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Buenos Aires y el misterio sonoro

Luisa Valenzuela


(En Artefacto: Pensamientos sobre la técnica, nº 3, Buenos Aires. Ed. Eudeba, 1999)



Eva García, llamada también Beba, fue una patafísica avant la lettre. Casi casi se puede decir que elle encarna todo el Colegio de 'Patafísica, porque el Collège «no obliga a nada, sino que desobliga en todos los sentidos de la palabra desobligar y de la palabra palabra». Y aquella tarde del 53 en el café Chamberí de Córdoba y San Martín, donde se reunían los surrealistas de la época, supo que su vida daba un vuelco cuando lo vio entrar al hombre joven, alto, melena de león.

Esta es una historia de amor, claro, pero es sobre todo una historia de ideas, otra forma del amor. De modos de vida. Él se llamaba Albano o Álvaro Rodríguez, según se atendiera la voluntad del registro civil o la de sus propios progenitores, él hablaba en una voz baja que se iba gradualmente perdiendo en distancias siderales, y ella supo allí mismo que jamás de los jamases lo molestaría con una pregunta. Ni una sola. Sutilmente le fue desatando los nudos que podrían atarlo y él, de pura vocación nomás, desde ese entonces -tenía sólo 28 años- no vaciló en jugarse el cuerpo en cada una de sus propuestas.

Cuando se conectó con el Collège de 'Pataphysique de Francia, que llevaba poquísimos años de vida, ya era tarde. Él sabía desde siempre que toda vida es patafísica, basta con aprender a ver. Y él sin proponérselo se volvió un maestro de ese aprender a ver el otro lado, que tantos argentinos practicaban por esos años sin darse cuenta. Y siguen practicando, a qué dudarlo, pero en esta cara material del espejo: la «ciencia de las soluciones imaginarias», mire usté si no nos toca de cerca...

Álvaro Rodríguez fue el representante del Collège en toda América Latina. Nombrado Regente de Náutica Terrestre de la Orden de la Grande Gidouille, la espiral de su diminuto distintivo lucía en campo albo, haciendo honor a su nombre -el de él, naturalmente- y simbolizando la claridad de luces de todos los Regentes.

Inasible representante de lo inasible, de lo insustituible, guardó su representación no digo en el mayor secreto pero sí en esa sutil vibración que era el hilo de su voz cuando se le escapaba como soplo. El Collège requería una cuota, publicaba periódicamente en Francia sus cuadernos y sus Dossier, cuando no alguna joya insólita como el Libro para Leer Acostado. No era fácil cobrarles la cuota a los patafis de la época, reconocidos ya como cronopios gracias a nuestro gran difusor extra continental («El conocimiento de Jarry y la 'Patafísica habría de cambiarme la vida», Cortázar dixit).

Álvaro Rodríguez, junto con su gran amigo Juan Esteban Fassio, Proveedor Propagador del Colegio en la Mesenbrinesia Americana y Administrador Antártico, fundó el IAEPBA. Cada uno de ellos tenía una misión inicial. Fassio debía hacer reconocer a la 'Patafísica de inutilidad pública, y Rodríguez debía, eternamente, ofrecerle una satrapía a Borges. El IAEPBA, Instituto de Altos Estudios Parafísicos de Buenos Aires, logró sumar quince miembros en sus momentos más conspicuos. Una cifra totalmente simbólica, porque como bien dijo Su Magnificencia el Vice Curador Fundador I.L. Sandomir en su discurso inaugural desde París:

«¿Es preciso desear que la 'Patafísica sea en Buenos Aires? Ahí estaba como en todas partes antes de que fuésemos, y no necesita de nadie. Ni siquiera necesita ser. Porque, para ser, tampoco necesita ser».

A este apotegma podemos agregarle palabras de Álvaro:

«La 'Patafísica es la comprensión universal que comienza más acá (o más allá) de las mezquinas definiciones errantes para ofrecer al hombre la simple dignidad de una presencia total».

En honor a esta presencia total, o quizá a la simple dignidad, Álvaro Rodríguez vivía patafísicamente sus días en un Buenos Aires que a veces le sonreía. Eran otras épocas. Le gustaban los bric á bracs, los mercados de pulgas, siempre se aparecía con algún objeto insólito y Eva/Beba sonreía y aceptaba y quizá tomaba otro alumno de pintura o de música para colmar el agujero económico. Como cuando un amigo taxidermista le ofreció a Álvaro el papión embalsamado Álvaro supo que había encontrado a Bosse-de-nage, el mono del doctor Faustroll, y no pudo privarse de tamaña aunque onerosa compañía. Poco a poco se fueron mimetizando, el papión y el hombre cuya melena se iba salpimentando y haciéndose más voluminosa con el tiempo. Y entre los trapos y objetos de las tiendas de usado apareció una sotana. A Álvaro le gustaba usarla de entrecasa. Y también él gustaba, alguna furtiva noche, salir piadosamente con ese atuendo a la calle a decirle piropos obscenos a las mujeres. Cierta vez el revuelo fue enorme, lo empezaron a correr por las calles y como es de suponer acabaron apresándolo aunque él mientras corría iba gritando allá, allá, como si él también estuviese persiguiendo a un invisible culpable. Pero no es fácil escapar en sotana, y menos si uno se detiene en un bar a tomarse una ginebrita al paso redoblado. En la comisaría se suscitó el siguiente diálogo:

-La sotana me la prestó mi hermano, señor.

-¡Eso es mentira!

-Bueno, es mentira que yo tenga un hermano carnal cura. Pero ¿no somos hermanos todos los hombres? Tú mismo, acaso, ¿no eres mi hermano?

Una acción perfectamente patafísica.

Otra:

cierta noche con Beba decidieron dejarse encerrar en el zoológico para ver cómo dormían los animales, si dormían, o mejor cómo vivían la noche libre de visitantes. Y furtivamente se fueron deslizando entre las jaulas, dispuestos a nada, a no ser, a esconderse, a espiar hasta que finalmente fueron avizorados y sacados a patadas de allí.

Era una manera de jugarse el cuerpo en estas lides. Las había más amenazadoras para los amigos, como cuando Álvaro los instaba durante la noche a recorrer bares (otra forma de zoológico) y beberse el contenido de la tercera botella contando de la izquierda de la estantería que siempre hay sobre el mostrador.

Germán Rosenmacher llegó a escribir que Rodríguez era el hombre más serio de Buenos Aires, y era cierto. Practicaba la otra cara de la pataf’moneda que recomienda no tomarse lo serio en serio.

Al IAEPBA pertenecían también Fassulo y Cotta, el dibujante. Juan Esteban Fassio, el más célebre de todos gracias a su Rayuel-o-matic, la máquina de leer Rayuela, era hombre de puertas para adentro.

Recuerdo las moradas patafísicas en la Capital, cuajadas de los emblemas del colegio; las velas verdes, la espiral de Ubú, cocodrilos que al decir de Jarry eran la obra de arte por excelencia. Recuerdo el diminuto departamento de Beba y Álvaro en pleno microcentro, cueva de Alí Babá atestada de libros raros, tesoros inenarrables y presidida por el papión embalsamado que ocupaba todo el escritorio francés. También el bohemísimo estudio en Rivadavia y Rincón presidido por Rosita el mucamo, la escultura de Beba García con cabeza de guantes de goma y piel, y la casa chorizo de los patafísicos patios en el Once donde Juan Esteban Fassio urdía sus inventos. Cuando lo conocí acababa de crear la muy duchampiana piedra de leer, al alcance de todos los bolsillos. Además, el botón F de la Rayuel-o-matic cumplía una función muy específica: le prendía fuego a todo el aparato. Creo que posteriormente cambio el diseño por miedo quizá a que Polanco o Calac se tentaran y acabaran con el juego.

Pero la principal preocupación de Fassio era lograr erigir su monumento a Alfred Jarry en Plaza de Mayo. Eran otros tiempos como bien se comprenderá, nadie hubiera estimado en la euforia de los años de Illia el grado de premonición de este proyecto.

No era un monumento simple, no, cosa que se podía deducir de solo analizar la maqueta:

se trataba de una rampa-panza helicoidal sin fin, emblemática de la desmedida gidouille del Padre Ubú. En su centro, como un obelisco o falo, una gigantesca vela verde llevaba en la punta una lámpara que por las noches en código morse trasmitiría la primera palabra del primer acto del Rey Ubú: Merdre! Por la rampa girarían día y noche diez mil ciclistas con camisa color malva en bicicletas Clément-luxe modelo 1896, como la usada por Jarry, tirando tiros al aire al grito infinitamente repetido de Ha-ha, única palabra que podía pronuncia el mono Bosse-de-Nage. Los ciclistas heridos caerían a un lago que rodeaba el monumento y serían de inmediato deglutidos por cocodrilos sin dejar restos contaminantes ni ofensivos, mientras un barco que era en realidad una criba, como el del doctor Faustroll, levaría hasta la rampa a los ciclistas de repuesto.

Todo esto naturalmente contemplado por peregrinos del mundo desde una plataforma ad-hoc.

Entre dichos peregrinos se sigue encontrando quien firma esta nota. Porque en el año 63, casi sin darme cuenta y a pesar de todos los involucrados, me tocó el destino de difusora del secreto. Volvía yo de pasar varios años en París, donde salté sin darme cuenta de la desaforada niñez a la edad adulta, y la adolescencia me esperaba a la vuelta de una esquina porteña, un poco desplazada. Fue encontrarlos a ellos y entender tantas cosas. O mejor dicho descubrir el doblez de los engaños. Y como soy escritora es decir divulgadora, salí a tratar de entenderlos hablándolos, escribiéndolos. Comendadora Exquisita de la Orden de la Grande Gidouille me nombraron y zarpé a llevar la buena nueva que como cualquier patafísico sabe resulta ser la buena vieja o la mala, da lo mismo, y dicté conferencias hasta en el glorioso Fogón de los Arrieros de Resistencia, Chaco, y escribí montonal de notas y audiciones patafísicas para Radio Municipal. Pero quizá lo más memorable fue la conferencia en la Sociedad Central de Arquitectos, donde recuperamos a Eduardo Bergara Leumann para la buena causa. La pintora Vicky Linares, alias Victoria Guido, me ayudó a armar el espectáculo y me presento a quien sería el primer rey Ubú de la Argentina. Bergara en aquél entonces había dejado sus trabajos de actor y estaba de lleno dedicado a su profesión de modisto teatral, pero se enganchó en la propuesta y cuando llegó el día fue el Padre Ubú más genial y creativo y desmedido dentro de la absoluta medida, que he conocido. El physique du rol lo ayudaba y recitó como nadie mi versión porteña de la Canción del Descerebramiento del Ubú Rey de Jarry: «Durante largo tiempo fui obrero ebanista/ en la avenida Quintana parroquia del Pilar / mi mujer ejercía la profesión de modista / y nunca nunca nos pudimos quejar. / Cuando el domingo se anunciaba sin nubes / nos vestíamos como alegre querubes / e íbamos a ver el descerebramiento / allá en la Chacarita, a pasar un buen momento.»

Estribillo: «Mirad, mirad la máquina girar / mirad los sesos saltar. / ¡Cuernos de marabú, / viva el padre Ubú!»

Después los tiempos cambiaron decididamente no para mejor. Antes Bergara tuvo oportunidad de asumir a fondo su realeza y crear la Botica del Ángel. Me llamó para que asesorara a un joven pintor, una promesa como todos nosotros, a decorar la Terraza Patafísica. Era Guillermo Roux. Entendió todo.

Hoy el sueño patafísico porteño parecería querer reactivarse desde otro lugar. Esta publicación los prueba. Lo prueba también la recuperación que Bergara Leumann está haciendo de la segunda Botica del Ángel, que encierra toda la enorme riqueza imaginativa de la que es capaz este primer Rey Ubú vernáculo.

Lo prueba Eva García la que nunca le hizo una pregunta al regente de Náutica Terrestre Albano Rodríguez pero que siempre supo y descartó las respuestas. Ella navegó por su propio arte con la misma seguridad y la sonrisa, pintó sus cuadros que expone regularmente hasta el día de hoy, continúa escribiendo sus casi-como-cuentos y sus Sospechas, esos aforismos hechos de desconcierto. Además fue grumete de la navegación del otro: noche tras noche, hasta la gran noche del 84 cuando Álvaro zarpó a encontrarse con Jarry, Beba fue recogiendo un Tesoro de frases soñadas. Él la despertaba en medio de la noche, ella cazaba lápiz y papel y tomaba el dictado del hombre que con toda felicidad reanudaba o continuaba su sueño.

«[...] la aventura onírica de Albano Rodríguez consistió en mantenerse en equilibrio, no antes o después, aquí o allá, sino al mismo tiempo antes y después, aquí y allá, es decir durante y con, sentido exacto de la conjunción que une el sueño a la vigilia», dice François Caradec en el prólogo de estas Hypnagogies de Albano o Álvaro, una de las últimas publicaciones del Collège en París. Donde puede leerse la siguiente frase soñada:

«Un mundo misterioso me parece tan sonoro como el otro».

Ojalá empecemos a escucharlo nuevamente.





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