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ArribaAbajoEl apunte carpetovetónico

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Nos queda por observar en esta rápida carrera, a través de la producción en prosa de Camilo José Cela, sus narraciones breves, dispersas en multitud de títulos y ocasiones, y recogidas en volumen la mayor parte, después de diversa vida editorial. La fugacidad más o menos premiosa de la colaboración asidua en revistas, periódicos, o el impulso de libros de cortas dimensiones, han proporcionado a Camilo José Cela una inusitada agilidad en la elaboración de pequeñas estampas, o impresiones de la vida ordinaria, que, no llegando a ser cuentos, ni artículos propiamente dichos, participan de ellos, y les dan una dimensión nueva. Son los trozos que Camilo José Cela ha llamado apuntes carpetovetónicos.

¿Qué es un apunte carpetovetónico? Camilo José Cela ha hablado largamente -y con gran precisión- sobre sus apuntes. Lo ha hecho en el prólogo a El gallego y su cuadrilla (Ediciones Destino, Barcelona, 1955): «El apunte carpetovetónico pudiera ser algo así como un agridulce bosquejo, entre caricatura y aguafuerte, narrado, dibujado o pintado, de un tipo o de un trozo de vida peculiares de un determinado mundo: lo que los geógrafos llaman, casi poéticamente,   —144→   la España árida.» Nos parece una definición exacta, a la que muy pocas cosas se le podrían añadir. Quizá, la cualidad de ser una vivísima impresión, fugaz, que no puede articularse en rigor con ninguna otra, sino que representa por sí, por sus aristas tremendas, una total personalidad, un cerrado mundo. Sería muy curioso perseguir, para estudiarlo, el rastro de la palabra carpetovetónico en el léxico y en la literatura. Yo me acostumbré a oírla mucho, en el habla coloquial en medios cultos, durante una estancia en Galicia. No sería nada raro que este adjetivo haya alcanzado su difusión durante los años de la guerra civil. Las personas ilustradas que lo usaban en la conversación, aludían siempre a la sequedad, violento tono agrio, de contraste y rudeza del mundo de Castilla, de la Castilla abrasada y polvorienta: se encerraba siempre, de una u otra forma, una idea de 'brutalidad' (siempre me parecía reconocer en el adjetivo un vago sentimiento de defensa por parte del gallego ante los estúpidos prejuicios que allá suele llevar el castellano medio). Este adjetivo, ¿habrá tenido en periódicos o en algún otro género de literatura constancia escrita de su valoración, de sus matices?22.

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En los apuntes de Cela, muchas veces nos encontramos con la posibilidad de estos valores, pero hay también otras: hay sencillamente una contemplación del acaecer de las cosas, que no podemos predecir a qué meta se encaminan. Sin embargo, el tono general es siempre de dureza, de pasmo, sin sutilezas de salón ni mucho menos... Quizá como es la vida sobre las tierras altas, donde Ortega dijo en alguna ocasión que el vivir era una permanente lección de heroísmo. Vida difícil, donde el clima, las gentes, la pobreza, el mundo desaforado de unos ensueños sin asidero material se enredan y embarullan. Viven, en una palabra.

Como es natural, y Camilo José Cela lo pone bien en claro, el apunte no es un artículo por el mero hecho de que no precisa articularse con nada. No tiene principio ni fin, es simplemente un deslumbramiento. Sus conexiones suelen ser múltiples y diversas. Y tampoco es un cuento por no tener abstracción alguna, ni tener subjetivismo. Es así, como él se presenta, como una explosión.

También es indudable que para captar la hosca belleza -a veces al filo de la grandiosidad- de tal acaecer humano hace falta una retina especial. Y es indudable que en la más noble tradición artística española, esta retina está muy bien representada. Hay en todo el arte español una ladera donde lo agrio, lo triste, lo desaforado y violento, ha tenido un cultivo verdaderamente exquisito -si es que este adjetivo podemos aplicarle en este caso. Camilo José Cela recuerda algunos hitos de esta manera artística: Las Coplas de ¡Ay, panadera!, algunas páginas de Torres Villarroel y de Quevedo, etc. Podríamos, quizá, matizar estos asertos, para hacer mas justas las apreciaciones,   —146→   pero, en lo esencial, Cela acierta. (Quizá, como en Quevedo o en Valle-Inclán, habría que destacar la furia, la desazón trágica que les hace ver el mundo como a través de una lagrima contenida, lo que hace el efecto de una lente deformante: cosa que no existe, o no existe, al menos, como cualidad primordial, en el apunte carpetovetónico.) Mucho más exacto es el recuerdo de la obra de José Gutiérrez Solana23, obra a pleno sol, por las plazas y las posadas de los pueblos, llena de gritería, y de olores, y de vitalidad estallante. Camilo José Cela recuerda, además, a don Ciro Bayo, el gran errabundo24, y las páginas   —147→   de España, nervio a nervio, de Eugenio Noel. «Nos llevaría a todos muy lejos de nuestro modesto propósito -dice Camilo José Cela- de hoy... el intento de desarrollar, aunque muy someramente, la idea de que la literatura española (en cierto modo como la rusa, por ejemplo, y a diferencia, en cierto modo también, de la italiana), ignora el equilibrio y pendula, violentamente, de la mística a la escatología, del tránsito que diviniza -San Juan, Fray Luis, Santa Teresa- al bajo mundo, al más bajo y concreto de todos los mundos, del pus y la carroña, y, rematándolo, la calavera monda y lironda de todos los silencios, todos los arrepentimientos y todos los castigos (el vicario Delicado, en las letras; Valdés Leal, en la pintura; Felipe II, en la política; Torquemada, en la lucha religiosa; etc.), pero me basta con dejar constancia de que en uno de esos pendulares extremos -ni más ni menos importante, desde el punto de vista de su autenticidad- habita el apunte carpetovetónico: como un pajarraco sarnoso, acosado y fieramente ibérico. Y que no puede morir, por más vueltas que todos le demos, hasta que España muera.»

Ante todo, necesito salir al paso de una posible y torpe generalización. ¡Mucho, mucho cuidado con el apunte carpetovetónico! Al lector confiado, fácilmente engañable, acostumbrado a los guiones de cine ñoño y sin trascendencia, y a una literatura aún más fácil y fragmentaria, le puede, por pesos ajenos, caer encima un gran error: el de quedarse con la pura cáscara y no ver en el apunte más que el aspecto divertido, lo que   —148→   tiene de anécdota hilarante y graciosamente expuesta. Nada más lejos de la verdad. Complacencia, solamente, ante la explosión de violenta personalidad, de arrolladora vida a pleno sol, que representan las energías de un pueblo que, de vez en cuando, no encuentra barreras a su aliento. Pero también una aguda, clamorosa llamada a una verdad interior, a una más honda y sosegada y duradera y articulada vida. Aprendamos a ver en el apunte lo que presenta de atroz caricatura de numerosas exigencias vitales, tenaz llamada al orden y la compostura espirituales, a la caridad, a la verdadera trascendencia. Como en el verso inaugural de Berceo, es menester entrar al meollo de esas llamadas sobre nuestra propia forma de vida, quitar la corteza a muchas manifestaciones del desvivirse hispánico. Quizá viendolas, solamente viéndolas desde fuera, baste para comprenderlas, encarrilarlas, hacer regular y valedero su aliento desbordado.


ArribaAbajoUn monumental «entierro de la sardina»

Abramos El gallego y su cuadrilla. ¡Qué estridente teoría de tipos, todos familiares, todos con una resonancia cercana, inmediata, en muchos de nuestros afanes y de nuestras circunstancias! El libro, en conjunto, se nos presenta como una de esas inmensas mascaradas a lo Ensor, a lo Solana, un monumental entierro de la sardina, o triunfo de la muerte, adonde se convocan todos -o casi todos- los humanos que nos encontramos, cien veces al día, en este vivir: en el café, en las tertulias, en las romerías, en las reuniones en casa o en el campo, en el anecdotario pintoresco entre libro   —149→   y libro, al salir de una biblioteca. Y todo ello acuñado con un aire intransferible: español. Inconcebibles fuera de nuestra atmósfera. Y esto ya nos trae la primera pregunta: este ser español, este ser una de las facetas peculiares, inalienables, de lo español, ¿no tiene también una ascendencia noventayochista?

Es indudable, y Camilo José Cela lo ha dado a entender nítidamente en la larga cita que he copiado líneas atrás, que esto se da en la literatura española. Él mismo ha citado ejemplos insignes. Yo, sin embargo, querría matizar un poco todo esto. La literatura española es una literatura donde el sentido, el dolor de tener una patria con la que no se está conforme, algo que duele en un trasfondo en carne viva, está muy presente. Es ya en los elogios de las crónicas donde no sólo la topística medieval es lo funcionante, sino el calor, el tono especial de cada cronista, quien, al ensanchar su enumeración, pone en ella un temblor especial de pasión, de insatisfacción. En la exclamación del rey sabio -¡Ay, España, no hay lengua ni ingenio que pueda contar tu bien!- me ha gustado ver siempre una escondida pena: la de no ser eso, aceptado de buenas a primeras, una clara invocación a los que no quieren ver tales excelencias... Es aún más angustioso y doliente el grito de Fernán González:


Señor, ¿por qué nos tienes a todos fuerte saña?
Por los nuestros pecados no destruyas España.



Algo muy cercano resuena en alguna ocasión cervantina, en Quevedo y en tantos más. Pero quizá hasta el 98, toda esta vuelta hacia adentro se queda en algo puramente abstracto, de categorías superiores. Habla   —150→   gente a la que unos problemas de dimensiones gigantescas, universales, les impiden mirar de cerca. Es desde el 98 cuando la problemática española (de lo español, para ser más exacto) se hace radicalmente perentoria, taladrante, y la vista se detiene asombrada en el vivir más elemental del pueblo de España. (En pintura empieza antes: Goya, a quien el comportamiento de este pueblo fascina.) Camilo José Cela ahondará más, y, lo mismo que hemos visto hacía en el paisaje dotándolo de una corporeidad que hasta entonces no había tenido, hace ahora una corporeización de los mitos noventayochistas: ya no el anacalo, ni el buen Juan Pedro el de los Prietos, etc., sino el torerillo maleta que se desangra sobre un mármol sucio, o los tontos, los escalofriantes, los estremecedores tontos de los pueblos... Pero sobre esto volveremos más tarde. Vengamos de nuevo al libro que ahora nos ocupa.

El gallego y su cuadrilla es pueblo. Radical pueblo de España, azacaneado su vivir por mil afanes y desventuras: el hambre, el frío, las supersticiones, la buena voluntad, el afán de vivir. Pueblo que


ayuna y se divierte,
ora y eructa..., un pueblo impío
que juega al mus, de espaldas a la muerte,



como cantaba Antonio Machado. Sí, es pueblo de España; no nos movemos de ciertas categorías sociales, las que, desde luego, hacen la intrahistoria. Nos sentimos otra vez, como nos pasaba en los libros de viajes, con los pies bien puestos en la tierra, instalados en una herencia firme y sólida. No es una casualidad, ni un artilugio vano y cómodo el que haya citado   —151→   unos versos de Antonio Machado. El escritor no tiene empacho -¿por qué iba a tenerlo?- en citar como el gran poeta es su guía: «el escritor, paseando por las afueras de Cebreros, la mano diestra apoyada sobre el hombro de Santa Teresa, la contramano al brazo de don Antonio Machado, piensa confusamente en los ingenieros y en los gobiernos, en la totovía que cruza por los aires y la perdiz que pasa por el suelo rodeada de grises pollitos pelados, en el agua que se tiene y la que no se tiene, y ¡ay!, en esas ganas de hacer, esa buena fe sin límites que se llama la voluntad y que se pierde por los mismos cauces por los que se puede ganar...» Es en ese pueblo donde el escritor, al oír las cigarras, alocadas en las tardes de verano sobre los árboles de la plaza, evoca la tarde de los toros, la de la fiesta, con el olor de la sangre y las cigarras silenciosas para que flote «el homenaje a las gentes que trabajan sin fatiga durante trescientos sesenta y cuatro días y una mañana». Gobiernos, desidia, sed milenaria, las gentes trabajando de sol a sol... ¿Unamuno no anda por aquí cerca, muy cerca? ¿No será que ya es el problema inevitable, nuestro, y no nos hace falta -¡ni siquiera!- evocar una espectral autoridad? Y esto ocurre en un pueblo, en un pueblo de la alta Castilla rodeado del roquedal poderoso, sombras de pinares escoltándolo: «...un vientecillo de siglos se estremece ligeramente sobre las altas copas de los árboles, delante de la iglesia. Se detiene en su paso la mujer que cruza, de vuelta de la fuente del pilón de la plaza, el pilón de piedra más duro del mundo, el del agua buena... y la cigüeña que cuenta las horas, conforme van cayendo, desde su nido, del alto reloj de la torre, mira con sus grandes ojos atónitos   —152→   el mismo espectáculo que vieron las cigüeñas de cuatrocientos años atrás».

Y en este vivir del pueblo, sin necesidad de precisar una geografía concreta, nos encontramos con los niños que juguetean en las plazas, «cantarines como gorriones, triscadores como cabras, veloces como lagartos». Asistimos a esa indefinible pena del niño pueblerino endomingado, rígido, esclavo de la ropita limpia, olorosa de membrillo: «los niños peinados el domingo con limón y agua de colonia, los niños que entran en misa de la mano...» Vemos de nuevo el chiquillo sucio, arrastrándose en el polvo y el tamo, jugando, sólo a la hora de la siesta, con unos huesos de albaricoque, mientras un enjambre de moscas zumbadoras le rodea. Oímos otra vez a los niños pobres, flacuchos, mal vestidos, que cantan flamenco en las romerías, por unas monedas. Se nos cuelgan los ojos de la vieja, vestida de negro, que toma el sol, en pleno verano, al abrigo de una resolana, mientras, inmóvil, medita silenciosa, o arregla de vez en cuando el pañuelo de la cabeza, las golondrinas yendo y viniendo, chiadoras, siesta adentro. Subimos lentamente los caminos en cuesta hacia la romería, con la familia veraneante, familia de un empleado, que pasa con su gente tan sólo los fines de semana, quedándose él atado de la oficina y deja solas a sus gentes en el pueblecito cercano, para que los niños mejoren de color, y asistimos, aquiescencia asombrada, a todos y cada uno de los incidentes, de los fugaces ratos de mal humor, de pelea verbal entre los componentes de la familia. Estamos bordeando el costumbrismo, es verdad, pero sin caer en él. Lo de menos es el calvario del pobre jefe de familia, entre el doble fuego de la mujer y de   —153→   la suegra, y los caprichitos de los niños, y el acoso permanente de su buena voluntad y su no muy largo peculio. Lo importante es ver esas gentes que hacen la romería, los niños del montón, los que se revuelcan por los suelos y no tienen que estar atados a sus ridículas ropas de figurín o de escaparate de gran almacén del centro urbano; el mendigo mutilado que pide limosna a gritos, el muñón repugnante al aire; la rosquillera sucia, desgreñada, quizá picada de viruelas, que le acompaña; el ciego salmodiante; la gitana que echa buenaventuras; los soldados medio borrachos cantando a grito pelado; los veraneantes medio lelos, medio cursis, que cantan estupideces con los ojos en blanco... La vida de una romería, incierto desencanto al final, mientras el cansancio crece y nos acongoja la sensación de haber perdido lastimosamente el tiempo, además de no habernos divertido... Contemplamos, con una secreta pesadumbre, el vivir monótono, sin justificación casi, de la señora rica, espiritada, que pasa sus horas rezando o mirando por las ventanas, o haciendo tertulia con su hermana, y que deja sus propiedades a unos sobrinos lejanos, a los que apenas conoce... Un regusto azoriniano nos invade ante esta doña Concha que pasea su luto y su matrimonio estéril por la gran casona rural, de patinillo soleado y de grandes cámaras silenciosas y oscuras. Correteamos con Blas, el tonto del pueblo, Blas Herrero Martínez, pobre muchachito algo alelado, robador de frutas, deforme, siempre sonriente, siempre recibiendo los golpes que a sus convecinos se les antoja regalarle... Vemos surgir nuevamente aquella triste, impotente ternura que habíamos visto escondidilla en el Viaje a la Alcarria. Pasamos revista   —154→   a los cafés y bailes del lugar, con su estratificación jerárquica, sus clientes, su olor característico. A veces, entre estas estampas tan vivas y en presente, aparece alguna recordada, que casa perfectamente con las demás; así, el recuerdo del pregón del vendedor de romances -por cierto, también aprovechado en el Viaje a la Alcarria-; el gran telón pintado con el crimen o crímenes -un cuadro de Solana lo recuerda-, que aún de niños veíamos por algunos rincones madrileños, calle de Toledo abajo, se hace aquí corpóreo, con aliento y latido. Seguimos, una sonrisa acosando los labios, las incidencias de la jira campestre con las señoritas bien, aburridísimas, de un cursi abrumador, donde las chicas (con sus motes: la Tuerta, la Plantá, la Tonta, caritativas alusiones a algún rasgo muy personal)25, lucen sus habilidades, sin poder sentarse en el santo suelo en todo el día: tan finos eran los vestidos, conjuntados con tacón alto y guantes... Una jira con trozos de zarzuela, juegos de prendas, y un señor cosmopolita (había estado una vez en Lisboa) que traía una merienda a base de conservas... Pueblo, vida del pueblo sosegado, con sus tertulias (el veterinario, el peluquero, el sastre, el cura, el boticario), tertulias por las que el tiempo no ha pasado... («...no había pasado el tiempo desde García Prieto,   —155→   y la república, la guerra civil y la revolución la conocían un poco de referencias...»), con el ruidoso suceso de una función de varieté de cuando en cuando, (chistes, bailes, danzas de moda, mucho griterío y pateo, algunas filas vendidas dos veces, inevitable escapada nocherniega de las chicas del conjunto con los prohombres de la localidad, intervención subsiguiente de las esposas ofendidas y de la Guardia Civil, etcétera), o con los concursitos veraniegos, en los que el pueblo sale bien parado, a pesar de emplear disparatadamente los trucos de la propaganda (pueblo con economía sana, basada en la agricultura: «Sí, señor, la mar de sana. Todo el mundo lo dice. Y muy autárquica, además. Aquí, lo que más llama la atención es la autarquía, ¿verdad, usted?»).




ArribaAbajoLa tarde de los toros

Y ese pueblo, por lo menos una vez al año, en las fiestas -como ya queda señalado atrás- organiza una corrida de toros. Es el gran número de la feria. La plaza se cierra con carros y talanqueras, aislando del mundo el pilón, los dos o tres árboles ruines que pueda haber, el torero y el toro. Quizá también quede en el círculo improvisado algún guardia civil, para impedir, fusil en mano, que la gente se lance a colaborar en la muerte de la bestia. La corrida suele acabar a tiros, es decir, el toro es fusilado por la misma guardia civil: un acto de servicio. Leyendo El gallego y su cuadrilla, es decir, precisamente el apunte carpetovetónico que da nombre al libro, se nos ponen delante de los ojos las pinturas de tema análogo de Gutiérrez Solana. La tarde, de grandes nubarrones teatrales, el miedo   —156→   de los diestros, todo el pueblo encaramado en carros, gradería, balcones, ventanas. Un griterío ensordecedor. Y unos pobres hombres, con su modesto traje de luces -frecuentemente ni eso- que, toda la desilusión de una carrera frustrada a cuestas, o, si aún son jóvenes, toda la impaciencia de ir triunfando en las piernas ágiles, se buscan la vida, colgada de un hilo -y nunca mejor dicho-, esta tarde en que el público grita y grita excitándolos: «¡Que te arrimes, esgraciao!» «Arrímate, que para eso te pago.»

Los torerillos andan llenos de trucos, de pequeñas picardías. La profesión es dura, el dinero parco. «Cascorro es pequeño y duro y muy sabio en el oficio. Cuando el marrajo de turno se pone a molestar y a empujar más de lo debido, Cascorro lo encela cambiándole los terrenos, y al final siempre se las arregla para que el toro acabe pegándose contra la pared o contra el pilón o contra algo.» «Así se ablanda», dice. Otros toreros andan llenos de cicatrices -otras tantas tardes de fiesta que acabaron mal-, y el toro es un animal viejo y resabiado. Solamente los gritos, los pregones flotan en el aire, y la necesidad de ir tirando, que oprime a los torerillos, parece vivir en el ambiente cálido de la tarde de la fiesta, donde la muerte esta agazapada en la esquina, quizá junto al caño, o bajo uno de los desmedrados árboles de la plaza. Al final, «...el toro estaba con los cuartos traseros apoyados en el pilón, inmóvil, con la lengua fuera, con tres estoques clavados en el morrillo y en el lomo; un estoque le salía un poco por debajo, por entre las patas. Alguien del público decía que a eso no había derecho, que eso estaba prohibido. Cascorro estaba rojo y quería pincharle más veces. Media docena de guardias   —157→   civiles estaban en el redondel, para impedir que la gente bajara...»

Y la corrida adquiere tonos de caricatura atroz, de aguafuerte trágico, cuando el diestro es mujer. «Independencia Trijueque, Gorda II, señorita torera». Otra vez un famoso cuadro de Gutiérrez Solana, Las señoritas toreras, nos ayuda. Cualquiera de aquellas mujeres de expresión cerril y alucinada podría ser Gorda II. Cualquiera de ellas, lo mismo que Gorda II, sería capaz, a fuerza de coraje, de hacerle «un corte de mangas al tendido», con las naturales consecuencias: escándalo fenomenal («...como si les hubiesen puesto a todos un petardo en el recto, se armó la de Dios»), violentos consejos a la diestra por parte del Chiva, su apoderado y mozo de estoques, protección por la fuerza pública, etc. Independencia Trijueque, Gorda II, acabó llorando, echada en el camastro de la fonda, de cara a la pared...

A veces, no todo acaba en gritos o palos, o en el alboroto a la puerta del fonducho. Es entonces cuando el apunte carpetovetónico se desenvuelve en su matiz más hiriente. Acabada la corrida, en la misma plaza se inicia el baile. Quizá algunos lugareños han acudido a mojar la suela de sus alpargatas en un charco de sangre: «Según dicen, cuando a la sangre de toro se mezcla algo de sangre de torero, las alpargatas se vuelven duras como el hierro, y ya no se rompen jamás. Hombres ya maduros, casados y cargados de hijos, usan todavía el par de alpargatas que empaparon en la sangre de Chepa del Escorial, aquel novillero a quien un toro colorao mató, el verano del año de la república, de cuarenta y tantas cornadas sin volver la cabeza.» La gente va y viene por la plaza,   —158→   un pasodoble sonando entre el gentío y la polvareda, y los campanillazos de la rifa, y los pregones de los vendedores, y las salmodias de los mendigos. Todo el mundo ríe, come, bebe, baila, grita. «Si de repente, como por un milagro, se muriesen todos los que se divierten, podría oírse sobre el extraño silencio el lamentarse sin esperanza del pobre Horchatero Chico, que, con una cornada en la barriga, aún no se ha muerto. Horchatero Chico, vestido de luces y moribundo, está echado sobre un jergón en el salón de sesiones del ayuntamiento. Le rodean sus peones y un cura viejo; el médico dijo que volvería...»

Y la fiesta sigue. Contraste brutal entre la muerte, la única triunfadora de la tarde, y el jolgorio pasajero: «sobre el sordo rumor del valle, casi a compás del pasodoble Pan y toros, las campanas de la parroquia doblan a muerto sin que nadie las oiga. Horchatero Chico, natural de Colmenar, soltero, de veinticuatro años de edad, y profesión matador de reses bravas (novillos y toros), acaba de estirar la pata»26.



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ArribaAbajoTambién en la ciudad nace el apunte

En ocasiones, el apunte se desplaza a medios urbanos, burgueses, donde la ironía, el leve ridículo de gentes sin medida exacta de sus limitaciones nos provoca una comprensiva sonrisa. Así ocurre, por ejemplo, con la familia que desea veranear en San Sebastián, y no puede; la orquesta desmedrada y errante de baile en baile, de fiesta en fiesta; la puesta de largo de una señorita, con todo su cortejo de apariencias,   —160→   de palabrería, de prejuicios vanos; etc. Dentro de este grupo figuran las inocentes burlas del mundillo literario, la reunión poético-musical, con recitadoras infantiles, mucha ignorancia y poquísimo talento; el poetón que escribe ripios a los amigos muertos y acaba con un empleíto en la Diputación Provincial; el jovencito con veleidades líricas; la preocupación de los intranquilos vates por si la censura dejará pasar una inocente rosa; etc. Por todas partes, ese sosegado ángulo burlón, donde todos estamos en el secreto, todos menos los que deberían estar, los que hablan y piensan así, a machamartillo, sobre la contradictoria piel de toro de la península. Especialísimo interés para el caso particular Camilo José Cela, tiene el apunte Zoilo Santiso, escritor tremendista. El terrible autor de novelas no aptas, de libros asquerosos y tremendistas, «era, en el fondo, un buen muchacho, o, por lo menos, procuraba serlo. De pequeño había pasado la escarlatina, y desde entonces le habían quedado unos puntos de vista algo diferentes a los de sus tías, las hermanas de mamá y papá.» Páginas atrás, al hablar de La familia de Pascual Duarte, hemos podido ver en qué consiste el tremendismo inaugural; en esencia, saber mirar el mundo enloquecido que nos rodea, dejando incluso un portillo abierto a la ternura. Por eso entendemos muy bien la voz de Camilo José Cela entre la confusión sembrada por la palabrería de una crítica digamos conservadora, y las verdades de a puño: «Zoilo Santiso (el escritor tremendista), a pesar de lo burro que era, tenía muchos enemigos, y algunos escritores pornográficos, cuando llegaron a viejos, le publicaban edificantes articulitos en los papeles, diciéndole que había que ser más moral   —161→   y más decente y que eso del tremendismo debía ser prohibido como la morfina o la cocaína, pongamos por caso».




ArribaAbajoEl guiñol de Cristobita

Varios son los tomos de Camilo José Cela que están destinados al apunte carpetovetónico o lo bordean. Los tiempos actuales, en los que el escritor se ve obligado a entrarse en la comedia humana a codazos y a esquivar de refilón sus sacudidas, condenan, en cierta forma, a la expresión rápida, fugaz, momentánea casi, de esa realidad vital, angustiosa. Sin embargo, creo que es El gallego y su cuadrilla el más representativo de este espíritu. La génesis de este volumen ha sido complicada y larga, y en el prólogo (Barcelona, Destino, 1955), Camilo José Cela explica cuidadosamente lo que el volumen encierra y lo que deja fuera. Incorpora casi por completo Baraja de invenciones y los apuntes aparecidos en alguna edición del Nuevo Lazarillo. Puede fácilmente llamar a engaño -y en la cortedad de nuestra vida literaria surge en seguida el motejar de refritos- tanta variedad de títulos. No obstante, hay que ver, lo primero, el afán de Camilo José Cela por dar unidad, maciza unidad, a lo que ha ido brotando, día a día, ante el acoso de las colaboraciones periódicas y de las circunstancias. Mirando así los apuntes, se hacen estos más vivos, más fluyentes: reunirlos, sopesarlos, cambiarlos de lugar y darles, por fin, un hueco fijo equivale a otra forma de vida, andar y luchar tras una meta. El gallego y su cuadrilla es una excelente fe de vida.

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Quedaría algo aparte el volumen titulado Nuevo retablo de don Cristobita (Invenciones, figuraciones y alucinaciones). Aunque el título nos lleve de inmediato al aire de guiñol, de marionetas, en que tantas veces, compasivamente, vemos la gran cucaña de la vida nacional, el subtítulo del libro da bastante claridad sobre su contenido. En este volumen abunda el trasfondo galaico de lo sobrenatural, del ensueño, de cierto tipo de sentimientos y de actitudes que no tienen las descarnadas aristas de El gallego y su cuadrilla. Es un mundo suavizado por una tenue neblina, pero en el que también podemos ver el trágico latido del vivir. Don Cristobita, libro hacia adentro, nos da ilustradoras palabras sobre el hombre Camilo José Cela; por ejemplo, su recuerdo de los pedagogos y de los condiscípulos aseaditos y sapientes; recuerdos de infancia; el encanto de hechizos o supersticiones; etc. Y, al lado, la estampa, cercana al apunte, del redactor de notas necrológicas, puesto ante el hecho real en su propia casa, o los apuros de la novia que ha de alquilar su traje nupcial, o la ceguera de los padres ante un hijo anormal, o la venganza más terrible, la satisfecha contra el bolsillo del enemigo, como predicaba siempre Guzmán de Alfarache... Formas del vivir, como vemos, o del convivir, esa grande, esa arriesgada aventura.





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ArribaAbajoEl paso de una generación

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Camilo José Cela se nos presenta a la altura de sus cuarenta y cinco años como la personalidad más destacada de la prosa española en este tiempo en que el vivir español ha ensayado nuevas formas y manifestaciones de su historia. Analizando la estructura interna de su literatura, nos hemos ido encontrando con una serie de caracteres que nos eran familiares y a los que no era muy difícil encontrar una raíz en el acervo de ideas noventayochistas. Hemos visto amor a los pueblos -pasión casi, diríamos-; amor por esas gentes del pueblo, curtidas por el sol implacable y los vientos de la tierra alta, observadas con una paladeada delectación, deteniéndonos en sus lacras y en sus virtudes; hemos visto cómo vive ese pueblo, en qué gasta sus horas de diversión, de soledad o de ensueño, y hemos caminado con Camilo José Cela por las viejas ciudades polvorientas, decrepitas, a las que la mucha historia acogota y anonada. Nos hemos detenido ante los viejecillos huesosos, de piel hondamente arrugada y de conversación de orillas místicas, que toman el sol en las plazas de los pueblos, mientras las enfermedades, o la preocupación por el apremio del fisco, les van, lentamente, empequeñeciendo.   —166→   Y hemos visto, en fugaz chillería, manifestaciones relampagueantes de brutalidad, de inesperadas reacciones crueles, las del hombre malo, las de esas gentes sobre quienes pesa la sombra de Caín. Hemos visto el fervor de Camilo José Cela ante la figura de Antonio Machado, o ante Pío Baroja, o el eco azoriniano de muchas de sus páginas, o la cercanía, en expresiones y actitudes, de Miguel de Unamuno. Todo esto nos ha llevado a colocarle en una línea del vivir intelectual español, en la que insertaríamos las más egregias figuras de principios de siglo. ¿Cómo podríamos ver este pasado y cómo verle funcionar en el presente?


ArribaAbajoUna España ensanchada

De todas las facetas del 98, es claro que en Camilo José Cela repercute, con ecos violentos, una, la esencial: la preocupación de España, el no dejar pasar un día sin saber a qué atenerse respecto a esa aventura, al parecer tan clara: la de ser español. Gran parte de su literatura es también una literatura de andar y ver, de echarse al camino a lo que saliere, y ver, mirar hondamente, ahincadamente, esas gentes que llenan el paisaje. Y nos da como resultado -¡ojo, comienzan las diferencias!- una España llena de cicatrices -la guerra-, devorada por la socarronería, la dejadez y la estulticia. No una España espectral, de tonos concretamente previstos, maravillosa criatura de arte, pero, en fin de cuentas, espectral, como, en cierta forma, fue la España del 98: una España de tras el mundo. La España de Camilo José Cela está, además, ensanchada; caben en ella muchas peripecias más que en la anterior, diversas geografías y diversas gentes. Entre   —167→   las dos porciones vitales, entre esas dos literaturas, como un hiato insalvable, está la guerra española de 1936-1939, que marca, quiérase o no, una separación, un rumbo diferente, algo, llamémoslo como fuere, pero que ha provocado que el «dolor de España» típico de todo intelectual preocupado de principios de siglo sea, ahora, verdadero dolor físico, llaga en carne viva no exenta de desencanto. Es decir, sobre una posible herencia intelectual pesa, abrumadoramente, la experiencia más honda que puede pesar sobre una generación cualquiera. No nos extrañemos, pues, del aire de mueca, de sangrienta mueca, que tienen muchos de los personajes de las páginas de Cela.




ArribaAbajoSiempre la guerra

Sí, nos vamos a encontrar a cada paso con esta experiencia. Está ahí, la tenemos ahí, viva, en el recuerdo doloroso y en el ejercicio cotidiano. Rodeándonos. En cuanto buceemos en la obra de Camilo José Cela, nos la vamos a encontrar, bien en el libro mismo, bien fuera, condicionando su propio vivir. Camilo José Cela se dio a conocer con La familia de Pascual Duarte. ¡Qué revuelo, qué larga serie de alarmas, de gestos horrorizados! Nació la palabra tremendismo, se emplearon voces graves, engoladas, recriminación va y consejo viene. ¿Por qué? Porque se había vuelto, casi como una consecuencia -por otra parte, y en aquella sazón, inevitable-, de los años de lucha, y como siempre ocurre, a una manera literaria. (No olvidemos tampoco que Pascual Duarte está dentro de la guerra, muere por ella, por algo que en ella ha hecho). Habían vuelto a ponerse   —168→   de moda lecturas sosegantes, ortodoxas en el más fácil y llano sentido de la palabra. Circunstancialmente, nombres y títulos del pasado inmediato eran desterrados, condenados, reducidos a un silencio que no destruye jamás una verdad. Era natural, pues, la gritería: en toda la ladera de la novela sana, realista, gastada, no se encontraban peripecias semejantes a las de Pascual Duarte. Los que condenaban La familia no se acordaban, en absoluto -prefiero decir esto a pensar que no sabían-, de muchas situaciones de nuestra picaresca y, desde luego, no se acordaban, ni poco ni mucho, de los aguafuertes de Gutiérrez Solana, ni de los esperpentos de Ramón del Valle-Inclán, ni, desde luego, de La busca, de Pío Baroja. La gran casa de vecindad del suburbio con sus corredores, sus innumerables puertas, su pared desconchada, donde un jilguero delira al sol primerizo -¡ya en Galdós!-, no figuraba en la literatura que se puso en circulación. Y, sin embargo, en esta literatura a que me vengo refiriendo el tremendismo tenía ya su mejor hueco. Acordémonos, repito, de la Corrala en La busca. El crimen, con su orla oscura de amor verdadero, la suciedad, la tristeza roñosa y degradante del arrabal resultan, en Pascual Duarte, voz a campo abierto, casi sonrosada, espontánea, natural. Sí, quiero creer hoy que aquel revuelo, ya pasado y perdido, no era más que una falta de información, ruptura con la tradición más cercana y valedera. Pero es demasiado grande el peso de una herencia inmediata para romper alegremente con ella -y, sobre todo, cuando atenazan preocupaciones coincidentes-. La obra de Pío Baroja está presente en la mayor parte de las novelas actuales. Barojianas son Nada, de Carmen   —169→   Laforet; Un hombre, de Gironella; Las últimas horas, de Suárez Carreño. Hombres, rostros, situaciones, nombres, geografía, acción se repiten, a veces extrañamente próximos (hasta ese robo en descampado por las Ventas, en Las últimas horas, y las gentes noctámbulas en el bordillo de las aceras, y el salir infatigablemente azares y azares...). En otros libros es Galdós, todavía no bien asimilado, el que sale. Ese Galdós, el gran maestro de la vida misma, de impasible mirada serena, que dio al Madrid entero de su tiempo la jerarquía artística que le faltaba.




ArribaAbajoNo español, sino hispánico

Pero aún hay más. Vayamos mirando sobre el quehacer literario para ver de colocar a Camilo José Cela en su momento. Pensemos en La catira. Otro griterío, sobre todo entre los lectores venezolanos. ¿Es también un esfuerzo ex-nihilo? Hagamos un poco de memoria. En 1926 publicó Ramón del Valle-Inclán su Tirano Banderas, Novela de tierra caliente. Prodigioso mosaico de las provincias todas del idioma, desde la prosa acicalada del modernismo hasta las expresiones del argot, pasando por la variedad léxica de las comarcas hispanoamericanas, sin diferenciación. Todo ello puesto al servicio de un clima de alarma en vilo, de zozobra acuciante.

Tirano Banderas era de todos los hispanohablantes. Desde aquella fantasmal Santa Fe de Tierra Firme -¿dónde, dónde apoyar sus torres, en qué fe, en qué tierra firme?-. Y, sin embargo, ¿quién duda de su real verdad? -cada cual podía reconocerse un poco, avasallado por el empuje fascinante de la voz   —170→   valle-inclanesca-. El habla de aquel libro, en climas donde con torpe frecuencia se producen tormentas secesionistas, era la mejor prueba de la unidad espiritual del idioma, unidad redonda, intocable, dentro de la que caben las más variadas e inesperadas diversidades concretas, dignificadas por su entera sumisión a la realidad «español». (¿Es que queda por esos mundos de Dios algo que se pueda comparar a esta realidad de la lengua española como fruto de una presencia histórica?) Ese libro de Valle-Inclán tenía un doble mensaje: el lingüístico -para mí, filólogo, al fin y al cabo, el más perentorio y trascendente- y el político. Quizá en este último, el mundo alocado y esperpéntico de una tiranía, haya sido su mejor sucesor El señor presidente, la escalofriante novela de Miguel Ángel Asturias, pero en el lingüístico, en lo que Tirano Banderas llevaba de disciplina y de amor, de ordenada pasión por el idioma, ha sido La catira su continuador. Y, como veíamos antes al bucear en la vida y paisaje de España, también aquí se concretan el afán y el clima: se limita la ilusoria Santa Fe de Tierra Firme a los Llanos venezolanos, a sus realidades vitales en las que el pelear de la política queda lejano y sin sentido, y el idioma se procura también acomodar al de esa comarca y sus gentes. Comarca y realidades que no hace falta -no estamos ya ante libros realistas- que sean documentables o provistas de indiscutible veracidad, no, no es éste el problema, como no es verdadera la España de la picaresca, sino algo distinto, verdad de otra forma, cotizable también y no documental, verdad de la verosímil mentira. Mucho se ha escrito sobre La catira, más o menos agudamente. Yo ahora quería solamente ponerla como un   —171→   eslabón más en esa larga cadena que representará a nuestro siglo en la literatura. Ponerlo, decirlo era necesario: detrás de La catira está otro nombre ilustre al que se completa y matiza, aprendiendo de él; se le lanza por otro camino feliz, después de haber acabado su lección. De otra manera: el pasado inmediato sigue operando sobre La catira, uno de los grandes frutos de Camilo José Cela.




ArribaAbajoRemocemos el aldeanismo

Sigamos atando cabos en torno a Camilo José Cela. La colmena, otro cabo suelto. Quizá el más suelto. La colmena, otro pequeño escándalo. No hay, ni aparentemente ni en su meollo, medio de casar La colmena con la tradición en que venimos instalando a Camilo José Cela. Y sin embargo...

La colmena es el gran intento de nuestros últimos años por europeizar la narración española. (En esta dirección de traer aires ajenos a la literatura casera, Mrs. Caldwell es también un importante ejemplo. Sin embargo, es muy poco, se trata de un ejemplo muy aislado para que podamos generalizar: baste aquí con recordar cómo el ambiente onírico está bastante desdeñado en las letras nacionales y cómo al lector español, al tener en sus manos el largo diario de Mrs. Caldwell, unos cuantos nombres no españoles le hacen inmediata compañía.) Pero volvamos a La colmena. No sé, no puedo afirmar nada -y menos cosa de tal gravedad: somos esclavos de nuestra circunstancia histórica y de nuestras curiosidades- sobre la génesis del libro. La colmena apareció en Buenos Aires, en 1951. (En el clima de España no cabía bien;   —172→   hubo de buscarse una partida de nacimiento en el aire austral; la segunda edición salió en Méjico, en 1955: seguía sin caber en España.) Figura La colmena como el primer volumen de una serie: Los caminos inciertos. Seis años antes, en 1945, había salido en París el segundo tomo de Les chemins de la liberté, Les sursis, de Jean Paul Sartre, libro cúspide de una problemática y de un estilo. El lector que se enfrente con ambos libros, no dejará de encontrar analogías, interferencias, etc. En muchas ocasiones, tan sólo son la voz del tiempo, esa anónima y fortuita -y forzosa- concordancia, impuesta por el giro de la historia. Pero, si hay algún parentesco, no debe verse más que un fruto (quizá el más lejano), profundamente sentido (aprendido primero, olvidado después), de la necesidad de europeizar, de traer al aldeanismo nativo vientos y aguas de otros veneros, fomentar la delicada y feliz definición de «renacimiento» hecha por Azorín: «Fecundación de lo nacional por lo extranjero». También fue gestión de los hombres del 98, ese traer lo europeo, dar nuevas orientaciones a lo español, encuadrándolo en su propia geografía. Sí; en La colmena hay mucho de allá: estilo, problemas, secuencias cinematográficas al narrarnos un mundo sucio, deprimente, bajo el espectro del miedo o de la insensatez. Pero está hecho con españoles, con los españoles medios, gente alicorta y siempre al borde de la condena, gentes que palpan esa lápida de cementerio transformada en mesa de café, o que experimentan pudorosa conmiseración por el niño desvalido que vive debajo de un puente. La colmena, revoltijo de pobreza, desazón, inquietud de las idénticas peripecias y del próximo despertar -otro azar- desamparado,   —173→   envuelto en una ojeada trémula, asombrada, comprensiva. Ya no la desnudez amarga de enunciar los hechos vitales, sino detenerse al filo del pequeño prodigio silencioso, dejar entrever la filigrana común a toda la existencia, a todas las vidas anónimas. Así ocurre con esa castañera que se va todas las noches, acompañada de su hijo cojo, «muy cogiditos del brazo, a dormir». En medio de la vida triste, también triste y confusa, como la de los héroes barojianos, esta castañera está sobreseída, disculpada, colgado nuestro gesto de la brasa, decreciente en lo oscuro y compañera. Lección de La colmena, que es en vano pretender apartar o desconocer, ansia de calor en el amanecer nuevo, inexorable, afán de vida incontrolable. Mundo que, al lado del nuestro, es también el nuestro, aquí y ahora, y por eso debemos conocerlo a fondo: «...vivimos un poco el tiempo de la osadía, ese espectáculo que algunos hombres de limpio corazón contemplan desde la barrera, sin entender demasiado lo que sucede, que es bien claro». Y así un día y otro día. La colmena, aliento nuevo en la novelística española, con raíces en el vivir español contemporáneo, lleno de angustia, y con raíces también más allá del Bidasoa, donde buscaron savia nutricia -¡tantas veces!- tantos españoles ejemplares. «España está por descubrir -decía Unamuno-, y sólo la descubrirán españoles europeizados.» He aquí cómo La colmena, aparentemente tan dispar con los postulados históricos que venimos considerando, muestra un nudo más con una tradición cercana, valiosa y autentica27.



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ArribaAbajo¿El tema de una generación?

Aún nos queda otro portillo abierto: la guerra civil. Siempre, en el recuerdo y en la experiencia de miles de españoles conscientes, aparecerá la guerra. Los novelistas jóvenes españoles buscan y rebuscan un tema, algo que sea adecuado vehículo a sus desvelos y preocupaciones. ¿No estará eso en nuestra guerra? La contienda civil de 1936-39 -tan presente en numerosas obras no españolas: Malraux, Bernanos, Hemingway, etc.- se asoma en muchos libros ya, como una sombra amenazante, a pesar de prohibiciones y repulsas. Se ve así en Nada, de Carmen Laforet; en La sangre, de Elena Quiroga; en La mujer nueva, de la misma Laforet; en Los cipreses creen en Dios, de   —175→   Gironella; en la no nacida Penal de Ocaña, de María Josefa Canellada. En la delicada y rigurosa a la vez Testamento en la montaña, de Manuel Arce; etcétera (y esto sólo por citar las novelas pensadas y escritas por españoles dentro de España). En El Jarama, de Sánchez Ferlosio, un tableteo de ametralladoras es evocado por el ruido del tren, y las tranquilas aguas de un domingo fluvial y jaranero despiertan la presencia del frente, con otros cadáveres, otras horas más amargas, culpables de la actual indiferencia temerosa. Luchas sociales de entreguerras constituyen la trama de Nosotros, los Rivero, de Dolores Medio. Nadie puede robarle al porvenir su aliento, pero es indudable que la guerra española atrae a los escritores por su grandeza y su desventura. Es la gran experiencia, la verdad que condiciona imperativamente el vivir y el pensar de toda una comunidad. En Camilo José Cela, la guerra, ya queda dicho, existe. Quizá no exista, evidentemente, de la forma que unas exigencias lejanas y olvidadizas -o ignorantes- de la menuda problemática que condiciona la aparición de los libros puede reclamar. Pero la guerra está. Ya vimos cómo obra sobre Pascual Duarte, como se asoma, estableciendo mudamente niveles y comparaciones entre los diversos crímenes del personaje. Ya hemos visto cómo se abate por encima de los personajes innumerables de La colmena, gentes a rastras con su miedo, con su sobrevivirse y, lo que es peor, con su paz, con su precaria paz. Asoman alusiones a la guerra aquí y allá en varios sitios. Y yo quiero ver aquí un cabo más, sin atar todavía, una lazada algo más floja que las que he venido señalando, pero también eficaz. Si las novelas de la guerra   —176→   se escriben, tendremos una vez más el giro repetido, cuyos antepasados ciertos serían Paz en la guerra, de Unamuno; la trilogía de La guerra carlista, de Ramón del Valle-Inclán; o las Memorias de un hombre de acción, de Pío Baroja; o los recuerdos anecdóticos, dispersos, de Gabriel Miró. Gentes que se asomaron a la vida cuando la pelea sonaba, o cuando sus ecos alimentaban fantasías nacientes, hicieron literatura con las luchas civiles del siglo XIX. Esperemos que esa nueva vuelta de tuerca se produzca; deseémoslo, a que, seguramente, una digna literatura sobre el más trágico vaivén de nuestra historia contemporánea servirla de lustración, de aguja muerta para incontables desasosiegos y amarguras.




ArribaAbajoUn lugar en el tiempo

Vemos, pues, a Camilo José Cela instalado perfectamente en una tradición: la inmediata. No es nada peregrino ni extraordinario. Difícilmente encontraremos en la historia de las letras y del pensamiento españoles un esfuerzo tan hondo, leal y sincero como el que se planteó el 98. La voz de un puñado de hombres egregios sonó y resonó sin cesar durante treinta, cuarenta años (en algunos casos aún suena), en el ámbito de la vida nacional. Resulta muy difícil envolverlos en un silencio premeditado, o esquivar los armónicos de esas voces. Camilo José Cela ha pasado los años de formación, los de adolescencia y juventud, esos años plásticos, cuando todo el vivir es una ventana abierta, ha pasado esos años, digo, envuelto en ese mensaje. Un mensaje que en todas las trayectorias culturales le hablaba de España, de sus gentes, y de   —177→   sus campos, y de sus ciudades, y de la inoperancia de un pasado brillante reducido a vacua oratoria. Y la gran experiencia generacional de Camilo José Cela -como diría Petersen- ha sido de tipo catastrófico. Hay quien ha nacido a la vida con algo nuevo y definitorio (Alberti pedía perdón por haber nacido con el cine), pero también hay quien se asoma a la vida de veras cuando una gran conmoción sacude hasta los cimientos la realidad circundante. Para Camilo José Cela, con veinte años en 1936, esa gran experiencia ha sido la guerra civil. Y de la guerra civil había de sobrevivir, hundidos muchos postulados, uno de los previos sostenes y preguntas, mucho más ahincado, más en presente e inesquivable: España, siempre España. Ahora nos explicamos perfectamente el signo, la trayectoria, el valor incluso, de esta literatura. En el arte de Camilo José Cela habrá -¿por qué no?- muchos elementos ficticios, quizá ingenuidades, a veces un regodeo inocente en una retórica elemental; faltarán, sobre todo, las enormes preocupaciones intelectuales, y hasta, si se quiere, sociales, de la novelística europea. Todo lo que se quiera. Pero estará siempre presente una honda verdad dolorosa, que hace a sus libros, en el sentido más noble de la palabra, clásicos. Es decir, adecuada expresión entre ellos y la circunstancia histórica e intelectual en que se han producido. Soterraña, turbulenta, debajo de sus páginas, corre la vida de un español preocupado, atenazado por el pedazo de tierra que habita.

También este postulado nos aclara muchas de las dificultades que en torno a su obra se han levantado o levantan (oposiciones, malentendidos, etc.). Le corresponde a Camilo José Cela el papel durísimo, y   —178→   quizá poco brillante, de ser el puente por encima de situaciones forzadas y transitorias para establecer una indestructible continuidad, necesaria a todo vivir histórico. Sería como si dijéramos el representante literario de una generación de las que Ortega llamaba cumulativas, a la que su peripecia histórica presenta relativamente dispersa y disminuida. (No sería nada difícil encontrar nombres de equivalente situación en todas las demás vertientes de la vida intelectual y científica: la medicina, la filología, la filosofía, etcétera.) Una colectividad no puede prescindir frívolamente de su cercano ayer, sin grave menoscabo de su propia existencia (entiéndase: cuando el ayer es evidentemente valioso). En medio de mucha palabrería, la tarea de Camilo José Cela ha ido, segura, lenta, por un camino bien aprendido (en esto se basa su repetido y al parecer detonante «me asombra qué fácil me ha resultado ser novelista», o términos parecidos), consciente de su valor de pieza de tránsito entre una actitud literaria de sus años mozos y otra nueva, aún balbuceante, la que puede surgir en bloque (ya se la va viendo) de los años de postguerra, y para la que, súbitamente, la novelística de Camilo José Cela adquirió calidades de magisterio y veteranía. De ahí su aceptación o su repulsa, en bloque y sin matices, por parte de los jóvenes, que, viéndose en ella, quizá no se ven del todo o no logran percibir el importante papel de transmisor de una herencia cultural y literaria.




ArribaAbajoUna brisa joven, recién estrenada

Estamos de nuevo intentando poner puertas al campo, pero reconozcamos que Camilo José Cela lleva   —179→   y logra su puesto con dignidad, con firmeza, sabiendo muy bien a qué atenerse. Como corolario final, quiero dejar una afirmación bien sentada: lejos, muy lejos de estas páginas, los fáciles comodines. Se tiende a hablar mucho, con una sonrisa suficiente y cómplice, de «parecidos», «copias», «plagios», «limitaciones», «secuelas» y múltiples zarandajas parecidas. No: necesito decir que no se trata de nada de esto. Vuelvo a repetir: en nuestro país hay que insistir mucho, mucho, para que una parte de lo que queremos decir llegue a su destino. Me he detenido en estos aspectos que, convencionalmente, llamamos noventayochistas, de Camilo José Cela, por considerarlos ilustradores de la verdad. Inevitablemente pertenecemos al tiempo en que hemos nacido y no podemos sacudirnos su mandato. Un círculo de exigencias urgentes y punzantes nos asedia día a día, preguntando, oprimiendo, proponiendo soluciones, insinuando otras diferentes. Y en literatura, como en todo, hay que partir de lo heredado y aprendido. He intentado señalar la ascendencia de muchas actitudes de Camilo José Cela (nótese bien: digo muchas, no digo todas), y cómo Camilo José Cela demuestra entenderlas y adaptarlas a su hoy. A su nueva circunstancia. Del aliento inaugural del siglo queda vibrante una novela, instalada en la realidad que viven sus autores, lo que produce, natural consecuencia, caracteres duros, angustiados, zigzagueantes. Esa realidad es la tierra de España, y sus personajes se van haciendo, en imprevisto azar, vitalmente. Como quería Unamuno: «Voy a escribir una novela, pero voy a escribirla como se vive, sin saber lo que vendrá.» «Mis personajes se irán haciendo según obren..., su carácter se irá formando poco a poco.»   —180→   El arte de Camilo José Cela está hondamente anclado en una tradición de indiscutible valía y, en su obra, como siempre, lo importante no son las semejanzas con esa lección asimilada, sino las diferencias, los gestos por desasirse de ellas o trasplantarlas: los silencios, en último termino. Pero todo está condicionado por unas raíces, nutridoras a veces en contra de nuestra propia voluntad. En este caso, esas raíces explican la más noble calidad de la obra artística: radical honradez, intocable fidelidad a la verdad más querida.

Una brisa de ágil burla desengañada -¿Dónde, dónde iríamos a buscar eso en la tradición inmediata? ¿No estaremos viendo aquí una delicadísima manifestación de desencanto, nueva en la literatura?- llena los libros de Camilo José Cela. Fracaso y melancolía desesperanzados (a vueltas con una innegable ternura, con una limpia, elemental generosidad) y devanados en burla con un rotundo alzarse de hombros, melancolía y fracaso que hurgan entre los recuerdos de una espléndida vida lejana, amenazada de total ruina. Quizá España en su historia (Cristianos, moros y judíos), de Américo Castro, la más enamorada reflexión sobre la realidad histórica de nuestro ser colectivo, ha pesado sobre el título de Judíos, moros y cristianos. Ya no es el filólogo ni el poeta, ni el pensador quienes buscan a España, sino un vagabundo, un hombre para quien las flechas orientadoras de los caminos no tienen punta fija. Él avanza de frente al sol, al aire, a la lluvia, a la soledad, buscando al hombre, su compatriota actual y coetáneo, con sus días y sus noches difíciles, sus gozos y sus enfermedades, hombres que también conocen la soledad...



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ArribaAbajo¿En el final de una época?

Camilo José Cela se nos presenta hoy, en consecuencia, como el final de una larga época histórica, empezada con el siglo, y destinada, al parecer, a dejar indelebles huellas sobre la espiritualidad española, a dejar impronta de profundos surcos sobre la realidad «España». Las versiones del Poema del Cid que Camilo José Cela va realizando anudan sus días con los años ya lejanos en que Menéndez Pidal exhumaba el viejo Cantar y con los afanes de otros grupos (ya queda dicho: Salinas, Alfonso Reyes), que también hicieron sus «traducciones». Su curioseo por los pueblos y gentes de los pueblos le atan a Unamuno, a Azorín, a Baroja, a Antonio Machado. Por otros caminos de su tarea literaria, vemos asomar a Marañón, a Américo Castro, a José Ortega y Gasset. Y, en último término, si fuera lícito reducir a un delgadísimo esquema todo lo que venimos llamando «preocupación de España», «paisanaje y paisaje», «cancionero tradicional», «apunte carpetovetónico», etc., creo que nada le cuadraría mejor que esto, tan sencillo y, a veces, tan reacio a pronunciarse: patriotismo. Patriotismo sin charangas ni fuerzas vivas, ni condecoraciones, sino patriotismo de veras: una insatisfacción permanente. Con motivo de los noventa años de Ramón Menéndez Pidal, Julián Marías publicó un agudo artículo titulado Los frutos tardíos. Don Ramón Menéndez Pidal en su generación, del que extraigo las líneas siguientes, tan oportunas aquí: «Todo palpita con ese fuerte patriotismo de Menéndez Pidal, que   —182→   da el mismo latido -quizá más acompasado, sin taquicardias ni extrasístoles- que en Unamuno, en Azorín, en Baroja, en Machado, el que se prolonga en la generación siguiente: el de Ortega, Marañón, Américo Castro: el que, con otros matices, pervive en la generación siguiente; el que, en la mía, resiste a todas las tentaciones y sigue afirmándose tenazmente.» En esta última generación hay que colocar a los que, como Camilo José Cela, andaban por los veinte años en 1936: «...de ahí data la empresa -sigue Julián Marías- que es la nuestra, aquella en que estamos implicados, la que en formas diversas, con luchas y discrepancias, afirmamos, a la cual pertenecemos. Ha durado ya cuatro generaciones -la duración mínima que puede tener una época histórica, si ha de ser eso, una época histórica...» Y todos hemos de reconocer, y es un evidente gozo íntimo el verlo tan claro en medio de tanta turbulencia y asechanza, que toda esa época, la que quizá estamos acabando y de cuyo último núcleo Camilo José Cela es el gran novelista, ha estado vivificada por el esfuerzo más genial, «auténtico y desinteresado que se había dado en España desde hace más de tres siglos».




ArribaAbajoDía a día

Desde abril de 1956, Camilo José Cela dirige y publica, en la madura soledad de Mallorca, una revista mensual: Papeles de Son Armadans. Como en su número inicial se afirma, la revista es un «cajón de sastre, aunque, eso sí, un cajón de sastre ordenado y que lee los periódicos por la mañana, escucha la radio por la tarde y piensa, por la noche, en lo que   —183→   en el mundo ocurre». Detrás de esas palabras, dichas con soltura, con un buen humor joven, entrevemos el aire de la revista: preocupación sin prejuicios por el contorno, información, trabajo, creación, crítica, etcétera. Quizás su mejor rasgo sea éste: no dejar pasar un solo día sin dar fe de vida, sin poner al margen de unas veinticuatro horas pasadas un comentario, el nuestro, el que nos incorpora entrañablemente a la peripecia histórica, cultural, intelectual o artística que nos corresponde.

Desde los primeros números, Papeles de Son Armadans se ha convertido en la revista más respetada y estimada entre los círculos de limpia pasión y vocación intelectuales. También en esto, Camilo José Cela, como orientador y director de ella, desempeña ese papel de puente, de nexo a que he aludido antes. En la revista colaboran viejos maestros, palabras ya saturadas de experiencia (Américo Castro, Menéndez Pidal, Gregorio Marañón) al lado de nuevas personalidades, inéditas a veces hasta su aparición en las páginas de Papeles. Y junto a estos extremos de cronología y de opiniones aparecen los intermedios, tanto presentes como lejanos. En Papeles se da cita amistosa lo más desenvuelto, ventilado y afanoso del vivir español.

Y como en las viejas Revista de Occidente o Cruz y raya, salvando las distancias y las premuras de un tiempo de signo más ajetreado y diferente, se deja constancia de todo cuanto el oficio del pensamiento necesita cotidianamente. No dejar pasar nada en claro o en olvido. La mejor prueba son los prólogos -mejor: delantales- que a cada número pone su director. Allí nos encontramos, con el ritmo espontáneo de su   —184→   prosa, comentarios sobre todo lo que ha ido suponiendo algo -triunfal o calamitoso- para el intelectual español. Predominan reflexiones, tan oportunas en nuestro momento, sobre el escritor, su soledad, su independencia, sus gozos y sus desventuras; no escasean juicios sobre la pedrea de los premios literarios, pedrea que va a acabar por mellar, si no herir de muerte, el paisaje de la literatura; se envuelve de emoción jugosa y de la mejor ley el recuerdo del entierro de Pío Baroja, una tarde de otoño, las gentes huidizas, el ataúd pobre y destiñendo, de igual modo le tiembla al prologuito ocasional hasta la puntuación, al evocar la muerte, en tierra extraña, de Antonio Machado: «Poeta el más español de nuestros poetas, don Antonio, el Bueno, no pudo quedarse en la tierra que le vio nacer. A los españoles, que no supimos guardarlo, sólo nos resta llorar.» Se da siempre en esas páginas iniciales de cada mes de Papeles noticia o noticias, acorde vibración a lo sucedido con vocación de trascendencia: el premio Nobel a Juan Ramón Jiménez, a Camus, la muerte de Manuel Altolaguirre; se recuerda a Picasso, a Joan Miró, a un grupo de jóvenes pintores abstractos, a Gaudí, el discutido arquitecto; se comentan reuniones poéticas, se medita sobre la propia revista cada vez que un necesario balance se impone; se dedican fervorosos, humildes y evidentes homenajes a Menéndez Pidal, a Dámaso Alonso, a Vicente Aleixandre. Se recuerda a Gutiérrez Solana y se celebra la llegada a Mallorca de Américo Castro; se asoman curiosamente opiniones sobre ciudades, provincias del léxico, acaecer de los meses, la Academia, el apunte carpetovetónico, el Estado, los libros, la circunstancia actual de los españoles, los periódicos, la   —185→   insatisfacción de los jóvenes, etc. Batiburrillo plural y aparentemente confuso, en el que el orden se va haciendo por su propio peso, desbrozándose, meditación abierta y consecuente, día a día manifiesta, hecha con dos adjetivos camino del olvido: meditación leal, meditación honesta.

Y detrás de esos prologuitos, también día a día, una España que quiere vivir, dejar constancia de su hoy, también lealmente, honestamente.





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