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ArribaAbajo¿Retórica? ¿Sencillez?

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Quizá uno de los mayores encantos en la narración de Camilo José Cela es su ajustado lenguaje. Lenguaje en el que no faltan los alardes léxicos relativos a situaciones y objetos tradicionalmente iliterarios, a los que Camilo José Cela hace entrar por la puerta grande en el acervo del español escrito, llevado de esa preocupación por evitar -o desbancar- cuanto de vano preciosismo existe en la literatura. Al pan, pan; al vino, vino. Si hay muchas clases de pan o de vino, tanto mejor; pero a cada una de ellas se la designará por su nombre más típico y popular (siempre lo popular en danza, siempre como jerarquía máxima; siempre lo popular saturando las páginas de Camilo José Cela). Asombra verdaderamente el caudal de vocabulario peculiar y vivo, acarreado de aquí y de allá, que Camilo José Cela emplea en su prosa. Ya llamé la atención sobre este carácter al hablar de Judíos, moros y cristianos. Sin embargo, hay que insistir sobre él: nombres de vientos, de plantas, de animales; vivísimo sentido de la composición de voces, dentro de las normas de lo peculiar idiomático; el apasionado amor por la toponimia menor. Vocablos que han estado ahí durante siglos, arrinconados en el habla local o rural, o dormidos en viejos textos, salen   —190→   ahora de nuevo, lozanos, al servicio de esa realidad de la literatura de Camilo José Cela, especialmente en sus libros de viajes, en los apuntes, en las Historias de España. Quizá, y esto es lo más importante, esta primavera léxica matiza y retrata la orientación general del mundo interior de Camilo José Cela. Ese léxico, ese maravilloso léxico no serviría, en manera alguna, para exponer complicados procesos intelectuales o enrevesadas interioridades anímicas. Suele ser léxico concreto, con algo muy preciso y delimitado detrás. Y esto refleja la enorme cultura de Camilo José Cela en un estrato que anda cerca de la etnografía. Un saber que no participa de los grandes problemas más o menos teóricos y candentes de la cultura universal, sino que se limita, celosamente, a la realidad terrena sobre la que se apoyan otros estadios superiores; es decir, volvemos en cierta forma a la intrahistoria unamuniana. Esto es lo que ha perseguido Camilo José Cela con su fino observar, su contemplación encariñada de la realidad española. Y, según las palabras de Azorín, esa realidad ha quedado desmenuzada, aprisionada dentro de un léxico especialísimo.


ArribaAbajoRepeticiones, repeticiones

Esto no quiere decir, naturalmente, que no haya una andadura artística en los libros de Camilo José Cela. Sería una imperdonable ingenuidad llegar a tal consecuencia. Lo que ocurre es que, precisamente, ese léxico se añuda artísticamente, dentro de unos cuantos   —191→   recursos, cuyo análisis estilístico escaparía al alcance de estas páginas. En muchos de ellos, yo veo una manera de «barroquización», de última y consciente derivación de otros procedimientos anteriores, a los que Camilo completa, dándoles una dimensión inédita, sabia, coherente. Algo así como el efecto de sólida unidad en que se nos ofrecen hoy los siglos de oro, en su compacta, brillante lejanía. Esos rasgos serían, desmenuzándolos, las constantes repeticiones, como un ritornelo acompasado y susurrante, llevado a una condición de justa armonía con la situación desenvuelta: esas repeticiones nos recuerdan el análogo sistema azoriniano; la necesidad de poner reiteradamente el sujeto personal con todos sus nombres y apellidos, como para evitar toda distracción, para llamar vivamente la atención sobre ese hombre o mujer, y no otro; el centrar toda la emoción que se desprende del trozo en un objeto, lugar, o cualquiera cosa inerte repetida también (la alcoba de don Antonio) o persona (Merejo, el gran Merejo), etc. Sí; esto nos recuerda muy de cerca las repeticiones azorinianas, como ese echarse «al camino completamente despreocupado y a lo que salga, que algo siempre saldrá», nos evoca el eterno vivir a la deriva de muchos personajes barojianos.

El sistema de repeticiones es el más socorrido y patente de la obra de Camilo José Cela. Incluso en La familia de Pascual Duarte, donde la narración no es ceñidamente dialogada, son bien notorias; en algunas de ellas podemos ver incluso un atisbo de distribución rítmica:

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Las reatas de las mulas
que van
a Portugal,
los asnillos troteros
que van
hasta las chozas,
las mujeres y los niños
que van
sólo hasta el pozo...



La evidente simetría (dos miembros en el sujeto, el ritmo creciente del complemento, la identidad del nexo verbal) da al trozo ese aire de melancolía, de intensidad creciente en tristeza, que el ánimo de Pascual Duarte experimenta al ver, desde su reja, todo eso que se va, mientras él se queda, dentro, condenado a muerte. Líneas más abajo, el propio Pascual Duarte expresa con repeticiones su estado de ánimo, a la vez que nos dice, sin decírnoslo, cómo son de idénticas y de invariables las experiencias de la celda:

Yo respiro mi aire, que entra y sale de la celda, porque con él no va nada..., ese mismo aire que a lo mejor respira mañana o cualquier día el mulero que pasa... Yo veo la mariposa toda de colores que revolotea, torpe sobre los girasoles, que entra por la celda, da dos vueltas y sale, porque con ella no va nada, y que acabará posándose tal vez sobre la almohada del Director... Yo cojo con la gorra el ratón que comía lo que yo dejara, lo miro, lo dejo -porque con él no va nada-...



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El sujeto inicial, insistente, con sus subordinadas aumentando a cada período, la repetición del tema central -con él no va nada- explican, como no lo harían multitud de páginas, la forzosa quietud del preso, el fluir de la vida ajena, la obligada conciencia de sentirse en ese instante el único encerrado y con grave amenaza sobre la cabeza.

Pero, en La familia de Pascual Duarte, la lengua ha de reflejar la propia de los personajes, sus formas de pensar y de actuar. Las repeticiones, entonces, tienen el carácter elemental de llamada pertinaz, incluso con un valor afectivo que desmiente, o puede desmentir, el usual:

¡Mi marido que me quiere matar! ¡Mi marido que me tiene dos años abandonada! ¡Mi marido que me huye como si fuera leprosa! ¡Mi marido...!



Adivinamos, detrás de esa rigidez reiterada, cómo va decreciendo la cólera inicial para dejar paso a la amargura, al reproche, a la desesperación. En el fondo, este tipo de repeticiones es de gran efecto dramático. Obsérvese que, a diferencia de los ejemplos anteriormente citados, usados en la narración, aquí está empleada la repetición en un diálogo vivísimo, lo que aumenta su patetismo.

Dentro de La familia de Pascual Duarte notamos frecuentemente el deseo de reproducir el habla del rústico. Tal ocurre con el uso de apañar 'recoger, cosechar' («yo, al principio, apañaba algún cintarazo que otro»; «siempre que apañaba algunas perras»). Se trata de un occidentalismo peninsular, de mucho uso en tierras de Salamanca y Extremadura. «Apañando aceituna / se hacen las bodas...», dice la canción popular tan conocida.   —194→   El mismo aire rural proporciona el arcaísmo del orden de pronombres: «En una de las habitaciones dormíamos yo y mi mujer...» Idéntica valoración encierran los frecuentes «con perdón», después de citar a los cerdos, etc. Quizá, a pesar de ser tan dispares y a primera vista tan detonantes, las dos expresiones «nunca hice de esto cuestión de gabinete...» y «como bien percatado estaba de la mucha picaresca que en Madrid había» retratan muy bien el ruralismo de Pascual Duarte: son dos lugares comunes del mal léxico de los periódicos, o de las personas semieruditas de los pueblos, a los que, espontáneamente, ciegamente, tiende a imitar el rústico sano y sin cultura, creyendo que así se pule su lenguaje.

La lengua de La familia de Pascual Duarte está, dentro del plano medio de narración en que se mantiene, dignamente lograda, trabajada; es la lengua ricamente expresiva. Ya señalé atrás el valor de algunos diminutivos, dentro de la seca andadura general de Pascual Duarte. Insistiré sobre ello para hacer ver cómo se agolpan al hablar del hermano incapaz, vistiendo todo el episodio de un vientecillo de compasión, de resignada pesadumbre. Sobre Mario, el hermano idiota, apenas una sombra fugaz en la vida de Pascual Duarte, se vuelcan los diminutivos con un aliento cariñoso, cálido, quizá el único que se desliza transparente por las amargas páginas de la novela. En poco más de tres páginas se nos llama la atención sobre los ruiditos que hacía el niño con la garganta; sobre sus nalguitas desolladas, o su pasajera felicidad echadito al sol, dormidito en los brazos de alguien, o sobre los polvos amarillitos que le curaban las llagas, o el brillo de sus ojos negrillos agradeciendo un mimo.   —195→   Estos diminutivos (y otros) demuestran, soterrañamente, el calor interno de Pascual Duarte.




ArribaAbajoAl fondo, Quevedo

Uno de los recursos de la prosa narrativa más socorridos y eficaces (a la vez que más valiosos) es la disposición del escritor para el retrato, la vieja etopeya de la antigua retórica. En La familia de Pascual Duarte, la descripción de los padres constituye un buen ejemplo de desmesura casi quevedesca. El contraste entre marido y mujer, y las líneas caricaturescas empleadas, son verdaderamente excepcionales. Ante uno y otro evocamos, sin querer, los retratos de jaques y matones de la picaresca y los chafarrinones de Quevedo. Eso reflejan los bigotes del padre: según cuenta, de joven le tiraban las guías para arriba, pero, desde que estuvo en la cárcel, se le arruinó la prestancia, se le ablandó la fuerza del bigote y ya para abajo hubo de llevarlo hasta el sepulcro. (¿No hemos leído en alguna de nuestras grandes novelas picarescas, quizá en el Guzmán, algo muy cercano?) El padre era «portugués, cuarentón..., alto y gordo como un monte». Pero es la madre, como corresponde a su papel esencial en el libro, la que se describe con verdadera minucia, con gruesos brochazos esperpénticos, sin que falten las tradicionales bubas ni la tosca broma eterna de la borrachera pertinaz; una mujer que decide lavarse una vez para demostrar que también el agua le gusta... Impresionante figura, que se queda clavada en la imaginación como una representante en este siglo de un rústico dómine Cabra. Si lo típico del arte   —196→   quevedesco es la desmesura, la irrealidad de los planos reales (una realidad vista a través de una lágrima, o en el espejo cóncavo del esperpento), la madre de Pascual Duarte es buen ejemplo de esta técnica: larga y chupada, la tez cetrina, las mejillas hondas. Casi no queda sitio para la enfermedad: «toda la presencia de estar tísica o de no andarle muy lejos». El agrio contraste con el retrato tradicional se hace patente al destacar su desaseo, su descuido personal, tan lejano de las típicas cualidades femeninas. Aparte de la suciedad, ya explicable en el tipo que Camilo José Cela pretende darnos, nos ofrece una plástica visión de ella, adobada con la condición desabrida y hombruna: «Tenía un bigotillo cano por las esquinas de los labios, y una pelambrera enmarañada y zafia que recogía en un mono, no muy grande, encima de la cabeza.» En el fondo, plásticamente, vemos una de las características cabezas de cartón piedra, despeinadas, hirsutas, de cabellos artificiales de crin animal, o de estopa, un ridículo moñete en lo alto, esos maniquíes que Solana pintó tantas veces. La única manifestación de vida de esa cara es también desagradable. Con el calor del verano, las cicatrices de las bubas se reactivaban y acababan «formando como alfileritos de pus». Hasta el sudor, el honrado sudor del trabajo se desrealiza, hiperbólicamente, en algo repugnante y odioso, como el pus, también repelente, también distanciador, alejando de aquellos labios toda posibilidad de beso y de caricia. Después de todo esto, las broncas entre el matrimonio pierden eficacia y jugosidad: son una exudación más, triste y tragicómica, de guiñol gesticulante. En la paliza subsiguiente a la lectura en alta voz   —197→   del periódico, reconocemos la disciplina esperada en los polichinelas, un coro de risas escoltándola.




ArribaAbajoFotografía, no cuadro

Un hecho nos puede dar muy claramente la medida de lo que he llamado nivel popular del andamiaje cultural de Camilo José Cela. Camilo José Cela es, qué duda cabe, hombre interesado por la pintura. (Ahí están algunos prólogos de Papeles de Son Armadans para demostrarlo, y sería pueril pensar que ignora nombres o artilugios pictóricos. Él mismo pinta.) Sin embargo, faltan calidades pictóricas en sus descripciones. Sobre este retrato de la madre de Pascual Duarte, a que acabamos de referirnos, pesa un ascendiente literario. Un escritor de principios de siglo habría encontrado seguramente un cuadro y, a no dudar, un cuadro ilustre y significativo- para ayudarnos a ver. Camilo José Cela prefiere hacernos entender. Así, cuando Pascual Duarte narra su boda, y nos dice cómo iban de pintureros, de puestos, Camilo José Cela nos da, inequívocamente, la visión de una de esas ampliaciones de boda, inevitables en las casas del campo español, con las figuras de bordes borrosos sobre un fondo blanco sucio, la ampliación que, un buen día, un pesadísimo viajante catalán sacó de sus conteras de cartón, ampliación con grueso cristal tirando a azul y un brillante marco de color guinda con metales dorados en las esquinas: «Ella iba de negro, con un bien ajustado traje de lino del mejor, con un velo todo de encaje que le regaló la madrina, con unas varas de azahar en la mano y tan gallarda y tan poseída de su papel, que mismamente   —198→   parecía una reina; yo iba con un vistoso traje azul con rayas rojas que me llegué hasta Badajoz para comprar, con una visera de raso negro que aquel día estrené, con pañuelo de seda y con leontina. ¡Hacíamos una hermosa pareja, se lo aseguro, con nuestra juventud y nuestro empaque!» Está claro: al lado de este retrato (seguramente pagado a plazos) está el filtro de loza coloreada, el despertador, algún otro retrato, las sillas de paja: la casa del labriego español enjalbegada insistentemente, a ver si así se disimulan las rendijas, los desconchados, la incomodidad. Por si nos quedara alguna duda, nos volvemos a encontrar ese retrato en La colmena. Aquí ya no hace falta apelar a los recuerdos, como hace Pascual Duarte, sino que le vemos, está ahí, vivo en las cortas horas activas de La colmena: «La alcoba de los panaderos es de recia carpintería de saludable nogal macizo, vigoroso y honesto como los amos. En la pared lucen en sus tres marcos dorados iguales una reproducción en alpaca de la Sagrada Cena, una litografía representando a una Purísima de Murillo, y un retrato de boda con la Paulina de velo blanco, sonrisa y traje negro, y el señor Ramón de sombrero flexible, enhiesto mostacho y leontina de oro.»




ArribaAbajoLengua y espíritu

En La colmena, el lenguaje es típicamente fotográfico, coloquial. Voluntariamente seguido dentro de la uniforme ramplonería del habla de las ciudades, cada vez más simplificada. Solamente determinadas pronunciaciones o preferencias revelan el sustrato vulgar (¿dónde el ruralismo limpio de Pascual Duarte?),   —199→   ineducado y tosco de algunos personajes: «Doña Rosa dice con frecuencia leñe y nos ha merengao.» «La señorita Pirula... aún no hace mucho más de un año decía denén, y leñe y cocretas.» Detrás de esas leves acotaciones, el lector avispado nota en seguida el origen, la camada social, el bajo estrato cultural en que esos hablantes se han forjado. Y de paso se destaca la monotonía niveladora del habla urbana que se va haciendo a un rasero idéntico, empujada por el cine, la radio, los periódicos, habla sin estridencias ni matices delicados, expertamente lograda en La colmena. (Obsérvese cómo destaca cualquier personaje que pretenda evadirse de esa norma, y cómo cae precisamente hacia el lado de la caricatura: los jóvenes de concurso literario, o don Ibrahim ensayando su discurso.)




ArribaAbajoLa lengua en América

En la contradictoria lucha mantenida por los libros de Camilo José Cela para ganarse la vida ha sido La catira, la que siempre llamó la atención por su lengua. Lengua, ya queda explicado más atrás, de un rincón del ancho mundo hispánico: los Llanos venezolanos. Y de las posibles clases hablantes, dos o tres, mejor: una tan solo: la del llanero, acompañado de las dos o tres castas humanas que en torno a él se mueven. Esto condiciona notablemente el quehacer lingüístico, claro está. Hace falta exagerar, retorcer el lado rural del habla, bordear el filo de lo vulgar y no despeñarse nunca, (¿No estamos reconociendo bien a lo vivo, otra vez, la afanosa manía por lo puramente pueblo?) Aquí están, en este esfuerzo tan vibrantemente mantenido,   —200→   la ventura y el escándalo a la vez de La catira. La ventura la da precisamente el voluntarioso tesón para conservar en todo momento el decoro literario de las páginas, una tras otra; y su motivo de escándalo: el decoro se logra no por el camino de la lengua, concreta y localizable, sino por el valor interno de los personajes (de nuevo la integración de los valores espirituales de los hispanohablantes) que allí dentro se mueven y gesticulan. Es decir, Pipía Sánchez, Florencio Bujanda, la negra Cándida José o Dorindo Eliecer son personajes de cuerpo entero, viva llama que da calor y luz cualquiera que fuere su circunstancial lenguaje. Si la novela se trasplantase al idioma empleado en cualquiera de los demás libros de Camilo José Cela, o al conversacional del autor, pongo por ejemplo, La catira seguiría siendo una excelente, una prodigiosa novela. El léxico local de los Llanos venezolanos no hace más que proporcionar un pasajero disfraz a la turbamulta de sentimientos y latidos de los personajes: el vocabulario final del volumen es, a veces, necesario como una luz próxima, casi como el círculo de complicidad de la lámpara bajo la que leemos el libro.

Esto explica, de añadidura, la casi natural postura irritada, negativa, de los venezolanos ante el libro. En América existe una enorme distancia entre la lengua hablada y la lengua escrita (¡la lengua escrita, un tópico tradicional que saca a Camilo José Cela de sus casillas!). Existe, entre ambos estadios idiomáticos americanos, un verdadero mar de mitos y prejuicios, con increíbles mareas. Es indudable que las gentes que en América pueden hoy leer novela o interesarse por ella ni hablan ni escriben como se ve en La catira,   —201→   exclusivamente. No; aquellas gentes se van haciendo, aún, su lengua literaria. Y tienen muy lejos el tiempo en que un tipo de literatura a base de vulgarismos o ruralismos o localismos se quiso convertir en el prototipo de lo nacional. (Recordemos la falsía, ya superada, de lo gauchesco respecto a los países del Plata; lo mismo que, y mucha atención a esto, nosotros, hispanohablantes europeos, no podemos considerar típicamente nuestro, representativo literariamente hablando, el habla de Arniches o de José María Gabriel y Galán.) Y, claro es, los venezolanos no se encontrarán, no se reconocerán en La catira, aunque la masa violenta, y amarga, y desenfrenada, de las dichas y desdichas del libro, les llene, como, qué duda cabe, les ha de conmover. Lo que para nosotros es una parcelación admirable, puede ser, al otro lado del mar, una ruralización, una disminución, algo de menosvalía. Se puede correr el riesgo de no ver que el descender a cierto clima lingüístico encierra tantos o más peligros que el ascender, o que, simplemente, mantenerse dentro de cualquier norma lingüística. De todos modos, hay que hacer constar aquí la sensación de acierto feliz, de lograda aventura que ese español de La catira encierra (con sus estudiadísimas adecuaciones, sus oportunos silencios, su amable fraude de entonación). Es, sencillamente, español, que no ha de ser, por fuerza, el que determinados hablantes exijan para reencontrarse, sino el que, hecho con elementos de sus hablantes, los que al escritor le plazca elegir, queda unido, compacto y vivo, logrado hora a hora, minuto a minuto, en lucha con el propio jalón idiomático y con el sueño de otro idioma aún mejor, inédito, por hacer. Sí, es español, y no importa que alguien   —202→   lo rechace como no propio ni representativo. Yo me atrevería a llamar al español de La catira un neoespañol popular, algo que funciona de manera próxima a como lo hacen los elementos folklóricos en Federico García Lorca o en Manuel de Falla: una insidiosa, una gratísima superchería muchas veces, pero que nos da la impresión de la verdad más hondamente que la verdad misma.




ArribaAbajoNada que no sea de todos

Para demostrar la nítida condición española (mejor dicho: hispánica, ya no española) de ese habla, bastaría con mirar, con clara decisión de acercamiento, premisa forzosa para cualquier expedición intelectual, un trozo cualquiera de La catira. Veamos, por ejemplo, las últimas líneas:

-La catira no pué vendé, cuñao, si la catira vende, güeno, la catira se muere e la pena... La catira ha puesto tóa su sangre en la tierra, vale, tóa su sangre y la sangre e tóa su gente... La Pachequera, cuñao, es como una cestica e sibisibe, toíta rebosá e sangre... La sangre no es como el agua, cuñao, la sangre se pega duro y tarda en borrase... La sangre que se bota a la tierra, cuñao, no se pue comprá porque quema la mano... La catira tié que ejá su sangre, cuñao, onde tá su sangre... La catira es como la garcita que cae en el cañabraval, compae, que tié que resistí, pues, íngrima y sola, manque la soledá le pese, porque tié quebrá el ala y ya no pué levantá el güelo... Y la catira, cuñao, ¡no lo piense!, manque pudiera volá e su tierra, no lo haría... La catira no pué juí e la tierra que pacificó... La catira no juntó la tierra, cuñao, pa dirse e ella... ¿Sabe?

-¡Versiá, don...!

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-¡No lo piense, cuñao! ¡Usté, que tá joven, habrá e velo pa contáselo a sus nietos, compae! ¡La catira morirá e vieja y en su sitio, lo ha e vé!

La negra María del Aire se acercó a la pieza de la catira. La negra María del Aire tenía temblorosa la voz. La negra María del Aire cargaba un resplandor agudo en los ojos, un brillo como de haber llorado. La negra María del Aire habló igual que si no tuviera sentido común.

-Un muchachito retinto no vale pa que la sujete a la tierra, misia, peo si lo quié, güeno, se lo doy...

A la negra María del Aire se le puso la voz estremecedoramente alegre.

-Y yo me boto al caimán del caño Guaritico, misia, pa no podeme golvé atrás...

La catira Pipía Sánchez tuvo que hacer un doloroso esfuerzo para fingirse cruel. La catira Pipía Sánchez engalló la voz, quizás para ahuyentar los malos pensamientos.

-¿Qué ice usté, negra? ¿Quién la ha mandao llamá? ¡Lárguese a la cocina, pues, y no me se ande entrepiteando, güeno, onde no la requieren!

La negra María del Aire no se movió del sitio. La negra María del Aire se rió. A los condenados a muerte, a veces, les pasa que se mean por encima al recibir la noticia del indulto.

-¡Ah, qué vaina esto e tené que seguí viviendo!

La negra María del Aire se meó por encima. La negra María del Aire, con la verija ardiendo, se acordó de Feliciano Bujanda, el caporal.

-¡A besotones te he e reventá, negra, pa que te recuerdes del santarriteño pa tóa la vía...! ¡A besotones te he e comé, negra, pa que cargues mi jierro enmitá e la cara, ¿sabes?, que ya no tas cachilapa, negra...!

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-¡Ah, qué tercio tardinero, pues, y pa qué me botó tóa esnúa, güeno, encimita e la tierra!

La negra María del Aire no se movió del sitio. Por dentro de la cabeza de María del Aire retumbaron, confusas como las más honestas caricias, las vagas campanas de la palabrería.

-¡Pa que te se pegue tóa la tierra al cuero, negra, pa que al comete la carne me sepa, entro e la boca, al sabó e la tierra!

Los ángeles pastoreros del bestiaje y del ganao cantaron, por dentro de la cabeza de la negra María del Aire, la eterna melopeya que funde los amargores de la tierra y el hombre.

-Misia Pipía...

La catira Pipía Sánchez no respondió. La catira Pipía Sánchez, con los ojos atónitos, el alma en equilibrio y el corazón en vilo, tampoco apartó el mirar de la negra María del Aire.

-Misia Pipía...

La catira Pipía Sánchez vio a la negra María del Aire toda hecha de tierra, de dulce y latidora tierra, de tierra amable y tibia como un niño que llora porque no aguanta el acre saborcillo de la felicidad.

-Misia Pipía...

A la catira Pipía Sánchez se le posó, en los párpados, una nube misteriosa y blanda, una amorosa nube venida como del otro mundo.

-Misia Pipía...

La catira Pipía Sánchez se vio desnuda en el espejo. La catira Pipía Sánchez se vio hermosa y juvenil como nunca jamás se viera. La catira Pipía Sánchez se sonrió.

-¡Guá, catira, qué indecencia, pues, tóa en cueros, tóa como una novia impaciente!

Rodando por el mundo abajo, por el llano, la selva, la montaña, el mar, los hombres de buena estrella se   —205→   topan, a veces, con mujeres airosas y valerosas como la palma real. La catira Pipía Sánchez, frente al espejo, se inclinó.

-Misia Pipía...

Los clarines del aire silbaron los delicados versos del poeta, aquellos versos -¿recuerda, cuñao?- que hablaban de rubios, pulidos senos por una lengua de lebrel limados... El mundo -¿recuerda, usté, compae, que ya se ijo?- está formado, poquito a poco, por todo: hasta por la memoria, esa quebradiza vena de la ilusión. La catira Pipía Sánchez, sola en su espejo, se pasó las yemas de los dedos por la piel; jamás un arpa fue tañida con esmero más hondo y más respetuoso.

-Catira...

-Qué...

La catira Pipía Sánchez volvió a sus reverencias.

-Ná... No te ecía ná...

A la catira Pipía Sánchez, por entre la nubecica, se le pintó la negra María del Aire. La panza de la negra María del Aire había crecido como la vela hinchada por el mejor viento.

-Negra María e el Aire...

La negra María del Aire no respondió. La catira Pipía Sánchez habló sentada y sin pestañear. La voz de la catira Pipía Sánchez era grave y opaca, como dicha con un cojín de pluma contra la boca.

-Negra María e el Aire, un hijo entoavía lo pueo tené... Una mañana, sin que naide me mire, ¿sabe?, me voy a dir pu el mundo, más allá e esta tierra, a Caracas, ¡vaya a sabé!, o a onde quiea, pa elegí al taita e mi muchachito... Yo no quieo un muchachito robao, negra María e el Aire, sea catire o retinto, ¿sabe?, yo quieo un muchachito mío, güeno, a lo mejó me entiende...

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La catira Pipía Sánchez tomó de un brazo a la negra María del Aire.

-¡Y usté ya se ha callao, negra!...

La negra María del Aire semejaba una muda mujer de tierra, una mujer hecha de palpitante tierra sabrosa, de fecunda y templada tierra, de esa misma tierra que se nutre de muertos y que, al decir de los barbudos y pacientes sabios, comen, cuando las cosas vienen mal dadas y el coroto se tuerce, algunas tribus remotas...

-Sí, misia...

-Y claritico que sí, negra...

La catira Pipía Sánchez siguió hablando sin soltar a la negra María del Aire.

-Po que eso que se ruge pu ahí es falso, negra... Yo no vendo... Yo compro, negra... La Pachequera no la pueo vendé, ¿sabe?, poque la Pachequera, güeno, no es mía... Güeno, a lo mejó me entiende... La Pachequera es de la sangre que costó la paz, negra... Y la paz es algo que no se vende en el mercao... La paz se gana, negra... Güeno, a lo mejó me entiende...

La catira Pipía Sánchez volvió a sentarse en su mecedor. Después, la catira Pipía Sánchez, serena como nunca, prendió candela a su cigarro.

-Poque la tierra quea, negra... La tierra quea siempre, ¿sabe? Güeno, a lo mejó es este coroto que tóos entendemos...

La catira Pipía Sánchez se balanceó con la cabeza echada hacia atrás. A la catira Pipía Sánchez le había oscurecido, ligeramente, el pelo.

-Sí, negra... Tóos lo tenemo que entendé... La tierra quea, negra... La tierra quea siempre... Manque los cielos lloren, durante días y días, y los ríos se agolpen... Manque los alzamientos ardan, güeno, y mueran abrasaos los hombres... Manque las mujeres se tornaran jorras, negra...

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La catira Pipía Sánchez se paró en medio de la pieza. A la negra María del Aire, el ama Pipía Sánchez le pareció más alta que nunca.

-¡Míeme e arriba abajo, negra...! Y yo entoavía no me veo jorra... Y yo no vendo, negra... Yo no pueo vendé la paz, negra... Ni la sangre, negra... Güeno, ni la sangre...

Desde el cotoperiz, pregonando a los vientos de la Pachequera lo que la tierra, esa sabiduría, jamás dudara, silbó el pajarito alegre de la esperanza. Y al pie del ceibo, aquel ceibo -¿recuerda, vale?- cuya copa materna casi podía tocarse desde el balcón de la catira, se estremecieron, tierra sobre la tierra, unas cenizas. La negra María del Aire se echó a llorar.

-Váyase a la cocina, negra...

-Sí, misia...

La catira Pipía Sánchez también se echó a llorar, con unas lágrimas inmensa y piadosamente consoladoras.

-Hasta que el mundo reviente e la viejera, y el mundo tá entoavía finito, la tierra tié que sé e la mismitica sangre que la apaciguó...

La catira Pipía Sánchez, vestida como estaba, se miró en el espejo.

-Sí...



*  *  *

Lo que encontramos en este trozo, dentro de esa lengua que llama la atención, en esa lengua en la que palpita el amor a la tierra, la inaplazable exigencia de la tierra, es bien sencillo. Nos encontramos con una larga serie de hechos lingüísticos conocidos dentro y fuera de Venezuela, e incluso a uno y otro lado del mar (hago un examen muy somero, y sin llegar a profundidades de matiz, aquí inoportunas).

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Por ejemplo: la perdida de la -d, intervocálica (los frecuentes pué, cuñao, tóa, tóos, mandao, entoavía, quebrá, puéo, callao, mercao, quea, esnúa, abrasaos, etcétera) es general en toda el habla hispánica y es uno de los rasgos más ahincadamente populares del idioma. (En España, en el habla coloquial, muchos de esos casos citados arriba no desentonarían, incluso en medios cultos, y, regionalmente, todos se documentan.) La d-, inicial también desaparece en la mayor parte del habla rural: ejar, onde, entro, icir, el verbo ir se conjuga en casi todas partes con una d protética, dir, y así aparece en este trozo de La catira como en Asturias, León, Extremadura, gran parte de Andalucía, y Murcia, y en toda el área hispanoamericana; la -r, intervocálica desaparece también en todas partes en las formas de querer y parecer, y en la preposición para. El trozo no hace, en consecuencia, nada extemporáneo ni atrabiliario, ni se agrega a un forzoso inventar; también la -r final de los infinitivos desaparece con gran frecuencia: es hecho conocido en Asturias, en Extremadura, en La Mancha, en gran parte de Andalucía, en casi toda América: no nos pueden parecer raros esos vendé, comprá, ejá, , llamá, reventá, golvé, comé, elegí, tené, entendé, etc. De igual área geográfica es la fusión del infinitivo con el pronombre enclítico, fusión que se realizó de varias maneras en lo antiguo, pero que en la actualidad es la forma registrada por La catira la más abundante: borráse, contáselo, podéme, cométe, etc. Creo que no habrá hablante de español que, en más de una ocasión, no elimine la n en algunas formas de tener: tié, tiés. La vieja aspiración de la f- inicial latina la encontramos en voces como jierro, jui, jorra. Tampoco es   —209→   cosa rara: la aspiración se conserva en casi toda el área americana, en las montañas de Santander y de Asturias (entre el Pas y el Sella), en zonas de Salamanca, toda Extremadura y toda la Andalucía leonesa. Formas como golvé 'volver', güeno 'bueno' son también generales en el habla rural hispánica (e incluso en el habla semiculta se oyen casos como gomitar, güesos o el análogo güevos, buevos); se trata de simples equivalencias acústicas; una geografía parecida tienen las formas , etc., de estar.

Ahora nos vamos dando cuenta de cómo el habla de La catira no es tan detonante, tan desusada. En lo hondo de su contextura aparece el español vulgar, el español de los campos, con sus innumerables matices. Si esto lo venimos viendo en la vertiente fonética, aún lo confirmamos en la morfológica: los arcaísmos manque 'aunque', o naide, son igualmente conocidos y generales en todo el dominio rural hispánico, sin necesidad de grandes viajes. El orden de pronombres usado en esos trozos es idéntico al popular general español: no me se ande, pa que te se pegue, etcétera. Es en el léxico donde lo americano, asomando de cuando en cuando en la trama general de las conversaciones, reproduce el aire, la falaz sensación de oír español americano (también algo en la sintaxis). Es el repetido catira, catire 'rubio, persona blanca'; sibisibe 'bambú'; cañabraval 'cañaveral, lugar de cañas silvestres'; íngrima 'sola, sin compañía alguna', es el portugués íngreme 'aislado'. Se conoce en otros lugares de América, no sólo en Venezuela: Santo Domingo, Colombia, Ecuador, América Central, Méjico. Dejando aparte problemas etimológicos, diré que íngrimo ha sido puesto en relación con el salmantino   —210→   lígrimo 'puro, castizo', pero también 'de una sola cosa' hablando, por ejemplo, de algunas verduras. Lo cierto es que íngrimo, tan extraño en apariencia, es voz peninsular de origen. En Venezuela se emplea siempre en la frase íngrimo y solo como si el hablante hubiera forjado un cliché ante lo extraño de su primer elemento. La etimología más acertada se inclina por un origen germánico. Versiá 'verdad será', o guá son muy frecuentes con valor de interjección en el habla venezolana: casi un rictus lingüístico, como el güeno, frecuente entre comas, o el pues (¡qué indecencia, pues!). No son desconocidos en otras áreas americanas (Antillas, Perú, etc.). Misia es tratamiento de respetuosa familiaridad, dirigido a mujeres de cierto rango social. Hoy vive más en los campos, pero es conocido, con diversidad de matices, en toda la América meridional. Misiá en Ecuador, en Salvador, Guatemala; en Venezuela existe, además, mi séa; mísea en Bolivia; mísia o misiá en Chile, etc.; todavía Daniel Granada, lexicógrafo platense, en 1890, decía que misia es tratamiento de la gente culta cuando se dirigen «a personas de su misma condición». Estas formas, equivalentes a mi señora (compárense nuestras mi capitán, mi coronel) en tratamiento, si hoy no existen en España, han existido: la lengua clásica conoció Mi sa doña Lucía, por ejemplo, y hoy todos decimos ¡So bribón!, ¡So bruto!, ¡So feo!, sin acordarnos que ese so es señor reducido a so por su empleo proclítico. Es decir, que estamos dentro de una corriente viva del español cada vez que la catira, Pipía Sánchez se oye llamar misia.

Taita 'padre', valor típico de Venezuela (en Cuba y en Puerto Rico se aplica a negros ancianos), la usó   —211→   Quevedo. Era corriente en el siglo XVII, aunque se haya matizado semánticamente. Coroto 'trastos, cosas inútiles', y en general palabra que sustituye a otra cualquiera que no se recuerda en la conversación, se usa en Colombia, Venezuela, Puerto Rico. Cargar con los corotos, equivale a 'irse con la música a otra parte'. Jorra 'estéril' es el español horro 'libre, hombre en libertad' que extendió su significado a 'hembra no preñada', especialmente hablando, en España, de ovejas. (Compárese el catalán forra 'estéril'.) En este acoplar los términos de la vida ganadera a las personas de condición, asoma el imperativo de la tierra condicionando el idioma.

En fin: por todas partes vemos cómo la gran aventura del idioma de La catira es una expedición a lo más entrañable del mismo. Esta condición de popularismo que venimos destacando no hace más que remachar uno de los caracteres esenciales del arte de Camilo José Cela: su preocupación por el pueblo oscuro y laborioso, por su vivir y su morir. La catira y su español son prueba excelente de ello28.

Otras voces americanas, aunque tengan usos dispares según las comarcas, son, en el trozo que nos ocupa, cargar 'llevar'; caño usual como 'río, cauce, fuente', aquí con el valor venezolano de 'torrente'; cachilapa 'res que no lleva hierro o marca'; cotoperiz 'un árbol'; tercio 'hombre'; vaina 'molestia'; entrepitear 'entrometerse'. Repito que algunas de estas voces tienen, en otras comarcas americanas, valores muy diferentes   —212→   (vaina, tercio), lo que revela la atención al localismo que preside su empleo. Pararse 'ponerse de pie' es de uso general en Hispanoamérica y dialectal en España. Cuero 'piel' es un arcaísmo que, aunque perdido en el habla de España, aún aparece en frases petrificadas: estar en cueros, en cueros vivos, etc. Se usa con el valor 'piel humana' en casi toda América.




ArribaAbajoMás sobre repeticiones

Son también, en el estilo general de La catira, muy abundantes las repeticiones. Los diálogos y las enumeraciones se van entrecruzando de un motivo reiterado, que va acompañando como una oscura melodía a la acción esencial; por ejemplo, la insistencia en poner en primer plano el nombre de don Juan Evangelista cuando se está preparando la expedición que ha de perseguir a Aquiles Valle. Entre cada frasecilla, vamos notando cómo el personaje se crece, se orienta, se hace dueño y señor de la situación: «Don Juan Evangelista se sentó en el mecedor... Don Juan Evangelista encendió un cigarro... Don Juan Evangelista se atizó otro palo de aguardiente... Don Juan Evangelista señaló al mestizo Rubén Domingo... Don Juan Evangelista señaló a Catalino Borrego... Don Juan Evangelista quiso que la descubierta se hiciese bien pensada... Don Juan Evangelista se representó el escenario en la memoria... Don Juan Evangelista entornó los ojos... Don Juan Evangelista dejó que se le ordenase el pensamiento... Don Juan Evangelista remató el mapa.»

Algunas de estas repeticiones son, indudablemente, un legítimo truco estilístico que, de pecar de algo,   —213→   es de ingenuidad. Pero revelan hasta qué punto existe un ansia de trabajo y pulimento, detrás de las aparentes claridad y llaneza de muchas páginas de Camilo José Cela. Así ocurre, por ejemplo, con los ruidos de los animales: la acción se va adensando, centrando, se va rodeando de un halo de misterio con el canto de los pájaros. El silencio de los fugitivos se hace más intenso. Y la quietud azorada de la espera se prolonga, se acentúa aún más en la recapitulación, dentro de un trozo breve, expresivo, de todas esas repeticiones dispersas, condensándose así toda la zozobra en un momento. Otras veces, el efecto de armónicos necesarios se consigue con la enumeración dispersa de las hierbas con virtudes excepcionales (el malojillo, la cocuiza, el calcapanire, la escorzonera). El mismo papel desempeña el desenvolver lentamente, los componentes de la casa (dulces, ropas, brillos, supersticiones, etc.). Función parecida, aunque de signo gozoso, desempeñan, con indudable maestría, las repeticiones en las escenas de amor entre Feliciano Bujanda y la negra Marta del Aire.

Como es de esperar. Un libro de tan cuidada arquitectura como La catira tiene muchos más recursos estilísticos. Pero no es de este lugar pararse a analizarlos. Remito al libro de Olga Prjevalinsky, El sistema estético de Camilo José Cela, Valencia, edit. Castalia, 1960.

Los esquemas de las repeticiones pueden ser, y de hecho lo son, muy numerosos. Del Miño al Bidasoa es un libro que presenta un buen repertorio. Abundan en él las intercalaciones reiterativas de cantos de pájaros, etc., como hemos visto en La catira. Otras veces, el aire de salmodia, de rezos suplicantes, se consigue   —214→   con las repeticiones que llevan una estructura sintáctica idéntica:

-Que Santa Marta, ramiño de plata, nos traiga la salud con el agua del cielo y la flor de los campos

-Que Santa Marta, flor de blanco lirio, nos traiga la salud antes que los primeros vientos de la mar.

-Que Santa Marta, sol de todo el mundo, nos traiga la salud con el amor que va de camino, como la anduriña.



La estructura gramatical se reitera, con muy pocas diferencias, en las tres súplicas intercaladas en el desfile de la romería.




ArribaAbajoOtras estructuras

Camilo José Cela es, por naturaleza, enemigo de las adjetivaciones solemnes y aparatosas, o estrictamente palabreras y sonoras. Sin embargo, de vez en cuando -y en radical diferencia con su fondo general de voces concretas y populares, lo que hace muy destacado el empleo de este recurso-, emplea grupos de adjetivos delante del sustantivo, lo que da, súbitamente, una extraordinaria lentitud a la frase, a la par que la recarga de emotividad. En ocasiones, incluso esos adjetivos llegan a rimar, como en el Valle-Inclán primerizo: «...Me gustan mucho los románticos, los elegiacos, los confusos y remotos nombres de los barcos...»; «...Prefiere apagar su sed por las tabernas, por las murmuradoras, por las rumorosas, por las vivas   —215→   tabernas..» De este sistema no está exenta obra alguna de importancia de Camilo José Cela. (A veces riman los dos primeros, y el tercero se evade a la musiquilla con un rápido giro.) Algo parecido ocurre con los inesperados trozos de cautelosa simetría, que aparecen repentinamente por aquí y por allá, revelando que todo no es escribir al salir de la pluma, ni andar a lo que saliere. Compárese este ejemplo, extraído de Del Miño al Bidasoa (cap. 26).

1) En Belmonte, 1) En Cardoso,
2) un niño que crece 2) un viejo que merma,
3) casi sin darse cuenta, 3) quizás sin enterarse,
4) debajo de una boina inmensa, 4) debajo de un blando bombín de recortadas alas,
5) intenta sacar 5) pretende sacar
6) a resoplido limpio 6) a imprecisos y débiles soplares,
7) el son del mariachi 7) el son de la polca,
8) de un caramillo de caña verde y tierna 8) de una flauta culotada y anciana
9) como su misma ilusión. 9) como su misma resignada esperanza.

Entre las dos enunciaciones hay un diálogo. Se repite, también, el diálogo. Pero la simetría se escapa en violento esguince, en la contestación final:

1) -¿Sale? 1) -¿Sale?
2) -Sí, señor, ya va saliendo 2) -Sí, señor, aún va saliendo.

Toda la emoción, la expresividad del trozo tan trabajado y medido, tan sometido a una pulcra elaboración, está al servicio del contraste último entre un   —216→   ya y un aún. Detrás de esas voces está la vida, misteriosa, fluyente.

Otro de los procedimientos, viejo como el mundo, pero no por eso desdeñable, para destacar los elementos literarios, es el contraste. El contraste es la ley que anima La colmena, La catira, Pabellón de reposo. Es arma elemental y siempre fecunda, y ha sido usada siempre con vario éxito. Camilo José Cela nos da curiosos ejemplos:

Por el horizonte, como una lenta y airosa gaviota, cruzaba un patache cargado de majestad, de misterio y de poesía. También pudiera ser que fuese cargado, además, de azufre, de sal, o de traviesas para la vía.


(Del Miño al Bidasoa, cap. 24.)                


Nótese, además de la rigurosa simetría (tres elementos en cada miembro del trozo), la forma de poner en evidencia el posible lugar común, «literario», del primer miembro. Parecido papel, pero con notoria tendencia a exagerar la topística hasta la caricatura, tienen estos dos ejemplos siguientes:

Celedonio Montesmalva sonrió con el gesto de triunfo de Dafnis y Cloe o de Griffé y Escoda.


(El gallego y su cuadrilla, pág. 97.)                


¡Ahora, ahora! Do, do, do, do, do... Puccini, Verdi, Leoncavallo, el maestro Guerrero y el Marqués de la Valdavia. Do, do...


(Ibidem, pág. 123.)                


En los dos ejemplos, la aparición de un elemento radicalmente distinto de los que se enumeran, o se esperarían si la enumeración continuara, provoca un fuerte desencuentro mental que exagera el ridículo en el momento en que, gracias a la popularidad de ambos   —217→   elementos discordantes (una conocida marca comercial en el primero, un prohombre de la vida pública madrileña en el segundo), son reconocidos. El procedimiento de casar en las enumeraciones elementos discordantes no es nuevo. Ya estaba en Eça de Queiroz, por ejemplo (en una carta hay: mucha intolerancia y tres faltas de francés, A correspondencia de Fradique Mendes), y figura en la literatura francesa de principios de siglo, pero sin llegar al extremo de usar nombres propios conocidos. Compárese: «el niño Raúl tenía manías, una bicicleta y diez o doce años» (Nuevo retablo de don Cristobita, pág. 245). Enumeraciones de este tipo, frecuentemente enriquecidas por una clara disposición caótica, forman la base de Mrs. Caldwell habla con su hijo29.

  —218→  

Sin embargo, un lector ingenuo, que se acerque a Camilo José Cela con deseo de intelección, notará que, a lo largo y a lo ancho de sus libros, las repeticiones, el orgullo reiterado de nombres, construcciones, situaciones, etc., constituye la más destacada y copiosa presencia literaria. Camilo José Cela gusta de repetir, de decir una y mil veces algo: un nombre propio, una distribución de un párrafo, una teoría de adjetivos, una colisión mental sin llegar al caos. Ya hemos visto algunos ejemplos. Señalaré aun otras varias distribuciones de este sistema expresivo, típico de nuestro autor, pero advirtiendo que no se trata de rigurosos cánones, ya que uno de los rasgos más personales de Camilo José Cela es el hacer un esguince, una pirueta, inesperada o no, quiebro que conlleva una suave socarronería las más veces, que desvirtúa lo que parecía hacerse costumbre. Intentaré, siquiera sea someramente, hacer algunas llamadas de atención ante la mirada del lector leal.

Algunas de estas repeticiones o reiteraciones caen dentro de procedimientos que podríamos llamar primarios, de elemental insistencia. Así ocurre, por ejemplo, con las gradaciones. Claro está que son susceptibles de ofrecer múltiples matices. Véanse por ejemplo, estos casos de Judíos, moros y cristianos, en los que encontramos una gradación (generalmente a base de tres elementos) tan simple, que anda muy cerca de la enumeración: el vagabundo «se propone volver a recorrerse la ciudad como un can sin dueño, sin prisas y sin esperanza».

  —219→  

Fray Luis pidió -y a su encierro del capítulo se lo llevaron-
una estampa de la Virgen, para disponerse a bien morir,
un cuchillo, para partir el pan,
y unos polvitos, de misteriosa y monjil receta, para espantarse las melancolías.
Su dueño, el repostero Pedro Martín, que es viejo amigo del vagabundo,
estudió en Alcázar de San Juan
las difíciles artes de las tortas,
practicó en Madrid
los cautelosos temples del oficio del confitero, e hizo la guerra del 14 con los americanos, en la dulce Francia.


El paralelismo mental entre los dos últimos ejemplos es muy claro. Los sujetos de ambos llevan, en el primer lugar, un inciso explicativo (y a su encierro del capítulo se lo llevaron; que es viejo amigo del vagabundo). En el resto del párrafo, las tres finales del primero son sustituidas por las tres formas de perfecto del segundo (estudió, practicó, hizo). Obsérvese aún el ritmo interior de cada una de ellas. En la primera, la relativa a Fray Luis, los infinitivos van colocados con evidente preocupación rítmica: los dos pronominales encierran, por los extremos, la distribución, dejando en el centro el transitivo: para disponerse; para partir...; para espantarse... Una parecida situación llevan los adjetivos en el segundo ejemplo: las difíciles artes de las tortas...; los cautelosos temples del oficio de confitero...; la agregación de nuevos elementos lineales va dando mayor lentitud y solemnidad a la frase. Y en el tercer elemento, la desigualdad de pasar al último lugar el que era primero en los dos   —220→   anteriores (...en Alcázar de San Juan...; ...en Madrid...; pero, ahora terminando, ...en la dulce Francia) redondea definitivamente el trozo, en el que los tres escalones se han venido aunando, desenvolviéndose con apretado calor.

En ocasiones, la preocupación por los tres elementos se limita a los adjetivos. A veces en simple enumeración (...se entienden tres palabras singulares, orgullosas, escépticas...) y, otras, alcanzando la marcha progresiva de la gradación tradicional: «El camino del tren hasta Arévalo... es frío, solemne y sobrecogedor.» La gradación está admirablemente conseguida. Se comienza por un escalofrío físico (frío) provocado por la aridez y desnudez del paisaje; de ahí se pasa a la interpretación de su hondura espiritual (solemne) y se acaba aplastado (hasta físicamente otra vez) por esa misma grandeza: sobrecogedor. El ciclo se cierra rotundamente.

Con gran frecuencia, esta gradación se exhibe con arreglo a las normas tradicionales, presentando un matiz ascendente, de ahilado subir a más y más, cualquiera que fuere su significado o contenido: «...una serpiente se erigió en guardián de los restos, a los que protegió contra el cuervo, el lobo y el hombre». En el último peldaño se percibe la difusa y estremecedora condición del hombre, colocada en la cima de unas jerarquías ya aceptadas. Esta acomodación de un postrer elemento cargado de contenido diverso pero eficaz, es muy frecuente: «...aunque si sea un poco su alcaloide, su corazón, incluso su alma y, desde luego, su historia, casi toda su historia». «Yo ando mal, mal... Yo ya soy viejo. Yo ya no cumplo los setenta y cinco años.» «...prefiere pensar que las   —221→   mozas no tienen nombre, ni casa, ni corazón». «Aranda es pueblo importante y grandón, polvoriento, rico y, a su modo, progresista.» En los cuatro ejemplos, el final encierra siempre un giro, un doble valor que matiza y redondea las afirmaciones anteriores, pero siempre en evidente crecimiento, en afirmativo ritmo de personalidad. En ocasiones, la repetición trimembre se emplea como una cauda final, enlazada lógicamente a las líneas anteriores, desempeñando, en su aislamiento, el efecto de un acorde final, de un deslumbramiento total: «...el vagabundo, que no puede hablar, se siente dolida y espantadamente dichoso. Como una flor, como una recién casada, como un jilguero».

Otras veces, esa gradación se despeña en sentido casi vertical, para destacar, negativamente, determinadas cualidades. Es el ascenso-descenso hacia lo ruin, lo inútil o diminuto de cuerpo y de alma, hacia la parte grotesca del espíritu o de las cosas. Tal gradación se percibe muy vivamente en los siguientes casos: «La mujer del peón caminero pronto saldrá a buscar agua del arroyo. La cabra del peón caminero abre los ojos, levanta la cabeza, temblequea la barba. El peón caminero aún duerme, porque para eso es funcionario.» Vemos, en ese último elemento del párrafo, el desdén, la poca simpatía hacia el funcionario, que empieza a vivir después de un gran trozo de vida ajena. Hasta los animales se han puesto en movimiento. Y se destaca de paso el papel de la mujer, hacendosa, viva, empeñada en su quehacer. Todo en este trozo está sopesado, cuidadosamente ensamblado y acorde.

  —222→  

La distribución trimembre, por la que Camilo José Cela siente verdadera debilidad, surge con multitud de matices:

Unos dicen que los judíos pusieron al fuego un gran caldero lleno de aceite,
otros afirman que lo que echaron en el caldero fue resina,
y otros piensan que lo que el caldero tenía en su panza no era más que agua.


Vemos, por un lado, la gradación (unos dicen...; otros afirman...; otros piensan...) y, por otro, la triple cauda de análoga estructura, solamente alterada por el cada vez menos alarmante contenido del caldero. Estructuras muy parecidas salen aquí y allá a lo largo de Judíos, moros y cristianos:

  • ...una baraja con el naipe pringado
    • por los días,
    • los hombres
    • y las moscas.
  • ...aquellos versillos ingenuos, graciosos y ramplones.
  • ...por el camino de Villacorte no pasó
    • ni un automóvil,
    • ni un ómnibus,
    • ni un camión,
    • ni siquiera una bicicleta.

En todos estos ejemplos (incluso en el último, con cuatro elementos, en vez de los tres habituales, o casi habituales) vamos alcanzando la gradación con un ademán de cómplice aquiescencia, esperando tropezar con lo ya inútil o insignificante: las moscas, la ramplonería, la bicicleta. En ocasiones, el último elemento   —223→   de esa enumeración supone un desvío francamente burlón, o derivado hacia la socarronería, al cubrirse de un contenido semántico de distinto signo:

  • ...y a esperar a que
    • el tiempo,
    • la providencia
    • o un sangrador
  • le sacarán de apuros.
  • Por su compañía, por
    • su transporte,
    • y por sus tres duros.
  • le tiene que estar muy agradecido
    • por sus atenciones,
    • y por la merienda,
    • y por los tres duros.

Dentro de esta tendencia a la simetría y a la regularidad, no es raro, como ya he apuntado antes, el desbordado fluir en torrente, aunque siempre con un freno interior. Así acontece con este pasaje:

...que se le sirva, en vez del dato, el calor; en lugar de la cita, el sabor; y a cambio de la ficha, el olor del país: de su cielo, de su tierra, de sus hombres y sus mujeres, de su cocina, de su bodega, de sus costumbres, de su historia, incluso de sus manías.


Aquí, solamente la uniformidad color-sabor-olor: dato-cita-ficha mantiene el recuerdo de las estructuras citadas anteriormente. Luego el trozo se despeña en alusiones, sin llegar a lo caótico, unidas tan sólo por esa constante de Camilo José Cela de no salir jamás de realidades concretas. Nada de sentimientos «elevados», de contornos necesariamente confusos (patriotismos, religiosidad, complicaciones psicológicas, pasiones ahiladas, etc.), sino bodega, cocina,   —224→   manías. La misma historia es una cosa más presente y viva en un halo desencantado y sobrecogido.

Una gradación expuesta como la que venimos señalando, sea cual fuere su dirección, encierra un ritmo acompasado, que alcanza generalmente su punto más alto de entonación al final de una larga prótasis y cae rápidamente, punto final inexcusable, en la inmediata y breve apódosis. Sin embargo, Camilo José Cela es propenso a quebrantar (también por varios, aunque limitados procedimientos) este ritmo. Son esas numerosas enumeraciones (o gradaciones) retardatarias, en las que se intenta alejar el punto melódico, o el desenlace, con una razón expresiva, emocional, atrayente, etc. El medio primerizo es el uso de frecuentes adverbios de modo, en los que la acción queda prolongada, lenta y despaciosa:

...esa bendición que el hombre no suele saber gastar, deleitosamente, despaciosamente, desconfiadamente.


Una lectura en alta voz exageraría el ritmo descendente, lentísimo, del final. La falta de conjunción entre los dos últimos adverbios ayuda más, si cabe, al final desmayado, casi patético.

Estos finales lentos, desencantados, orillados de silencio son muy frecuentes en la andadura estilística de Camilo José Cela. El trozo, de ordinario tan vivo, se queda súbitamente parado, asustado, deshaciéndose a continuación en un gesto de fatiga, de sosiego, desengañado y cariacontecido o intensamente gozoso. Es decir, se trata de una manera de introducirse -sin dejar de ser espectador- en el hondón del personaje o de la situación. En muchas ocasiones, Camilo José Cela precede este lento final de pausadas maniobras,   —225→   acciones, ires y venires, que demuestran que los ojos están colgados -tiernamente colgados- de lo que se narra, como ocurre en ciertas películas neorrealistas, donde los menudos gestos encierran la personalidad con eficaz vigor. Compárense estos dos ejemplos:

La patrona busca una taza y una cucharilla. Después saca un pan de la alacena. Después, con un trapo para no quemarse, llena la taza del vagabundo de café con leche, mitad y mitad. Después aparta la leche del fuego y la sopla, para quitar la nata. Después vuelve a su trajín, endereza un vaso, cambia de sitio un plato, corre la banqueta.

Las niñeras se callan un instante. Después se ponen coloradas. Después gritan, jolgoriosamente. Después empiezan a correr y a darse azotes en las nalgas, unas a otras. Después se paran. Después levantan a los chiquillos del suelo y les pegan unas cuantas voces. Después se van, serias, cariacontecidas, contenidas.


En ambos casos, el adverbio repetido nos va delatando por igual la seguridad de la patrona y la inseguridad de las criadas. El final sin la conjunción entre los dos últimos elementos, nos deja lanzada al aire la escena, sosegada en un caso, indecisa y triste en el otro30. Las dos escenas han sido solamente imagen   —226→   y banda sonora. En el callado margen de la página han golpeado por igual los muebles y los cacharros movidos por la mano diligente de la patrona, las risas y los azotes vanos de las criadas. Después (un después ya nuestro) se hacen el negro y el silencio totales.

Otro procedimiento frecuente en esta técnica retardataria consiste en intercalar entre los elementos principales, lógicos o gramaticales o tonales, una serie de incisos secundarios, de diversa naturaleza. Véanse estos casos:

  • La casa que dicen de los Deanes
    • con sus herrajes rococó,
    • sus graciosas columnas,
    • sus ángeles
    • y sus escudos,
    • y su reloj de sol,
  • es airosa y amable, grata y elegante.
  • El vagabundo dobla por la canonjía, y ante sus ojos se abre el horizonte, con las murallas abajo,
    • y más abajo la ronda de Santa Lucía,
    • y aún más abajo el Eresma,
    • y al otro lado el Parral,
  • y detrás, dilatado y hondo, el pardo campo de Castilla.31

  —227→  

La técnica retardataria aparece llevada con primor, con minucia, como corresponde a lo narrado, en el episodio del alobamiento (págs. 240-241). La ansiedad, el desasosiego y la alarma se van así agrupando, en la lentitud de la narración, haciendo más hondo y escalofriante el suceso. Se adelgaza el aire, hasta oír claramente el acezar de la fiera:

  • La noche está algo dura, pero el caminante,
    • la boina calada,
    • las manos en los bolsillos,
    • la bufanda de tres vueltas guardándole el aliento,
  • se defiende pisando, bien pisado, el suelo.
  • El caminante, ¿qué le ha sucedido?, de repente tiene miedo.
  • El caminante ni ve ni escucha al lobo.
  • El caminante nota que un tiritón le corre por el espaldar.
  • El caminante alerta la vista y aguza el oído.
  • No;
  • el caminante ni ve ni escucha al lobo.
  • Al caminante la frente le suda frío,
    • las carnes le tiemblan,
    • el cabello se le eriza,
    • el corazón parece como desbocársele.
  • Al caminante le golpea la sangre en las sienes.
  • El caminante se vuelve y allí está el lobo,
    • con los ojos como carbunclos,
    • la boca abierta enseñando el colmillo poderoso,
    • la lengua fuera,
    • el pecho fuerte,
    • el espinazo hirsuto.
  • El caminante se alobó.

  —228→  

Observemos cómo se destaca la duda, la vacilación, el auto-observarse. Los rasgos del lobo, escondido jadear, dientes alerta, todo contribuye a dar final rapidísimo, después de tan prolongada zozobra: «El caminante se alobó.» En la continuación del episodio vemos ya creciente lo inevitable, con un ritmo vertiginoso, que contrasta con la lentitud anterior: «El lobo comienza a seguir al caminante por veredas y prados, por desgalgaderos y relejes, y trochas.» La conjunción aquí nos da clara idea de lo inútil de la huida, de cómo el lobo está ya en todas partes, sin escape posible. Y otra vez vuelve la lentitud, el regodeo de la fiera en su certeza de vencedor, mientras el caminante ya no es dueño de sí:

  • El caminante,
    • a la segunda,
    • a la tercera,
    • a la quinta vez,
  • ¿qué más da, si todo es cuestión de paciencia?,
  • siente flaquear las piernas,
  • ve turbia la estrella que veía clara,
  • nota un tembleque en la voz.
  • El lobo vuelve a la carga, gruñendo
    • raramente,
    • extrañamente,
    • regocijadamente.

Tengo que reiterar: todo el arte de Camilo José Cela está cuidadosamente sopesado y engarzado, medido. Este correlato entre lo narrado y la lengua narradora, con la intervención -casi lejana, falazmente ausente- del autor es buena prueba de cuanto venimos intentando señalar32.



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La dispersión, recolección y amplificación de elementos son recursos utilizados por Camilo José Cela con gran frecuencia y paladeo. Unas veces, los elementos (flores, plantas, animales, etc.) se van desparramando a lo largo de una enumeración, para ser recogidos apretadamente al final del trozo, verdadera secuencia cerrada. Otras veces, ocurre al contrario: se parte de una enumeración de contenido apretado, íntegro, comprimido y, a continuación, se va desmenuzando, en una copiosa relación de suficientes porqués. Véase, por ejemplo, este caso: «Candeleda es villa cumplida... Los candeledanos no son el demonio. Al vagabundo, en Candeleda, le dieron de comer y de beber. Candeleda tiene de todo; es como el arca de Noé de los tres reinos de la naturaleza, a saber: el animal, el vegetal y el mineral.» E inmediatamente   —230→   viene la larga explanación de las innumerables bondades de Candeleda, pueblo serrano:

En Candeleda se cría el tabaco y el maíz, el pimiento para hacer pimentón y la judía carilla, sabrosa como pocas. El término municipal de Candeleda mide alturas para todos los gustos y voluntades, desde los cuatrocientos metros hasta cerca de los dos mil seiscientos. En Candeleda, a la vista de las nieves perpetuas, florecen el limonero, el naranjo y el almendro. Candeleda muestra fresnedas y robledales, higuerales y piornales, castañares, pinares y olivares. El término municipal de Candeleda, mal medido, da ochenta leguas cuadradas, sin contar el proindiviso con Arenas de San Pedro. En Candeleda hay cancho y pradería, huerta y majada, pan, vino y aceite. En los riachuelos de Candeleda brota, entre truchas, el cimbreante junco y, entre ramas, la airosa espadaña. En el campo de Candeleda se enseña la glauca flor del piorno, la alba margarita de la manzanilla, la campánula rosa, morada y azul. En los balcones volados de Candeleda crecen el geranio y el clavel, la albahaca y el botón de la rosa francesilla, el fragante dondiego que unos nombran dompedro y otros dicen donjuán, el nardo y el jazmín.



Sigue, como ya es costumbre, un diálogo, y, una vez pasado un cierto espacio, volvemos a la enumeración de esas riquezas de Candeleda, tan bien cumplida de los tres reinos de la naturaleza:

En Candeleda, hay lobos y monteses, zorras y garduñas, liebres y conejos, perdices y codornices, águilas y cigüeñas y pájaros variados, pavos, patos y palomas, gallinas del país y gallinas de raza leghorn blanca y de raza castellana negra, mariposas de mil colores,   —231→   grillos con el lomo rubio, saltamontes verdes y saltamontes pardos, escarabajos de color de oro y coloradas mariquitas con lunares de azabache, avispas silvestres y abejas de la miel.



Toda esta larga exposición de los atributos felices del pueblo no son otra cosa que la magnificación detallada de lo que al principio se dijo apretadamente y a prisa: Candeleda, villa cumplida, bien provista por los tres reinos de la naturaleza. Notemos, una vez más, la brisa campesina que llena el trozo. Lo que podríamos llamar estadio cultural superior, aparece también sometido a la propia práctica del pueblo: la altura de los montes, las cualidades de las gentes. Todo se queda en esa comarca de los plomos y las campánulas, del nardo, del dompedro o los jazmines. Todo, cosas, realidades, dramatizadas, sí, lo repetiremos las veces que haga falta, pero cosas visibles, palpables y, desde luego, no urbanas. El vagabundo se siente entre ellas como pez en el agua, según ha afirmado al empezar. Se trata, sin más, de una adecuación, una estrecha adecuación entre el vivir y la literatura que lo expresa.

He aquí un caso contrario. Hay una previa dispersión, enumeración diluida, que se agolpa, presurosa, al final, en un solo aliento de voz:

  • ...con el sano propósito de pasmar con sus militares punterías
    • a las chachas serranas,
    • a las mocitas que han venido de compras y esperan el autobús que las devuelva al pueblo,
    • y a las señoritas de la localidad en estado de merecer.
  • —232→
  • Las chachas, las mocitas y las señoritas en estado de merecer, entretenidas en comer almendras y piñones,
    • ni miran siquiera,
    • ¡qué ingratitud!


Como era de esperar, dada la naturaleza de Judíos, moros y cristianos, libro que pretende ser una guía orientadora en las tierras castellanas, las enumeraciones son el más nutrido muestrario del volumen. Las hay, dentro de esa abundancia, de muy diversos matices, pero llenando el libro. Camilo José Cela usa varios recursos. Uno es el de hacer las enumeraciones por medio de la conjunción y, previa a cada elemento, lo que proporciona a cada uno de ellos el valor de un hallazgo:

Todavía huele, con un olor tenue y nutricio, al alfandoque de queso y anís, y a los sequillos de azúcar, y a la charamusca de caramelo rizado, y al tierno bizcochuelo mamón, y al muérdago que se adorna con miel, y al tímido y dulce besico de monja, y al aleluya con el nombre de la novia pintado con merengue y cabello de ángel.



Cada una de estas y equivale a un nuevo aletear de la nariz, para entresacar del viento un inédito matiz de perfume. Análogo papel de reiterado descubrimiento revela la conjunción al describir el guirigay de un mercado:

Es lunes, y en el mercado de los soportales de la plaza, en medio de un hirviente guirigay, honesto y artesano, se vende, y se regatea, y se tasa, y se compra el chorizo de Candelario, y el quesillo de la sierra, y la nívea harina del Tremedal, y el fino paño de Béjar, y la abarca pastoril, y el confite, y la vainica por varas, y el borceguí del ganadero pudiente, y la   —233→   aromática yerba del país -el laurel, la menta, la camomila- al lado de la especie de Ultramar, y el pimentón de la Vera, y el vino de Toro, y el corderuelo, y la trucha, y las gallinas en cuartos, y el infalible remedio para la calvicie, y el elixir de la eterna juventud que trajeron los españoles de las difíciles y escondidas fuentes del Dorado33.



  —234→  

Si hemos destacado cómo el perfume, en un caso, y el asombrado hallazgo de las mercancías, en el otro, es lo que revelan cumplidamente las repetidas conjunciones, en otros casos sería la vista, el placer de ir reconociendo los elementos componentes de un lugar, ciudad, etc., lo representado por la repetición o, también, varias sensaciones acumuladas:

En el término del despoblado de Castril, zurea la paloma, y mina el topo, y se columpia la espadaña, y florece el lirio, y hace su nido el ruiseñor.

Peñafiel es villa hermosa, con restos de murallas, y verdes alamedas en su campo, y edificios de noble traza, iglesias amplias y bien construidas, y conventos silenciosos, amorosos y misteriosos como viejos recuerdos...



También la conjunción o puede ser el nexo introductivo de varias enumeraciones. Menos rigurosa en su empleo que la copulativa y, ofrece, sin embargo, ricos matices expresivos. Véase la siguiente enumeración, en la que se van reduciendo los datos progresivamente, cada vez a menos. La conjunción disyuntiva revela así la desorientación, la perplejidad, el no saber qué decir sobre cosas reducidas ya simplemente al nombre:

El vagabundo, que a nadie preguntó el nombre de las piedras que le cobijan, piensa si no serán las de   —235→   Santa María, que guardan los restos del alcalde Ronquillo, aquel a quien raptó el diablo en San Francisco de Valladolid;
o las que llaman de los Ajedreces, que fue sede de las juntas;
o las de San Miguel, con su torre mocha;
o las de Santo Domingo de Silos;
o las del Salvador;
o las de la Encarnación;
o las de San Nicolás...



La última, las dos o tres últimas citadas, ya van acompañadas, inevitablemente, de ese gesto desalentado del olvido, de no lograr poner las cosas en su hueco exacto, calurosamente, familiarmente. Un vago sentido de elegía puede llegar a desprenderse de trozos parecidos.

Otras veces, la repetición se verifica, además de con el ingenuo y monótono reiterar una palabra introductoria, en un rígido paralelismo semántico, dentro de voces diferentes, que, al asomar una y otra vez, dan una estrecha y compacta unidad al pasaje:

Las esquinas del cielo -que son infinitas y no cuatro, como las esquinas del mundo- lucen los múltiples gallardetes que las bautizan:

aquélla es la blanca grímpola de la prudencia;
aquél, el verde banderín de la soberbia;
aquel otro, el gris perejil de la humildad;
aquel de afuera, el brillador estandarte de la justicia;
aquel de más allá, la insignia color de oro del heroísmo;
aquel que tan alto vuela, el guión de la caridad, virtud tímida y noble como la plata;
  —236→  
aquel que, gentil, campea, es el cataviento de la lealtad, que tiene la infatigable color de los corazones.



Si añadimos que el trozo está dedicado a Ávila, vemos su cielo transparente de la altura, cruzado de viento, libre y veloz, que hace tremolar «los mil gajos dispersos de la historia» de la ciudad. Son los reflejos que la «alumbran y entenebrecen»34.

Las enumeraciones son, con gran frecuencia, puramente ornamentales. Se va desgranando la sucesión de los elementos con un claro regusto decorativo, sin nexos, acudiendo a la inmediata cercanía de las cosas, prendida la atención de ruidos y perfumes. (Estos, además, nos encadenan al mundo de las sensaciones, tan amorosamente desenvuelto y cultivado por la literatura de principios de siglo.) Así sucede con esa descarada exhibición de personalidad que el vagabundo nos da por los campos de Arévalo. El vagabundo, dice, «se siente dichoso y acompañado sin escuchar más ruidos que los ruidos del mundo -un asno que rebuzna, una gallina que ha puesto un huevo, un niño que llora infinitamente, una paloma que zurea, un   —237→   látigo que restalla, un gañán que canta-, ni aspirar más aromas que los hondos aromas del mundo -el del pan que se cuece, el del aire de la mañana, el del manso y cálido estiércol, el de la flor que brota en los terrones, el de la moza que desrabera el trigo cascalbo, el del agua que brilla en el rezumadero». Los dos largos paréntesis del trozo, en los que vemos brotar, poco a poco, el alma total del labrantío, en ruido y perfume, son lo esencial. No se recurre a lugares literarios, ni a metáforas o comparaciones brillantes y subyugadoras y emotivas, ni al complicado buceo psicológico para encontrar correlatos espirituales a esas sensaciones (como tantas veces hicieron los grandes escritores del 98), sino que llanamente se enumeran, dejando que el lector los reconstruya y ponga el armónico oportuno. El trozo se llena así de limpia atmósfera transparente, campo adentro, bañado en deslumbrador mediodía.

Lo ornamental de estas enumeraciones se limita a veces a la distribución paralelística de los adjetivos o de la frase: «...a las orillas del arroyo Clamores, enfermizo y maloliente, escaso y rumoroso» «Coca es pueblo de cuesta y buenas aguas, bosques de pino y frescas alamedas.» En ambos casos, y es una construcción abundante, cada miembro consta de dos, unidos por la conjunción, y cuando uno de ellos lleva un adjetivo, éste va colocado en idéntica situación. Cuando, como en el segundo caso, se aumenta uno de los miembros, ese aumento no quebranta la simetría, sino que, simplemente, y aparte de su natural función, cumple su encargo de retardar el final, que ya hemos señalado atrás: cuestas-bosques de pino. Los matices decorativos son múltiples: «Ni la carne que come le   —238→   aprovecha. Ni el sueño que duerme le descansa. Ni el agua de la fuente le quita la sed.» En esta ocasión entrevemos un ligero regusto bíblico. Otras veces, la evocación inmediata es de tipo musical, como un acompañamiento que hace pensar, por sus componentes, en una depuración de los idénticos procedimientos modernistas:

...desgrana, pasito a pasito y silbandillo, la pagana y dulce letanía de las Navazuelas, la amena y mañanera adivina adivinanza de las Navazuelas.

-Por el molino de la Navazuela...

-Corre el agua.

-Muy bien. Por la pradera de la Navazuela...

-Canta la rana.

-Muy bien. Por la fuente de la Navazuela...

-El aire silba.

-Muy bien. Por la garganta de la Navazuela...

-Cruza la vulpeja.

-Muy bien. Por el portachuelo de la Navazuela...

-El día rompe.

-Muy bien. ¿Cómo rompe el día por el portachuelo de la Navazuela?

-Por el portachuelo de la Navazuela, el día rompe como Dios manda:

  • azul y blanco,
  • fresco y muy limpio,
  • rosa y azul.


Estructura análoga, de breve diálogo introducido por un reclamo musical, vemos en el siguiente trozo:

El mulero tuerto que se encaró con el vagabundo, se sintió clerical.

-¿Viene usted a la Virgen de Chilla por una promesa?

  —239→  

-Pues, no...

El recuero se vio catastral.

-¿Es usted de Toledo?

-Pues, no...

El cangallero se notó comercial.

-¿Viene a comprar pimientos?

-Pues, no...

El carrero se presumió de gubernamental y oficial.

-¿Lo han visto los civiles?

-Pues, no..., tampoco.

Después del interrogatorio, el inquisidor y sus colegas rompieron a cantar flamenco y a beber. El vagabundo pagó una botella y todo marchó, impensadamente, en orden35.



Sobre estos esquemas reiterativos pesa, muchas veces, la necesidad de enfatizar un detalle, una expresión, una súbita mirada. Y entonces hay que recurrir a procedimientos que detengan la andadura mental del lector sobre esa parcela, precisamente ésa, que queremos destacar. Un procedimiento primario es adelantar la cualidad, que se carga así de emotividad, se satura de llamada, de invocación. Y una vez reiterada esa llamada, el trozo recupera su paso normal. Como es de rigor, esto ocurre con adjetivos: «La mente poblada de imprecisos pájaros voladores, de inciertos y bien pintados pájaros voladores.» «...el péndulo... es el más sensacional, el más sobrecogedor invento de los hombres». «...barcos que se llevan, aguas abajo, su inservible, su desconsolado amor». «...le cogieron los mares del cielo, los desbordados, los enloquecidos mares del cielo».   —240→   «El castillo de Turégano... sirvió de prisión, de dura prisión, a Antonio Pérez.» «El aire huele... al lejano aliento del ganado, y a las doradas, y a las blancas, y a las azules florecillas del monte...» No es raro ver esta intensificación manifiesta en gradación interior, donde los adjetivos se agrupan simétricamente, desenvolviendo la idea del primero: «...un rebaño de ovejas recién esquiladas, de sucias y flacas ovejas atónitas, polvorientas y silenciosas»36.

El énfasis puede lograrse con la repetición de un elemento, al que se añaden explicativas de variado signo:

La miseria confinada entre cuatro paredes;
la miseria encerrada a cal y canto;
la miseria que no se puede escapar, como un cuervo, por los abiertos mares del cielo;
la miseria que se pega a los cueros del cuerpo para robarles el calor;
la miseria que se agarra a los ojos, igual que un alacrán,
es mil veces peor que la peor miseria del camino.



En este caso, la voz repetida supone un múltiple regreso de la atención, hasta alcanzar el necesario y destacado valor. Además de participar de su condición musical, de reiteración, que señalábamos en otros casos,   —241→   tiene aquí el de ser un ritornelo mental, la inexcusable razón de ser del período.

Otra manera de conseguir esta cima de interés es recurrir a la ponderación, a la exageración ribeteada de portento, de milagro, de inverosimilitud. Así se hacen la mayor parte de los mitos populares. En un libro como Judíos, moros y cristianos, no podían faltar estas alusiones. «Sí, señor, muy burro, de lo más burro que se conoció, y mire usted que ya lleva uno conocido burros.» «En el patio del castillo hay un pozo sin fondo, un pozo en el que se tira un canto y no se le escucha llegar.» Este último ejemplo, ¿no nos lleva de la mano a la repetida y universal conseja de los pozos profundos, devoradores de todo cuanto cae en ellos, de los pasadizos en las ruinas, que llevan no se sabe dónde, ni tienen fin conocido? Una vez más, esa permanente llamada de lo popular, enredándose en la retórica personal de Camilo José Cela.

Destacar, agrupándolas, las variadas series de enumeraciones, reiteraciones, preguntas retóricas, distribución simétrica de párrafos, etc., que se añudan en la prosa de Camilo José Cela, nos llevaría a alargar desmesuradamente este libro y a salirnos de los alcances previstos. Quiero, para terminar, destacar lo que las repeticiones de este estilo encierran de melodía cultural, de soporte casi simbólico, sobre el que la arquitectura general del libro se apoya, casi gozosamente. Uno de los sistemas, el más visible, consiste en ir dando en leves pinceladas toda esa advenediza y sapiente fluencia de lo acaecido, histórico o legendario, o del caudal artístico, etc., de un lugar. Ejemplo claro, el paso por Madrigal de las Altas Torres. Cuatro grandes sucesos (nacimiento de Isabel la Católica;   —242→   nacimiento del Tostado; muerte de Fray Luis de León; episodio de Gabriel de Espinosa) que coinciden con las cuatro grandes puertas de la muralla, abiertas a los cuatro puntos cardinales, lanzadoras de la gran aventura histórica del villorrio hoy tétrico y arruinado. Cada una de las veces que el pueblo se enuncia, para introducir a cada uno de los cuatro personajes, un sesgo gramatical de idéntico signo le complementa: «En Madrigal de las Altas Torres, arruinado romance... En Madrigal de las Altas Torres, soldado en quiebra... En Madrigal de las Altas Torres, paladín ya viejo... En Madrigal de las Altas Torres, halcón a tierra...» Y los cuatro personajes son, con una rigurosa armonía interior, equiparados a un animal: Isabel, «novilla montaraz»; Fray Luis de León, «ruiseñor herido»; el Tostado, «paciente hormiguita»; Gabriel de Espinosa, «grillo con manía de grandeza». El paralelismo sintáctico del trozo se mantiene con todo rigor, incluso en las leves subordinadas: «que se llamó...; que se firmó...; que se nombró...; que se dijo...». El trozo entero aparece construido con una preocupación rayana en la taracea, sobre la que se perfila el diálogo. (Véase página 136 y siguientes.) También se ve este procedimiento, por ejemplo, en Ávila, mientras Merejo, el gran Merejo, el zuloaguesco tipo de Merejo se va insinuando, llenando con su humanidad pobretona la mucha historia y el más copioso recuerdo.

Pero me interesa destacar esa reiteración cuando es interna, disimulada, casi como ocasional y desvaída, aunque sea primordial. Sea, por ejemplo, el paso del vagabundo por Ayllón. Siguiendo una técnica análoga, se va intercalando, en largo encaje, una historieta   —243→   (la de la cigüeña, la zorra y el alcaraván), como pretexto del diálogo, salpicado de esas notas que explican al lector los rasgos de la comunidad de Ayllón. Al final ya, después de una alusión a las prédicas de San Vicente Ferrer en esa tierra, el texto nos dice, desenvolviendo el propio título del libro, Judíos, moros y cristianos:

Los niños juegan en la plaza a los pacientes y a los violentos juegos que se rigen, como la andadura de las estrellas, por la remota y misteriosa voluntad de Dios. Los niños que juegan a saltar sobre los parapetos y las trincheras de los poyos, llevan una luna clara pintada en el verde capuz con que se tocan la cabeza del alma, con que se cubren los lomos del alma. Los niños que juegan a vender arena en delicados, en primorosos cucuruchos de hoja de tierna lechuga, presentan una marca roja sobre el tabardo con que se abrigan la voluntad.



Véase cómo, en esa estructura de los tres niños repetidos, que juegan a cada uno de los menesteres tradicionalmente acoplados a las tres religiones, surge toda la interpretación histórica de la vida castellana, cada vez más clara después de las meditaciones de Américo Castro, ya citadas. Esta visión es perceptible en otras ocasiones: «Alquité, el primer pueblo de la comunidad de Ayllón, con su nombre moro, su miseria cristiana y su recuerdo de Don Álvaro de Luna.» (¿Puede haber aquí una alusión oscura a la bastardía del favorito de Juan II?) En Pedraza, ciudad medieval y alucinante, los niños que hemos visto arriba se nos vuelven a presentar, con ese triple reclamo que nos hace pensar otra vez en los tres ingredientes violentos,   —244→   apasionados, confundidores de tierra y cielo a que se refiere el título del libro:

Mientras el arriero enganchaba a las mulas, el vagabundo se fue a pasear su última vista, que es siempre la peor, por las grises y frías calles de Pedraza. Un niño que quizás no haya oído hablar nunca del condestable don Íñigo, juega, al pie de la torre de San Juan, a vaciarle los ojos a un murciélago que salió a espabilarse antes de tiempo. A la puerta de una casa de recia y vetusta aldaba, otro niño solitario llora, como quien clama en el desierto, mientras mea, resignadamente, en un rincón. Por la calle abajo, un último niño llega, jacarandoso y pálido como un paladín bien contemplado, trayendo preso de la punta de un palo, igual que un trofeo, un lagartón verdibermejo de dos palmos de largo37.



Repito: un análisis detallado de los procedimientos estilísticos de Camilo José Cela nos llevaría muy lejos del marco señalado a este libro. He hecho estas someras calas al pasar, y solamente con la intención de destacar la preocupación estilística de nuestro escritor. A pesar de manejar elementos, con manifiesta preponderancia, de los que he llamado atrás etnográficos, populares, no universitarios, por así decirlo, vemos también que, al escribir sobre ellos, los somete a una disciplina, a un cuidadoso orden y radical compostura. Están haciendo una retórica, la suya, con sus   —245→   matices, sus ángulos, sus insoslayables giros. El escribir es aventura difícil que sólo con amor se consigue. Y el idioma, por su parte, tiene unas exigencias que solamente una rigurosa dedicación puede ir calmando. Esa retórica de Camilo José Cela se ha insuflado con gran número de rictus conversacionales (menos da una piedra; es lo que tiene; en seguida se echa de ver que; el día menos pensado; se ve que; ya, ya; Claro; ¿Verdad, usted?, etc.), los cuales se vuelven a poner en circulación en una lengua escrita, con sus valores legítimos, que, gastados por el uso cotidiano, resurgen, tumultuosamente. La tarea de Camilo José Cela supone, en la prosa española posterior a la guerra civil, una lección de amor por muchas facetas del español medio y popular. Esperemos, confiadamente, en que tal actitud y vocación artísticas nos den, todavía, copiosos frutos.







 
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