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Abajo

Carbones silvestres

Nancy Morejón






ArribaAbajo- I -




ArribaAbajoManto


Oh las palabras formando un manto
a mi alrededor.
La pureza de sus sonidos
anda corriendo sobre mi funda de bambula.
Oh las palabras sonando sobre el lago
de un país de África del Sur.
Cuántas palabras entretejidas que no necesito ver
sino escuchar como estrujadas, a una vez,
en el fondo de los océanos,
hasta que un delfín asoma su cola triunfal
en el centro de las madréporas
y un canto de sirena va empujando su nariz rosa
hasta la punta de una luna,
esa luna que las palabras van tejiendo
con una hebra de plata
que tiene como fondo el ardor de las algas ondeantes,
una hebra de plata que se agiganta
como en la música de mi vecino José Claro Fumero
y se transforma en un precioso manto tibio para mi bien.




ArribaAbajoFunda de bambula


Mi cabeza sobre una funda de bambula,
otra vez,
mientras vuelven los lagos en su brillo
y las jirafas cruzando
un mundo abandonado entre lanzas
y montes tupidos.
Con antaño, vuelven los mercaderes
con sus escudos de hojas muertas
dando alaridos y golpeando,
empujando a mujeres y niños,
a los mejores hombres del sur
y de las costas
hacia sus barcos sin regreso.
La luz del horizonte está cayendo
sobre la funda de bambula y de hiel.
Veo la punta de los acantilados.
Veo la isla de Gorée en la palma de mi mano,
la boca de sus fauces vomitando negras criaturas
como la noche de la primera cacería.
Una funda de bambula, otra vez.
¿Será mejor salir huyendo de está geografía de otro mundo?
¿Será mejor virar la cabeza hacia otra parte
y secar las dos lágrimas que ahora navegan
entre las aguas del río Zambeze?
Mis ojos dibujaron un paisaje lunar sobre los lagos.
Mi cabeza sobre una funda de bambula,
otra vez.




ArribaAbajoLugares


A la memoria de Odilio Urfé




Se abre una puerta de caoba.

Los primos, los ocho primos
volaron frente al espacio de las persianas.

Las florecitas violeta del breve patio simulador
empujaban sus cuerpecitos violáceos
hacia la puerta abierta de par en par.
Las florecitas no volvieron a hablarse nunca más.
Las ramas estaban desoladas
pero las florecitas aparentaban tener una quietud,
la quietud de las madrugadas inofensivas de otra época.

No es un decir: las ramas estaban desoladas
y, sin embargo, esparcían sus tentáculos sepia
por encima del techo de la casa vecina.

Las florecitas nadan en la costa olvidando su arena.
Los primos, como las florecitas, olvidaron su olor
y olvidaron el néctar de los patios,
¿o fueron los patios, por su cuenta, nadando hacia la costa?

Se abre otra puerta de caoba.

Un umbral sin destino
está cayendo en el vacío de los ramales.

Se abre una puerta de caoba.

¿En cuál de los primos
suena esta noche el viento
del breve patio simulador
que mis ojos están mirando
ahora, en la noche,
desolados como las ramas,
desplazándose sinuosamente
como la sombra del gato negro,
arqueado entre las ramas desoladas,
celador y vigilante de las florecitas violeta,
sujetas por el viento que sube a las estrellas?

¿O es este poema
quien pretende atravesar la primera puerta de caoba
grande, grande, grande,
para entrar a la escena primera de un recuerdo,
ese recuerdo en donde todos escuchamos el compás de
   un danzón
y su compás bailando entre las florecitas y la segunda puerta
y ese piano largo y tremendo
tocado también por un pianista alto y delgado, sereno
   y tierno,
que los primos llamaban Odilio Urfé?




ArribaAbajoUn primo



Callejón, regresé.
Sólo en ti la compasión hallé.

Canción popular                



La calle tiene nombre, un nombre oscuro, sin importancia,
como su propia desembocadura,
madura y bien abierta y desdentada,
al final no hay luz sino la luz que salta desde la piel oscura
de mi primo Fernando.

Estamos hablando pero no hablamos
porque nuestro silencio se parece,
nuestro silencio es casi igual
al silencio de las fogatas en Malawi,
silencio que perdura y alienta en nuestro poros
pero nosotros sin saberlo,
sin sospechar que ese silencio
es nuestro sólo porque lo trajo algún antepasado
tan nuestro como el propio silencio de la bodega
   entumecida
que logró atravesar las dos orillas y el paso de los vientos.

Un día de octubre,
cuando explotó un velero en la bahía de la ciudad
y el ruido de los misiles extranjeros
quebraba el tímpano de las lavanderas
en el solar sin pulso y sin olvido
mi primo Fernando salió de la calle Cristina
-una calle ancha, la calle más ancha de los alrededores-,
tumbada casi siempre por los aullidos de los mataderos
   cercanos
y el silbido implacable de los ferrocarriles.

Mi primo Fernando, junto a mí, extraña los bucles insensatos
de una prima remota y el olor de las panaderías
de la esquina de Toyo, el aroma del ajonjolí
y los domingos de carnaval corriendo como liebre dormida
entre las filas de La Mojiganga.

Mi primo Fernando me cuenta todo esto sin comprender
   ahora
el vaivén presuroso de las bicicletas,
sin poder comprender el libre acento de las mariposas
sobre las percas de cerveza.

Hemos llegado a una colina chica en Tallapiedra.

Para el tren de Santiago
y mi primo Fernando se seca el sudor de la cara
con una inútil servilleta de papel blanco
que está espiando todos mis sentimientos.

Fernando y yo,
ante un vórtice de lágrimas negras.
Fernando y yo por la calle Empedrado.
Fernando y yo, reconociéndonos
en el humo especial de los telares de Muralla en agosto.

Mi primo Fernando
con diez tarjetas de crédito
en el bolsillo
pero sin zapatillas, sin aire, sin idioma:
«Tuve que irme también de la ciudad
en donde viví por más de veinte años.
No soporté y me fui más al Norte,
a un barrio de italianos, empacadores de carne,
que tampoco entendieron mi vida».

Mi primo Fernando en su futuro nómada
obsesionado todavía
por el silencio de las fogatas.




ArribaAbajoEstela


Para Gustavo, para Ester




Estela, si te vas,
vuelve por el camino de las verbenas
cuando las siemprevivas
hayan tocado el arcoiris
o el fondo gris de aquel camino.

Estela, si te vas,
vuelve con una hortensia en cada sien,
en los atardeceres de Alicante.

Estela nuestra,
reina de los laureles,
vuelve, vuelve
con una fuente inmensa de cangrejos dorados
y las locetas limpias del patio aquel
silbando para siempre en la memoria.
Tus brazos acunaban un gran pájaro azul.
Vuelve, divina niña,
en un coche de aguas,
al rumor de las ricas plazas del puerto
y a los pinceles silenciosos de Fidelio Ponce.

Estela, si te vas,
vuelve otra vez con una tórtola en las manos,
vuelve, vuelve otra vez al rumor de tus helechos sordos
y canta, mientras riegas sus hojas espumosas,
un bolero de Roberto Faz o de Marta Valdés.

Estela, recuerda siempre, entre los mares:
tus brazos acunaban un gran pájaro azul.




ArribaAbajoNélida


A la memoria de Ángel Roberto
Hernández Riverend




Era la brisa de la primavera
y Nélida, callada, se asomaba al balcón
todos los días.
Siempre fue así.
Y Nélida, como en las tarimas del mercado,
asomada al balcón.

Así era siempre.
Nélida recostada a las barandas
de un vetusto balcón sin dueño
hablándoles en la madrugada
a las voces del pregonero
sin que su voz llegara a mis oídos.
Apaisada, desde su densa piel,
iba saliendo un humo hasta la luna.

Era la brisa de las Misiones
tocando a cada puerta,
preguntando por la sombra de Nélida, pequeña,
con una flor junto a la sien.
Así estaba por siempre, acodada al balcón.

Pepe Romera pasaba cabizbajo.

Pasaba Hilda Menchaca
sin levantar sus ojos del portón.

Pasaban todos bajo la enramada
sumergidos sus cuerpos en un río de sonidos.

Pasaba una brisa de mar
clavándose como una cicatriz.

Siempre fue así.

Chiquitica ambulante
atravesando la parlante barbería de los Taylor:
sobre la esquina el espejo y el dril del primer Guillermo.
Manrique con su más antigua barbería
con Guillermito adentro, menor y acompañado,
con su bata blanquísima y la esquina,
Manrique con sus rejas chirriantes
como gatos mojados por un agua del cielo.

Un buen día
esa brisa del mar paró su rumbo
para asomarse a los balcones de Manrique
de una mujer tostada por el sol,
de una mujer con sombra y sin canteros,
una sola mujer, pequeña y sin palabras,
a quien llamaban Nélida todos los que pasaban,
los que volvieron a pasar,
los que pasamos y seguimos pasando
bajo el balcón de Nélida.

Paso y reclamo su vista fija en el andamio.
Nélida con sus brazos de ahorcada.
Vuelvo a pasar buscando un arcoiris.
Paso de nuevo y, al pasar, levanto la mirada
y paro yo también
para buscar refugio sin tampoco saberlo
en el balcón de Nélida
-ya sin brisa marina,
sin su Manrique y sin su flor-,
que desapareciera, sin saberlo, una tarde
sepultado su cuerpo por los escombros
implacables de un techo,
sepultado su cuerpo por los escombros del dolor.




ArribaAbajoPlumilla


Bajo el balcón de Nélida
hay una mujer negra
con marpacíficos rojos clavados
entre su oreja y su sien.

Bajo el balcón de Nélida
hay una mesa fabricada
con maderos oscuros,
que se colma de albahaca y azucenas
trenzados por la cercanía de los mares
y hay girasoles vomitando su luz
entre el resplandor de un delantal dormido,
seguramente aullando ante el cercano vórtice
de un ciclón sin escrúpulos
conocido en nuestro porvenir como Isidore,
Conde de la Miseria,
que la mujer espera como a un galán de noche
cuya sola presencia o nombre
la hacen temblar únicamente de pavor
frente a los arcos del mediodía,
a la sombra del fantasma de Nélida.




ArribaAbajoNombres


Nombras a tu hijo Jesús
y todos aplauden arrobados.
Nombras a tu hija Laura
y todos sonríen como en año nuevo.
Has nombrado a tu nieto César Augusto
y pocos son los que pueden aceptar
ese amor tuyo por los sabores de tu lengua materna.
Todavía ayer, has nombrado Eduviges a tu prima menor
y las calles de Santiago desbordan de alegría.
Nombras William a un nuevo hijo natural
y la gente sigue aplaudiendo
aunque no toda la gente aplauda, tanto.
Llamaste Daisy, o Nancy, o Gladys
a las tres hijas de la comadrona
y a nadie le importó
y algunos pocos siguieron aplaudiendo
con cierto desenfreno.
Luego vinieron los menores
y nombraron a sus hijos Katia,
Misleidi, Yordanca, Yosvany, Bladimir.
Casi todos aplauden ahora
pero levantan sus ojos al cielo
rogando a cualquier dios
que les dé fuerza para pronunciar bien
tanta historia lejana,
ajena, temporalmente desechable,
perfectamente hecha para el olvido.
Nadie se llama Oki todavía.




ArribaAbajoPelo


Me cubres y eres mío
y porque me enseñaron
a odiarte
eres más mío
porque me distingues
y me haces única
y quieres, y siempre has
planeado y siempre has
querido, entrar en mis
versos que no son mucho más
suaves que tú.
Eres tú el indomable y
no sabemos adónde te diriges
¿cuál será tu verdadera dirección?
Vas hacia arriba
hacia un follaje
intrincado
huyendo de los lóbulos cerebrales
de las circunvoluciones cerebrales
de la sustancia gris...
y ya eres blanco, blanco, blanco
pero sigues subiendo y subiendo
dirigiéndote a todas partes
como yo lo he comprendido,
como una estrella fugaz.




ArribaAbajoBarajas


Para Lorena García Buch y
su hija Leyda Lombard



La primera cae en espiral
desde un soplo del cielo.
Oh cielo de las lluvias entrecortadas
cayendo así sobre la flecha tosca de la reja
cuya ventana espera la llegada de un hada madrina.
Su sonido es casi el llanto de un recién nacido.
Tanta sorpresa se agita en su copa de bastos.
Tanta alegría y tanto dolor secreto,
casi escondido en sus bordes de oro,
entre el fondo de un ánfora y el parabán chino de la sala.




ArribaAbajo- II -

Elegía





ArribaAbajoElegía


A la memoria de Neyda Ulacia, Chiquitica





I

Como una fuente, Chiquitica
multiplicaba los peces y los panes.

Como una oruga,
se movía entre las telas
creando un camino invisible
hacia las aguas de la felicidad.

Era la misma Chiquitica
asomada a su puerta,
ella misma una oruga silente,
independiente,
en su república de oruga letal.

Un surtidor de plumas
era su voz aguda
sobre los tejados asombrados del día.

La plancha en el pulmón,
Chiquitica radiante
ofreciendo el asiento preciso
a los paseantes: un asiento nunca vacío.

Los ríos de Cárdenas navegan
en la palma de su mano
y en la noche hay un cangrejo moro
y una luna muy blanca
en cuya punta baja está pescando un güije,
en cuya punta alta toca La China su guitarra.


II

Tuve a La China dormida
anhelando su partir.
Tuve tu aliento y tu mano
como espadas sin pulir.

Yo que no sabía mirar
ni atinar hacia el espacio
cuando La China murió
te tuve siempre a mi lado.

Relámpagos y lloviznas
quisieron cerrar el paso
de tu bondad soberana
de tu nobleza callada.

Hoy que no tengo pasado
ni luna, ni luz, ni nada
sino el hálito dormido
de tu cabeza trenzada

pienso en ti todos los días
trayéndome calabazas
y ensaladas y melazas
bendiciendo la alegría.

Quiere la vida esta ausencia
sembrada entre siemprevivas,
quiere la vida que estés
como entre flores dormida.


III

Andabas en las tardes
con una canción breve
apenas conocida.

Los lagartos lloraban
ahogados por la lluvia.

Entre coplas y dianas:
un gavilán perdido.
Entre dianas y coplas:
la lengua de la iguana.

Oruga de la calle Manrique,
en tu fragancia santa
de lavanda y pirey,

andabas, muy cerca de las nubes,
con tabaco torcido en la mañana quieta
de los pregones.

Peinada por los vientos, en cambio,
alisas tú el cabello de las negras sentadas
sobre ruecas dolientes
quemando siempre el alma.

El arco del pulmón
sobre la plancha hirviente.

La plancha de carbón
sobre el pulmón.

Peinada por los vientos,
frente a tu areca de carbones silvestres,
late el quehacer de tus ítamos reales
en su verdor de alfombra y leche,
en su canción de cuna.

Maga de los fogones apagados,
maga de los fogones encendidos,
horcón de barbacoas
tan sólo iluminadas por la luz de tu ser.
Pones flores sobre los jarros y el mantel
y tus palabras vienen de algún barco remoto,
bogando todavía frente a las costas fijas.

Ágil y tensa flecha
volando entre las cuadras,
volando hacia su arco.
Mujer negra que apenas
puedo nombrarte,
abuela mía de ébano,
abuela nuestra y única,
habanera silente de la melancolía,
sentada, presurosa,
avispada y altiva,
frente a la jaula fría de los lagartos.

El pulmón de los arcos
sobre la espuma y el balcón.

En las tinieblas negras de la noche
vino Compay Segundo y vino Tejedor,
vino mi abuela Ángela
con su voz encantada
y Chicho Ibáñez y María Teresa.
Vino también la hija de Ángela
y el marinero de sus sueños
que llamaban Felipe, el de los muelles
de la Luisiana y Pensacola y Regla.
Vino Joseíto el Mago, vino la Reina
y hasta vinieron Julia y Luisito Beque.
Ahí viene Nélida con Delia,
viene Candito Ruiz y viene Vilma Valle,
vino Lázaro Herrera, con su trompeta príncipe,
vino Guillermo Taylor, el mayor,
y vino el mundo de los fantasmas colorados.

Nadie la vio llorar
aunque lloraba.
Nadie la oyó gemir
aunque gemía.

Negra pulida como el diamante duro
del río Níger.

Tú andabas en las tardes
con una canción breve
apenas conocida.

Negra de piel sin par,
ha llegado por fin el tiempo de la iguana.




ArribaAbajo- III -

Tamborino





ArribaAbajoMerceditas


A la memoria de Merceditas Valdés
Para Luis Carbonell




Mírenla como va de amarillo
igual que el girasol
y la yema
y el trigo.
Colibrí perfumado
va su pie diminuto
bordando el adoquín
adormecido.

Mírenla como va
cantando a solas
en un barquito
de miel y calabazas.
Y las abejas desoladas
dibujando su rostro
renacido.

Merceditas
-grita la luna blanca.
Merceditas
no es una sombra inesperada
no es una sombra nunca,
ni es un sueño
sino una voz recién cortada
pero qué voz
pero qué sombra.
Qué sueño entrecortado.
Merceditas
-vuelve a gritar la luna blanca.

Mírenla como va de amarillo
igual que el girasol
y la yema
y el trigo.
Colibrí perfumado
va su pie diminuto
bordando el adoquín
adormecido.

Montada sobre un pavo real de espumas
va cabalgando sobre Cuba.
Mírenla bien.
Mírenla aquí
en su coral de soles fijos
en su coral de plumas sacras
en su fulgor de alcoholes sabios
en su esplendor de pulseras dormidas.
Merceditas
-grita la luna enardecida.

Mírenla como va de amarillo
igual que el girasol
y la yema
y el trigo.
Colibrí perfumado
va su pie diminuto
bordando el adoquín
adormecido
y un manto de oro fino
cayendo para siempre
entre las aguas breves del río.




ArribaAbajoFuera del jardín


Al paso del viento
va huyendo el jardín
una sombra vaga
dentro del jazmín.

Los ojos mirando
hacia el tomeguín.
Un agua incolora
persigue al jardín.

Al paso del viento
huye el tomeguín.
Al filo del agua
floreció el jazmín.

Al borde del mundo,
tus ojos sin fin.
Mis ojos despiertan
fuera del jardín.




ArribaAbajoVelero


Un velero peregrino
va surcando el ancho mar.

Velero que zarpa y huye,
velero que llora y va.
La luna lo ha cautivado
con su estampa inmemorial.

Un velero peregrino
va surcando el ancho mar.

Velero que hundido zarpa
y huye y llora y ya se va.
Velero que zarpa y boga,
velero que viene y va.

Un velero peregrino
va surcando el ancho mar.




ArribaAbajoRonda de la nada


El niño mira la orilla
y un pez se duerme
en la arena.

La arena miraba al pez
y a la ribera
serena.

El niño, el pez, la ribera.
El pez, el niño, la nada.

La orilla soplando arena
en su ronda de la nada.

El niño mira la orilla
y un pez se duerme
en la arena.

La arena miraba al pez
y a la ribera
serena.

Ésta nunca será la ronda de la nada.




ArribaAbajoVeleta


En la plazoleta umbría
bailaba una luz cimera
y en la torre de la iglesia
una veleta golpea.

Hora del ángelus fijo
sobre el aire serpentea
y los ánimos del mundo
bailaron por vez primera.

Estaba el sol arrumbado
en medio de las horquetas,
negras como la morada
del carbonero gallego.

En la plazoleta umbría
hay una luz mañanera
y en la torre de la iglesia
salta el pez en su marea.




ArribaAbajoVerde limón


La botella en su verde limón
y la luna alumbrando a Pierrot.




ArribaAbajo- IV -

Tomeguines



Vive de mejor sustento
el aire allí detenido,
por el pequeño sonido
que desciende con su vuelo
como un diminuto cielo
a música concedido.

Roberto Fernández Retamar                







ArribaAbajoSin sensatez


Aquí
los vuelo
del alma,
la carencia
y el vino
de las plantas,
la noche
y encima
las nubes con su vuelo pausado.




ArribaAbajoOla


una ola rueda en los mares
como polvo de arena
rodando hacia la mar

sobre una piedra oscura
una ola de la mar
sobre una piedra clara
otra ola de la mar
mar de piedras tan solas
sin sumar
mar de piedras sin alma
y sin mar

una ola en sus mares de olvido
como polvo de anémonas
bogando hacia la mar

una ola rodando entre los mares
siempre rodando hacia la mar




ArribaAbajoZayda del Río


(Para acompañar su pintura)




Desde el rumor de las arenas
viene su mano clara,
dibujando quizás un animal extraño
mitad mujer, mitad pez volador,
silbando entre el rosal y el faro.

En el rumor de las arenas,
con mano fina y agua clara,
Zayda navega en su barcaza
cuando un príncipe negro
escolta el mar de los sargazos.

Un caballo con alas surca el cielo,
amarillo y mostaza,
como un oro fundido,
caballito de mar ahumándose
contra el verdor del papagayo
y esa mujer alada con sombrero de frutas
que va bogando en su verde y azul, en su lila y morado.

Bajo el cauce del río,
tálamo y hojas,
piedra tras piedra, piedra pulida,
Zayda pintando
en su viento de sombras,
en su quietud silvestre,
anclado el corazón
sobre los vórtices de un remolino,
sobre los bordes de una isla,
lumbre y albahaca
entre el rosal y el faro
y un surtidor
con su flecha sencilla
volando entre las aguas.

Y piedra roja y piedra negra,
piel roja y negra, sagrada piel,
piedra de Zayda
junto ál agua dormida, amarillo y azul.
Bajo la luna,
Zayda del Río
pintando un río.
Sobre la piedra,
Zayda del Río
pintando
un mar.
Bajo la luna,
Zayda del Río.




ArribaAbajoDesconfigurado


Para Víctor Manuel,
que me ayudó a configurarlo




Yo como una ópera fabulosa
a las puertas de un teatro del Prado
que no es el Alhambra sino el Diorama
de los cafés hirvientes de humo y modistillas sin destino
entrando como yo
a la rueda rueda
de su vida y mi vida como un gato
que se suelta en una ventana dormida
por eso
hoy los mares entran y salen de mis sienes y se vuelven
a aplicar y a aplicar en este teclado sueco
ya con destino vulnerable y mudo
sobre la cola de un delfín mojado
que lanzamos el pequeño príncipe Víctor Manuel y yo
al frente frío frío frío
que nos desmantela como un ciclón en septiembre.




ArribaAbajoVagamundo


A la sombra de los cipreses
un monje entró a un claro de luna.
Se preguntó por qué
la sombra lo recubría
y no supo qué hacer
sino dormir
iluminado por la luz de esa misma luna,
a la sombra de los cipreses.




ArribaAbajoFilosofía de los ratos


Para Lenita, para Edith




Viene en bandadas el agua
como las golondrinas al final de mayo.
Un aguacero viene enseguida
como las golondrinas
ya entrando el mes de junio.
El agua errante calma la sed y los olores incalculables.
Marina alza su cabeza
por encima de las barandas
y un aro ámbar corona sus sienes
frente a una quieta alameda florida.
Es un domingo de visitas sin fin,
de cornetín dormido
sobre la flauta de los panes.
Marina aplaude el concierto perfecto
de una de sus nietas al piano.
Las notas del vals suben, suben y suben,
enredadas entre las tunas verdes que están
sembradas en cazuelas gigantes,
su fondo ennegrecido, por un humo asombrado,
sin un asa añorada que lo pudiera acompañar.
El alma de las cazuelas baila su vals
doliente
a la sombra del ámbar
y estos ratos de espuma y terciopelo
que llegan como aguas torrenciales
sin voz y sin destino,
o como golondrinas asustadas,
prematuras y hermosas,
llegadas de una estación final
que transcurre, volátil,
ante el encanto de los veleros.




ArribaAbajoPolos


Norte o Sur

Siempre habrá un témpano
donde pongamos nuestras alas.
Como el corazón de los venados,
las aguas frías
chorreando sangre sobre la tierra blanca.

Norte o Sur

Lo único que no puede volar,
lo único que no tiene alas
es el dolor de haber podido conocer
la muerte de las ballenas,
las grandes ballenas como frondas de agua,
las tiernas ballenas
en su curso de luces,
en su raudo correr,
en su viaje estruendoso,
bajo la casa del pescador.

Norte o Sur

Una mujer tras los caballos
y las ruedas de los trineos.
El pescador talla una pieza.
Diez focas sabias bailan sobre la carne cruda
y el techo redondo de los iglú.

Norte o Sur

Dará igual.
Es igual
si es que podemos contemplar
la estrella de la tarde
derramada sobre la Osa Polar
o el pequeño velero aquel
atosigando la memoria perdida del andaluz,
de los marinos ante un puerto de su niñez.

Norte o Sur

Nada podrá acabar con la tristeza
de una madre ejemplar que se muere de pronto
entre las manos.

Norte o Sur
¿Qué importa ahora?

Norte o Sur




ArribaAbajoV

El pájaro en su nido,
la estación en mis ojos



ArribaAbajoEl pájaro en su nido




ArribaAbajoMississippi


A la memoria de Nicolás Guillén




La serpiente de agua repta y se mece.
Con su cuerpo de hamaca, bamboleándose.
Carabelas, fantasmas, pieles quemadas
van dibujados sobre las hojas de los sauces.

La serpiente de agua
junto a los sauces.
La serpiente de agua.

La serpiente de agua va alzando su cabeza
con una lengua bípeda y milenaria.
Un pedazo de lengua cae en el Golfo.
El otro, devorando cientos de barcas.

La serpiente de agua
entre los sauces.
La serpiente de agua.

La serpiente de agua crece y avanza
y va abriendo sus fauces
impenitentes, pálidas, voraces,
sus anillos dorados, su vaivén implacable.

La serpiente de agua
junto a los sauces.
La serpiente de agua.

2002




ArribaAbajoLago Waban



I

El árbol frente a mí
ayer apenas tenía un cuerpo
oscuro.
Unas horas de agua
bajo el cielo
y ya sus ramas
van abriéndose
como brazos desnudos
hacia todos los sitios,
hacia todos los signos
como niños mojados
suspendidos en el espacio
como esas hojas simples
que arman una corona verde
por los aires.
En el centro está el tronco,
amable y amarillo,
despojado de luces y de rayos,
balanceándose
siempre desnudo,
húmedo todavía
en espera quizás de nuevas aguas
o de otra nueva desnudez
que aquí llaman otoño.


II

Entre el verdor en calma
laten las hierbas sorprendidas
y respiran las ramas
el agua fina,
suntuosamente vertical,
que va cayendo desde el amanecer.
Cómo se van los ojos,
cómo quieren atravesar los ojos
la cortina de agua hecha danza incolora
bailando al compás de estos violines
que trajo Haydn por la ventana.

Caerá el otoño sobre estos verdores
diligentes, humanos, recogidos, distantes
en su difusa transparencia.

Mi verde no está aquí.

Aquí sólo puedo encontrar verdores altos
rodeando las maderas.

Y ¿si llegara hasta aquí Plácido
buscando el fondo limpio
de sus cafetos?

El otoño vendrá a limpiar
la huella inmóvil de las aguas
y los poetas callados,
en su errancia dormidos,
volverán a tomar
esa pluma volátil de los atardeceres
para cantar
la vuelta del otoño,
un otoño que ya no puede esperar por nadie...


III

Las aguas permanecen quietas
y hay una luz sobre su cenit,
altas canciones en el amanecer,
como primer fervor de los arrullos
y de las suaves ondas del lago Waban.
Las aguas están quietas
y una luz las circunda...

dios mío perdóname
qué están viendo mis ojos
de dónde sale esa cabeza negra
con rayo de tiniebla entre las cejas
levitando en el centro con rayo de tiniebla
de dónde sale
la cabeza redonda y afelpada de un negro
su pelo de lana
temblando en un ahogo
en su primer ahogo otoñal
entre las aguas quietas de este lago.

Lago Waban, tus aguas
han bañado el sueño tenebroso
de este ahogado que reaparece
en medio de tus aguas tranquilas:
un ahogado
y un güije que arrastra su cabeza
y el imposible olvido de su nombre
entre las aguas quietas
que el güije empuja hacia la orilla.
Lago Waban,
¿qué puede haber de desterrada en mí,
que vengo de tan lejos
mientras extraño los violines de una charanga
inmemorial entre tus aguas quietas,
mientras camino entre las soledades del jardín?

Lago Waban,
tus aguas permanecen quietas
y hay una luz que el otoño devora.

Wellesley College, 1995




ArribaAbajoDomingo de resurrección


Domingo de resurrección.
Ella iba vestida con un trajecillo blanco
muy radiante.
Él iba ataviado con botas de goma,
simples botas de forastero,
un sobretodo monumental
y una bufanda rancia.
Los dos iban, en un pequeño carro
de marca japonesa, una tarde bonita de abril
que era un domingo de resurrección.
Él apenas recordaba la fecha.
Ella se la volvía a enseñar
y le pedía que la disfrutara
como quien ve
a un payaso devorando un pastel de fresas importadas.
Era una tarde de domingo, de Easter,
en pleno Central Park, ¿qué digo?,
en el Parque Central de Nueva York, en el Oeste,
y la avenida se llenaba de coches halados
por caballos colmados de arreos.
Hombres con fracs los montaban,
sus caras redondas
como las manzanas que él había visto brillar
en los fugaces mercados habilitados al azar
en cualquier suburbio del Downtown.
Los fracs
brillaban en la tarde.
Él hubiera querido subirla a un coche
y recorrer Riverside Drive entero
y mirar al río Hudson correr
mientras a él le latía el corazón
como la manzana roja que rueda callejón abajo.
Ella no comprendió el modo en que
a él se le iban los ojos hacia los coches
y los fracs.
Ella vio
una estatua de José Martí montado a un caballo
que se encabritó en el momento
en que lo esculpieron. Y le mostró
la estatua a él. Él sonrió, ladeó la cabeza
sobresaltada y puso las manos
sobre la ventanilla del automóvil
como para bajarse y entregarle
toda su nostalgia a Martí.
«Estamos locos», le dijo ella a él
y se abrazaron en un ánimo triste,
se abrazaron sabiendo que ella y él
estaban lejos uno del otro
y que podían dejar de ser nómadas sin tregua,
locos de amor únicamente perdonados
por la fuerza irresistible del aire frío.




ArribaAbajoLeyendo en la biblioteca de Fordham


A la memoria de Fayad Jamís



La tarde trae una aguja y al ahogado del Café Bonaparte
empapados de sales abatidas y mares rizadas
que baten sus velámenes de un solo color y un solo grito
encima de esta mesa cuadrada
rodeada de estantes metálicos, cuadriculados,
y ya los veo saltar
por encima del arco de los libros
y las cejas selváticas de su fiel velador,
acodado a esta mesa entre dos paisajes:
un riachuelo de Guayos y cierta neblina de París,
a la hora en que la aguja y el ahorcado
salpican sin piedad libros y mapas de esta biblioteca.




ArribaAbajoCaligrama


Poema inocente,
que llegas en esta tarde quieta
      de domingo
sobre el pico de una cigüeña
custodiada por la gorguera de un espadachín
para que yo pudiera olvidar
      a la anciana
que empuja una yunta de bueyes,
      al vodevil ruidoso
con sus entristecidos travestis triunfantes
tan aciagos como estos minutos aciagos
que el vodevil idiota está intentando atenuar
disimulando con el negrito
      tiznado, aspirante a Tío Tom
entre bambalinas y fanfarrias.

Poema incorruptible,
cómo me salvas del hastío,
de la ofensa y el miedo, del horror
      a la nada,
del sillón provinciano y la película
del mediodía de este domingo
con su correspondiente Golden Gate
pero sin los amenos alcatraces, sin los poetas de la
      bahía de San Francisco.

Poema mío espumoso
más allá del muro de Berlín derrumbado,
      poemita amado
que miras las aves picoteando ahora,
como dementes en un pabellón con destino
pero sin campanas, por entre las iguanas
y el musgo devorador de tanta piedra dura.

Poema mío
en esta tarde quieta de domingo,
bienvenido

a

t
u

f
e
r
i
a




ArribaAbajoLa estación en mis ojos




ArribaAbajoDices Constantinopla


Oigo la palabra Constantinopla
que tú me dices a través del hilo telefónico.
Visitamos la tierra de Constantinopla.

(¿Será azul? ¿cómo será la tierra de Constantinopla?)

Saltamos a las primeras casas.
En una mano, Constantinopla es una ciudad bella.

(¿Será un puerto Constantinopla que está hecho de carne, de tu carne, si te fijas un poco?)

Las tres eses de Constantinopla se parecen a tu dulzura.

(Constantinopla sopla fuego en mis oídos)

Constantinopla es de metal.
Tú atraviesas su ruta.

Esta joven ha sido alumna pésima de historia y geografía
pero supone que los turcos otomanos
(lindapalabra)
hace varios milenios
ocuparon esa ciudad, que es tuya ahora.

1968






ArribaAbajoY las naves de Ítaca


A la memoria de Berta Alfonso




Van y vienen las sombras
sobre el palacio de la ciudad.
      Quiero detenerme aquí,
frente a estas murallas altas y carcomidas,
para admirar
al bailarín contra los cielos,
preso en el aire vivo
que sobre Grecia fluye.
Viéndolo danzar bajo las nubes
apenas advertí
que los obreros habían levantado los muros
y que los comerciantes levantaban
sus suculentas mercancías:
   ébano
madreperlas
ámbar
perfumes.
La tarde esparce un humo blanco
en las colinas.
Y sobre una de las colinas,
el bailarín, entre rocas y hierbas,
como un gigante al son de las flautillas,
lanza su cuerpo de palmera
y su cuello de cisne
hacia las fauces naturales de Edipo.

Los lagartos ultravioleta
quieren rasgar sus vestiduras.

      Quise detenerme aquí
a contemplar los vidrios yertos de los frisos
y saborear la brisa demoníaca
que se instala sin tregua sobre las rosas de Edesa.
Y las naves de Ítaca frente a Jorge Esquivel
celebran su movimiento en ondas,
el vaivén de sus muslos.
      Odiseo mismo
quita la cera a sus oídos
para escuchar
no el canto de sirenas
sino el murmullo audaz que se desplaza
desde su cuerpo exacto.

Van y vienen las sombras desde el mar,
deslizándose sobre alfombras de sol
y el bailarín, como un dios amarillo,
va y viene entre los mirlos,
viene y va entre las sombras
cuando la tarde en Grecia
iba a morir tranquila.

1982






ArribaAbajoDédalo


Los hombres, en su sueño de agua,
miraban hacia el cielo
como buscando nubes sabias
y una esperanza ajena.
Entre los girasoles, humo y metralla,
miraban hacia el cielo.
Humo y metralla iban en espiral
entre una torre y las estrellas.

Las mujeres, en su reino de agua,
se acercaban riendo
como buscando extrañas criaturas
en un raro silencio.

Venían,
venían del mar y su canto ascendía
hacia sus frutos y sus cestas. Venían.
Las mujeres cantaban
al viento amigo, cargado de arenas,
cuando la pólvora se alzó
hasta la punta de los cometas.
Las mujeres sin casa,
con su sangre remota entre corales,
apilados debajo de los tanques
como piedras muy secas,
casi dormidas, como piedras en celo.

Los niños, en su ronda de agua,
dejaron de entonar su rueda rueda
en la sombra perdida de los patios,
en el patio soleado de las almas en pena.
Los niños mutilados
sin su ronda de ayer:
ni antigua, ni moderna.

Los viejos eran pasto inaugural
de las auras en busca de su presa.
Los prisioneros, las mujeres,
los niños y las viejas,
los viejos como esfinges
sin ventanas ni puerta,
sin corazón latiendo,
como un claustro de antiguas
calaveras sin dueño,
como un dédalo cierto,
hecho de fósforo y lamento.

Y el paso de estos hombres
aullando, desnudos, en un dédalo.
Y el canto de las mujeres lívidas
para siempre callado.
Viejos y viejas y una fauna completa,
como un dédalo,
y un follaje bailando en su ceniza
muerta
y el sueño de los niños
como un dédalo fiero,
como un dédalo apenas,
como un dédalo,
como un dédalo muerto,
como un dédalo,
muerto, sí,
siempre muerto.

¿En cuál siglo nacimos?
¿En cuál siglo es que estamos?
¿En cuál siglo vivimos y soñamos
esta tremenda pesadilla
como un dédalo?

Ésta es la ronda de sus muertos.






ArribaAbajoLar


Estar en un paisaje suspendido
en medio de sus luces,
al sesgo de un lago cierto
cuyas aguas se mueven ya sin horas,
sin minutos, sin segundos del tiempo transcurrido,
como en la nostalgia de los últimos sueños
de aquel trovador.

Bogar junto a la piel incierta de un bosque ralo,
en donde duerme la oreja de un güije.

Escuchar un canto lejano
golpeando la noche,
bajo las sombras de las nubes ajenas y altas,
intercaladas sobre las ramas
de los arbustos más pequeños.

Un canto viene y va
entre los aires de las rondas.
Entre la ronda de los aires
un canto viene y va.

Vas escuchando un canto,
un canto solo, un solo canto
y un golpe seco de aguas lejanas,
tan lejanas como la tonada amiga
que late en los labios de los arqueros.
Un canto cierto.
Un silbido de plumas
cayendo en la garganta de los acantilados.

      Un canto tan cierto
como la amistad.

Estás frente al regazo de un lar
sin pensamientos, sin darte cuenta
que pronto aparecerá la estación de las lluvias
con sus ráfagas sin destino,
fulminantes como el hígado de los venados
reventando en la blancura eterna del Ártico.




ArribaAbajoVolverás

Para Antonio Guerrero



Desde el Sur, de cara al sol, tocamos a tu puerta clausurada para entregarte nuestra palabra en su ensueño feroz, pero con su ojo despierto que dice la verdad, la huella del espanto, así como la fuerza del amor.

Tus poemas han sabido atravesar los muros que ahora te devuelven los poemas nuestros, amasados desde un Pilón de arena y piedra en cuyo paisaje se han plantado, triunfales, tu voz y tu esperanza, pues con ellas hemos podido convivir y con ellas también hemos cantado a la orilla de esta ensenada, de frente a la montaña. Tú no estás solo porque eres tú nuestra palabra, porque eres tú nuestra esperanza. Ya no estarás solo jamás pues tu dolor se nos vuelve rocío, porque tu soledad, cima o abismo, no carece de sueños.

Soñaremos contigo. Te traeremos a estas montañas y a este mar porque regresarás como un rey confidente, porque ya estás volviendo y queremos creer que es este tu retorno:


Aquí hay aves, estrellas, lluvias, ríos,
árboles que dan frutos y dan sombra...
Ésta es tu casa.

Porque tu casa visible es la palabra.

Piensa, guardián de los escudos, que pronto habrá un amanecer en donde entonaremos juntos el himno inacabable del amor.

Ensenada de Mora
Pilón de Manzanillo
7 de septiembre de 2003






ArribaAbajoParque desierto mío


Los árboles más altos
aúllan tumbados
en la fragancia de sus hojas,
hojas cayendo en una danza siempre,
sobre los duros bancos sin memoria,
solitarios en flor,
solitarios silentes del instante
en que las hojas crean ese lecho tan suave
sobre el que dormirán las aves sin destino
con sus sueños al pie.

Nadie pasa cantando
una canción de cuna en los aleros.
Ninguno mira.
Nadie pasa esta vez.

Los árboles más bajos
ya dejaron caer sus sombras pequeñitas,
como al filo del agua,
sobre el fantasma inmenso de la tarde,
simple fantasma del que huyen
los aros y los saltos,
las mandolinas y la luna,
la niña y su muñeca de trapo viejo
sentada sobre una piedra blanca,
sobre una piedra negra,
en busca de una misma quimera otra vez.

Una brisa marina se cuela entre las hojas
como el zumbido de las cataratas
echando blanca sal y espuma
y las mariposas desterrándose hacia un nuevo arcoiris,
quietas en su inquietud volátil,
quietas en su fugaz pasar entre las ramas
bajo la ráfaga y su relámpago incesante.

La fronda del almácigo
vuela despacio hacia los cielos.

Nadie pasa cantando.
Nadie nos mira.
Nadie va a escuchar ya
su vuelo, ni mi paso.
No hay luz apenas ya,
no hay viento apenas ya
sobre los trillos que conducen a las nobles estatuas,
destinadas al paso de los traseúntes ya cierto olvido.

Nadie pasa silbando.
Nadie transcurre.
Ninguna anciana,
ningún niño transitan.
Ni siquiera los perros han mostrado su hocico.
Nadie pasa cantando.
¿Nadie existe a esta hora?
Acaso nada ocurra.
¿Quién lo sabe?
Sola, con un puñal de luz clavado en las entrañas,
deambulo yo por este parque,
parque desierto mío,
donde pasa la vida sin mirarme.
Un cúmulo de hojas permanece
en una fuente abandonada,
un cúmulo de hojas,
hojas tan verdes,
hojas ya secas de tanto amanecer.




ArribaLa mano es oscurísima


bonne pensée du matin


Arthur Rimbaud                



la mano es oscurísima
y llega hasta la boca

y allí no se guarece

por temor

¿quién encuentra su ceja en la mañana?

la mano es más oscura señor búho
sólo el ojo es más claro

y es el día









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