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Bretón de los Herreros: selección de artículos de crítica dramática y reflexión teatral

Pau Miret (ed.)




ArribaAbajoIntroducción: Bretón de los Herreros, crítico teatral

Aprovechando el afán de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes por recopilar las obras más destacadas de la tradición literaria hispánica, hemos creído conveniente agregar al extenso catálogo de obras digitalizadas que figuran en el portal dedicado a don Manuel Bretón de los Herreros una pequeña selección de sus artículos de crítica dramática y pensamiento teatral.

Bretón inició su labor como crítico teatral en las páginas de El Correo Literario y Mercantil en 1831. Desde esa fecha y hasta agosto de 1836 dio a la imprenta más de trescientos artículos en periódicos como el anteriormente nombrado, La Abeja, El Universal, Boletín de Comercio o La ley. En la actualidad, esta parte de su obra -junto con su poesía- sigue siendo la menos conocida y valorada por el público y la crítica. En 1965, J. M. Díez Taboada y J. M. Rozas recogieron los textos publicados en El Correo Literario y Mercantil en un volumen imprescindible para quien quiera conocer la vida teatral madrileña en los últimos años de la llamada Década Ominosa. Desde entonces, sin embargo, poco se ha hecho por reunir el resto de sus artículos. Así pues, nos proponemos ahora ofrecer una muestra escogida de algunos de los artículos de más difícil acceso con la intención de ampliarla posteriormente.

En los diez textos que presentamos a continuación, el lector hallará algunas pinceladas del pensamiento teatral de una de las personalidades más destacadas del teatro español del siglo XIX. Un autor que, como dramaturgo, parte de postulados aristotélicos y moratinianos pero que pronto dará cabida en su obra a nuevos elementos de muy distinta procedencia. Todo ello con el claro objeto de crear alguna reacción emocional o «efecto» -palabra clave de su pensamiento teatral- en el espectador, aunque sin olvidar nunca su propósito moralizador.

Una evolución muy similar es del mismo modo perceptible en sus artículos de reflexión y crítica teatrales. Parece evidente que en el Correo Literario y Mercantil -publicación dirigida por J. M. Carnerero- no pudo expresar sus opiniones con la misma libertad con que lo hizo en La Abeja, El Universal o La Ley -periódicos ya impregnados del espíritu romántico.

Se ha dicho que en sus artículos de crítica teatral Bretón no analiza en profundidad las obras, especialmente si se compara, como también se ha hecho a menudo, con la crítica de Larra. Efectivamente, como podrá verse por ejemplo en la crítica a Clotilde, en muchas de sus reseñas Bretón dedica más de tres cuartas partes del texto a contarnos el argumento de la obra, dejando para el final el análisis de aspectos como la verosimilitud, la interpretación, el vestuario... En el caso de referida la crítica a Clotilde, el último párrafo sirve para extraer conclusiones sobre el carácter del protagonista y la moralidad de la obra, así como para ofrecer breves pinceladas de la actuación de los actores principales y una sucinta alusión a la reacción del público. Sin embargo, conviene apreciar justamente el valor de estos artículos. La exposición que Bretón nos brinda del argumento de la pieza resulta sumamente interesante no sólo porque con ella demuestra una admirable capacidad narrativa, sino porque, de manera muy sutil, subyacen en ella ideas que nos permiten perfilar su pensamiento teatral. En los cinco primeros párrafos de la reseña a Clotilde, Bretón cuenta una historia, pero a través de ironías, hipérboles, comparaciones y algunos comentarios incide de manera muy efectiva en aspectos que otros críticos también destacaron como, por ejemplo, la poca verosimilitud del protagonista.

Entre los diez artículos que darán inicio a esta pequeña antología, destaca también un texto de reflexión teatral. El artículo titulado «Literatura dramática», en el que Bretón se posiciona respecto a lo que él denomina «las dos opuestas escuelas en que se hallan divididos los modernos escritores, y particularmente los que cultivan la literatura dramática».

Sirvan, pues, estos primeros artículos de crítica dramática para incrementar los fondos de esta Biblioteca de Autor Manuel Bretón de los Herreros, ofreciendo al público la posibilidad de acercarse a esta faceta más desconocida de su obra y de comprender mejor su pensamiento teatral.






ArribaAbajoBoletín de La Abeja. Teatro de la Cruz. Incertidumbre y amor, comedia nueva en dos actos, por D. Eugenio de Ochoa

El plan de esta comedia es sumamente sencillo y cual conviene a un drama cuyo dote principal es la ternura y la delicadeza de los sentimientos que reinan en ella. Aunque la acción es única y reducida a pocas escenas, contrastan bien entre sí los personajes que intervienen en ella. Luisa, amante, sensible, afectuosa, interesa no menos por su virtud que por su infortunio. Ernesto, en medio de su inconstancia y de su irresolución, halla simpatías en el alma de los espectadores, porque ¿quién no se ha visto alguna vez combatido a su despecho por encontrados afectos? El aturdido D. Carlos divierte con sus chistosas ocurrencias, y la ligereza e insustancialidad de su carácter son un agradable lenitivo de la amarga impresión que dejan las dolorosas escenas en que figura la heroína, si bien creemos que alguna vez llegan a ser intempestivas sus bufonadas. Isabelita es una niña vivaracha sin malicia, candorosa sin beatería, amable sin conocerlo ella misma, y amante con toda la buena fe que cabe en quien no se siente capaz de engañar a nadie, ni concibe que se le pueda engañar. Forzoso era que a su hermosura reuniese tantos atractivos, y fuera género desconocido hasta entonces de quien había vivido en el libertinaje y la disipación, para disculpar en algún modo la ingratitud de Ernesto. Isabel y Carlos pertenecen al vaudeville festivo, Ernesto a lo que llamamos drama de pasiones; Luisa es la imagen del dolor y de la ternura, la diosa de la elegía.

Daremos una breve idea del argumento. El conde Ernesto amó ciegamente en Sevilla a Luisa, hija de un honrado veterano que había militado a las órdenes del padre de Ernesto. Luisa fue suya. Su alma era demasiado ardiente para amar a medias, demasiado noble para sospechar que la perfidia y el vicio mintiesen el delirio del amor más vehemente para seducirla y para perderla. Regresado Ernesto a la corte y, si no perdida enteramente la memoria de Luisa, muy entibiado a lo menos el cariño que la tuvo, cede a las instancias de su familia, a las sugestiones de la vanidad, a los encantos de Isabel y al hastío de una vida consagrada a placeres que no satisfacían su corazón. Pero Luisa no pudiendo resignarse a vivir separada de su amante, y sospechando ya su infidelidad, sola, a pie, encomendada a su amor y a la providencia se pone en camino para Madrid, y después de mil diligencias inútiles encuentra a Ernesto en el jardín de Apolo dando el brazo a la que luego va a ser su esposa. Este incidente, que forma el nudo de la pieza origina otros de mucho interés. Conmovido Ernesto y sin poder triunfar de sus remordimientos, confiesa a Luisa la situación en que se halla: su corazón le habla a favor de la sevillana, pero el contrato se va a firmar; su palabra está empeñada, y empeñada a favor de un ángel. Entre tanto Luisa le oye con aparente conformidad; el conde no advierte que lo que parece resignación es desaliento, que aquel silencio es el de la desesperación, y aquella calma la de la muerte. Sin saber lo que se hace acude Ernesto adonde le llaman para consagrar su existencia a otra mujer; ¡y la mujer que antes había oído sus juramentos había resuelto ya no sobrevivir al dolor, a la deshonra! Un momento después vuelve Ernesto arrepentido de su cobarde incertidumbre y resuelto a dar la mano a Luisa. ¡Es ya tarde! La infeliz acaba de tomar un veneno, y aun en sus últimas agonías no articula palabras que no sean de amor y de indulgencia.

El vivo interés con que desde las primeras escenas se oyó el drama, y lo bien que por los actores principales fue desempeñado, sobre todo por la señora Díez, que sin duda excedió las esperanzas del poeta, aunque para ella escribió expresamente el papel de Luisa, no permitieron que el público juzgase con severidad una pieza anunciada como primer ensayo de un joven de pocos años. Así pues, ningún importuno chicheo, ni la más leve muestra de desaprobación osaron contrariar los aplausos que por todos los ángulos resonaban.

Por otra parte, lo inverosímil o poco justificado de algunos encuentros e incidentes, la inutilidad del interlocutor D. Luis, helado confidente de Ernesto, y tal cual expresión malsonante, no son defectos tan graves que hagan olvidar las bellezas de todo género en que abunda el drama, y los lindos versos de algunas escenas, tan lindos que da lástima de que cesen a lo mejor relevados en continua alternativa por la humilde prosa. Esta es acaso la única tentativa propiamente romántica que en esta composición se advierte, sin embargo de que su autor es uno de los que defienden con más calor el romanticismo; todo lo demás entra sin violencia en la jurisdicción de los preceptos horacianos. También D. Álvaro está escrito en verso y prosa, y confieso que semejante novedad no chocó demasiado ni en aquel drama ni en este; ¿pero versificados en su totalidad uno y otro, no hubiera aquél agradado más? ¿Hubiera éste agradado menos?

Concluyo dando al nuevo Ingenio de esta corte la más cordial enhorabuena por el brillante éxito de su primer ensayo dramático, que para último le quisieran otros.

B.

La Abeja, 4 de junio de 1835




ArribaAbajoBoletín de La Abeja. Teatro del Príncipe. Blanca de Borbón, tragedia en cinco actos de Don Antonio Gil y Zárate

Habiendo sido feliz el éxito de esta tragedia no creemos que nadie nos tache de imprudentes por revelar el nombre de su autor que habían callado los carteles.

El título de Blanca de Borbón anuncia desde luego el argumento de este drama. ¿Quién ignora los infortunios de la virtuosa consorte de Pedro el Cruel por poco versado que esté en la historia de España? La catástrofe había de ser tomada forzosamente en las crónicas que la refieren: medios de llevarla a cabo sobraban en el mismo carácter feroz con que constantes nos pintan a Don Pedro todos los historiadores; y cuando el hijo de Alfonso XI no fuera un tigre coronado, bastaban la ambición de la Padilla y la perversidad de su tío, Don Juan Inestrosa para arrastrarle al crimen. Mas siendo forzoso que tan fieros designios experimentasen obstáculos para formar un nudo dramático, el odio, la animosidad de los grandes hacia el tirano que los oprimía, y por otra parte la grandeza de alma de Blanca han suministrado medios al poeta para dar más interés y más movimiento a la acción. Marcha esta desembarazadamente y por medios naturales a su trágico fin. El empeño, no obstante, de conservar la unidad de lugar, acaso demasiado escrupulosamente, es causa de que los personajes vengan más de una vez a la escena y salgan de ella no con mucha verosimilitud, ni mediando desde su desaparición hasta su regreso el espacio de tiempo suficiente; defecto que no puede menos de advertirse cuando en el intermedio no ha caído el telón.

El autor ha tenido que luchar con graves dificultades inherentes al argumento que eligió y al plan mismo de su composición. A aquél pertenecen lo aventurado de los tres caracteres principales, a saber: D. Pedro, Blanca y María de Padilla; a éste lo poco natural que es, mejor diré imposible, que se conspire con éxito contra un rey en su palacio mismo, y se le insulte y amenace impunemente.

Un monstruo de crueldad, que si alguna vez deja de abrevarse en sangre inocente o de ansiarla a lo menos, es para mostrarse débil, irresoluto, afeminado, indigna más que aterra, y excita al fin sensaciones proscritas en todo tiempo y por todas las esencias: la repugnancia, el hastío.

Una mujer toda virtud, toda resignación, toda generosidad; y, sin embargo, vilmente asesinada, es un espectáculo que mortifica, que desgarra el alma del espectador, y la compasión que de este modo se quiere inspirar corre peligro de ser infructuosa por llevarla demasiado al extremo.

Por último, la presencia de una manceba altanera, insolente, que no contenta con hacer gala de su misma prostitución, y con escarnecer a su infeliz rival, sólo respira venganza y exterminio, será siempre de pésimo efecto sobre las tablas.

Pero escogido ya un asunto tan escabroso, tan ingrato, sería injusto el negar que el ingenio del autor ha sacado bastante partido de él; pues poniendo hábilmente en juego los diversos y a veces encontrados afectos de los tres personajes referidos, hace que los de unos sirvan para excusar o para enardecer los de otros, y consigue que todos sean más teatrales por el contraste en que los pone. Así, la procaz insolencia de la Padilla y la bárbara sevicia de D. Pedro hacen que en algunos momentos abandone oportunamente Blanca la humildad, la dulzura de su índole, sin ser por eso menos virtuosa, menos grande. De otro modo adolecería su carácter de una monotonía insufrible. Así, no pudiendo María ser honrada, el momentáneo triunfo de la Reina y la temible inconstancia del Rey la obligan a ser artificiosa y solapada. Así, la magnanimidad de Blanca engendra al fin remordimientos en el alma de su cruel esposo, remordimientos que consuelan en cierto modo al auditorio del horror y de la angustia con que miran, y las arteras lágrimas de la Padilla, en buena sazón y pródigamente vertidas, excusan algún tanto la atrocidad de su amante.

El carácter de Inestrosa es perfecto en su género: hipócrita cuando le conviene, osado cuando necesita serlo, diestro para halagar las pasiones de su señor; más diestro todavía para convertirlas en provecho suyo. No así el conde de Trastamara, que es un declamador, un temerario a quien debiera matar su hermano tantas veces como abre la boca. Más cauto y más prudente le pinta la historia; y pues tal como ha trazado su plan el autor, nada pudiera haberse logrado con prudencia y con cautela a favor de Blanca, no hubiera hecho mal en escoger para su Paladín a otro personaje cualquiera cuyo carácter hubiera podido alterar con menos inconvenientes. Quisiera yo también que D. Pedro se mostrase en esta tragedia ganoso de bienquistarse con la plebe a expensas de la aristocracia como historiadores y poetas le han retratado hasta ahora; y no rabioso verdugo de nobles y plebeyos. Con esta modificación hubiera sido más dramático en mi concepto su carácter. Quisiera también que el envenenamiento de Blanca no se anunciase tan de antemano, y que una vez consumado el crimen hablase menos D. Pedro y desapareciese más pronto de la escena.

A pesar de estos defectos hay situaciones en la tragedia combinadas con sumo acierto y con gran conocimiento del teatro. La escena entre Blanca y María, aunque imitada de otra tragedia, es de efecto seguro; la del acto siguiente cuando la Padilla agota todos los recursos de la coquetería para recobrar su ascendiente sobre el alma del Rey es excelente; la que sigue entre Blanca y D. Pedro cuando éste la quiere obligar a que firme el escrito de divorcio y ella indignada lo rasga, tiene mérito también, y todo el acto cuarto está lleno de movimiento y de pasión.

El estilo es digno de la tragedia, y aunque floja y descuidada a veces, hay trozos en la versificación muy fluidos y armoniosos. El diálogo abunda en pensamientos elevados, y hay en él rasgos patrióticos que no podían menos de hallar vivas simpatías en un público amante de la libertad.

El buen desempeño de los actores, la propiedad de la decoración y de los trajes, y la acertada dirección de la escena han contribuido mucho a la general aceptación con que ha sido recibida la tragedia.

B.

La Abeja, 9 de junio de 1835




ArribaAbajo Boletín. Teatro del Príncipe. Un día del año 1823, drama nuevo en dos actos.- Salida de la señora Vicente Martín, dama joven

Reciente aún la funesta restauración del gobierno absoluto en el aciago año 1823, el joven Eduardo, que hasta el último momento había combatido en defensa de la libertad, se hallaba escondido en casa del realista D. Ricardo, tío suyo, de cuya hija Leonor estaba enamorado. Al principiar el drama se espera que llegue de un momento a otro Carlos, hijo de D. Ricardo, el cual poseído de ideas políticas diametralmente opuestas a las de su primo, servía en el ejército llamado de la fe, y mandaba una compañía de lanceros. Llega Carlos en efecto, pero tan diferente del que se fue, que no sólo aprueba los sentimientos patrióticos de Eduardo, sino que apenas ha abrazado a su familia cuando desaparece resuelto a lavar su pasado borrón pugnando por redimir a la patria de la odiosa esclavitud en que gime. Antes de partir confía a su primo los planes, los recursos y esperanzas de la conjuración en que ha tomado parte; y aunque Eduardo aplaude su generoso designio, procura disuadirle de él, conociendo que la conspiración no estaba bien meditada, y temiendo que la vigilancia de los siervos amados, o alguna de las delaciones tan recurrentes en aquellos tiempos de horror y de ignominia la hiciesen abortar. Le deja marchar sin embargo, cuando poco después se oye tocar llamada, porque no se figura que el grito de libertad haya de darse tan pronto. Así sucede sin embargo, y el virtuoso Eduardo, olvidando su propio peligro, por salvar, si es posible, a Carlos del que le amenaza, decidido a triunfar o morir con él, vuela disfrazado al lugar de la refriega. La empresa se había desgraciado. Carlos y algunos pocos valientes peleaban como desesperados contra centenares de bayonetas enemigas. Eduardo se une a ellos y combate también como un héroe, pero en vano hubiera vertido su sangre por defender la vida de su primo, a no haberse interpuesto varios grupos de paisanos con la intención de facilitar la fuga de los conjurados, ya que no tenían armas con que defenderlos, y visto que el general francés tuvo la cordura y la humanidad de no permitir que se cargase al pueblo. Eduardo vuelve a casa de su tío dejando refugiado a Carlos en la de un amigo; pero el imprudente Carlos vuelve poco después al hogar paterno, vestido de fraile, creyéndose a cubierto de toda desgracia con tan saludable disfraz. ¡Quién le hubiera dicho entonces al uniforme de S. Francisco que andando el tiempo habría de llevar consigo el anatema y la muerte! No faltó quien le siguiera los pasos, y sin darle tiempo para recibir los parabienes de su familia, rodean la casa de tropa, y un oficial con un piquete de soldados se presenta en demanda del fugitivo. Eduardo ha tenido tiempo de hacerle ocultar; él se retira también en la pieza inmediata, y oyendo que el oficial realista se obstina en registrar la casa, preséntase diciendo ser el capitán a quien buscan, y se deja conducir preso. Entre tanto sale Carlos a la calle por una puerta escusada, corre a casa del gobernador francés, se acoge a su protección, y obtiene un salvoconducto para él y otro para su amigo, con los cuales podrán sustraerse a la persecución de las autoridades españolas, embarcándose al momento; pero ya es tarde. La comisión militar ejecutiva acelera la sustanciación de la causa, le condena rápidamente a ser fusilado, y cuando, creyendo poderle salvar todavía, corre Carlos a su encuentro, óyese la horrible descarga, y entre los lamentos de Leonor y su padre, y las imprecaciones que el absolutista convertido lanza contra los tiranos, cae el telón.

La inconsecuencia de Carlos se explica por el poeta, suponiendo que es obra del pesar que le causaba el ver humillada a su patria con el auxilio extranjero, que este pesar le sugiere la reflexión de que no debía de ser muy nacional la causa que hasta entonces había defendido, y que comprende al fin que no es de almas nobles y generosas el agobiar a sus conciudadanos bajo el peso de afrentosas cadenas.

También se convierte al liberalismo su padre D. Ricardo, aunque al principio hace gala de ser realista neto; pero la conversión repentina de este hombre se extraña algo menos, pues además de anunciárnosle como un borricote de muy buena fe y de excelente corazón, no es mucho que se declare enemigo de los que con razón o sin ella quieren fusilar a su hijo.

Sin embargo, como la terquedad y la constancia son en general los caracteres más distintivos del partido del oscurantismo, no deja de chocar la conducta de padre e hijo a quien reflexiona sobre el espíritu de la facción en general, y más no habiendo entrado en el plan del drama el sacar a la escena ningún interlocutor que representase la ferocidad y el encarnizamiento del bando absolutista, que personificase, por decirlo así, la contrarrevolución del año 23; si bien en boca de Leonor se la pinta con sus verdaderos colores.

Mas el poeta tiene ejemplos vivos en que apoyar las conversiones políticas que figura; y por tanto no insistiremos en el reparo que antecede. Menos excusable nos parece el defecto de acumular toda la acción en el acto segundo, ocupando todo el primero en la exposición de los antecedentes, en la llegada de Carlos, y en la revelación que éste hace de su primo de las nuevas ideas que fermentan en su corazón. Distribuida mejor entre los dos actos la serie de importantes sucesos que se atropellan en el segundo, habría más verosimilitud en ellos; y creemos que esto hubiera podido hacerse con poco trabajo. Pero las escenas de sumo interés que tales sucesos producen, la grandeza de alma que despliega en ellos el joven Eduardo, tipo del verdadero liberalismo, el carácter no menos bello de Leonor, las cómicas sandeces de Ricardo, y las excelentes máximas de moral y de política naturalmente ingeridas en un diálogo animado, correcto, y generalmente adecuado a las situaciones y a los personajes que intervienen en el drama, son cualidades que hacen a esta composición merecedora de los aplausos con que el público la ha recibido. Animado con el feliz éxito de este su segundo ensayo el joven don Eugenio de Ochoa, que también fue venturoso en el primero (Incertidumbre y amor), debe emprender, en nuestro concepto, algún trabajo dramático de más importancia, y le aconsejamos otra vez que por pereza no se aficione a escribir sus dramas en prosa, ya que sabe hacer tan buenos versos.

La nueva actriz que la empresa nos ha dado a conocer en esta función, ha ejecutado con inteligencia el papel de Leonor. La Sra. Vicenta Martín se presenta en la escena con desembarazo pero con decoro; sabe dar expresión a lo que dice, y tiene sobre todo en su favor la circunstancia de ser muy buena moza. El público la ha recibido con agrado, y gustará más a los madrileños cuando se haya corregido de cierto tonillo declamatorio que hemos creído advertir en ella. Los demás actores han estado muy acertados en el desempeño de sus papeles, y singularmente el señor Fabiani que ha divertido sobremanera representando el del bonachón de D. Ricardo con admirable naturalidad.

B.

La Abeja, 17 de agosto de 1835




ArribaAbajoBoletín. Literatura dramática

Los partidarios de las dos opuestas escuelas en que se hallan divididos los modernos escritores, y particularmente los que cultivan la literatura dramática, disputan sin cesar, y casi siempre sin entenderse, acerca de si las reglas clásicas son para el talento una rémora funesta, o le sirven de saludable freno contra los desvaríos de la imaginación. Siendo evidente que la observancia de las reglas ha producido en todo tiempo dramas buenos y malos, lo es también que se han engañado, y siempre se engañarán lastimosamente los que se crean con aptitud y con merecimientos para ceñirse escénicos laureles sin más que aprender de memoria los preceptos de Horacio o de Boileau, y aplicarlos a una composición fría, pálida, sistemática sin gracia, sin pasiones y sin caracteres, semejante a la acompasada, pero monótona y helada música de los organillos ambulantes, o a aquellos rostros cuyas facciones, sin embargo de ser bellas, no constituyen un todo que deleite a los ojos ni interese al corazón. Del mismo modo, aquellos que sin más instrucción, sin más talento que la petulante osadía de atropellar y escarnecer las lecciones de los maestros, creen haberlo hecho todo con dialogar en prosa y como Dios les da a entender el primer cuento de viejas que leen escrito u oyen referir, o bien la tormentosa y desatinada pesadilla que la noche antes los desveló, ¿qué harán sino exponerse a las rechiflas del patio?

Muchos de los que afectan tan soberano desprecio hacia los legisladores del teatro, y con ridícula presunción lanzan pueriles epigramas contra reputaciones sólidamente afianzadas en el consenso de muchas naciones y de siglos repetidos, no se han tomado siquiera el trabajo de examinar esas mismas reglas que por boca de ganso y entre gansos oyentes maldicen y vituperan.

Otros, más reprensibles todavía, conocen los preceptos del arte, y por espíritu de pandilla, o por el necio prurito de singularizarse, se empeñan en violarlas todas con nimia y sistemática escrupulosidad: manía extravagante que les hace sudar más que si diesen en la contraria.

Yo no tomaré sobre mí el recomendar la estricta sujeción a todos los cánones aristotélicos y horacianos, y menos aún a ciertas trabas que se impusieron voluntariamente los dramáticos franceses en los siglos XVII y XVIII, tales como el dar un confidente a cada uno de los principales interlocutores y sujetar estos a la etiquetera y cortesana galantería de Versalles, aunque fuesen rudos indios, o austeros esparciatas. La conservación de los coros que constituían una parte muy esencial de los espectáculos dramáticos en los teatros griegos, el reducir a número fijo el de las personas que puedan hablar en cada escena y el de los actos de cada drama, el no consentir que intervengan príncipes en la comedia, ni simples vecinos honrados en poemas trágicos, el establecer un metro especial para cada género de dramas, el determinar el número de horas que deba durar la representación de unos y otros, y otras reglas semejantes, hijas de la moda y el capricho, lejos de contribuir a los progresos y al esplendor del arte, le hacen sobrado tímido y estacionario. Pero las poéticas inculcan otros preceptos que no los ha dictado la autoridad de un hombre, sino el buen gusto y la sana razón. De este número son las unidades de acción, tiempo y lugar; y aunque yo creo que por dar a ellas y especialmente a las dos últimas alguna mayor latitud que la que se permitieron Corneille, Racine y Voltaire, no se levantará sañosa la sombra de Aristóteles acusando de sacrílegos a los que tal intenten; me parece que deben respetarse, al menos hasta donde la verosimilitud teatral lo consienta; regla capital, fuente y raíz de todas las demás. Si por obstinarse servilmente en no atentar en lo más mínimo contra la unidad de acción, sacrifico los intereses, las pasiones, el decoro y hasta la voluntad de todos los interlocutores al lucimiento de mi héroe, haré un monólogo fastidioso en lugar de un drama; si por no faltar a la unidad de tiempo, temeroso de que el dómine me dé palmetas, exprimo la crónica de una semana en el estrecho espacio de tres horas, algún espectador impaciente me podrá llamar embustero con el reloj en la mano; y si, convirtiendo el teatro en linterna mágica, traigo a mi indispensable sala decentemente amueblada con puerta en el fondo, otras dos laterales y balcón practicable, los chismes de la antesala, los gatuperios de la cocina, los de la alcoba, las cuentas del escritorio, las disputas del café, la gritería de la calle y los secretos del estado, no sólo pecaré contra la verosimilitud a que pretendo sujetarme sino contra el sentido común. Mas la unidad de acción bien entendida no reprueba los episodios ingeniosamente enlazados a ella, y los entreactos proporcionan un racional ensanche a las otras dos unidades. Embébase diestramente en ellos el tiempo que deba transcurrir desde la exposición hasta el desenlace, y evítese con cuidado, siempre que sea posible, el revelar al público las horas o días que de un acto a otro han mediado; pero dentro de cada acto, esto es, desde que sube el telón hasta que baja, no se presuma hacer creer al público que el tiempo es más veloz de lo que Dios le ha hecho. No empiece a las diez de la noche una escena con luces artificiales, y acabe con la de la aurora.

No se renuncie a dramatizar un argumento capaz de producir buen efecto en el teatro sólo porque no pueda desenvolverse sin las prudentes licencias que quedan indicadas, pero aquel plan que sin violencia pueda entrar en el círculo de dichas unidades, tales como fueron establecidas por unos preceptistas y ampliadas por otros, será sin duda el mejor y el menos aventurado a la reprobación del público, porque será el más verosímil; y a mi juicio, todo asunto dramático para cuyo desarrollo se necesite el transcurso de muchos años, la concurrencia de cincuenta interlocutores, y todos los montes y mares del mapamundi debe desecharse, porque si el atractivo de la novedad, las ponderaciones del cartel y el lujoso aparato de la escena pueden facilitar un corto número de representaciones, a las cuales acude el público por mera curiosidad, es seguro que un drama semejante morirá a los pocos días para no resucitar jamás. Única excepción de esta regla, son las comedias de magia, y todas aquellas que, sin pretensiones literarias, se escriben a las órdenes del pintor y del tramoyista para halagar los ojos, ya que no para recrear o conmover el alma del espectador, con las agradables ilusiones de la maquinaria y de la perspectiva.

Diré en conclusión que estoy muy lejos de aprobar, aunque valga poco mi dictamen, la excesiva cautela con que muchos ingenios timoratos se abstuvieron de tratar ciertos asuntos. Manejados con tino, muchos de los que hasta ahora han estado proscritos del teatro le pueden enriquecer con producciones dignas de él; pero cuando dijo Horacio nec pueros coram populo Medea trucidet, no dijo ningún disparate; y ese afán, ese vértigo de no presentar sobre la escena sino héroes patibularios y escenas de disolución, de sangre y de horrores, esa especie de delirio y de infernalismo, si se me permite esta palabra, en que parecen deleitarse los modernos dramáticos franceses, es una verdadera calamidad para el teatro. Cada autor se esfuerza a ser más impudente y más sanguinario que los otros; cada cual pugna por excederse a sí mismo en cada nueva producción, y a este paso habrán de suceder a lo cierto, a lo verosímil, y aun a lo posible en la esfera del crimen, las visiones de la más desordenada fantasía: si no es que el abismo haga brotar sobre la tierra un nuevo manantial de atrocidades y de locuras.

B.

La Abeja, 9 de septiembre de 1835.




ArribaAbajoBoletín. Teatro del Príncipe. Las vísperas sicilianas, tragedia en cinco actos, de Mr. Casimir Delavigne, traducida libremente al castellano, y representada en Madrid por primera vez en la noche del domingo último

El famoso acontecimiento que indica el título de esta tragedia, título proverbial que también prestó asunto para una comedia de nuestro teatro antiguo, no representada desde el año 1822, es demasiado conocido de quien haya siquiera saludado la historia de nuestro país, íntimamente enlazada con la de Nápoles y Sicilia en la época a que se refiere, para que me detenga a explicárselo a mis lectores. Designando los anales al célebre Juan de Prochita como alma y jefe de aquella sangrienta conspiración que despojando de una corona al vencedor de Manfredo, al verdugo de Conradino, al déspota de Carlos de Anjou, la puso en las sienes de Pedro III de Aragón a fines del siglo XIII, ocioso sería decir que el héroe de la tragedia de Casimir Delavigne es el citado Juan de Prochita; pero no será ocioso el observar que al talento del poeta francés han sobrado medios para ensalzar a su héroe sin depresión de los demás personajes que actúan en el drama, ni aún del mismo gobernador de la isla y representante en ella de la tiranía francesa. Al contrario, quizá el poeta nos pinta a este sátrapa, a quien llama Monfort, harto más bizarro y generoso de lo que la verdad histórica y la conveniencia dramática permiten, dejándose arrebatar de un espíritu de compatriotismo por otra parte digno de alabanza. Yo creo que para que los pueblos aborrezcan a un tirano basta y sobra que lo sea, sin necesidad de que tenga sobre su conciencia o le atribuyan todos los demás crímenes que deshonran a la humanidad; pero entre presentar en el teatro a los opresores con todo ese funesto atavío, o adornados de tales prendas y virtudes que lleguen a inspirar compasión, si no alabanza, en vez del odio que merecen, hay un medio prudente que en mi dictamen hubiera debido servir de tipo a Delavigne para formar el carácter de su virrey de Sicilia.

Como el hecho solo de aquella horrible carnicería, más famosa que loable como ha dicho un escritor nuestro, pues en ella perecieron inocentes y culpables, y los sicilianos no lograron otra cosa que cambiar de dueño; como tal hecho, repito, no presta materia suficiente para una tragedia en cinco actos aunque precedido de los conciliábulos, amenazas, declamaciones y riesgos comunes a toda conjuración, Mr. Delavigne introduce en su drama dos episodios de su invención. Es el uno la entrañable amistad recíproca entre Monfort y un hijo de Prochita llamado Loredano, amistad que, llegado el caso de combatir cada cual de ellos por el partido a que pertenece, da lugar al desarrollo del espíritu caballeresco que anima a los dos jóvenes, y a escenas incidentes de tanto efecto que oscurecen la acción principal. Tal es entre otras la del final del acto cuarto, que es todo él sobresaliente, cuando Loredano en el momento de la insurrección y de la matanza encuentra solo y desarmado a Monfort, a quien buscaba para combatir con él, y viendo el peligro en que se hallaba su amigo, su protector, y compañero de armas, olvida que ha jurado darle muerte, y en vez de clavar la espada en su corazón, arma con ella su brazo indefenso diciéndole:


Va mourir pour ton maître et moi pour mon pays;



sublime verso que en la traducción ha perdido una parte de su energía.

Casimir Delavigne no creyó haber reunido todavía bastante material para su tragedia, y a los afectos de la amistad en pugna con los de la gloria quiso también añadir unos amores entre el mismo Loredano y una princesa de la casa de Suevia, llamada Amelia, si mal no me acuerdo, cuya mano solicita también Monfort. Este es el segundo episodio; y tan poco necesario para la acción que el traductor lo ha suprimido sin trabajo y sin que lo hayan echado de menos, ni cosa semejante, los que no han leído la tragedia original. Pero si no hace falta para la acción, y antes inoportunamente la embaraza, sirve para que se desenvuelva más ampliamente el carácter de ambos rivales, y para engendrar los vehementes celos que al fin producen su enemistad. Delavigne hubiera hecho muy bien a mi juicio en no mezclar las debilidades y los delirios del amor a un asunto tan grave como el de la libertad de un pueblo, sobre todo cuando no sirve de resorte natural para el logro de tan gran designio. Además, el amor no es una de aquellas pasiones que pueden ocupar en la escena un lugar secundario. Pero como este episodio, bien o mal imaginado, entró en el plan del poeta francés, suministrándole materia para formar algunas escenas que han desaparecido enteramente, y dar a otras más interés o más movimiento del que tienen en la traducción, la marcha del drama resulta en ella demasiado lenta, sobre todo en los primeros actos. Es tan raro también un espectáculo dramático sin ninguna mujer, y somos por acá tan apasionados al bello sexo, que la escena, aunque ocupada por buenos actores, parecía sin él yerta y desamparada.

A pesar de haber perjudicado algún tanto al buen éxito de la tragedia la extremada duración de algunos diálogos en los cuales se declama demasiado, tiene escenas de efecto, como la de la entrevista de Prochita y Monfort en el acto tercero; la de la reunión de los conjurados, en la cual pronuncia el libertador de Sicilia un discurso que puede citarse como modelo de elocuencia y de poesía; y la ya referida de los dos rivales al fin del acto cuarto. Hay en el diálogo sentencias admirables, sobre todo en boca de Prochita, cuyo carácter me parece perfecto en su género: es el de un ciudadano dispuesto a emprenderlo y a sacrificarlo todo por su patria, el de un conspirador aguerrido y astuto, a quien ningún obstáculo, ningún contratiempo intimida, antes aumentan su osadía; hábil para aprovecharse de la circunstancia al parecer más insignificante, y para dirigir con fruto al fin que se propone las cualidades buenas y malas de sus parciales. En medio de su constante circunspección no le abandona su grandeza de alma cuando ha menester manifestarla sin rebozo, como cuando insultado por Monfort, le dice que ha venido a Palermo


Pour vivre et mourir libre au milieu des esclaves:



pensamiento muy bien traducido, quizá mejorado por el traductor: siento mucho no recordar el verso castellano; y como cuando al presentarse victorioso ve a su hijo expirar sobre el cadáver de Monfort, a cuya amistad se inmola voluntariamente, Prochita entonces, semejante al fundador de la república romana y al héroe de Tarifa, vierte una lágrima al contemplar tan doloroso espectáculo, vuelto de repente a sus conciudadanos exclama con magnánima entereza:


Soyez prêts a combattre au retour de l'aurore




«Cuando nazca el día
a combatir de nuevo preparaos.»



La versificación de la tragedia española tiene toda la lozanía, todo el estro, toda la facilidad, y al mismo tiempo toda la redundancia y toda la incorrección de un joven de 17 años, que esta edad tendría cuando no sin riesgo la tradujo uno de los amigos a quien más cordialmente estima el autor de este artículo. Caro a las musas, no le han impedido sus halagos el volar a ceñirse nuevos laureles en los campos de Marte, como no se lo impidieron a Garcilaso y a Cervantes. Puesto que no ha revelado su nombre en el cartel, respeto su modesto silencio, contentándome con decir que ese nombre nada tiene de oscuro ni en el Parnaso español ni en el valiente ejército de Navarra.

En la ejecución de la tragedia no pusieron cuanto estaba de su parte los actores. Sin embargo el señor Latorre mostró en el papel de Prochita su acreditada inteligencia arrancando en más de una ocasión generales aplausos. El señor Romea mayor, que también los recibió con justicia, tuvo momentos felicísimos, aunque en algún otro por un efecto de su mismo celo, no economizó, como sabe hacerlo, sus facultades. Su hermano Florencio desempeñó con bastante acierto el papel de Monfort.

B.

La Abeja, 12 de noviembre de 1835




ArribaAbajoBoletín. Teatros. Noche del 19, días de la Reina nuestra Señora Doña Isabel II. - Nueva representación de Lo que puede un empleo, comedia de D. Francisco Martínez de la Rosa

Para contribuir la empresa a la solemnidad del día, dispuso en el teatro de la Cruz una función toda compuesta de piezas patrióticas, a saber: El plan de un drama o la Conspiración, improvisación de dos ingenios de esta corte, ejecutada por primera vez en la representación dada con el objeto de destinar su producto a los gastos de la presente guerra; Otro diablo predicador o el Liberal por fuerza, intermedio dramático, escrito de intento para celebrar la apertura de las Cortes en su segunda legislatura, y Lo que puede un empleo, comedia en dos actos.

De las dos primeras han hablado ya los periódicos. La tercera es harto conocida para hacer de ella un examen detenido. Baste decir que es de circunstancias, como las otras; pero de circunstancias ya muy diferentes de las que actualmente nos rodean. Se escribió y representó por primera vez en 1812, y toda ella gira sobre las preocupaciones que en aquella época dominaban; preocupaciones que al cabo de veintitrés años de vicisitudes políticas y de memorables escarmientos, han desaparecido ya del ánimo de los españoles, si no en su totalidad absoluta, a lo menos en la mayor parte de ellos. Por desgracia no faltan medios todavía para alucinar y fanatizar a la crédula, ignorante muchedumbre; pero bien seguro es que se ha disminuido considerablemente el número de los autómatas que se dejan llevar del diestro como bestias de carga adonde quieran llevarlos la ambición y la venganza de los egoístas, y aún es más cierto que ya nadie cree que los liberales huelen a azufre, ni que hay brujas, ni las demás patrañas que el taimado hipócrita D. Melitón finge creer, y el cándido D. Fabián cree a pie juntillas en la comedia de que hablo. La pobreza de los medios dramáticos empleados en ella, la demasiada lentitud con que marcha la acción, y aun cierta semejanza entre ella y la del Tartuffe, eran motivos para temer que su éxito no fuese de los más felices; pero si bien no ha correspondido al que tuvo cuando se estrenó, y posteriormente en los llamados tres años, puede decirse que ha sido muy satisfactorio, y tal que pudiera contentar al autor aunque ahora viese la luz su drama por la primera vez. Las frecuentes risas y las palmadas con que el público acaba de acogerlo, se deben, en mi concepto, a lo patriótico del asunto, a lo variado y bien sostenido de los caracteres, a la naturalidad y corrección del lenguaje, y a las sales en que el diálogo abunda, si bien pudiera ser más ligero en algunas escenas. Es drama en fin de circunstancias, pero no de aquellos que mueren con las circunstancias que los engendran. En él se advierten destellos del ingenio que había de honrar después nuestro teatro, y no se necesita ser muy apasionado a los escritos del señor Martínez de la Rosa para reconocer en esta comedia un ensayo digno del autor de La hija en casa y la madre en la máscara. Los actores han estado acertados en el desempeño de sus papeles.

En la misma noche representó la compañía del teatro del Príncipe, o por mejor decir, representaron Guzmán y los tramoyistas la siempre concurrida y celebrada Pata de cabra; y para que no faltase en dicho teatro algún obsequio directo a la augusta Huérfana, cuya fiesta se celebraba, cantaron los señores Salas y Galdón acompañados de los coristas, un himno patriótico nuevo, cuya marcial música es obra, según me lo han asegurado, de un señor Procurador a Cortes, cuyo nombre no revelaré, respetando como es justo, el silencio del cartel. También se cantó el himno de Riego, a petición del auditorio, y además en ambos teatros, iluminados como es costumbre en tales días, tocaron las orquestas en los intermedios diferentes canciones gratas a los hombres libres.

B.

La Abeja, 21 de noviembre de 1835




ArribaAbajoBoletín. Teatro de la Cruz. Clotilde, drama nuevo en cinco actos traducido del francés

Cristian ha llegado a la edad de 30 años sin adquirir honores, ni empleos, ni riquezas; y aunque no ha hecho grandes diligencias para obtener estos bienes, porque ha vivido siempre sin pensar en mañana, se queja amargamente de la sociedad; no porque él sea ambicioso, sino porque su escasa fortuna es un obstáculo insuperable para conseguir la mano de Clotilde, huérfana millonaria, a quien ama con delirio, y de la cual es con igual vehemencia correspondido. Dotados funestamente los dos de una imaginación exaltada y de un corazón de fuego, hubieran podido unirse a despecho de su tutor, en lo cual no diré yo que hubieran dado un ejemplo muy laudable a la juventud; pero a lo menos no hubieran cometido ningún delito, sino una falta que su pasión hubiera disculpado, y que la bendición nupcial hubiera absuelto. Sin embargo, el mismo Cristian que tanto declama contra las preocupaciones y las flaquezas de los hombres, se deja avasallar por la más miserable de todas: la vanidad. Arrastrado por ella pide la mano de Clotilde, y para lograrla finge ser hombre acaudalado, y ofrece presentar 400.000 francos en el momento de firmarse los contratos, esperando, con demasiada ligereza, que hallará quien le facilite esta suma en la confianza de que el cuantioso dote de la novia le va a suministrar fondos más que suficientes para satisfacer el capital y los intereses por crecidos que sean. Un hombre que se halle en estado de poder prestar tan gruesa cantidad, podrá no saber muchas cosas; que el gran talento y las grandes riquezas no acostumbran a darse la mano, pero no ha de ignorar que un marido no puede disponer así como quiera de los bienes dotales de su mujer. Así es que sobre semejante hipoteca no halla quien le anticipe un franco. Entre tanto la palabra de Cristian está empeñada; una sola noche le resta para cumplirla o para perder su estimación y con ella la mano de Clotilde. Le queda el recurso de tentar la codicia del hebreo Isaac, rico capitalista; pero éste después de exigir tan exorbitante usura como la mitad del dote de Clotilde; esto es, cosa de un trescientos por ciento, exige que acepte la novia previamente letras por un valor enorme. Cristian le despide indignado, no sin impulsos de arrojarle por un balcón, y perdida ya toda esperanza resuelve darse muerte; pero antes de consumar su horrible designio se lo participa en una carta a Clotilde. Poco después suena un pistoletazo, y oyendo pedir socorro abre su puerta al mismo Isaac que llega herido por unos malhechores que querían despojarle de 600 000 francos que llevaba consigo en billetes de banco, producto de no sé qué venta o negocio reciente. El demonio y el amor y la voz de Clotilde que oye Cristian le precipitan en el abismo del crimen, y viendo que son inútiles las nuevas instancias que hace al judío para que le saque del apuro en que se halla, y que ya llega Clotilde, hace entrar en otra habitación al avaro, le remata de una puñalada y se apodera de su dinero.

Clotilde viene a entregarse en los brazos de Cristian, y enajenada por su pasión redime con su propia honra la vida del amante.

Ya hacía un año que vivían juntos, y aún no se había casado. Cristian no se atrevía a dar a Clotilde en los altares una mano ensangrentada, ¡y se atrevía a prolongar la afrenta en que la infeliz vivía por premio de su generosidad! Ella sufría con resignación su suerte, cuya causa ya sabía, porque en un momento de delirio se le escapó a Cristian su fatal secreto; y si no completamente feliz, vivía consolada a lo menos mientras podía creer que era amada. Cristian, avergonzado de sí mismo, y devorado por los remordimientos, era muy desventurado... ¡Pero se cansó de serlo! La iniquidad es ingeniosa, y el que una vez se ha lanzado en la carrera del vicio no acierta a salir de un mal paso sin meterse en otro peor. Por amor a su Clotilde se decide Cristian a buscar alguna distracción en la sociedad, prometiéndose así echar de su alma el torcedor que la destroza, y recobrar su alegría para consagrarse entero a labrar la felicidad de una mujer que sólo de él la espera; y el resultado de estos inocentes desahogos es fastidiarse de Clotilde, abandonarla, insultarla, y cometer la bajeza de casarse con una intrigante porque le proporciona un gran destino.

Clotilde, después de haber empleado en vano las súplicas, las lágrimas, las reconvenciones, no es dueña de sí misma, y en un momento de cólera y de despecho descubre el asesinato y el robo que cometió su perjuro amante, acusándole ante los tribunales. Pero su alma, toda amor, no tarda en arrepentirse de una acción culpable, aunque algo más justificada que las maldades de Cristian; y ya que no puede salvarle, se consume llorando por él, sin otro afán que el de implorar de rodillas su perdón antes de precederle a la tumba. Cristian se niega a verla en su prisión, al paso que recibe en ella sin rubor a la rival de Clotilde. Era preciso que la baja pasión del rencor se albergase también en el alma degradada que había dado abrigo, no diré ya a los crímenes que llevan en sí cierta infernal sublimidad que los liberta del desprecio, sino a la venalidad y a la ingratitud. ¡Y Cristian se queja todavía de la sociedad, y le falta poco para llamarse inocente! Para no decir de este hombre que es el monstruo más abominable que ha podido abortar el infierno, le salvaremos suponiéndole loco, como hacen los abogados cuando es demasiado evidente la criminalidad de sus defendidos.

¿Y qué ha de ser sino loco el que teme a la muerte y no quiere la vida? En este conflicto de afectos se halla, cuando introducida por el alcalde se le aparece Clotilde diciéndole: haz de mí lo que quieras, en el momento en que juraba ahogarla entre sus brazos si osaba ponérsele delante. Llora Clotilde arrepentida y no se queja ofendida y ultrajada; póstrase a los pies de quien nunca mereció besárselos a ella; Cristian se obstina inexorable en negarla su perdón, porque dice que ningún corazón le comprende, ni nadie la da lo único que ya desea. ¿Qué me traes, la dice, además de tu amor y tus remordimientos? ¡Toma!, le responde ella, y le da un veneno, que él recibe con entusiasmo, porque le libra de morir en un cadalso; pero aun para esto necesita que su víctima le dé el ejemplo. Un crimen estrecha los lazos que otro crimen ató, y otro y otros desataron, y cuando vuelve la intrigante con un perdón que necesitaría para sí misma, halla a Clotilde y a Cristian expirando el uno en brazos del otro, y saboreando entrambos el placer del suicidio; Clotilde por amor; Cristian por cobardía.

En la creación del carácter de Cristian no se ha propuesto, a mi ver, otro objeto el autor que hacer más patético e interesante el de Clotilde que es la heroína como la protagonista del drama, porque sería preciso formar muy mal juicio de la moralidad de Mr. Soulié el atribuirle la dañada intención de hacer en aquel personaje, que tiene por dicha más de fantástico que de verosímil, la apología de la depravación. Aunque Clotilde no sea un modelo de virtud, al menos se aparta de ella a su despecho, arrebatada por una pasión inocente, y guiada, digámoslo así, por la mano férrea del infortunio; pero Cristian es delincuente sin necesidad, sin motivo, y sólo por el gusto de serlo. Así, pues, cuanto mayor es el horror que tal hombre nos causa, más conmiseración nos inspira la desventurada mujer que ha caído en sus garras; y en la desventura de uno y otro ha querido darnos el poeta dos lecciones terribles: para que las mujeres desconfíen de amantes frenéticos, la una; para que respetemos la sociedad, puesto que vivimos en sociedad, la otra. Bajo este aspecto no deja de ser moral el drama de Soulié, pero las imaginaciones incautas y en extremo ardientes pueden extraviarse si toman demasiado al pie de la letra ciertos hechos y ciertas declamaciones que emplea el autor con muy distinto fin; y más si se dejan fascinar por el prestigio de la energía e inteligencia con que ejecutan sus respectivos papeles la Sra. Matilde Díez, encargada del de Clotilde, y el Sr. Romea mayor, que tiene a su cargo el de Cristian. Los demás papeles, excepto el de un honrado sirviente que desempeña muy bien el Sr. Furnier, están cruelmente sacrificados al lucimiento dramático de esos dos colosos. El drama ha sido aplaudido al caer el telón.

B.

La Abeja, 17 de diciembre de 1835




ArribaAbajoBoletín. Teatro de la Cruz. Beneficio del Sr. García Luna. - García de Castilla, o el triunfo del amor filial, tragedia original en cinco actos. - Casada, viuda y soltera, pieza en un acto, traducida del francés. - Canción nueva

El autor de la tragedia citada parece, según el anuncio del cartel, que no se propuso seguir en ella ni la escuela romántica ni la clásica: a esta última pertenece sin embargo por la estructura del drama y por todos los medios empleados en él, inclusa la versificación. El autor se ha separado bastante de la historia en este argumento, en el cual apenas hay otra cosa de verdadero que los nombres y el hecho de haber sido excitado por su madre D. García a rebelarse contra su padre el rey D. Alonso el tercero, si bien no consta en los anales que le impulsase también al parricidio. La oscuridad de aquellos tiempos excusa tales licencias, pero a no ser una distracción, creo que es demasiado gratuita la de titular la tragedia García de Castilla, siendo este príncipe hijo de un rey de Asturias y de León, no de Castilla, porque hasta dos siglos después no se unieron estas monarquías bajo un mismo cetro.

Supone el autor que García está enamorado y correspondido de Elvira, noble huérfana, a la cual solicita también el rey D. Alonso, sin saber éste que tiene por rival a su propio hijo. Celosa la reina y sentida hasta el furor de verse abandonada por su marido, se propone vengarse nada menos que dando muerte al rey por mano de su hijo, y para lograr su intento excita las pasiones de todos hasta lograr introducir la más terrible discordia en la familia, sin perdonar el medio infame de la calumnia. Por dicha al clavar García el puñal en el corazón de su padre se arrepiente de su iniquidad: don Alonso, averiguando entonces que García es amado de Elvira, desiste de su temerario empeño de poseerla, y se la cede generosamente. Más hace; y ésta sí que es generosidad: perdona a su atroz mujer, sin embargo de que ésta se irrita y se desespera en presencia del mismo Alonso, porque ni García le ha asestado el golpe mortal, ni el escuadrón de sediciosos que la sigue consiente en ser instrumento de su venganza rabiosa. Visto lo cual, y sin aceptar un perdón, que realmente no merece, se da de puñaladas.

El carácter de esta mujer es el defecto capital de la tragedia, no tanto por lo feroz cuanto por lo inverosímil. ¿No era más natural que pensase en deshacerse de Elvira, y aun que la aborreciese como causa, aunque inocente, de su desventura? Al contrario, manifiesta el más vivo interés hacia esta joven; y los celos no suelen ser en verdad tan generosos. Pero aun suponiendo que sólo contra su infiel consorte deba convertir todo su encono y que sin intentar antes otros medios menos sangrientos pueda disculparse al frenesí que la arrastra a inmolarle; ¿por qué no asesinarle ella misma antes que afanarse tan infernalmente por ver consumado el crimen más horroroso que un hombre puede cometer? ¡El parricidio! Dice que ama a su hijo; y no sólo lo dice sino que el poeta nos la quiere en efecto presentar como buena madre; ¡y le induce a perpetrar un atentado de que la naturaleza se estremece, y pretende hacerle en consecuencia mil veces más desventurado que la víctima de su rencor! La marcha demasiado lenta de la escasa acción de esta tragedia; lo inútil de la arrogante embajada de un moro que propone, disputa, amenaza, y no vuelve a aparecer, ni se trata ya más de moros; la languidez, o por mejor decir, la inutilidad de algunas escenas que en rigor no son más que la segunda edición de otras, y lo poco motivado de algunas entradas y salidas son faltas excusables en quien tiene poca experiencia de la escena. En medio de estos defectos no faltan situaciones de interés, diálogos animados, y rasgos dignos del coturno. La versificación es en general fácil y sonora, aunque poco limada, y también se notan faltas de lenguaje, como trompa marcial de Marte, cadáveres moribundos y otras, efecto sin duda de que el autor no ha tenido humor o tiempo para dar a su obra la última mano. Tenemos entendido que es joven, laborioso y fecundo. Es de esperar que a este imperfecto ensayo sigan composiciones de más merito y solidez; alguna [que] de otro género ha publicado el mismo ingenio, si es quien me figuro, ha merecido general aceptación. En el desempeño de la tragedia sólo me atrevo a elogiar a la Señora Matilde Díez, cuya dulce expresión hacía muy interesante a Elvira; y al señor Romea, que ha ejecutado con sumo celo y completamente aplaudida inteligencia el papel de García.

La pieza Casada, viuda y soltera cuya traducción me parece muy regular, se reduce a que una doncella, ya veneranda, fue tomada por asalto, digámoslo así, años atrás, sin haberle dejado el agresor en aquel nocturno y tenebroso abordaje otro rastro ni otras señas de su piratería que una cartera con documentos, que a su tiempo han de motivar la anagnórisis y el desenlace, y un chiquillo que se cría en Bailén como un rollito de manteca, Dios le bendiga, y echando roncas por allá dentro a estilo del país. Ocurre que una sobrina de la atropellada dueña viene de América en ocasión en que ésta no puede ya ocultar el rollo y se va a ver en una afrenta si no hay una buena alma femenina que lo prohíje. Tanto ruega, tanto insta y de tal modo sale al encuentro de todas las dificultades la apurada tía: ya ni viuda, ni casada, ni doncella, que la muchacha consiente en que la cuelguen el milagro: y hela aquí casada, viuda y soltera, sin comerlo ni beberlo. ¡Pues! porque la chica de por sí es soltera, aunque no muy de buena voluntad según lo apasionada que está de un oficialito que ha venido a bordo en su compañía, y que bebe los vientos por ella: la tía dice primero que es casada la sobrina, y entendiendo después que ya no existe el marido que al principio la atribuía, se quita de cuentas y la supone viuda: así se descifra la charada del título. Para abreviar, viene por otro lado un tío del oficialito, y este tío es justamente el corsario de marras; y oye a su tiempo los ecos del robusto infante y los de su conciencia, y se casan el tío con la tía y el sobrino con la sobrina; y la honra se salva y la virtud triunfa. Pero antes ha producido la consabida farsa una multitud de incidentes muy graciosos a expensas de la paciencia y de la tranquilidad del oficial. Es pieza ingeniosa y divertida aunque el tal Scribe la vistió de un verdecillo que tira a colorado. El público se inquietó unas miajas al principio, y se rió después de ¡lo lindo! Aún se hubiera reído más si todos los actores hubieran sabido de memoria los papeles respectivos. El beneficiado desempeñó el suyo; esto es, el del oficialito, con mucho donaire.

Un discreto zapateado por Mariana y Mariano, y una sabatina de la Zíngara de Donizzetti, con más, una letrilla nueva que cantó la señora Manzzochi, en obsequio del ya dicho beneficiado, y cuyos autores de letra y música ya constan auténticamente a este respetable público, sirvieron de agradables intermedios a la función. La sabatina ya era conocida; la cancioncita, cuya letra es lo de menos, cuya música pareció muy linda, y cuya ejecución embelesó al auditorio, y tanto que no cesaron sus clamores hasta que se levantó de nuevo el telón y cantó segunda vez todas sus estrofas la donosa napolitana, es como sigue:




El no sé


   Cuando me llaman bonita;
el corazón me palpita;
y si me lo dice Antón...,
en el pecho se me arde el corazón.
       ¡Ah!
       ¿Qué será?...
    Yo no lo sé, no lo sé, no lo sé:
Si usté lo sabe, dígamelo usté.
       ¿Eh?
    Si usté lo sabe, dígamelo usté.
¡Ay qué apurada me veo
entre un temor y un deseo!
Explíqueme usté por Dios...
cuál quiero yo que venza de los dos.
       ¡Ah!
       ¿Qué será?... (etc.)
    Si Antón me llama su amada,
¡me pongo tan colorada...!
Si llora al verme cruel,
me dan conatos de llorar con él.
       ¡Ah!
       ¿Qué será?... (etc.)
   Hoy... no sé lo que me dijo
que me dio ¡tal regocijo...!
Y la mano me apretó; ...
y ni él soltaba, ni soltaba yo.
      ¡Ah!
       ¿Qué será?... (etc.)



B.

La Abeja, 21 de enero de 1836




ArribaAbajoBoletín. Teatro del Príncipe. La muerte de Torrijos, drama en dos actos. - Beneficio del Sr. Juan Lombía

No hace mucho que hablamos de este drama con motivo de haber asistido a su primera representación, ejecutada en el teatro de la calle de la Sartén, y en esta atención nos limitaremos ahora a decir que en su argumento ha seguido el autor tan fielmente la historia de aquella dolorosa catástrofe, harto conocida de todos, que por lo mismo ha debido parecer el drama desnudo de interés aun habiéndose desempeñado por actores de más crédito: hablo del interés literario, puramente dramático; no del interés político, pues pocos asuntos podrán ofrecerlo mayor. Por otra parte argumentos trágicos muy famosos, argumentos que consisten en sucesos lastimosos, irremediables, ya anunciados en el mismo título del drama a que han dado materia, son poco dramáticos, son más a propósito para la epopeya que para el drama. La presencia de un héroe, condenado de antemano a muerte, por decirlo así, o el inútil esfuerzo de una ciudad, cuyo destino no es dudoso para el espectador, porque sabe que ha de ser presa de las llamas y que sus hijos han de enterrarse entre sus ruinas, son espectáculos que afligen y atormentan, sin permitir al ánimo ni el lenitivo de la esperanza, ni el placer de la sorpresa, aunque sea momentánea, ni la agitación siquiera del terror o del asombro que suelen consolar a una alma largo tiempo triste y abatida. Y si el asunto de un drama trágico tiene además de esta desventaja la de ser demasiado reciente, resulta mucho más desarmado y comprometido el autor que le pone en escenas porque ni aun le deja el recurso de amenizarle con ingeniosos episodios, y esto por razones que a nadie se ocultan. El autor del drama que nos ocupa las ha tenido presentes sin duda, y circunscrito a interlocutores determinados, todos coetáneos, y a un hecho, grande sí, heroico, inmortal, y tanto más glorioso para la memoria del valiente Torrijos cuanto mayor fue la perfidia y más torpe la bajeza de su asesino, pero muy fresco en la memoria de los españoles, le ha sido forzoso recurrir alguna vez a declamaciones inútiles y a detenerse en pormenores de poca monta para llenar el espacio de dos actos. Ha tenido no obstante en su abono las simpatías que no puede menos de inspirar la suerte de tan ilustre campeón en todo corazón amante de la libertad y de la patria; y el amor de la patria y de la libertad que visiblemente movieron al mismo autor a emprender esa tarea, le ponen a cubierto de toda censura.

Después de las boleras del trípili que bailaron con Piáttoli y Pacheco de un lado la más ágil, del otro la más bella de nuestras bailarinas, terminó la función la graciosa pieza Los guantes amarillos; y tanto en ésta como en el drama, trabajó el beneficiado con celo, con inteligencia y con aplauso.

B.

La Abeja, 23 de marzo de 1836




ArribaBoletín. Teatro del Príncipe. Primera representación de Aben-Humeya, drama histórico de D. Francisco Martínez de la Rosa

El levantamiento de los moriscos en las Alpujarras en el reinado de Felipe II, más de medio siglo después de la conquista de Granada por los Reyes Católicos, es el asunto de este drama que hace algunos años circula impreso.

Como el hecho de la insurrección no suministraba por sí solo bastante material para un drama de regular duración, el Sr. Martínez ha enlazado con aquel otros incidentes que le hacen más teatral, más patético, sin mengua del interés político. La marcha del drama es como sigue.

Primer cuadro. Aben-Humeya, descendiente de los reyes moros de Córdoba, vivía oscuro y retirado con su familia en una casa de campo inmediata a la villa de Cádiar, bajo el nombre de D. Fernando de Valor; cristiano y súbdito del rey de Castilla en la apariencia, que a tal extremo le había reducido la suspicaz intolerancia del vencedor; pero mahometano de corazón y enemigo irreconciliable del nombre castellano como todos los de su raza. Suspiraba por romper el afrentoso yugo que pesaba sobre su cuello, y meditando en silencio con otros de sus compatriotas sobre los medios de acometer tamaña empresa, esperaba una coyuntura favorable para dar el grito de independencia. La noticia de haber sido preso su padre y de haber osado insultar a su hija unos soldados insolentes arrebatando de su rostro el modesto velo que le cubría, práctica de su no abandonada creencia, apresuraron el momento de la rebelión. Herido en lo más sensible de su corazón el noble Aben-Humeya, tierno hijo, padre apasionado y fiel musulmán, jura tomar venganza de sus opresores, y su grito de guerra halla eco en todas las almas de sus conciudadanos no menos ulceradas y rencorosas que la suya.

Segundo cuadro. En una caverna habitada por el Alfaquí, o sacerdote de los moros, único mahometano que no había recibido la ley del vencedor, y que conservando su traje nacional vivía en austera soledad consagrado al culto del profeta, se reúnen multitud de moriscos ya armados y entre otros Aben-Farax y Aben-Abó, caudillos cegríes, y enemigos secretos de Aben-Humeya, que descendía de Abencerrajes, el mismo Aben-Humeya y otros jefes de las diferentes tribus que poblaban aquella fragosa comarca. El Alfaquí inflama con elocuente plática el belicoso y patriótico ardor de los suyos: el pueblo moro aclama por rey a Aben-Humeya no sin envidia de Aben-Abó que aspiraba al mismo honor, aunque no osaba todavía manifestarlo. La vista del estandarte de Mahoma que había conservado el Alfaquí lleva a su colmo el entusiasmo de los conjurados. Un himno religioso los prepara al combate y parten resueltos a redimir la patria del yugo extranjero, a lavar en su sangre tantas injurias, o a perecer en la demanda.

Tercer cuadro. Era la noche de Navidad. Los cristianos celebraban con cánticos y danzas el nacimiento del Salvador del mundo. Cuando ya se hallaba dentro de la iglesia toda la población cristiana de Cádiar, los moriscos que la observaban acuden por diferentes puntos, penetran en el templo y degüellan a cuantas personas hallan en él sin excepción de sexo ni de edad. Si algún infeliz sale libre de la iglesia, muere en las calles, tomadas todas por los conjurados, y algunos que por enfermos o impedidos no habían asistido a la fiesta religiosa, perecen en sus propios lechos. Otros de los sublevados asaltan el castillo y en pocos momentos se enseñorean de la villa. Las llamas del templo abrasado por aquella frenética muchedumbre acrecientan el horror de tan sangrienta escena.

Cuarto cuadro. Mientras Aben-Humeya, que a pesar de sus buenas prendas no está exento de ambición, goza de su triunfo y de su engrandecimiento en el palacio del castillo, ostentando cierta pompa oriental en cuanto lo podían permitir los escasos recursos de su pobre y naciente monarquía, Aben-Abó, que conspira con Farax para destronarle, se apodera de una carta en que Muley-Carime, suegro de Aben-Humeya pedía clemencia a los enemigos. Esto debía reputarse y era en efecto en tales circunstancias un grave delito, aunque fuesen buenas las intenciones del viejo. Su yerno se ve precisado a condenarle, y le da un veneno, por cuyo medio se sustrae Carime al puñal que iba a sacrificarle. Este acto de forzosa justicia se califica de crueldad por los mismos que le provocaron: de aquí toma pretexto Aben-Abó para sublevar a los moriscos contra su rey: sale éste a apaciguar el tumulto, perece en él y con sus manos ensangrentadas y traidoras se ciñe Aben-Abó aquella triste y efímera diadema que había de arrastrarle a igual infortunio. Así se lo predice al expirar Aben-Humeya; así se lo anuncia Farax cuando exclama: «¡Aben-Abó! ¿Ves ese reguero de sangre? Ese es el camino del trono.»

Nos parece que este drama, aunque escrito con mucho conocimiento del efecto teatral, no presenta novedad notable en los caracteres de los personajes que en él figuran, y tal vez alguno de ellos, el de Muley-Carime, por copiado de la naturaleza con demasiada exactitud es menos dramático de lo que conviene. Sus prudentes reflexiones, sus fundados temores, sus sabios consejos, por más que todo esto sea propio de la experiencia y de las virtudes que el poeta le atribuye, entorpecen a veces la acción en momentos en que el espectador quisiera verla progresar con rapidez. No siendo el personaje principal del drama, parecía que no había tampoco necesidad de dar tanto interés a su muerte prolongando del modo que se hace su cruel agonía, de la cual creemos, por otra parte, que tarda demasiado en apercibirse Zulema. En general, ha concedido el Sr. Martínez de la Rosa más espacio del conveniente, en nuestro dictamen, a los afectos de familia, a las escenas domésticas, digámoslo así. Aligeradas estas no perjudicarían al efecto general del drama, y lejos de ser rémora penosa de su marcha, ofrecerían el grato pero breve reposo que el ánimo del espectador gusta de hallar cuando se le presenta una serie de cuadros dramáticos tan interesantes y tan hábilmente concebidos como los de este drama. El de la cueva del Alfaquí, donde la muchedumbre sierva y fanática se postra ante un rey y un sacerdote, dominada por el prestigio de ambos, y juzgándose libre y feliz cuando sólo va a cambiar de cadenas; aquel canto místico, cuya solemnidad acrece el mismo lugar donde resuena, dándole un no sé qué de fatídico y terrible; aquel grupo de sañudos rivales que aguzan ya impacientes el puñal regicida; el sonido de la campana de los cristianos, de que tanto partido saca el Alfaquí exclamando: «¿no escucháis?.... ¿No escucháis? ¡Hijos de Ismael, los infieles os llaman para ir a idolatrar en su templo!...» Toda esta escena está escrita con gran talento. Si en el último rasgo que hemos citado, como en la horrible carnicería del acto segundo, tuvo presente nuestro poeta a Casimir Delavigne en sus Vísperas sicilianas, es evidente que aquí la apóstrofe es más ingeniosa y eficaz que cuando Procida exclama:

¡Ecoutez! ¡L'airain sonne: il m'apelle; il vous crie que l'instant est venu de sauver la Patrie !

La escena del acto tercero entre Muley Carime y Aben-Humeya cuando éste va descubriendo por grados a aquel que es sabedor de sus inteligencias con el enemigo, y acaba presentándole la carta fatal después de haber pronunciado la sentencia de muerte contra el culpable, es una de las que más honran nuestro teatro. A la presentación de la carta sigue este terrible diálogo.

MULEY CARIME.-  Basta... ¿Eres tú el único depositario de este secreto?

ABEN-HUMEYA.-  También lo saben otros.

MULEY CARIME.-  ¿Quién?

ABEN-HUMEYA.-  Aben-Abó y Farax.

MULEY CARIME.-  Ya sé la suerte que me espera.

ABEN-HUMEYA.-  ¿La sabéis?

MULEY CARIME.-  Y la aguardo tranquilo.

ABEN-HUMEYA.-   (Echa una ojeada alrededor de la sala, saca del seno un pomo de oro, le abre y se le da.) Tomad, y salvaos.  (Vuelve a otro lado el rostro y se arroja sobre los almohadones.) 

MULEY CARIME.-   (Toma el pomo, bebe el veneno y clava los ojos en Aben-Humeya, después se acerca a él y le dice:) Tú reinarás.



Esta palabra es sublime.

El drama de Aben-Humeya es de mucho aparato teatral, y la empresa lo ha decorado como corresponde. También tiene música,... acaso demasiada para haber de cantarse por coristas. Así es que aunque los coros han merecido la aprobación de los inteligentes, sobre todo el de los musulmanes, y en su composición ha hecho un feliz ensayo el señor Salas, no han producido el mayor efecto. El del drama hubiera sido quizá más completo si las escenas en que toma parte el pueblo, o numeroso acompañamiento, que son varias, se hubiesen ejecutado con más unidad y precisión. Conocemos que esto es muy difícil aquí donde no hay comparsas actores como en otras partes, y donde por el contrario hay algunos actores que serían muy buenos para comparsas. De todos modos nos parece que este drama es inferior en mérito al de La conjuración de Venecia del mismo autor.

Todos los actores han hecho lo posible por dejar con lucimiento al señor Martínez de la Rosa; y es bastante decir, porque conseguir v. gr. que el señor Fabiani, excelente cómico para papeles cómicos, haga bien el papel de un venerable pontífice, es imposible. El señor Latorre aunque desgraciadamente hubo de dar algún grito desentonado, cosa que no se puede remediar en escenas de mucho calor, mostró suma inteligencia en el desempeño del papel de Aben-Humeya y especialmente en la escena citada, en la cual le ayudó bien el señor López. También dio pruebas de buen actor en el monólogo de la escena 4.ª del mismo acto. Aunque largo, no lo pareció en su boca. El papel de Zulema es harto débil y pasivo: quizá por esto mismo lo ejecutó con cierto miedo la señora Bárbara Lamadrid. Su hermanita nos agradó mucho en el de Fátima. En el de Aben-Abó hizo ver el señor Romea mayor que es para más difíciles empresas, y la del de Farax no es superior a las fuerzas del señor Romea menor.

El telón que dividió las dos partes de que consta el acto primero, es obra reciente del ingenioso Mr. Blanchard. En él se ven formando dos grupos, sobre los cuales reparte Apolo con igualdad sus resplandores, diferentes atributos, héroes y trofeos de los dos sistemas de literatura que se disputan la corona; clasicismo y romanticismo. La explicación de este precioso cuadro haría demasiado largo este artículo; por lo mismo y en atención a que los que no le hayan visto han podido leer su descripción en los mismos carteles del teatro, nos limitaremos a repetir lo que nos respondió un amigo inteligente cuyo voto consultamos. Es muy lindo, es un poema.

B.

La Ley, 10 de junio de 1836





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