colaborar en su comedia La ponchada, del año 1840. Ahora bien, la técnica interpretativa de Romea disgustaba a muchos críticos y dramaturgos. Es, por ejemplo, muy conocido su enfrentamiento con Zorrilla con motivo del estreno de Traidor, inconfeso y mártir, enfrentamiento que recoge este actor en sus Recuerdos del tiempo viejo. Asimismo, Larra le criticó que en Los amantes de Teruel desempeñara su papel «con tibieza» (El Español, 22 enero 1837, p. 2). También Cañete fue muy duro con Romea, aun cuando -según apunta Randolph- la actitud del crítico pudo deberse a un conflicto personal (Donald A. Randolph: Don Manuel Cañete, cronista literario del romanticismo y del posromanticismo en España, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 1972, pp. 144 y ss.).

 

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Monreal se especializó en la interpretación de papeles de traidor. Su carrera fue corta puesto que en 1845 se disparó un pistoletazo al salir del teatro.

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