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ArribaAbajoLibros de viajes

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ArribaAbajoLa mochila al hombro

Hay en la obra de Camilo José Cela un apartado, los libros de viajes, en los que el autor, la mochila al hombro y el campo de España por delante, abriéndose en caleidoscópico sucederse, nos da sus particulares visiones del paisaje y del paisanaje. Varios son, hasta ahora, los volúmenes dedicados a tal menester: Viaje a la Alcarria, Del Miño al Bidasoa, Judíos, moros y cristianos y Primer viaje andaluz. Libros que, naturalmente, no son novelas. (Camilo José Cela gusta, y con razón, de considerarse novelista ante todo.) Pero, en cambio, son páginas de un enorme interés, insustituibles para conocer la andadura mental del escritor. Son páginas donde el escritor se exhibe con loable impudor; donde habla de su propia experiencia y de sus propias debilidades, sus exclusivas preferencias y sus arrolladoras simpatías. Donde le vemos con más claridad, con más nítidos perfiles. Creo que, en este sentido, los libros de viajes de Camilo José Cela, especialmente Viaje a la Alcarria y Judíos, moros y cristianos, son excelentes piedras de toque para percibir la situación intelectual de un escritor, español e inteligente, en los mediados de nuestro siglo.

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Porque en un libro de viajes (nos dice el propio Camilo José Cela) la mixtificación no cabe, «porque el campo y el mar, los animales y la gente, se desnudan ante quien llega a ellos, enseñando en los ojos la clara patente de la buena intención, el diáfano pasaporte de la más rebosante y decidida buena fe». Por otro lado, un libro de viajes no debe ser otra cosa. No caben en él modas literarias, ni corrientes de camarilla, ni actitudes pedantescas. Un libro de viajes es un libro antiguo, un libro que «casi no se ha movido desde que lo inventaron. Hoy como ayer, el escritor viajero es un hombre que se pone en marcha; se sorprende lleno de honestidad con lo que ve; lo apunta de la mejor manera que sabe y después, si puede y si le dejan, lo publica. Si el escritor viajero anduvo por el Congo o por el Tangañyca, en su libro hablará de leones y de elefantes, de «safaris» emocionantes y de vegetaciones ubérrimas. Si el escritor viajero no pasó de la Alcarria, en sus páginas hallarán cobijo el bigotudo garduño y la abeja laboriosa, la florecilla del monte y el zagal que cuida las cabras y marca enlazados corazones, a punta de navaja, en la amorosa y aguanosa varita de verde fresno. En definitiva, es igual. El escritor cumple con reflejar lo que ve y con no inventar. Para inventar ya están otras esquinas de la literatura.»

En efecto, estamos en otra esquina de la literatura. Quizá en la primera que doblamos al intentar evadirnos de las asechanzas cotidianas, al intentar tropezarnos con nosotros mismos. Vamos a salir al campo, al aire, al sol de los caminos, a ver en qué consiste la tierra sobre la cual vivimos y morimos. A conocer España, tan discutida, tan traída y llevada.   —93→   A medida que nuestros pasos, luz débil de la amanecida, avanzan hacia la estación, por las callejas aún adormiladas, nos vamos dando cuenta de que no es rigurosamente nueva esa decisión, sino que cuenta con una noble, cercana, excelsa tradición: la de los hombres del 98. Ha habido sobre el telar de la vida española unos cuantos hombres egregios que aconsejaron reiteradamente -y lo practicaron como pudieron- el andar por la tierra de España, por sus pueblos diminutos y escondidos, a la caza de su más honda, insoslayable verdad. Ahora vamos a repetir esa aventura. ¿Cómo?




ArribaAbajoAlcarria adentro

El primer libro de viajes es el Viaje a la Alcarria. La Alcarria, en tierras de Guadalajara, un arrabal de Castilla lanzado hacia Aragón, es un «hermoso país al que la gente no le da la gana ir». País que habla «un castellano magnífico y con buen acento», y en el que no se ve «nada extraño, ni ninguna barbaridad gorda -un crimen, o un parto triple, o un endemoniado, o algo por el estilo». Un país donde el viajero va a ver, inocentemente, pueblos humildes, algunos con mucha historia a la espalda y aún más dejadez y abandono en el espíritu, pueblos donde va a manar la ternura callada de unos niños jugando al sol en las plazuelas con soportales, y el pasajero, aunque profundo, rubor de las ruinas insignes. A lo largo del libro solamente vamos a encontrarnos y a hablar con pueblo, con gentes humildes, modestas (pastorcillos, labriegos, posaderos, arrieros, buhoneros, vagabundos, la variopinta agrupación pasajera de un vagón de tercera   —94→   clase en un tren comarcal...). Nos tropezaremos con los lugarejos destartalados y decrépitos, de pomposo nombre resonante en el naufragio colectivo de una historia olvidada: Torija, Brihuega, Tendilla, Pastrana, Zorita de los Canes... Vamos a detenernos ante el paisaje no por mera preocupación descriptiva -que en vano buscaremos-, sino por una mirada intelectiva, asociadora, percibidora del matiz, del sonido, de la luz vacilante y fiel de la hora. Acompañaremos a esa gente de los pueblos en sus transitorias y milenarias preocupaciones, a sus éxitos cobardes y a sus desventuras, llevadas con estoica resignación. Charlaremos con el erudito del pueblo acogido a la humedad de una tienda donde se vende de todo en pintoresco revoltijo, medio chiflado y grotescamente pedantesco; sufriremos con el inválido que toma el sol en su carromato de ruedas, en el portal de una casa de hondo zaguán fresco, mientras las moscas zumban, insistentes, a su alrededor. Nos detendremos ante el escaparate del comercio principal, con su múltiple desorden, con sus esculturillas de escayola y sus cromos de la Santa Cena y del Ángel de la Guarda; oiremos, con un escalofrío, la voz de la resignación humana de las gentes, transidas de lo falaz y caduco de la existencia, siempre una suave burla orillando su gesto fatigado. Oiremos las leyendas locales, el fluir de los ríos altos de la meseta, el ir y venir de los gitanos, las canciones de los campesinos que vuelven, el sol puesto, al refugio del pueblo, la azada sobre el hombro. Veremos, una vez más, la desidia y la ignorancia adueñándose de edificios portentosos, estropeando libros inimitables, y sentiremos el peso de un pasado lleno de gloria y polvoriento, sin que tengamos   —95→   la savia suficiente para hacerlo florecer de nuevo. Pueblo, pueblo de España, mesiánico, que juega a los naipes, que ora y se divierte... ¿No nos asalta a rachas, con gran energía, el recuerdo de Miguel de Unamuno o de Azorín? ¿No pensamos en otras Andanzas y visiones, en otro Por tierras de España, en un Pensando en España, siempre tan actual, tan perentorio?




ArribaAbajoNostalgia de la España árida

El segundo libro de viajes, Del Miño al Bidasoa, Notas de un vagabundaje, podía alejarnos un poco de estas sospechas. Andamos por toda la franja nórdica de la España húmeda, salpicada, aquí y allá, de indianos y veraneantes. El indiano pomposo y enamorado de su tierra, y el veraneante ordenancista y burgués, ocasionalmente despreciador de la tierra donde veranea. Pero también vamos viendo pueblo y paisaje, gentes y naturaleza, dejándonos impresionar brevemente, ingenuamente, por sus escorzos más fuertes y significativos: las romerías con el ataúd de la promesa, las rúas compostelanas, las viejas ciudades como Betanzos, Mondoñedo, Salas, Infiesto, San Vicente de la Barquera. Visitamos en ellas a los hombres -también pueblo-, que algo nos pueden enseñar con su tarea o con su ejemplo. Soltamos, más o menos socarronamente, nuestros juicios y prejuicios literarios (¡oh, Campoamor de Navia!); volvemos a ver las caravanas de gitanos con osos y cabras amaestradas, perdiéndose por las carreteras chorreantes. Volvemos a sentir esa ternura jugosa por los niños que juegan bajo   —96→   los grandes árboles de las alamedas, vigilados por criadas risueñas, torponas. Salen nuevamente los tontos del pueblo, la solterona triste y agradecida a una palabra cordial, esa vida triste y apagada de las ciudades pequeñas, sin horizontes, sin sonrisa apenas. Nuevamente la echadora de cartas, y el camarero jovial y vivaracho, y la joven amargada por una pena eterna, y los tipos descentrados y no casables con la mayoría organizada, pulcra, recta, oficialmente virtuosa y sana. Pero nuevamente caemos en las sospechas que nos levantaba el Viaje a la Alcarria cuando leemos, entre otras muchas aseveraciones diseminadas aquí y allá, juicios personalísimos del autor: «Santander es país donde el tiempo y el dinero y la hacienda crece y prospera leyendo libros, importando abonos y hojeando catálogos de complicadas y exactas maquinarias. El desprecio por el reloj y por el calendario que siente el castellano de la meseta -el buen castellano de Segovia, de Ávila o de Valladolid- es algo que no entiende el santanderino. El «tengo toda la vida por delante» del guerrero de Arévalo, del estudiante de Alcalá, del pastor de Cuéllar, del vinatero del Tiemblo y de Cebreros, o del paciente sangrador de pinos de las Navas del Marqués, no sirven para los valles de Santander». ¿No se tratará, en el fondo, de una nostalgia, si se quiere oscura, difusa, pero en la que se acusan unos valores, los del castellano de la meseta, de cierto matiz? Sí, indudablemente, algo grita desde una hondura soterraña, en una escondida galería espiritual del autor cuando nos dice su pensamiento verdadero, meditado (en la Alcarria se sentía como el pez en el agua, como se sentirá luego, ya lo veremos, en Castilla) ante la vida de Vizcaya: «En   —97→   Somorrostro aparece la industria. El vagabundo piensa que la industria es algo que tiene escasa defensa, algo que hay que tolerar porque es necesario y útil para los demás, pero no por ninguna otra razón.» Nuestro autor prefiere vivir menos cómodo sin la industria, que hacerlo, con ella, más desasosegado. «El vagabundo que es, sin haber tenido en ello arte ni parte, un viejo occidental, antepone, ¡y qué le va a hacer!, la calma a la mecánica, aunque sabe bien que sus ideas, si es que esto son ideas, están llamadas a ser no más cosas que históricas y enmohecidas piezas de museo; el mundo, cada día que pasa más cercano a su aburrido final, tiende hacia las máquinas y las estadísticas, aún a trueque de olvidar los bellos nombres de las estrellas, la delicada color de las florecillas silvestres y el sabor del aire cuando Dios amanece sobre el campo abierto.» En este ambiente de la industria, de la vida no ilustre ni virgiliana, en el sentido más noble de esas voces, ni los niños saben reaccionar como niños, ni consiguen divertirse, ni son capaces de comprender fabulosas historias que «reconfortan las almas y dan insospechada vida a los sentidos». No, a nuestro hombre le gustan otros tipos de tierras, las altas de cielo y campos de pan llevar, o los montes abruptos, pero no el paisaje de chimeneas de Vasconia. Allí se siente, «entre tanto trajín y tanto afán», «desgraciado como un niño sin consuelo»; «entre tranvías que van y vienen, autobuses que vienen y van, y gentes que no se quedan, y que se afanan, como hormigas, de un lado para otro», el vagabundo «añora sus horas de campo abierto y monte coronado y sus paisajes de mínimas flores solitarias, triste ganado lleno de resignación, y el sol, como amo de todo, columpiándose   —98→   indolente, coqueto y gallo, entre dos nubes livianas». Ya no nos puede extrañar nada que el vagabundo llegue a una clara conclusión: «piensa que lo mejor de Vizcaya viene a resultar, para los demás, precisamente aquello que menos le divierte y le llama la atención». Quizá es algo más que un símbolo el final del libro, en la casa de los hermanos Baroja, en Vera de Bidasoa, donde Ricardo, una de las personalidades más atrayentes del 98, da hospitalidad al vagabundo, entre sus cuadros, sus incomparables grabados, la extraordinaria biblioteca de Pío Baroja. Hoy, desaparecidos los dos hermanos Baroja, esta recalada final de un vagabundaje en el calor de su vida, ejemplar, laboriosa y honrada, me parece tener todo el valor de un mito.




ArribaAbajoLa Castilla que el vagabundo entiende

Pero, hasta ahora, todo son suposiciones, referencias más o menos cercanas. Tenemos un vago presentimiento, a veces tan afilado, que dispone de una nítida evidencia. Pero no acabamos de ver ensamblados los libros de viajes como nos gustaría, sin grieta posible, sin que resbalase ningún elemento de nuestra construcción. Y he aquí que el tercero de nuestros libros, Judíos, moros y cristianos, viene a darnos una ejemplar ayuda. Se trata de una excursión por Castilla, las tierras altas del corazón de España. Un vagabundaje por los pueblos y los campos de Ávila y Segovia, yendo de aquí para allá, deteniéndonos morosamente en los lugarejos y en sus gentes, y contando esas entrevistas. Volvemos a recordar el caminar incesante   —99→   de algún héroe barojiano (Fernando, en Camino de perfección) y el impulso de los libros de viajes de Miguel de Unamuno, o las impresiones rurales de Azorín. En una palabra, una «literatura de andar y ver». Dicho de otro modo, Judíos, moros y cristianos, ¿es un libro de raíces noventayochistas?

No es mi proyecto, ni tampoco es de este lugar, el replantear cuestiones demasiado sabidas, aparte del duro riesgo de manejar adjetivos particularmente resbaladizos: «noventayochista» (aunque también hay que tener presente que, en nuestro país, hay que repetir muchas veces y en muchos tonos las verdades más diáfanas, para que lleguen a ocupar su siempre discutido puesto). Lejos de mí afirmar, por otra parte, que Judíos, moros y cristianos deba su indiscutible valía a una literatura y a unas circunstancias ya lejanas: le sobran frescura y lozanía, y ángulos nuevos, para afirmar tal ligereza sin más, cómodamente. Lo que sí creo entrever es que, consecuencia de esa literatura y de esas circunstancias ya alejadas, hay, en el mundo personal de Camilo José Cela, unos cuantos supuestos que él considera válidos, elegidos libérrimamente, entre todo el acervo heredado de supuestos posibles -heredado o adquirido-. El escritor separa, escoge, de entre todo lo que a él llega, aprendido, oído o vivido, lo que cree más eficaz y adecuado a sus exigencias y a su personalísimo contorno. Esto es lo que quiero decir -y nada más- cuando recurro a noventayochista. Camilo José Cela ha aceptado -e integrado consigo mismo- unas cuantas directrices de la generación literaria que se va extinguiendo y las reelabora personalmente, les presta su calor de vida, de hombre más joven y con otra problemática. Tal   —100→   es la postura de los poetas de la segunda mitad del siglo XVI frente a Garcilaso e incluso la de los poetas del XVII frente a la tradición escolar grecolatina. Intentaremos ir desmenuzando esa actitud.




ArribaAbajo«Castilla, España de los largos ríos»

Castilla ha sido el gran invento generacional del 98. Una Castilla literaria, distinta de la geográfica estrictamente hablando, que llena páginas y páginas en la obra de todos los escritores de la generación. Un paisaje desolado, árido, donde la vista no puede descansar, y el alma se siente traspasada de anhelos, en perpetuo desasosiego. Un paisaje donde se encontraba ajustado correlato con una situación anímica en ruina sangrante: la llanura sin árboles, quemada bajo un sol de justicia o agrietada por el cierzo empedernido. Pero, al fin y al cabo, una criatura literaria, acomodados algunos de sus rasgos, exagerándolos, al torcedor de una circunstancia espiritual. Pues bien, esa misma tierra de Castilla va a ser el motivo de Judíos, moros y cristianos. Ya al abrir el volumen, a manera de lema inicial, Cela ha recogido estas palabras, ajenas por añadidura: «Te aseguro que no saldré sin pena de esta Castilla la Vieja, lo mejor de España.» La posible afirmación inicial que aquí entrevemos se va confirmando a lo largo del libro. El autor delimita rigurosamente Castilla, su Castilla, es decir, procura moverse ya en un cuerpo concreto, sin la lejanía espectral de los noventayochistas.

Y procura -dice- darnos de esa comarca el color, el sabor, el olor. Hablar de su cielo, de su tierra,   —101→   de sus hombres y sus mujeres, de su cocina, de su bodega, de sus costumbres, de su historia, de sus manías. Una Castilla íntegra y localizada, carne y hueso, piedra y viento, palpitante, a diferencia de aquella otra del 98, poetizada, esquema puro, melodía acorde con un espíritu atormentado. Aquí se trata de observarla, interpretarla, y amarla después, lo que -reconoce Cela- resulta laborioso: «Esto es lo que tiene Castilla, que no es bonita ni fea, ni buena ni mala, ni siquiera variada o monótona, sino sorprendente y extraña, y sobrecogedora. Por eso es difícil conocerla, y aún más amarla. Pero también por eso, quizás, cuando se la conoce, se la ama y ya no se le puede volver la cara. Castilla es un poco como una droga de amargos y duros primeros sorbos, que sobresalta y espanta al forastero.» Cela es un drogado por esos sorbos amargos de la literatura de principios de siglo, la literatura que empezó a plantear a los españoles problemas que urgían, que se replantean, quizá, nuevamente aquí. Sólo así nos podemos explicar las rotundas aseveraciones del libro: «El vagabundo... se siente feliz -y también ligeramente preocupado- en estos escenarios castellanos...»; «El vagabundo lleva intención de volverse a meter... por los pardos paisajes en los que, entre tanta sequedad, se siente dichoso, como el pez en el agua». Una ecuación de igual signo reflejan esos recuerdos del unamuniano «Gredos, espalda de Castilla», o de la adaptación a la serranía del «tierras tristes, tan tristes que tienen alma», de Antonio Machado. La droga ha producido su efecto.



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ArribaAbajoAntonio Machado, el hombre más bueno del mundo

Es evidente que sobre el vagabundo de Judíos, moros y cristianos opera el prestigio literario del 98. Apenas empezado su andar, hace un curioso recuento de los «más hondos y sagaces entendimientos de Castilla» en los últimos tiempos. Ahí está casi entera la nómina de los hombres preocupados por el paisaje y la realidad viva de Castilla: Unamuno, bilbaíno; Azorín, alicantino; Baroja, donostiarra; Antonio Machado, sevillano. Pero el vagabundo no se conforma con el empuje inicial que estos nombres representan, sino que añade, ampliándolos, otros que suponen, dentro de esa línea, nuevos puntos de mira, nuevas aportaciones: Rusiñol, el pintor de los verdes de Aranjuez, «castellanos al fin»; Zuloaga, guipuzcoano; Solana y Ortega, madrileños. Se tiene la impresión de que no se quiere romper con el pasado inmediato, sino que se desea eslabonarlo, encadenar nuestro hoy al ayer, por medio de sus más sólidos prestigios: Unamuno, Azorín, Machado, Ortega, el viaje de Camilo José Cela, vagabundo por el valle del Duero. Este prestigio operante y voluntariamente, gustosamente acatado, se refleja en multitud de casos a lo largo del libro. Son esos recuerdos de Pío Baroja en Aranda de Duero -espectro de Eugenio de Aviraneta- y Segovia («el vagabundo piensa que don Pío tiene razón», al hablar del Alcázar, en Camino de perfección precisamente -¿no lo habíamos recordado por oscuras razones hace unas líneas tan sólo?-, donde llega a reproducir un trozo del novelista para   —103→   describir el arrabal y su cochambre). Es Azorín en Ávila, recontando los cubos de la muralla. (Aquí mismo, Solana y Unamuno se asoman al borde de la página.) Zuloaga es el natural eco de Pedraza, de Turégano, de Segovia. Ya he apuntado arriba como el «Gredos, espalda de Castilla», hace vibrar el eco de Unamuno en una gran parte del libro. Valle-Inclán capitanea con sus esperpentos la galería de tipos siniestros recordados. La figura inconfundible del gran escritor gallego viene recordada, inevitablemente diríamos, al final de una narración, donde esperamos su nombre como silencio último de una melodía. Por todas partes el acoso de las preocupaciones noventayochistas, el ansia de la realidad de España, oprimen una y otra vez.

Sin embargo, hay una viva presencia en el libro, casi una voz consejera y sonando. Es la de Antonio Machado. Toda la actitud noventayochista de Judíos, moros y cristianos, tan numerosamente desenvuelta, queda sublimada en el recuerdo del poeta. Una asociación de Machado y Azorín, enseñándonos esa Castilla popular y artesana, de oficios tradicionales y notables, se nos ofrece en la visita de Peñafiel, sobre el Duero: «Peñafiel es villa de arrieros y molineros, de bataneros y curtidores, de coloreros y tintoreros, de alfareros, caleros y ladrilleros, de pasteleros y boteros, de zapateros y tejedores, de plateros y hojalateros, de panaderos y chocolateros, de albarqueros y carreteros, de cabestreros y callistas...» La larga enumeración del poema de Machado al libro Castilla, de Azorín, se nos aviva en la memoria de inmediato, y nos hace ver cómo la visión de Cela es más concreta y atenta, más apegada al plural reclamo de las puertas   —104→   y talleres precisos, sin las fugaces evocaciones de una historia preconcebida:

Castilla -hidalgos de semblante enjuto,

rudos jaques y orondos bodegueros-,


    Castilla -trajinantes y arrieros
de ojos inquietos, de mirar astuto-,
mendigos rezadores
y frailes pordioseros,
boteros, tejedores,
arcadores, perailes, chicarreros,
lechuzos y rufianes,
fulleros y truhanes,
caciques y tahúres y logreros...



Pero aún hay más. El vagabundo ha ido a Segovia y pretende que su libro sea una guía, un apoyo para el viajero subsiguiente. Cela aspira a avivar, en posibles lectores futuros, las notas más profundas de la emotividad ante Segovia, sus casas, sus hombres, sus recuerdos. Segovia, nadie puede dudarlo, está llena de memorias insignes, de monumentos nobilísimos. El autor va pasando revista a todos, repartiendo su humor y su inocente estado de mirón -tal un turista agobiado por la demasiada historia- para explicárnoslos; numerosas iglesitas románicas, una catedral gótica y un acueducto romano, palacios, torres, patios, el Alcázar, etc. Pero ese estado de ánimo se quebranta por un vientecillo emocionado, en la auténtica peregrinación a la casa de Antonio Machado. Estremecido avance, camino del Callejón de los Azotados, antes Desamparados, donde el vagabundo va a dormir una noche. Toda la tristeza doliente de esa habitación «de profesor con poco dinero» se agolpa en una vigilante resonancia, despierta sobre el frío   —105→   mañanero, cuando el vagabundo abandona la casa. Ya no nos puede extrañar nada que su mirada prefiera el juego de unos niños en la plaza provinciana a las solemnes y erguidas catedrales, como opinaba Machado, porque «el vagabundo -¡que Dios y don Antonio le perdonen!- se permite el lujo de pensar lo mismo». Un humor entristecido, detrás del que se adivina una agazapada ternura, nos hace sonreír al leer ese «permitirse un lujo» de la frasecilla copiada: raro capricho del que el vagabundo «procura no privarse». ¿Podrá extrañarse nadie ahora de que, al comenzar el Viaje a la Alcarria, recién salido de su casa, el vagabundo recuerde, entre la bruma de la ciudad desperezándose, unos versos de Antonio Machado, el hombre de alma más limpia que jamas existió? Sí, estos viajes son para ver las gentes, sus


caravanas de tristeza,



gentes que


laboran, pasan y sueñan,
y un día como tantos
descansan bajo la tierra.



Evidentemente, aquí no se engaña a nadie. La voz de unos cuantos hombres con obra plena y excelente está operando sobre nuestro vagabundo.




ArribaAbajo«Entre los poetas míos tiene Manrique un altar»

Hagamos una cala más en el meollo de este libro. Nos encontramos alusiones literarias, intercaladas en el texto. Unas veces es el recuerdo de eminentes escritores,   —106→   nombres que ocupan ya un lugar intocable en la historia literaria. Otras veces, con ese vivo reclamo de la bastardilla y de su colocación en el centro de la página, nos brotan versos. Conocidos versos, ecos de lecturas o de actitudes poéticas familiares. ¿Cómo son esos nombres, esas poesías engarzadas en Judíos, moros y cristianos? Y otra vez nos encontramos con una disposición ya madura. Es Azorín el autor de los tan traídos y llevados artículos en torno a la famosa generación del 98. Y allí se nos dice del amor que sintió por los primitivos esa generación. Sí, hay una vena de reconocimiento, de placentera identidad con los primitivos, que llena toda la literatura de principios de siglo. Su análisis nos llevaría muy lejos (prerrafaelismo inglés, modernismo, evocaciones de Botticelli en Rubén Darío y en Valle-Inclán, etc.). Es el estremecido recuerdo de Berceo y de Manrique en los versos de Antonio Machado, el elogio de Juan Ruiz en La voluntad. O, en el fondo, y Dios sepa por qué oscuros azares de la peripecia intelectual, la exhumación admirable de toda la Edad Media por Ramón Menéndez Pidal. Volvamos a nuestro libro. Y nos tropezamos de nuevo con el bueno de Juan Ruiz, arcipreste de Hita, el del cuello recio y la nariz grande, cruzador del Guadarrama por los caminos del siglo XIV:


    Pasando una mañana
por el puerto de Malangosto
salteome una serrana
a la asomada del rostro.



Y nos encontramos con don Juan Manuel, el que puso punto final a su Conde Lucanor «trece años antes de la peste de Florencia, con 1a que nace el   —107→   Decamerón, de Boccaccio»; el príncipe don Juan Manuel, «creador del género novelesco», dice Camilo José Cela con una no disimulada simpatía, sintiéndose heredero y deudor del viejo noble preocupado por las palabras y su compostura. Aún una vez más, páginas adelante, otro primitivo: Jorge Manrique: «Entre los poetas míos, tiene Manrique un altar», cantaba Antonio Machado. Para acordar con el sentido de ruina, de muerte, de una vieja ciudad castellana, sumida en agonía interminable, la literatura española ofrecería multitud de ilustres testimonios, que Cela, sin duda alguna, conoce. Y, sin embargo, ha sido la voz de Jorge Manrique la elegida:


    Dezidme, la fermosura,
la gentil frescura y tez
de la cara,
la color y la blancura,
cuando viene la vejez,
¿cuál se para?
    Las mañas y ligereza
y la fuerça corporal
de joventud,
todo se torna graveza
cuando llega el arrabal
de senectud.



No, no digamos como pretexto que cayó en Manrique por ser más fácil, más conocido, más a mano. Afirmar eso sería puerilidad. La cita de Manrique obedece a algo más hondo, entrañable, doliente, quizá compadecido. La misma ortografía arcaizante viene a demostrarlo, haciendo un escondido guiño de asentimiento desde su fuerça, así, con cedilla, o su joventud, o esa f-, inicial de fermosura, tan henchida de lejanías   —108→   (falta solamente arraval, para mantener el texto de la antología Poesía de la Edad Media, de Dámaso Alonso). Sí, no se trata de una simple coincidencia.

Análoga disposición indican los recuerdos épicos, recreados una vez más, en su ya larguísima vida literaria. Verdad es que las citas de la gesta de los Infantes de Lara son circunstanciales y muy breves. Pero ¿y esa nueva versión de un trozo del Poema del Cid? Es verdad que a Camilo José Cela no le gusta darse aires de filólogo, ni mirar de costadillo, pero lo cierto es que esta asomada del viejo poema es una tarea de filólogo de verdad, de filólogo de carne y hueso. Un trocito del Cid viejo, el hallazgo de las escarnecidas Sol y Elvira en el robledo de Corpes, trae a esta Guía de Castilla la Vieja el afán de los traductores del Poema (Salinas, Alfonso Reyes), continuadores de una de las vías más llenas de sentido de la vida española de mil novecientos y tantos. Otra vez Camilo José Cela anudándose por encima de hombres y de años a una ya noble tradición. Todavía le atan más a la tradición más eficaz de la literatura nacional -a la vez que a la debilidad por lo primitivo- los recuerdos de las canciones tradicionales, viejas de tiempo y de penas, ya sin fecha posible ni condición episódica. Eso es el recuerdo del zéjel de Lope de Vega:


    Hoy, segadores de España,
vení a ver a la Moraña,



que sí, será, como Camilo José Cela dice -¿por qué despistar, por qué esa inútil excusa?-, un ripio ilustre, pero que instala a Lope en un mundo popular -ya insistiremos sobre la preocupación popular noventayochista, también aquí reflejada- y antiquísimo,   —109→   es decir, primitivo. Lo mismo que esa fantasía pasajera, aguas del Duero abajo:


    Vi los barcos, madre,
vilos y no me valen
. . . . . . . . . . . . . . . .
Sus camisas, madre,
vilas y no me valen,



avivada aún más por esa muchacha bañándose, teticas al viento, a la que se dedica otra cancioncilla vieja:


    No me las enseñes más,
que me matarás...



Sí, Diego Sánchez de Badajoz, y el Cancionero de Barbieri, y otra vez el Cancionero de Upsala, y el Cancionero llamado Danza de galanes, y un villancico de Vázquez, y..., y... Tradición que nos lleva lejos, a una época de desnudez pura, primitivismo de verdad.

Canciones, canciones de boca en boca. Voz de la calle, perpetuada ya para siempre en los viejos cancioneros musicales, y exhibida con una unción extraordinaria, haciéndola funcionar nuevamente en el acaecer de la vida, al borde de un camino, en una ribera sombreada. Un papel análogo desempeñan las citas de canciones populares en otros pasajes del libro. Canciones de corro -En el fondo del mar, como las llaves-; cantares -En la venta, Juanilla-; romancillos -De Francia vengo, señora, / traigo un hilo portugués-; folklore de coro excursionista -Ondiñas veñen-, o de cancionero regional -Al olivo, al olivo-, o la música estremecida de soledad en lo alto de un monte -Una palomita blanca / que ayer tarde   —110→   bajó al rido- (¡Aquellas niñas de Sacedón, que, en el atardecer alcarreño, cantan Yo soy la viudita / del conde Laurel, / ¡quisiera casarme y / no tengo con quién!). Conjunción de primitivismo y de obsesión literaria por lo popular. Lejos, muy lejos de las primeras desazones primitivistas del siglo pasado; en sus finales, pero floración del mismo tronco.

Y, como siempre, otros recuerdos literarios. El paisaje se amplía, se ensancha en dimensiones justas. Estamos ya muy lejos de esos momentos de revisión del pasado literario que los hombres del 98 se propusieron en 1900. Ya no vamos a ver cómo se destaca lo falso de la picaresca, o la grandilocuencia de algunos diálogos cervantinos (en La gitanilla por ejemplo, comentada en La voluntad, de Azorín). Así, Cervantes, Lope de Vega, Garcilaso sirven en varias ocasiones de norte eficaz a esta guía en carne viva: bullicio del Azoguejo segoviano, popular y festero; ternura del Tormes adolescente en la vega de Alba (ya no vamos a encontrar posturas agrias contra la filosofía campoamoriana, sino, como ocurre en Del Miño al Bidasoa, una divertida conversación entre el vagabundo y la estatua de Campoamor, charla repleta de gracia, de comprensiva ironía). Y, por último, en este ensanchar las sombras de un pasado, aparece, un poco perdido en los renglones, Pérez Galdós.

Muy curioso este guiño de Galdós, en Judíos, moros y cristianos. (La huella de Pérez Galdós en la novela posterior a él está todavía por estudiar, y supongo que dará muchas sorpresas). Para Galdós ha habido, en la revolucionaria y protestona generación del 98, muy agudos ataques -Don Benito, el garbancero-, pero, asimismo, muchas palabras generosas y reconocidas.   —111→   La generación tan discutida ha amado el paisaje y lo ha incorporado a la literatura con un brillo deslumbrador, inigualable. Amor al paisaje de Castilla y peregrinación por él es este libro de Cela. Pues bien: Azorín, en su Paisaje de España visto por los españoles, pone a Galdós como ejemplo de escritor que ha visto el paisaje de Castilla. Se trata del prólogo a Vieja España, de José María Salaverría (Madrid, 1907). Es muy posible que Camilo José Cela, hombre bien informado y repleto de curiosidades, haya tenido en sus manos el libro de Salaverría; pero no creo que sea un libro muy manejado hoy. En cambio, la cita de Galdós ante Madrigal de las Altas Torres es la misma que el propio Azorín destaca en su delicioso libro: «Este pueblo (Madrigal) y Viana, en la ribera de Navarra, son los más vetustos y sepulcrales» de toda España. ¿Recuerdo involuntario, expresa gratitud? Integración en un mundo de lecturas conforme con la propia personalidad, de la que es imposible prescindir sin traicionarse gravemente.




ArribaAbajo«Navares de Ayuso colecciona despoblados»

Amor a los viejos pueblos. He aquí otro de los rasgos de la espiritualidad noventayochista. La vieja ciudad castellana, polvorienta, en prolongado e inevitable derruirse, los pueblecillos insignificantes, olvidados en la llanura o en el lomo de las sierras, donde restos heráldicos e iglesias deslumbrantes revelan un pasado huido. Esos han sido lugares de especial delectación para la búsqueda de España, ocupación primordial de un grupo de hombres excepcionales, allá   —112→   en los primeros años del siglo. Un pueblecito, Los pueblos, de Azorín, y numerosas páginas de Unamuno en sus Ensayos o en Andanzas y visiones españolas, son prueba rotunda de esta mirada lenta, encariñada. Abramos Judíos, moros y cristianos otra vez. Y seguimos teniendo viva esa raíz, profunda, nutridora de nuevos y valiosos frutos. Pueblos y más pueblos, lugares y lugarejos son los personajes reales del libro, a veces solamente enunciados, lanzados a la contemplación del lector tan sólo con el prestigio de sus nombres: nombres de viejas ciudades y de venerables templos o abadías, enfermas de pasado brillante, o los insignificantes caseríos olvidados en el llano extendido al sol implacable. Madrigal de las Altas Torres, Arévalo, Medina del Campo, orgullo de una torre, de un castillo en ruinas, a solas con sus recuerdos. «Al vagabundo, al cruzar estas viejas ciudades muertas y señoriles, gloriosas, militares y olvidadas, le queda flotando sobre el corazón una tenue nube de amarguilla conformidad, de resignada y paciente melancolía.» Ésta es la actitud del vagabundo frente a la quietud soñolienta de Pedraza, por ejemplo, «pueblo de aire militar y derrotado», o de Turégano, el pueblo segoviano de los cuadros de Solana y Zuloaga: Turégano, «como Pedraza y como tantos y tantos pueblos castellanos viejos, ya fue más de lo que hoy llega a ser.» «Turégano es testigo de un inmenso mundo de fiera lucha y de lenta y despiadada agonía». La ciudad decrépita, las piedras linajudas en desmoronamiento permanente producen tristeza, y a veces un encogerse de hombros saturado de amargura: «El vagabundo, ante estas piedras que sufren como sufren los hombres, no puede evitar que le invada el alma   —113→   una tristeza infinita. El vagabundo a veces es muy sentimental. Otras veces, en cambio, nada le importa nada, y lo único que quiere es dormir.» Este apenarse por el decaimiento -bien llena de humo la erguida cabeza- brota en repetidas ocasiones. Véase, por ejemplo, lo que dice de Villatoro. En Villatoro -nuevamente la afición a lo primitivo- el vagabundo acaricia emocionadamente los toricos ibéricos de la plaza. El resto del pueblo ya no despierta tanta emoción: «...con lo poco que queda de su castillo y con lo que el tiempo va dejando de su vieja parroquia, tiene un aire noble, vetusto y vergonzante, de hidalgo venido a menos: de hidalgo que ya que no la panza, sigue manteniendo la frente en alto y orgullosa». Y quedan luego esos innumerables pueblos minúsculos, sangre de España, donde el tiempo pasa despacio y los sinsabores más leves adquieren caracteres de tragedia inmensa: unas pocas casas pegadas heroicamente al terruño inhóspito: «El vagabundo siente muy dentro de su corazón a estos pueblos minúsculos, olvidados, aislados, polvorientos, grises, que imploran sin demasiado entusiasmo el milagro del cielo, porque ya escarmentaron hace siglos de las terrenas administraciones...» Trasunto de Antonio Azorín, de Los pueblos, de Un pueblecito. Olor honrado de las aldeas, de los zaguanes profundos y frescos, de tahonas y lagares, de ajetreo tranquilo bajo las campanadas reglamentadoras. La voz de Miguel de Unamuno vuelve a sonar al oído, sosegada: «Recorriendo estos viejos pueblos castellanos, tan espaciosos, tan llenos de un cielo lleno de luz, sobre esta tierra serena y reposada, junto a estos pequeños ríos sobrios, es   —114→   como el espíritu se siente atraído por sus raíces a lo eterno de la casta.»

Ahora entendemos muy bien el tono apesadumbrado de la visita a Pastrana en el Viaje a la Alcarria. Vemos perfectamente el gesto del viajero al ver cómo se saquea la antigua alcoba de la princesa de Éboli, en el palacio ducal, arrancando los maravillosos azulejos a punta de navaja, y vemos cómo es de tangible la amenaza de desmoronamiento de los viejos artesonados. En Pastrana, ciudad bella como pocas, «podría encontrarse quizás la clave de algo que sucede en España con más frecuencia de la necesaria. El pasado esplendor agobia, y, para colmo, agosta las voluntades: y sin voluntad, a lo que se ve, y dedicándose a contemplar las pretéritas grandezas, mal se atiende al problema de todos los días. Con la panza vacía y la cabeza poblada de dorados recuerdos, los dorados recuerdos se van cada vez más lejos, y, al final, sin que nadie llegue a confesárselo, ya se duda hasta de que hayan sido ciertos alguna vez, ya son como un caritativo e inútil valor entendido.»




ArribaAbajo«...Chapuzarnos de pueblo...»

Camilo José Cela se nos va apareciendo, en consecuencia, dentro de un magisterio muy bien aprendido. Huellas de Miguel de Unamuno, camino de Medina del Campo a Olmedo, haciendo el trayecto a pie, o ayudándose con el carro de unos trajinantes de vino. Llegada a Arévalo de Camilo José Cela y de Unamuno, muchos años de por medio entre cada arribada. Para los dos, el ancho cielo sobre la confluencia   —115→   del Adaja y del Arevalillo, y los recuerdos de los añejos acaeceres dentro del castillo. Las plazuelas de la villa dan para los viajeros su mejor resonancia. Persecución de la vida auténtica, esfuerzo por encontrar la raíz más leal y nutricia de la casta española. Dentro de esas viejas ciudades vivirá un pueblo, del que se sabe muy poco, y al que los hombres del 98 intentaron poner asedio para captar sus vivencias más puras. Creo que, a fuerza de preocupación, no lo consiguieron, o al menos se les escaparon muchas facetas de su vivir. Pero enseñaron a amarlas a todos sus sucesores. Esto es lo que consigue Camilo José Cela: darnos una -y no entristecida- visión, mezcla de ternura y socarronería, de esa casta tan buscada y rebuscada. Porque dentro de estos pueblos tan llenos de luz y de recuerdos para la literatura de principios de siglo, hay, ahora, en los libros de Cela, gente, mucha gente, charlando, cantando, sufriendo, odiando, gentes con diabetes y los recibos de la contribución en apremio, pobre gente que se negocia hora a hora el pan de cada día, más esquivo y difícil por momentos. Ese pueblo lee, canta, ríe, se desentiende, blasfema. Unamuno se quejaba de que se ignorase qué cosas leía el pueblo, o qué coplas cantaba: «Se ignora hasta la existencia de una literatura plebeya, y nadie para su atención en las coplas de los ciegos, en los pliegos de cordel y en los novelones de a cuartillo de real la entrega, que sirven de pasto aún a los que no saben leer y los oyen. Nadie pregunta qué libros se ennegrecen en los fogones de las alquerías y se deletrean en los corrillos de los labriegos...» «...alimenta el pueblo su fantasía con las viejas leyendas europeas de los ciclos bretón y carolingio, con   —116→   héroes que han corrido el mundo entero, y mezcla a las hazañas de los Doce Pares, de Valdovinos o Tirante el Blanco, guapezas de José María o heroicidades de nuestras guerras civiles». Pues aquí tiene hoy, muchos años después, un español que renuncia a su comodidad, que no viaja en coche-cama ni en lujoso automóvil, que se para a la entrada de un calvario para oír al pueblo cantar Jalisco nunca pierde -no romances, no viejas canciones- o Por el humo se sabe dónde está el fuego «desafinando como condenados». Un español que en la Plaza del Coso, de Peñafiel, la amenazadora vigilancia del castillo sobre el Duero en lo alto, congrega a las gentes agitando una campanilla -prestada por Paquito, monago tartaja del convento de Santa Clara- y recita La desesperación, de Espronceda, El tren expreso, de Campoamor, y La casada infiel, de Federico García Lorca16. Los hombres, preguntón Miguel de Unamuno, se declararon por La casada, las mujeres por Campoamor. Pueblo, pueblo de España, cambiante y vivo, que puede seguir dando vueltas a su lugarillo, montado en un burro la noche de una boda, como en Miño de Santisteban, o que considerará más bonita   —117→   La Granja que El Escorial; que lleno de hidalgos sin oficio -¡sombra de Marcos de Obregón!: «como usted sabe, en Castilla los hidalgos no tenemos oficio, aunque con los revueltos tiempos que corren, también nos hayamos quedado sin beneficio»-, despioja paciente y cachazudamente su miseria al sol: «...subido sobre un montón de grava del camino, don Toribio de Mogrovejo de Ortiz de la Seca y de Castilmimbre de Fuentespreadas y de López de Valdeavellano, se despiojaba paciente, antiguo y orgulloso, igual que el gavilán». Este don Toribio, hidalgo de largo nombre campanudo, sin tierra donde caerse muerto, ¿no es un pariente cercano de aquel otro don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán, que en el Buscón, de Quevedo, aparece, también caminos de Castilla adentro?17.

Pueblo, sí, oscuras gentes celosas de su inútil tratamiento y su solar ilusorio y arruinado. Gentes que convergen, la azada al hombro, por las carreteras de   —118→   atardecida, al calor de la querencia -abundantísimos en Viaje a la Alcarria. Pueblo que es el componente fundamental de España, la gran pregunta siempre en carne viva, la España que es siempre la gran aventura penosa de los españoles: «Al vagabundo, que ama a España sobre todas las cosas, le duele ver que a España, desde hace trescientos o cuatrocientos años, se la vienen merendando, sin treguas ni piedad, la estulticia, la soberbia y la socarronería»18. Dolor de España, el problema acuciante y perentorio, la gran incógnita de todas las mañanas y la gran insatisfacción de todos los atardeceres, una insidiosa fatiga orillando las tareas: «El vagabundo, a la vista de los perdidos toros de Guisando, se siente casi dichoso al encontrarlos tan pobres, tan mudos, tan recoletos. Quizá estén mejor así -amarga imagen de España- vivos de milagro. Al vagabundo, los ajados y siempre mal afeitados, los ulcerosos y aparatosos maceros de las grandes solemnidades, le producen la misma honda tristeza que las purpurinas que regurgitan las fuerzas vivas en las inauguraciones y en las conmemoraciones.» Sí, esta España difícil y contradictoria, siempre en litigio y siempre furiosamente amada, pero externamente poco agradable. Esa purpurina equivale, saltando por encima de muchos almanaques, a las estatuas detestables recordadas por Pío Baroja en Divagaciones apasionadas: «Un fracaso más, una tontería   —119→   más, significan en nuestro país una serie de estatuas detestables más.»




ArribaAbajoOtra vez «primores de lo vulgar»

Y aún quedan en pie numerosos detalles, aquí y allá, asomándose taimados y recordando con su leve insinuación que Camilo José Cela se ha insertado en un mundo cultural de determinados límites, de paisajes concretos. Son las preferencias ejercidas ante lo vivo, lo palpitante, transido de humanidad: «...al vagabundo le azaran los monumentos. El vagabundo prefiere una muchacha peinándose la mata de pelo ante un espejillo de seis reales a la puerta de una choza de adobes, a una catedral gótica o a un jardín de estilo francés.» Es el recuerdo de Machado, decidido por los niños que juguetean en las plazuelas, las golondrinas de las torres, las hierbas de las callejas y los tejados. Es el entusiasmo por lo pequeño, lo diminuto, lo que aparentemente es incapaz de figurar en la brillante historia, que queda, quizá, lo más henchido de hombre, de vigilias y desvelos: «Sin restarles méritos (a las catedrales), el vagabundo prefiere los monumentos menos aparatosos, menos espectaculares y grandilocuentes. El vagabundo siente una especial ternura por estas piedras nómadas, por estas piedras que nadie parece querer...» Las palabras sobre los pesos operantes en el catolicismo español, o sobre los pregones -un recuerdo de Solana-, la simpatía por el románico y, sobre todo, el tono de encendida ternura compasiva por el desheredado, el incapaz, ese desfile de tontos o medio tontos de pueblo, en Piedrahíta, en   —120→   Ávila -Merejo, el gran Merejo, buen personaje de Pintura zuloaguesca o solanesca-, o la dulcísima expresión del muchacho que regala una trucha al vagabundo en Hoyos del Espino... Sí: todo contribuye a poner de manifiesto una mirada lentísima y aguda para el mundo pequeño y desvalido, el mundo que hace la intrahistoria, la realidad sangrante de cada hora. Una mirada disolviéndose en gruñona ternura.

Ahora, y otra vez hacemos un giro hacia atrás, entendemos muy bien algunos trances del Viaje a la Alcarria y Del Miño al Bidasoa. Esa niña que corta lirios «en silencio», a la orilla del camino de Brihuega, o el que, con parálisis infantil, toma el sol en una puerta de Cifuentes, leyendo, pensativamente, los cuentos de Andersen («...algunas noches, cuando lo meten en la cama, se le oye llorar en voz baja, durante mucho tiempo hasta que se duerme...»), demuestran esa ternura espontánea, recogida, que se impone poco a poco, taladrando. Aún más con ese tonto de Budia, «a quien falta un ojo. Camina rígido, hierático, con lentitud, y va rodeado por dos docenas de muchachos que lo miran en silencio. El tonto tiene una descalabradura, aún sangrante, en la cabeza, y un aire de una profunda tristeza, de una inusitada tristeza en todo su ademán. Anda arrastrando los pies, apoyado sobre un bastón de cayado, con el espinazo doblado y el pecho hundido. Con una voz chillona, estremecedora, el tonto canta:


    Jesús de mi vida,
Jesús de mi amor,
ábreme la herida
de tu corazón.



  —121→  

Una mujer con un niño a cuestas se ha asomado a un portal: -¡Lástima no reventases, perro!»

Ese sentimiento está muy vivo en todo el libro; es el que hace contemplar a los niños jugando al balón en la plaza, o las niñas saltando a la comba; el que le hace ver la iglesia monumental, deteniéndose sobre todo en la orla de rosas de té del pórtico; etc. Mirada que ya se hace consustancial con el escritor, y que encontraremos en toda su obra, a veces pudorosamente disimulada.




ArribaAbajo«Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas»

Es el propio Azorín, y en el mismo artículo tantas veces aducido, quien enuncia, como rasgo de los hombres del 98, la preocupación por el idioma. Esa generación, dice Azorín, «se esfuerza en acercarse a la realidad y en desarticular el idioma, en agudizarlo, en aportar a él viejas palabras, con objeto de aprisionar menuda y fuertemente esa realidad». Corresponde a Azorín el haber renovado el léxico literario, llenándolo de voces -nombres, por lo general- saturadas de vida popular, olvidadas hacía mucho tiempo por el habla empobrecida de los realistas y de las ciudades. Una brisa de campo y mar, de montes y de llanuras de toda España, orea las páginas azorinianas. Gabriel Miró es otro buen ejemplo de este paladeo de los nombres. Frutos, pájaros, hierbas, tareas del campo, útiles de labor, viejas costumbres, designaciones de los pequeños accidentes del terreno, oficios desaparecidos, etcétera, entrando orgullosamente en la andadura de la prosa literaria española, dándole una dimensión   —122→   nueva. Unamuno no se queda atrás, si bien más localizados geográficamente sus afanes (y más filólogo), es más limitada su aportación. Ahora, Camilo José Cela ensancha una vez más aquel quehacer, tenazmente, al servicio de la gran fortuna común del idioma, patrimonio nobilísimo frecuentemente descuidado por la mayoría de los que dicen vivir de él o para él. Recordemos los montones de voces que nos asaltan, delicadamente resurgidas, desde las páginas de Clásicos y Modernos, o de Una hora de España, o de Castilla, o de España. ¡Qué nueva vida, flora, fauna, viento vivo y bueno! Judíos, moros y cristianos despierta ecos análogos. Son esos -cito sin orden, llevado solamente de mi sana alegría al reconocerlas, ordenándoseme en la aventura lingüística de miles de expediciones, pequeñas o grandes, por las tierras de España o por el diccionario; es mi oficio, al fin y al cabo-: alfandoque, sequillos, charamusca (¡algunas voces son americanas, con absoluta vigencia!), nuégados, esfiladres, alarifazgo, alcabala, tercias reales, martiniegas, almadraque, peringosa, marmarisola, trepeletre, pindajo, carrasquillas, tranquillón, salmerón, alperchín, azacayas, tronga, guirlopa, cibiérgueda, tángana, tarángana y tantas más... Los innumerables nombres del pino, ¡con qué frescor de primera mano, inocencia absoluta, los enumera Cela!: negrales, rodenos, salgareños, pudios, albares, royos, blanquillos. Con igual asombro se enumeran voces que no son más que meras dislocaciones fonéticas: -joyuela, ameal- o semánticas: carear. Preocupación por los nombres, por la voz exacta que despierte, a su conjuro, la hora, la sazón, la trascendencia toda de la porcioncilla de esta tierra de Dios, donde penamos y sobrevivimos.   —123→   Esto justifica la anhelante disposición de Camilo José Cela por recoger y usar el mayor número posible de apodos: Petaca, Tahonerito, Verduras, Tiriti, Baulero, Candil, Gangrena, Pegotechico, Túnel, Brazo fuerte, Chuletas, Gilillo, Cuerpo limpio, Chuchi, Cometa, Broncista, Fideísta, Panojista, Pelón, Ostioncito, Veneno chico, Fresquito de Valladolid, Lechuga... Preocupación, viva preocupación por el léxico. A veces, piensa el vagabundo, las palabras se salvan por su propia nobleza y sonoridad: «No es malo hablar del Gargantón, ni del Berrueco, ni de la Cabeza nevada, ni del Calvitero; tampoco lo es guardar los viejos adjetivos: El Venteadero, Olla Nevada Cimera, Los Pinarejos. Lo malo para el vagabundo es mezclar la pulida palabra del señorito con el paisaje agreste del pastor. De esa coyunda no pueden nacer sino hijos muertos. En España -viejo país-, cada rincón tiene su nombre, no hay más que buscarlo.» Sí, hay que buscarlo. Nunca se agradecerá bastante a Camilo José Cela este fervoroso esquilmo de la lengua, hecho con toda conciencia, luminosamente. Tradición noble, noblemente aprendida y más noblemente aún perseguida. Basta, para darse una idea ajustada de ello, comparar el vocabulario que Miguel de Unamuno se vio obligado a poner al final de su Vida de don Quijote y Sancho, con los que figuran en Judíos, moros y cristianos, uno de ellos de una jerga, el barallete. Integración de un puñado de españoles aparte, empeñosamente encerrados en su secreto hasta estas páginas, ya superados en la plural disciplina de la convivencia. Otro tanto significan los signos de los mendigos. Lengua, vida, comunicación. De todo eso van siendo buenos ejemplos los libros de Camilo José Cela.

  —124→  

Y ahora un nuevo rodeo hacia los otros libros de viajes: nombres, nombres asomando a cada paso del viajero que atraviesa la Alcarria: topónimos menores, apodos de los habitantes (judíos, perjuros, pantorrilludos, cuculilleros, miserables, rascapieles, tiñosos, tramposos, gamellones)19; los matices semánticos de la región (posada, parador, fonda, mesón), nombres evocadores de las viejas calles, en las viejas ciudades (Boteros, de las Damas, del Toro, del Altozano, del Regachal, del Heruelo, Real, Estepa, Hastial, Bronce, Hospital), de los paradores (Parador antiguo de Juan Nuevo); un regusto de estampa azoriniana despiertan las enumeraciones de la vegetación: «en el monte de la dehesa, la vegetación es dura, balsámica, una vegetación de espinos, de romero, de espliego, de salvia, de mejorana, de retamas, de aliagas, de matapollos, de cantueso, de jaras, de chaparros y de tomillos; una vegetación que casi no se ve, pero que marea respirarla».

Este rasgo, tan hondo como el de la mirada penetrante hacia todas las cosas externas y menudas, surgirá ya en toda la obra de Camilo José Cela: es su más evidente marchamo de escritor, ese rebuscar en la entraña del idioma, hablado o escrito, hasta encontrar la voz justa, olvidada o no, que ponga ante los   —125→   ojos la realidad viva de sus criaturas. En Del Miño al Bidasoa, naturalmente, no falta esta tarea. Valga solamente a manera de ejemplo, el capítulo donde el vagabundo se encuentra con don Ferreol, el folklorista; los apodos que se aplican a los naturales de numerosísimos pueblos santanderinos desfilan por allí; también hay los nombres de calles, en el viejo Mondoñedo (del Perejil y de la Princesa, de Fuentevieja y de San Roque, de las Angustias y de los Remedios) y nombres de barcos: «al vagabundo le gustan mucho los románticos, los elegíacos, los confusos y remotos nombres de los barcos»... «Santelmo, Dos Hermanas, Bella Juanita, Tabeirón...»

Esta voluntad de estilo es la que nos explica el tono decididamente coloquial y rural (en el más noble sentido) de la lengua de Camilo José Cela. De ahí la abundancia de voces que una retórica siquiera tenuemente cuidada, académica, preciosista, desterraría por escatológicas, poco pudorosas o, simplemente, demasiado directas o infantiles, y de las que no voy a dar ejemplos. Léxico, sin embargo, insustituible en esta andadura intelectual. De ahí también la presencia de copiosos refranes y frasecillas hechas o proverbiales, la mayor parte incorporados a la narración, diluidos en el diálogo, como ha ocurrido siempre (en Lope de Vega, por ejemplo) que el idioma artístico se vuelve hacia ellos sin exhibición de humanista: como Perico por su casa; como alma que lleva el diablo; servir lo mismo para un roto que para un descosido; como Dios manda; tener o no tener vela en este entierro; lo que hay en España es de los españoles; no dejar títere con cabeza; no es oro todo lo que reluce; el infierno está empedrado de buenas intenciones; y las que te rondaré,   —126→   morena; Ávila, tierra de cantos y de santos; saber hasta latín; para todos los gustos; ver la paja en el ojo ajeno; cuanto menos bultos, más claridad; meterse a redentor; mirar por encima del hombro; buey suelto, bien se lame; de grandes cenas están las sepulturas llenas; la ocasión la pintan calva; Dios lo coja confesado; a troche y moche; quien bien quiere a Beltrán, bien quiere a su can; al mal tiempo, buena cara; meterse en un belén; camina y Dios dirá, párate y guarda para mañana; aguarraditas de abril, unas ir y otras venir; etc., etc., etc. Al lado de este repertorio vivo, que sería interminable en los libros de viajes, encontramos algún refrán viejo, lleno de contenido histórico o local: «Cuando vieres mujer medinesa, mete a tu marido detrás de la artesa», o bien: «Quien de Castilla señor quiera ser, a Arévalo y a Olmedo de su parte ha de tener», y «Agua de Duero, caldo de gallina». En fin, todo contribuye, aunadamente, empeñosamente, gozosamente, a darnos la sensación de un escritor que se siente «un poco gorrión del cielo, y gazapo del monte, y can de los caminos, que ata menos, Dios lo sabe, que sentirse contribuyente». Contenido tradicional, personajes de picaresca, regusto adormilado en la voz del pueblo, ¿no nos suena todo esto a los momentos más logrados de la literatura española?




ArribaAbajoUna escapada a Galicia

Para terminar con este examen de los libros de viajes recordaremos un hecho importante. El noventayochismo que, como vengo señalando, es eficaz e insoslayable, se matiza con algo más. No solamente Castilla, sino más tierras de España. Del Miño al Bidasoa   —127→   es el gran ejemplo. Camilo José Cela es gallego, y se siente a gusto en el aire y el campo de Galicia, andando, vagabundo, por las calles de Santiago de Compostela, con el mismo sosiego y placer que tuvo al recorrerlas de niño. Como gallego, se ha criado en el ambiente de encantos y meiguice, de la brujería casera y de la soterraña superstición típicas de la comarca. Por esto, con toda naturalidad puede llevar un ataúd en la romería de Santa Marta de Ribarteme, y encuentra natural que un monaguillo ande a bastonazos con un alma en pena, y supone que unas nubes andan sobre el cielo de Betanzos en estrecha relación con las brujas, o expresa su miedo por los espíritus. Es el pulso de la tierra propia (obsérvese que apenas sale Galicia en los primeros noventayochistas), que brota del hondón más auténtico. Incluso en Judíos, moros y cristianos aparece algo que recuerda, vivamente, esta condición de familiaridad con los fantasmas. No quiero decir, claro es, que el conjunto de almas en pena, encrucijada al canto y Santa Compaña desfilando entre la niebla, sea la exteriorización más íntima de la vida galaica, sino que llamo la atención sobre la gustosa complacencia con que la mentalidad gallega se deja influir por el mundo sobrenatural. En todo Judíos, moros y cristianos, libro donde el sol llena diáfanamente la totalidad de las páginas, donde se esquivan, pudorosamente casi, las hazañas nocturnas, hay solamente un episodio escalofriante, con poderes extrahumanos pesando: el alobamiento. Admirables paginas ésas del caminante que empieza a sufrir los efectos del asedio astuto del lobo. A diferencia de los cuentecillos de Valle-Inclán, donde el elemento ultraterreno representa el papel principal, aquí sabiendo   —128→   perfectamente qué y cómo ha de ocurrir, Cela logra dar la sensación de escalofrío, de horror, tan solo con la desnudez de su habla. Episodio admirable de veras en la ensambladura total del libro.




ArribaAbajoAllá abajo, Andalucía

En el Primer viaje andaluz, Cela insiste, con sabiduría ya trabada, madura, sobre los caracteres -todos, todos y cada uno- que he venido señalando para los precedentes libros de viajes. La voz de Camilo José Cela suena en la peregrinación andaluza con un eco de sosegada seguridad en lo que se viene diciendo, muy definido y preciso: eco que quizá no había en los libros anteriores. Eco que no es otra cosa que la resonancia de la madurez y, también, la serenidad de la experiente costumbre.

No sería nada difícil ni trabajoso incorporar el Viaje andaluz, desmenuzándolo, en los diversos apartados que he indicado arriba para sus hermanos mayores. Sea el primero el de las autoridades literarias -¿literarias?, ¿no son ya vida plena, incorporada irremediablemente?-. Nos encontramos, por diversas razones -y con algunos nombres varias veces-, con Quevedo, «bordón de perdidos», con Vicente Espinel, con Gregorio Guadaña, con Castillo Solórzano, con Estebanillo González, unas veces citados por su nombre, otras por la evolución directa de sus criaturas. Es natural tropezarse con Góngora en Córdoba y con numerosos nombres en Sevilla: Lope de Vega, Bécquer, Arias Montano. En varias ocasiones, las circunstancias evocarán a Fernando Villalón, a Gerardo   —129→   Diego, a Juan Ramón Jiménez, a Pedro Salinas. Vemos de nuevo cómo el pasado literario inmediato no solamente no se desdeña, sino que sigue vigente y celosamente guardado: buena prueba, la respetuosa peregrinación a la casa de Juan Ramón en Moguer, episodio que nos recuerda la parecida -¡más honda, claro es!- expedición segoviana a la casa de Antonio Machado, en Judíos, moros y cristianos. Pero, y nos interesa muchísimo, hay que destacar la primordial presencia de otros nombres: Antonio Machado es compañero del vagabundo en casi todo el viaje: Córdoba, el olmo seco, la luz de Sevilla, la mujer manchega. En las primeras páginas nos encontramos con Miguel de Unamuno, «mentor de andariegos». El regodeo en la carroña del arrabal (que no es afinidad o dialectología tremendista, sino lo popular, lo pueblo que acosa a las ciudades) nos viene de la mano de Gutiérrez Solana y de Pío Baroja: «Hacia el arrabal, los ojos del vagabundo contemplan un tentador y venenoso paisaje de casuchas ruines y mulas cojas, de niños harapientos y niñas preñadas y precozmente greñudas, de tullidos que se rascan la sarna con un imperial y sacrosanto entusiasmo y de golfos que esquilman gilís con las arteras suertes de la carteta. Don José Solana y don Pío Baroja, desde el otro mundo y amigados ya, contemplan -tiernos y estremecidos, como en vida fueron- el agrio y desheredado tejemaneje de sus criaturas. Un gallo portugués, rabón y con el gañote pelado, se hincha de mierda en la cuneta.» (Obsérvese la descarnada luz radiante que rodea todo lo enunciado, sin matices, ni penumbras, ni contrastes, lo que acentúa aún más la trágica desolación del suburbio.) Pío Baroja se recuerda también (el Baroja   —130→   de La feria de los discretos), en Córdoba. Con este mismo motivo se cita el Azorín del Paisaje de España visto por los españoles -¿no nos confirma esto, indirectamente y con la cálida evidencia de la corazonada, la suposición que aventurábamos para el recuerdo de Galdós ante Madrigal de las Altas Torres?-. También recordamos a Azorín cuando el vagabundo, al pasar por Getafe, nos habla del extraño y olvidado Silverio Lanza, el escritor que tanto se movió junto a los hombres del 98, en sus comienzos, recordado agradecidamente por Azorín, por Ricardo Baroja, por Gómez de la Serna.

También el Viaje andaluz se detiene dulcemente adormecido en Manrique, en las coplas populares, en varias poesías, delicadas, conocidas poesías del Cancionero tradicional. Vemos esa seguridad a que aludía al comienzo de esta nota: Camilo José Cela recuerda un zéjel -como en Judíos, moros y cristianos-, el de las tres morillas, Aixa, Fátima y Marién. ¿Por qué no hablar ahora de ripio ilustre, como calificaba el de Lope de Vega en Judíos, moros y cristianos, sino llamarle oración? Sí; evidentemente el vagabundo se siente seguro de toda seguridad en este mundo primitivo: más respetuoso que Lope con la tradición, mantiene sin alterar el texto viejo. Lope habría rehecho uno nuevo, mitad suyo, mitad colectivo.

El Viaje andaluz nos enseña el mismo vagabundo que hemos visto ya, despreciador de las solemnes catedrales, de los pomposos monumentos. Un vagabundo que, «como ya se imaginarán quienes le conocen, no entra en el Museo». Ese Museo es nada menos que el de Sevilla, el segundo de España. El vagabundo, a quien no le interesa mucho la lujosa calidad y   —131→   cantidad de los grandes monumentos, se siente feliz hablando con quien se tropiece. Así, asomada ya familiar, estamos otra vez con los tontos de los pueblos; contemplamos la caravana de húngaros, con su mona amaestrada, chillona y vestida llamativamente, y sus cabras, y sus osos; oímos al charlatán que vende portentosos elixires, y nos arrobamos con la chiquillería que juega en las plazuelas, o con los viejos que toman el sol, y nos vemos impotentes, atados por Dios sabe qué recias ligaduras, cuando, en el escenario donde nació, vivió y murió Platero, instantes después de dejar caer unas verbenas sobre la tumba de Juan Ramón y de Zenobia, nos tropezamos con un hombre «sacudiendo una mano de palos a un burro». El contraste, visible solamente en el más escondido rincón del alma, tiene toda la punzante ironía del mejor apunte carpetovetónico -¡carpetovetónico en el campo plácido de Moguer!

Todo el Viaje andaluz es un chorreo de prodigioso léxico. Nombres de la cocina andaluza, de peces, de pelo de animales, de hierbas, de sombreros; adjetivos casi olvidados; las múltiples parcelas del cante jondo y del flamenco... Nombres, nombres, el gran quehacer, remozar, dar plasticidad al idioma para que la realidad quede bien delimitada y sujeta. Otra vez esa seguridad a que vengo aludiendo: «En el campo de Osuna crecen, cada una con su aroma y con su virtud para curar la enfermedad, la malva y el malvavisco, la manzanilla y la zaragatona, el orozuz y la viborera, la centaura y la hoja del llantén. El vagabundo ya las va conociendo.» Subrayo esta última frase para destacar cómo Camilo José Cela se empieza a sentir gozoso de su sabiduría, de su experiencia.   —132→   Sabiduría y experiencia, ya queda dicho en algún sitio de este ensayo, que no son universitarias, sino hechas a campo abierto, botas puestas sobre el camino, o los ojos colgados de páginas ilustres y olvidadas.

Y, como en todo, el amor por España. El lamento por ese ver desvanecerse las cosas que no deberían desvanecerse jamás. Écija se va -como Arévalo, como Pastrana, como tantas otras ciudades- desmoronando. «El vagabundo piensa que todas estas piedras ilustres hubieran podido conservarse -y habla, como es lógico, en general, y refiriendo lo que dice no a Écija, ni aun a Andalucía, sino a toda España- si tus inquilinos, en vez de empecinarse en la funeraria actitud de embalsamar el tiempo ido..., se hubieran esforzado, día a día y con aplicación, a conservar el presente.» En fin, Primer viaje andaluz nos asegura de muchas suposiciones previas. Sobre todo, en la necesidad de ensanchar el reducido ambiente castellano de los noventayochistas -antes el norte de la Península en Del Miño al Bidasoa; ahora el sur- y no perder de vista la necesidad ineludible de contestar a la pregunta eterna de qué sea España: «...si el Estado fuera más patriota y sensible, a él podría pedírsele que, sin abusar, apalabrara a unos cuantos vagabundos que le explicaran España, esa cosa que el Estado, en España, históricamente ignora.»




ArribaAbajoEl vagabundo

Y estos vagabundos, estos hombres que podrían explicarle a España su propia verdad intransferible, ¿quién y cómo son? El vagabundo, el escritor, el hombre español anhelante de explicarse su paisaje y   —133→   su ahora, tiene que ser, forzosamente, un personaje dramático. Amargamente dramático. Está acostumbrado a ver las cosas tal como son, como se ofrecen a nuestros ojos, y no logra exaltarlas, trascenderlas. Sería, de intentarlo, una expedición a la vana patriotería, a la farragosa cháchara hueca e inoperante de los discursos conmemorativos, primeras piedras, funerales, etc. El vagabundo ve y toca los perfiles agudos, las aristas dolorosas de la realidad, y no las trasciende. Todo lo más, las lamenta. Entendiéndolas, se queda solo en el umbral mismo del problema, exhibiéndole, y no propone soluciones ni panaceas, ni siquiera las insinúa. Se limita a encogerse de hombros, a dar media vuelta y volver a empezar la búsqueda -seguros de encontrarnos con algo muy parecido a lo que provoca este íntimo desaliento, entregados a una desesperación mansa, a esa angustia típica de la literatura de la postguerra20. Hay en Judíos, moros y cristianos unos cuantos ejemplos claros, a pesar del disimulo que los envuelve, exactos reflejos de esta congoja, vivida plenamente sin ser trascendida. He aquí algunos:

El vagabundo se ha encontrado (comienzos del capítulo III) con el tonto de Canalejas de Peñafiel, Quiquito Esteban, mozuelo a quien las muchachas desdeñan. El trozo se cuenta con la técnica de repeticiones y dilaciones tan característica de Camilo José Cela. Entre cada parcela del diálogo, unas acotaciones, unas pinceladas, nos van dando la gradual situación del espíritu ante lo que se viene diciendo, hasta que,   —134→   al final, Quiquito Esteban sale huyendo, en carrera cobarde y alocada, con «el aire siniestro y desconsolado de los flacos canes malditos que rondan, incluso sin esperanza, los mataderos». Veamos el trozo entero:

El vagabundo, que es hombre a quien se le dan bien los tontos, quiere dedicar un recuerdo al tonto de Canalejas de Peñafiel, Quiquito Esteban, garzón babosillo y servicial, escurrido de carnes y harto de mataduras, que le ofreció una rebanada de pan de trigo salmerón untada de aceitejo alperchín, un pajarito vivo y un lazo de alambre para cazar conejos.

[...]

El vagabundo, saliendo de Canalejas de Peñafiel, contesta a lo que le pregunta Quiquito Esteban, que se brindó a acompañarlo hasta el camino de Torre, poco antes de llegar al Duratón:

-¿Tiene usted novia?

-No, hijo, que tuve una, pero se me murió.

Quiquito Esteban tenía cara de gorrión con piojillo.

-¿Y qué le pasó?

-Pues, ya ves, que le dieron las fiebres.

-¡Vaya!

Quiquito Esteban, al saber que al vagabundo se le había muerto la novia, se puso triste como un gazapo empanzado, y pensativo igual que un niño con hambre.

-Yo tampoco tengo novia, yo nunca la tuve...

-¡Hombre, tú aún eres joven! Ya tendrás tiempo de tenerla.

-No, señor, yo nunca tendré novia... A mí no me dejan arrimar las mozas... Ni me quieren por galán, ni tampoco que las baile...

Los ojos de Quiquito Esteban brillaban con una extraña mezcla de honesta lujuria y de acobardada y   —135→   espantable crueldad. El habla de Quiquito Esteban se había hecho entrecortada y en su voz se posaron, como pájaros negros y de mal agüero, unos broncos sones de animal y cruel sentido.

-¡Ya ve cómo son!

Quiquito Esteban, de repente, se puso a llorar como una Magdalena, se volvió y salió corriendo por la cuesta arriba, camino de Canalejas de Peñafiel, el pueblo donde las mozas, ¡con cuánta inútil falta de caridad!, no le quieren por galán.

Con el sol brillándole en la boinilla capona, los hombros encogidos y los cueros sin gracia, Quiquito Esteban, galopando de huida, tenía el aire siniestro y desconsolado de los flacos canes malditos que rondan, incluso sin esperanza, los mataderos.

[...]

El vagabundo comió sin apetito. El vagabundo tuvo que hacer un esfuerzo para levantarse. El vagabundo, de haberse dejado llevar por su voluntad, habría vuelto sobre sus pasos y, en Canalejas de Peñafiel, hubiera dado a su amigo Quiquito Esteban, el doliente doncel en desamor, un hondo, inexplicable y prolongado abrazo contra su corazón.



¿Y cómo es la reacción del vagabundo? Ante el anónimo del personaje central se amontonan, tumultuosamente, las naturales consecuencias del encuentro con el hombre anormal, que pasa su juventud al margen de la vida. Siente nacer en su interior una compasión extraordinaria, pero no se entrega a ella, sino que, por el contrario, volviéndole la espalda, se deja llevar del dramatismo de esta peripecia inevitable, en la que se enreda la fuerza de la estructura social, regida desde la mano del más fuerte. El vagabundo viste de indiferencia su reacción y se lanza de nuevo   —136→   al camino, de espaldas al último encuentro. El recuerdo escarmentado de don Quijote y Juan Haldudo se nos enreda en los pliegues de la memoria:

Pero el vagabundo se metió a la derecha, de espaldas a Quiquito Esteban y a las altivas mozas de su pueblo, aguas arriba del Duratón y en busca de Torre de Peñafiel, pueblo de valle y de encinar y robledal, por el que pasa mustio como alma en pena.



Veamos otro ejemplo. El vagabundo ha llegado a Madrigal de las Altas Torres. Volvemos a ver la técnica del trozo anterior, mucho más clara en este caso. Entre cada diálogo, seco, cortante, monótono, diálogo llevado a la fuerza, se intercalan, como repetidos armónicos, recuerdos, alusiones, citas, etc., de la densa historia del poblado. Entretanto, el diálogo se ha ido afilando cada vez más, hasta acabar en ofensa, acrimonia, insultos, imposibilidad de entendimiento. Y la situación se resuelve otra vez con un volverse de espaldas, un marcharse, a cuestas todo el dramatismo de un malentendido porque si, inexplicable, pero que nuevamente nos pone en el camino, entristecido y mustio el vagabundo, sin el oportuno gesto cálido que justificaría la vida. Otra vez camino adentro, presente la angustia de lo inevitable:

En Madrigal de las Altas Torres, arruinado romance, nació aquella novilla montaraz que se llamé, tan bárbaramente, Isabel la Católica. En Madrigal de las Altas Torres, soldado en quiebra, expiró su postrer aliento aquel ruiseñor herido que se firmó, tan tímido, Fray Luis. En Madrigal de las Altas Torres, paladín ya viejo, lloró aquella paciente hormiguita que se nombró, tan ejemplar, el Tostado. En Madrigal de las   —137→   Altas Torres, halcón a tierra, el verdugo mandó para el otro mundo a aquel grillo con manía de grandezas que se dijo, ¡pobre Gabriel Espinosa, de oficio dulcero!, el rey don Sebastián de Portugal, perdido en tierra de moros.

En la plaza, un viejo está sentado al sol con la bragueta llena de moscas.

[...]

El viejo, se conoce que para recordar, está apoyado en la columnilla que, según dice, marca el lugar donde ejecutaron al pastelero.

-¡Hace buen día!

-Los hay peores...

Fray Luis pidió -y a su encierro del capítulo se lo llevaron- una estampa de la Virgen, para disponerse a bien morir; un cuchillo, para partir el pan, y unos polvos de misteriosa y monjil receta, para espantarse las melancolías.

-¿Es de Arévalo?

-No, señor.

En el caserón que, desde hace cuatrocientos años, es convento de agustinas, nació la reina Isabel. En el mismo año que la reina Isabel tomó Granada, un protegido suyo descubría América y otro, Nebrija, se sacaba de la manga la gramática castellana.

-¿Es de Cantalapiedra?

-No, señor.

La casa en que nació el Tostado estuvo frente a San Nicolás, la iglesia en donde, según dicen, fue bautizada Isabel. San Nicolás es la única torre, no tan alta, de Madrigal de las Altas Torres. Quizá el nombre le venga, a Madrigal, de las torres de la muralla, que el tiempo se comió.

-¿Es de Medina?

-No, señor.

  —138→  

Isabel la Católica metió en religión, dícese que a políticas patadas, a las hijas naturales de Don Fernando, su marido. Tanto monta, monta tanto.

-¿Es de Peñaranda?

-No, señor.

Don José Zorrilla tuvo mejor fortuna con Don Juan Tenorio que con Traidor, inconfeso y mártir. El viejo de las moscas se engalló.

-Entonces, ¿de dónde puñeta es usted?

-¡Ah!

Las cuatro puertas que quedan de Madrigal de las Altas Torres se llaman: de Medina, la del norte; de Peñaranda, la del sur; de Arévalo, la del este; de Cantalapiedra, la del oeste.

-¿No me lo dice?

-No.

El viejo de la diabetes se puso hecho un basilisco y rompió a regurgitar semejantes ofensas, que el vagabundo, para no pegarle una patada en las moscas, tuvo que recordarse el respeto debido siempre a los mayores. El vagabundo, que no tenía ganas de meterse en ningún belén, se fue del pueblo por el camino de Barromán.



Un último testimonio de este marcharse, aún después de haber vivido intensamente el momento, después de haberse incorporado al ahora sin vacilaciones, nos lo encontramos en la experiencia de Bohoyo, donde el vagabundo es amorosamente acogido por una viuda. El episodio aparece narrado con discreta finura, eludiendo toda situación descarnada. Cuando el vagabundo, ya al borde de lograr lo que se viene madurando, dice «-Señora, lamento en el alma parecerme a su esposo, que en paz descanse», ¿no vemos el deseo sartriano de conseguir razonamientos   —139→   que oculten un sollozo?21. Siempre dentro de esa mirada honda hacia la realidad española, la amargura de los libros de Camilo José Cela se encadena perfectamente con el aire nuevo, europeo, de la literatura del momento. No se trata de dependencias, claro está, sino de la común filigrana de la época histórica, que puede ser impulsada o matizada por lecturas o por información, pero en la que se reconoce el pulso del tiempo. Detrás de todas estas actitudes, se ve un grito de atención, de alarma contra los seres o las cosas que, instalados en una situación caduca o envejecida, necesitarían de una renovación de la estructura colectiva. Son una amonestación, una reiterada advertencia a un orden social quebrantado.





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