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«Caro soggiorno»: Pedro Napoli Signorelli en la España del XVIII

Franco Quinziano





Hacia finales del siglo XVIII, la italiana constituía una de las colonias extranjeras de mayor relevancia afincadas en el solar español, la segunda en cuanto a proporción numérica, superada tan sólo por la numerosa población francesa residente. Como han demostrado las investigaciones de J. A. Salas y E. Jarque (988-91), los italianos asentados en España a comienzos del último decenio de la centuria totalizaban algo menos de 7000 habitantes, concentrados principalmente en tres áreas bien definidas: la región de Aragón (más de 1500), la ciudad de Madrid (unos 750) y el puerto de Cádiz que, con algo más de 3300 emigrantes italianos, casi la mitad del total, albergaba la colonia más consistente, en su mayoría dedicados a las rentables actividades mercantiles y sectores afines. Junto a importantes hombres de gobierno, a mercaderes, a artistas de corte y a visitantes ocasionales que transitan por las rutas del reino, es posible reconocer en esta coyuntura histórica-cultural que ocupa el último tercio del siglo una significativa presencia de literatos, eruditos y hombres de saber procedentes de las diversas regiones italianas, participando todos ellos activamente en la vida cultural del Madrid de Carlos III. Entre otros merecen recordarse Ignazio Bernascone, arquitecto militar e íntimo amigo de Nicolás Fernández de Moratín, y Mariano Pizzi, doctor en medicina e insigne arabista en los Reales Estudios de Madrid. A estos dos nombres de prestigio pueden añadirse algunos otros, como Leonardo Capitanacci, Ignazio Gajone, Placido Bordoni, Giacinto Ceruti, Francesco Pesaro, Giuseppe Olivieri, Giovanni Querini y Marco Zeno. La mayoría de ellos residieron en la capital del reino durante los últimos decenios del Setecientos ejerciendo importantes responsabilidades en el campo de la diplomacia, ya sea como embajadores o secretarios, o como profesores de prestigio en instituciones oficiales o regias. Al promover la definitiva reconciliación entre ambas naciones, la italiana y la española, en una clara perspectiva de integración y de renovación social y cultural, casi todos ellos desempeñaron por lo general un rol destacado como mediadores culturales.

Ahora bien, de este importante grupo de italianos residentes en la España del último tercio del XVIII, descuellan en modo especial las personalidades del véneto Giambattista Conti (1741-1820), poeta e insigne traductor, y la del dramaturgo, crítico e historiógrafo teatral Pietro Napoli Signorelli (1731-1815), quienes gracias a su formación cultural, a su rigor intelectual y a la vastedad de intereses y de miras culturales que ostentaron, acabaron por imponerse sobre el resto de sus compatriotas. François López ha resaltado la importancia de ambos autores en el campo de las relaciones hispanoitalianas, precisando que «el interés y la simpatía que sintieron estos dos italianos por la historia literaria de España son tanto más dignos de llamar la atención cuanto que en su patria Tiraboschi y Bettinelli atacaban duramente la literatura española de los siglos anteriores, propagando la especie de su 'mal gusto', su 'corrupción' y su 'barbarie'» (14). En esta misma línea, la estudiosa Soriano Pérez-Villamil ha precisado atinadamente la peculiar colocación de ambos autores y su valiosa aportación al panorama cultural de la España del XVIII, al destacar que

«sólo los historiadores italianos que permanecieron largos años en España, conocieron su lengua y se insertaron en aquella vida cultural, dan una visión favorable, libre de prejuicios atávicos [sobre la cultura española]; es más -añade- colaboraron con su pluma en dar a conocer los valores poéticos (Conti) o dramáticos (Napoli Signorelli)».


(183)                


Conti y Signorelli habían llegado a la capital del reino a mediados de los años sesenta, coincidiendo con uno de los momentos de mayor intensidad en la enconada batalla que los partidarios del neoclasicismo libraban contra los autos sacramentales y las variadas manifestaciones del teatro popular, en modo especial los géneros de clara derivación epigonal barroca (comedias de santos, de magia, heroico-militares, de figurón, etc.). De ambos italianos, el padre Estala, gran amigo de Leandro Fernández de Moratín, en el Prólogo a su Colección de antiguos poetas castellanos (Madrid, 1786) opinó que eran «los eruditos extranjeros cuyo voto, en materia de buen gusto en poesía, [era...] muy superior a todas las críticas de los que piensan de otras maneras» (citado por Mariutti de Sánchez Rivero 765). Tanto el poeta Conti, en palabras de Joaquín Arce «el mejor hispanista del Setecientos» (70), como el crítico napolitano, en efecto, desempeñaron una función relevante en el proceso de difusión y asimilación de obras y autores italianos en los círculos culturales españoles a los que se vincularon, al tiempo que fomentaron en las letras hispánicas el interés por la literatura extranjera.

Ahora bien, mientras la presencia del poeta véneto en la España del XVIII se nos presenta más bien fragmentaria y discontinua, puesto que regresa a Madrid en más ocasiones por breves períodos, hasta establecerse definitivamente en 1785 en su pueblo natal, Lendinara, la estancia del erudito partenopeo en el Madrid de Carlos III, que se prolongó por casi cuatro lustros, se nos revela mucho más provechosa y significativa para la comprensión de las relaciones hispanoitalianas de finales del siglo XVIII e inicios del XIX. La larga residencia del literato napolitano en la España del XVIII, en nuestra opinión, tanto por la variedad de contactos como por la multiplicidad de intereses culturales que ella promovió, reviste gran interés para el estudio de las fértiles relaciones entre ambas literaturas durante los últimos decenios de la centuria.

Aunque en más de una ocasión aflora su inconfundible amor patrio, expresión de un cada vez más acentuado nacionalismo cultural que ha comenzado a abrirse paso en la Italia de finales del siglo, anunciando el proceso de emancipación y unificación nacional que acabará imponiéndose a lo largo de la siguiente centuria, los escritos y el vasto epistolario del dramaturgo italiano se hallan salpicados de notas y de consideraciones en las que de modo incuestionable emerge su interés y su sincera admiración hacia la cultura española. No fueron pocas las ocasiones en las que nuestro autor fue injustamente acusado por sus contemporáneos de hispanófobo. Sus escritos, por el contrario, nos revelan a un erudito íntimamente vinculado a las ideas de su siglo, respetuoso de la cultura hispánica y empeñado en difundir sus cualidades y sus expresiones más estimables, por supuesto desde su mirador racionalista y neoclásico. Es por ello que no deja de llamar la atención esta cuasi ausencia por lo que se refiere a su larga y estrecha relación con las letras españolas del siglo XVIII. Salvo contadas y dignas excepciones1, debe lamentarse una escasa -y por lo general no siempre adecuada- atención hacia la obra del crítico napolitano en función de su destacada presencia en el campo de los estudios hispanoitalianos y en especial por lo que se refiere a la dramaturgia comparada. Esta cuasi ausencia es compensada, si bien de modo parcial, por alguna referencia ocasional en las historias literarias, centradas principalmente en las animadas polémicas que ocuparon el último tercio del siglo, o por alguna breve mención en los diccionarios biográficos, por lo demás no siempre adecuadamente contextualizada. Por consiguiente, aproximarse a su itinerario cultural y a su obra crítica y traductora, significa, sin caer por ello en la adulación o en la cómoda exaltación, sobre todo rescatar del injusto olvido, en el que aún parcialmente se encuentra, una personalidad literaria que desempeñó un rol relevante en el proceso de mediación cultural entre ambas penínsulas en la fase a caballo entre dos siglos - XVIII y XIX-, participando de modo activo en la vida literaria del Madrid de Carlos III.

No cabe duda alguna de que el autor partenopeo se instala como una de las figuras más significativas en el variado entramado de las relaciones italo-españolas dieciochescas en campo dramático, constituyendo, según palabras del prestigioso dieciochista Nigel Glendinning, «una auténtica autoridad por lo que a teatro europeo se refiere» (96). El literato italiano, en efecto, se erige en uno de los mayores estudiosos de la vida teatral de su tiempo, como se desprende de la vastedad de datos e informaciones que informan su Storia critica de' teatri antichi e moderni, fruto por lo general de un conocimiento directo y de un uso adecuado de las fuentes escogidas, algo no muy común en los trabajos de crítica literaria de aquellos decenios. Esta valiosa obra, cuyo único volumen de su primera edición (1777) se convirtió algunos años más tarde en seis (1787-90), para alcanzar finalmente los once tomos de la edición definitiva publicada en 18132, constituye el primer intento respetable encaminado a trazar una historia general del género dramático dentro de la vastedad de lo que en el XVIII se entendía por «literatura». En este provechoso esfuerzo historiográfico -cuya publicación recibió en aquellos años el elogio de estimados literatos italianos y españoles (Bettinelli, Tiraboschi, Conti, Bordoni, Nicolás y Leandro Moratín, entre otros)- los amplios capítulos dedicados al teatro español constituyen con toda probabilidad sus páginas más acertadas, erigiéndose en una de las primeras obras orientadas a examinar en una perspectiva global toda la producción dramática española conocida hasta entonces. Soriano Pérez-Villamil ha recalcado este valor precursor de la obra del dramático napolitano por lo que se refiere a la escena peninsular, aseverando que si bien el italiano Quadrio, «en plena mitad del siglo, había dedicado un vasto volumen de su Storia della poesia a la dramática, [...] no es comparable la preparación del ex jesuita valtelinés con la sensibilidad teatral y conocimiento de la realidad hispana que tras dieciocho años de permanencia en Madrid poseía el autor de la Faustina» (109).

Amigo y coetáneo del célebre Tiraboschi y cercano a éste y a otros eruditos italianos (Bordoni, Amaduzzi, Vespasiano y Vernazza, entre otros) en cuestión de preferencias literarias y estéticas, Signorelli es un cabal exponente de la cultura illuminista partenopea. Nápoles en el XVIII no sólo es la ciudad italiana con mayor población (Moratín asevera en su Viaje a Italia que la urbe cuenta con «más de quatrocientos mil habitantes», VI: 214-5), sino que constituye uno de los centros culturalmente más dinámicos y de mayor vitalidad. Aunque la ciudad del Vesubio se hallaba en una situación de atraso social y económico respecto a las regiones de la Italia septentrional, en campo cultural ocupaba un lugar destacado, imponiéndose por la originalidad y la amplia circulación de ideas que allí se respiraba. No se olvide que el illuminismo napolitano -cuyas figuras señeras, Vico y Genovesi en primer lugar, ejercieron una estimable influencia sobre Napoli Signorelli- conjuntamente al milanés y al toscano, se instala como uno de los focos más representativos del nuevo esplendor cultural que caracteriza la Italia del XVIII.

La biografía intelectual de Signorelli de ningún modo puede desgajarse de una minuciosa indagación sobre las profundas contradicciones que salpican la sociedad napolitana de mediados del Setecientos (Santoro 11-3). Desde esta perspectiva, su itinerario intelectual, no exento de comportamientos y posiciones por lo demás no siempre coherentes o claramente explicables, es emblemática de las contradicciones que subyacen en la sociedad partenopea del dieciocho, en la que es posible divisar una amplia fractura entre economía, sociedad y cultura, y en modo especial una escisión entre la estructura socioeconómica dominante, aún arcaica y escasamente articulada, y la notable vitalidad intelectual y cultural que en cambio en ella puede adivinarse. Como ha observado acertadamente Santoro, «se in altre città italiane la ripresa intellettuale del '700 è legata, tenendo conto únicamente di alcuni fattori, alla crescita di potere della nuova classe (borghese), alle istanze che essa portava, alla nuova ideologia, alla nuova concezione del mondo e quindi dei rapporti economici e del ruolo degli intellettuali, e dunque [...] alle spalle degli intellettuali c'è la struttura [...], a Napoli tale rapporto manca» (12-13). Ello puede explicar, al menos parcialmente, el singular itinerario ideológico transitado por el crítico napolitano: en su juventud adepto fervoroso de la gestión reformista de Carlos III en Nápoles; luego, una vez afincado en Madrid, convencido defensor de la política del despotismo ilustrado encarnada siempre por el tercer Borbón, cuya vida, según palabras de nuestro autor, constituye «un continuo tessuto di atti di grandezza, di virtù e di religione» (Opuscoli III: VI), para convertirse, a su regreso a su ciudad natal, primero en apologista de la política de Fernando IV, sucesivamente en partidario y autoridad de la efímera República partenopea de 1799, y finalmente en sus últimos años, después de un breve exilio en Francia, en ferviente simpatizante bonapartista, a pesar de su espíritu moderado y notoriamente borbónico.

El itinerario intelectual del literato italiano, como el de muchos otros napolitanos de su misma generación, se erige pues en emblema de la ilusión reformadora que se ha instalado en una parcela considerable de los ilustrados italianos meridionales. Como advierte Santoro (17), estos eruditos y letrados en un principio depositaron sus esperanzas, convencidos o no, en Carlos de Borbón, y luego, desilusionados de Fernando IV, arriesgaron sus vidas confiando en una ideología radical que en el Nápoles de aquellos decenios era sólo de carácter intelectual e ideal, y que por tanto se hallaba privada de una real correspondencia con una clase revolucionaria, fuese cual fuese esta última. La biografía intelectual de nuestro escritor, por consiguiente, constituye una evidencia más de la ambigüedad que se ha adueñado de los intelectuales napolitanos de finales del XVIII, situados -como destaca una vez más Santoro- a mitad camino «tra tradizione e innovazione [...], tra rivendicazione e curiosità, tra ricerca di identità e cosmopolitismo» (20).

Aunque abogado de profesión, Signorelli manifestó tempranamente curiosidad y amplio interés por los estudios literarios y de diplomacia3, a los que se dedicó con esmero y convicción instruyéndose en las obras de los clásicos grecolatinos y de los italianos Tasso, Ariosto, Muratori, Maffei, Lazzarini y Fontanini. El ambiente forense se le presentaba convencional y monótono, en claro contraste con la ansiada libertad individual y la constante búsqueda intelectual que derivaba de su espíritu inquieto e inquisitivo. De ahí, pues, que una vez encaminado en el ejercicio de la profesión forense, Signorelli decidiese al poco tiempo abandonarla, abrazando los estudios de poesía, de teatro y crítica literaria, a los que se dedicará con empeño hasta sus últimos días. En estos primeros años de acercamiento a la actividad literaria en su Nápoles natal, el joven escritor va definiendo y afirmando sus primeras inclinaciones literarias y estéticas, en los que destacan como modelos a seguir sobre todo los clásicos grecolatinos (Aristófanes, Luciano, Horacio y Juvenal), los italianos Ariosto, Petrarca, Chiabrera, Bentivoglio y Nelli, y los contemporáneos Boileau, Voltaire y Racine. Indiscutible fue la importancia por tanto que el autor napolitano asignó en sus preferencias a las autoridades grecolatinas y del humanismo italiano del XIV y XV. En campo dramático, además de su entusiasmo por la comedia de Aristófanes, de Alesio y Menandro, destaca su admiración hacia Racine y Moliere, mientras que, por lo que atañe al teatro español, resalta su adhesión plena a los componentes formales y estéticos que habrán de modelar la nueva comedia burguesa, reconociendo en las piezas de su amigo Leandro Moratín su más lograda y perfecta expresión.

Ilustrado y reformista, espíritu inquieto y polémico, Signorelli constituye un claro ejemplo de erudición y de enciclopedismo dieciochesco, pudiéndose percibir en él un irrefrenable deseo y una constante voluntad por comprender y reflexionar sobre los más diversos fenómenos históricos y culturales que le circundan. «Del resto Signorelli -opina Ana Santoro-, spesso classificato unicamente come erudito, chiuso ne' limiti del proprio tavolo di lavoro, è invece un viaggiatore (oltre i venti anni in Spagna e il breve soggiorno obbligato in Francia, frequenti sono i viaggi attraverso l'Italia per conoscere dal vivo uomini e fenomeni culturali) e si fa dunque mediatore tra realtà diverse e attento raccoglitore di ciò che maggiormente lo stimola» (18). Siendo Signorelli un fiel exponente del pensamiento racionalista dieciochesco, son múltiples por supuesto los campos disciplinarios que despiertan su interés y su inagotable curiosidad intelectual. Si bien su mayor atención se vuelca especialmente hacia los estudios culturales del reino de Nápoles y la historia y critica dramática italiana, el literato partenopeo consagra también sus energías a examinar atentamente el teatro español, el francés y el clásico grecolatino, al tiempo que redacta trabajos sobre economía, ciencia, filosofía y diplomacia; compone piezas dramáticas acorde a la estética neoclásica y traduce al italiano diversas obras, tanto griegas y latinas como españolas y francesas. En este sentido, en el marco de los amplios intereses culturales que presidían sus estudios, de no menor importancia ha sido la función divulgadora por él desempeñada en el campo de las ciencias experimentales, como puede comprobarse, por ejemplo, en su traducción al castellano de la Carta, acompañada de pertinentes anotaciones, en la que el conde Saluzzo da cuenta de sus últimos descubrimientos en el campo de las ciencias químicas4.

Ahora bien, si la educación recibida y los estudios humanistas cursados en su ciudad natal se revelan importantes, aún más decisiva para la comprensión del perfil cultural e intelectual del erudito italiano es sin duda su experiencia en el Madrid de Carlos III, cargada de estímulos y gratificaciones y cuyas impresiones y gratos recuerdos Signorelli conservó por siempre en su memoria. Su larga residencia en España, que ocupó dieciocho años, de 1765 a 1783, constituye una fase crucial en su formación cultural y literaria, significando uno de los períodos más fértiles, tanto en el ámbito personal como en el cultural, en la vida del escritor. En estos años en la capital del reino, el dramaturgo perfecciona la lengua española, idioma que llegará a dominar con asombrosa destreza y sabiduría filológica, como puede corroborarse de las cartas que le envía al autor de El sí de las niñas, redactadas en un español impecable. Del mismo modo, Signorelli asimila los componentes más variados del fértil mosaico cultural hispánico, al tiempo que amplía sus conocimientos sobre el drama peninsular que luego plasmará en los tres apartados sustanciosos que organizan la última edición de su Storia critica 5. Leandro Moratín recordaba que había sido su padre, Nicolás, quien había alentado al hispanista italiano a indagar y a reflexionar en modo apropiado y libre de todo prejuicio sobre los autores de la escena nacional, con especial atención a los dramaturgos del Siglo de Oro («Vida» XIV). En efecto, el literato madrileño procuró a Signorelli numerosos textos dramáticos, familiarizándolo con los autores más representativos e instruyéndolo sobre las cualidades y los defectos del teatro peninsular: el autor de La Faustina, apunta Gies, «all along had been collecting materials for a history of Spanish drama and discussing his knowledge with Moratín [...] As an expert on European theater, Signorelli contributed enormously to the erudite discussions while picking up interesting bits and pieces of information, which he stored away for future use» (Nicolás Fernández de Moratín 33).

Aunque algunas de sus piezas alcanzaron cierto éxito en los escenarios italianos, como la galardonada Faustina (1778), más que dramaturgo de considerable estima y valor, el erudito italiano fue por sobre todo un atento crítico e historiador del teatro del XVIII, fundamentalmente del italiano y español, siendo al mismo tiempo hábil traductor de piezas dramáticas clásicas y contemporáneas. De esta doble actividad de crítico dramático y traductor de textos españoles dan cuenta tanto las amplias páginas dedicadas a los estudios hispánicos en su Storia critica de' teatri, como sus apreciables traducciones de las comedias moratinianas. Del popular dramaturgo Signorelli tradujo al italiano todas sus piezas, a excepción de la última y mayormente célebre, El sí de las niñas (ver Mininni 437), dejando constancia así de la plena adhesión estética que el erudito partenopeo guardó hacia los principios que regían la visión dramática del amigo madrileño y con la cual el italiano se solidarizó en modo explícito.

Las importantes versiones italianas de las primeras cuatro comedias de Leandro Moratín, llevadas a cabo entre 1795 y 18056, como reflejo de una estrecha colaboración literaria y de una sólida amistad que ambos cultivaron por decenios, no sólo deben ser concebidas en el marco de la febril actividad traductora que registró los últimos decenios del XVIII, sino que además deben ser vistas y examinadas a luz de la batalla protagonizada por ambos dramaturgos en pos de la afirmación de un teatro burgués de rango europeo y del animado debate que sobre las ideas dramáticas dicha batalla supuso en aquellos últimos y polémicos lustros de la centuria.

No han sido del todo despejadas las dudas acerca de las razones que habrían llevado al crítico italiano a abandonar su ciudad natal y a radicarse en Madrid en septiembre de 17657. La mayoría de los biógrafos (Bigi y Mininni entre otros) concuerdan en asignar como causa principal la existencia de dificultades económicas -«dissesti finanziari»- por las que habrían atravesado el dramaturgo y su familia en aquellos años, agravadas a raíz de la desaparición en 1764 de su padre Angelo Antonio. En su exhaustiva monografía, valiosa por la variedad de documentos y manuscritos que en ella se recoge, aunque más bien modesta en cuanto rigor y análisis crítico, Mininni corrobora esta versión. Cotejando algunos escritos del autor italiano -depositados por decenios en la Accademia Pontaniana de Nápoles y actualmente extraviados- y sin dejar de aludir a otros posibles motivos, de orden afectivo y psicológico, Mininni precisa que «il movente vero debe recarsi in noie, disinganni, amarezze d'insuccessi letterari, nel dissesto economico, mancati i guadagni di Angelo Antonio e quelli dell'avvocatura abbandonata» (25)8.

Signorelli es plenamente consciente de los propósitos que guían la acción de gobierno del futuro Carlos III, de cuya política de reformas y de promoción científica y cultural fue testigo y partidario entusiasta en los casi cinco lustros (1734-1759) en los que el joven Borbón había regido los destinos del reino de Nápoles9. Es indudable la afección y la sentida admiración que Signorelli demuestra hacia la figura y hacia las capacidades del nuevo monarca, cuyo reinado -según sus propias palabras- «vantaggi [e...] luci recano alla letteratura e alle arti» (Vicende, VI: 126); devoción y respeto hacia la labor reformista de Carlos que por lo demás han quedado reflejadas en las sentidas palabras de exaltada admiración que el crítico napolitano, con evidentes acentos encomiásticos, vertió en el discurso fúnebre pronunciado en Nápoles, en recuerdo del monarca recientemente fallecido10. En dicho discurso, ejemplo cabal de oratoria según los modelos sancionados por el neoclasicismo, Signorelli ensalza la labor llevada a cabo por Carlos de Borbón en sus años al frente del reino partenopeo, y sucesivamente, una vez en el trono español, su empeño por revitalizar y modernizar las estructuras del reino en el campo de la justicia, de la economía y del comercio, facilitando al mismo tiempo la definitiva reconciliación de España con la cultura europea.

No asombra de ningún modo, pues, que Signorelli escogiera España como nueva patria adoptiva, ya que, además de esta total devoción hacia la figura del monarca, en la segunda mitad del siglo los contactos, tanto políticos como diplomáticos y culturales, que vinculaban a ambos reinos de la familia borbónica eran más bien amplios y fluidos. Ello determinó una mayor presencia de españoles en la ciudad partenopea, como del mismo modo, la existencia de menores obstáculos para las familias napolitanas que decidían trasladarse a la península ibérica. Entre ambas penínsulas además, durante los más de dos siglos de dominación española, se había ido configurando una relación privilegiada entre españoles y napolitanos en la que, sin embargo, como el mismo autor italiano pudo advertir, predominaron los claroscuros11.

Signorelli había llegado a Madrid en un momento crucial en la vida cultural española, encontrándose con un ambiente fuertemente politizado. Su arribo a la capital había coincidido con los fuertes vientos que cada vez con mayor intensidad avivaban el fuego de la batalla contra los autos sacramentales promovida por el director de El Pensador, Clavijo y Fajardo, y a la que se habían sumado algunos escritores partidarios de la nueva estética neoclásica, entre los que por capacidad y vehemencia expositiva descollaba el célebre Nicolás Moratín12. Del mismo modo, su llegada a tierras españolas prácticamente había coincidido con los tumultos populares que habían provocado la caída del ministro italiano Esquilache, y el consiguiente acceso al poder del conde de Aranda, abriendo una nueva fase en la política de reformas hasta entonces llevada a cabo. La llegada y estancia del napolitano y su inmediata inserción en el círculo de ilustrados madrileños, pues, se inscribe en la nueva coyuntura de fermento cultural y auge reformista que a partir de la asunción del político aragonés como presidente del Consejo de Castilla comienza a transitar España, solidarizándose nuestro autor casi de inmediato con el proceso de reformas promovido por Carlos III en los primeros años de su reinado.

En aquellos años que abren el último tercio de la centuria, observa G. Stiffoni, se había comprendido muy bien que la reforma de la cultura no se hallaba desvinculada de las innovaciones políticas en acto y que por tanto los lazos entre cultura y política eran muy sólidos (116). De ahí la necesidad del despotismo carolino por incorporar a los literatos sensibles a las nuevas ideas ilustradas y al proyecto reformista, impulsando y difundiendo al mismo tiempo sus obras y sus empresas culturales. Su objetivo, pues, es el de erigir al intelectual en instrumento funcional a la política dirigista de los Borbones, convirtiendo a los letrados y hombres de saber en personas capaces no sólo de elaborar las bases ideológicas sobre la que debía cimentarse el modelo del absolutismo ilustrado, sino también de volcar todos sus esfuerzos para garantizar el consenso hacia la acción reformadora. Después de decenios de extravíos y frustraciones, como apunta Stiffoni (113), España se disponía a hacer coincidir las agujas de su reloj con las del reloj europeo. A partir de la segunda mitad de la centuria, y como nunca antes había sucedido en la historia de España, la libertad del individuo se hallaba subordinada al bien común y a la voluntad general de la nación, contribuyendo con su pluma los escritores y hombres de cultura en general en propagar las nuevas ideas según las directrices fijadas por el dirigismo ilustrado.

La intensa actividad literaria que caracteriza el Madrid de mediados de los años sesenta favoreció sin duda su plena inserción en los ámbitos de producción cultural. «Migrato nella Spagna, probabilmente già esperto della lingua del paese, dimostrò sin dal principio un grande zelo nello studíare non soltanto quella lingua, ma anche quella letteratura, sí da accarezzare quel sentimento di amorproprio nazionale, che negli spagnoli è vivissimo», anota Cian (173). Bigi, por su parte resalta la acogida «piena di simpatia», tanto en los ámbitos cercanos a la Corte como en los más prestigiosos círculos culturales, que dejó en el ánimo del italiano, una vez afincado nuevamente en Nápoles, «una grata e commossa nostalgia degli anni trascorsi in Ispagna» (590). En una carta dirigida al insigne jesuita Esteban de Arteaga, pocos años después de su regreso definitivo a Italia, el dramaturgo italiano evocaba con afecto y emotiva nostalgia sus años transcurridos en Madrid, aseverando que:

«nella gioia del rimpatriamento si frammischia certo sentimento spiacevole per la necessità, che mi allontana, apparentemente per sempre, da un caro nido da me scelto ed in cui godeva quell'ozio tranquillo, che forma la delizia di colui che, comunque il faccia, coltiva le lettere».


(en Mininni 327; el subrayado es mío)                


Una vez radicado en la capital del reino, el dramaturgo partenopeo teje un vasto entramado de contactos personales, vinculándose con los exponentes más significativos del reformismo ilustrado, adscriptos en ámbito cultural a la emergente corriente neoclásica: Cadalso, Tomás de Iriarte, Gómez de Ortega y sobre todo Nicolás Moratín, el poeta de mayor prestigio de aquellos años, a quien lo unió una estrecha relación de amistad, proseguida hasta sus últimos días con su hijo, el célebre poeta Leandro13. La sólida relación que Signorelli entabló con los dos Moratines marcará su rumbo literario y estético, incidiendo en sus preferencias literarias, sobre todo por lo que respecta a la visión del crítico italiano sobre el drama peninsular14. La crítica ha resaltado la importancia de esta doble relación, recordando cómo, gracias al valioso apoyo ofrecido por Nicolás Moratín, Signorelli lograría tomar contacto con los ambientes culturales y los círculos ilustrados más acreditados de la capital del reino. Del mismo modo, es más que probable que el poeta madrileño, aprovechando sus vinculaciones con los círculos de la corte, le haya procurado también una ocupación estable en las oficinas de la Lotería Real, con una habitación contigua al Palacio Real15, como así mismo amistades y relaciones estimables.

No cabe duda de que estos largos años en Madrid -su 'caro soggiorno', como evocará afectuosamente el autor italiano años más tarde (Storia, VI: 193)- fueron para Signorelli una experiencia ampliamente provechosa. En la ciudad española el literato napolitano continúa escribiendo sus sátiras, que se suman a las ya publicadas algunos años antes en Nápoles y que luego reunirá en un nuevo volumen16, redacta sus dos piezas cómicas más importantes: La Faustina y La tirannia domestica, ovvero la Rachele, editadas ambas más tarde en Italia. Durante su «querida estancia» madrileña, Signorelli desarrolla al mismo tiempo una valiosa labor de recuperación y de recopilación de los teatros de Europa y en modo especial del drama ibérico, aprovechando el abundante material de primera mano del que pudo disponer en la península y la bien provista biblioteca personal de su amigo Nicolás Moratín. No se olvide además que durante sus años en Madrid no sólo fue «pensada» y en gran parte concebida sus Vicende della coltura delle due Sicilie, editada más tarde en Nápoles, sino que fue allí donde el italiano compuso la primera versión de su obra clave, la varias veces aludida Storia critica de' teatri, redactada, en un principio, en español y cuya primera edición salió a la luz en 1777, residiendo su autor en tierras ibéricas.

Resaltando los estrechos vínculos que por decenios habían mantenido ambas culturas, Cian recuerda que «venuto da una regione dov'era durato tanto tempo il dominio spagnuolo, il Signorelli riuscì facilmente a spagnolizzarsi quasi per intero, al punto di apparire un vero cortigiano, che nei suoi libri prodigeva lodi, in massima parte meritate, al suo re, "il gran Carlo III'", nonché al suo potente e munifico ministro, il Conte Campomanes» (173). La febril actividad cultural que caracteriza los años sesenta y setenta de la centuria le brindan la oportunidad de estrechar nuevas y decisivas relaciones personales y literarias, favoreciendo de este modo su rápida inserción en los ámbitos de debate cultural más prestigiosos de aquellos años. Decisivo en este sentido, como se ha apuntado, fue sin duda el interés demostrado y la valiosa ayuda prestada por Nicolás Moratín, quien lo introdujo en el cenáculo literario madrileño que solía celebrar sus reuniones en el café de San Sebastián, erigido en destacado centro de difusión de la nueva corriente neoclásica en auge.

Con el nombre arcádico de Pierio, Signorelli participa activamente en las apasionadas discusiones que allí se celebran, centradas en las peculiaridades de la lengua italiana y española, tema de debate recurrente en aquellos años, y sobre las dificultades en la versificación y en el campo de la traducción en ambas lenguas, como así también sobre las cuestiones que atañen a las diferencias y similitudes de gusto y de sensibilidad entre ambas culturas en contacto («Vida» XIV). Si las sugerencias que Nicolás Moratín acercó a Conti y al crítico napolitano fueron inestimables, familiarizándolos con la cultura hispánica, del mismo modo, los dos literatos italianos se convirtieron a su vez en doctos interlocutores del autor madrileño, erigiéndose en valiosas fuentes de información para la sed de saber y de intereses que el célebre poeta manifestó hacia la cultura italiana, tanto en el campo de la poesía como en el de la dramaturgia (Gies, Nicolás Fernández de Moratín 33-4). No se olvide que en dichas veladas la cultura hispanoitaliana encontró un espacio privilegiado de elaboración cultural. Menéndez y Pelayo (III: 293-5) ha destacado la importancia de esta presencia italiana entre los contertulios, enfatizando la acentuación de aquella «corriente latino-itálica» en el campo de la lírica que acabó prevaleciendo sobre la clasicista de matriz francesa. Más recientemente Caso González (183-4) ha subrayado el decisivo influjo de la poesía arcádica italiana en las lecturas y comentarios que concitaban el interés de los asistentes, destacando especialmente el de un insigne miembro de la Arcadia romana como Frugoni, y la de otros dos autores de relieve, Chiabrera y Petrarca, ampliamente comentados en la prestigiosa academia italiana17. En efecto, aunque los componentes de la tertulia madrileña admiraban el drama clasicista francés y aceptaban entusiastas las nuevas ideas que se difundían en la nación vecina, en lo demás, como nota J. L. Alborg, «se conservaban fieles a la tradición clásica del XVI, y a imitación de los poetas de aquella época, tenían vueltos los ojos a Italia, con cuyos escritores mantenían amistoso contacto» (43).

Al aludir a las reuniones que tenían lugar en una de las salas del café madrileño, Fabbri afirma que «la ricerca teorica non si esauriva nell'affermazione di principi e regole, ma trovava applicazione concreta nelle esercitazioni liriche che ciascuno era tenuto a presentare» («Conti, poeta» 41). Del mismo modo, la praxis traductora, como ejercicio intelectual habitual en las veladas que animaban la inquieta tertulia, constituyó también un aspecto esencial. La preocupación por la labor de traducción hace referencia a una parcela temática de relieve en los debates que concitaban el interés de los contertulios. En una ocasión, recuerda Leandro Moratín, «habló Signorelli de la dificultad que se hallaría en traducir al español, con iguales estrofas y el mismo número de versos, cualquiera buena composición italiana, y ofreció por ejemplo aquel célebre soneto de Juan de la Casa que empieza: Oh sonno! oh de la cheta, umida, ombrosa / Notte, placido figlio» («Vida» XIV). En Signorelli es evidente el interés y la preocupación hacia las cuestiones atinentes a la lengua y hacia la importancia de la actividad traductora, temas recurrentes en los debates dieciochescos. No nos equivocamos al aseverar que tanto las traducciones de poemas y de piezas teatrales llevadas a cabo por Conti y Signorelli, como los amplios apartados dedicados por este último al teatro español en su Storia critica, con toda probabilidad no habrían visto la luz sin los insistentes estímulos de Nicolás Moratín y, en modo más evidente aún, sin la estimulante experiencia que para ambos escritores italianos representó su participación en la célebre tertulia. Como hemos señalado en otra ocasión, pues, en cierto modo esta intensa y laboriosa actividad traductora fue también «il risultato di quel clima di profonda amicizia e di aperto dibattito cultúrale che si respirava nel noto cenacolo letterario» (Quinziano «La commedia nuova» 263).

Su inserción en la fonda de San Sebastián y la activa participación en las discusiones que allí tenían lugar constituyeron para Signorelli una valiosa oportunidad para ampliar sus conocimientos sobre la cultura española, en particular sobre el teatro peninsular (Gies, Nicolás Fernández de Moratín 33), al tiempo que le procuró nuevas y provechosas relaciones sociales y culturales. De las amistades cultivadas en estos años, de la favorable acogida que obtuvo en España, como asimismo de las innumerables manifestaciones de estima y afecto que el napolitano allí recibió dan cuenta sus cartas y los numerosos comentarios que salpican sus obras, en modo particular su Storia critica de' teatri. En el penúltimo tomo de su obra mayor, por ejemplo, en una clara manifestación de la vanidad que en numerosas ocasiones exhibió el dramaturgo napolitano, éste no pierde ocasión en recordar la estima y el respeto ganado en tierras ibéricas, a tal punto que escritores de prestigio, como Cadalso y López de Ayala, la honrarían, confiándole los manuscritos de algunas de sus obras -las tragedias Don Sancho García y la Numancia destruida respectivamente- antes de darla a la estampa (Storia critica IX: 67-9 y 73-4). De este modo el crítico italiano enfatizaba la alta estima y la amistad sincera que los dos españoles le habían demostrado y con la que por años lo habían honrado, al tiempo que, en una clara actitud de autolegitimación artística, resaltaba su rol de estimable interlocutor en materia teatral para los que frecuentaban la brillante tertulia.

La crítica ha resaltado este carácter colectivo o grupal de la amistad que imperaba en la fonda madrileña, enfatizando el profundo espíritu de sodalizio intellettuale, íntimamente ligado a la reflexión lírica, que allí reinaba (Cotarelo y Mori 119, Mininni 31 y Alborg 45-6). No es ocioso recordar la importancia que desempeñó entre los ilustrados dicho componente como marca relevante de una emergente sensibilidad y de una nueva ética que han comenzado a aflorar en el XVIII. En los últimos decenios de la centuria se registra un redescubrimiento del valor del trato y de la correspondencia virtuosa y sensible que, como anota J. Pérez Magallón, determina en España «el reflorecimiento de la amistad como valor ético secular, tema literario y realidad vital que caracteriza a varias de las figuras señeras de la época» («Escritores y amigos» 340). Leandro Moratín retrató en modo ejemplar este nuevo sentimiento, que aunó vida y poesía, en su Epístola a Don Gaspar Jovellanos, al definir la «pura amistad» entre hombres sensibles como «dulce nudo [que] nuestras almas unió [y] que durable existe» (Poesías completas 285). Se instala de este modo una nueva ars amicitiae basada en la comunidad de gustos y gestada en la nueva atmósfera de fervor poético que impera en aquellos decenios y que los mismos ilustrados se encargaron por lo de más de evocar y de exaltar en sus escritos18.

La batalla por la reforma de los escenarios fue afianzando en nuestro autor el carácter colectivo de la amistad y al mismo tiempo un definido sentido de pertenencia grupal. Esta expresión de sociabilidad y de sensibilidad compartida, que presidió las relaciones entre los ilustrados, fue determinando en el autor italiano un sentido de pertenencia cultural bien preciso, de plena identificación con el círculo reformista ilustrado. Trascendentales en dicha perspectiva fueron, pues, los lazos que Signorelli llegó a estrechar una vez afincado en Madrid, donde el literato fue urdiendo una amplia red de relaciones personales y literarias. El dramaturgo partenopeo se jactó en reiteradas oportunidades de las amistades que había logrado cultivar en sus años en España, refiriéndose especialmente a su trato privilegiado con Cadalso, López de Ayala y Tomás de Iriarte. En más de una ocasión se vanaglorió de ellas con el declarado propósito de refutar las acusaciones de hispanofobia que injustamente le achacaban sus adversarios (Ramón de la Cruz, García de la Huerta y Sempere y Guarinos), legitimándose de este modo como amigo y defensor de la cultura española.

Ahora bien, mucho más importante que las recientemente indicadas ha sido sin duda la relación que el literato napolitano estableció con Nicolás Moratín19. Con el célebre autor, «poeta non volgare e scrittore elegante anche in prosa» (Storia critica VII: 55, nota a), como es notorio, el crítico italiano mantuvo una fructífera relación de carácter personal y literaria, dando lugar a un vínculo ejemplar que aunó experiencia de vida y afinidades literarias. Esta importante relación de amistad, que el literato partenopeo siempre reivindicó y recordó con afecto y sincera gratitud, fue afianzándose en la común lucha por la reforma de los escenarios y enriqueciéndose gracias a una misma percepción artística y formal de la dramaturgia. Dicha percepción echaba raíces en una común búsqueda acorde a los principios clásicos establecidos por las reglas del arte, reconociendo como guía y modelos indiscutibles los ejemplares griegos y latinos en el campo de la poesía y los modernos franceses en ámbito dramático. En el trato y en la lectura y comentarios de obras propias y ajenas, fueron confirmándose afinidades, promoviendo -en palabras de Leandro Moratín- una clara «identidad de principios e inclinaciones» («Vida» XV) que convirtieron el trato inicial en relación amistosa privilegiada. Si, como ha enfatizado la crítica, Signorelli le debe al poeta español la fortuna literaria durante sus años en Madrid (Mininni 28), cabe recordar también que este último encontró en el amigo italiano un interlocutor acreditado para calibrar mejor sus comentarios y sus estudios sobre la poética y la dramaturgia italianas.

Además de esta indiscutible sincronía estética y cultural, es muy probable que ambos literatos se sintieran unidos por una similar experiencia vivencial. Graduados los dos en leyes, no tardarían en manifestar una profunda desilusión y desafección hacia la profesión que habían escogido en sus años de juventud, abandonándola al poco tiempo en el caso del italiano, relegándola a segundo plano el escritor español, para dejarse ambos seducir por la poesía dramática y por los estudios literarios. Del mismo modo que a Moratín padre (ver «Vida» XIII), al dramaturgo napolitano, el mundo forense se le presenta extraño y adverso a sus intereses culturales, rutinario y restrictivo a toda posibilidad de expresión y de libertad personal.

Leandro Moratín recordaba que, gracias al estímulo de su padre, Conti había acometido la notable labor de volcar al italiano las poesías españolas del XVI y XVII, difundiéndolas allende los Pirineos, mientras fundamentales fueron también los consejos que el autor de La Petimetra la habían confiado a Signorelli en lo referente al teatro español, influyendo en los juicios y comentarios que el hispanista napolitano trazó años más tarde en su Storia critica («Vida» XIV). No sería exagerado aseverar, pues, que don Nicolás, algunos años más joven que el napolitano, no sólo operó con Signorelli como un amigo fraterno, sino que acabó convirtiéndose en su principal protector y mentor. Consciente de ello, el crítico italiano profesó siempre hacia el amigo y contertulio madrileño reconocimiento y sincera gratitud. En una misiva dirigida a Leandro Moratín a principios de 1786, en la que saludaba en modo elogioso la publicación de Las naves de Cortés destruidas, el literato napolitano evocaba al amigo ausente, confirmándole la alta consideración y estima que de su padre conservaba:

«No sé exprimirle lo sensible que me ha sido el volver a leer los versos de su digno Padre y mi amigo D. Nicolás [Moratín]. Leí este noble Canto épico de Las naves de Cortés destruidas la primera vez que me ausenté de Madrid el año 1778. Mucho me ha alegrado verle imprimido [...]. Me alegro de corazón por la memoria de mi difunto amigo, que vive en mi pecho [...] Siempre que pueda, a la primera ocasión -enfatizaba- no dejaré de hacer mención mil veces al valor poético de su padre [...]».


(en Mininni 343; el subrayado es mío)                


El autor de La Petimetra por su parte dejaba constancia de la admiración y de la deuda intelectual contraída con el dramaturgo italiano en una oda que, con ocasión de la publicación de la primera edición de su Storia critica, le consagraba el poeta madrileño. Allí, en tonos de evidente exaltación, el autor español invoca a su amigo napolitano, llamándolo «digno alumno de Apolo» (Obras de D. Nicolás 36). Considerable fue sin duda la estima que don Nicolás demostró hacia el contertulio italiano; admiración que apoyaba en una misma percepción del teatro, en la que resalta su función instructiva y de reforma moral, y en una comunidad de intereses y afinidades literarias que en campo dramático resaltaban la primacía de los clásicos -griegos y latinos- y de los modernos franceses como modelos dignos de imitación.

Del mismo modo que con Cadalso y López de Ayala (Storia critica IX: 68-70 y 73-4), las afinidades estéticas y la estrecha relación personal y literaria que lo vincularon a Flumisbo20 no constituyeron un impedimento a la hora de exponer sus juicios sobre las piezas del amigo madrileño, siempre con espíritu amistoso, evitando el fácil panegírico o el elogio de conveniencia. Sus comentarios de las tragedias moratinianas (Lucrecia, Hormesinda y Guzmán el bueno) no se hallan exentos de observaciones críticas (Storia critica IX: 55-65), que empero, resulta conveniente aclarar, de ningún modo llegaron a poner en discusión la declarada solidaridad que el italiano manifestó hacia los propósitos estéticos e ideológicos que habían guiado al poeta español, ni mucho menos su aprecio a los nobles esfuerzos de éste en su empeño por elaborar, en el marco de las nuevas prioridades fijadas por Aranda, un modelo de tragedia, centrado en temas épicos nacionales y acorde a las reglas clásicas de «buen gusto». Consciente de que el madrileño había decidido emprender un nuevo itinerario en los escenarios de la península, el literato italiano valora sobre todo el carácter innovador y experimental de sus tragedias en el panorama teatral de aquellos años, fuertemente dominado aún por el mosaico de géneros populares procedentes del período áureo (Storia critica IX: 63-4). Aunque se solidariza con estos prematuros esfuerzos llevados a cabo por el autor español, Signorelli es plenamente consciente de las no pocas dificultades a las que estos primeros y valorables intentos debieron enfrentar en un campo, como la tragedia clásica de tema nacional, escasamente abonado en la dramaturgia peninsular.

Somos de la opinión que Signorelli en sus comentarios y en sus juicios, no exentos a veces de consideraciones forzadas, en general fruto del riguroso clasicismo y del temperamento polémico y fogoso que guiaban su incipiente sentimiento nacionalista, ha sido con toda probabilidad el literato italiano que en aquellos últimos decenios del Setecientos mejor conocía el teatro peninsular, erigiéndose en uno de sus mayores difusores en Italia: «con todos sus defectos y sus faltas, explica Mariutti, no se puede negar al hispanista napolitano el mérito de haber sido uno de los pocos extranjeros que procuraron renovar el recuerdo del teatro español, honrándole» (772). Este afán por rescatar el valor de la producción teatral hispánica, digno de toda consideración, sobre todo en una fase en que las incomprensiones y las polémicas culturales entre ambas penínsulas hespéricas se hallaban a la orden del día, reconoce su germen en sus largos años en el Madrid de Carlos III en el que resaltan los intensos vínculos literarios y personales que el dramaturgo italiano allí estableció, trazando uno de los capítulos más significativos en el campo de las relaciones culturales hispanoitalianas en la fase a caballo de los siglos XVIII y XIX.

Aislado y acosado a causa de las no pocas enemistades que, en razón de las animadas polémicas que imperaban en aquellos decenios, el napolitano se había granjeado en sus casi cuatro lustros en Madrid y que acabaron por hacerle perder el favor del monarca y el empleo en las oficinas de la Lotería Real, Signorelli emprende a finales de 1783 su regreso definitivo a Italia, radicándose en su ciudad natal, donde a los pocos meses asumirá como secretario de la prestigiosa Accademia delle Belle Lettere e delle Scienze. Giacinto Ceruti, quien entonces se encontraba en la ciudad de Cartagena ejerciendo funciones docentes con rango oficial, ha evocado las diversas dificultades que tuvieron que sortear los eruditos y literatos italianos afincados en tierras ibéricas a raíz de la conocida polémica promovida por Llampillas contra Bettinelli y Tiraboschi, acusados por el jesuita expulso por sus comentarios poco favorables hacia la cultura española. Cian y Minnini recuerdan una carta del abate piamontés de principios de 1783, el mismo año del definitivo retorno de Signorelli a Nápoles, en la que desde Madrid Ceruti refería a su amigo Vernazza sobre el clima de sospecha hacia los autores italianos que reinaba en aquellos años, anunciándole que «bolle più che mai l'ira degli Spagnuoli contra Tiraboschi e Bettinelli, e questa ira fa danno pure a noi italiani, che viviamo fra loro. Il vostro e mio Signorelli -añadía- se ne ride, e dice loro crudamente non poche verità, e non teme» (citado en Cian 220, nota 2).

Aunque el napolitano no alude nunca de modo explícito a los motivos que habrían promovido su definitivo regreso a Italia, a partir de algunos documentos y de las doloridas apreciaciones del mismo escritor, encaminadas fundamentalmente a resaltar sus controversias con dos de sus principales adversarios, Vicente García de la Huerta y Ramón de la Cruz, es posible conjeturar las razones que lo habrían llevado a tomar dicha decisión. Estas, desde luego, se hallaban íntimamente vinculadas al preocupante clima de sospecha al que alude Ceruti en su carta y a las polémicas que el literato napolitano había entablado con los dos autores recién mencionados y en modo especial con el ex jesuita Llampillas, cuyo Saggio saggio-storico apologético (Génova, 1778-81), obtenía por aquellos años una favorable acogida en España, comprometiendo de este modo cada vez más su situación en la capital del reino. Es de suponer, en efecto, que las polémicas que su obra de mayor alcance, la Storia critica, suscitó entre sus adversarios y las afirmaciones apologéticas del jesuita catalán afincado en Génova en defensa del honor de la cultura española, fueron aislando al crítico napolitano, haciéndole perder el favor de la corona y de las altas esferas de poder, Campomanes en primer lugar. Todo ello enmarcado en una coyuntura que se había ido haciendo cada vez más desfavorable para los amigos y colaboradores del círculo arandista, con los que el erudito napolitano había colaborado activamente: como recordaba Leandro Moratín, evocando aquellos años cargados de tensiones y ásperas polémicas, «todos los que habían sido favorecidos por él [Aranda], es decir, los sujetos más distinguidos por su mérito en todas clases, adoptaron el partido prudente de oscurecerse y no escitar los resentimientos de la envidia, que en las mudanzas políticas se manifiesta siempre de modo feroz» («Vida» XIII).

A modo de conclusión, no cabe duda que la experiencia madrileña del autor italiano funda un capítulo inestimable en el variado panorama que ofrece la dramaturgia comparada de finales de la centuria. Su papel destacado en tierras ibéricas debe ser visto a la luz de las animadas batallas que en aquellos años los neoclásicos libraban en pos de un teatro de rango europeo, respetuoso de las normas y «reglas del arte», al tiempo que sus comentarios sobre el teatro hispánico eran la natural derivación de su observancia de las pautas y normas consagradas por la estética neoclásica, con la que el italiano se solidarizó tempranamente.

Si su larga estancia en el Madrid del Setecientos constituyó una fase sumamente fecunda en lo que atañe al proceso de elaboración literaria, en la que el napolitano va afirmando gustos y preferencias literarias, esos mismos años, como por otro lado destacó el mismo autor en más de una ocasión, fueron definiendo al mismo tiempo un fértil ámbito de encuentros y de relaciones gratificantes, de amistades y experiencias inolvidables, cuyas impresiones y recuerdos Signorelli conservó en su memoria: «Io sempre mi rammenterò -le confesaba a Esteban Arteaga a principios de 1785- con tenerezza e diletto, di una gran Nazione, dalla quale, in venti anni di dimora, non ho ricevuto altro disgusto, se non quello di vedermi inutile a servirla. Posso affermare senza mentire che in essa lascio moltissimi amici veri e niun nemico» (en Mininni 326).

No es ocioso recordar una vez más que su larga estancia en España coincide con la fase de máximo esplendor del movimiento ilustrado, siendo el escritor napolitano actor y testigo privilegiado de los importantes cambios que en aquellos años se verificaban en el reino. Son precisamente aquéllos años cruciales en los que cristalizan las ideas y los proyectos reformistas elaborados por el círculo ilustrado más avanzado; esperanzas e ilusiones que, iniciadas con la gestión de las reformas incisivas puestas en marcha por Aranda, a medida que avanza la década de los setenta irán consumándose hacia un preocupante movimiento de reflujo en el que la misma fórmula del despotismo ilustrado llegaría a ser puesta en discusión, determinando con ello una profunda crisis de la dimensión utópica que había fomentado la política del idealismo reformista.






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