Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  —[21]→  

ArribaAbajoLas novelas

  —[22]→     —23→  

ArribaAbajoLa familia de Pascual Duarte

En 1942 apareció en Madrid La familia de Pascual Duarte. La crítica vio en ella una novela de valores positivos, pero, en general, la matizó de inclinación exagerada a lo morboso, a lo truculento. La copiosa teoría de crímenes del protagonista y el evidente impudor con que eran contados, escandalizó el sosiego de la vida literaria, y no escasearon, ni mucho menos, las exclamaciones de horror. Pascual Duarte, criminal empedernido y reiterado, cruzó como un escalofrío de sangre y ferocidad por las páginas inocentes de la crítica española. Sin embargo, el éxito de la novela fue claro y decidido. Nació, con ella, el tremendismo, evidente comodín hecho sobre la anécdota de Pascual Duarte: los crímenes, el griterío, el chafarrinón sangriento. Pero hoy, leyendo sosegadamente y a distancia la corta autobiografía de Pascual Duarte, nos damos cuenta, ante todo, de que los crímenes no son lo más importante, y, lo que es peor, nos sentimos inmersos en una turbia complicidad justificadora de los hechos. Pascual Duarte no es el criminal al borde de lo grotesco que puede deducirse de una lectura escuetamente informativa. Veamos de seguir, paso a paso,   —24→   espigando a lo largo del libro, con voluntad firme de desentrañar cómo es su comportamiento...


ArribaAbajo«Yo, señor, no soy malo...»

«Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo...», dice Pascual Duarte en las palabras inaugurales de su narración. Pascual Duarte inicia así, con esa firme declaración, la exposición entrecortada, premiosa a ratos, a ratos mesurada y desazonante a fuerza de claridad, la exposición -digo- de sus crímenes. En esos crímenes, en esos locos torbellinos de sangre y odio, se entremezclan las muertes de animales y de personas: la perra que le hace fiel compañía, la yegua que le ha conducido a su pasajera felicidad de recién casado, el hombre que explota vilmente a su hermana, su propia madre... Podemos tener, como consecuencia inmediata de esta enumeración, la de que Pascual Duarte es un sanguinario asesino. Sin embargo...

No: no es él un asesino, un hombre cuyo evidente gozo sea la sangre ajena derramada. En cada uno de estos crímenes hay algo externo, no cotizable en el campo de los hechos tangibles, pero operante y eficaz, que le empuja a tomar -o a embarcarse en una resolución, cuya meta -la muerte- no se puede prever. Hay que hacer siempre una excepción en el asesinato de la madre. Pero veamos esto con detalle.

Pascual Duarte vive acorralado, loco, violentamente agobiado por un medio en el que no se conciben las emociones sencillas ni puras. Hay a su alrededor   —25→   una serie de gentes bruscas, agrias, a las que la vida ha zarandeado también con una bronca dureza, que le impiden sentirse feliz en el sosiego de unas cuantas cosas pequeñas, inocentes, en el que él cifra su bienestar elemental. Tan elemental -la felicidad debe ser así, inocente, elemental-, que sueña, desde lo más hondo de su confesión, con estar, en lugar de en una celda, «fumando al sol en el corral, o pescando anguilas en el regato, o persiguiendo conejos por el monte»... Estar «haciendo otra cosa cualquiera de esas que hacen -sin fijarse la mayor parte de los hombres; estarla libre, como libres están -sin fijarse tampoco- la mayor parte de los hombres; tendría por delante Dios sabe cuántos años de vida, como tienen -sin darse cuenta de que pueden gastarlos libremente la mayor parte de los hombres»... Sí, la felicidad también debe de ser así -sin fijarse, añado yo-, sin darnos cuenta de ella, como también sin darnos cuenta llegan las grandes tragedias: «como sin pensarlas, con su paso de lobo cauteloso, a asestarnos un aguijonazo repentino y taimado como el de los alacranes».

Hay un hecho muy claro. Pascual Duarte, hombre sencillo y primario en sus reacciones, tiene casi, a veces, en su mano la felicidad, esa pequeña dicha segura y transitoria, hecha de zozobras, tras de la que andamos y nos desvivimos. Una vez es porque, ya inesperadamente, le llega un hermano que puede ayudarle, compañía segura, a sobrellevar el vivir... Y este hermano es una ruina fisiológica, un pobre imbécil, medio deforme, que se arrastra las pocas horas -¡larguísimas!- de su vivir, despreciado por todos, mutilado por los cerdos, despreciado por los que lo engendraron,   —26→   hasta morir, grotescamente, ahogado en un barril de aceite. Otra vez la dicha llama a su vida en forma de una mujer joven, lozana. La recogida soledad de unos días de viaje de novios la quebranta un estúpido accidente con una vieja, a la que arrolla la yegua, y la intervención de un pariente de la atropellada, que no busca más que el dinero o el escándalo. A la vuelta, creciendo la esperanza, una caída hace abortar a la mujer. Cuando Pascual Duarte va camino de su casa, las esperanzas y el buen afán levantándose gozosos, unas bromas de taberna interfieren, excitándole, y se ve obligado a andar a navajazos. No, no hay escape seguro, no hay lugar de refugio para Pascual Duarte. El hombre que explota inicuamente a su hermana, le hiere, le tortura, le busca en su propia guarida. El hijo segundo, granado, muere también muy pronto. Y las mujeres de la familia no saben hacer otra cosa que lamentarse constantemente, ritornelo desesperante una y otra vez, entre burlas y veras, hasta que la cabeza de Pascual Duarte no aguanta más. Y huye, fuga de sí mismo, de su propio vivir atormentado. Inútil remedio, pues vuelve animalmente a la querencia, reconociendo que su huida fue su gran pecado -«mi mayor pecado, el que nunca debí cometer y el que Dios quiso castigarme quién sabe si hasta con crueldad»-. Y llega a su casa para sufrir un nuevo desencanto, amargo, duro desencanto con la infidelidad de la mujer (a la que perderá al fin y al cabo), entregada al hombre que antes explotaba a su hermana. Y este hombre se presenta, y no nos duelen prendas en reconocerlo, se presenta sin más, a ganarse su propia muerte al borde de una cuneta, hundidas las costillas bajo el peso de Pascual Duarte.   —27→   No, no es Pascual Duarte quien lo mata. Es un suicidio, un auténtico suicidio en el que Pascual Duarte no es más que el arma, el instrumento ciego que sirve a la decisión del desesperado. Todo el largo, impresionante forcejeo entre el Estirao y Pascual Duarte, la muerte al acecho, no es otra cosa que las vacilaciones, el atolondramiento frío y espectral del hombre que limita sus propias pulsaciones...

Y vuelta a empezar. Dónde, dónde asegurar la cabeza y la angustia. La libertad le llega, por su buen comportamiento en el penal, muy pronto. Ilusión del aire nuevo y limpio, asombro de las calles, de los portales redescubiertos, la zozobra de la espera del tren, alargándose en el retraso y en la lentitud. Ilusionado soñar con la llegada, dejándose a la espalda las buenas disposiciones del director de la cárcel. Interminable viaje a través de la noche y el gozo anhelado para llegar a un lugar donde nadie le espera, sino el silencio, la indiferencia. El jefe de estación, el señor Gregorio, apenas un bulto en la noche, le quita, con su fría acogida, toda la ilusión. Sin embargo, se dirige a su casa («triste, muy triste, toda mi alegría la matara el señor Gregorio con sus tristes palabras»), mientras los presagios, las malas ideas se le agolpan en la frente. Y, en casa, otra vez el desprecio, la soledad, el desamparo, la hermana huida de nuevo a su vida de prostíbulo, después de entrever oscuramente en la noche al nuevo hombre que se aprovecha de la actual situación...



  —28→  

ArribaAbajo«La bilis que tragué me envenenó el corazón»

¡Qué cadena de frustraciones, de engarzadas penas sin remedio, sin sanción! Y llegamos ya al último, al más horrible, de los crímenes de Pascual Duarte: el asesinato de su propia madre, tan pensado, tan diferente a todos los demás. En el momento en que Pascual Duarte mata a su perrita Chispa, hay una oleada de insidioso calor que le hace flotar en imprecisas zonas de desazón y la mirada fija del animal le taladra, le hace desear escaparse de él mismo, Dios sepa de qué propias y pequeñas vergüenzas, de repente amontonadas y en presente... Casi mata a la perra en defensa propia. Cuando mata a la yegua, la fatiga del viaje, la furia por el hijo frustrado, por la bronca aún reciente en la taberna le llevan paso a paso... Pero en la muerte de la madre... No: en la muerte de la madre el crimen se va perfilando, página a página, con una personalidad de acusadas fronteras. El odio nace, y va creciendo y va adquiriendo contornos precisos. Asistimos paulatinamente a la sequedad de la mujer, a sus escasos sentimientos y a su brutalidad, matizada ocasionalmente de instintiva animalidad; la vemos interponerse claramente en todas las decisiones con su ceguedad egoísta... El propio Pascual Duarte siente entre sus manos el odio como un niño desvalido y callado que hay que alimentar... Ha comenzado la ruptura de lazos desde que la ve cómplice del ruin que maltrata al hermano; la odia ya claramente al ver que no llora por el hijo muerto («la mujer que no llora es como la fuente que no mana, que para nada   —29→   sirve, o como el ave del cielo que no canta»...), aunque él mismo no se atreva a confesárselo («...de mi corazón hubo de marcharse cuando tanto mal vi en ella que junto no cupiera dentro de mi pecho»...). Asistimos, en un escalofrío, a la juventud crecida y presuntuosa de ese odio, cuando, muerto el segundo hijo de Pascual Duarte, éste anuncia a su madre lo irremediable, la meta madura, la sangrante sazón del libro: «¡Porque la he de matar!» Pero ni siquiera así, porque «No entendía, mi madre no entendía...»

Sí: el personaje de la novela, de la novela más lograda de Camilo José Cela hasta ahora en cuanto a narración, no es la familia de Pascual Duarte, como el título reclama, no lo es Pascual Duarte. Ni tampoco la madre de Pascual Duarte. Es el odio, creciente, en torrente sonoro y frío de la altura, cegador y, sin embargo, clarividente. El odio del hijo no comprendido ni acariciado jamás, el hijo que no alcanza ni siquiera una curiosidad amable por parte de su madre, verdadera biología simplicísima, sin más. El gran logro de la narración primeriza de Camilo José Cela está en esa sabia dosificación de la vitalidad de un sentimiento, gastado en la literatura, teatralmente manejado por lo general, pero hecho aquí criatura de carne y hueso; nada de pasión espectral, sino alarmante sístole, con sus rugidos y sus silencios, que alcanza prodigiosa manifestación de cumbre al final. Pascual Duarte ha vuelto de presidio, ha vuelto de oír, en el forzoso silencio de la celda, su mejor vivir, su bondad última puesta al desnudo, funcionando. Le espera su casa, el trabajo, los surcos tendidos, el hondo campo de olivos y soledad. Y, asombro inaudito, le espera el amor. Pascual Duarte vive casi por vez primera,   —30→   conciencia plena de una primavera rezagada, pero total, sin límites, vísperas de indudable gozo. Y se casa, esperanzado. Pero para eso está allí la madre: para cortar, para impedir ese renacer: «Me quemaba la sangre con su ademán, siempre huraño y como despegado, con su conversación hiriente y siempre intencionada, con el tonillo de voz que usaba para hablarme, en falsete y tan fingido como toda ella.» Y ya está aquí otra vez el odio, el rencor, la desesperación por esa dicha que se escapa de las manos. Felicidad, sosiego, qué será eso. Dónde, dónde hacerle un hueco cuando la amargura nos cierra todos los caminos. ¿Poner tierra por medio? «La tierra por en medio -piensa Pascual Duarte- se dice cuando dos se separan a dos pueblos distintos, pero bien mirado, también se podría decir cuando entre el terreno donde uno pisa y el otro duerme hay veinte pies de altura...» Pues, es verdad, no se nos había ocurrido tan cazurra explicación al «poner tierra por medio». El presagio del asesinato empieza a hacerse palpable: no es algo incorpóreo o fantasmal, como ocurre con los agüeros, ni siquiera corazonada. No, es meditación, conclusión mejor. Decisión serena, tras de la que está una posible claridad: «en la cárcel me hicieron más calmoso, me quitaron impulsos».

Y las cosas -las cosas, Señor, las cosas, ¿de qué no tendrán culpa las cosas?- se van componiendo, vistiéndose de trágicos flecos, ayudando al desenlace («La bilis que tragué me envenenó el corazón y tan malos pensamientos llegaba por entonces a discurrir que llegué a estar asustado de mi mismo coraje. No quería ni verla»). Vemos cómo una y otra vez Pascual Duarte, a solas con su conciencia en aflicción estremecida,   —31→   acalla todos los escrúpulos posibles, en diálogo con la voz de la conciencia social y externa. Se toma la decisión, sin sobresaltos ni horror, se acaricia el arma, disponiéndola; se hacen cábalas para fijar en el calendario un día, que ha de ser el día, el único, el especialísimo día, y hasta se pretende, ya sin gran entusiasmo, organizar la huida, y se sueña con el olvido que dejase volver para empezar de nuevo. «La conciencia -deduce Pascual Duarte- no me remordería; no habría motivo. La conciencia sólo remuerde de las injusticias cometidas: de apalear a un niño, de derribar una golondrina...» «Pero no puede haber escrúpulo alguno de algo que se hace por odio, por algo de lo que no tendremos que arrepentirnos jamás...»

Larga espera, vacilante, ante el cuerpo dormido, noche adentro. «Después de todo, era mi madre...», «con echarme al mundo no me hizo ningún favor, absolutamente ninguno»..., «llevaba una hora larga al lado de ella, como guardándola, como velando su sueño. ¡Y había ido a matarla, a eliminarla, a quitarle la vida a puñaladas!» Después de la pelea, dura, atroz, después del chorro caliente de la sangre, escapándose por la herida del cuello, sentimos, con Pascual Duarte, ya en el campo libre y fresco, «una sensación como de alivio», remontando, despacito, las venas. Allí, en el camastro de la choza, se quedó el odio estrangulado, cosido a punta de acero contra el jergón donde fue naciendo...




ArribaAbajo«...Y me besó en la frente»

Pascual Duarte, pues, no nació criminal: «los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y, sin   —32→   embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte»... Hemos de imaginárnosle, desde niño, inmerso en un clima de negra desolación, donde el azar, la violencia, la falta total de normas son las únicas guías de la existencia. El padre y la madre se entretienen en frecuentes palizas, de las que alguna que otra cae sobre la espalda o el cogote del chico. Palizas muchas veces provocadas por testarudez de la madre. (¡Con qué tacto, con qué excelente dosificación va el novelista perfilando los datos esenciales para construir lentamente, agudamente, los rasgos espirituales de la mujer!) Cuando Pascual Duarte dice, una tristeza endurecida orillándole la voz: «de mi niñez no son precisamente buenos recuerdos los que guardo», nos asalta en seguida la primera sensación de acorralamiento, de necesidad de estar en una permanente defensiva que no ha hecho otra cosa que pasar a la acción tan solamente con la madre. Lo demás es simplemente espectáculo para un alma que no necesita, en realidad (ya lo veremos ahora), más que ternura, palabras filiales, gestos amigos. A cambio, no verá más que el horror en las caras, el asco: el espanto provocado por las borracheras de los padres o el horror de la muerte del padre, enfermo de rabia, o el asustarse del hermanillo anormal, incapaz de otra manifestación de vida que unos gritos cobardes (¡con qué estremecido temblor se cuenta la única sonrisa del pequeño idiota!). Pero, espigando en la vida de Pascual Duarte, nos encontramos muy acusadamente, afilándose entre la escombrera humana que le rodea, su hambre de cariño, de sonrisa, de vida contenta, donde rebulle un   —33→   agradecimiento embrionario: «Por entonces, la misma ilusión que a un muchacho con botas nuevas me hicieran los accesos de cariño de mi mujer; se los agradecería de todo corazón, se lo juro.» Una reacción idéntica, pero tumultuosa, desenfrenada, subiendo cauta y generosa a la garganta, le asoma cuando recibe la visita del capellán de la cárcel: «Él se acercó hasta mí y me besó en la frente. Hacía muchos años que nadie me besaba...» La suspensión final, en la andadura expresiva de Pascual Duarte, equivale a un sofoco de congoja mezclada con asombro. Y se mantiene a lo largo de toda la entrevista: «Me tenía la mano cogida con cariño... y me miraba a los ojos...» «El Padre Santiago estaba emocionado: su voz temblaba como la de un niño azorado...» «Me explicó algunas cosas que no entendí del todo; sin embargo, debían ser verdad, porque a verdad sonaban.» Sí, no es la bestia instintiva y desatada que el estruendo de los crímenes podría hacer pensar el bueno de Pascual Duarte; no puede ser eso el hombre que puede descubrir el buen fondo de una persona en la forma de sonreír1, o percibir la resonancia última de una voz cariñosa, bien intencionada, como la de don Conrado, el director del penal de Chinchilla2, o que pueda, sin la menor protesta ni el menor desasosiego, es decir, en cuanto se siente protegido, instalado3, sobrellevar   —34→   su tiempo de condena, aligerándolo por su buen comportamiento; no es un criminal -solamente un despreciable criminal- el hombre que se siente plácidamente vivo ante los inocentísimos mimos de la hermana: «Me tenía siempre preparada una camisa limpia, me administraba los cuartos con la mejor de las haciendas, me guardaba la comida caliente si es que me retrasaba... ¡Daba gusto vivir así!» ¿Por qué no seguir así? ¿Qué extraño aire rodea a Pascual Duarte para que la tragedia vuelva irremisiblemente a asomar? Sí, él, Pascual Duarte, es hombre que necesita oscuramente protección: «...la confesión de cariño de mi hermana, aunque ya lo sabía, me agradaba; su preocupación por buscarme novia, también. ¡Mire usted que es ocurrencia!» Y esa mirada de último cariño por mil cosas menudas aflora aquí y allá, diciéndonos de Pascual Duarte más, mucho más que sus bruscas puñaladas. Es la mirada detenida, gozosamente y como al pasar, en la sonrisa de Mario, el único día que la madre tiene con él una manifestación -animal- de cariño4, la que le hace ver en el cadáver del hermano, entre el ajetreo del entierro y la mortaja, el detalle encariñado («con su corbatita de color malva» -y de paso veamos el diminutivo-) o el percibir entre el llanto de las mujeres o el canto   —35→   del cura, la vida alegre, fluyente, del monaguillo («Delante iba Santiago [el monaguillo] con la cruz, silbandillo y dando patadas a los guijarros...»). En ese silbandillo, toda una sonrisa nueva, la posibilidad de una vida entera se perfila queriendo brotar, porfiadamente. Es la misma contextura espiritual que cobardemente asoma el día de su huida, buscando un horizonte limpio, cuando los chicos le curiosean al atravesar los pueblos, atraídos por su raro aspecto: «Sus miradas y su porte infantil, lejos de molestarme me acompañaban, y si no fuera porque temía por entonces a las mujeres como al cólera morbo, hasta me hubiera atrevido a regalarles con alguna cosilla de las que para mí llevaba...» Es la misma mirada que ya se le obnubila el día en que el odio por la madre le quita prácticamente el mundo de en medio: «...el sol se agradecía, y en la plaza me parece como recordar que hubo aquel día más niños que nunca jugando a las canicas o a las tabas.» Era el sol de febrero, el griterío infantil en la plaza rural, la vida sonriente, lo que le hacía dudar sobre lo que iba a hacer: «Pero procuré vencerme, y lo conseguí...» Sí: en esta última ocasión, esa corriente paralela de rencores, paralela a todo su vivir más entrañable, se ha juntado ya, horizonte último, con su misma existencia: en el definitivo confín estaba el asesinato.




ArribaAbajo«Era un pueblo caliente y soleado»

Vamos viendo cómo Pascual Duarte vive en un medio al que llamarle hostil no sería lo más exacto. ¡Qué difícil, de veras, poner linderos a la convivencia   —36→   no sana! Pero me interesa destacar cómo Camilo José Cela ha procurado, por el procedimiento de la insinuación, darnos la idea más justa, la que hemos de ir adivinando, del sujeto real, íntimo, de Pascual Duarte, mientras que ha lanzado la cohetería del crimen y lo truculento sobre aquello que puede, a los ojos comunes, condenarle. Sigamos observando a Pascual Duarte, esta vez en su medio, en aquellas cosas donde su mano puede dejar huella duradera, en vez de pararnos en la fugacidad del arrebato. Sea, por ejemplo, cuando habla de su propia casa. Con qué minucia encariñada, con qué regalo en la voz describe la cocina, esa cocina de la aldea extremeña donde se desarrolla toda la vida de la familia: la campana generosa, la loza de colores vivos, azul o naranja, el calendario de anuncio, el retrato de un torero, las olvidadas fotos de familia, el despertador, el acerico donde las agujas y los alfileres esperan la hora recogida de la costura, las sillas y la mesa de pino. También ahora los diminutivos se le escapan a Pascual Duarte, al contar cómo era esa cocina: los guijarrillos del suelo (rodao le llaman en la comarca), el polvillo de plata del letrero del almanaque, las cabecitas de colores de los alfileres, las llamitas del hogar moviéndose a saltitos. «En la cocina se estaba bien; era cómoda, y en el verano, como no la encendíamos, se estaba fresco sentado sobre la piedra del hogar, cuando, a la caída de la tarde, abríamos las puertas de par en par; en el invierno se estaba caliente con las brasas que, a veces, cuidándolas un poco, guardaban el rescoldo toda la noche.» Toda la vida de la modesta casa del peón rural se acumula en torno a la campana de la chimenea, dejando para siempre en el alma de Pascual Duarte el recuerdo temeroso   —37→   de las sombras de los cuerpos, hechas por las llamas sobre la pared. El resto de la casa, «no merece la pena ni describirlo, tal era su vulgaridad». Incluso el pozo, a la trasera de la casa, debió ser cegado, porque dejaba manar «un agua muy enfermiza».

La vida de Pascual Duarte anda siempre así, encerrada en lugares que no tienen ni el calor ni la gracia honrada y sana de la cocina de su casa. En Madrid vive en una alta buhardilla, en el Callejón de la Ternera, estrecho, hambriento de luz y de cielo; allí tiene que dormir en un cuartucho con el cielo raso inclinado, bajo las tejas. En el ángulo, le pusieron el jergón. «Y en más de una ocasión, hasta que me acostumbré, hube de darme con la cabeza en una traviesa que salía y que yo nunca me percataba de que allí estaba. Después, y cuando me fui haciendo al terreno, tome cuenta de los entrantes y salientes de la alcoba, y hasta a ciegas ya hubiera sido capaz de meterme en la cama.» ¡Qué honda despreocupación, al fin y al cabo incluso satisfecha, en la frasecilla subsiguiente: «Todo es según nos acostumbramos»!




ArribaAbajo«Todo es según nos acostumbramos»

La costumbre es otro de los rasgos más claros de Pascual Duarte. Vuelve a su querencia con el automatismo de los animales fatigados por el día de labor, en campo abierto. A ciegas podía recuperar el rinconcillo del jergón; a ciegas se obceca con el recuerdo del olor a bestia y suciedad de su cuadra, que se le proporciona su pantalón de pana, resudado; a ciegas puede   —38→   andar, reconociendo en la noche oscurísima los menores detalles, camino de su casa; a ciegas -¡qué ceguera terrible!- es víctima del anhelo de volver, como a ciegas golpea con el arma a animales o personas. Por ciega costumbre sufre y calla5 y por costumbre habría seguido besándole la mano al párroco, de no haber interferido estúpidamente su mujer. El ritmo animal de la costumbre, de lo que no tiene historia en la elemental vida del instinto, es lo que más admira Pascual Duarte: «Envidio al pájaro del cielo, al pez del agua, incluso a la alimaña de entre los matorrales, porque tienen tranquila la memoria6

La costumbre le puede nacer a Pascual Duarte como un verdadero estallido, en cuanto se encuentra protegido: su constancia y seriedad en el penal, su desusado placer en el cuarto de la Posada del Mirlo, en Mérida, donde va de viaje de novios. En este cuarto «se estaba bien». «El recuerdo de aquella alcoba me acompañó a lo largo de toda mi vida como un amigo fiel...» «¡Qué bien se descansaba en ella!» Emocionadamente van fluyendo del recuerdo los más insignificantes detalles, desde las patas del lavabo hasta el color de una madroñera en un cromo; con una vaga sensación táctil percibimos el peluche de las sillas, la sombra espesa de la siesta detrás de las maderas entornadas. No, no puede ser solamente una frase el que, después de mucho tiempo, la lejana habitación   —39→   de la posada pueblerina despierte un emocionado «¡Aún me acuerdo, a pesar de los años pasados!» También esa ausencia, calurosamente acariciada, había sido una costumbre más, como el aliento.

Una vez visto este proceso, cuidadosamente perseguido a lo largo del libro, proceso de dosificación cautelosa, para ser leído por el ojo más libre de prejuicios, no nos extraña nada que Pascual Duarte pueda ser para alguien «como una rosa en un estercolero», ni tampoco puede extrañarnos que Pascual Duarte no sepa interpretarlo: era su costumbre no recibir ni una sola palabra de aliento o de bondadosa valoración; aparece claro su asombro, su desenvuelto asombro ante una pelea de violentas palabras -sin pasar de las palabras- en la ciudad; es natural: para él, la costumbre era la navaja desplegada, y no es de hombres intervenir para impedirlo; el corazón, para Pascual Duarte, es otra costumbre: lanzar sangre, hacerla si se quiere, pero sangre destinada a salir por la grieta de una cuchillada.




ArribaAbajo«...Al irlo a rematar..., sonreía»

Pero hay en La familia de Pascual Duarte un crimen más, no narrado con la minucia de los anteriores, un crimen del que se nos supone conocedores y por el que, a buen seguro, Pascual Duarte ha sido condenado a muerte: es el asesinato de don Jesús González de la Riva, «quien, al irlo a rematar..., le llamo Pascualillo, y sonreía». La figura de la ultima víctima no figura para nada en el estruendo criminal de la narración. Sale al principio, cuando Pascual Duarte   —40→   nos describe la casa del noble lugareño, casa de dos pisos, «que daba gozo de verla, con su recibidor todo lleno de azulejos y de macetas. Don Jesús había sido siempre muy partidario de las plantas, y para mí que tenía ordenado al ama vigilase los geranios, y los heliotropos y las palmas, y la hierbabuena, con el mismo cariño que si fuesen hijos, porque la vieja andaba correteando con un cazo en la mano, regando los tiestos con un mimo que, a no dudar, agradecían los tallos: tales eran su lozanía y su verdor.» Cela ha dejado en el vacío todo lo relativo a este asesinato, en el que, quizá, se pueda encontrar uno de tantos hechos de la guerra civil española de 1936-1939.

Ya hemos visto la sequedad adusta y atroz de la casa de Pascual Duarte; en oposición, la casa de don Jesús era fragante y llena de verdor, de jugo. En la casa de Pascual Duarte no hay ni siquiera la oscura mata verde creciendo, canija, en una abollada lata de conservas, sino el breve desierto de la cal en las paredes o el brillo de humildes lozas en las alacenas. De don Jesús, Pascual Duarte puede encontrar una forma de mitigar la sed, sin lograrlo, como inútilmente puede intentar aprender el ritual de la misa en otra ocasión. Don Jesús es el modelo, confusamente puesto ante sus ojos, de la rectitud, la norma consagrada e intocable, por noble y por heredada. Pascual Duarte no puede hacer otra cosa que, desde su miseria, bordear Los jarales, la finca de don Jesús, donde, un día, buscando perdices, se encontró con la primera gran humillación que le asestó el Estirao. ¿Por qué no matar a Los jarales, como se mató a la yegua que provocó el aborto de la mujer? Por otra parte, en ese Pascualillo del moribundo -ya hemos visto cómo sabe   —41→   colocar a tiempo los diminutivos- adivinamos, con la sonrisa, una mirada tierna y disculpante. Pascual Duarte sabe muy bien que su víctima le ha perdonado y quizá no habla de ello porque acaba de descubrir, asombrado, que existen otros sentimientos, que no todo es el odio por la madre -una mirada, quizá, muy parecida a la que tenla la perrilla Chispa la tarde de agosto en que murió-. También este crimen, la muerte de don Jesús, debió de ser en la plenitud del verano, en Tierra de Barros -«quince días de revolución»-, una torpe, cegadora oleada brotando sin pausa de la tierra endurecida... «Es que la sangre parece como el abono de tu vida...», le dijo Lola, su primera mujer, instantes antes de morirse, ya naciéndole perdones en los labios.

He destacado atrás que el asesinato del Estirao no es, en realidad, un crimen, sino un suicidio. Me interesa reiterarlo, porque las apariencias pueden confundirnos. No, Pascual no mata al Estirao. Lo piensa mucho, no hace más que intentos de ahogar esa voz que le hiere. Pascual es un ciego instrumento. El único culpable, al margen de la ley escrita, es el Estirao, que se acarrea su propia condena. Hay que resaltar que, en la singladura total de Pascual Duarte, tan solo el asesinato de la madre es un verdadero asesinato, el único meditado, encontrado como solución única, meta inaplazable. La muerte de don Jesús González de la Riva, conde de Torremejía, ¿cómo fue? ¿Qué sabemos de esa muerte? De todas las del libro, es la que más asombro causa, al tropezárnosla en la primera página, escalofrío inicial, y es, precisamente, de la que nada se nos dice. El asesinato de la madre lo perseguimos acezantes en todos los detalles de la   —42→   larga espera. Sabemos cómo fue la luz de la tarde sobre el pueblo aquel día de febrero, ya un aliento de primavera desprendiéndose de los trigales crecidos. Asistimos a las tareas con lentitud de rito, con sosiego de labor honrada: afilar el cuchillo, emplazar la ocasión, preparar la huida, hacer la señal en el calendario, las vacilaciones de la pelea final. Pero de esa muerte por la que, precisamente, Pascual Duarte va a ser ajusticiado, de ésa no sabemos nada. Camilo José Cela ha dejado en una zona imprecisa este pormenor, que debería ser importante. ¿Cómo interpretarlo?

Por lo pronto, debemos percibir, además del silencio que rodea el hecho, la firme tranquilidad de conciencia de Pascual Duarte frente a él. Y no sólo de Pascual Duarte, sino de las personas que podrían tener cabal conocimiento del suceso: el capellán de la cárcel, por ejemplo. Pascual Duarte sabe que, desde el trasmundo, don Jesús González de la Riva le ha perdonado: «...Jesús González de la Riva (que Dios haya perdonado, como a buen seguro él me perdonó a mí)...» Pascual Duarte no se considera a sí mismo asesino, puesto que, al hacer un recuento de la misa en el presidio, dice que «esa misa» la oyen «un centenar de asesinos [oyen, no oímos], media docena de guardias y dos pares de monjas». El capellán sabe distinguir entre el primerizo aspecto de hiena peligrosa del vivir de Pascual Duarte y la realidad: «...el hombre que quizás a la mayoría se les figure una hiena (como a mí se me figuró también cuando fui llamado a su celda), aunque al llegar al fondo de su alma se pudiese conocer que no otra cosa que un manso cordero, acorralado y asustado por la vida, pasara de ser».

  —43→  

Sí, Camilo José Cela ha dejado en una zona oscura, imprecisa, lo relativo al asesinato del hidalgo rural, buen cumplidor de sus deberes religiosos y enamorado del aseo de su casona. Lo ha convertido en una sombra encendida, que pasa aquí y allá por el libro, en la iglesia, en la presencia de una tapia separadora de una finca, en unas plantas olorosas. Y solamente le hace vivir ante nosotros, en su último instante, en una sonrisa y en un diminutivo cariñoso, dirigidos precisamente a quien va a rematarle. Y no sabemos más. Los sucesos que cuenta Pascual Duarte no llegan a ese acontecimiento: «...del asesinato del señor González de la Riva -del que nuestro personaje fue autor convicto y confeso-, nada más, absolutamente nada más, hemos podido saber de él, y aun de su crimen sabemos, cierto es, lo irreparable y evidente, pero ignoramos, porque Pascual se cerró a la banda y no dijo esta boca es mía más que cuando le dio la gana, que fue muy pocas veces, los motivos que tuvo y los impulsos que le acometieron». Es decir, quedan libres los caminos para reconstituir el suceso. El crimen ocurrió durante los quince días de revolución por que atravesó el pueblo. No sabemos nada del comportamiento de Pascual Duarte durante esos días. Hay que suponer que en el monumental desbarajuste que conmovió al país, Pascual Duarte saliera de la cárcel, donde estaría por el asesinato de su madre, y volvería al pueblo, a la querencia, llevando a cuestas el asombro de esa libertad llovida del cielo. Durante ese tiempo, corto y enloquecido, de febril muerte colectiva, la casta social representada por el conde de Torremejía fue sistemáticamente perseguida y, en muchos casos, destruida, aniquilada. Se trataba de una gran muerte   —44→   anónima, que atravesó las tierras españolas de mar a mar. ¿Por qué personalizar el crimen en el caso de Pascual Duarte? ¿No ayudaría a los jueces su anterior fama de violencias, de hombre «escapado» de la cárcel? Podemos, sí, pensar que Pascual Duarte es el asesino de Jesús González de la Riva, pero también podemos pensar que, simplemente, lo remató, como dice el párrafo inicial: «...al irlo a rematar»... ¿No será que Pascual Duarte se encontró con el noble moribundo, por posibles torturas anteriores, quizá al llegar a su pueblo de vuelta, y, creyendo cumplir una caridad -vieja caridad, elemental y simplista-, le dio el tiro de gracia? ¿No se lo pediría el propio noble, al que hemos de conceder más variados matices espirituales, capaces de distinguir, como el cura del pueblo, el buen fondo innato de Pascual Duarte? ¿No será una más de esas muertes a mano de Pascual, pero no meditada, no elaborada, como sí lo fue la de la madre? Yo quiero ver todo eso en esa sonrisa, reconocimiento de una cara cercana y amiga en el trance difícil, seguida del diminutivo, Pascualillo, expresión oral del reconocimiento. ¿Dónde, dónde la frontera entre el crimen y el impulso ciego, entre la muerte y el deseo de darla? No, creo que Pascual Duarte no mató al conde de Torremejía. Las horas largas de cárcel, la soledad frente a él mismo, le han despertado la claridad, el sosiego tan anhelado. Y ha visto claro. Por eso puede decirle al guardia civil, a quien encarga su manuscrito:

«¡Dios se lo habrá de premiar..., porque yo así se lo pediré!»7



  —45→  

ArribaAbajo«...Algún mal aire...»

El presagio, la superstición, la creencia en lo sobrenatural y milagrero llena, como es natural, el trasfondo de la vida espiritual de estas gentes sedientas de bondades intachables. Pascual Duarte se asombra de que las cosas puedan irle bien, cualquiera que sea su naturaleza o su devenir. El mal aire, la ventana que golpea, mecida por un viento solapado, la lechuza que, en la noche, aviva el ciprés del cementerio... Y la muerte, o la pena aguda, en presente y sin espera... Así se le murió el hijo, «once meses de vida y de cuidados a los que algún mal aire traidor echó por el suelo». La vuelta a casa, desde el penal, teniendo que pasar, entre la estación y las chozas, a lo largo de la tapia del cementerio, creciéndose el miedo en su propia condición esquiva, tiene, asimismo, el valor de un funesto presagio: «el cementerio, en el mismo sitio donde lo dejé, con la misma tapia de adobes negruzcos, con su alto ciprés que en nada había mudado, con su lechuza silbadora entre las ramas...» «¡Me daba resquemor llegar al pueblo, así, solo, de noche, y pasar lo primero junto al camposanto!» «La sombra de mi cuerpo iba siempre delante, larga, muy larga, tan larga como un fantasma, muy pegada al suelo, siguiendo el terreno, ora tirando recta por el camino, ora subiéndose a la tapia del cementerio, como queriendo asomarse. Corrí un poco; la sombra corrió también. Me paré: la sombra también paró... La sombra había de acompañarme paso a paso hasta llegar... Cogí   —46→   miedo, un miedo inexplicable; me imaginé a los muertos saliendo en esqueleto a verme pasar»..., «apreté el paso»... «Llegó el instante en que llegué a estar al galope como un perro huido; corría, corría como un loco, como desbocado, como un poseído.» Y, efectivamente, aún no se ha repuesto del acezar de la carrera, cuando la desgracia, empeñosa, terca, vuelve a ceñirle sin piedad alguna.




ArribaAbajo«...Nos miran como bichos raros...»

Fuera de su atormentada existencia, hay otras cosas: el mundo, la luz, las gentes anónimas, el campo. También todo esto se ofrece siempre cortado por algo, reja de cárcel o prejuicio de espíritu. El paisaje no existe apenas en la novela. Tan sólo cuando Pascual Duarte, cumpliendo una condena, se lo imagina, rodeado de la alegría de la libertad, lo ve verde y lozano, fértil y hermoso, para encontrarlo al salir «yermo y agostado como los cementerios, deshabitado y solo como una ermita lugareña al siguiente día de la Patrona». Siempre este giro en todo el vivir y el soñar de Pascual Duarte. Él ha mirado a los niños con amor, con ternura (ya lo hemos dicho más atrás), y, sin embargo, le pasma, como exclusiva devolución de su confuso afecto, la crueldad de los niños ante los presos, la maligna curiosidad que se les despierta ante el conducido por los civiles: «nos miran como bichos raros, con los ojos todos encendidos, con una sonrisilla viciosa por la boca, como miran a la oveja que apuñalan en el matadero -esa oveja en cuya sangre caliente mojan las alpargatas- o al perro que dejó quebrado   —47→   el carro que pasó -ese perro que tocan con la varita para ver si está vivo todavía-, o a los cinco gatitos recién nacidos que se ahogan en el pilón, esos cinco gatitos a los que apedrean, esos cinco gatitos a los que sacan de vez en cuando por jugar, por prolongarles un poco la vida -¡tan mal los quieren!-, por evitar que dejen de sufrir demasiado pronto»... Y, sin embargo, en eso, en las cosas inertes, y en las gentes de fuera, habría podido estar la vida, extraña y múltiple, pero fluyendo contenta, ordenada sucesión de azares tolerables, en los que siempre queda un hueco para la tranquila observación: «El sitio donde me trajeron es mejor: por la ventana se ve un jardincillo cuidado y lamido como una salita, y más allá del jardincillo, hasta la serranía, se extiende la llanada, castaña como la piel de los hombres...» Y por ese campo van las gentes, los asnillos trotones, los niños camino del pozo... La voz de Pascual Duarte se hace tersamente limpia al recontarlo. Lo mismo ocurre con el cariñoso observar a la perra, cuando, desgraciadas sus crías, las enterró en un hoyo, abierto entre los cantuesos: «Cuando al salir al monte detrás de los conejos parábamos un rato por templar el aliento, ella, con ese aire doliente de las hembras sin hijos, se acercaba hasta el hoyo, por olerlo.» Quizá sólo ese hambre de vida, esa necesidad de persistir rabiosamente contra el próximo descalabro seguro, es lo que le hace saltar sobre Lola en el cementerio, aún mullida la tierra de la tumba donde Mario, una sombra fugaz, quedaba para siempre. Apresuramientos, violencia, excitación de una luz entristecida y de la carne joven de la mujer, allí, al borde, lo único vivo...



  —48→  

ArribaAbajo«...Algo muy incomprensible y extraño»

Vamos desgajando poco a poco, balbuceando, los entresijos de la realidad Pascual Duarte. Hemos destacado sus dos caras, la ruidosa y primeriza, y la sosegada e íntima, que es la que más nos importa. Y hemos visto el peso atroz de una circunstancia en permanente frustración, una circunstancia donde el asombro por la bondad humana es lo más natural. Postura, en realidad, no muy nueva en el mundo de las letras españolas, como no es, en el fondo, nuevo el deleite de exhibir lo que de esperpéntico tienen los sentimientos humanos. Camilo José Cela no creaba un -ismo -el tremendismo-, sino que reincidía, con mirada limpia, sobre una postura bien española en la que aún se pueden introducir -qué duda cabe- multitud de precisiones y adaptaciones nuevas. En el mundo de Pascual Duarte encontramos -y éste es otro rasgo que Camilo José Cela añade a la literatura subsiguiente- evidentes nostalgias barojianas. La obra de Pío Baroja, el gran novelista de los primeros años del siglo XX, está presente en los jóvenes escritores de una u otra manera. Correspondería a Camilo José Cela el puesto de ser nexo, el eslabón que une el anteayer maduro del 98 con lo que vaya brotando de nuevo, después de la guerra civil. (Cela es hombre de la guerra civil, el gran hiato, lo que hace aún más valiosa su tarea.) En Pascual Duarte no faltan aspectos de esos que, ya digo, podemos llamar barojianos. Concretamente en el episodio de su huida. Signo quizá del tiempo, este andar al azar, a ver qué sale, a ver   —49→   si la vida se va haciendo a la vez que la novela, escapando de uno mismo y tropezando con uno mismo en cada esquina... Así, Pascual Duarte, que, barojianamente, busca en Madrid primero, y en Coruña después, la esperanza de una fuga lograda, de saltar a América, sin que nada logre cuajar... El andar en Coruña a lo que saliere, a cargar maletas en la estación, o fardos en el muelle, de pinche de cocina en un hotel, de sereno nocturno en la Fábrica de Tabacos, de guardián en un prostíbulo..., la sombra de la lucha por la vida (de La busca concretamente) se nos pone delante. El crimen, confuso y sombreado de ternuras, el hambre agazapada... Cuando Pascual Duarte llega a Madrid y, al salir de la estación, se acerca a un grupo de obreros reunidos alrededor de una hoguera, la luz desteñida del alba creciéndose encima de los tejados, evocamos, sin querer, el agruparse de los golfillos, ya al final de La busca, en torno a las calderas del asfalto. Sí; también aquí la vida es algo muy «triste; algo muy incomprensible y extraño» como dice Baroja. Algo que, como pensaba el capellán de la cárcel, tuvo a Pascual Duarte acorralado, asustado, como a un manso cordero.

Pascual Duarte tiene, pues, muy hondas raíces en el pasado literario español, mediato o inmediato. El Guzmán, con su aviso a la desconfianza y al recelo, puede ser el remoto precedente. Los realistas del siglo XIX, y sobre todo Baroja, le marcan clima, suburbio, separación. Pascual Duarte era una mirada más, honda, de brillos insólitos, sobre la realidad española, sobre una parcela de la realidad rural española, trágica y obsesionada, desazonante, vista en el escorzo violento de un espejo cóncavo, pero con una última,   —50→   intangible, verdad. Su éxito fue justificado, un éxito de lectores que se reconocieron algo en los dobleces del libro, que tuvieron un eco amargo en muchas de sus aventuras: al fin y al cabo, lo esencial. Después, ya muy poco importa que pueda parecer a alguien que el libro sea o no premioso, que si está o no exagerado lo truculento, que si tiene o no arquitectura, que si tiene o no concretos precedentes judiciales. El libro es, es decir, existe por su propio respirar, su propio desvivirse. Y es una gran novela, quizá la gran novela española después de la Guerra Civil.





  —51→  

ArribaAbajoLa colmena

Si Pascual Duarte es la vida de un hombre acosado por la convivencia, La colmena es la convivencia, sin lazos fuertes, de una multitud mediocre, con ganas de vivir, que, perdido todo freno moral -por diversas razones-, se lanza a la circunstancia más inmediata, con vagos escrúpulos, con inciertos resquemores. Alucinante desfile de gentes que corren alocadas, y en un cortísimo espacio de tiempo, a la gran aventura de resolver el problema más acuciante, en medio de un universal egoísmo. Una mirada primeriza a La colmena, despierta un mundo de vicios, de sentimientos oscuros e inconfesables, pero también, como veíamos en Pascual Duarte, de inesperadas, súbitas ternuras que conducen a la noble y desinteresada disculpa. La vida es así, azar dificultoso y escondido, casi nunca sonriente.

Y mucho menos en este libro. La multitud que revolotea en las paginas de La colmena es, en realidad, símbolo de Madrid, mejor: de un Madrid: el inmediatamente subsiguiente a la guerra civil de 1936-39. Intentemos poner un poco de orden en este inmenso caos -aparente caos- de la novela.

  —52→  

ArribaAbajoGente, mucha gente

La primera característica que nos acusa La colmena es el numeroso vaivén de personajes, personajes en ebullición, yendo, viniendo, desviviéndose, arrastrando su cansancio y su desgana durante unas horas por una gran ciudad8, cambiante según las horas, la luz, el bullicio: tarde de café (cap. I), con su luz tamizada por las lunas y el humo de los cigarros, y el arrastrar de los pies; anochecer fatigado (cap. II), cuando el pobre funcionario o empleado hace horas extraordinarias donde puede, para ayudar al triste erario familiar, y todos van a dormir -¿dormir?-, cerrando en compás que aleja y no soluciona las fatigas del día; esa misma noche (cap. IV), con su transfondo de soledad irremediable para todos los humanos, aquí y allá, pretendiendo engañarse; el amanecer nuevo (cap. V), vuelta a empezar, desperezándose gentes y pasiones... Y, sobre todo (cap. VI), la indecisión del mañana desconocido, que nadie sabe, ni por remotos presagios o trabajos, a dónde puede llevar...

Y una «gente» llenando una ciudad -y una ciudad maltrecha, ocupada por recién venidos o por antiguos moradores a los que aleja del momento presente el hiato de un vivir político muy distinto-, gente que no puede ser, es inevitable, una gente pulcra, repleta de ejemplares virtudes ni de agazapada bondad. Es gente que vive, sin más, a lo que salga, asombrándose un poco todavía de estar viva. La gente que puebla   —53→   esa ciudad es una larga teoría de tipos mediocres, que podrán tener diferentes su economía o su pasar, pero, por lo general, andan bastante mal de dinero y bastante bien de enfermedades, tanto del cuerpo como del espíritu. Si pasamos revista a esas gentes nos encontramos con un mundo de medianías (donde, claro está, cabe el relámpago del genio o de la virtud auténtica, de la mejor ley), caracterizadas cada cual con algo bien a la mano y certero. ¡Ah, no, que no se llame nadie a engaño: desgraciadamente, la gente se empeña tozudamente en ser fiel, pero que muy fiel a su tipo!: el vividor, excelente en audacia y desvergüenza, el poeta, hambriento y soñador con los concursos (no buen poeta, claro es); el empleado, que necesita hacer verdaderos prodigios matemáticos para sacar adelante su vida pequeña, alicorta, y su numerosa familia; el músico, que arrastra en su instrumento las conversaciones del café, el músico para el que no se hicieron las lujosas salas de conciertos; el impresor, artesano que no hará ediciones primorosas, ni contratos de trabajo a sus empleados; el prestamista, en plena edad de oro, mientras la gente adelgaza lentamente en las aceras; el viejo verde, que se aprovecha cuando puede de las ocasiones que se presentan o que logra disponer; el estudiante opositor, la gran profesión de la juventud española, a la vez que su gran tortura; la familia numerosa y desquiciada, donde se mezclan todos los colores y todas las actitudes, desde la monja a la entretenida, desde el juerguista porque sí al adolescente descarriado; las señoritas inútiles, analfabetas, pertenecientes a mil roperos y cofradías, que descubren el amor ilícito en una oscura casa de citas; las beatas remilgosas, saturadas de ñoñez, mala intención   —54→   y profundísima ignorancia; el semisabio cuajado en una permanente pedantería cayéndole de la boca; el obrero tuberculoso y desamparado, que ve nacerle entre las manos el rencor de no tener medios para curarse; el guardia de orden público, que se dispone a pasar toda una vida disfrutando la gloria de ser ex combatiente; el sereno, observador cazurro de la vida noctámbula; las prostitutas de diversos tipos y riqueza... Alucinante sucesión de burguesía de bajo vuelo, enredada en un inevitable coro de camareros, limpiabotas, médicos de barrio, muchachuelas que buscan en el sexo el pan de cada día, revistas insulsas, culto al dinero y, sobre todo, el culto a un egoísmo sin límites, atroz, a la inmensa mentira de una sociedad limpia y «ordenada», donde todo el mundo pone su granito de aceptada hipocresía... No, no busquemos en La colmena el sacerdote bondadoso de La familia de Pascual Duarte, ni el desenfreno creciente de una pasión. En modo alguno. Todo está cortado por el rasero de la vulgaridad, de la «cotidiana, áspera, entrañable y dolorosa» vulgaridad.




ArribaAbajoVulgaridad, ramplonería

Los mejores, los que podríamos llamar mejores en este desfile de homúnculos, se caracterizan por su ramplonería espiritual. Doña Rosa, la propietaria del café (ese café donde los mármoles de los veladores han sido antes lápidas en los cementerios), es la típica ricachona, enjoyada y sucia, que vive pendiente de cobrar sus rentas y de maltratar a los inferiores y subordinados. (Naturalmente, no puede faltar el tachar de rojos a sus empleados, maravilloso comodín que acusa de todos   —55→   los males ajenos y deja a salvo las propias, intocables virtudes.) Doña Visi y doña Monserrat, escandalizándose, por el orden de las costumbres y paladeando morosamente el problema de la superpoblación china del limbo, mientras don Roque, el marido de doña Visi, consulta a los naipes su propia virilidad, gastada en adulterio con una criadita; doña Pura, contando arrebatos y procacidades de las apreturas, y echando la culpa de todos los «líos» al cine, tan oscuro, y a las piscinas, tan ligeritas de ropa... Unas personalidades engalladas, ensoberbecidas, que comparten su vivir entre el llamar rojos9 a todos los que les conviene y disimular su miedo a que los alemanes pierdan la guerra10. Un mundo que escucha embobado lo que su cultura musical les dicta: el vals de La viuda alegre, Luisa Fernanda, La del manojo de rosas, Momento musical, La verbena de la paloma, La cumparsita. Una lista de títulos que también revela una estrecha cercanía con la actitud religiosa o con la postura social: tangos, zarzuelas, populachería... Quizá ese Momento musical, que podría escaparse del conjunto, no es más que una concesión a lo que tiene de banda municipal dominguera. Algo análogo ocurre con la literatura: los hermanos Quintero: «Estos sí que han tenido suerte. Ahí están. Con una calle en el centro y   —56→   una estatua en el Retiro. ¡Para que nos riamos!» Teatro «emparentado con los suburbios y la Fiesta de la Banderita». «Pero no hay quien los mueva. ¡Ahí están!»11; o la gran mentira de los concursos literarios, o la desdichada aventura de llenar con versos el envés de los impresos de los telegramas o de las cuentas corrientes... Siempre la mentira acechando burlonamente el vivir.




ArribaAbajo«...Pronunciaron quién mas, quién menos, su frase lapidaria»

Sí, no podía La colmena caer blandamente y blandamente ser acogida, en medios que se reconocían fácilmente en sus páginas, retratados con su estilo más propio: fluir de la vida, saturada de conversación huera, de lugares comunes («Los vecinos de la casa del crimen, que eran todos españoles, pronunciaron, quién mas, quién menos, su frase lapidaria»), donde la estupidez o el bajo interés de los hablantes queda   —57→   patente; falsa generosidad del hombre medio adinerado, que cuida al hambriento por divertirse, por no estar solo, que finge hacerle el gran favor de darle un trabajo, pero que le pagará poco y no le hará el contrato oportuno y le recordará frecuentemente la ayuda; el egoísmo disparatado, mezclado de insensatez, de quien es capaz de escribir: «La esposa de mi novio ha fallecido de unas anemias perniciosas», ante una posible boda. (Lo de novio, naturalmente, es mera penuria idiomática.) Sí, es inútil desmenuzar más este tinglado de peleles que van y vienen con algo escondido detrás de la cara. Lo que ocurre está muy claro: «Vivimos un poco el tiempo de la osadía, ese espectáculo que algunos hombres de limpio corazón contemplan atónitos desde la barrera, sin entender demasiado lo que sucede, que es bien claro.» Tan el tiempo de la osadía, que es un atrevimiento imperdonable -¡qué fácil con sólo girar el ángulo de mira!- que un pobre joven hambriento y mal calzado, Martín Marco, poeta, se atreva a ir por la calle sin un real. Era lógico: así, deberían cachearle, pedirle documentación, reclamarlo policialmente. ¡Andar solo, de noche, sin meterse con nadie, pues no faltaría más!

¡Qué contraste, la vida! Los diversos azares coinciden en un instante, idéntico el tiempo, separado el espacio por el frágil tabique de panderete de las modernas chozas gigantescas, chozas de muchos pisos y múltiples puertas. Valga como ejemplo del contenido de La colmena el siguiente: Don Ibrahim de Ostolaza y Bofarull pasea cómicamente por una habitación de su casa, deteniéndose y gesticulando ante el espejo, mientras recita largos trozos frente a un imaginario   —58→   auditorio académico. Mucho «Señores Académicos», mucho avanzar un pie y sacar el pecho, algún que otro tecnicismo jurídico. Mucha ópera, poco talento, ninguna humildad. En esos momentos, «la voz de don Ibrahim sonaba solemne como la de un fagot». Al otro lado del tabique de panderete, un marido, de vuelta de su trabajo, preguntaba a su mujer: «¿Ha hecho su caquita la nena?» No, no vale la pena sonreír conmiserativamente y culpar al autor de forzar las situaciones. La posible verdad es más verdadera que la verdad misma. Lo ridículo, lo grotesco del caso esta simplemente en que se nos da de antemano una nítida luz sobre los personajes, a los que vemos en ese trance inadecuado a su propia mentira. Más visible es este contraste en la reunión de convecinos de doña Margot, la mujer asesinada. Una colmena, la casa de vecinos entera, acude al llamamiento de don Ibrahim, quien, naturalmente, suelta su inocente pedantería de semierudito al auditorio. En el auditorio figuran todos los vecinos de la casa, menos tres: el detenido por haber descubierto el crimen, un loco y el hijo de la muerta, preso por costumbres «non sanctas». Y allí acuden esas gentes elementales, asustadas por lo inusitado y violento del suceso: dos mujeres pensionistas («¡Gracias a Dios!... ¡Qué manera de expresarse! ¡Parece un libro abierto!»), un empleado de Sindicatos («¡Soy el jefe de casa y tengo el deber de evitar toda posible coacción al poder judicial!»); los dos médicos que habitan en la casa, que tuvieron que enfrentarse con el cadáver (sobre el que dieron «Exacto y preciso diagnóstico»); un sacerdote y el propietario de un bar; un practicante, un peluquero, un capitán de intendencia, un empleado de banca, un marino mercante retirado,   —59→   un señor «del comercio», un zapatero, un procurador de los tribunales, un representante de hilaturas, un funcionario del monopolio de petróleos... ¿Quién falta en este empadronamiento general? Es toda la bullente humanidad que nos tropezamos en la gran ciudad moderna, cada cual con su silencio y su muerte a cuestas, escaleras arriba de su gigantesca casa de celdillas, primero A, segundo C, pequeños mundos ignorados, llenos de aburrimiento y desgano cuando han de reunirse todos como en el caso de la novela. Reunión sabida previamente inútil: de ella no sale otra cosa que una recomendación a rezar particularmente por el alma de la muerta y pagar entre todos un funeral. Excelente visión de la ramplonería, la vaciedad, la chatura espiritual de la colectividad humana. Y nada divertida, por cierto.




ArribaAbajoAmor, «siniestra cucaña»

En este alocado desfilar, el amor ha de desempeñar también un papel: no es nada raro. Quizá lo estamos esperando desde el primer momento. Y la verdad es que está. Amor es lo que siente Petrita, la modesta criada, por Martín Marco, el hermano de su señorita; Petrita pretende pagar con su propio cuerpo la ruin deuda de Marco, unas pesetas de cafés. Y lo más curioso es que, al parecer, no hay del otro lado las necesarias correspondencias. Amor de adolescente casi, arrebatado, compensador, porque sí, cerrado en sí mismo, pero ¡tan hermoso y limpio, a pesar de las acechanzas de los prejuicios morales! Amor al margen de sus propias relaciones con otro hombre, un pesado bobalicón guardia de seguridad. Amor de idéntico   —60→   signo es lo que hace a Victorita, a la que le han echado el novio del cuartel por tuberculoso, andar vendiendo sus caricias para ayudar a la curación12. Desengañada nostalgia del amor primerizo, asombrado, en trance inaugural, es lo que se siente entre Martín Marco y Nati el día de su reencuentro, acogidos al amparo de un café céntrico. El recuerdo de una tarde de estudiantes, en un jardín, se agolpa, reiterando los besos ingenuos: «...Creí que las cosas eran así, como fueron entre tú y yo, y después vi que no, que no eran así...», «...que eran de otra manera mucho peor...» y Marco acaba aceptando dinero de la antigua novia.

¿Amor? Animalidad, escuetamente enunciada, aunque esconda un rescoldo de sentimientos. Así ocurre con la mujer que, desahuciado el marido («Un cáncer como una casa, el médico me dijo que no puede salir adelante», y todo esto dicho por teléfono, alegremente, ante testigos que no pueden ya abrir la boca ni un milímetro más), llama a cita nocturna a su antiguo novio y padre de sus hijos, ofreciendole, además, la herencia del marido aún vivo.

Sí, no queda sitio para el amor en el ajetreado ir y venir de los hombres a los que la gran ciudad empuja y desorbita. Sólo queda hueco para el amor violento, subrepticio, la exigencia del sexo, escondido en casas de citas, en lupanares, en los desmontes de las grandes obras o de las afueras. Jovencitas que se entregan,   —61→   porque necesitan una recomendación para meter un hermano enfermo en un sanatorio, o para atender como ya señalé arriba, a las necesidades de un noviazgo largo e imposible. La criadita que sale a escondidas, de noche, sin amor probablemente, a engañarse ella misma en los solares de la plaza de toros vieja, «donde se ama noblemente, casi con dureza, sobre el suelo tierno, en el que quedan ¡todavía! las rayitas que dibujó la niña que se pasó la mañana saltando a la pata coja, los redondos, los perfectos agujeros que cavó el niño que gastó avaramente sus horas muertas jugando a las bolas». Estremecedor contraste de instintos sin freno, de tristeza, de ternura compasiva, al borde de la vida misma, lejos de la caliente hondura del lecho santificado y cómodo.

Y aún queda el último escalón de este amor apresurado, disimulado: la casa de citas, mantenida por una viuda también sin arrimo, también sin dinero. Los niños de la casa, «cuando llega alguna pareja gritan jubilosos por el pasillo: ¡Viva, viva, que ha venido otro señor! Los angelitos saben que el que entre un señor con una señorita del brazo significa comer caliente al otro día.» Tristeza gris, agria, la de la casa clandestina, con sus muebles pobres, y sus fotografías de familia, donde la gente esconde no tanto su falta de sentimientos como su miseria espiritual y material, llevada al colmo en la venta de una menor, que, sin familia alguna, va a comenzar, indecisión al frente, un largo, doloroso camino...




ArribaAbajoLa sombra de la guerra

Y, en el fondo, toda esta gente vive bajo una gran sombra, una amenaza: el espectro de la guerra   —62→   civil, con su cambiante cara. Unas veces es el pasado horror, las privaciones; otras, las consecuencias, la represión, el terror de igual cariz y distinto signo. Lo de menos es esa necesidad de andar comerciando con las ruines raciones del suministro, o hacer malabarismos para convertir los chicharros fritos en excelente plato, o la triste sonrisa de hablar de sobrealimentación a base de un huevo frito o de un poco de leche -seguramente adulterada-. El Madrid hambriento y enfermizo de la postguerra, los ojos brillantes, el aliento acezante, sale a cada paso. Pero no es eso lo más importante. Tampoco lo es la cháchara -¿realidad, pesadilla?- oratorio-libertaria del dueño del bar, lector de Nietzsche, y, en el fondo, con psicología de cura de pueblo, en el que hasta los sueños revelan la gran frustración de una guerra perdida, con todos los ideales y la buena voluntad rotos, desquiciados acaso para siempre. Tampoco es lo más importante el acoso de la protesta impotente, gesto de rabia y desesperación de Martín Marco después de ser momentáneamente detenido por una ronda policial. Lo que grita es la secuela de la tragedia, dejando su huella sangrienta y sin rumbo, acobardando a las gentes, creándoles su aire de inútiles muñecos sin gloria, sin dignidad, ni derecho siquiera al sosiego.

Es el propio Marco, vivo entre recelos; es Celestino, que teme confusamente a los guardias, obligado a vivir dos vidas ante ellos; es el mismo guardia, herido en el frente, y ya sin levantar cabeza, o, por lo menos, con un vivir orientado en otra forma, es el estar a cada paso con las orejas gachas por el ¡rojo! que se escapa agresivo, punzante, de las bocas más caritativas; es la muchacha a la que le fusilaron el   —63→   padre «por esas cosas que pasan», y ahora se ve obligada a buscar dinero en la oscuridad de los cines, o en alcobas escondidas, mientras la familia lucha desesperadamente por subsistir; es la soledad rotunda de esa menor, a «la que la familia le desapareció en la guerra, unos muertos, otros emigrados»; es el joven cojo a consecuencia de una herida, que se ve obligado a compartir los afanes con su madre, que vende castañas en una esquina, frío adentro... Es el Madrid de los primeros años de la postguerra, muy asustado de la paz que encontraba después de tres largos años de sobresalto en vilo.




ArribaAbajoTernura, ese milagro

Y, como en La familia de Pascual Duarte, lo hemos de repetir: lo que puede haber de caricatura, de placentera delectación en lo morboso y malsano, queda compensado con la especialísima ternura que asoma, acobardada a veces, entre los pliegues de las situaciones. Es una mirada repentinamente ancha y desprendida, colgada de las cosas. Y así en numerosas ocasiones; por ejemplo, esa presencia desolada del café vacío, sin clientes, «como un hombre al que se le hubiera borrado de repente la memoria», o las vacilaciones del empleado que, dueño de unas cuantas pesetas, medita sobre el regalo de cumpleaños a su mujer, y aún se habría querido atrever a dar algún dinero a un niño que canta por la calle. Es una mirada cariñosa, tibia, la que observa al niño que canta, que recibe golpazos de los clientes de los bares: «el niño no tiene cara de persona, tiene cara de animal doméstico, de sucia bestia, de pervertida bestia de corral. Son   —64→   muy pocos sus años para que el dolor haya marcado aún el navajazo del cinismo -o de la resignación- en su cara, y su cara tiene una bella e ingenua expresión estúpida, una expresión de no entender nada de lo que pasa. Todo lo que pasa es un milagro para el gitanillo, que nació de milagro, que come de milagro, que vive de milagro y que tiene fuerzas para cantar de puro milagro.» Una oleada de ternura de la mejor ley pasa, acallándolo todo, entre los dos hermanos, súbitamente cercanos por un recuerdo, una ausencia agravada: «sobre los dos hermanos se cuelgan unos instantes de silencio, insospechadamente llenos de suavidad». Esa misma ternura, caliente y humana, general ya, es la que revela el cansado regreso de la castañera: «A las once viene a buscarla su hijo que quedó cojo de la guerra y está de listero en las obras de los Nuevos Ministerios. El hijo, que es muy bueno, le ayuda a recoger los bártulos, y después se van, muy cogiditos del brazo, a dormir. La pareja sube por Covarrubias y tuerce por Nicasio Gallego. Si queda alguna castaña se la comen; si no, se meten en cualquier chigre y se toman un café con leche bien caliente. La lata de las brasas la coloca la vieja al lado de su cama, siempre hay algún rescoldo que dura, encendido, hasta la mañana.»

La colmena no es, pues, la novela de un individuo acorralado por la vida, sino la de la vida asaetada de unas oscuras individualidades. De ahí el rasgo supremo de imprecisión, de azar, de hoja lanzada al viento que tienen todos los personajes. Y es que no se puede hacer nada vivo sin ese rasgo fundamental: la vida es no saber hoy qué será mañana, ni qué inconexo lazo unirá dos horas consecutivas. El gran acierto de   —65→   Camilo José Cela en la arquitectura de la novela ha sido precisamente ése: el dejarnos siempre con un pie levantado, al frente, siempre una esquina que doblar. El ejemplo más claro es precisamente el final del libro, cuando un confuso presagio que no sabemos con rigor -pero que presentimos duro, y que relacionamos con la guerra, con la gran amenaza de la paz- se desprende de los periódicos, de las conversaciones, etc., contra Martín Marco. Todo parece dispuesto a volcarse contra él. Y él, solamente él, no lo sabe, y avanza, descuidado, sin que el azar le cause ninguna molestia, de cara a la vida, andando sosegadamente, acera de Alcalá arriba, Dios sepa a dónde, llevando doblado bajo el brazo el periódico con los edictos, lo único que no ha leído, porque el limpio de corazón se queda a la orilla de la vida misma, de la vida hecha con anuncios, con racionamientos, contribuciones, edictos...





  —66→  

ArribaAbajoLa catira


ArribaAbajoNovela de la tierra

En este rápido mirar las obras de Camilo José Cela, La catira se nos presenta con distintos perfiles. Novela de arquitectura logradísima, madurez plena del escritor, consciente como nunca de sus recursos estilísticos (lo que puede incluso producir cierto regusto en una retórica reiteradamente manejada), asistimos en ella a una acción, mejor: a una serie de acciones; la vida de la catira Pipía Sánchez en el campo de Venezuela. Ya no se trata de la aventura de una vida española bajo el sol implacable de los campos extremeños, a brazo partido con la soledad, los prejuicios y la pasión, ni nos encontramos en la complicada máquina del vivir urbano y dificultoso. Estamos ante la inmensidad americana, devoradora de hombres y de esfuerzos; la tierra americana, clamante por el hombre que la hiera amorosamente, deseosa de volcar su vida hacia afuera.

Los problemas que un libro de tal naturaleza plantea son, pues, radicalmente distintos de los que ha tratado Camilo José Cela corrientemente y, de añadidura, provocan el de la lengua en que tales problemas   —67→   han de ser expuestos y llevados. En La catira nos encontramos otra vez con un largo espacio de tiempo. En él, la catira Pipía Sánchez mantiene enhiesto su vivo afán por la tierra, verdadero personaje de la novela. La tierra americana, ese elemento de grandeza literaria ya desde las primeras narraciones de la Conquista, surge otra vez aquí, con sus exigencias, sus valores, sus angustias, su abrumadora necesidad de hombres.

Toda la novela es el hilo capital del desvivirse de Pipía Sánchez por dar a esa tierra, la heredada y la adquirida, un propietario, un patrón, hecho de sus propias raíces: «Porque la tierra quea, negra... La tierra quea siempre, ¿sabe?» «La tierra quea siempre... Manque los cielos lloren durante días y días, y los ríos se agolpen... Manque los alzamientos ardan, güeno, y mueran abrasaos los hombres... Manque las mujeres se tornaran jorras, negra...» «...la tierra tié que sé e la mismitica sangre que la apaciguó.» Por esa tierra, Pipía Sánchez, mujer de extraordinario vigor y riqueza de actitudes, destacadísimo hito en un mundo de elementales pasiones al borde de la barbarie, ha dado muerte al hombre que pasaba por ser su padre, ha visto morir al que acaba de ser su marido, ha vuelto a casarse y ha tenido un hijo y ha visto morirse a su esposo y a su hijo en circunstancias de evidente tragedia. Y, sin embargo, el mandato de sus propiedades, de su ganado, está ahí, exigiendo su atención permanente y sin vacilaciones, como una servidumbre casi fatal, divina. Es la tierra, la inmensidad del llano, cuajado de soledades, temeroso y repleto de destinos: «la catira Pipía Sánchez, desde la muerte del hijo, se agarró aún más a la tierra. La tierra   —68→   es, al mismo tiempo, caritativa y cruel, hermosa y monstruosa, blanda como la pluma de garza y dura como el viento del páramo, amarga y dulce, sonreidora y esquiva, desmemoriada y rebosante de amor». En una palabra: la tierra es la vida, con su permanente asechanza y su ininterrumpida esquividad, alimentándose de muertos.

Esta presencia de la tierra, como una sombra incalculable, sin límites, identificándose el anhelo con el horizonte, se hace palpable en todas y cada una de las páginas de la novela. Es lo que surge como rasgo amenazador en las frecuentes asomadas de la caribera, la bandada de peces carnívoros, que llena de sangre, a veces humana, la corriente de los ríos: «la caribera cargó sobre el hombre y sobre la bestia, que braceaban, inútiles y violentos, acodándose en su propio espanto...» «El animal mostró el morro un instante y por el aire volaron orgullosos, vencedores, brillantes, los dos caribes que se cebaban en su boca sangrienta...» «La caribera prendió al hombre y al animal a las rígidas bridas del agua, y el hombre y el animal, tiñendo el agua de sangre y hiel, se hundieron, ya para siempre jamás, en la muerte del río Apure, esa muerte que tiene cara de papel de lija.» Y sobre el macabro espectáculo, de una salvaje belleza estremecedora, se repite, insensible, la grandiosa puesta de sol: «el llano, a veces, varía poco, muy poco».




ArribaAbajo«...El llano mata limpio y por derecho...»

La naturaleza brota por todas partes, imponiéndose desde su silenciosa, amenazadora presencia. No se   —69→   trata, no, de que sepamos con mayor o menor precisión -para esto existen los recovecos de la novela- por qué se lucha, ni de que vayamos viendo la preocupación por los vallados, por las tranqueras o por los nuevos hierros para el ganado, ni el devenir tumultuoso y seguro de las estaciones. Hay, además, una soterránea seguridad de armonía que solamente una naturaleza gigante y poderosa puede tolerar. Es, concretamente, ese sistema de repeticiones -uno de los recursos estilísticos más claros y personales de Camilo José Cela- con las que, entre acciones, sucesos, narraciones o presentaciones, la oscura melodía del llano se impone, por sí misma, en nombres, supersticiones, ruidos, colores, etc. Valga, como ejemplo expresivo de este sistema de ver «algo que se mueve» sobre el fondo imponente, los rasgos del mestizo Rubén Domingo. Cita larga, en verdad, pero bien significativa: «...no era tercio que se perdiera en el llano, ni fuera de él. Cuando las lluvias se abren sobre la tierra, por el cielo retumba la maraca áspera del invierno tropical, el mestizo Rubén Domingo, que lleva un calendario en las orejas, coge el banco y se raspa lejos, muy lejos..., allí donde no lleguen las aguas.» Cuando las lluvias caen, inclementes y porfiadas, y los ríos se agolpan traidores como tigres, el mestizo Rubén Domingo, que tiene una brújula en los pies, le hace un corte de mangas a la inundación -¡Ah, río Apure, qué crecío vas; ni yo me boto, ni tú me ahogarás; ya me viste pu elante, pues míame pu atrás! -y le deja a solas, con quien quiera quedarse.» «Al mestizo Rubén Domingo no le gusta el llano del invierno, el desolado mundo del ganado con el agua al vientre, el mar que desarraiga el yerbazal, que aísla al jobo y al yagrumo,   —70→   al merecure y al ceibo, a la juásdua y a la palma moriche.» Es evidente que no se trata de cualidades espontáneas, nativas, del mestizo: la naturaleza le ha impuesto su carácter sosegado, taimado, fugitivo. Casi un verdadero nomadismo. La lluvia y el calor de los vientos condicionan su vida, su pasajero errar por las sábanas inmensas: «durante el invierno, allá por junio, por julio y por agosto, el chicuacuo y el pato real -yaguazo le dicen los llaneros- cruzan el húmedo aire de la sabana, graznando amargamente, mientras el oso del morichal, al araguato aullador, la verde iguana se miran en las aguas tristes y casi sin esperanza, desde el alto balcón de los árboles. Por estas fechas, ya no suele verse por allá bajo el mestizo Rubén Domingo...» «El mestizo Rubén Domingo, todos los años, se va del llano cuando el llano avisa, cuando el relámpago comienza a encenderlo, y el calor sube, y el vaho envuelve a la tierra, y los caños y los ríos se agolpan; cuando el tigre se marcha con el pelo hirsuto, y el tiro se vuelve rijoso y pendenciero, y la culebra cambia la concha, y el venado se aleja en rebaños atónitos y estremecidos. Que el llano mata limpio y por derecho y a nadie arrolla a traición.» Cita muy larga, repito, pero que viene a llenar en la novela de Camilo José Cela las largas descripciones de la vieja etopeya tradicional -la de las novelas realistas, por ejemplo-. Todo un proceso de acomodación, toda una exacta justificación adivinamos detrás de ese imponente desfile de la naturaleza.

Esas frecuentes repeticiones no son mero artilugio estilístico. Dentro de ellas se van desgranando las situaciones, la superstición, el afán concreto, la impasibilidad desazonante de la naturaleza, ausente por   —71→   completo de la mísera tragedia humana. En La catira ha logrado Camilo José Cela su más meditada y limpia arquitectura, verdaderamente subyugadora, en un desfile de personajes de mil tipos, pero vivos, rigurosamente llenadores de la inmensidad de su horizonte.




ArribaAbajoInstintos, elementalidad

Como una fuerza desatada de la naturaleza pasa la tragedia por la novela. Así, en una lucha de tormenta, desencadenada como una inundación o como un terremoto, acaece la muerte de don Filiberto, el primero y no logrado marido de la catira Pipía Sánchez. Como un remolino más del turbión idéntico, Pipía mata a tiros al que oficialmente era su padre. En lucha con un potranco salvaje, muere el segundo marido, y en un choque contra una bestia, atravesada inesperadamente en el camino, muere el hijo de Pipía Sánchez. Siempre algo instintivo, ciego, animal, que se levanta del borde de la vida, para hacerla cambiar brusca y trágicamente de rumbo. Y siempre, a vuelta de cada ocasión, la misma tierra rigiendo los anhelos de la catira, acogiendo hambrienta los cuerpos rotos, deseosa de seguir, de quedar, tan insensiblemente floreciendo...

Y también las reacciones humanas son, por lo general, en los personajes secundarios, toda una larga melodía que acompaña al motivo central, son, digo, puramente instintivas, elementales, sin reverso posible. Impulso puro y ciego. Tal ocurre con el asesinato del indio Consolación y la violación de su viuda, lucha de animal más fuerte que doblega al más débil, y en la subsiguiente huida de la india María después   —72→   de pegar fuego al ranchito: solamente unas aves asustadizas ponen su acorde a la desolada tragedia. Análogo sistema vital reflejan los amores huidizos de la negra María del Aire, o la violación del cadáver del peón Gilberto Flores. Reacciones instintivas reflejan esos nombres aparatosos que despiertan en el lector europeo una sonrisa burlona, pero que responden a la capacidad de asombro y deslumbramiento del hombre absorbido por los horizontes sencillos y grandiosos, el espanto ante lo nuevo, no natural y casi milagroso: Telefonía sin hilos, Sexquicentenario, Supereterodino, Televisión, Penicilina. Detrás de cada uno de esos nombres existe la reverenciosa actitud del espíritu rural, domeñado por las fuerzas naturales, ante el prodigio del esfuerzo intelectual, de la voz de otros pueblos con otras formas de vida o de historia. En otros nombres vemos, disimulados en su posible verdad tangible, el humor delgado de Camilo José Cela, que, incide sobre las características del personaje casi inevitables, condicionadas por el nombre. Así nos sucede con Job Chacín, el cura, o con el licenciado que quiere acabar, a su manera, con la obra de Pipía Sánchez: Zorobabel Agüero. ¿No hay un trasmundo que apenas intuimos, pero que nos hace ver límpidamente el carácter, el papel, la condición del licenciadito? ¿Qué oscura verdad habrá llenado algún día, paz al canto, Armisticio Fernández? Libertad de Asociación Gutiérrez no hace nada del otro mundo al llamar raza latina a curas y monjas, y desear su aniquilamiento, del mismo modo que Pompilio Lira -¿no llevarás alones, nuestro buen Pompilio, disimulados por la ortopedia del brillante uniforme?- es el natural e irremediable director de   —73→   la Agrupación Sinfónica Panamericana. Una desenvuelta claridad llena lo que parece una ironía y es natural desenlace: la muerte de Libertad de Asociación Gutiérrez, acaecida un aniversario de la toma de la Bastilla. Los nombres de batalla de Saludable Fernández (y el legal, claro, sobre todo en una rumbera) son igualmente espejos claros y seguros: «el Tornado Cubiche, que usaba en los cabarets de lujo», y «el Ardiente Vendaval de Guanabacoa, que reservaba, cuando las cosas se ponían mal dadas, para las representaciones populares». Y, es muy importante hacerlo resaltar, esta creación morosa de nombres revela, en el fondo, la ternura, esa ternura sencilla y casi candorosa, a que nos tiene acostumbrados Camilo José Cela, a lo largo de todo su novelar. Son casi una justificación, una explicación fatalista de muchas lacras, de muchas torpezas e ingenuidades...

Manifestaciones múltiples de estas notas acordes podrían espigarse fácilmente página a página. Simpatía embrionaria a veces, tumultuosa y avasalladora otras; calor, inocentes bromas, ligeras ironías. En el mundo elemental de La catira, estas pequeñas escapadas del espíritu encierran un valor extraordinario, comunicativo, suplidor de la complicada psicología urbana de otra novelística (no olvidemos que lo más logrado de La catira es, precisamente, su rural arquitectura, casi selvática, diríamos). Así ocurre, por ejemplo, con los mimos de la negra Cándida José para el joven heredero, las pasajeras y grotescas furias de don Job Chacín, la humilde y enamorada actitud de don Juan Evangelista Pacheco, etc., etc.

Y todas estas leves pinceladas ofrecen almas que viven su limitado horizonte con una permanente sonrisa   —74→   a lo largo del libro. Como ejemplo único, dentro de la voz bien entonada siempre de Pipía Sánchez, citaré este: es el momento en que va a comunicar a su nuevo caporal, Feliciano Bujanda, la decisión de hacer un solo hierro para los múltiples ganados. Feliciano Bujanda, nervioso ante la dueña, acentúa su tic, levantar una ceja. «La catira Pipía Sánchez, meciendo la cuna de Juan Evangelista con el pie, cobraba un raro aire sosegado y solemne. -Guarde la ceja, pues, Feliciano Bujanda, que se le va a ispará.» De tan ingenua manifestación (Feliciano Bujanda piensa que su ama es una mujer «como del otro mundo») nace la verdadera autoridad, la que se acata espontáneamente y se reconoce necesaria y buena, no el caudillaje, siempre en litigio, en pelea renovada. Camilo José Cela ha sabido, con su maestría excelente, dosificar estos, al parecer, inútiles momentos, pero que constituyen el engranaje fundamental de los espíritus, asombrados por la voz desmesurada de la tierra13.




ArribaAbajoLa tierra queda siempre

La catira es, pues, la novela de la tierra americana -dentro, se entiende, de la peculiar visión de Camilo José Cela-, a la que sirven de pretexto Los Llanos venezolanos. «El mundo lo forman Europa, América, Venezuela, Chile, Suiza, la China, España, el hato Potreritos, el hato del Pedernal, el hato Primavera, el llano, el mar, la selva, la montaña, el corazón   —75→   de Pipía Sánchez...» Es decir, unas cuantas cosas y, sobre todo, los hatos de Pipía Sánchez. Pipía es la representación de esa tierra con todas sus virtudes y todo su aliento. Su prestigio, fruto de su tenaz esfuerzo, encauza y fomenta todas las actitudes, en reconocida aquiescencia («¡Que lo que la catira piensa es mesmitico el evangelio, pues!»). Porque el vivir de Pipía Sánchez no es un vivir cualquiera, hecho y deshecho con arreglo a circunstancias o vocación lograda, no. Es como el vivir de los campos, de los pastizales, esperando el sucesivo, ordenado fluir de las estaciones, con la amistad veleidosa de los elementos: «...si las juerzas se me escapan... uste me verá caé e platanazo, pues, como el gavilán al que le ha pegao el plomo, ¿sabe?, rendía sobre esta tierra e la Pachequera, Catalino Borrego... Sobre esta tierra onde nací, Catalino Borrego... Sobre esta tierra en la que me casé, Catalino Borrego... Sobre esta tierra que me vio parir un hijo, Catalino Borrego... Sobre esta tierra que me verá morir, Catalino Borrego, cuando me llegue la hora...» Y, ya para terminar, al final de la densa novela, Pipía Sánchez, contemplando su soledad dramática, se da cuenta de que su cuerpo puede tener aún otro hijo, otro propietario de sus tierras, ser ella aún como la tierra, esperanza de nueva cosecha, para quedar, quedar, quedar solamente, por encima de los hombres y de los tiempos... Ser ella, Pipía Sánchez, como la tierra de América, clamante por un dueño, por un amo amoroso. Todavía en América la tierra sobra, y consume hombres, vidas, sentimientos, devorándolos con su angustiosa grandeza.   —76→   Sí, todavía es grande ahí, y ancha, la tierra, y crecida de tragedia, como estas propiedades de Pipía Sánchez, domeñadas con amor, con entrega, con enconada lucha.





  —77→  

ArribaAbajoOtras novelas

Hemos venido viendo, hasta ahora, las novelas de Camilo José Cela que podríamos llamar «mayores». Esto no quiere decir que las que restan por mirar sean «menores», no. Quiero decir con aquella calificación que La familia de Pascual Duarte, La colmena y La catira son las obras hasta ahora de más empeño y trascendencia, las que han planteado problemas que, de una o de otra manera, han legitimado su condición de excelente escritor. Por otra parte, las considero significativas en su quehacer. Y por eso me he detenido más ampliamente en ellas, pero, repito, esto no significa en modo alguno una preconcepción de menosvalía para las demás. Las demás son otra cosa, elaboradas también conscientemente, y hechas, sin más, porque al escritor le dio la real gana de hacerlas. «El Lazarillo lo escribí porque quise -cuando el escritor rompe a escribir lo que quieren los demás, empieza a dejar de serlo-», nos aclara Camilo José Cela. Y, añado yo, en cada uno de los restantes libros, Camilo nos ha dado cumplida prueba de su vocación de escritor.

Porque ser escritor no es solamente llenar y llenar cuartillas, a lo que saliere, dispuesto a imponerse por la polvareda que tal trabajo levanta. Supone, además   —78→   del hecho material de escribir, estar inserto en una tradición -mediata o inmediata- con todas sus problemáticas adjuntas: lengua, observación, público, herencia, futuro previsible, voz interior, decisión de vida. Cualidades de las que el escritor va sacando a flote sus criaturas, para lanzarlas después a luchar por su vida propia, a ganársela o a perderla. Y los libros de Camilo José Cela son buena prueba de ello.


ArribaAbajoLa vuelta al mito

Comencemos con Las nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes. Para todo novelista español, por mucha que sea la ingenuidad, la pedantería, el anhelo de asustar y de asomar el pecho -por cualquier razón que tenga-, existirá siempre el peso de una tradición de la que -quiérase o no- ha nacido la novela moderna en el mundo. Y ese nacimiento tuvo lugar en 1554, con la aparición del breve librillo narrador de las calamidades de un hombre, cosa hasta entonces olvidada por el arte de escribir, por esa literatura a la que, desde otro clima y otra razón histórica, llama Camilo la cataplasma -ya creo que lo he dicho antes-. El que Camilo José Cela haya vuelto sobre el viejo mito literario es cosa muy de agradecer y de aprovechar. Porque el regreso a los viejos mitos no siempre es una expedición fructífera, ni mucho menos. Y aquí sí lo ha sido.

Para muchos, la vuelta al mito es, sin más, una torpe -o mañosa- recreación arqueológica. El autor escoge del mito los rasgos que le parecen más sobresalientes (los que le parecen a él, no los que realmente   —79→   tiene el héroe antiguo) y los vuelve a poner en circulación, generalmente en un tono falaz, arcaizante. Abundan los ejemplos. Para otros, y esto me parece lo único valedero, y Camilo José está en esta línea, volver al mito no es hacer el viaje a través de siglos y acaeceres, sino traer el mito a hoy, reactualizarlo, intentar ver aquí y ahora lo que de permanente y palpitante encierra la lección del clásico. Los clásicos no son clásicos, decía Ortega, más que para ellos mismos. Hagamos nosotros otro clasicismo, el nuestro, procurando aprovechar su experiencia. Y esto es lo que ha intentado Camilo José Cela en el Nuevo Lazarillo. Nada de -como ha hecho el cine- ver al viejo Lázaro en un escenario acomodado a nuestros ojos, lo que es imposible de casar sin graves adulteraciones que no pueden gustarnos (el mito exige, ante todo, respeto para su escondida armonía), sino ser hoy un Lazarillo. También hoy se puede ser mozuelo de muchos amos (unos pastores, unos músicos vagabundos, un pobre viejo errante y aficionado a los astros, unos titiriteros, un boticario, una bruja saludadora) y andar padeciendo hambre con cada uno de ellos, cada cual administrándola a su manera. De los viejos rasgos, Camilo José Cela ha sabido acertar con los más importantes: el primero, el nacimiento humilde, al otro lado de las normas. El segundo, ese no salirse del «pueblo», es decir, no andar más que en los medios sociales y de paisaje en que anduvo el primer Lázaro, con el cual nació la geografía real y literaria de su país. Pueblos de España, desolados, llenos de pasiones elementales, en los que, ya que no alguaciles que persigan a los mendigos, o entren en negocios de bulas, existe la Guardia Civil. El Lázaro primero, orgulloso de poder   —80→   taparse con la ropa vieja y presumir con ella, es aquí el mozuelo que se hace algo parecido a la ropa con unas pieles de cabrito; el Lázaro que anunciaba en mil quinientos y pico su alegría por tener unos zapatos usados, es aquí el que logra una boina de un enfermo; como el viejo Lázaro, el actual sabe de las largas caminatas y de la corta comida; el hidalgo antiguo, con su palillo entre dientes, sin haber probado bocado alguno, parece estar sonriendo al margen de la página, cuando el viejo aficionado a los astros se está muriendo con toda su soledad y su hambre a cuestas: «...el guiso de perdiz que te sobre me lo restriegas por los labios cuando haya expirado, que mejor me parece un cadáver con aire de indigestión, que otro con aspecto de haberlo hecho de hambre y de frío». Los dos Lázaros, el viejo y el nuevo, reciben los golpes que se pierden, y a éste le parece natural, y hasta piensa que si alguna vez tiene criados, para eso están, para recibir los golpes; el Lázaro de hoy no sabe francés ni cantar misa; el Lázaro de hoy no tropieza en los pueblos con gentes caritativas, ni con clérigos vistos a través de una lupa erasmista, sino que encuentra lo que hay: pueblos con rencores hacia sus convecinos, boticas húmedas, posadas tristes y, en todos esos pueblos, un tonto: «...siempre resulta que en cada pueblo de España hay un hombre en los huesos al que apedrean los mozos, llaman tonto las mujeres y dicen los demás hombres que lo que quiere es vivir sin trabajar». Si el Lázaro antiguo es acomodado -todo un torbellino de razones detrás, sujetándolo- de pregonero en Toledo, la capital espiritual entonces, el Lázaro de hoy es entregado a la Caja de Reclutas, en Madrid, la capital de hoy.

  —81→  

Y las dos vidas van al aire y al sol de la meseta, por geografías conocidas, donde los ríos y las gentes se llaman por su único, intransferible nombre. El mito ha vuelto a funcionar vívidamente14.




ArribaAbajoNovela de la inacción

En Pabellón de reposo -aclara el propio Camilo José Cela- «intenté hacer el anti-Pascual. Algún crítico dijo que el Pascual Duarte estaba muy bien, pero que había que verme en la piedra de toque del sosiego, de la inacción. Aunque no lo entendí mucho, como no soy amigo de polemizar, porque la discusión, como el amor y el afán de mando, me parece un claro signo de deficiencia mental, escribí Pabellón de reposo, que es una novela donde no pasa nada y donde no hay golpes ni asesinatos, ni turbulentos amores, y sí tan sólo la mínima sangre necesaria para que el lector no pudiera llamarse a engaño y tomar por reumáticos o luéticos a mis tuberculosos. Sin referencia geográfica, onomástica o temporal que permitiese su localización en una época o lugar determinados (salvo, quizá, la relativa, y siempre muy aproximada, situación en el   —82→   calendario que pudiera averiguarse por la terapéutica, empleada por mis marionetas), Pabellón fue mi prueba pacífica, mi experimento pacífico, o, dicho de otra manera, mi experimento por el segundo camino, mi segunda prueba.»

Sin embargo, no es exactamente el adjetivo pacífico el que conviene a Pabellón de reposo. Más bien se podría llamar al libro la novela de la quietud forzada, donde lo pacífico, como es natural, no es precisamente lo significativo. La procesión va por dentro, aquí, en una sofrenada turbulencia. La novela responde a un período del autor en el que se vio obligado a guardar reposo por razones de salud, y gastó las largas horas horizontales en meditar este libro, y en leer, desenfrenadamente leer, leer sin descanso. Y, evidentemente, responde a una preocupación que podríamos llamar literaria, es decir, al afán de hacer novelable el confuso y atormentado mundo silencioso de los enfermos. Al fin y al cabo, una forma nobilísima de escapar a la insidiosa asechanza de la enfermedad, que exige una atención sin descanso ni interrupciones.

Tres son los planos en que se desenvuelve Pabellón de reposo. Uno, el más claro, la primera persona en que hablan o piensan los enfermos. Para ellos, la vida es una angustiosa sucesión de depresiones y exaltaciones. El enfermo se cambiaría por todo lo que parece sano y funcionando, como, bien a la mano está, el mismo cocinero de la casa: «Lo daba todo: mi título universitario, mis treinta y dos años, la casa que me dejaron mis padres en la costa, con su emparrado que llega hasta la misma orilla, mis libros, mis amigos.» La vida dentro del sanatorio tiene unas fronteras muy justas, limitando siempre el futuro con el paseo final,   —83→   siniestro, hacia el cementerio; todo adquiere así un significado tétrico: el número que marca las prendas y la habitación (el 40, el 14, etc.), la carretilla que lleva el ataúd atravesado, chirriando con su única rueda; la falsa y pasajera ilusión de que los esputos sanguinolentos procedan de la garganta («y se queda pensativa, haciendo inauditos equilibrios para creerse, ella también, que aquella sangre salía, efectivamente, de la garganta»). Tan dispuesto está todo en aquella mansión de la muerte, que uno de los pocos paisajes internos del edificio es la ordenada geometría del almacén de ataúdes: «No puedo, sin embargo, apartar de mí la idea de un cadáver, encerrado en esa funda enternecedora del ataúd. Cuando vine, ahora hace año y medio, estaba la puerta de la bodega abierta, bien me acuerdo. Al pasar se veían los ataúdes amontonados cuidadosamente, puestos en fila, esperando su trágico turno. Los había aún sin pintar, aún con la fresca madera de pino al aire; eran los que todavía no estaban preparados, los que tenían aún un respiro -¡quién sabe si largo!- por delante.» Es la casa donde las largas horas de sosiego, a solas con la propia desesperanza, llenan la cabeza de fantasmas y de pensamientos tristes, negros, disparatados: el tener conciencia de no poder besar a la amada, porque se transmite el mal; el acariciar obsesivamente las esperanzas, a vueltas con ratos de loca rabia sorda; la impotencia ante el no saber cuánto va a durar esa situación; el asalto de la vida pasada, brotando mansamente, dolorosamente, etc. Todo el proceso mental del enfermo para el que no hay otra cosa que su enfermedad, y que no quiere oír hablar de nada que no sea su mal. Creo con Camilo José Cela que, realmente,   —84→   este ver el tipo de enfermo-ombligo del mundo es un paso para ayudar a la curación15 del posible enfermo lector.

Un segundo plano de la novela lo representarían las intromisiones del mundo de los sanos en la vida rutinaria y espectral del sanatorio. Se limita a aldabonazos, a escarbar en la tapia altísima de la enfermedad, vanamente, o a exhibir el egoísmo especial frente a los inútiles. Son esas noticias de un administrador sobre las cosechas, que llegan coincidentes con empeoramientos del enfermo, es decir, cuando el gesto indiferente de hombros apenas si tiene hueco... Es la correspondencia del hombre de negocios, al que la enfermedad obliga a ir desprendiéndose poco a poco de su «importante» bagaje hasta encontrar su verdadero lugar. Ni acciones en oscilante sube y baja, ni los caprichos de la amante, etc., tienen sentido entre las cuatro paredes de la habitación. Son, finalmente, esas cartas de gentes que, encarándose con el autor, le ruegan que no hable más del asunto, por ejercer influjo pernicioso sobre los enfermos.

Y queda el tercer plano: el mundo de los sanos en torno al sanatorio. Una isla incomprensible, afuera, sin asideros. Es el Intermedio del libro. En él se nota la actitud de los propietarios del sanatorio, preocupados por los dividendos y las estadísticas, hablando de frías cantidades detrás de las que resultaría imposible   —85→   reconocer el problema de los internados. Se incide sobre la fría familiaridad de la enfermera con la muerte, la enfermera que, en el cuarto de costura, cuenta una muerte entre carcajadas, que se escapan de sus carrillos sonrosados, saludables. Se insinúa la turbia historia del cocinero con una pincha, y se contempla, rejas afuera, el paso de un auto, donde van el antiguo médico y una doncella a la que expulsaron del sanatorio: «Al pasar ante la verja tocó la bocina con cierta sorna.» Es la vida, la vida de fuera, provocativa, egoísta, con su fluir. La vida en pie envolviendo al sanatorio.

Y dentro, todo igual. Solamente el giro incesante de las estaciones. En la primera página, el calor hace remontar la vida hacia los montes. En el epílogo, las nieves hacen descender al valle a esa misma vida, en ordenado reflujo. Solamente adentro, las esperanzas y las desolaciones crecen.




ArribaAbajoEvocando sueños

De otro tipo diferente es Mrs. Caldwell habla con su hijo. En ella, Camilo José Cela da un nuevo cariz a su arte: «Esta Mrs. Caldwell es la quinta novela que publicó y la quinta técnica de novelar -¡qué horrorosa y pedantesca expresión!- que empleo.» Efectivamente, Mrs. Caldwell no se parece a ninguna otra. Estamos, desde la primera página, inmersos en un mundo alucinante y alucinado, de vanas pesadillas, en las que Mrs. Caldwell habla con su hijo, marino muerto en el Egeo. Un mundo onírico, bien distinto de los que suelen ocupar y preocupar a Camilo José Cela, y en el que, en sus elementos reales, sin embargo,   —86→   le seguimos reconociendo. Le reconocemos sobre todo, en el rápido sesgo burlón con que son liquidadas multitud de apreciaciones -vamos a llamarlas «capitulillos» de la novela.

Sí, en el reino del disparate, del absurdo. Como en los sueños más enrevesados. Sin embargo, flota aquí y allá y reiteradamente, como un regreso machacón, el amor, confuso amor de la madre por el hijo muerto. No pongo ejemplos, ya que es el motivo más insistentemente repetido. El mayor encanto del libro, que tan apartado del resto de la producción de Cela se nos presenta (narración llena de luz y de sol), es precisamente esa niebla, voluntariosamente perseguida, en la que quedan los objetos y los personajes, entremezclados con las derivaciones inesperadas del pensamiento de Mrs. Caldwell. Solamente la pasión por el hijo sobrenada, vuelve a aparecer, insinuándose en la bruma, especialmente al final de innumerables episodios: «Sobre las arenas del desierto, Eliacim, te hubiera amado con descoco, con valentía, como no me atreví a amarte en nuestra ciudad, más por miedo, tenlo por seguro, a las paredes que nos cobijaban y al aire que respirábamos, que a las gentes que pudieran mirarnos e incluso fotografiarnos para nuestro vilipendio y orgullo.»

Y con el sueño, todos los rasgos de él, desenvueltos cumplidamente: el trabajo estéril, reiterado, la imprecisión que deja inconexos los extremos lógicos necesarios; el uso de los adjetivos con un sentido opuesto al real, sin escándalo; el revisar todos y cada uno de los pequeños accidentes de la vigilia; los disparates más inocuos, como la colección de ríos, o la relación entre los naipes y el desarrollo glandular; la   —87→   desazón de la tómbola con sus numerosos reclamos de ilusión, o la sugestión de unos viejos pisapapeles, o de una moda pasada; el relato a borbotones, mitad socarronería, mitad curiosidad de turista, del viaje de prácticas del hijo muerto, etc. Y en todas partes el trasfondo de la pasioncilla, insidiosa, asomándose, dejando entrever en ocasiones pintorescos pensamientos sobre el matrimonio («El matrimonio es sucio e impuro; el estado perfecto del hombre y de la mujer es el noviazgo. El matrimonio mata al amor, o, por lo menos, lo hiere de mucha gravedad»), o desdén manifiesto por el padre del hijo deseado («En nuestra casa, hijo mío, nunca se pintaron los techos de verde. Tu pobre padre (q. D. h.) tenía muy comunes y adocenadas ideas sobre el color de las habitaciones. Y así nos fue»), o se hacen las más inverosímiles e inútiles operaciones, donde el subconsciente aflora: «Me mirabas vestirme y desnudarme con arrobo, tomando notas en un cuadernito -cosa que me molestó, relativamente, porque ya no soy la que fui-. Para complacerte, amor, estuve todo el día vistiéndome y desnudándome a una velocidad vertiginosa, a un ritmo que me fatigó y me hizo toser.»

Decididamente, es un descanso volver la ultima página y saber que Mrs. Caldwell está, para morir, en un hospital de lunáticos. A pesar del cuidadoso laborar de Camilo José Cela por obtener un libro lleno de nieblas oníricas, a pesar, reconozcámoslo, de sus aciertos expresivos y de su tino en el desarrollo del libro, digamos también que nos encontramos mucho más a gusto cuando el autor nos lleva de la mano, paisaje cambiante y luminoso, por una carretera de España adentro. De esto vamos a ocuparnos inmediatamente.







Anterior Indice Siguiente