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«Cansera», de Vicente Medina. La otra cara del 98

José M. Jover Zamora



«La Cansera de Medina es, a mi ver, una de las más reales poesías de la lírica española en el siglo XIX. También creo que no todos son capaces de apreciar el porqué»1.








Introducción. La aparición de «Cansera» en la España del 98

Para presentar en la Academia de la Historia y ante un público de historiadores la poesía objeto de nuestra lección de esta tarde quizá no quepa mejor introductor que don Melchor Fernández Almagro. Releamos unas líneas de su Historia política de la España Contemporánea, que aparecen en el capítulo destinado a analizar las reacciones suscitadas en la sociedad española por el desastre del 98. Son estas:

Por encima de realidades y de propagandas que pudiesen enardecer a las gentes en el grado correspondiente a la situación o al temperamento de cada uno, cabe presumir un estado difuso de abatimiento y desilusión. Sirva de ejemplo la poesía titulada Cansera, del murciano Vicente Medina, que, dada a conocer en los días mismos de 1898, se hizo muy popular.



Y a continuación reproduce don Melchor, por cierto con alguna pequeña errata, los ocho últimos versos de la inmortal poesía: desde «Por esa sendica se marchó aquel hijo» hasta la patética exclamación final2. En necesario subrayar aquí la valoración que hace Fernández Almagro de Cansera como expresión de una situación colectiva de ánimo -«estado difuso de abatimiento y desilusión»- característica del 98; esta fuerza expresiva de algo que estaba previamente en la sociedad es lo que explica la amplitud y rapidez de la difusión de Cansera: se hizo muy popular, dice don Melchor, en los días mismos del 98.

Pero bueno será precisar un tanto la cronología de este proceso de inspiración, expresión y recepción de la poesía en un medio social propicio a ello. Nos equivocaríamos si, movidos por la fuerza expresiva de una fecha mítica -el 98-, imagináramos que Vicente Medina escribió Cansera influido por el estado de ánimo que siguió al Desastre; es decir, a la doble derrota naval de Cavite y Santiago de Cuba, y a la subsiguiente pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Baste recordar que José Martínez Ruiz, el futuro Azorín, publicó un elogio de Cansera, al que habré de referirme más adelante, en El Progreso, de Madrid, en 5 de marzo de 1898; esto es, seis largas semanas antes de que sobreviniera el estado de guerra entre España y los Estados Unidos3. Bastaría esta referencia para evidenciar que no fue «el Desastre» propiamente dicho, ni su repercusión en el estado de ánimo y en la conciencia nacional de los españoles, lo que engendró Cansera en la mente de Vicente Medina; sino otros componentes de la transición intersecular, cuya recíproca interacción hubo de definir el peculiar estado de ánimo de la sociedad española durante los últimos lustros del XIX y los primeros años del siglo XX4. Dejemos, pues, bien claro, antes de entrar en el análisis histórico de la famosa poesía de Medina, que no es la reacción colectiva ante el Desastre propiamente dicho lo que expresa Cansera; sino un conjunto de calamidades previamente abatidas sobre las clases populares del país, en convergencia con el cambio de sensibilidad entre sus clases medias que constituye una de las características de nuestro fin de siglo. Ahora bien, será después del Desastre cuando el monólogo del anciano protagonista de Cansera se presente al público lector como trasunto de la situación de ánimo de la nación entera ante una derrota naval sin precedentes; ante la pérdida de las islas de Ultramar y ante el espectáculo, mitad dantesco mitad brechtiano, del retorno de los repatriados.

Otro dato quizá menos conocido nos habla de cuándo y cómo llegó a ser noticia la primera edición de Aires murcianos, con Cansera en sus páginas finales, en el ámbito local de la ciudad en que tuvo lugar su publicación. En efecto, el mismo día en que los españoles tuvieron conocimiento por la prensa del desastre de Cavite -lunes, 2 de mayo de 1898-, publica «El Eco de Cartagena» un reclamo del libro que acaba de aparecer:

Vicente Medina, el notabilísimo poeta, ha recopilado en un lindo tomo varios de sus Aires murcianos. El libro lleva un prólogo de Ruiz Martínez [sic], escritor madrileño que con razón sobrada se ha erigido en promulgador de las excelentes condiciones que concurren en Medina, el cual -indudablemente- tiene un brillante porvenir en la literatura patria. El tomo de que hablamos está de venta en la librería de la calle de Campos, y se vende al precio de una peseta.



Sin embargo, la fecha inicial de publicación de Cansera precedió, como acabamos de ver más arriba, a la marcada por la gacetilla que antecede. Según la primera línea de esta última, el libro aparecido entonces fue una recopilación de «varios de sus aires murcianos». Y según Medina Tornero,

Una vez instalado en Cartagena (Vicente Medina) empieza a publicar pequeñas cosas en los periódicos locales [...] A los 30 años [es decir, c. 1896] publicó también en la revista ¿...? Semanario satírico, fundada por Vaso y otros (de 1894-1896) aparecen sus composiciones Murria, Cansera, Carmencica...)5.



No he tenido ocasión de manejar personalmente la colección del semanario satírico que cita Medina Tornero; pero el párrafo que acabo de transcribir, y la documentación en que se fundamenta, permite dar como muy probables las fechas que cita -entre 1894 y 1896-, quizá mejor esta última porque fue en 1895 cuando dio comienzo la guerra de Cuba, para la aparición al público de Cansera. En resumen: no fue el desastre del 98 lo que movió la pluma de Medina para escribir la más famosa de sus poesías, sino el despliegue de calamidades que trajo consigo, para las capas más humildes de la sociedad española, la crisis finisecular.



La gacetilla arriba mencionada recae sobre la obra de un hombre conocido en Cartagena, tanto por la publicación de sus primeras poesías en la revista local «El Álbum» (1890), como por su pertenencia al cuerpo de Auxiliares de las Oficinas de Marina en calidad de escribiente de segunda clase, y sobre todo por su relación con los medios periodísticos y culturales de la ciudad. Es difícil precisar la difusión que tuvo, en la España de 1898, aquella primera edición de Aires murcianos, aunque gracias a Medina Tornero6 conocemos su tirada (1200 ejemplares), así como el hecho de que su publicación despertara «vivo interés» y la «consideración de determinada crítica». No obstante, la difusión real de la obra debió de quedar bastante circunscrita al ámbito local y a la reducida elite literaria a la cual el mismo autor cuidó de enviar su obra, como vamos a ver enseguida. Pienso también que, muy probablemente, el conocimiento de Cansera por capas más amplias de público lector, el acceso a esa evidente popularidad que le atribuyó un conocedor de la época tan calificado como Fernández Almagro, fue logrado a través de la prensa periódica. En este sentido, bueno será recordar el testimonio de José María de Pereda que reproduce el mismo Medina, y la referencia que el novelista montañés hace a la revista «Madrid Cómico» como probable fuente de su primera lectura de Cansera7.

Pero bien pudo ser el acceso a la prensa gráfica -destinada entonces a una capa social más cultivada- lo que contribuyó en mayor medida a la difusión de Cansera en el cuerpo social del país. En efecto, en el número de la revista «Blanco y Negro» correspondiente al 18 de junio de 1898, encontramos la famosa poesía, encuadrada por un dibujo alusivo de José Blanco Coris -uno de los más conocidos ilustradores, con Méndez Bringa y Martínez Abades, de la mencionada revista8-, ocupando con cierto alarde tipográfico una página entera. Es momento de recordar que, cuando aparece Cansera en las páginas de «Blanco y Negro» en la fecha indicada, todavía no habían iniciado los norteamericanos su marcha sobre Santiago de Cuba ni había tenido lugar el decisivo combate naval del 3 de julio, verdadera consumación del desastre iniciado en Cavite. Hojeemos el número de «Blanco y Negro» en que aparece el texto de Medina enmarcado por el barroco dibujo de Blanco Coris: en portada, la banda de estribor del acorazado «Pelayo», con su hilera de cañones en posición horizontal; ya dentro del cuadernillo, fotografías de barcos, torpedos y cañones; un significativo dibujo, a página entera, de Méndez Bringa («Antes del combate. ¡Gente arriba!»), y otro de Xaudaró, de idénticas dimensiones, alusivo a las esperanzas puestas en «El hombre del día. Don Manuel de la Cámara, jefe de la escuadra de reserva». En suma: no hay sintonía entre el clima psicológico que expresa la página de Cansera, y el que parece presidir, a través de sus imágenes, el cuerpo de la revista.

Todo ello refrenda plásticamente lo que deja establecido el contraste de fechas que hemos referido previamente. Es decir, que el «estado difuso de abatimiento y desilusión» que expresan las estrofas de Cansera no tenía que esperar para manifestarse a la doble derrota naval frente a los Estados Unidos. Bastaban para ello, sobre todo entre las clases populares, otros componentes de la crisis finisecular. Y tengamos en cuenta, además, que el hondo dramatismo de la poesía bastaba para suscitar sentimientos de compasión entre unas clases medias propicias, a la sazón, a reacciones afectivas de este orden ante los sufrimientos de las capas más menesterosas del país9.

¿Cuáles fueron, pues, los componentes de la circunstancia histórica que presidió la gestación de Cansera? Antes de enfrentamos con los treinta y cuatro versos de esta poesía, bueno será esbozar una rápida semblanza de su autor y de las corrientes de la civilización española finisecular a que responde su gestación, así como de los motivos a que respondió la acogida social que encontró en medios sociales tan distintos como la revista «Blanco y Negro», y la prensa de orientación bakuninista frecuentada por la juventud del 98.




Vicente Medina y el marco histórico de «Cansera»


El hombre y sus paisajes

Hagámonos, ante todo, con la fisonomía del hombre Vicente Medina. Puede servirnos para ello la vivida semblanza que de él trazó Teodoro Llorente desde las páginas del diario «Las Provincias»10, siete años después de la publicación de Cansera:

No hay en su aspecto ni en su fisonomía nada de su estirpe labriega; no muy alto, cenceño, cetrino de color, suelto en los movimientos, enérgico en el ademán; su rostro ovalado, aguileño, de barba sedosa, le da el tipo de un árabe, de raza fina y aristocrática. Pero el rasgo saliente y característico, que pronto percibí, está en sus ojos y su entrecejo, vivísimos aquellos, duro éste [...] Este moro murciano no es un soñador fantástico; es un hombre de acción, de lucha, de firmeza, de constancia.



Y antes de seguir adelante apresurémonos a observar que, en Vicente Medina, la adecuación entre fisonomía, progenie y biografía es perfecta.


La extracción social. Los años de Archena

La biografía de Vicente Medina presenta, grosso modo, tres etapas: los años de Archena, los años de Cartagena y los años de Rosario de Santa Fe, en la República Argentina, donde morirá en agosto de 1937 después de haber cerrado el ciclo de su vida viviendo otros cinco años en Archena (1931-1936)11. En estas páginas, destinadas a prestar contexto a la más famosa de sus poesías, nos limitaremos a consignar los aspectos más relevantes del segmento de su biografía que transcurre entre el 27 de octubre de 1866, fecha de su nacimiento en Archena, y febrero de 1908, fecha de su emigración a la República Argentina.

Vicente Medina procedía de una familia de muy modesta extracción social. Su madre fue costurera; su padre unió a unos comienzos sumamente humildes -leñador, mozo de labranza en casa de unos parientes suyos...- un afán de promoción y una tenaz capacidad de iniciativa, favorecida por la presencia en Archena de un balneario concurrido tradicionalmente por gentes de clase media y alta, de diversa procedencia urbana. En las horas que le dejara libres el trabajo cotidiano, había aprendido a leer y escribir; dedicándose más adelante a dar lecciones en las casas del campo, en tanto se iba despertando en él «mucha afición a la lectura de romances e historias, y leía cuanto pillaba, gastando sus pequeños ahorros en papeles de estos». El balneario coadyuvó eficazmente a despertar y a alimentar sus deseos; en él trabajó primero como camarero y empleado de oficina; después -paso decisivo para la formación de su hijo Vicente- en la venta de libros y periódicos para la clientela del mismo balneario. En tanto, va iniciando a su hijo en el mundo de la lectura. Este nos narra cómo «desde los ocho años a los trece vendí periódicos en la calle y libros en el puesto, yendo con mi padre, durante los meses que se cerraba el balneario, a vender libros y romances a los pueblos de la comarca. Estas excursiones las hacíamos a pie y con el hato a cuestas; alguna vez hicimos jornadas de ocho y doce leguas [...]»12.

A los trece años le envían a Madrid como criado de un procurador de los Tribunales; fue después dependiente de comercio y mancebo de botica. Pero la vida en la gran ciudad no le satisface; regresa a Archena, donde tampoco encuentra acomodo. En fin, a los 18 años ingresa como voluntario en el servicio militar. Y cuatro años después, tras haber pasado por la Escuela de San Fernando (Cádiz) lo encontramos en Cartagena trabajando como escribiente auxiliar en la Capitanía General del Departamento, con la modesta graduación de cabo de infantería de Marina.




La juventud: lucha por la vida y avidez de horizontes

La ciudad departamental abre nuevos horizontes al joven Medina. Viajó en la histórica Numancia a Barcelona, donde tuvo ocasión de visitar la Exposición Universal; poco después marcha a Filipinas, en cumplimiento de un destino que él mismo había solicitado, y allí permanecerá algo más de un año. Al licenciarse, cuando contaba 24 años de edad, vuelve a Archena, donde pone un pequeño comercio de tejidos, cuyo fracaso le impulsa a emigrar -como tantos murcianos y alicantinos- a Orán. Marcha nuevamente a Cartagena, punto de partida para la vecina ciudad africana; pero no llega a embarcar, porque en Cartagena logra un destino de contable en el Arsenal, y sobre todo colocación en una oficina comercial cuyo dueño era propietario de dos periódicos locales.

Instalado definitivamente en Cartagena, ve llegado el momento de buscar una situación estable; por lo pronto va penetrando paulatinamente -a través de la prensa local- en el mundo de las letras. Allí comienza su labor literaria, publicando en 1890, en una pequeña revista cartagenera -«El Álbum»-, sus primeras poesías. Entre 1894 y 1896 ven la luz Murria, Cansera, Carmencica, poesías que pronto le darán fama. Y dos años más tarde, en la fecha fatídica del 98, comenzará a ocuparse de su obra la crítica nacional: el futuro Azorín y Pereda, Unamuno y Clarín; en años sucesivos, Pere Corominas, Teodoro Llorente... Entre 1899 y 1904 Medina comparte su actividad entre la poesía y el teatro, sobre la base de una homogeneidad temática13.

En fin, entre los 22 y los 42 años de su edad -entre 1888 y 1908: casi exactamente a lo largo de toda la transición entresiglos- la personalidad literaria, ideológica y afectiva de Vicente Medina se forjará a partir de tres influencias distintas y complementarias, fundidas en el ánimo de nuestro poeta. Por una parte, el atractivo de la huerta murciana y de sus gentes como marco de vida y como fuente de inspiración. Por otra, las posibilidades de extraversión y el ambiente cultural que le ofrece la ciudad de Cartagena. Y sobre todo ello, el intercambio de ideas con una «juventud del 98» -en particular con Unamuno y José Martínez Ruiz, el futuro Azorín-, que afinará su sensibilidad y su capacidad de comprensión para los problemas humanos y sociales que viven contemporáneamente los campesinos murcianos.




Entre Cartagena y Murcia

Es preciso tener en cuenta que la Cartagena en que Medina lleva a cabo su formación como hombre de letras es una ciudad cosmopolita, moderna y liberal, que debe su prosperidad económica al tráfico de su puerto, a su riqueza minera en plena explotación, a su Arsenal. Su impronta de ciudad industrial, anticipo del siglo inmediato, viene reforzada por el contraste entre la riqueza de un pequeño número de poderosos señores de la mina y de la tierra, y un proletariado industrial -mineros, obreros del Arsenal, cargadores del puerto-, que protagonizará uno de los principales episodios de la revolución de 1898, motivada en distintos puntos de la geografía española tanto por la crisis de subsistencias y el encarecimiento de la vida como por el descontento del sector minero14. Más aún: desde 1895, la guerra de Cuba hace vivir a la ciudad el espectáculo del embarque de soldados para Ultramar; imagen de un tema que aparecerá frecuentemente en la poesía de Medina. En resumen: Vicente Medina pudo haber sido motivado por la ciudad en que residía y por el círculo que formaba su tertulia habitual15, para compartir esa repulsa a la deshumanización de la ciudad industrial y esa nostalgia de la vida campesina y de la aldea natal, tan arraigada en la sensibilidad colectiva de los escritores y de los intelectuales españoles que vivieron la crisis de fin de siglo.

Quizá no esté de más recordar aquí el valor simbólico de que revistió José María de Pereda, en su novela Pachín González, la voladura del Cabo Machichaco, cargado de dinamita y atracado en un muelle de Santander en noviembre de 1893, provocando 222 víctimas mortales y una enorme destrucción en la ciudad16. En marzo de 1895, quince meses después de la catástrofe del Cabo Machichaco, tiene lugar la inexplicable pérdida del crucero protegido Reina Regente, a la sazón una de las unidades más modernas de la armada española, desaparecido en plena travesía con la totalidad de su dotación en el viaje de regreso a la Península desde Tánger. Otra vez la conmoción afecta a toda España, ahora con un componente arcano e incomprensible, propicio a un temor irracional alimentado por la absoluta ignorancia de las causas de la desaparición, sin dejar huella, del poderoso navío. La conmoción en Cartagena es muy honda, alcanzando la desgracia a muchas familias; conmoción que afecta de lleno a Vicente Medina, el cual «inaugura su bibliografía», en palabras de Francisco Javier Díez de Revenga17, con un poema, El naufragio, que aparece en abril de 1895, dedicado a las víctimas del Reina Regente cuyas familias habrían de beneficiarse del producto de su venta. Estamos ante una pieza poética cuya factura no entra todavía dentro de la que caracterizará los Aires murcianos: su construcción endecasilábica, su descripción culta y altisonante adecuada al tratamiento clásico de semejante tema, fue bien recibida por la crítica local, profundamente impresionada por la tragedia. Pero el autor no quedó satisfecho de su obra, sin duda porque vibraba ya en su interior el mundo de Aires murcianos, el mundo de la huerta, tan distinto del mundo tecnificado de la ciudad y de sus barcos de guerra18. Insinuar que en este cambio pudo tener su parte el recuerdo del Cabo Machichaco, desencadenado en la sensibilidad de Vicente Medina por la pérdida del Reina Regente, sería salir del campo de la construcción lógica para entrar en el de la libre imaginación. Pero no he resistido la tentación de apuntar una posible analogía temática. Volvamos, pues, a nuestra línea expositiva.

¿Cómo explicar que este hombre, de modestísima extracción social, que ha encontrado en la ciudad de Cartagena elementos para una promoción personal, busque en el mundo rural de la huerta materia y temas para su vocación literaria? Para entender la fijación temática de Medina en los campesinos de la huerta y del secano murcianos, es preciso partir de dos rasgos característicos de los «jóvenes del 98», entre los cuales, como veremos más adelante, hay que contar con Vicente Medina. Estos caracteres son, por una parte, la repulsa de la gran ciudad y de la industria -síntoma seguro del pesimismo «fin de siglo»-; renuncia a una Ciudad que se presiente o se experimenta deshumanizada por sus dimensiones, ennegrecida por la industria, devoradora del tiempo, suplantadora de la reflexión por la información, como el París de A Cidade e as Serras, de Eça de Queiroz. Rechazo de la urbe que tiene como reverso ese tema clave de la transición intersecular que es el amor a la aldea; al terruño natal, santuario de la intrahistoria19, sin olvidar que no es necesario llegar a los «jóvenes del 98» para encontrar tal mentalidad instalada en algunas de las más relevantes cabezas de la generación anterior20.

Junto a este «menosprecio de Corte y alabanza de aldea» finisecular, tengamos en cuenta la vigencia de una sensibilidad aguzada frente al sufrimiento de las clases más desheredadas, que se manifiesta a la sazón muy viva entra las clases medias tradicionales, y que entre los escritores de orientación izquierdista pone en boga una literatura social encaminada a denunciar la situación de las clases trabajadoras y los abusos que padecen. Tanto el recuerdo de sus propios orígenes como el ambiente de Cartagena pudieron haber inducido a Medina a seguir la línea de «poesía social», cultivada por los novelistas y autores teatrales -como Dicenta- que siguen tal orientación. Cartagena, la cercana ciudad de La Unión, ofrecían materia suficiente para hacer literatura social: la situación de los mineros, la existencia de un proletariado industrial en el Arsenal y entre los cargadores del muelle, la crisis de subsistencias y el movimiento contra las casetas de consumos, los embarques de tropa y el desembarco de repatriados; su misma relación con la peña «El Abanico», cuya figura más destacada era el republicano José García Vaso, eran motivos que ofrecían a Medina materia abundante para una literatura social. Ahora bien, hacer poesía social obrera en Cartagena, dependiendo del Arsenal, y en obligada convivencia -dadas las dimensiones de la ciudad amurallada- con las oligarquías de la mina y del puerto, hubiera podido crearle dificultades21. En Cartagena lo característico del medio urbano era la industria, la mina, el arsenal, la actividad portuaria: todo aquello que amenazaba acabar con un campo y una aldea idealizados. La huerta y el secano murcianos brindan sin embargo a Medina, no solo un camino para la huida de la ciudad, para la inmersión en la intrahistoria; sino también la posibilidad de una poesía y de un teatro sociales, sin temor de chocar frontalmente con el medio urbano e industrial en que vive. En Cartagena los caciques locales temen a los mineros y a los trabajadores, que cuentan con su asociación y que en mayo de 1898 manifestarán su fuerza; en la huerta murciana los dueños de la tierra no tienen nada que temer de sus míseros arrendatarios. Desde la huerta se puede hablar de la guerra, del repatriado, del abuso del poderoso. En la capital militar e industrial de la región, ello puede resultar conflictivo.

Pero incurriríamos en una burda simplificación si atribuyésemos a los motivos apuntados un valor decisivo por sí mismos, en la orientación del poeta hacia la huerta y los campesinos de Murcia. Antes hay que tener presente la profunda huella que dos mujeres dejaron en el alma de Vicente Medina. Me refiero a Rufina Crevillén, amor frustrado de sus veinte años y muerta prematuramente cuyo recuerdo le acompañará durante largos años, y a Josefica Carretero, «la esposa del amor apacible», la compañera que le dejó un vacío inmenso al perderla y a la que dedicó sus más sentidas elegías22. A la memoria de Rufina Crevillén dedicó tres poesías -Mi reina de la fiesta, En la senda, y La cita-, escritas en un impecable castellano sin huella alguna de panocho; con su métrica habitual, pero impregnadas de una hondura emocional extraordinaria23. La asociación de su recuerdo al paisaje murciano se manifiesta claramente en la segunda de las poesías mencionadas:


Parece que el tiempo no pasa... parece
la misma la senda...
¡parece que un sueño
fue sólo la ausencia!...
Todo está lo mismo:
con sus frescos verdores la huerta...
la orilla del río con sus ruiseñores...
la casita blanca... la tupida reja...
trillado el camino
sembrado de huellas...
Todo está lo mismo que entonces: desliza
su corriente tan mansa la acequia,
que bien se podría decir que paradas
se quedaron sus aguas serenas...
¡Todo está lo mismo... los cañaverales
cosas misteriosas rumorosos cuentan!...24



En cuanto a la que será su mujer, Josefa Carretero, basta leer la poesía La reina de la huerta para advertir la estrecha relación existente entre «la esposa del amor apacible», la madre de sus hijos, y la proyección de la obra poética de Vicente Medina sobre la huerta de Murcia25.

En resumen: un conjunto de cálidas motivaciones afectivas, entre las cuales habría que contar desde luego con el soberano atractivo de un paisaje y de unas formas de vida, hubo de coadyuvar intensamente a hacer del campo murciano principal escenario de las poesías de Vicente Medina, y a identificar a este último con los problemas y con el sentir de sus labriegos. De aquí su entrañable arraigo en la huerta de Murcia, paraíso trocado en purgatorio para muchos por la deshumanización y la avaricia de unos pocos.




La emigración

En fin, los primeros meses de 1908 traen consigo un cambio radical en su arraigo murciano. En parte por sus estrecheces económicas, y en parte no pequeña por su congénita avidez de horizontes nuevos, nuestro poeta emigra a Argentina con todos los suyos después de vender un huerto heredado por Josefa de su padre. Vicente Medina cierra así una etapa de su vida: la que encuadra el mundo de Cansera y, desde el punto de vista del contexto histórico de su biografía, la que cierra su vivencia de la transición entresiglos, tan decisiva para toda su generación.

Volvamos, pues, atrás, para abordar el problema de su pertenencia generacional.






El hombre y su tiempo


Medina y la generación del 98

En 1961 García Morales aducía varios motivos de peso para encuadrar a Vicente Medina en la generación del 98. Recordaba ante todo que fue precisamente entre las dos derrotas navales de Cavite y Santiago de Cuba cuando salió a la luz la primera serie de Aires murcianos, por cierto «en una Cartagena en continua alerta naval». La más famosa poesía de Medina y la más emblemática del 98, Cansera, cerraba el volumen prologado por el futuro Azorín. La verdad es que Vicente Medina no podía comparecer ante la naciente generación del 98 con mejores credenciales. Otro argumento, también de orden cronológico, abona este encuadramiento de Medina en la generación del 98: su fecha de nacimiento (1866), que se sitúa entre la de Unamuno (1864) y la de Azorín (1874), en la vanguardia de la generación. En fin, cuando se trata de definir una pertenencia generacional, corresponde un papel preferente a las fechas que marcan los años en que despierta y madura la conciencia personal y la conciencia nacional de unos jóvenes. Son palabras de Laín Entralgo que recuerda García Morales, según las cuales tal despertar y maduración corresponde, en los hombres de la generación del 98, a los tres lustros comprendidos entre 1890 y 1905. Tres lustros decisivos en la eclosión del poeta Vicente Medina, y en la publicación de su mensaje26. Dos años después de publicarse el artículo de García Morales, el profesor Ángel Valbuena, tras constatar que «es usual estudiar la obra del murciano Vicente Medina en el sector regional, únicamente, como la equivalencia de las "extremeñas" de Gabriel y Galán en la región levantina», subraya el hecho de que «el libro más importante y personal de Vicente Medina, Aires murcianos, apareciera en 1898 precisamente, y con un prólogo de "Azorín", aunque sin su seudónimo», insistiendo en la relación entre ambas personalidades literarias, y en la admiración que Azorín profesó al poeta murciano27.

En efecto, en el plano literario, es evidente y está bien documentada la estrecha relación de Vicente Medina con algunos de los miembros más relevantes de la generación del 98. En su edición de Poesía. Obras escogidas (1908), Medina dedica más de sesenta páginas a reproducir una amplia colección de «juicios críticos» -artículos de prensa o cartas particulares- que pueden ayudarnos a diseñar el ámbito de conocimiento y de valoración de la obra de Medina durante sus primeros años de creación literaria28. Pero sobre todo fueron Unamuno y el futuro Azorín quienes alentaron y ayudaron a Vicente Medina a hacer conocida y estimada su obra en un ámbito nacional. La correspondencia de Medina con Unamuno parece haber sido especialmente asidua y aleccionadora para el poeta murciano. El concienzudo investigador Linage Conde, que ha estudiado la correspondencia entre ambos existente en el Archivo Unamuno de la Universidad de Salamanca29, ha podido concluir desde luego

que la estimación literaria del uno por el otro existió y fue sincera. Se interesaban recíprocamente por sus nuevas obras y en sus cartas se alude a menudo a ellas y a sus mutuos envíos. Parece que la inicial del epistolario fue una de Vicente de principios de 1899 que no se ha conservado entre los papeles de don Miguel, acompañatoria del envío de Aires murcianos30.



El artículo de Azorín en El Progreso a que he aludido más arriba31 abunda en entusiasmo hacia la obra del poeta recién revelado:

Sabe llegar al alma. Pinte escenas de la vega o fustigue en arranques pasionales la iniquidad social, Medina es siempre poeta delicado, genial, conmovedor. Esa es la característica de su obra: la ternura, la infinita ternura de los hombres y de las cosas [...].

Todavía recuerdo, y la recordaré mientras viva, la vibrante emoción, la emoción extraordinaria que la primera lectura de La intrusa me causara [...] Cansera es una diminuta obra maestra; una verdadera joya. El huertano, matiego apasionado de su pedazo de tierra, acorralado en su casa por las desgracias, por la mala cosecha, por la sequía, por el hijo que se han llevado a la guerra, se niega a salir de ella; no, no quiere salir; siente aquella alma ruda el cansancio insuperable, el tedio de quien toda la vida ha luchado reciamente y no recoge al final más que dolores.



Y termina Azorín su artículo repitiendo los ocho versos finales de Cansera.




En la «juventud del 98»: los intelectuales y sus utopías

Ahora bien, la relación de Vicente Medina con los «jóvenes del 98» no se limitó a la existencia de una recíproca simpatía y admiración literaria. Para entender la obra poética y teatral de Vicente Medina es necesario recurrir a uno de los componentes principales de la civilización y de la sensibilidad «fin de siglo». Como escribió Mayer, tal experiencia histórica «infundía una sensación de malestar psíquico y de incertidumbre ideológica, una mezcla desigual de esperanza y temor. El año 1900 podría introducir la aurora radiante de una nueva sociedad o el crepúsculo ominoso del viejo orden», todo ello en el marco abrumador de una «sensación de crisis inminente»32. Creo que lleva razón Lily Litvak cuando insiste en que el componente temor, que apreciamos en la mentalidad colectiva y en la literatura de los años finales del XIX, se cifra en el rechazo de lo que parece anunciar el ocaso del siglo a través del desarrollo industrial; la hegemonía de la Gran Ciudad deshumanizada por la industria, por su marginación de la naturaleza y por el acelerado ritmo de vida que impone a sus moradores. En el fondo, todos estos motivos de pesimismo comparecen históricamente ligados a una pérdida de fe en el progreso indefinido profetizado por el positivismo. En cuanto se refiere al componente esperanza, cuenta a la sazón entre las clases trabajadoras con dos utopías cuya traducción a la realidad queda confiada al Novecientos: el anarquismo y el marxismo.

Ahora bien, ocurre en esta transición del siglo XIX al XX que un conjunto de jóvenes intelectuales, que más adelante quedarán cubiertos por la designación de «generación del 98», vienen a asumir actitudes doctrinales y éticas afines a las sostenidas a la sazón por el movimiento obrero: socialismo y anarquismo. Para Inman Fox, el mismo sustantivo «intelectual», aplicado a un grupo social de «pensadores o escritores casi siempre en oposición al orden socio-político establecido -o, por lo menos, al margen de él-», aparece en nuestra lengua, como en la francesa, ligada a la coyuntura del 9833. Advirtiendo, empero, que los «intelectuales» emergen, no ante el 98 colonial y bélico, sino ante la crisis atravesada por el sistema político de la Restauración y su relación con el mundo del pensamiento34. Blanco Aguinaga -que, en unión de Inman Fox y del malogrado Rafael Pérez de la Dehesa, ha prestado al tema una contribución decisiva-, acota cronológicamente la función de estos intelectuales, en el sentido apuntado, entre 1890 y 190535. No vamos a entrar en el problema de la relación existente entre modernismo y 98; pero lo cierto es que nos encontramos ante la vertiente «no modernista», sino comprometida social e ideológicamente, del ideario de algunos de los más conspicuos integrantes de la después llamada generación del 98.

En el marco de esta «juventud del 98», hay, según hemos tenido ocasión de ver, dos personalidades cuya relación con Vicente Medina tuvo en especial relieve: Miguel de Unamuno y José Martínez Ruiz. Dos personalidades de muy distinta fisonomía intelectual y literaria que representan, entre los jóvenes del 98, las dos grandes utopías a que antes aludí. Hay, en efecto, un primer Unamuno que se orienta hacia el socialismo. Entre 1894 y 1897 Unamuno colaborará activamente en la prensa socialista; en 1897 sobrevendrá su crisis religiosa que, por otra parte, no entrañará una abjuración de su socialismo:

Me siento más socialista que antes y en la misma manera en que antes lo era. El socialismo corriente, marxista, sólo peca de aquello de que se inhibe [...]. El socialismo tiene fuerza porque ha sustituido a vaguedades, tangibilidades; pero su debilidad está en hacer del factor económico el únicamente primordial, en desconocer que hay dos goznes de la historia humana: lo económico y lo religioso36.



Y hay un José Martínez Ruiz resueltamente orientado hacia el anarquismo. Más de doscientos cincuenta artículos publicados por el joven Azorín hasta 1904, recogidos y analizados por Inman Fox, han venido a poner de manifiesto, no solo su desinterés por los problemas estéticos y su interés por los sociales, sino también la «sorprendente consistencia teórica» de un anarquismo que se inscribe en las coordenadas ideológicas de Kropotkin, Faure y Renan37. Por lo demás, el anarquismo de Azorín llega hasta 1904; a partir de ahí,

arrastrado por la desilusión, decidió incorporarse a la vida política dominante, o sea, el parlamentarismo conservador, la «revolución desde arriba» de Maura y La Cierva, llegando a ser uno de sus cronistas y defensores más conocidos [...]. En 1904, Martínez Ruiz, convertido en Azorín, dejó definitivamente el intelectualismo, y ya no volvió a luchar en pro de ideales ajenos a la estructura social de España, siempre buscando la posición que más convenga al libre desarrollo de su oficio de creador.





Me he detenido un tanto en la evolución de estas dos grandes figuras de la generación del 98 por el papel referente que ambas tuvieron en la personalidad literaria de Vicente Medina. La orientación intelectual y afectiva que por entonces manifiestan Unamuno y José Martínez Ruiz, guarda, sobre todo en este último, evidente relación con dos manifestaciones de la sensibilidad «fin de siglo». Por una parte, con esa repulsa de la civilización industrial y de la gran ciudad; con esa exaltación de la naturaleza y de la vida campesina, nada ajena por cierto a la «intrahistoria» unamuniana a que me he referido más arriba38. Y por otra parte, con los sentimientos de cálida simpatía hacia las clases populares, los desheredados, los que sufren el peso de una sociedad injustamente organizada. En este contexto, la poesía de Vicente Medina viene a expresar una gama de sentimientos y de mentalidades en plena sintonía con esta nueva orientación de la sensibilidad. Y si por una parte no ha de extrañarnos la entusiasta bienvenida de Azorín o de Unamuno hacia el joven poeta que canta, en una lengua emanada directamente del pueblo, el entorno vital de un mundo campesino, por otra, y sobre todo, los componentes dramáticos de su poesía -el rento, la explotación del pobre por el poderoso, la guerra, el desamparo y la soledad de la vejez, la cansera-, expresan con fuerza insuperable los grandes temas de esa corriente de nueva sensibilidad que se abre paso en la civilización española a partir de 1885-87.

Esta común sensibilidad que aproxima la poesía y el teatro de Vicente Medina a los «jóvenes del 98» no se manifiesta solamente en los cálidos elogios que recibe de estos últimos el poeta murciano; tiene también una vertiente intelectual y política que permite relacionar la personalidad literaria de Vicente Medina con el conjunto de noventayochistas que, en su primera etapa, se inclinan tanto al socialismo como al anarquismo. Estamos, pues, ante una función crítica propia de los «jóvenes del 98», en la cual se integra Vicente Medina, y que tiene en La Campaña y en Heraldo de París, dos periódicos españoles de orientación anarquista publicados en París entre 1898 y 1904, sus principales órganos de expresión39. Es significativo el hecho de que ambos periódicos fueran dirigidos por Luis Bonafoux, «precursor ideológico de la generación del 98» puertorriqueña40. La colaboración de Martínez Ruiz en los dos periódicos citados fue densa y frecuente; en cuanto a Vicente Medina, si bien pudo ser dado a conocer en La Campaña -cuya publicación cubrió el primer semestre de 1898- a través de las colaboraciones del futuro Azorín, es en Heraldo de París, cuyo primer número aparece en octubre de 1900, donde Medina se da realmente a conocer y donde manifiesta su sintonía con la juventud del 98. En su ensayo sobre «El año de 1898 y el origen de los "intelectuales"»41, Inman Fox se refiere concretamente a la colaboración del poeta murciano en el periódico citado:

La poesía publicada en Heraldo de París es en gran parte de tendencia socialista o anarquista. Hay, no obstante, varios poemas de Rubén Darío, Julián del Casal, Díaz Mirón, Gutiérrez Nájera, etc., que son buenas muestras de la poesía modernista [...] Vicente Medina, conocido por sus descripciones contemplativas y musicales del paisaje y tipos de Murcia, es un buen ejemplo del artista-intelectual español, cuyas preocupaciones llegan a ser sociales durante los años críticos aquí tratados.



La colaboración de Medina en Heraldo de París es asidua y comprometida. Inman Fox ha encontrado en sus páginas hasta veintisiete poemas del poeta murciano, dedicados a temas como la huelga de Gijón de febrero de 190142. Otro poema, aparecido a comienzos de abril del mismo año, y que Inman Fox estima típico de los publicados por Medina en el Heraldo, va encabezado con un imperativo ¡Id, vagos!, dirigido a los explotadores del proletariado y que probablemente no hubiera tenido una acogida entusiasta entre los señores de la minería, la industria o la agricultura de la ciudad en que Medina vivía y trabajaba:


Madrugad con el sol, id donde explotan
con saña vil a las humanas bestias...
Id a los campos, id a los talleres,
a los lóbregos antros de la tierra...
¡Id, vagos!, que confío
en que habéis de sentir, cual yo, la afrenta.
Id, y veréis la vida,
robada por vosotros, cuánto cuesta...
Id y leeréis en las fruncidas frentes
la sorda tempestad que, justiciera,
de los desamparados...43



En fin, creo que los dos periódicos analizados por Inman Fox aportan una información, ciertamente incompleta, pero sumamente valiosa acerca de la orientación social y literaria del poeta murciano. Complemento indispensable de la imagen del Vicente Medina, miembro destacado de la «juventud del 98», que nos aportan sus poesías de ambiente regional, por más que sean estas últimas las que justamente han cimentado su gloria44.



Resumiendo: la conexión de Vicente Medina con los «jóvenes del 98» tiene su fundamento en un clima de psicología colectiva típicamente finisecular. Es decir, en un clima de sensibilidad hacia las clases populares y sus sufrimientos; de rechazo de la gran ciudad y de retorno a la aldea, a la tierra madre; de desconfianza y rechazo del progreso industrial, que no ha traído consigo la felicidad y la paz pronosticada por el positivismo; de búsqueda ansiosa de la intrahistoria: de huida de la ciudad en busca del refugio de las sierras, de nostalgia de la aldea perdida. En este ambiente, frente a la desconfianza y el temor que suscita la incertidumbre del siglo inmediato, unos jóvenes intelectuales, ávidos de esperanza y al mismo tiempo de utopía justiciera, se orientan hacia el socialismo -Unamuno, Maeztu- o hacia el anarquismo: Martínez Ruiz, Baroja, el mismo Vicente Medina. En ninguno de ellos predominará el compromiso político sobre otra vocación más honda, una vez que se doble el cabo del siglo nuevo.








«Cansera», testimonio de una civilización

Desde un punto de vista histórico-literario, atento a la evolución biográfica y creadora del poeta Vicente Medina, la determinación del contexto de Cansera habría de fundamentarse, de acuerdo con dos calificados expertos en el tema, en la edición definitiva de Aires murcianos (1929)45. Por nuestra parte, al tomar como referencia de este comentario la coyuntura histórica del 98, nuestro interés ha de centrarse en las tres primeras ediciones de Aires murcianos46, sin perjuicio de recurrir a la edición de 1929 siempre que así lo exija la consistencia del tema tratado.

En un ensayo que dejo citado más arriba sobre Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo, hice un rápido recorrido sobre las características que, en el plano indicado -el de la civilización, que no es lo mismo que la cultura47-, ofrece en España la crisis de fin de siglo. El pesimismo como signo del tiempo y la crisis de la esperanza positivista, la aparición de una nueva sensibilidad social abierta a las clases populares, la compasión ante la enfermedad y la muerte, el franciscanismo como muestra de una nueva sensibilidad religiosa, fueron los principales aspectos de tal crisis -auténtico entorno del 98- que traté en aquella ocasión. La obra de Vicente Medina en su conjunto resulta altamente expresiva de esta mentalidad «fin de siglo». Subrayemos, antes de entrar en un análisis detenido de Cansera, aquellos rasgos que evidencian su integración en la coyuntura finisecular a que acabo de aludir.


Un arquetipo de poesía popular

Quizá la primera característica que haya que destacar en el conjunto de la obra literaria de Medina sea un protagonismo popular que se manifiesta ya en la elección de géneros. En efecto, en tanto la novela -destinada principalmente a las clases medias del país- vive en la transición intersecular una auténtica edad de oro, Medina circunscribe su obra a la poesía y el teatro, géneros tradicionalmente populares. Más aún: temas, personajes y escenarios de sus poemas y de sus piezas teatrales tienen un indefectible carácter popular, y a hombres y mujeres del pueblo corresponde su protagonismo. La afirmación de Lily Litvak tiene plena aplicación en cuanto se refiere a la obra de Vicente Medina: «La literatura de finales de siglo XIX y comienzos del XX está impregnada de un sentimiento de ternura o compasión por la gente de pueblo [...]. Uno de los libros que más éxito tuvo en esa época fue Aires murcianos, de Vicente Medina48, poeta de costumbres populares, ahora olvidado casi por completo. La obra de Medina era elogiosamente comentada por haber captado el espíritu del pueblo en versos semejantes a los de la poesía tradicional»49. En Cansera, podríamos decir que esta tendencia se sublima al abatirse sobre un personaje, del cual ignoramos hasta el nombre, todas las plagas que la coyuntura histórica podía hacer recaer sobre un pobre labrador.




La poesía regional: el paisaje y la lengua

En los lustros finales del XIX se deja sentir un redescubrimiento de España como pluralidad de regiones y de lenguas; una especie de reencuentro con la auténtica realidad histórica y nacional de España. Esta eclosión del regionalismo se manifiesta no solo en Cataluña, en Valencia, en el País Vasco o en Galicia -es decir, en la España no castellana-; sino también en regiones de abolengo castellano como Extremadura o Murcia. En la España finisecular, este fenómeno suele ir acompañado de una exaltación de la vida rural, del hontanar popular de la propia historia, que no podía dejar de manifestarse en el campo de la literatura. La entrañable unión existente entre el país natal y su peculiar expresión lingüística, se manifiesta históricamente en la convergencia entre la exaltación del campo y el acceso a la lengua poética de las variedades impuestas a la lengua general, al encarnar esta última en unos conjuntos humanos más relacionados con la lengua hablada en la tierra nativa, que con la lengua escrita y académica que sirve de nexo oficial al mundo urbano, al mundo de las ciudades. En el caso de Murcia, como en el de otras regiones de la antigua Corona de Castilla, es este un castellano que no se aprende en la escuela ni en la lectura; sino que ha brotado espontáneamente de la vida cotidiana del pueblo. Por supuesto que, en este punto, es necesario distinguir entre la pluralidad lingüística de España -castellano, catalán, gallego, vasco-, y las variedades específicamente regionales que el castellano o español adopta en el habla popular de sus diversas regiones.

Este fenómeno se deja sentir diáfanamente en Vicente Medina, en relación con una variedad regional del castellano, el panocho, habla popular de la vega del Segura50. Pero conviene tener presente que este fenómeno literario no es exclusivo de la región murciana, si bien, «la explosión de la literatura en habla dialectal» que sobreviene a fines del siglo XIX se debe, en el sentir de Pedraza y Rodríguez51, «a la obra de Vicente Medina y José María Gabriel y Galán». Ni el tema concreto a que responden estas páginas, ni la preparación de su autor, permiten un intento de análisis comparado entre las obras de ambos poetas, tan distintos en sus fundamentos creenciales e ideológicos; pero no puedo dejar de aludir a los puntos tangenciales existentes entre sus obras respectivas, sugiriendo al lector de «Cansera» una lectura paralela de «Los sedientos» (Nuevas castellanas) y sobre todo de «El embargo» (Extremeñas).

En este contexto, no carece de interés la explicación que el mismo Medina dará más tarde acerca de su entrega al mundo de Cansera: de la huerta murciana, de sus gentes, de sus problemas sociales, de sus formas de vida, de su lengua. Explicación necesaria, teniendo en cuenta el notable contraste sociolingüístico existente entonces entre el mundo de la huerta, y la Cartagena de su residencia:

Se estrenó en Cartagena María del Carmen, obra de Feliú y Codina. Esta obra pretendía ser una manifestación de la vida y costumbres huertanas. Desde muchacho me indignaba el uso cómico que se hacía del lenguaje huertano en las fiestas del carnaval. A este lenguaje que llamaban el panocho se le exageraba llenándolo de barbarismos y extravagancias en los titulados bandos, edictos que leía al público de propia voz una máscara, disfrazado de alcalde rural. Fue entonces cuando, en total desacuerdo con esta interpretación del panocho, me propuse escribir un drama huertano, que sería El Rento, entonces... Para prepararme empecé a hacer, a manera de bocetos, unos romances en lenguaje huertano. Así fueron naciendo: La barraca, En la cieca, La novia del sordao... que se publicaron en la revista ¿...?, y así nacieron mis Aires murcianos52.






Las manifestaciones de la nueva sensibilidad y los motivos de la compasión

Uno de los aspectos más llamativos de la crisis finisecular que aparece enmarcando la poesía de Medina, es ese cambio en la sensibilidad colectiva y en el tono de la vida a que me he referido anteriormente; cambio de sensibilidad que se manifestará en la compasión hacia los sufrimientos de las clases trabajadoras y, en general, de las capas más menesterosas de la sociedad: hacia el campesino y el minero, hacia el soldado y el repatriado, hacia el anciano y el enfermo; nueva sensibilidad que tiene en Fortunata y Jacinta, de Galdós (1887) su expresión más grandiosa y lograda. A lo largo de toda su obra, Vicente Medina nos ofrece constantes testimonios, generalmente impregnados de ternura, de esta sensibilidad. Compasión manifiesta en La canción triste -una de las más bellas y famosas poesías de Medina- hacia el viejo, pobre y extranjero, que se encuentra fuera de su patria sin lograr hacerse entender; hacia la madre del soldado, abrumada por los siniestros presagios de El abejorrico negro; hacia los niños huérfanos. En este sentido, Cansera es un cuadro de miseria popular, de relevante interés en el seno de esta corriente de «compasión social», característica de nuestro fin de siglo53.

En Cansera el protagonista es, en la presentación del autor y en la sensibilidad -estimulada por la lectura- del lector, un pobre hombre de edad avanzada, sobre el cual se ha abatido un conjunto de circunstancias adversas: la pérdida de la cosecha, la sequía, tal vez el rento; la esterilidad de una vida de trabajo; los siniestros ecos de la guerra a través del hijo que murió en ella; la vejez y el cansancio; la carencia de fuerza para una reacción; la reclusión en el «rodalico» y la renuncia a la salida, a la extraversión; algo que, para el mismo Medina, siempre dispuesto al viaje lejano y a la emigración sin perjuicio del entrañable apego a su tierra, apego cuajado de recuerdos, había de constituir una especie de amputación vital. Cansera es, pues, en el marco de la obra de Medina, una especie de vívida convergencia de todos los sufrimientos que pueden cebarse sobre un pobre campesino, en plena crisis agraria y en plena guerra colonial.






Leyendo «Cansera»54

Someramente expuestas las coordenadas biográficas y generacionales del Vicente Medina que concibió y escribió Cansera, ha llegado el momento de enfrentarse con sus treinta y cuatro versos; y partiendo de lo que sabemos acerca del clima sociocultural y humano en que se gestó, de profundizar y precisar lo que Vicente Medina expresó en ella. Intentemos, pues, analizar paso a paso sus temas, sus palabras clave, las imágenes y los símbolos que han de permitirnos vertebrar las conclusiones de nuestra lectura histórica. Comencemos por leerla.


Los personajes, los espacios, la senda

El conjunto de la poesía consta de un único parlamento. Su contenido es un monólogo; el que habla lo hace en respuesta a la propuesta de un interlocutor, que no aparece en el texto; pero sí en el dibujo de José Blanco Coris, en el cual una mujer, atenta a lo que dice nuestro protagonista, permanece en pie apoyando su mano derecha en el hombro de este último. Del parlamento del campesino se deduce que la proposición a que responde consiste en salir del lugar en que está; en ir juntos a alguna parte («Anda tú si quieres»; yo no voy). Para explicar su negativa, su no reiterado, el que habla aduce una serie de motivos que vertebran la totalidad de la poesía. Pero para entender el desarrollo del monólogo conviene tener en cuenta los tres espacios a que hace referencia, más o menos explícita, el protagonista.

Hay, en efecto, un primer espacio, reducido, en el que está el que habla y del cual no quiere moverse. Blanco Coris, en su dibujo de «Blanco y Negro», interpretó este reducto como un pequeño rodal de tierra55 a la vera de la modesta casa campesina, cubierto por un mustio emparrado y donde aparece sentado el protagonista mientras unas gallinas picotean cerca de sus pies. De aquí,


no te canses que no me remuevo;
anda tú, si quieres, y éjame que duerma.



El segundo espacio está constituido por un entorno menos cercano al que habla, al cual hacen referencia los diez primeros versos: es allí donde están las espigas, los sarmientos, las cepas, el barranco, la ladera, las peñas desnudas; todo ello nos está sugiriendo la imagen de una pequeña finca rústica de secano, referencia inmediata del viejo y derrotado campesino. En fin, hay en la poesía un tercer espacio harto más ancho que los dos anteriores, indefinido e impreciso, correspondiente al mundo exterior. Ese mundo exterior constituye la última referencia del hombre que habla. No aparece descrito plásticamente como el entorno campesino de la casa; sino definido por su alienidad, por su relación siniestra con la propia existencia de nuestro hombre: por las cosas buenas que a él se fueron y las calamidades que de él vinieron a través de la senda.



La senda: he aquí la palabra que comparte con «cansera» la más rotunda y decisiva significación de la poesía. Según el Diccionario de la Academia, la senda es un «camino más estrecho que la vereda, abierto principalmente por el tránsito de peatones y del ganado menor»; en el contexto de la poesía que estamos analizando, la senda es el camino que une entre sí los tres espacios que acabo de enumerar. Solo que la senda es algo más inmediatamente humano y personal que el camino, ya que nunca puede significar como este último una «vía que se construye para transitar»; sino camino hecho por el mismo andar del hombre y de sus animales, a golpe de esparteña o de alpargata, en busca del trabajo o del descanso, del reposo o de la aventura. Por lo demás, esta raigambre humana de la senda aparece vivificada en Cansera por el uso del diminutivo; por cuatro veces expresa Medina la entrañable trabazón entre la senda y su propia vida, hablando, no de la senda, sino de la sendica. Es bien sabido que, en el habla regional murciana y en virtud de cierta relación subconsciente entre lo pequeño y lo digno de amor, el diminutivo en ico no hace referencia exclusiva, ni aun principal, a las dimensiones de la persona o de la cosa diminutivizada; sino que expresa una impregnación afectiva sobrepuesta a cualquier otra connotación. En la poesía de Medina, la inmensa carga afectiva y existencial de la sendica estriba en la muchedumbre de recuerdos dolorosos y entrañables que el viejo relaciona con ella, al hacer balance de su vida. En fin, la senda es el movimiento, el ir, que se contrapone al estar sin removerse en su pequeño rodal, en espera del sueño o de la muerte.




El tema de la cosecha agostada. La proyección de la crisis agraria

Esbozados los tres espacios presentes en Cansera y el papel de conexión entre ellos que corresponde a la senda, es momento de entrar en el análisis histórico de la poesía intentando aislar los distintos temas que integran su discurso. Lo primero que encontramos, ya desde el primer verso y cubriendo los diez primeros, es una referencia desolada al entorno campesino inmediato, al secano circundante; es decir, al segundo de los tres espacios que he dejado enunciados más arriba. La desolación del paisaje que va a encontrar en él constituye el primer motivo para no salir, para no pisar la senda. En efecto, nuestro buen campesino anticipa una imagen de esterilidad, de agostamiento:


¿Pa qué quiés que vaya? Pa ver cuatro espigas
arroyás y pegás a la tierra;
pa ver los sarmientos ruïnes y mustios
y esnúas las cepas,
sin un grano d'uva,
ni tampoco, siquiá, sombra de ella...
Pa ver el barranco,
pa ver la laëra
sin una matuja... ¡pa ver que se embisten,
de pelás, las peñas!...



Cada orden de motivos para no ir -lo mismo en este primer tramo de la poesía que en los otros dos que habremos de analizar más adelante- aparece vertebrado internamente por la repetición anafórica de un elemento sintáctico. Aquí desempeña tal papel el elemento «pa ver», repetido tres veces, que refuerza la imagen de desolación que el protagonista está comunicando a su anónimo interlocutor. No es necesario advertir, por otra parte, la medida en que la sabia alternancia de versos de doce, de seis, de diez sílabas; la misma disposición horizontal y equilibrada de acentos, contribuye a expresar la situación de ánimo que transmiten las palabras56.

Interesa al objeto de nuestra lectura que nos detengamos brevemente en los complementos directos que aparecen en los diez versos referidos. Lo que va a ver el viejo campesino si echa a andar son cosas que atañen al alimento inmediato del hombre: el pan y el vino; las espigas, los sarmientos y las cepas. Subrayemos este dato; habremos de recordarlo cuando nos toque relacionar los contenidos de Cansera con la crisis agraria que tan importante papel desempeñó en la configuración de esa otra crisis harto más ancha y variopinta que llamamos los historiadores crisis finisecular; crisis agraria que afectó fundamentalmente, como es sabido, a los cereales y a los vinos. El barranco, la ladera, las peñas: anotemos también -observación obvia- que no es una historia de huerta, regadío y barraca la que nos está narrando Medina, sino una historia de secano57.

Concluyamos el análisis de este primer tema. Cada una de las cosas que nuestro campesino renuncia a ver saliendo de su rodal, viene calificada negativamente a través de una gama de palabras -adjetivos, complementos preposicionales...- que confieren plasticidad y fuerza expresiva a la estampa de desolación que desea comunicar. El agostamiento de las espigas queda bien expresado a través de un numeral, de uso coloquial como minimizador: «cuatro espigas» (cfr. expresiones como «¡pa cuatro días que va a vivir uno...!», «ése no tié cuatro perras», etc.); a través, también, de dos participios que funcionan como adjetivos: «arrollás y pegás a la tierra». Si la expresión «cuatro espigas» de idea de escasez, estos participios dan idea de sequía, de falta de agua, de falta de vida. Y como las espigas, los sarmientos «ruïnes y mustios»; las cepas, desnudas, sin un grano de uva, «ni tampoco siquiá sombra de ellas»; y nótese la impresión de esterilidad prolongada, intemporal, no reducida al momento en que es vista por el que habla, que alienta en estas expresiones. El barranco, la ladera, «sin una matuja»; las peñas, «que se embisten de pelás»... Resumamos: en este primer tramo de su poesía que cubre los diez primeros versos, Vicente Medina ha movilizado todos sus recursos expresivos para transmitirnos una imagen de esterilidad, de ruina, en un retazo del secano murciano.



Prosigamos la lectura. En los versos 11 a 16, el anónimo protagonista vuelve sobre sí mismo para explicar a su interlocutor su propio agotamiento personal; su falta de fuerzas para emprender la aventura de salir; es decir, su cansera:


Anda tú, si quieres,
que a mí no me quëa
ni un soplo d'aliento,
ni una onza de juerza,
ni ganas de verme
ni de que me mienten siquiá la cosecha...



El campesino, después de hablar del campo, habla de sí mismo; de su falta de fuerzas materiales y morales para levantarse y andar. Algo que se tuvo, pero de lo que ya no queda nada: aliento moral, fuerzas físicas, satisfacción de sí mismo («ganas de verme»), interés en la empresa de cada año, de cada día: la cosecha. De la cosecha, ni hablar: ni mentarla. En realidad fue a la triste visión de la cosecha perdida a lo que dedicó la primera expresión de su desengaño; acabamos de verlo. Pero creo que no es temerario deducir de los versos que llevamos leídos que «la cosecha» es, en Cansera, algo más que la aventura frustrada de un año; más bien es el símbolo de lo que llamaríamos una prolongada crisis agrícola, capaz de quebrar el aliento, las fuerzas, las ganas de verse de un viejo trabajador. En fin, observemos el sistema de repeticiones anafóricas a que antes me referí, y que continúa reforzando el discurso: la repetición de la conjunción ni liga entre sí todas las carencias vitales de nuestro personaje, con un siniestro efecto acumulativo que nos conduce a la situación de ánimo propia de la cansera. Idéntica finalidad retórica advertimos en la repetición de la desengañada invitación al otro -«anda tú si quieres»- con que comienza el tema a que acabo de referirme, y que sirve también de iniciación al tema inmediato.



Si atendemos al contenido global de la poesía, se nos muestra en un primer plano la crisis agraria de finales de siglo, que tiene en 1887 y 1898 dos de sus más dramáticos puntos álgidos. No es este momento de explicarla58; más adelante tendremos ocasión de ver alguna de sus manifestaciones entre las más directamente relacionadas con el tema de Cansera. Vicente Medina percibe la crisis, primordialmente, en la relación propietario-arrendatario. Así en El rento59, que por cierto data del mismo año en que Blasco Ibáñez pone colofón a La Barraca (octubre-diciembre 1898)60. Desde el punto de vista del proceso histórico de la crisis, una lectura del drama y de la novela que acabo de mencionar, constituyen un excelente complemento de la lectura de Cansera.

Volvamos a nuestra poesía. El amargo parlamento del protagonista de Cansera puede parecer, a través de un análisis estrictamente literario, la efusión lírica de un campesino cercado por la desgracia. Ahora bien, si situamos estos versos de Medina en un tiempo, un lugar y una situación social determinados -finales de siglo, secano murciano; pequeña propiedad o propiedad ajena que le ha sido arrendada mediante el pago del rento- no será difícil vislumbrar en la amargura de tal protagonista el trasunto, la proyección personal de una situación histórica real que Pérez Picazo analizó hace algunos años en relación con la ciudad y la huerta murcianas61:

En Murcia también se da la depresión finisecular, pero se inicia antes que en el resto de España debido a la grave crisis agrícola de base que atravesaba la comarca. Todos los factores que determinan la coyuntura presentan un carácter francamente negativo [...]. En el sector primario, gran número de pequeños y medianos propietarios perdieron las tierras, bien debido a su venta para pagar deudas, bien a causa de embargos por impago de contribuciones. El número de propietarios disminuye y el de jornaleros aumenta [...]. Sólo resta por constatar la gravedad de los problemas individuales, consistentes en la falta de dinero líquido para pagar las contribuciones, el «rento» al amo, las pequeñas cuentas a las tiendas más próximas, el alquiler de la vivienda, etc.



Y cuando falta el dinero para atender a estos pagos, lo que sobreviene es el embargo; la pérdida del último reducto familiar:

Nada hay más deprimente que la lectura de las listas de enseres que se subastan, de una miseria angustiosa, y que constituían la mayor parte de las veces todo el ajuar doméstico de una familia [...]. Casi siempre, no aparece más que una mesa de morera, cuatro o seis sillas de soga, un arca «de medio ajuar», un tinajero, unas artes de amasar y media docena de cacerolas. En muchas ocasiones se las describe como «muy usadas y en mal estado».



He aquí el menaje de una humilde barraca62. Pérez Picazo, después de haber consultado los Boletines Oficiales de la Provincia, llega a la conclusión de que «el número de personas cuyos ajuares domésticos fueron embargados entre 1875 y 1900 fue 1379»; el número de embargos tanto por contribuciones como por deudas va aumentando inexorablemente a lo largo de las fechas indicadas, hasta alcanzar su máximo entre 1889 y 1897. Es decir, por los años que anteceden de inmediato al relato de Cansera.

Si las cifras a que acabo de aludir hacen referencia a la ciudad y a la huerta murcianas, José Martínez Ruiz, en unas páginas de La voluntad (1902) y en unas líneas que parecen trasuntar otras líneas de Cansera, nos transmite impresiones análogas desde el secano de Yecla. Habla Yuste a Azorín:

-Esto es irremediable, Azorín, si no se cambia todo... Los unos son escépticos, los otros perversos..., y así caminamos, pobres, miserables, sin vislumbres de bonanza..., arruinada la industria, malvendiendo sus tierras los labradores... Yo les veo aquí en Yecla morirse de tristeza al separarse de su viña, de su carro... Porque si hay algún amor hondo, intenso, es este amor a la tierra..., al pedazo de tierra sobre el que se ha pasado toda la vida encorvado..., de donde ha salido el dinero para la boda, para criar a los muchachos..., y que al fin hay que abandonar..., definitivamente, cuando se es viejo y no se sabe qué hacer ni adonde ir...63






Y al fondo, la guerra de Cuba

En contraste con la explícita e insistente referencia al problema campesino que aparece en los versos de Cansera, el tema de la guerra, tan presente en la poesía de Vicente Medina por aquellos años, tiene aquí una presencia tan intensa como sobria: apenas dos versos, seguidos de otros dos que sugieren la definitiva trascendencia de la desgracia que acaba de mencionar:


Por esa sendica se marchó aquel hijo
que murió en la guerra...
por esa sendica se jué la alegría...
¡por esa sendica vinieron las penas...!



«Aquel hijo que murió en la guerra» formó parte de la muchedumbre a que se ha referido Puell de la Villa:

Dos terceras partes de los soldados del 98 fueron campesinos asalariados o hijos de pequeños propietarios y arrendatarios rurales. La mayoría de ellos vinculados a la tríada de cultivos de secano: cereal, vid y olivo, que cubría el setenta por 100 de la superficie útil de la Península64.



Y allende la sendica, entre la Ciudad y el embarque para Cuba, las cosas transcurrían así:

Los artículos de la ley de 1885, que habían previsto le centralización del sorteo en las capitales de provincia [...], provocaron una oleada de casos de corrupción, prevaricación y cohecho en las operaciones de reclutamiento como no se había conocido hasta entonces. Los caciques locales excluyeron a sus protegidos de las listas que se remitían a las zonas, sin dejar opción a los perjudicados para recurrir al falsificar las relaciones expuestas en los tablones del ayuntamiento. El tráfico de influencias, incluso recurriendo o partiendo de las más altas instancias del ejecutivo y del legislativo, se hizo moneda común para lograr una resolución favorable en los casos sometidos a revisión por las comisiones provinciales. Los especuladores de oficio organizaron un mercado de prófugos que vendía excepciones respaldadas por la ley [...]65.



Etcétera. Muchas cosas buenas se fueron por la sendica para no volver nunca; pero creo que no es arriesgado atribuir al recuerdo de la última imagen del hijo, caminando senda adelante, la más fuerte motivación para no volver a pasarla «si no es que entre cuatro ya muerto me llevan».

Unos versos de Medina que cita Juan Barceló y a los que certeramente atribuye semejanza con Cansera, nos sugieren el escueto simbolismo, la implícita capacidad de generalización, que encierran las dos líneas dedicadas en Cansera al hijo muerto:


De las cosas que esjarran el pecho,
te digo que es una pasar por la güerta:
¡ni siquiá un mocico!
¡toiquios pa la guerra!
¡las casas solicas! ¡los padres llorando!
¡se siente una pena!66



La carga que las guerras del último lustro del siglo XIX arrojaron sobre los hombros de las clases populares del país fue percibida de cerca por Vicente Medina. Su residencia en Cartagena hubo de familiarizarle con los embarques de tropas y los desembarcos de los repatriados, derrotados y enfermos; su vívido contacto con la huerta de Murcia le haría conocer directamente el impacto emocional y angustioso de la ausencia del hijo, del hermano o del novio, siempre en temerosa espera de la mala noticia.

Si la crisis campesina suscitó, en la obra de Medina, el drama rural El rento, la tragedia del enfermo repatriado prestó argumento a otra de sus escasas piezas teatrales: ¡Lorenzo! La prometida de su personaje central, soldado de Cuba, entra en el fondo del drama cuando rechaza, «frenética y fuera de sí», las pretensiones de Cayetano67. «Si lo mata una bala [a Lorenzo], sería la que a ti tenía que matarte; la bala de que tú te libras con tu dinero; esa es tu valentía: ¡el dinero!»68. Como observó certeramente María Josefa Díez de Revenga, en Vicente Medina la guerra aparece siempre vista desde el punto de vista de «los que más sufren: los jóvenes enrolados como soldados y sus familias, son siempre víctimas inocentes de unos intereses ajenos, que ni entienden ni les benefician en ningún caso. La muerte, principal consecuencia de la guerra, sólo produce tristeza, dolor, miseria; nunca satisfacción»69.




El tema de «la sendica»

Llegamos, en el verso 17, al tercer tema, clave en esta poesía. Es el tema de la senda; es decir, de la salida, de la comunicación con el exterior, de la acción, de la esperanza, del desengaño. Veamos la introducción, en sus cuatro primeros versos:


Anda tú, si quieres, que yo pué que nunca
pise más la senda,
ni pué que la pase, si no es que entre cuatro
ya muerto me llevan...



Por primera vez se menciona la senda; pero todavía no, como lo será más adelante, con el diminutivo afectivo y con el demostrativo llamado a establecer una relación entre la senda y el que habla: «esa sendica». Aquí se habla simplemente de «la senda», individualizada no se sabe si por el hecho de ser el único camino que ponía en relación la pequeña finca rústica con el mundo exterior, o por recaer en ella el supremo valor simbólico de tal relación; de la humana posibilidad de extraversión y de aventura. Por otra parte, en esta presentación inicial «la senda» aparece ligada a imágenes de tragedia y trascendencia: puede que nunca la pise, puede que nunca la pase; pero habré de pasarla, forzosamente, tras la muerte, a hombros de cuatro. La senda se pisa vivo, se pasa muerto. Y el labrador prosigue, tras desentenderse, por tercera vez, de lo que quiera hacer su interlocutor:


Anda tú, si quieres...
No he d'ir, por mi gusto, si en crus me lo ruegas,
por esa sendica por ande se jueron,
pa no golver nunca, tantas cosas güenas...
Esperanzas, quereres, suöres...
¡To se jué por ella!...
Por esa sendica se marchó aquel hijo
que murió en la guerra...
por esa sendica se jué la alegría...
¡por esa sendica vinieron las penas...!



Nuestro labriego explica patética y sobriamente, en los nueve versos que anteceden, los motivos de su rechazo a transitar la senda; una senda impregnada de recuerdos, que discurre abrazada a los avatares de su vida: la sendica. En estos versos, la senda no conduce al entorno campesino inmediato, como en los comienzos de la poesía; sino a un espacio exterior indefinido, apenas aludido, siniestro, que absorbió todas las cosas buenas y esperanzadoras de una vida, devolviendo en cambio frustraciones, penas, muerte. Por la senda se fueron los sudores, es decir, el fruto de esfuerzo cotidiano; puede ser el rento, la usura, el fisco, lo que hay tras esta alusión. Y el hijo que murió en la guerra. ¿En qué guerra? Pudo haber sido en la última guerra carlista (1872-76), si suponemos en nuestro hombre una ancianidad muy avanzada; pero hay mejores razones para suponer que lo que Medina tiene en la mente al injerir este significativo testimonio de la voracidad de la senda, son las guerras coloniales de su tiempo y más probablemente la última de Cuba (1895-1898).

En fin, bueno será recordar en este punto la observación de Mariano de Paco acerca de la correspondencia existente entre los temas tratados por Medina en sus poesías y en sus obras teatrales; en Cansera, precisa, «están en germen muy importantes aspectos de sus dos primeros dramas»; El rento y ¡Lorenzo! Yo me inclino a ver el germen de El rento -como lo hizo López Baeza- en la fugaz mención a los sudores que aparece en el verso 25 de Cansera: «¡Con el atraso del rento entraron en mi casa todas las tristezas!» -clamará Santa, personaje central del drama mencionado70. El drama escuetamente humano de Cansera muestra, en los dos primeros obras teatrales de Medina que siguen de inmediato a la poesía, el mundo de allende la sendica; el escenario de sendos dramas rurales.

La senda tiene, pues, dos dimensiones, dos destinos. Uno inmediato -recuérdese el primer tramo de la poesía- que conduce a un entorno cercano, familiar y frustrado: el mundo de la cosecha seca y perdida. Y otro lejano que conduce al mundo exterior, a un mundo ajeno de donde han venido la miseria, la muerte del hijo, las penas: la cansera. Treinta y dos años más tarde, Miguel Hernández, escribiendo como Vicente Medina en su habla nativa, retomará el tema de la senda prolongándola hasta un destino final: la muerte. Como observó María Josefa Díez de Revenga, «algunos de estos poemas iniciales de Hernández, fechados en 1930, siguen muy de cerca a los "aires murcianos" de Vicente Medina, no sólo en lo que se refiere a la expresión dialectal sino también en lo concerniente a la actitud del poeta, a las imágenes y a los temas poéticos»71. La misma autora cita una poesía del joven Miguel Hernández, Al verla muerta, fechada «En la huerta, 6 de febrero de 1930»72, en la que se repite anafóricamente el tema de la sendica: «Por la sendica pal cementerio la han llevao muerta / [...], Por la sendica se lo llevaron su cuerpo yerto... / [...],»:


Por la sendica se la llevaron esta mañana...
Y al verla muerta,
la palmerica mustió la palma;
se queó el cielo sin sus colores, sin luz la güerta,
tristes los pájaros, rota mi alma...



Pero volvamos a la poesía de Medina, para anotar un par de observaciones antes de despedirnos del tema de la sendica. En primer lugar, su relación con ese «menosprecio de Corte y alabanza de aldea», con ese desvío de la ciudad industrial y ese repliegue al terruño natal; con ese retorno a la naturaleza característico de la crisis de fin de siglo, al cual me he referido páginas atrás. La senda es el camino que media entre el propio rodalico familiar y aldeano, y la civilización urbana e industrial y los poderes que de ella dimanan: entre la Ciudad y la Aldea. Y en segundo lugar, creo que merece la pena contrastar el triste repliegue del protagonista de Cansera, con el impulso y la experiencia biográfica del mismo Vicente Medina, viajero y emigrante, hombre de horizontes amplios. La negativa del personaje a pasar la senda refuerza su dramatismo si la comparamos con la personalidad de su inventor; la compasión de Vicente Medina se manifiesta exponiendo la derrota, el desistimiento, la renuncia a la extraversión del viejo campesino, tras una larga vida de frustraciones, trabajos y sufrimientos: ya en plena cansera, cuando faltan las fuerzas para la empresa o la emigración.






Cansera: la otra cara del 98

Y llegamos, en los últimos cuatro versos, al clímax de la poesía: a la revelación de la realidad interior de nuestro protagonista; a la cansera:


No te canses, que no me remuevo;
anda tú si quieres, y éjame que duerma,
¡a ver si es pa siempre!... ¡Si no me espertara!...
¡Tengo una cansera...!



La cansera: algo que solo puede ser curado por un sueño que se desea largo, como la muerte. ¿Qué es cansera? Si recurrimos al Diccionario de la Academia (edic. 1992), encontraremos la siguiente referencia:

Cansera: fam. Molestia y enojo causados por la importunación [definición que se repite desde la edic. de 1780. JJZ] // 2. Cansancio, galbana, fatiga // Colombia y Méjico: Tiempo perdido o gastado inútilmente.



Creo que ninguna de las tres acepciones es aplicable a la poesía de Vicente Medina, que, por lo demás, no emplea la palabra «cansera» en un sentido insólito o arbitrario, sino acorde con el lenguaje de la gente murciana. Me parece que la definición de tal palabra que, indirectamente, da María Josefa Díez de Revenga, es digna, por su precisión y sobriedad, de pasar al Diccionario de la Academia: «cansancio trascendido más allá del agotamiento físico, que implica la ausencia de esperanza y, en cierto modo, el deseo de la muerte»73. En efecto, en el lenguaje popular de Murcia podríamos definir la «cansera» como una especie de cansancio ligado a la existencia cotidiana: cansancio que recae sobre cansancio, sin los intermedios de descanso y de sosiego que exige la normalidad del ritmo vital. Y la cansera desemboca en un estado de abatimiento, no solo físico, sino también moral, que Vicente Medina nos ha descrito magistralmente en sus treinta y cuatro versos. No sin motivo, pues, pudo presentar Fernández Almagro la poesía de Vicente Medina como expresión simbólica del «estado difuso de abatimiento y desilusión» propio de aquella coyuntura histórica, y ello después de hablar de los repatriados.



La cansera, en razón de su misma definición, va ligada a la vejez; una vejez cuyo balance es una vida dura saturada de trabajo, de frustraciones, de dolor. El protagonista de Cansera es un anciano, y quizá no sea difícil encontrar en este protagonismo un nuevo símbolo de lo que fue y representó el 98. En qué medida relacionó Medina la figura del anciano de Cansera con España, es cosa imposible de demostrar; pero no impertinente de sugerir como una de las claves de la poesía. La vejez -vieja España, en contraste con la juventud y el poder de los Estados Unidos-; la muerte de los hijos -del hijo- que salieron del rodal -de la patria- para no volver; la atribución a la sendica del camino que conducía a Ultramar... No importa que la poesía fuera anterior al «desastre» en sentido estricto; anterior a la doble derrota naval. Porque cuando se publica ya estaba España sumida en la crisis agraria, empeñada en la guerra de Cuba, sumida en el pesimismo de un siglo que terminaba; en la incertidumbre del que iba a comenzar.

La conmemoración del primer centenario del 98 -coyuntura en la cual se redactan estas páginas- ha venido a poner de manifiesto la elasticidad del objeto de la conmemoración; y ello hasta el punto de invitar a plantearse la pregunta de qué fue realmente el 98; de qué es lo que estamos conmemorando: si la separación dolorosa de cuatro naciones hermanas -España, Cuba, Puerto Rico, Filipinas-, la derrota naval infligida a España por los Estados Unidos, la generación del 98 o la recuperación de España cuando dobla el siglo y cambia la coyuntura en distintos sectores de la vida nacional. Creo que nadie discutiría la significación simbólica del 98 que confirió Fernández Almagro a Cansera; lo que parece necesario plantearse desde la situación histórica actual es qué noventayocho proyecta su realidad sobre la famosa poesía de Vicente Medina. Evidentemente, no el desastre naval, ni la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas; sino más bien la crisis finisecular que llegará a su ápice en el año fatídico, en un complejo 98 en el que convergen muchas cosas que gravitan con especial dureza sobre las capas más menesterosas del país. En efecto, Cansera no hace sino dotar de voz a un personaje que simboliza, en sus desgracias y en su cansancio vital -en su cansera-, «la otra cara» del 98. No el decisivo acontecimiento internacional que ha fijado la atención de tantos historiadores, entre los cuales me cuento; ni tampoco la conmoción nacional que testimoniaron personalidades egregias como Altamira, Maragall y tantos otros. Sino la catástrofe social -humana- que la crisis finisecular y su culminación en el 98 hizo recaer sobre extensas capas del pueblo español; y su percepción, desde un ánimo de compasión y simpatía, por una sensibilidad abierta al sufrimiento de las clases trabajadoras; sensibilidad a la que me he referido repetidas veces en estas páginas como una de las manifestaciones de la civilización española a finales de siglo. Corresponde a Vicente Medina el mérito no escaso de haberse hecho eco, y promotor elocuente, de esa sensibilidad.





Cansera

«Blanco y Negro», núm. 372. Madrid, 18 de junio de 1898.



 
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