Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  -126-  

Desde luego, cada cual explica su pasado como mejor le conviene a la memoria, pero si la discusión tuvo una base eminentemente literaria, son evidentes las implicaciones sociales que vertebran y amplían la polémica. Es indudable que la vanguardia estaba construyendo un hombre nuevo y una ciudad nueva, y ese nuevo orden había engendrado una nueva sociedad que reclamaba por lógica nuevas estructuras de organización política. Es innegable, de igual forma, como explica Jean Clair, el «perfil político» que se deja traslucir en todo el arte de vanguardia, y la tensión entre compromiso y prescindencia que dio origen a no pocas disidencias en el seno mismo de las llamadas vanguardias históricas (futurismo, dadaísmo y surrealismo)193. Por lo demás, el debate que suscita en Buenos Aires la disputa entre Florida y Boedo es moneda común en el proceso de germinación del vanguardismo en buena parte de América Latina. Elías Castelnuovo apunta a esa disensión interna que comparten las distintas manifestaciones de avanzada:

El resentimiento amargo de la postguerra determinó en Europa la formación de movimientos literarios, cuya virulencia no permitía vislumbrar claramente cuál era su propósito coherente. Si se proponían ellos acabar con los moldes caducos del arte o con las caducas instituciones   -127-   en vigencia que habían arrastrado y provocado esa catástrofe mundial194.



El historiador peruano Jorge Basadre había observado en 1928 la existencia de un conflicto común a buena parte de la vanguardia latinoamericana entre una tendencia social o ética y una tendencia artística o estética, un «conflicto entre la forma interiormente bullente y la materia rígida impuesta por la sociedad»195. En Perú, Mariátegui había dejado prácticamente zanjada la cuestión con un artículo demoledor publicado en Amauta en noviembre de 1926: «No podemos aceptar como nuevo un arte que no nos trae sino una nueva técnica. Eso sería recrearse en el más falaz de los espejismos actuales. Ninguna estética puede rebajar el trabajo artístico a una cuestión técnica. La técnica nueva debe corresponder a un espíritu nuevo también. Si no, lo único que cambia es el paramento, el decorado. Y una revolución artística no se contenta de conquistas formales»196. En Buenos Aires, sin embargo, no hay una reflexión sería sobre el dilema hasta bien entrada la década del treinta.

  -128-  

La discrepancia que separaba a la vanguardia bonaerense, rememora Elías Castelnuovo, consistía en que mientras unos «propiciaban la revolución de las envolturas», los otros hacían lo propio con «la revolución de las estructuras»:

Mientras Florida sostenía que a nuevos tiempos correspondían nuevas formas de arte, Boedo sostenía que a nuevos tiempos correspondían nuevas formas de vida. Que lo que cambiaba o debía cambiar eran las condiciones de la existencia del hombre y no las condiciones de las modalidades de arte197.



Desde Florida se reiteraba que existía una «disidencia orgánica con la literatura de Boedo»198. Seguía vivo el espíritu de la confrontación, pero no había voluntad de diálogo, faltaban teóricos de un lado e interlocutores del otro:

Estamos ya hartos -se quejaría González Lanuza- de oír hablar de arte de «vanguardia», de grupos de «izquierda», de la « batalla literaria», de «avanzados y conservadores» [...]; Literariamente, crear, es revolucionar, por cuanto es desbaratar la visión tradicional para imponer una nueva199.



  -129-  

En noviembre de 1927 aparece el último número de Martín Fierro, que decide clausurar la publicación ante la pretensión de un grupo de redactores de apoyar desde las páginas de la revista la candidatura de Yrigoyen a la presidencia200: «el programa de Martín Fierro -reafirma Evar Méndez en su despedida- le exige permanecer desvinculado de todo interés y asunto de índole política y consagrarse por entero, únicamente, a los problemas literarios y artísticos»201.

Pero las circunstancias políticas iban a dar un giro radical tras la elección definitiva de Hipólito Yrigoyen como presidente de la Nación. La crisis económica del 29 había golpeado con fuerza la entraña de la sociedad argentina, cuyo signo último de debilidad son los acontecimientos que conducen al asalto de la casa de gobierno el 6 de septiembre de 1930. Inmersa la Argentina en la llamada «década infame», el motivo que vertebra la polémica entre   -130-   Florida y Boedo regresa a la palestra en 1933 de la mano de una encuesta realizada por la perseguida revista de orientación izquierdista Contra, que dirigía Raúl González Tuñón. La encuesta, explica Beatriz Sarlo, «comienza en el número 3 con la pregunta "¿El arte debe estar al servicio del programa social?", bajo el título general de "Arte, arte puro, arte propaganda"»202. Oliverio Girondo, cuyo «Manifiesto» había dinamizado las aspiraciones artísticas del grupo de Florida, concede en su respuesta que

el arte no debe «servir» a nadie, pero puede servirse de todo... hasta de la política. Hay que reconocer, sin embargo, que ésta nunca inspiró obras de verdadera importancia, debido a que los problemas que plantea -por apremiantes, por angustiosos que resulten- son de orden práctico y carecen, por tanto, del desinterés y de la libertad que requiere toda creación artística. Esto no implica, en lo más mínimo, que un artista no pueda encontrar en la política la veta que le conviene203.



Y en el mismo número, Cayetano Córdova Iturburu, uno de los primeros colaboradores de Martín Fierro, se adhiere al ideal bretoniano del «surrealismo al servicio de la revolución», proclamando que «el arte, revelación de lo mejor y lo peor del hombre, no puede dejar en modo   -131-   alguno de prestar su poderoso acento a la preocupación dominante de nuestro tiempo»204. Las distancias entre una y otra postura comenzaban a acortarse y, en buena lógica, la disputa dejaba paulatinamente de existir.

Precisamente, unas palabras de Córdova Iturburu nos sirven para cerrar el significado de aquella dilatada polémica y lo que uno y otro grupo aportaron al campo intelectual porteño en la década del veinte:

Contempladas las cosas en la perspectiva que dan los años transcurridos, es justo reconocer que ambos grupos cumplieron animosa y valientemente su tarea. Martín Fierro prestó a las artes y a las letras del país el inestimable servicio de dotarlo de una expresión renovada, limpia y eficaz para la revelación de la realidad nueva y Boedo echó las bases de un arte político que, liberado de ciertos lastres estéticos retardatarios, estilísticamente remozado, flexibilizado y enriquecido por la caudalosa experiencia artística de nuestra época, puede dar, aún, no pocas obras de interés para el país y para la causa -siempre entrañablemente vigente- de la felicidad social, política y económica del hombre. Un arte auténticamente revolucionario no puede serlo sino en la forma tanto como en el contenido, no puede hablar sino el idioma propio de su época205.



  -132-  

Desde luego, este planteamiento no garantiza un perfil totalizador del panorama literario porteño de la segunda década del siglo XX, pero sí permite obtener, a mi juicio, una visión globalizadora y contextualizada del mismo. Si nos hemos demorado en fundamentar y analizar esta fragmentación ideológica que parece dividir la literatura argentina de vanguardia, ha sido porque, como dice César Fernández Moreno, «poemas y manifiestos se ven apareados en la producción del siglo, revelando una curiosa fusión del producto poético y su teoría, que nace de una necesidad compulsiva de justificar ante el mundo la actividad poética»206. Necesidad de justificación o no, lo cierto es que sí puede intuirse un elemento catalizador de actitudes y de voces, una suerte de hilo conductor que conecta los gestos colectivos con las más íntimas manifestaciones literarias. Y ese hilo conductor que enhebra una historia paralela de la vanguardia poética argentina es indudablemente la ciudad: Buenos Aires, símbolo ineludible de la modernidad americana e icono privilegiado de toda la figuración artística argentina del siglo XX.

Antonio Pagés Larraya ha establecido el preciso perfil urbano de ambos grupos en relación al desarrollo literario de la ciudad:

  -133-  

Boedo, en el corazón de Almagro, cerca de la poética Flores, nutre una pléyade disconforme y avanzada de izquierdistas y soñadores iconoclastas. Florida, elegante y culta, es más extranjerizante, más desarraigada y cosmopolita... Boedo mira hacia la entraña del país; Florida mira hacia el puerto. Boedo hablaba en lunfardo o casi en lunfardo; Florida intentó crear una nueva expresión argentina para las páginas literarias. Boedo introdujo la calle en la novela y el cuento; Florida quiso llevar la literatura hacia la calle. Boedo y Florida suponen, pues, dos maneras extremas y a la vez complementarias de ver y sentir la ciudad207.



Pero no fue todo, en realidad, tan cerrado ni tan tajante como pueda desprenderse. Los provectos vates de la generación anterior siguieron publicando como si poco o nada estuviera pasando; los jóvenes puristas de Florida, entre algaradas, banquetes y manifiestos, no dudaron en asalariar su pluma en el sensacionalista diario Crítica que dirigía el uruguayo Natalio Botana; y los protestarios proletarios de Boedo, por su lado, acabaron confluyendo en publicaciones y tertulias ajenas, e incluso no titubearon en unir sus voces a la de sus contendientes literarios en la famosa disputa por el meridiano intelectual de Hispanoamérica contra la   -134-   madrileña Gaceta literaria208. Sin embargo, sí hubo en toda aquella generación, nacida literariamente al amparo de las vanguardias del arte, una conciencia ineludible de pertenencia física y espiritual a la urbe con escasos prededentes en aquel Buenos Aires que imponía un cada vez más acentuado ritmo metropolitano al cotidiano vivir, sentir y pensar de sus habitantes. Y aquella recién adquirida conciencia no fue sino el cimiento de una construcción literaria que, superponiendo a la traza urbana un no menos extenso entramado verbal, representaba, con su lógica diversidad de horizontes, la verdadera «fundación literaria»209 de Buenos Aires.




ArribaAbajoLos últimos hombres felices

El grupo de Florida


La ciudad ríe mal y dañosamente. Bien está, pues, que vengan sus humoristas a traer por buen cauce la mala carcajada de ahora.

Roberto Gache.                


  -135-  

La intensa ebullición de movimientos de renovación estética que trataban de reconstruir el arte europeo tras la devastadora experiencia de la Guerra del 14 y la Revolución Rusa, era, en el Buenos Aires de la segunda década del siglo XX, poco menos que un rumor infundado que los académicos atendían con desgana desde los oscuros salones de la cultura oficial. Algunos jóvenes, sin embargo, y otros no tan jóvenes, vivieron por aquellos años en París y algunas otras capitales europeas una imposible bohemia de artista porteño, portando a su regreso la evidencia luminaria de una verdad distinta: Cendrars, Cocteau, Morand o Max Jacob mantenían vivo el espíritu de Apollinaire, desaparecido para la poesía en noviembre de 1918; Picasso, Braque, Léger, Kandinsky, Klee, Grosz, Carrá, De Chirico o Delaunay, daban cuenta de una revolución estética sin precedentes en la historia de las artes plásticas; Moholy-Nagy, Lipchitz o Archipenko, en escultura, y Le Corbusier y Gropius, en arquitectura, remozaban las formas y volúmenes de la nueva realidad; Honegger o Stravinsky otorgaban a la música el dinamismo y la libertad melódica de los nuevos tiempos, experimentando además con las nuevas modulaciones que en Nueva Orleáns y Chicago improvisaban las orquestas negras del jazz; Hausmann y Man Ray en fotografía, y Weine, Gance o Lang, en cinematógrafo, exploraban las posibilidades de un arte nacido al amparo de la modernidad.

Sin embargo, poca o nula repercusión tenían para el público bonaerense, más acostumbrado a la chanza política   -136-   o la nota de sociedad, todos aquellos augurios de la «nueva sensibilidad»; no hablemos de lo que, más cercano, aunque mucho menos ruidoso, ocurría en otros rincones del continente americano. Esto, unido al inmovilismo creador anteriormente mencionado, había generado un estado de cerrazón cultural que trababa el normal desarrollo de una vanguardia autóctona. Oliverio Girondo, en un texto redactado en conmemoración del 25º aniversario de la revista Martín Fierro, sintetizaba ejemplarmente el contexto cultural que estamos tratando de describir:

Mientras el desprevenido burgués de las grandes capitales pernocta en un constante sobresalto; mientras las ascéticas experiencias del «cubismo» amenazan agotar, desde el año 1912, su inocente capacidad de indignación; mientras pululan y se suceden los «ismos» y nace en Zurich, en 1916, para explotar en París la «inanidad sonora» y destructiva de «Dadá»; mientras en la misma España -con algún retardo y cierta timidez- surge el «ultraísmo», y germina de nuevo en París -a través de Apollinaire- el «surrealismo», aunque no florezca hasta el 24, aquí no pasa nada210.



Con el propósito de llenar ese vacío fueron apareciendo las distintas publicaciones y revistas que dieron a conocer los presupuestos teóricos del denominado   -137-   grupo de Florida: Prisma (1921-1922), Proa (1922-1923), Inicial (1923-1927) y sobre todo Martín Fierro (1924-1927). Esto no sólo suponía el acceso a las recientes manifestaciones culturales del exterior, sino también la consolidación de un espacio de autopromoción para la obra de los nuevos artistas locales: Olivari, Borges o Girondo (poesía); Emilio Pettoruti, Norah Borges o Xul Solar (pintura); Curatella Manes y Fioravanti (escultura); Horacio Coppola (fotografía); Bulrich, Vautier y Prebisch (arquitectura).


ArribaAbajoPrehistoria ultraísta

El nacimiento en 1919 de una revista de sátira política con el título de Martín Fierro, tras las huelgas y manifestaciones de la llamada «Semana Trágica», significaba quizás el punto de inflexión dentro de la situación cultural rioplantense. En opinión de Lafleur, Provenzano y Alonso, «el sorpresivo impacto -por lo demás efímero y casi inadvertido- [...] de aquella hoja desenfadada y estridente [...] que manifestaba su disconformidad de tan ruidosa manera, marca con toda claridad el hito que necesitamos»211.

  -138-  

Ese mismo invierno, la familia Borges, después de una larga temporada en Ginebra, se instalaba durante unos meses en España como última escala de su viaje de regreso a Buenos Aires. Primero en Sevilla y luego en Madrid, descubre el joven Jorge Luis el brío renovador de los manifiestos y principia su particular «prehistoria ultraísta» de la mano de Guillermo de Torre y Cansinos-Assens y de las revistas Grecia y Ultra. En sus páginas, ensaya Borges algunas actitudes que un año más tarde van a preparar el desembarco de la vanguardia en Argentina: «Entre el mundo externo y nosotros, entre nuestras emociones más íntimas y nuestro propio yo, los fenecidos siglos han elevado espesos bardales. Se nos ha querido imponer la obsesión de un eterno y mustio universo, de ramaje agobiado bajo las grises telarañas y larvas de pretéritos símbolos. Y nosotros queremos descubrir la vida. Queremos ver con ojos nuevos»212.

En marzo de 1921 llega Borges de regreso a Buenos Aires resuelto a fomentar en su ciudad natal los hallazgos descubiertos en su experiencia europea. Pero más que un retorno, como reconoce el propio Borges, su encuentro con la ciudad de la infancia fue todo un descubrimiento, un hallazgo poético que había superado con creces sus expectativas. Y esa revelación se vislumbra desde la primera   -139-   proclama del «ultraísmo argentino», la publicación del primer número de la revista mural Prisma, aparecida en Buenos Aires en diciembre de 1921 con las firmas de Guillermo de Torre, Eduardo González Lanuza, Guillermo Juan y el propio Borges. En el apartado final de la proclama, que aparece bajo el título de «latiguillo», se formula una especial vinculación entre poesía y ciudad:

Hemos embanderado de poemas las calles, hemos iluminado con lámparas verbales vuestro camino, hemos ceñido vuestros muros con enredaderas de versos: que ellos, izados como gritos, vivan la momentánea eternidad de todas las cosas, i sea comparable su belleza dadivosa i transitoria, a la de un jardín vislumbrando a la música desparramada por una abierta ventana i que colma todo el paisaje213.



Lo más significativo, para nuestro caso, es el vínculo inequívoco que se establece entre el acto poético y la realidad urbana: una ventana abierta a la poesía, una suerte de escaparatismo lírico que funde la poesía con los tópicos urbanos para engendrar una inusitada antología del paisaje moderno. En el segundo número de Prisma se reincide en este mismo aspecto:

  -140-  

Por segunda vez, ante la numerosa indiferencia de los muchos, la voluntaria incomprensión de los pocos i el gozo espiritual de los únicos, alegramos con versos las paredes.

Volvemos a crucificar nuestros poemas sobre el acaso de las miradas.

[...]

Los rincones i los museos para el arte viejo, tradicional, pintarrajeado de colorines i embarazado de postizos, harapiento de imágenes i mendicante o ladrón de motivos.

Para nosotros la vida entusiasmada i simultánea de las calles, la gloria de las mañanitas ingenuas i la miel de las tardes maduras, el apretón de los otros carteles i el dolor de las desgarraduras de los pilluelos; para nosotros la tragedia de los domingos y de los días grises214.



Era la primera señal de que la juventud intelectual porteña despertaba de su prolongado letargo y comenzaba a organizarse. «Y ya que a los hijos naturales no se les concede la dicha de elegir padres que acrediten su nobleza», como diría el retórico, hubieron de buscar sus émulos los jóvenes artistas porteños en todo aquello que venía de afuera. Tan sólo Ricardo Güiraldes y Macedonio Fernández, entre los predecesores, acogieron con entusiasmo las propuestas de la nueva generación. En 1922, no ganó las elecciones presidenciales, «ante la inmensa turbación reinante», el imposible partido macedoniano, sino el del   -141-   otrora Intendente Marcelo T. Alvear, pero la figura paternal de Macedonio aparece apadrinando la segunda gran tentativa vanguardista porteña, la revista Proa. Sus páginas sirvieron para revelar los primeros apuntes creativos de Guillermo Juan, González Lanuza, Norah Lange, Francisco Piñero y del propio Jorge Luis Borges.

Más importantes, a juicio de César Fernández Moreno, son las muestras de aquiescencia de la consolidada revista Nosotros, en mayo de 1923 con la masiva «Encuesta sobre la nueva generación literaria» y dos años antes, en diciembre de 1921, con la publicación de un artículo de Borges en el cual presentaba de manera esquematizada los principios fundamentales de la poética ultraísta:

1. Reducción de la lírica a su elemento primordial: la metáfora.

2. Tachadura de las frases medianeras, los nexos, y los adjetivos inútiles.

3. Abolición de los trebejos ornamentales, el confesionalismo, la circunstanciación, las prédicas y la nebulosidad rebuscada.

4. Síntesis de dos o más imágenes en una, que ensancha de ese modo su facultad de sugerencia215.



La aparición de estas publicaciones y el esfuerzo difusor de algunos editores como Manuel Gleizer o Samuel   -142-   Glusberg son, dirá Girondo, «algunos indicios estimulantes» que anuncian «la presencia de una generación de hombres jóvenes donde no faltaban quienes se hallasen algo enterados de la producción contemporánea y en la que todos, a pesas de diferir en sus apreciaciones y preferencias, coincidían y sentíanse unidos por la misma insatisfacción y el mismo descontento»216. Este y no otro, puntualiza Girondo, era el «estado de conciencia» que propicia la aparición en febrero de 1924 de la revista Martín Fierro.




ArribaAbajoMartín Fierro: hacia una nueva realidad

Al parecer fue el editor Samuel Glusberg quien, en septiembre de 1923, convenció a Evar Méndez para reeditar la vieja revista Martín Fierro de 1919. A falta de una verdadera figura mesiánica, la nueva revista nacía con una decidida vocación cohesiva, promulgando un «frente único» para la difusión organizada de las nuevas corrientes estéticas:

El propósito de formar un ambiente (repetiré una vez más mi estribillo: clima propicio para la creación; amistosa o fraternal unión de los escritores; cohesión de los elementos dispersos según sus afinidades; orientación clara de las aspiraciones y tendencias estéticas; emulación de   -143-   los autores, estímulo provocado por el ambiente, gran acicate para crear la obra), fue un punto fundamental de la acción y la propaganda de Martín Fierro, dentro de su programa de suscitar e impulsar un amplio y fuerte movimiento de juventud, renovador de las letras y las artes plásticas del país e interesado por todo cuanto fuera vida argentina217.



El contenido de la revista, que lleva el subtítulo de «Periódico quincenal de arte y crítica libre», evidencia el denodado esfuerzo de sus redactores por difundir la obra de las figuras más relevantes del arte contemporáneo: pintores, escultores, arquitectos, músicos, pero ante todo escritores y poetas. Por sus páginas deambulan reiteradamente los nombres de Jean Cocteau, Paul Morand, Max Jacob, Jean Giradoux, Jules Supervielle, Jean Prevost, Valery Larbaud, Aldo Palazzeschi, Fortunato Depero, Marinetti y la primera traducción al castellano del poema «Zone» de Guillaume Apollinaire. Ocupa, desde luego, un lugar privilegiado la nueva generación poética argentina (Oliverio Girondo, Norah Lange, Jorge Luis Borges, José González Carbalho, Sixto Pondal Ríos, Sergio Piñero, Luis Franco, Francisco Luis Bernárdez o Nicolás Olivari), y no se echa de menos un notable seguimiento de la moderna literatura latinoamericana y española.

  -144-  

La estruendosa entrada en escena de Oliverio Girondo, auténtico cabecilla de la rebelde juventud literaria argentina tras la publicación en 1922 de sus Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, iba a determinar decisivamente la orientación de Martín Fierro, como megáfono de las nuevas ideas estéticas, a partir de la publicación del mencionado «Manifiesto» en el cuarto número de la revista. El texto, de inequívoca intención polemista, es una afirmación radical de la estética de vanguardia, con evidentes resonancias al propagandismo marinettiano y la insolencia de Tzara:

Frente a la impermeabilidad hipopotámica del «honorable público».

Frente a la funeraria solemnidad del historiador y del catedrático, que momifica todo cuanto toca.

Frente al recetario que inspira las elucubraciones de nuestros más «bellos» espíritus y a la afición al ANACRONISMO y al MIMETISMO que demuestran.

Frente a la ridícula necesidad de fundamentar nuestro nacionalismo intelectual hinchando valores falsos que al primer pinchazo se desinflan como chanchitos.

Frente a la incapacidad de contemplar la vida sin escalar las estanterías de las bibliotecas.

Y, sobre todo, frente al pavoroso temor de equivocarse que paraliza el mismo ímpetu de la juventud, más anquilosada que cualquier burócrata jubilado:

«MARTÍN FIERRO» siente la necesidad imprescindible de definirse y de llamar a cuantos sean capaces de percibir que nos hallamos en presencia de una NUEVA sensibilidad y de una NUEVA comprensión, que, al   -145-   ponernos de acuerdo con nosotros mismos, nos descubre panoramas insospechados y nuevos medios y formas de expresión.

«MARTÍN FIERRO» acepta las consecuencias y las responsabilidades de localizarse, porque sabe que de ello depende su salud. Instruido de sus antecedentes, de su anatomía, del meridiano en que camina, consulta el barómetro, el calendario, antes de salir a la calle a vivirla con sus nervios y con su mentalidad de hoy.

«MARTÍN FIERRO» sabe que «todo es nuevo bajo el sol» si todo se mira con unas pupilas actuales y se expresa con un acento contemporáneo.

«MARTÍN FIERRO» se encuentra, por eso, más a gusto en un transatlántico moderno que en un palacio renacentista, y sostiene que un buen Hispano-Suiza es UNA OBRA DE ARTE muchísimo más perfecta que una silla de manos de la época de Luis XV.

«MARTÍN FIERRO» ve una posibilidad arquitectónica en un baúl «Innovation», una lección de síntesis en un «marconigrama», una organización mental en una «rotativa», sin que esto le impida poseer -como las mejores familias- un álbum de retratos que hojea, de vez en cuando, para descubrirse a través de un antepasado... o reírse de su cuello y de su corbata.

«MARTÍN FIERRO» cree en la importancia del aporte intelectual de América, previo tijeretazo a todo cordón umbilical. Acentuar y generalizar, a las demás manifestaciones intelectuales, el movimiento de independencia iniciado, en el idioma, por Rubén Darío, no significa, empero, que habremos de renunciar, ni mucho menos finjamos desconocer que todas las mañanas nos   -146-   servimos de un dentrífico sueco, de unas toallas de Francia y de un jabón inglés.

«MARTÍN FIERRO» tiene fe en nuestra fonética, en nuestra visión, en nuestros modales, en nuestro oído, en nuestra capacidad digestiva y de asimilación.

«MARTÍN FIERRO» artista, se refriega los ojos a cada instante para arrancar las telarañas que tejen, de continuo, el hábito y la costumbre. ¡Entregar a cada nuevo amor una nueva virginidad, y que los excesos de cada día sean distintos a los excesos de ayer y de mañana! ¡Ésta es, para él, la verdadera santidad del creador!... ¡Hay pocos santos!

«MARTÍN FIERRO», crítico, sabe que una locomotora no es comparable a una manzana y el hecho de que todo el mundo compare una locomotora con una manzana y algunos opten por la locomotora, otros por la manzana, rectifica para él la sospecha de que hay muchos más negros de lo que se cree. Negro el que exclama ¡colosal! y cree haberlo dicho todo. Negro el que necesita encandilarse con lo coruscante y no está satisfecho si no le encandila lo coruscante. Negro el que tiene las manos achatadas como platillo de balanza y lo sopesa todo y todo lo juzga por el peso. ¡Hay tantos negros!...

«MARTÍN FIERRO» sólo aprecia a los negros y a los blancos que son realmente negros o blancos y no pretenden en lo más mínimo cambiar de color.

¿Simpatiza usted con «MARTÍN FIERRO»?

¡Colabore usted con «MARTÍN FIERRO»!

¡Suscríbase usted a «MARTÍN FIERRO»!218



  -147-  

Obviamente, son múltiples las consideraciones que pueden plantearse en relación al texto; lo que nos interesa aquí, no obstante, es ese gesto irrevocable de aceptación, celebración y consagración de lo nuevo, no sólo como principio estético, sino como verdadera asunción del espíritu vital de la modernidad. Dentro de ese programa, Buenos Aires ocupa un lugar fundamental. Alberto Pinetta, recurriendo nuevamente a la parábola urbana, determina que «las generaciones, del mismo modo que el paisaje de las ciudades, están llamadas a actuar de acuerdo a una propia y exclusiva fisonomía, independiente del pasado, fiel a la eterna mutación de las cosas»219. En este sentido, la fisonomía de la ciudad es tan importante como su propia representación poética.

En 1926 Martín Fierro hizo efectiva aquella anunciada responsabilidad de «localizarse», trasladando la redacción de la revista a un local en la esquina de Tucumán y Florida: «Estamos donde debiéramos estar: en pleno centro, donde la ciudad es más actual y más venidera. [...] Aquí en calle Florida, en donde la ciudad es como una síntesis de sí misma y del país»220. Muy a su pesar, Buenos Aires ya no era aquella ciudad de esquinas sin ochava, aquella ciudad de casas bajas, con ventanas enrejadas y patio andaluz, aquel Buenos Aires de la infancia que Borges quiso recuperar   -148-   en su poesía. Y no lo era, más claramente que en ningún otro sitio, en aquella, todavía ilustre, calle Florida. La calle Florida, antigua calle San José, había sido una de las primeras en tener iluminación eléctrica y ser empedrada. Muy pronto la aristocracia porteña la eligió como zona de reunión y residencia, erigió en ella palacios y mansiones, y acudió encopetada al elegante Jockey Club o a la no menos refinada confitería Richmond. En 1910, su conversión en vía peatonal la transforma definitivamente en la auténtica arteria comercial de Buenos Aires, generando uno de los iconos principales de la modernidad urbana: es la «vidriera», cuyo brillo suntuoso deslumbra por igual la esperanza de los humildes y la codicia de los poderosos. «El Centro, el Centro, / la calle Florida...», había escrito Baldomero Fernández Moreno: «Vidrieras, vidrieras, / cosas exquisitas, / telas orientales, / vivas sederías»221. Más que una calle, Florida era un verdadero símbolo, un arquetipo del Buenos Aires de la modernidad.

Y a esa ciudad que encarna Florida es a la que se dirige mayoritariamente la mirada martinfierrista: «el suburbio abusa de nuestra ternura; nos ablanda con demasiada frecuencia; debemos desconfiar un poco de abandonarnos excesivamente a su carácter fácil, demarcado, que nos impone una limitación»222. Desde el primer número, la   -149-   revista había manifestado un cariz declaradamente urbano. En la primera portada de la revista puede leerse la famosa «Balada del intendente de Buenos Aires», donde Evar Méndez critica la planificación urbana llevada a cabo por el entonces Intendente de la ciudad Carlos Noel:



   Ciudad de las torres de confitería
Que surges del río puro chocolate
Con el idiotismo de tu simetría
De tus pobladores franco disparate:
Tienes quien te gane si no quien te empate.
Y es tu prototipo y es toda tu esencia
Y es de tus faroles el mejor remate
El chocolatero que está en la Intendencia.

Su nariz define su tilinguería,
Dice, antes que él llegue: «Paso al botarate!»
Como quien anuncia ya su apología
Mostrando, insolente, tal zanahoriate.
Doctor en barbecho, similor magnate,
Por propio decreto se nombró «Excelencia»
Mientras que en su casa miel y huevos bate
El chocolatero que está en la Intendencia.

Para deslumbrarnos con su fantasía
Próceres de bronce tiene en jaque-mate,
Crea mingitorios coloniales, vía
Costanera, cambia nombres. El orate
quiere que el tranvía nunca se abarate.
Y las mancebías son una indecencia
-150-
Pues su unitarismo sórdido no abate
El chocolatero que está en la Intendencia223



A pesar del eclecticismo imperante en la concepción edilicia bonaerense, en la década del veinte el Intendente Noel decide retomar el espíritu decorativista de Alvear, proyectando reformas urbanas que son vigorosamente rechazadas por algunos redactores de la revista. Los arquitectos Ernesto Vautier y Alberto Prebisch acusan a Noel de estar fomentando un anacrónico «"estilo colonial", simple transplante del barroco español y de la arquitectura andaluza y cuya única originalidad consiste en el primitivismo, la ingenuidad o la inhabilidad con que ha sido ejecutada la ornamentación de los edificios que copia»224. Si necesaria era la renovación de las formas poéticas, no lo era menos la regeneración de los modelos arquitectónicos. Se propugna la armonía y simplicidad de las formas, una arquitectura simple, «pura creación del espíritu»; ideas todas que en Europa promulgaba Le Corbusier y que ya estaban circulando en Buenos Aires algunos años antes de la esperada llegada del insigne arquitecto francés. Es la pugna entre el ingeniero y el decorador, entre la arquitectura racional y la arquitectura ornamental: «El pasaje Güemes y el edificio Barolo -escriben Vautier y Prebisch-,   -151-   cuya hiriente fealdad es demasiado notoria para no ser percibida por el transeúnte menos cultivado, son dos pruebas contundentes de lo que deseamos: que es un absurdo intento de rejuvenecer viejos estilos; que un nuevo método de construcción exige formas nuevas, y que no se puede forzar impunemente una estructura adaptándola a las arbitrarias exigencias de un estilo cualquiera»225 (fig. 4).




ArribaAbajoMotivos de la urbe

Reflejo o revés del espacio edificado, el espacio de la escritura permite al transeúnte literario reconstruir la ciudad física a través del ejercicio íntimo de la lectura. La explosión de la vanguardia supone el ingreso definitivo de Buenos Aires a ese orden espiritual, en el que la ciudad leída transforma y condiciona la experiencia de la ciudad vivida. La ciudad es ahora una red de nuevos símbolos que sólo un espíritu contemporáneo es capaz de descubrir y descifrar. A partir de la década del 20, un amplio grupo de escritores y poetas se impuso la tarea común de promover esa unidad de acción entre el ser moderno y el entorno moderno que distingue a la modernidad.

  -152-  

«Hacia un nuevo estilo»

Vautier y Prebisch, «Hacia un nuevo estilo», Martín Fierro, 2.ª época, año II, núm. 21, 28 agosto de 1925

Fig. 4

  -153-  

Inmersos en este clima conceptual, abrimos la nómina de poetas de marcado registro urbano con Cayetano Córdova Iturburu, uno de los teóricos del «martinfierrismo» que declaraba en 1927 estar preparando un libro de poemas titulado La ciudad de los anuncios luminosos. La nueva ciudad comenzaba a hacerse hueco entre los versos, aunque un año antes, en 1926, Córdova Iturburu había publicado otro poemario La danza de la luna, en el que la placidez del barrio de Flores, se presenta en un tono muy distinto al que años antes había elucidado la exacerbada mirada vanguardista de Girondo en su poema a «Las chicas de Flores». En el poema «Elogio de la parroquia de San José de Flores» de Córdova Iturburu, a pesar de las doctrinas, a pesar de los manifiestos y otros aspavientos renovadores, la ciudad aparece todavía atenuada por ese aura sentimental que teñía los paisajes urbanos de Enrique Banchs, Evaristo Carriego y Baldomero Fernández Moreno:


Flores es una calle llena de árboles
con olor a jardín recién regado,
una niña que espera en una puerta,
unos chicos que juegan y a lo lejos un piano.
[...]
Junto a la verja de una casa quinta
nos detendrá un piano romántico
a la hora profunda en que la noche
se abandona en los brazos de los últimos tangos.
Flores es tan romántico
que las nubes rojizas que desde el Centro vienen
al llegar a su cielo,
para ponerse a tono, palidecen226



  -154-  

Menos melancólica que en Borges y diametralmente opuesta al «brutalismo» barrial de Riccio u Olivari, la versión de Córdova Iturburu responde también a esa abundante dialéctica del centro y los barrios que genera la diversidad urbana de Buenos Aires en la literatura de los años veinte.

Como es lógico, cada cual ve la ciudad como la siente, y aunque se firmara y reafirmara una más que perseguida uniformidad estética, era luchar contra natura pretender organizar en el caudal heterogéneo de las voces una imposible unidad emocional. Incluso Martín Fierro, defensora denodada de la renovación edilicia, elocuente predicadora de la drástica transformación urbana, se permite la ostensible paradoja de abrir el número siguiente al de su prospectivo manifiesto, con una «Elegía del Aue's Keller»:


¡Mejor quedar sin diagonales
que recurrir a estos extremos!
Cerrado el Aue's Keller ¿dónde refugiaremos,
hermanos poetas nuestras bacanales?
[...]
¿Qué podemos hacer, en resumen,
sino desesperarnos vanamente
y maldecir al destino y al Intendente?227.



  -155-  

Se refería el poemita, compuesto por Héctor Castillo, al viejo café alemán Aue's Keller, situado en la calle Bartolomé Mitre, a la altura de Florida y Maipú, y derribado en 1924 con motivo de la apertura de la Diagonal Roque Sáenz Peña. Mítico templo de la inverosímil bohemia porteña, sobre sus mesas habían mamado los jóvenes martinfierristas, a buen seguro, las primeras gotas de la vida literaria, y no podían resignarse a que el imparable avance urbano removiera impunemente los cimientos de la memoria, aunque fuera en nombre del tan cacareado espíritu del progreso.

Otras voces, sin embargo, se entregan poéticamente a los nuevos paisajes y a los nuevos estilos, asumiendo plenamente en sus composiciones el doctrinario martinfierrista. Sergio Piñero, poeta desaparecido a la tierna edad en que despertaban sus versos, se lanza a contemplar la urbe con una osadía propia de su lozanía y la desgaja en imágenes temerarias que hubiera firmado el propio Oliverio Girondo. En Martín Fierro aparecen dos poemas en prosa dedicados a sendas calles de Buenos Aires que dan muestra del vigor expresivo de esta voz inconclusa:




«Calle Florida»


Labios rojos en el aire. Labios rojos en la vereda. Labios rojos sobre el pavimento.
Labios rojos a las puertas, en los balcones, en las bocas de los buzones, en los escaparates.
¡El Plaza es un enorme labio rojo!...
[...]
Pasarán tantas bocas rojas que un día, con sólo ponerle una tapa a la calle, se encerrarán
todos los labios rojos de la ciudad. Y se pagarán derechos -los cobrará Jules Romains-
para entrar al cajón y besar todos los labios rojos de la
ciudad228.






«Calle Carlos Pellegrini»


Olor a máquina «Singer» en las polleras de las mamás que van de compras con la cría al pie.
[...]
Pasa un automóvil espantando la gelatina de una vieja perennemente hambrienta e inconsideradamente
afecta al vino de postre.
Se aglomera el tráfico. El vigilante le abre el esfinter a la calle.
Y todo se desparrama229.



Más acusado todavía es el caso de Eduardo González Lanuza. Nacido en Santander, se había trasladado a los nueve años con su familia al Buenos Aires del centenario, en busca, como tantas otras, de una mejor posición económica. Se instala con sus padres, sus tíos, el abuelo, la criada y sus nueve hermanos en una casa humilde, la típica «casa-chorizo» porteña en la que las piezas se suceden en   -157-   ristra, y recibe una educación eminentemente obrera. Iba a ser, sin embargo, la literatura la que marcara el destino bonaerense del joven Eduardo. No duda en unir sus esfuerzos al de otros jóvenes en pos de una más que necesaria renovación lírica, participando activamente en las tres principales revistas de avanzada estética, Prisma, Proa y Martín Fierro. En ellas, González Lanuza se destapa enseguida como gran teorizador y poeta fundamental de la nueva generación. Contribuye vivamente a la difusión del ultraísmo, aunque descubre en su seno la abierta brecha de una desmembración: «Borges llega al país en 1920, de España, donde ha estado en contacto con los ultraístas, no todos ellos de acuerdo en lo que tal ultraísmo debe ser, primando en unos la intención mecanizante de cepa futurista, y en otros, la de una intensa depuración lírica»230.

En 1924 publica Prismas. En este libro, de estricto corte vanguardista, aparece la ciudad como máquina generadora de imágenes inéditas y formas poéticas nuevas. En un artículo de 1925, reafirmaba su filiación ultraísta ratificando la borgeana «estética activa de los prismas»: «Hay dos artes, se dijo en uno de los manifiestos ultraístas: el arte de los prismas y el de los espejos; éste devuelve la vida, aquél la interpreta y la vive»231.   -158-   En este sentido, Francine Masiello señala que González Lanuza «propone la refracción (como en un prisma), de la realidad común, tomada primero del mundo natural y luego deformada en el ambiente urbano [...]. La máquina se convierte en el héroe de la tercera y última sección de Prismas, subordinando la inadvertida inocencia de la naturaleza a los ritmos del metal y los motores. Apartándose del salvajismo de la periferia para acercarse a la bestia metropolitana, el autor reúne lugares líricos convencionales dentro de la geografía de la ciudad»232. Así, encontramos poemas urbanos como «Instantánea»:


Ciudad
en la gloria vocinglera de las bocinas
hay una aurora en todos los segundos,
paisajes dislocados
huyen las esquinas
y en las calles unánimes
florecen los tumultos.
El cielo es un paréntesis de calma.
Los horizontes rectilíneos
en la red incontrolable de las calles.
Hay lejanías a cincuenta metros.
Se cuelgan las palabras de los cables
Klaxons, chirridos, voces.
-159-
Solos como Bhudas de hierro
sonríen los buzones233.



De todos estos autores, es quizá la visión urbana más anónima. Una ciudad donde los rasgos de identidad son los comunes de cualquier gran urbe de la modernidad. Es la «Ciudad, tumulto de piedra y hierro, taladrado de gritos» que podríamos encontrar en los paisajes urbanos del Madrid de Guillermo de Torre (Hélices, 1923), del São Paulo de Mário de Andrade (Paulicéia desvairada, 1922; Losango cáqui, 1926) o del México de Manuel Maples Arce (Urbe, 1924), esa «ciudad toda tensa de cables y de esfuerzos», que es simplemente la abstracción de la ciudad moderna. El futurismo marinettiano, cuyos valores habían sido negados por Rubén Darío y Borges, que eleva la tecnología a principio estético, que ruge ante la fuerza suprema del motor y de la máquina, inspira el poema «Taller», en el que el único espectáculo posible de la urbe es el del estruendo de la fábrica:



Máquinas, hierros, ruidos
palpita el vivo corazón de fuego,
el aire es un gritar de martillazos
en la gloria viril del movimiento.
En los yunques se estrujan auroras.
Crujir de formas nuevas
-160-
en alleluyas de chisporroteos
las poleas en renovado esfuerzo
despiertan a las máquinas
de su bárbaro sueño
miradas arrastradas
en el girar de los volantes ebrios.

En los rincones
      entre los trastos olvidados
se ha dormido el silencio234.



Leopoldo Marechal, quien en 1948 iba a revelar el testamento literario del «martinfierrismo» en su famosa novela Adán Buenosayres, había conocido, como Borges, Güiraldes o Girondo, la vanguardia europea in situ, aunque mantuvo siempre una actitud algo distanciada respecto de sus paisanos. Si su primera obra, Los aguiluchos (1922), se desvincula de la temática vanguardista descubriendo el ámbito natural, su siguiente poemario, Días como flechas (1926), se inserta plenamente en el ya consolidado ultraísmo argentino. Las metáforas arriesgadas y las imágenes confusas donde emerge la ciudad entre un «naufragio de palabras» dominan este último libro. Algunas imágenes dan cuenta, casi intuitivamente, del constante crecimiento urbano que experimenta Buenos Aires. La acentuada verticalidad de la ciudad moderna, por ejemplo, frente a la horizontalidad rural, fundamentada en lo que   -161-   Le Corbusier denomina «calle-pasillo» o «calle-corredor», modifica también la percepción visual que origina el nuevo espacio:


Tu calle dibujaba otra calle en el cielo,
toda empedrada de soles nocturnos
donde no tropezó jamás el sueño de las costureras235.



Norah Lange (1906-1972) es una de las pocas voces femeninas que se insertan dentro de este grupo. Perteneciente a una familia acomodada, había tomado contacto con el grupo martinfierrista en las reuniones que éstos mantenían a menudo en la casa de sus padres en la calle Tronador (Belgrano). Aunque ella tenía prohibida la asistencia a las cenas y los banquetes nocturnos de este grupo, poco tardaron su belleza nórdica y su precoz sensibilidad de poeta en ser centro de atención para algunos miembros del grupo. En un banquete diurno al que su madre le permite asistir conoce a Oliverio Girondo, con el que habría de casarse en 1944, pasando a partir de entonces el poeta a ser su principal «vigía estético»236. La ciudad que plasma Norah Lange en sus poemas surge, en buena medida, como antinomia a la cerrazón espacial y preceptiva del hogar paterno, y, en consecuencia, como espacio de liberación   -162-   de la palabra poética. En 1924 aparece bajo el auspicio martinfierrista su libro La calle de la tarde, en cuyo título resuena presumiblemente un verso borgeano («Sólo después reflexioné / que aquella calle de la tarde era ajena»)237. Precisamente Borges, en el prólogo del libro, comenta que el tema del mismo «es el amor: la expectativa ahondada del sentir que hace de nuestras almas cosas desgarradas y ansiosas [...]. Ese anhelo inicial informa en ella las visiones del mundo»238. Sobre el panorama urbano se cierne siempre la presencia de un amor desgarrado, en cada pared persiste la sombra de una tristeza:



El caminito rosado
   de tus huellas
      aguarda tus pasos.

Vuelve.
   Acaso en tu ventana
      un verso mío se desangra.
[...]

Todo el dolor derramado
      sobre el paisaje239.



  -163-  

Es en su siguiente obra, Los días y las noches (1926), donde la calle cobra su verdadero protagonismo. «Mi corazón», declara la poetisa, «es una calle blanca / por donde tú no pasas». Aquí, por oposición al espacio cerrado, claustral, de la casa paterna, la calle se abre al verso como un camino a la esperanza:



He vuelto a la calle ahondada de esperas
rezando ausencias que ya no serán más.
Calle poblada de voces humildes,
¡cuán cerca la hora en que él me querrá!
[...]

Calle: mi verso pronto irá hacia ti
honrado de emociones, como un abrazo
que anticipa olvido y soledades.240



Esta experiencia, gestada más allá de los muros, fructifica en poemas como «Versos a una plaza», donde «la ciudad se rompe bruscamente / contra el regazo de tus esquinitas verdes»241 o «Amanecer», en el que «la ciudad se abre como una carta / para decirnos la sorpresa de sus calles»242.

  -164-  

Capítulo aparte merecería el singularísimo caso de Macedonio Fernández, que aunque no se distingue como poeta, influye notablemente sobre el espíritu de los que sí lo fueron. Perteneciente por edad a una generación anterior, Macedonio es junto con Scalabrini Ortiz, el gran metafísico de la ciudad de Buenos Aires. Un inquebrantable espíritu «ultraísta», con el sentido que Borges había descubierto en la figura de Cansinos Assens, le había llevado, a sus casi cincuenta años, a relacionarse con la juventud literaria argentina, convencido de que las ideas «viven de rejuvenecimientos, no de continuidad»243. Prácticamente desconocido para el público de su época -«mis lectores caben en un colectivo y se bajan en la primera esquina», llega a decir con su particular sentido del humor-, el magisterio de Macedonio se desarrolló durante muchos años en la porteña confitería La Perla del Once, donde un escogido grupo de tertulianos disfrutaba de la reservada oralidad del maestro.

Pese a sus jugueteos iniciales con la imaginería modernista, la ciudad que ve Macedonio Fernández está bastante lejos de esa imagen frecuentada por los «poetas cuando cantan a la aurora y el arrabal, con toda la emoción de lo ignorado y de la ausencia, que tan elocuente hace siempre al hombre»244. La contenida elocuencia macedoniana   -165-   se dirige, sin embargo, hacia una ciudad inadvertible, desnuda ante el umbral de sí misma, expuesta en todo momento a los avatares de lo inesperado. Según Ramón Gómez de la Serna, el hallazgo de Macedonio Fernández fue encontrar en «lo americano, sobre todo lo claramente argentino y en particular de Buenos Aires y sus alrededores, [...] un nuevo sesgo al viejo lenguaje -que no podrá nunca dejar de ser viejo aunque sea nuevo- y dar a la dialéctica una gracia ágil que sea su originalidad de dicha en otro sitio»245. En sus dos primeros libros, No todo es vigilia la de los ojos abiertos (1928) y Papeles de recienvenido (1929), Macedonio ensaya una suerte de barrialismo metafísico, una inédita óptica urbana donde la causalidad de los hechos se extravía entre la vigilia y el ensueño, que le distingue como el primer pensador de la urbe, y origina un extenso cauce que fluye en Girondo y desemboca en Julio Cortázar. Macedonio Fernández, paseante «cojo en el camino recto de la vida», altruista solitario que camina entre la gente descubriendo en cada gesto el reverso imprevisto de la realidad, fue el primero en advertir en las calles de esa «siempre inteligente y soñadora ciudad de Buenos Aires» el movimiento psíquico de la ciudad moderna.



Anterior Indice Siguiente