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Cambaceres: un nihilista zoliano

Gonzalez-Scavino, Maria Cecilia





También en Buenos Aires el naturalismo tuvo su batalla. Llevada a cabo en la prensa fundamentalmente, enfrentó a sectores conservadores y liberales de la élite criolla en un terreno más de sus luchas. Los argumentos de unos y otros no difieren en lo sustancial de los que se esgrimieran en Francia. En este marco, los defensores de Zola claman tanto por una nueva estética, opuesta a los vaivenes imaginativos del romanticismo local, como por una herramienta de lectura de una sociedad que se ha modernizado a un ritmo acelerado a partir de los años 1870 y cuya élite dirigente observa con ojos más azorados que satisfechos. No es de extrañar, entonces, que uno de los más ardientes defensores de este movimiento fuera un antiguo funcionario de la policía, estudiante de medicina en su juventud:

«Cada novela naturalista -dice Benigno Lugones en 1879- será el programa de una reforma; a ella acudirá el filósofo, el hombre de estado y el filólogo...»1.



El cruce entre programa estético y práctica social habla de una fusión entre lo literario y lo político que caracterizará, como muchas veces fue observado, el campo cultural en la Argentina del siglo pasado. Incluso Facundo de D. F. Sarmiento, considerado fundador de la literatura argentina, trabaja una zona de indistinción fundamental entre el ensayo sociológico, la diatriba política y la novela. Esta generación romántica de 1837 a la que Sarmiento pertenece inaugura cierta figura del escritor como aquél que construye una enunciación sobre la realidad política, que manifiesta una vocación de intervención sobre el curso de la historia.

La defensa del naturalismo por parte de los sectores liberales de la élite se entronca con la adopción del positivismo filosófico como doctrina que debía orientar la educación de un pueblo soberano por derecho pero sumido de hecho en el atraso y el oscurantismo heredados de la colonia, a los ojos de estos dirigentes ilustrados.

Cierto es que, al menos en Argentina, el positivismo en los años 80 constituirá más una nebulosa de nociones -seguimos a Torchia Estrada2- que un cuerpo doctrinal sistemático. La excepción es relevante para comprender el proyecto de esta generación: la Escuela Normal de Paraná, encargada de formar a los futuros maestros que, en el marco de aplicación de la nueva Ley de Educación laica, gratuita y obligatoria, terminarían en el espíritu de los ciudadanos la obra que las instituciones republicanas garantizaban formalmente. El positivismo es pensado como instrumento de cambio que erradicará el mal proveniente del pasado de la colonización3.

Interesa entonces señalar cómo se entronca el naturalismo con una idea de terapéutica social concreta que apunta, como veíamos, a destruir una cierta mentalidad arcaica pero a la vez a explicar y controlar, al menos desde lo imaginario, el impacto que había producido en esa misma sociedad criolla, un proceso de modernización acelerado. Doble inflexión de las «lacras» sociales que se pretenden denunciar o combatir: los resabios arcaicos y las amenazas nuevas. En la prensa, en el parlamento y en la ficción se enfrenta la «pacatería» de los sectores católicos conservadores: leyes de educación, de matrimonio civil, artículos y novelas producen un profundo debate. «Pasé en Europa gran parte del año 1883 -cuenta Paul Groussac-. A mi vuelta al país, hállelo desgarrado por una verdadera guerra de religión»4. Cambaceres, diputado antes de dedicarse a la literatura, presenta un proyecto de ley de separación entre la Iglesia y el Estado. Un affaire de ingerencia eclesiástica en asuntos internos acarrea la ruptura de relaciones con el Vaticano. Las primeras novelas de Cambaceres, que no pierde cierta entonación polémica del tribuno, trazarán una caricatura, muy mal recibida, de la burguesía de Buenos Aires, se quejarán por ejemplo de la ignorancia completa de la mujer criolla que se educa a la antigua usanza. El ataque a lo que se llamó «política criolla», hecha de votos comprados u obtenidos bajo presión, de arreglos y de fraude, lo inscribe en una tradición que piensa el «mal» americano como producto de cierta barbarie residual. El gran problema que el ensayo desde el romanticismo al positivismo intenta cernir es el porqué del fracaso de los modelos republicanos en el continente. Desde Ramos Mejía en Las Multitudes Argentinas (1889) hasta Sarmiento en Conflictos y armonías de las razas en América (1883) para llegar al más tardío ensayo positivista de comienzos de siglo, la pregunta por el mal americano encontrará respuestas y planteamientos en el discurso de la biología decimonónica.

El otro mal ya no es el residuo colonial sino la amenaza de lo nuevo: el arribismo de los inmigrantes que infiltran la buena sociedad de Buenos Aires, la ciudad que se ha vuelto un espacio confuso donde no se sabe quién es quién, el «putrílago social»5. Amontonamiento y confusión, unidos en la representación que Cambaceres se hace del espacio urbano, suponen un mal que hay que analizar discriminando, echando luz, como se iluminan por la época los callejones oscuros de los barrios y ventilando, como lo aconsejan las políticas de higiene para las casas de inquilinato de los inmigrantes. Toda la novela de Cambaceres se estructura en torno a esta voluntad de transparencia de una sociedad y un alma que se han vuelto opacas. No sólo la ciudad putrílago se opone a las ráfagas de aire puro de la pampa y de la estancia sino que el carácter, el alma, son concebidos como espacios plegados que el novelista se propone «registrar»6. Así define Cambaceres lo que entiende por observación.

La preocupación por esta amenaza plegada en el individuo y en la ciudad no es propia del naturalismo. Obsesión decimonónica, recorre la literatura de la segunda mitad del siglo desde «El hombre de las multitudes» de Poe, hasta Dr. Jeckyll and Mr. Hyde de Stevenson. El monstruo social no será, claro está, ajeno a la literatura de Zola: piénsese en Víctor, el hijo de Máxime, o en Jacques Lantier. También la literatura policial estará habitada por el fantasma de lo pulsional, latente bajo la apariencia más anodina.

Uno de los temas recurrentes en el ensayo pero también en la novela, es el de determinar, a través de algún signo preciso, qué se esconde en el individuo normal, blanco y educado, de un pasado biológico vergonzoso. Cambaceres aborda la cuestión en Pot-Pourri (1882)7, su primera novela. Allí serán los viejos socios del selectivo Club del Progreso quienes asegurarán la homogeneidad del grupo señalando las posibles sangres contaminadas. Más tarde, en 1903, Carlos O. Bunge propondrá en Nuestra América, técnicas pseudo-científicas de identificación. El recurso al discurso científico también servirá a Cambaceres para descalificar al inmigrante «arribista» de En la Sangre (1887) y para legitimar una jerarquía social cuya cúspide son las grandes familias tradicionales que gustan autodenominarse patricias. Bien puede recordarse a propósito de este gesto lo que Françoise Gaillard dijera sobre la reemergencia en la segunda mitad del siglo XIX de un discurso sobre la fatalidad:

«A peine un souffle libérateur [...] avait-il balayé le vieux dogme de l'élection, qui donna à la notion d'inégalité spirituelle une assise théologique, que les savants physiologistes élaboraient la théorie de la sélection, qui venait à point nommé justifier en les expliquant par les lois de la Nature, les inégalités sociales»8.



En su libro Mentalidades Argentinas, Pérez Amuchástegui utiliza el término «oligarquía paternalista» para designar esta élite dirigente que, mientras consolida su posición económica y social hegemónica, presenta este proceso como una dirección natural de una República donde el Soberano es incapaz de guiar su destino. En tal sentido los liberales del 80 en Argentina no escapan al dilema que el historiador Eric Hobsbawm sintetiza a propósito del liberalismo decimonónico en general: «fervent adepte des constitutions et des assemblées élues souveraines, il s'efforçait de les circonvenir en se comportant de façon non démocratique»9. A medida que las exigencias de democratización real se hagan más fuertes, crecerá la sensación de amenaza de disolución del orden social, acompañada de posiciones de repliegue con respecto a un liberalismo inicialmente más amplio y más combativo.

Se ha acordado en señalar que Cambaceres invierte en el plano de lo ideológico el naturalismo de Zola. En efecto, como lo viéramos respecto de En la Sangre, por otra parte considerada la novela más próxima del modelo francés, el estudio de un carácter a través de todo un saber de la ciencia apunta fundamentalmente a la descalificación ética del extranjero. Si la familia en Zola se enlaza con la humanidad por una tara compartida que el linaje transmite, la herencia en Cambaceres unirá al personaje con los rasgos específicos de una comunidad: Genaro, hijo de un inmigrante napolitano, se convierte estrictamente en su padre. La novela no es más que la historia de un despliegue en el tiempo de lo que el personaje era desde la cuna, la asunción lenta pero irreversible de un destino que, al decir de Hegel, no es más que la consciencia de sí como de un enemigo. En tal sentido, el personaje es ejemplo o ejemplar de un conjunto comunitario. Los italianos son avaros y brutales, lo que la sangre transmite es la avaricia y la brutalidad. En la sangre no produce solamente una inversión ideológica sino que desplaza además la noción misma de herencia tal como la construye la novela de Zola. Se ha dicho que un «trauma de lo mismo»10 recorre la literatura naturalista. O bien que el gran mito de la herencia en los Rougon-Macquart «est conçu comme l'expression par excellence de la fatalité d'une répétition et d'un retour»11. Ciertamente, por el personaje escindido de Cambaceres circula un otro que impone la conservación de una identidad. La gran diferencia entre este retorno y la fatalidad zoliana reside en que el otro se sustantifica en una serie de cualidades propias a una comunidad de origen: vertiente xenófoba de la herencia. Tal vez lo que aleje la novela de un «panfleto anti-inmigratorio», como fue considerada, sea que sobre el fondo de un determinismo aplastante y oportuno ideológicamente, se narra el proceso por el cual un personaje descubre poco a poco sus determinaciones. Se diría que el personaje llega a un máximo de autoconsciencia en un momento de su vida y que el proceso de su degradación coincide con una pérdida progresiva de lucidez. Sólo que la lucidez supone en esta novela la asunción completa del discurso del narrador sobre la sangre. El crítico Jorge Panesi analiza a propósito de Genaro cómo es un personaje sin palabra: su incapacidad oratoria lo disminuye frente a sus compañeros, no puede discutir más que con estrategias de ocultamiento de su incapacidad de pensar12. Nos interesa esta observación porque también con el narrador se produce una relación de imposición de una palabra, cargada de evaluación en sentido bajtiniano, a través del discurso indirecto libre.

Volviendo a Zola, veíamos cómo la familia comunica con la humanidad entera. Modelo, diagrama, protocolo de experiencia la llama Serres13 Zola mismo, «humanité en raccourci»14. El problema de su novela no es tanto el declive de una familia patológica, cernida y contenida en los límites de su enfermedad, contracara tranquilizadora de una normalidad regular. Como en Freud, las fronteras entre lo normal y lo patológico se desdibujan. Tante Dide no es sino una suerte de sub-origen de un mal del que ella no es más que repetición. Incluso el crimen primitivo que evoca La Bête Humaine desplaza en el tiempo de un funcionamiento del hombre que no es temporal. Si se me permite el uso de un término muy gastado, se diría que la herencia zoliana es más estructural que sustantiva. Lo que se hereda son por un lado ciertas disposiciones, actualizadas según un medio concreto, por otro, la tara misma, esta escisión o fêlure en términos de Zola15, que hace del hombre un ser habitado por un «otro», y que permite la circulación del mandato ancestral.

Si nos detuviéramos aquí, Cambaceres no haría más que una apropiación algo banalizada de Zola, a la luz de conflictos sociales propios de la Argentina de los 80. Este esquema se complejiza cuando dirigimos la mirada a sus otras novelas, fundamentalmente las dos anteriores: Sin Rumbo (1885) y Música Sentimental (1884). En efecto, si en ellas el discurso de la herencia se atenúa relativamente, no sucede lo mismo con la lógica de construcción de los personajes. La repetición ciega, porque automática, de conductas sigue siendo el destino que rige la vida y el declive de los personajes, aunque éstos ya no encarnen la amenaza al viejo orden tradicional como Genaro. El principio de la fatalidad repetitiva se independiza de la herencia aunque queda subtendido por una comunicación determinante del hombre con la naturaleza a través del instinto. Como en Zola no es el medio solamente el que, oponiéndose a los apetitos de los personajes, los conduce a la muerte o a la derrota. Se trata más bien de una compulsión a la acción regida por la lógica del instinto, fundamentalmente indiferente al destino individual del personaje. Así, L'Argent ofrece, entre otros textos, un ejemplo claro de este funcionamiento. Las mismas conductas que permitieron a Saccard alcanzar las metas que se había fijado son las que lo llevarán más tarde a la destrucción porque no se puede detener. Ciertamente el medio puede volverse contra él bajo la figura de Gunderman, pero si éste ha podido vencerlo es porque supo esperar el momento en que la ambición de Saccard podía arruinarlo. Estamos así frente a dos series causales: una es externa, él poder de Gunderman, la otra, interna, el instinto de Saccard que lo empuja a repetir ciegamente las conductas que un día le habían sido favorables. Si el medio puede actuar sobre un personaje es sólo afectándolo según su propia naturaleza.

Los personajes cambacerianos se construyen según esta misma lógica repetitiva aunque, como lo decíamos, el factor hereditario se atenúe o incluso tienda a desaparecer como en Sin Rumbo. Andrés, patrón de estancia, culto y escéptico es la contracara misma del inmigrante arribista. En él, la Sangre deja lugar a la Providencia, fuerza no menos maldita y fatal para el hombre. Ya no es el personaje de la lucha por la vida, sino el «raté» poseído por un tedio invencible. Genaro y Andrés parecen desplegar cada uno una parte del postulado schopenhaueriano que dice: o la vida es lucha por la subsistencia cuando las necesidades no están satisfechas o es tedio cuando lo están16. Dos caras para la misma maldición del querer-vivir.

Andrés declina tanto como Genaro todas las variantes metafóricas de un universo entrópico. El quemar(se), el perder (dinero en el juego, energía vital con las amantes), el devorar (como imagen universal de la vida bárbara17). Sangre y Providencia están subtendidas por un mismo principio de fatalidad entendida como círculo de repeticiones del que no se sale y que la ilusión de la distracción por el agotamiento de los apetitos sólo esconde apenas. En tal sentido puede decirse que la novela de Cambaceres supone una reflexión sobre una subjetividad que se ha vuelto problemática. Intenta cernir y responder el problema de un modelo de racionalidad en crisis. Sus textos desmienten las declaraciones programáticas del escritor en lo que hace a la tarea moralizadora, aunque cruda, de la novela naturalista y más aún la voluntad de transparencia que lo anima. Es más bien la constatación de una opacidad irreductible en el hombre, inmodifícable desde las instituciones. Tal nos parece ser la raíz del nihilismo radical de Cambaceres: la barbarie habita al hombre porque la Vida misma es bárbara. Hablando sobre los habitantes de París, el narrador de Música Sentimental los compara a los insectos que, buscando calor, se queman en la llama de un fogón. El problema queda planteado: qué voluntad guía al hombre que lo hace actuar en su propio perjuicio. No es casual que este lector de Schopenhauer retome la misma imagen que vuelve insistentemente en los textos del filósofo18. De ahí que, aunque ambos combatan por el naturalismo desde sus artículos de prensa y sus escritos, la distancia se agranda entre las eufóricas declaraciones de Benigno Lugones que citáramos al comienzo y el pesimismo de Cambaceres. De ahí que David Viñas pueda verlo como el revés de la trama de los escritores de su generación, no todos naturalistas por otra parte. De ahí el reproche que otros escritores del 80 dirigen a su lectura escéptica. Es que ésta no se limita justamente a cernir una barbarie identificable socialmente con un grupo, con una clase o una entidad de la que la élite quedaría excluida. Si esto existe en sus novelas, no anula una transformación fundamental que Cambaceres realizará sobre la vieja dicotomía sarmientina entre la civilización y la barbarie. Cuando Andrés retome la explotación de su estancia y parezca curado del vacío de su vida por la crianza de su hija, no es la dimensión pulsional o instintiva que queda conjurada; más bien puede decirse que esa dimensión se orienta hacia una actividad menos destructiva para el personaje: la novela es clara, a la compulsión del gasto sigue la compulsión de la avaricia19. Campo y ciudad, recién llegado y miembro de la élite, todos participan de la naturaleza bárbara. La jerarquía se reintroduce, sin embargo, de otra manera. Tiene que ver con la grandeza y la pequeñez, con el tigre y el parásito. Una cierta moral de los amos se dibuja ante una condición humana común: el coraje para enfrentar la muerte, para superar el propio instinto de conservación, constituye, si no una posibilidad de exorcizar la naturaleza, al menos un gesto de resistencia. Si esta oposición nos resulta relevante es porque operará una serie de desplazamientos sobre un horizonte cultural firmemente instalado: si el tigre es el emblema de la barbarie en el libro fundador de Sarmiento (el tigre de los llanos es el caudillo bárbaro que el texto analiza) es para oponerse al hombre, entendido como agente de la civilización europea. Cuando el tigre se opone al parásito es para introducir una distinción cualitativa en un común destino de barbarie. Una cierta forma de la barbarie señorial es reivindicada en Sin Rumbo y en tal sentido es interesante el análisis que María Rosa Lojo hace del suicidio de Andrés en la novela20. En efecto, planteará que si no puede comprenderse esta escena fuera de los cánones estéticos de la crudeza descriptiva propios del naturalismo, tampoco puede evitarse la puesta en relación con textos anteriores de la literatura argentina como El Matadero de Esteban Echeverría. Traza así una línea de unión entre ambos textos a través de lo que llama el «persistente modelo del degüello». Sólo que aquí ya no son las hordas bárbaras del caudillo las que degüellan sino el propio estanciero que opone a la barbarie de la Vida, la barbarie de su muerte. La ética del coraje signa una unión y ya no una separación entre el mundo del patrón y el mundo del gaucho, unión que será cada vez más pronunciada en la literatura y en el imaginario de las élites dirigentes. Formará parte de una operación de mixtificación del gaucho y de legitimación de las familias criollas como respuesta al impacto inmigratorio. Si, como se ha señalado, Cambaceres preanuncia este proceso, no es por una inversión de los términos de la ecuación sarmientina que haría del campo el verdadero refugio de los valores de la civilización y de la ciudad el espacio privilegiado de la barbarie. Como lo viéramos anteriormente, el elemento bárbaro subtiende el campo y la ciudad en sus novelas. Sin embargo, efectivamente, es a través de esta jerarquización de la barbarie por la presencia/ausencia de coraje que se anuncia la fusión imaginaria con el universo del gaucho.

Podríamos señalar, para concluir, que, a diferencia de Zola, Cambaceres no plantea ninguna instancia o posibilidad de salida del ciclo de repeticiones. Ciertamente, aparece en algún momento el amor como elemento que despega, aunque no sea más que provisoriamente, a los personajes de su destino. Redención pasajera, subraya aún más la maldición del destino humano21. Si Zola aparece tensionado, como diría M. Serres, entre Darwin y Schopenhauer, entre los personajes blancos cuya misma muerte trabaja para la Vida, y los personajes negros, que creyendo vivir corren hacia la muerte22, Cambaceres trabaja solamente este segundo plano. Ninguna mística de la Vida recorre sus novelas que permita entrever una salida, una salvación. Sin Rumbo especialmente, anuncia rasgos de la novela fin de siglo en América Latina. En efecto, se ha señalado la coincidencia de algunos rasgos del personaje con relación al Des Esseintes de A Rebours23. Se podría resumir esta orientación postnaturalista a través de estas palabras de Michel Raimond: «De telles perspectives philosophiques ouvraient une crise du roman parce que les rapports d'action faisaient place à des exigences d'élucidation»24. Andrés, en efecto, encarna el personaje de la inacción lúcida, del auto-examen y del repliegue del mundo. Anuncia así, al tiempo que inaugura la novela naturalista en el continente, sus propios límites y sus futuras continuaciones.





 
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