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Carta relación de don Pedro Porter Casanate,

caballero de la Orden de Santiago, desde que salió de España el año 1643 para el descubrimiento del Golfo de la California, hasta 24 de enero de 1649, escrita a un amigo suyo1


Pedro Porter Casanate





Linaje de traición conocido fuera negar a nuestra amistad algunos logros de mis trabajos en estas provincias tan remotas de mi patria; con que por no degenerar de la ley tan debida a nuestra recíproca correspondencia, epilogaré los principales sucesos de mi empresa en el descubrimiento del Golfo de la California, suplicándoos en recompensa de mi afectuosa elección, comuniquéis esta carta a los amigos; que con la publicación desta derrota, conseguirá el premio que desea mi afán en tan ardua peregrinación.

Para este descubrimiento se me dieron despachos con título de cabo y almirante de los navíos, gente de mar y guerra, que en la Mar del Sur llevaba a mi cargo, con las preeminencias de que pudiera en España gozar, si lo fuera de armada de Su Majestad: siendo el primero a quien los señores Reyes han nombrado para este descubrimiento; concediéndome sin límite de tiempo la disposición, y prohibiendo a otros puedan navegar aquel golfo. Detúvome esta jornada Su Majestad con decretos particulares, honrándome con parecer podía ser de algún útil en sus armadas, donde tres años: 41, 42 y 43 asistí, hasta tanto que bajó decreto al Consejo de Indias mandando me aprestase con toda celeridad, por juzgarse necesario el descubrimiento, pronosticando en la dilación los daños comunes, defraudando a mi deseo la ejecución más leal; con que en 12 de marzo se intimó orden dejara la armada, para que acudiendo al primer intento, tuviera en la Nueva España mi ocupación.

Obedecí esta resolución última de Su Majestad, embarcándome en los galeones de la plata, que llevaba a su cuenta el general Francisco Díaz Pimienta. Partí de Cádiz a 2 de junio de 1643, llegando a Cartagena a 19 de julio con próspero viaje. Salí de aquel puerto en 2 de agosto, con los navíos de azogues, que pasó a la Nueva España el capitán don Pedro Jirón, el cual entró en la Veracruz a 22 del dicho mes, con que subí al punto a Méjico, que dista setenta y seis leguas.

Presenté mis despachos al conde de Salvatierra, Virrey, que no con menor deseo y solicitud ayudó mis intentos, alentando los ánimos que pudieran desmayar a vista de mi insuficiente experiencia. Esforcé como pude mis esperanzas, y a fuerza de industria y no pequeño trabajo, busqué amigos y dineros; y en la buena acogida fundé de nuevo nuevos motivos para seguir, sin perdonar riesgo alguno, el desempeño de mi carrera. Hallé considerables socorros en algunos prelados y personas eclesiásticas, que celosas de la conversión de aquellos naturales, franquearon los tesoros de su piedad. Entablé en el reino bastantes correspondencias, adquirí particulares noticias, conduje gente, agregando a la que traía de España, familias enteras, apoyando su voluntario seguimiento la opinión de mi jornada. Compré clavazón y prevenciones necesarias para fabricar navíos.

En 2 de octubre, el provincial Luis de Bonifaz me dio padres de la Compañía de Jesús; y dos en especial, noticiosos de las costas de Sinaloa, dando órdenes a todos los ministros de su provincia, para que con su acostumbrado fervor y obediencia me asistiesen.

En 31 de noviembre, despaché carpinteros y gente de mar y guerra, nombrando por cabo a Alonso González Barriga, persona que a toda luz era de satisfacción e inteligencia; el cual me acompañó desde España, y llevó orden de recoger gente por los tránsitos; y de que en las costas de la Galicia hiciese un bajel grande y otro mediano, para que se le entregaron las cargas de hierro, armas, pertrechos y municiones que la fábrica pedía. Pasé mi gente por Guadalajara, donde el presidente don Pedro Fernández de Baeza y el fiscal don Gerónimo de Alzate, me hicieron buen pasaje; ofreciéndose con toda puntualidad estos ministros a la asistencia, conociendo, como más vecinos a la mar del Sur, lo que importaba la conquista.

En 18 de noviembre fleté por dos años una fragata que había en las costas de la Galicia; con la cual ya eran tres las embarcaciones dispuestas para hacer la entrada en la siguiente primavera.

En 1.º de diciembre llegó aviso por Guatemala del marqués de Manzera, virrey del Pirú, al de esta Nueva España, dándole cuenta cómo seis navíos holandeses habían surcado aquel mar, donde pelearon con los nuestros en Chile mucho rato; y que iban sobre Valdivia a incorporarse diez navíos del Brasil que esperaban de socorro; y así estuvieran alerta por si el intento de penetrar la mar era en busca de naos de Filipinas. Puso esta nueva en cuidado al reino, por ser el tiempo en que las esperaban; y como de ordinario costean la California, y reconocen el cabo de San Lucas, recelando que los enemigos podrían, sin ser vistos, por las costas de la Nueva España hacer la presa, como sucedió cuando Tomás Candisque, inglés, robó la nao Santa Ana, que venía de las Filipinas, y Jorge Spilverg otra, que poderosa salió de la California. Aumentó el cuidado el sentimiento de verse sin navío, ni de Su Majestad, ni de particulares, para dar el aviso a los que estaban en tan considerable aprieto. Ajusté mi comercio, y arbitrando en la misma imposibilidad, aconsejado más del celo que del despecho, socorrí con mi fragata Nuestra Señora del Rosario, donde recogí más gente, remití mas armas, municiones y pertrechos. Para abreviar este despacho, salí a la posta de Méjico, en 6 de diciembre, llevando conmigo a Melchor Pérez de Soto, perito cosmógrafo, para el descubrimiento, y al licenciado don Juan de Luna, por capellán; con que llegó el aviso en pocos días a las costas de la Galicia, triar del Sur, al río de San Pedro, jurisdicción de Sintiquipac, en altura de veinte y dos grados, treinta y seis minutos, ciento cincuenta y tres leguas de Méjico donde estaba la fragata.

Al mismo tiempo se le juntaron dos tropas de gente que había despachado desde Méjico, y asistiéndole don Francisco Valero, justicia mayor de aquel partido, dio con mucha brevedad carena, hizo jarcias, velas y aguada; previno la fragata para tres meses; armola de remos para ejecutar mejor la diligencia, buscando al enemigo y naos de Filipinas, gobernando Alonso González Barriga, capitán nombrado para esta ejecución.

En 31 de diciembre, inviando a sondar la vara, no hubo bastante agua, así por ser menguante, como por haberse casi cerrado la salida. Di orden se sondasen todas las mareas, hasta que pudiese nadar la fragata.

En 3 de enero de 1644, se halló agua, y salió la embarcación al remo; y viéndose en evidente peligro sobre los bancos y con grandes golpes de la mar, que desenfrenada entraba del Norueste, largó vela; y al acabar de montar los bajos, zozobró el remolque que llevaba, arrojándose la gente, bien que nadando salió a la costa, sin que ninguno se perdiera. Este día navegó la fragata, y por ser muy recio el Norueste, general viento en el invierno, totalmente contrario a la derrota, acordaron el capitán y pilotos aportar aquella noche en Matanchel, seis leguas al Sueste, para hacer lastre de piedra, que le llevaban de arena, por no haber otro en el río de San Pedro, de donde salieron. Noticioso de esta arribada, fui con el alcalde mayor a Authlan, nueve leguas de Sintiquipac, y cuatro de Matanchel; y no pudiendo pasar los esteros, invió indios que lo vadeasen; dando calor para que volviendo a zarpar la fragata y gente, como se hizo en 9 del dicho mes, siguieran la derrota al cabo de San Lucas, que es la de la California.

Conseguida esta diligencia (que pareció imposible por el ahogo de tiempo, distancia de Méjico, descuido de aprestos), con la gente que me quedó en tierra, previne a los alcaldes mayores de las provincias vecinas, junté los indios de aquellas jurisdicciones, y valiéndome de la oportunidad del menguante que gozaba enero desde el día 31 hasta el 10, desmonté aquellos poblados montes, cortando cedros en las riberas del río Santiago. Elegí este sitio, que desembarazado juzgué para astillero, por estar seis leguas la tierra adentro, y asegurar las fábricas enemigas. Produce en abundancia variedad de árboles, cuya multitud le hermosea y abastece, enriqueciéndole con lo precioso de las maderas peregrinas que produce. Besa sus verdes faldas el río Santiago, en cuyas riberas se ventilan apacibles las mareas; y aunque en dilatados senos se esparce anchuroso, con todo, fácilmente se puede apear. Tiene esta montuosa estancia dos enfadosos contrarios; el uno es una inmensidad de mosquitos que pesadamente inquietan, en tanto grado, que, ocupados en la defensa, no pueden aplicarse al trabajo; y el otro, que sólo desde noviembre hasta San Juan puede fabricarse, por inundar y explayarse arrebatado el río más de tres leguas. Hiere el sol con rigor excesivo en aquellas costas, en particular el tiempo que llueve, que suele continuar desde San Juan hasta setiembre. Los murciélagos maltratan y desangran, no dejando dormir sin mucha prevención y defensa. Y un gusanillo, llamado comején, come y roe la ropa, pertrechos y fábricas; y para librarse, los retiran a más fresco temple, que se halla en Jipique, veinte leguas del puerto; siendo lo más frecuente y penoso de su persecución en el invierno. Levantáronse en este sitio buen número de casas, atarazana para la fábrica de galeras, depósito de todo material, cortando de los montes que abundante ofrecían este tan preciso tributo. Dispuse algunas máximas, que a fuerza de buena ley, tuvieron su duración; y dejando dineros y demás necesario, di la vuelta a Méjico. Y por ser de calidad siempre el interés (aun donde casi no se conocía), el que se hace príncipe jurado de los ánimos, hice que los socorros y pagas de los indios se hiciesen ante el alcalde mayor de la provincia, y en mano de los alcaldes e indios de aquellos pueblos; y esto todos los sábados, para que con igualdad satisfechos, ni la envidia los desazonara, ni el agravio los previrtiera.

Dejé a Santiquipac saliendo por la posta a Méjico en 15 de enero, continuando los empeños y prevenciones entabladas en Guadalajara, por pasar por ella; y apenas pude sin alzar la mano, ajustar los abastos de pertrechos, ropa y vestidos y dineros, cuando por no perder tiempo, el 1.º de marzo con todo esto despaché a Luis de Porras.

En 15 de dicho mes, llegó aviso había aportado su fragata y gente de la California a salvamento, quedando en el río Santiago; donde como dije, planté el astillero. Y el viaje que este capitán hizo, fue en esta forma. Habiendo salido de Matanchel a 9 de enero con vientos poco favorables, navegaron costeando, dando bordos y ancorando algunas noches, hasta que algo soplase el terral de la mañana, y habiendo llegado con estas dificultades, mucha y continuada batería de los vientos encontrados, al puerto de Mazatlán, le reconocieron y sondaron para aportar a él, por si la dicha variedad del tiempo les obligaba. Montaron sus islas, y siguiendo la navegación, hallándose sobre el río de Navito, atravesaron desde el Golfo de la California al cabo de San Lucas. Dando vista al de la Porfía, encontraron gran número de ballenas, tardando diez y ocho días hasta llegar al cabo donde está la bahía de San Bernabé, en la cual dieron fondo en 25 de enero.

Esta bahía en espaciosas playas tiene ensenadas muy grandes, y dos carellones, que a fuer de peinados riscos, abrigaban el puerto. Brollan arroyos de aguas puras; encierran una laguna donde se hace sal. Saltó la gente a tierra, y reconociendo los más altos cerros, de donde se señoreaba el golfo, puso el capitán en ellos centinelas, que amaitinando vigilantes, condujeran naos de Filipinas, levantando de día humos y de noche fuegos. La fragata se proveyó de aguada y leña, saliendo a 31 a navegar la costa, para ir a las islas de cedros y cenizas, en busca de naos de Filipinas. Descubrieron las playas coronadas de indios, que siguiendo por tierra el rumbo de la fragata, con el aviso hijo de la más hidalga pasión, aconsejaban por señas pasasen adelante. Engendró la misma piedad cuidado, de que nació el recelo y la ejecución de algunas diligencias para sacar a luz y la misma duda que concibieron. Embargó su disposición el tiempo, que riguroso soltó la presa. Andaba suelto el remolinado huracán; y embravecida la mar, quiso al parecer tomar venganza, si no de la desconfianza, de la curiosidad, pues arribaron al cabo de San Lucas, donde a 4 de febrero segunda vez entraron. Al punto que los indios descubrieron la vela, llevados del alborozo, hicieron fuegos en demostración del interior de su afecto, llamando a los nuestros, a quienes salieron a recebir a la playa; dando, en lo que se les alcanzaba, argumentos del gusto en que rebosaban. Capitaneaba gran número de indios un cacique, que con venerable barba, causando su autoridad respeto, aseguraba la obediencia de su bárbara ley; y haciendo alto a trechos, en alta voz decía largos razonamientos, que no pudieron entenderse; aunque del exterior semblante se juzgó era dar la bienvenida, pidiendo humilde seguridad y pactos de amistad con los nuestros. Y en señal de amor y paz, los agasajaban con excesivas caricias, arrojando arena por el aire, ofreciendo sus arcos y flechas, arrojándolos al suelo, y pidiendo en retorno hiciéramos nosotros lo mismo con nuestras armas. Tenían los cuerpos de diversos colores matizados, formando la variedad de ellos una humana taracea. Ceñían sus cabezas ingeniosas garzotas de pluma; pendían del cuello preciosas conchas de nácar; y cualquier dádiva nuestra la estimaban con demostraciones muchas, dándoles como el superior asiento en sus copetes, que libres de la multitud de la pluma, hacen punta en la frente. Los hombres son corpulentos, fuertes y bien ajustados, con ventajas a los de la Nueva España. El cabello es algo rubio; precian de peinar largas madejas. Las mujeres son de buen parecer; vístense sólo de la cintura abajo. Son estos indios dóciles y apacibles; partían hermanablemente lo que se les daba; admiraban el traje y policía de los nuestros; acudían voluntarios a traerles pescado, leña, sal y agua; y regalando y presentando algunas cosas de la tierra, como tabaco, sal, pieles de conejos, venados, leones y tigres. Comió la gente en este puerto atún, sardina, salmón, bacalao, bonitos, dorados y albacoras, que raros de estos se hallan en las costas de la Nueva España.

Continuos asistieron en este puerto más de tres mil indios, conversando con los nuestros; entendiéndose algunas razones por lo poco aprendido de los pasados viajes. Su lengua la pronunciaban con facilidad, y ellos con mayor la nuestra. Con cuidado se notaron y escribieron algunas voces y nombres, para la importancia de la misma inteligencia.

Los caciques comían con el capitán en la fragata. Causoles admiración no ver ninguna mujer en el navío, y ofrecían traerlas con buena voluntad. Usan estos indios de flecha y arco y unos dardillos que arrojan diestramente. Temen en extremo los perros, a cuyos aullidos se estremecen en tanto grado, que algunas veces cargaban muchos indios sobre la fragata, y el capitán se valía para librarse del ahogo de su muchedumbre, de un perrillo gozque, con que huían a toda prisa, arrojándose a la mar; y en el navío no entraban menos que viéndole atado. No alcanzan que el arma de fuego necesite para dispararse de que se cargue.

Varó una ballena en la costa, y en cinco días la despedazaron con sus hachas de piedra. Los indios de la tierra adentro con quienes traen guerra, llamados los guaicuros, quisieron venir a la ballena, pero los marítimos dieron a entender necesitaban de nuestro socorro, y por señas los condujeron a unos cerros, desde donde vieron grandes tropas de indios, con sus armas; los cuales, sabedores de nuestra ayuda, volvieron atrás, con que a vista del miedo causado, quedaron los del puerto agradecidos.

Díjose misa cada día: púsose la divisa de la Cruz en muchas partes. Acudían a la misa y a la Salve, postrándose y haciendo las mismas acciones que en nosotros miraban. Y algunos, cuando se arrojaban tras los peces que cogen a nado, decían: «Sancta Maria, ora pro nobis»; entendiendo con esta súplica aseguraban así la presa, como la libertad del riesgo, quedándoseles impresa en la memoria tan loable costumbre, de lo que de los españoles habían oído. Halláronse siempre muy amigos, y una amistad sin sospecha de traición; antes dóciles a la conversión, deseando la amistad y comunicación nuestra; pretendiendo muchos de ellos venirse en la fragata, aunque el capitán juzgó no era acertado consentimiento, porque los de tierra, echándoles menos, no se alborotasen, y después en otros viajes, recelosos de nuestros intentos, se retirasen adentro. Al irse la fragata, hasta perder la tierra de vista, se fueron muchos indios embarcados, llorando muchos de sentimiento, y todos con sus señales de dolor, pidiendo licencia para volverse. No se reconoció género de idolatría en estos indios; no son ladrones, cautelosos; no usan de la mentira y borrachera; toman el tabaco con frecuencia en humo; tiénenle con mucha abundancia, y el mismo nombre que nosotros le dieron.

Esta tierra es apacible, y pareció fértil, sana y templada, libre de las sabandijas que hay en la costa de la Nueva España, pues no les ofendieron aquí, como allá, los mosquitos comejenes, murciélagos y alacranes. Vieron grande amenidad de montes poblados de arboledas varias; aves diversas y animales, siendo así que es esta parte la menos opinada. Hallaron muestras de minas, y con estar distantes las pesquerías de las perlas, traían algunas muy grandes, en rescate de clavos, cuentas de vidrio, juguetes y chucherías de esta calidad; bien que eran inútiles, porque carecían de su extrínseco y mayor valor, quemándolas al asar el ostión para comerlos y rayéndolas con pedernal para colgarlas. Y en las mismas playas se veían vistosísimas conchas de nácar, en testimonio de su abundancia. Son los indios todos buzos, los cuales, deseosos de nuestro aprovechamiento, señalaban el sitio de las pesquerías, ofreciéndose desinteresados a ayudarnos. Estuvieron en las dos veces veinte y un días en este puerto, hasta 21 de febrero, sin ver bajel alguno, porque la Almiranta, que sólo pasó, según después se supo, a vista del cabo, antes que la fragata la reconociera, y ni navíos de enemigos hubo en estas costas, por haberse quedado en la de Chile.

El capitán, con la orden que tenía de volver, no pareciendo a este tiempo navíos, tomó la derrota para la Nueva España, y saliendo del cabo de San Lucas a 21 de febrero, entraron a 25 en el río Santiago, de donde partió a darme este aviso el capellán, llegando en diez días a Méjico, a la posta, habiendo catorce días antes dicho misa en la California.

Con este buen succeso, invié de nuevo socorros, pasando en 1.º de abril a la Veracruz, a la posta, donde hice el último apresto de anclas, jarcia, lona y demás cosas que para aparejar los navíos y dar a la vela le faltaban. En Méjico dejé prevenido lo que allí tocaba, y en Acapulco la artillería; en Guadalajara los bastimentos. Inviose más gente con galafates para la carena y algunos pertrechos y cargas de estopa y brea; que todo salió de Méjico, a 6 de mayo, con Sebastián de Bayona y Zaide.

Por este tiempo me avisaron de la costa, de que a 20 de marzo algunos marineros habían hecho fuga del astillero, llevándose una embarcación pequeña, con las redes que tenía hechas para las pesquerías y otras cosas de valor. Fuéronse, según entendimos, huyendo a las costas del Realejo, medrosos de ser presos y castigados.

A pocos días, entró todo lo aprestado en la Veracruz, y estando para partirse, le detuvo un correo que llegó en 10 de mayo, avisándole don Gerónimo de Alzate, fiscal, que en 24 de abril maliciosamente habían dado fuego al astillero y abrasádose el bajel grande, consumiendo la voracidad del fuero las maderas y almacenes donde estaban todas las prevenciones recogidas, sin que dél se escapara ni aun la ruina; suceso más fraguado del enemigo común, que interesado en que la religión cristiana no se dilatase, cortó los medios para su consecución. Y no obstante que, por tres veces me ha sucedido esta calamidad, conociendo el origen de mi opositor, con la gracia de quien espero el fruto y premio, persevero.

¡Quién no descaeciera a vista de malogro tan considerable, pues montó lo perdido entre todos más de veinte mil pesos, sin que de la caja de Su Majestad haya salido uno solo, ni recibídose medio de socorro de presidentes! Que aun a costa de Su Majestad y asistencias muchas, se juzgara por imposible; sin que a circunstancia alguna de la jornada, ni a accidentes de desdichas, ni a pleitos que se han ofrecido, se haya tenido el cuerpo por falta de gasto: con que a toda luz se conoce ser obra de Dios. Diose cuenta al Virrey desta mala fortuna, y por estar tan distante el paraje donde se cometió el delito, cedí mi jurisdición y derecho en el presidente de Guadalajara, para que tan cautelosa traición se castigase. El cabo de las fábricas trujo presos a los que de verdad eran los delincuentes.

Siguiose la causa en esta Audiencia con el celo de pérdida en ocasión tan considerable. Y a un portugués, principal agresor del caso, se le probó que en el entre tanto que la gente asistía en misa, dispuso huyesen algunos a quienes se les atribuyera el delito, ponderando el ejecutor el desacato y la maldad. Pareciole que hecha esta pérdida partiría a dar la queja y a pedir el socorro, a vista de la diligencia, a Su Majestad; con que quedando libres las cestas, pudiera con sus aliados penetrar la tierra que prometía tanta riqueza en minas de plata y perlas. Tomé fuerzas del mismo fracaso, haciendo buen rostro a la misma pérdida, por no espantar la confianza. Al punto despaché para que se cortasen maderas para hacer de nuevo fábricas; y que a la gente se le socorriese; y con esto se conservase, dando noticia al Virrey cómo con la clavazón que entre el fuego se halló, y pertrechos algunos que estaban en Méjico, continuaría el servicio.

No me valí hasta entonces del Virrey, pidiéndole asistencia alguna jamás; y por ser menos enfadosa, y por eso más fácil mi petición, tomé el medio, que siendo el menos provechoso, era el más útil para disponer las materias, y fue que me diera la capitanía de Sinaloa, contigua al descubrimiento, vecina a la California, y plaza de arenas de donde se había de ordenar todo lo conveniente; y aunque para merced tan corta, di memorial de todos mis servicios, representé órdenes de Su Majestad que mandaban a los presidentes me conservaran en el estado más favorable a mi ejercicio, no fue posible el alcanzarlo. Diose este puesto a don Juan de Peralta, hijo del oidor don Matías de Peralta; con que pedí decreto al Virrey, para que en conformidad de las cédulas que tenía de Su Majestad, se le notificase al dicho don Juan no fabricase ni navegase este golfo.





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