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Calle de la Infancia (Ríos Rosas, 16)

Alfonso Sastre







Aquella vieja calle, tranquila,
dulcemente acostada a la sombra,
con sus sencillas tiendas (los ultramarinos
de Yonte,
el carbón de Parrondo,
el bar de Frutos...)
y con sus acacias cada año tan nuevamente jóvenes
fue el lugar de mis primeros miedos en la vida, por la vida, a
o para la vida. Estaba un poco enfermo. Dormitaba
en mi hamaca rayada frente a la puerta bajo una acacia que yo recuerdo grande
(y Paca la portera, y doña Carolina).
Enfrente la larga tapia roja del convento
(y Tino)
y en un viejo entresuelo mis cosas más queridas, mis juguetes.
(Y la guerra. Cuánta angustia recuerdo
de bombardeos cuando papá no estaba y sonaban estruendos, lejanas explosiones.
Ya no bajaban los tranvías por Santa Engracia paralizados por el horror del bombardeo.
¿Y papá? ¿Dónde estarás, papá? Así cuánto temor, temblor hasta el alivio
de los pequeños tranvías bajando otra vez ruidosamente.
Pero ¿qué habrá ocurrido? Pero ¿por dónde iría? ¿Dónde
han caído las bombas que nos volvieron pálidos? Alguien dice, comenta
que trasladaban heridos en el metro, que había mucha sangre y que uno
llevaba toda la cara rota. Pero ¿y papá? ¿Qué hace que no viene?
El oído finísimo reconocía
con vuelcos del corazón, enormes sobresaltos, los pasos de mi padre en la escalera.
Era entonces morir
de alegría, morirme enteramente, el escuchar el ruido de su querida llave
en la antigua cerradura de la puerta. Mamá, ¿te acuerdas? ¿Verdad que no podemos contarlo? ¿Verdad
que era morir y luego otra vez nacer? Yo gritaba: Papá...
No. No puedo seguir. Tenéis que perdonarme).
Hablaba de juguetes y añado la presencia de mis padres
velando, cuidando todo, envejeciendo.
El tiempo era mis padres
envejeciendo sin saberlo.
(El tiempo todavía es mis padres
envejeciendo y yo sin poder nada, irremediable testigo
de una espantosa decadencia; y menos mal que yo
empiezo a sentir algo de años, de vejez, calva, canas, hijos, y eso alivia
considerablemente pues ya uno empieza a presentirse
sobrevivido por sus hijos y eso alivia
-repito la cuestión-
considerablemente).

Vuelvo a la calle de mi infancia, recordando
sus tiendas, sus acacias, mis juguetes, la falta de apetito, y pleuresía,
el balconcito, los depósitos
del Canal y el Graff Zeppelin en el cielo.
Yo cerraba los ojos si mis padres
se aproximaban inquietos de que yo
pudiera estarme muerto y no dormido,
despierto y no dormido, triste
y no dormido.
-No pasa nada -decían por lo bajo-. El niño duerme -y comentaban las
cosas de la vida.
Pero yo, entreabriendo los ojos, les miraba, acechaba
las arruguitas, los leves gestos de cansancio, la frente
de mi padre y los alrededores de sus ojos, y eternamente
protestaba y pedía, como un niño cualquiera,
morir antes que ellos.

(1948-1960)





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